Entonces aparecieron mil y una respuestas. Más allá del océano debía haber algo o alguien que arrojaba las olas que estallaban en la playa. El sol se escondía debajo de la Tierra y daba paso a la Luna para que nos alumbrase. Desde lo alto de las montañas, algún ser poderoso debía soplar con tanta fuerza que podía arrancar los más recios árboles. En su búsqueda por revelar estas cuestiones, algunas cosas fueron relativamente sencillas de explicar, otras requirieron muchísimo tiempo para descifrarlas. Y el hombre siguió imaginando seres poderosos que originaban los fenómenos más asombrosos de la naturaleza, incluida su propia existencia.
Si bien los enigmas debían ser "aclarados" para contento de todos, las cuestiones fundamentales de los fenómenos naturales y de la vida no tuvieron explicación. Así, desde sus primeros estadios civilizatorios, el hombre arribó a fantasiosas explicaciones, contándose asimismo mil y un cuentos para consagrar esclarecimiento satisfactorio a innumerables porqués. Se inventó la mitología[1]sin mayor trámite, con la más natural espontaneidad. La fábula fue el primer ejercicio del intelecto humano para explicar su entorno.
Las distintas cosmovisiones empezaron por explicar el origen de todo, desde cuando la nada era todo, o todo era caos. Por ejemplo, según la religión aborigen de Australia, en un principio la Tierra era un disco plano y vacío que flotaba en el universo. Del reverso de dicho disco, pululaban entidades poderosas que, en algún momento, irrumpieron a la superficie y adoptaron el aspecto humano y poblaron la tierra. Así se formó el mundo. Aquellos seres míticos crearon las montañas, los ríos; dieron nombre a las plantas y a los animales; proporcionaron las distintas lenguas a los hombres; les enseñaron a recolectar, cazar, pescar y preservar la naturaleza. Aquella época de creación se llamó "Tiempo del Ensueño".[2]
En toda región donde se haya asentado el hombre, ensayó dar explicación a todo. Y las pretendidas explicaciones tuvieron el mismo eje: la imaginación, probando así que el acudir a ella era lo más humano posible en toda circunstancia. He allí una de las inspiraciones producidas por sí mismos. De modo natural, ante situaciones análogas, el comportamiento humano suele ser el mismo acá, "en la China o en la Cochinchina". Lo mismo para resolver dificultades como para recrearse. Por ejemplo, en cualquier parte del mundo, podemos ver a los niños colgarse detrás de los vehículos. Así, en cualquier parte del mundo, los hombres de la antigüedad, inventaron sus armas (cuchillo, lanza, arco y flecha). Los hombres de todas las latitudes crearon ritos, danzas y mitos. También produjeron arte rupestre. Todos estos comportamientos afines[3]no necesitaron de un gran evento humano que los uniformizara, o de un decreto mundial que ordenara la creación de tal o cual instrumento; la asunción de tal o cual comportamiento; que se pintasen sobre las rocas en las cavernas, o se inventase la cerámica aquí y allá, etc. Todo se lo hizo, reiteramos, sin mayor trámite, con la más natural espontaneidad, apremiados por la necesidad.
En efecto, la reacción generalizada común de los humanos ante sus necesidades primarias de subsistencia y defensa, también se da ante las necesidades espirituales, igualmente primarias, de interpretación y explicación del universo y sus fenómenos, así como de la plasmación estética de su realidad. Ninguna civilización evadió acudir a los mitos, leyendas o creencias religiosas. Y todas las comunidades humanas "especializaron" sus representantes para ello; primero fueron los chamanes, después los sacerdotes, regentes de un andamiaje espiritual y otro secular, encargados de administrar las creencias que dan cuenta de lo existente. Todos también, sin previo acuerdo, identificaron dos mundos: el físico y el espiritual.
Las necesidades materiales han sido resueltas satisfactoriamente por el hombre, aunque con indudables costos a la misma naturaleza (explicado por el afán mercantilista del empeño en ofrecer avances tecnológicos y confort). Las necesidades espirituales también han encontrado satisfacción, el paso del mito a la religión así lo evidencia. El prolífico historial de ritos de tránsito o de paso[4]particularmente los fúnebres[5]allá donde se halla asentado el hombre, nos habla de su imperiosa necesidad por la inmortalidad. Desde un inicio, el hombre apostó por la trascendental, de él y del origen de todo cuanto existe. Entonces habló de la vida después de la muerte, de la diversidad de dioses eternos, y del que es alfa y omega para los seguidores de la Biblia.
Religión tribal: hechicería y pensamiento mitológico
Desde la etapa tribal, unos individuos resultaron más hábiles que otros para cazar; también los había quienes tenían una mayor destreza para curar, condición que les proporcionó asimismo prestigio y autoridad. De otro lado, la existencia de animales, unos domesticados y muchos aún en estado salvaje, inducía a la creencia que la naturaleza estaba habitada también por espíritus protectores de los animales, y que algunos hombres poseían cualidades para atraer espíritus favorables a la tarea más importante: la caza. En esta misma etapa del desarrollo humano, se explicaba la enfermedad como consecuencia de la acción de espíritus enemigos a los que había que conjurar. Ante tal estado de cosas, la inerme masa humana, ávida de un guía espiritual, demandaba de un líder que la conduzca y defienda, sucumbiendo ante ciertos individuos que tenían la capacidad y la fuerza para enfrentarse a aquellos espíritus y lograban curar las enfermedades. Surgen entonces los hechiceros o chamanes.[6]
Ocupar el liderazgo tampoco era fácil. Para llegar a ser chamán, se debían cumplir algunos requisitos como poseer una especial sensibilidad, tener algún familiar chamán o haber pasado una enfermedad o alguna crisis que fuera vista como prueba inequívoca de elección por parte de los espíritus. Luego se tenía que pasar por un largo período de aprendizaje y, tras combatir con los espíritus enemigos de modo victorioso, ser aceptado como chamán en su comunidad. Pero, aunque estas culturas explicaran las enfermedades como combates contra los espíritus, los chamanes sabían usar productos obtenidos de vegetales o animales con determinadas propiedades medicinales.
Todo este mundo mágico en el que se desenvolvían las tribus primigenias, hubo de trastocarse, con el paso de la era errante a la sedentaria. Y ésta fue posible gracias al descubrimiento de la agricultura,[7] probablemente hace diez mil años antes de Cristo. La agricultura es un hecho histórico grandioso en el proceso evolutivo del hombre y la sociedad. Evidentemente, el trabajo cumplió un rol de primer orden en nuestra evolución. Hasta entonces, el hombre sólo usufructuaba lo que la naturaleza le ofrecía, y su mayor esfuerzo estaba dedicado a identificar las bondades de los frutos vegetales, advertir del peligro de algunos, y adquirir mayor destreza en la caza y la pesca.
Con la agricultura se produjo también el desarrollo de la ganadería, lo cual permitió paulatinamente la producción selectiva de los alimentos. La principal preocupación durante esa época era obtener buenas cosechas, salud y fertilidad del ganado. Por eso, la fecundidad de la tierra y de los animales, así como del propio ser humano, era idea central en la religión de los pueblos neolíticos.
Es el momento histórico en el que empieza el aumento progresivo del número de miembros de los primeros agrupamientos humanos. Así, las nuevas actividades de cultivo de la tierra y mejoramiento en el cuidado del ganado, daban ocupación a un mayor número de personas. La agricultura y la ganadería masivas permitían producir más de lo que se necesitaba para sobrevivir, apareciendo con ello el excedente elaborado por la comunidad. A mayor ocupación, mayor producción. Esta nueva relación rompió el equilibrio en las comunidades remotas, que tomaba de la naturaleza lo que podía consumir el grupo. Por otra parte, la incorporación de las nuevas fuentes de acopio alimenticio acarreó la pérdida de importancia de la caza y sus rituales relacionados; marcando con ello la posterior desaparición de las ceremonias correspondientes.
Afincados en los mejores lugares para la subsistencia, los grupos humanos se hicieron cada vez más numerosos, y surgieron los primeros poblados y ciudades, lo cual revolucionó la organización social. La sedentarización permitió mayor acumulación de excedente y, por ende, de riqueza. Con ello aparecieron las desigualdades sociales, porque unos se apoderaron de dicho excedente y otros eran obligados a producirlos. Esta diferenciación de estatus social, requirió de mecanismos de sostenibilidad. Apareció entonces el poder militar muy ligado al poder religioso, los que, en armoniosa combinación, permitían perpetuar el sistema de dominación de unos hombres sobre otros.
En simultaneidad con todo este proceso, la adopción de la religión en las primeras comunidades humanas empezó por la estructuración de la cosmovisión lograda hasta entonces. La diversidad de rituales para el culto a la personificación de las heterogéneas fuerzas de la naturaleza o poderosos espíritus, es común a la mayoría de las religiones primitivas que, de otra parte, se preocupaban también por el clima y su relación con las cosechas. Para las primeras civilizaciones, los ciclos astronómicos, estaban controlados por seres sobrenaturales.
En el caso de los grupos cazadores-recolectores, la religión es muy variada, pero presenta características comunes como, por ejemplo, la importancia que se da a los animales y la creencia en sus respectivos espíritus totémicos.[8] Así pues, en general, los individuos de estas colectividades buscaron, su propio espíritu protector y seña de identidad de todo el grupo, "corrientemente representado en un depredador como el jaguar o el lobo, o un ave como el águila." (Kalipedia. Las religiones de los pueblos cazadores y recolectores).
La imaginación mitológica produjo sus propias consecuencias. El imaginario de la magia reinó en aquellos hombres ávidos de satisfacer sus elementales necesidades espirituales. Se arribó al perfeccionamiento "lógico" del andamiaje mitológico. Si aplicamos los esquemas darwinistas, bien podemos afirmar el paso evolutivo del mito a la magia y de esta a la religión.
Las cosechas eran fundamentales para las primeras tribus, por eso el hombre inició su tanteo sobre el clima, tan cambiante por entonces. Necesitaba conocer con precisión la época del año en la que tenía que realizarse la siembra de los diferentes productos. Por eso, crearon los primeros calendarios basándose en las fases del sol[9]y de la Luna, y realizaron las primeras observaciones de las estrellas para perfeccionar estos calendarios. Durante este período aparecieron los primeros sacerdotes, cuya principal labor era la de mantener, acrecentar y conservar los conocimientos de su comunidad. Ellos fueron los encargados de realizar estos primeros estudios de las constelaciones; de transmitir el saber de generación en generación, y dirigir los diferentes rituales.
Cuando el clima era adverso y las lluvias escaseaban, o la sequía se prolongaba, se realizaron rituales para atraer la lluvia. El hombre creyó necesario comunicarse con los dioses para pedir lluvia, buena caza, y buena cosecha. A cambio, ofrendaron animales y a los propios seres humanos. Esto se lo hizo en el marco de ritos con la pretensión de llamar la atención de la deidad. Así, con el dolor de rituales sangrientos, nació la religión; también con olor a carne chamuscada de sacrificios cruentos e inútiles.
Al formarse las primeras ciudades, los sacerdotes afirmaron su responsabilidad de comunicarse con los dioses y satisfacer la demanda de sacrificios. Pero, una vez institucionalizado el sacerdocio, simultáneamente con el fin de mantener y aumentar su poder e influencia, los sacerdotes se convirtieron a sí mismos en los únicos representantes legítimos de los dioses sobre la tierra. A partir de entonces, los creyentes ya no podían realizar sacrificios directamente a su dios, tenían que acudir al templo, entregar al sacerdote el cabrito, el cordero, el hijo primogénito o el dinero necesario para adquirir el chivo expiatorio destinado al sacrificio. Fue así cómo los sacerdotes convirtieron en un negocio la religión.
Religión y sostenimiento del Estado.- Todo pueblo debía contar con un ejército fuerte y bien alimentado, y para dirigirlos estaban los reyes; éstos, a su vez, establecieron alianza estrecha con los sacerdotes para contar con el aval de los dioses, magnificencia asumida por todos los componentes del pueblo, base fundamental para el sostenimiento de la propiedad privada.
Desde los albores de la civilización, el poder político y el poder religioso se juntaron para mantener el control sobre el pueblo. Así sucedió desde las antiguas culturas de Mesopotamia y Egipto, que erigieron las primeras ciudades y con ellas la necesidad de organizar la convivencia de todos. Había que preservar la acumulación de riqueza, generada por cuenta propia o como producto de las conquistas guerreras.[10] Así surgieron las estructuras de poder (el Estado), que fueron quedando en manos de unos pocos, en estrecha relación con la religión.[11]
En general, todas las religiones fueron, y lo siguen siendo, el sustento de los Estados; y los Estados fortalecieron las religiones. La relación entre ambas instituciones, tan convenientes para la acumulación de bienes, parte del fortalecimiento de las propias gens. Como señala Engels, citando a Grote, la gens ateniense, en particular, estaba cohesionada, entre otros aspectos, por: "Las solemnidades religiosas comunes y el derecho de sacerdocio en honor a un dios determinado, el pretendido fundador de la gens, designado en ese concepto con un sobrenombre especial".[12] Sobre este convencionalismo fundado en la fe, se instituye el origen mítico del soberano, el derecho propietario, las obligaciones y demás mecanismos de sobrevivencia social. [13]
Sin la participación del factor religioso, hubiera sido muy difícil el sostenimiento de las distintas organizaciones sociales basadas en la división de clases. No hubiera quedado otro camino que la "militarización" de la sociedad. La coerción física hubiese sido el fundamento exclusivo de todo orden. La credibilidad sobre mitos y creencias religiosas, tan naturales en el ser humano, fueron la piedra fundamental de todo el andamiaje social que se asumió con tanta "naturalidad". En realidad, aún lo sigue siendo.
La cultura "occidental y cristiana"
Los griegos se encargaron de sustentar la concepción y estructura de Estado tomando como punto de referencia fundamental al hombre mismo. El Estado como producto armonioso y equilibrado, cuya esencia es el hombre cultivado con valores y virtudes.[14]
A los valores cultivados por el genio helénico, "se agrega el realismo y la ponderación del romano, de ancestro campesino, cuyo genio hace posible las construcciones seculares que llevan en sí el germen imperial".[15] En efecto, lo que Grecia produjo para su estado-ciudades, Roma lo extendió a lo largo del imperio. Ni más ni menos, en la parte occidental del globo terráqueo, somos herederos de estas dos grandes culturas, a través de la España medieval.
Como parte de ese legado, podemos constatar hoy que las figuras ideales del mundo antiguo transmitido a nosotros los latinoamericanos por la España monárquica, mantienen su espíritu y son capaces también hoy de darnos su mensaje. Como afirma el abogado chileno Mauricio Suazo, la figura del héroe, "tal como es cantada en los poemas homéricos, por Virgilio o por la épica teutónica, constituye una de nuestras dimensiones históricas, vivida -una vez que el bautismo transforma al héroe en caballero cristiano- generosamente por el hidalgo español, de donde toda veta de auténtico heroísmo nuestro procede. El sabio, el filósofo, el hombre que se enamora de los valores superiores del espíritu, igualmente hoy es para nosotros un ideal y una posibilidad para animamos en la tarea de descifrar los misterios que nos esforzamos en echar sobre nuestras cabezas. La figura del estadista, del hombre con autoridad y visión para decidir con acierto en el campo de lo público (tema no menor al momento de optar y decidir respecto a nuestros destinos individuales), y dispuesto, si es necesario, a sacrificarse por el bien común, por la República, es otra de nuestras conexiones directas con el mundo antiguo.
Hombres como éstos, y especialmente los santos, los hay en todas las épocas y en todos los ámbitos. Para ellos no valen las clases sociales, ni el sexo, ni la raza, y sorprendentemente sentimos que todos nos pueden hablar directamente, que no nos son ajenos; en verdad, nos vamos descubriendo en cada uno de ellos porque podemos decir que cada uno de ellos es una faceta de la humanidad llevada a un grado de perfección.
Los siglos medievales significaron un tiempo en el cual pudo integrarse esas dimensiones del mundo antiguo, renovadas por la fe cristiana; también los pueblos bárbaros, que entraron a saco en el Imperio Romano, fueron prontamente convertidos al cristianismo, y desde los antiguos territorios la fe se fue expandiendo hasta ganar lentamente a toda Europa."
Lo que pasó durante la Edad Media, período durante la cual se irradió la cultura occidental y cristiana a punta de espada y cruz, suele ser controversial entre creyentes y ateos, Los primeros ensalzan el rol de la Iglesia como "madre de la sociedad" (con todo lo que implica el valor de ser madre), soslayando (entre ellos el autor ya mencionado) la crueldad del dogmatismo para justificar la explotación de muchos en manos de muy pocos. Los segundos desdeñan el aporte a la cultura de esa Iglesia que, aunque con la Inquisición a cuestas, organizaron la educación, que permitió pasar de la escuela monástica a la universidad, y a los tratados elementales de un Tomás de Aquino o un San Buenaventura. Aportó también con el arte sacro con pinturas, esculturas y catedrales que sintetizan el simbolismo de la fe.
España nos impuso todo: su lengua, su cultura, su fe. Ella que venía de salir gloriosa en su lucha secular contra el islamismo árabe. En mucho, nos vino esa cultura distorsionada, porque para acá mandaron aventureros con escasa o nula cultura. Y a la sombra de esa opresión a las órdenes de la Corona, se erigió una cultura "occidental y cristiana". En nombre del Rey y de Dios se nos dejó toda esa fanfarria católica que hoy ha degenerado con mucha fuerza.
Ya en la época moderna, y como secuela de la preponderancia de la fe y la religión en la organización social, nuestro hemisferio se declara solemnemente hipócrita, como una sociedad "occidental y cristina" para, por un lado, afirmar su filiación religiosa y, por otro, diferenciarnos del otro hemisferio terráqueo, con otra cultura, pero sobre todo, escenario de un sistema económico y social sustancialmente diferente.
Cristianismo como base revolucionaria
La conciencia revolucionaria no tiene ni ubicación geográfica, ni clase social, ni creencia específica. Quien asume la revolución como mecanismo de liberación, actúa en consecuencia. Desde luego, la clase social que, adquiriendo conciencia de sí, lucha por trastocar las relaciones de producción, es el proletariado que quiere revolución. En general, quienes apuestan por la revolución son la clase social explotada, oprimida; los proletarios y sectores populares que entienden que sólo el cambio de estructuras sociales traerá felicidad para todos. Pero revolucionarios surgen en todas las clases sociales y bajo todos los credos. Desde las filas del cristianismo abundan los espíritus revolucionarios. La religión no ha sido óbice para comprometerse con una teoría y práctica política revolucionarias. Para que ello ocurra es determinante el humanismo que está en la base del cristianismo. Y cada cristiano es revolucionario, cuando su prédica y práctica teológica la hace desde una opción social, desde la clase social más desprotegida y explotada.
Esta opción que involucra una nueva praxis social, permite el cruce de caminos de la práctica religiosa con la práctica política, produciendo un mimetismo entre ambas, despejando dicotomías que en el pasado han llevado a posturas hipócritas. Estamos ante la búsqueda de un mundo nuevo, socialmente justo y económicamente equitativo, conjugado con el afán por adquirir la gracia de la liberación divina. La forja de la nueva sociedad basada en la justicia y solidaridad, aparejada a la construcción de la nueva comunidad cristiana, fiel a su fe, coherente entre la prédica y la praxis, teológicamente indivisible.
En nuestro continente tenemos episodios importantes de clérigos contestatarios con el statu quo. Fray Bartolomé de las Casas, denunciador permanente de las atrocidades cometidas por los españoles contra los indios en el virreinato del Perú, es uno de ellos. Los gestores de la llamada Teología de la Liberación de los años 60-70 son otra vertiente humanista orientada por la fe teológica.
Desde esta parte del mundo, no podemos negar que no siempre la religión es el opio del pueblo. Tenemos valiosas vidas de cristianos entregadas por la causa social que persigue servir a la misma sociedad; enfrentada a toda injusticia y basada en la solidaridad. Camilo en Colombia, Romero en El Salvador, Ernesto cardenal en Nicaragua, Luis Espinal en Bolivia, son militantes cristianos y revolucionarios que pertenecen a la esfera más próxima en nuestra memoria.
Probablemente, las religiones no desaparezcan nunca. Eso no le tiene que hacer daño a nadie, siempre y cuando su ejercicio no interfiera para justificar ordenamiento social alguno. En lo particular, la fe le hace bien a mucha gente; les llena de regocijo y les trae felicidad. Si todo eso hace la fe, no tiene porqué ser tomada como algo nefasto.
Cuando la religión vuelva a ser manoseada para servir intereses económicos particulares, entonces la sociedad debe volcarse en contra de ella con la violencia que exige el bienestar de las mayorías sociales. Debemos impedir el volver al ostracismo religioso de explicar las relaciones sociales a partir de una idea suprema, origen de las suertes seculares. Esa historia es la que hemos de enterrar para siempre, como signo y costo del aprendizaje.
El fin de las religiones, o la prédica antirreligiosa no debe ser bandera de nadie. Que crea lo que quiera quien quiere creer. Por el contrario, debemos rescatar la fuerza espiritual de las creencias para estimular mayor capacidad humana en la acción. La fuerza espiritual que producen las religiones debe ser aplicada para impulsar la marcha de la sociedad, en armonía con nosotros mismos y nuestro entorno natural. En este sentido, caen muy bien las palabras y pensamiento de José carlos Mariátegui, cuando reflexiona sobre el patriarca anarquista peruano Don Manuel González Prada: "En un estudio sobre la ideología de González Prada, que forma parte de su libro El Nuevo Absoluto, Mariano Iberico Rodríguez define bien al pensador de Páginas Libres cuando escribe lo siguiente: Concorde con el espíritu de su tiempo, tiene gran fe en la eficacia del trabajo científico. Cree en la existencia de leyes universales inflexibles y eternas, pero no deriva del cientificismo ni del determinismo una estrecha moral eudemonista ni tampoco la resignación a la necesidad cósmica que realizó Spinoza. Por el contrario, su personalidad descontenta y libre superó las consecuencias lógicas de sus ideas y profesó el culto de la acción y experimentó la ansiedad de la lucha y predicó la afirmación de la libertad y de la vida. Hay evidentemente algo del rico pensamiento de Nietzsche en las exclamaciones anárquicas de Prada. Y hay en éste como en Nietzsche la oposición entre un concepto determinista de la realidad y el empuje triunfal del libre impulso interior.
Por estas y otras razones, si nos sentimos lejanos de muchas ideas de González Prada, no nos sentimos, en cambio, lejanos de su espíritu. González Prada se engañaba, por ejemplo, cuando nos predicaba antirreligiosidad. Hoy sabemos mucho más que en su tiempo sobre la religión como sobre otras cosas. Sabemos que una revolución es siempre religiosa. La palabra religión tiene un nuevo valor, un nuevo sentido. Sirve para algo más que para designar un rito o una iglesia. Poco importa que los soviets escriban en sus afiches de propaganda que "la religión es el opio de los pueblos". El comunismo es esencialmente religioso. Lo que motiva aún equívocos es la vieja acepción del vocablo. González Prada predecía el tramonto de todas las creencias sin advertir que él mismo era predicador de una creencia, confesor de una fe. Lo que más se admira en este racionalista es su pasión. Lo que más se respeta en este ateo, un tanto pagano, es su ascetismo moral. Su ateísmo es religioso. Lo es, sobre todo, en los instantes en que parece más vehemente y más absoluto. Tiene González Prada algo de esos ascetas laicos que concibe Romain Rolland. Hay que buscar al verdadero González Prada en su credo de justicia, en su doctrina de amor; no en el anticlericalismo un poco vulgar de algunas páginas de Horas de Lucha."[16]
Lito
Septiembre de 2010
Autor:
Lito Pretel L.
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