La energía y el interés de Hoskins eran contagiosos. Pendrake se puso en pie de un salto.
-Me voy al instante. ¿Dónde puedo adquirir una esas cámaras?
-Hay en la ciudad una sociedad que las vende al gobierno y a varias instituciones educativas para fines geológicos y arqueológicos. Mira, Jim, me fastidia el darte tanta prisa. Me hubiese gustado que vinieras a casa y conocieras a mi mujer, pero el tiempo es la esencia de estas fotografías. Ese suelo está expuesto la luz, y la imagen podría ser borrosa.
-Hasta la vista-dijo Pendrake, yendo con la misiva a la puerta.
Los clichés salieron estupendamente claros e inconfundibles las imágenes en las fotografías. Pendrake se hallaba sentado en su salita admirando el terso acabado cuando llamó un mensajero de la oficina de teléfonos.
-Hay una conferencia de Nueva York para usted -dijo el recadero-. El interesado espera. ¿Quiere venir a la central?
"Hoskins", pensó Pendrake, aunque no podía imaginarse lo que pudiera estar haciendo Ned en Nueva York. El primer sonido de la voz extraña en el receptor le produjo un escalofrío.
-Mr. Pendrake -dijo la voz-, tenemos razones para creer que se halla usted aún apegado a su esposa. Sería lamentable que le sucediese algo a ella como resultado de la injerencia de usted en algo que no le concierne. Haga caso.
Hubo un click, y su leve y agudo sonido producía aún un eco en la mente de Pendrake minutos después, mientras caminaba abstraído a lo largo de la calle. Sólo una cosa aparecía clara: la investigación había acabado.
Se arrastraron los días. No por vez primera se le ocurrió a Pendrake que había sido aquella máquina lo que le había sacado de su prolongado estupor. Y que se había lanzado a examinarla tan rápidamente porque se había percatado de que sin ella no tendría nada. Era peor que eso. Intentó resumir el antiguo contenido de su existencia. Y no pudo. Las cabalgadas casi al alba sobre Dandy, que antes duraban desde la amanecida hasta el caer de la tarde, acabaron bruscamente a las diez de la mañana, en dos días sucesivos, y no fueron reanudadas. No era que no quisiera cabalgar más. Era simplemente que la vida suponía más que el sueño de un ocioso. El sueño de tres años había pasado. El quinto día llegó un telegrama de Hoskins:
¿Qué sucede? He estado esperando tus noticias. Ned.
Desazonado, Pendrake hizo pedazos el telegrama. Intentó contestar, pero aún estaba estrujando su cerebro dos días después sobre lo que debía decir exactamente cuando llegó la carta.
"No puedo comprender tu silencio. He interesado al comisario del Aire, Blakeley, y algunos funcionarios técnicos me han llamado ya. En otra semana apareceré como un tonto. Tú compraste la cámara; lo comprobé. Debes tener las fotos, así que por amor de Dios da noticias…"
Pendrake respondió:
"Estoy abandonando el caso. Siento haberte molestado con él, pero he descubierto algo que transforma completamente mi opinión sobre el asunto y no soy libre de revelar lo que es."
La verdad habría sido que no quería revelarlo, pero el manifestarlo así hubiese sido improcedente. Aquellos oficiales – en activo de las Fuerzas Aéreas -él había sido uno de ellos en su tiempo-no habían podido encajar en sus sistemas el hecho de que la paz era radicalmente diferente de la guerra. La amenaza a Leonor únicamente los impacientaría; su muerte o lesión constituiría una baja insignificante como para ser tomada en consideración. Naturalmente que ellos adoptarían precauciones. Pero al diablo con ellos..,
Al tercer día de haber enviado su carta se detuvo un taxi ante la puerta del cercado de la casa de campo, y descendieron de él Hoskins y un gigante barbudo. Pendrake les dejó entrar, correspondió sosegadamente a la presentación al gran Blakeley y se mostró frío ante las preguntas de su amigo, quien a los diez minutos estaba blanco como un lienzo.
-No puedo comprenderlo -bramó-. Tomaste las fotos, ¿no es así?
Ninguna respuesta.
-¿Cómo salieron?
Silencio.
-Eso que supiste, que transformó tu opinión… ¿Obtuviste más información sobre lo que se halla tras el motor?
Pendrake pensó angustiado que debiera haber mentido sin rodeos en su carta, en vez de hacer una declaración estúpidamente comprometedora. Lo que había dicho estaba destinado, en efecto, a despertar una intensa curiosidad y esta agonía del interrogatorio.
-Déjeme que le hable yo, Hoskins.
Pendrake sintió un notable alivio cuando habló el comisario Blakeley. Sería más fácil contender con un extraño. Vio que Hoskins se encogía de hombros al sentarse con gesto cansado en el sofá y encendía nerviosamente un pitillo.
El hombrón comenzó con frío y pausado tono:
-Creo que nos hallamos aquí ante un caso psicológico. ¿Se acuerda usted, Pendrake, de aquel tipo que en 1956 o en sus proximidades pretendía tener un motor que extraía su energía del aire? Cuando los informadores examinaron su coche, hallaron una batería cuidadosamente oculta. Y luego -prosiguió la fría y taladrante voz-hubo la mujer que, hace dos años, pretendía haber visto un submarino ruso en el lago Ontario. Su historia se hizo cada vez más disparatada a medida que progresaba la investigación de la Armada, hasta que finalmente ella admitió que la había contado a sus amistades para despertar interés por su persona, y que cuando comenzó la publicidad no tuvo valor para decir la verdad. Pero usted está siendo más listo en su caso.
La magnitud del insulto hizo que en el rostro de Pendrake se dibujara una contraída sonrisa. Quedóse así, con la mirada fija en el suelo, escuchando casi ociosamente la humillación verbal a que había sido sometido. Se sentía tan remotamente alejado de la martilleante voz, que su sorpresa fue momentáneamente inmensa cuando dos manazas asieron sus solapas y el hermoso rostro barbudo se acercó belicosamente al suyo, y la acerba voz le espetó:
-Esa es la verdad, ¿no es así?
Pendrake no había pensado que pudiera sobreexcitarse. No tuvo sensación alguna de cólera cuando, de un impacienté manotazo, deshizo el doble asimiento del hombrón, lo hizo girar en redondo, lo asió a su vez por el cuello de su chaqueta y lo llevó a empellones y vociferando al pasillo y a través de la puerta enrejada a la terraza. Hubo un momento desatinado cuando Blakeley fue lanzado al césped de abajo. Se puso en pie rugiendo. Pero Pendrake se volvía ya. En el umbral de la puerta se encontró con Hoskins, quien llevaba puestos su sobretodo y su sombrero hongo, y que le dijo:
-Voy a recordarte algo… -Entonó las palabras a la manera de la promesa de lealtad a los Estados Unidos. Y no pudo haber sabido que había ganado, pues bajó la escalinata sin mirar atrás. El taxi en espera se marchó antes de que Pendrake comprendiera cuán absolutamente habían deshecho su propósito aquellas palabras finales.
Aquella noche escribió la carta a Leonor, y la siguió el día siguiente, a la hora que había indicado en ella: las 3,30 de la tarde. Cuando la rolliza sirvienta negra abrió la puerta del caserón blanco, Pendrake tuvo la fugaz impresión de que iba a decirle que Leonor estaba ausente. Por el contrario, fue conducido a través de los conocidos vestíbulos a la espaciosa sala de estar, de quince metros. Las cortinas venecianas estaban corridas contra el sol, por lo que a Pendrake le llevó un momento el descubrir en la penumbra la figura de la joven mujercita que se había levantado para recibirle, y que dijo con voz dulce y familiar, de tono interrogante:
-Tu carta no era muy explicativa. Sin embargo he determinado verte, de todos modos. Pero esto no importa… ¿En qué peligro me encuentro?
Ahora pudo verla él más claramente. Y durante un instante se quedó bebiéndola con los ojos…, su grácil cuerpo, cada rasgo de su rostro y el oscuro cabello que lo coronaba. Se dio cuenta de que ella se ruborizaba ante el intenso escrutinio y comenzó rápidamente su explicación:
-Mi intención -dijo- fue abandonar el asunto. Pero justamente cuando pensé haber zanjado la cuestión echando a Blakeley, Hoskins me recordó mi juramento de las Fuerzas Aéreas que me obligaba para con mi país.
-¡Oh!
-Por tu propia seguridad-prosiguió con más decisión ahora-debes abandonar Crescentville por ahora, perderte en la inmensidad de Nueva York hasta que haya sido indagado hasta el fondo este asunto.
-¡Comprendo!-Su oscura mirada era evasiva. Parecía singularmente envarada, sentada en la butaca que había escogido, como si no se encontrase del todo cómoda. Por fin, dijo-: ¿Cómo eran las voces de los dos hombres que te hablaron, el pistolero y el del teléfono?
-Una era la voz de un joven. La otra, de alguien de mediana edad.
-No, no me refiero a eso. Quiero decir el tono, el empleo del idioma, el grado de educación.
-¡Oh! -Pendrake la miró con fijeza y respondió lentamente-. No pensé en eso. Diría que mostraban muy buena educación.
-¿Acento inglés?
-No, americano.
-Eso es lo que quería yo decir. Así, pues, ¿nada extranjero?
-Ni lo más mínimo.
Ahora estaban los dos más desenvueltos, notó Perdrake. Y á él le encantaba la manera fría y serena con que ella estaba enfrentando su peligro. Después de todo, ella no estaba entrenada a habérselas con terrores físicos. Antes de que pudiera pensar más, Leonor dijo:
-Ese motor… ¿de qué clase es? ¿Tienes alguna idea?
¡Sí tenía él alguna idea sobre el particular! ¡Él, que se había estrujado el cerebro en oscuras vigilias de una docena de noches!
-Debe haberse desarrollado-dijo Pendrake detenidamente- de un tremendo fondo de investigación. Nada tan perfecto podría brotar a la existencia sin una poderosa base de la labor de otros hombres para construirlo. Sin embargo, aun así, alguien debe haber tenido una inspiración de puro genio. -Cavilosamente añadió-: Debe tratarse de un motor atómico. Esto puede ser otra cosa. No hay otro antecedente comparable. Ella le estaba mirando con fijeza, no pareciendo muy segura de sus siguientes palabras. Por fin dijo con voz grave:
-¿No te importa que te haga estas preguntas?
Él sabía lo que aquello significaba. Ella se había dado cuenta de pronto de que estaba enterneciéndose. "¡Maldita sea con la gente supersensible!", pensó él, respondiendo presta y seriamente:
-Ya has aclarado algunos extremos importantes. Pero a otra cuestión es adonde han de conducir. ¿Puedes sugerir algo más?
Hubo un silencio y luego dijo ella lentamente:
-Me doy cuenta de que no estoy debidamente capacitada para ello. No tengo conocimiento científico alguno, pero sí mi entrenamiento de investigación. No sé si mi siguiente pregunta será tonta o no, pero… ¿cuál es la fecha decisiva para un motor atómico?
Pendrake frunció el entrecejo y dijo:
-Me parece que sé lo que quieres decir. ¿Cuál es la última fecha en que no pudo haber sido desarrollado un motor atómico?
-Algo por el estilo -convino ella. Sus ojos estaban brillantes.
Pendrake reflexionó:
-He leído recientemente sobre el particular. La de 1954 encajaría, pero es más probable la de 1955.
-Parece ser mucho tiempo…, bastante largo.
Pendrake asintió. Sabía lo que ella iba a decir, y era excelente, pero esperó a que lo dijera. Lo hizo al cabo de un momento:
-¿Hay algún medio de que puedas constatar las actividades de toda persona capaz que haya efectuado una investigación superior atómica en este país desde aquella fecha?
Él inclinó la cabeza y respondió:
-Voy a acudir por primera a mi antiguo profesor de física. Es uno de esos viejos perpetuamente jóvenes que están al corriente de todo.
La voz de ella, uniforme y fría, le cortó:
-¿Vas a seguir en persona esta investigación?
Miró ella involuntariamente a su manga derecha y su rostro se tornó escarlata. No cabía duda alguna del recuerdo que había en su mente. Pendrake dijo presuroso, con desvaída sonrisa:
-Temo que no haya nadie más. Tan pronto como haya progresado un poco iré a ver a Blakeley y me excusaré por la manera como lo traté. Hasta entonces, con el brazo derecho o no, dudo que exista alguien más capaz que yo.-Frunció el entrecejo-. Desde luego se presenta el hecho de que un hombre manco es fácilmente localizado.
Mientras Pendrake hablaba, ella volvió a recuperar su autodominio y dijo:
-Iba a sugerirte que adquirieses un brazo artificial y una máscara de carne. Esa gente debió haber llevado máscaras civiles si reconociste el disfraz tan rápidamente. Puedes obtener el perfecto tipo militar. -Se puso en pie y terminó con voz llana-: En cuanto a abandonar Crescentville, escribí ya a mi antigua empresa y me reponen en mi anterior puesto. Por esto es también que te recibí. Dejaré la casa esta noche y mañana ya estarás en libertad de proseguir tus investigaciones. Buena suerte.
Frente a frente ambos, Pendrake se sintió removido hasta la médula por el brusco final de la entrevista con aquellas palabras. Se separaron como dos personas que habían estado sometidas a enorme tensión.
"Y ésa es la verdad", pensó Pendrake al salir afuera, al rayo del sol.
Permaneció en Crescentville aquella noche. Había que contratar guardianes y, entre otras muchas cosas, devolver a Dandy al establo del caserón blanco. Era ya medianoche cuando Pendrake tomó un baño preparatorio para acostarse.
Tendido de espaldas en la bañera, soltó el vendaje del muñón de su brazo izquierdo, el cual le había molestado y hasta dolido desde hacía unos días. Quitada la venda, se volvió de costado para introducir el muñón en el agua caliente.
Se detuvo.
Y se quedó con la mirada fija.
Luego lanzó una exclamación.
Todo tembloroso, volvió a mirar. No cabía duda alguna. La longitud del muñón había aumentado unos buenos cincuenta milímetros. Y presentaba como un esbozo de dedos y mano, tenue, pero inconfundible.
Parecían como la distorsión de la carne blanda.
Eran ya las tres de la madrugada cuando pudo relajarse lo bastante para dormir. Para entonces, le pareció, había ya razonado la única causa posible del milagro. En todos aquellos días excitantes había tenido a su lado sólo un objeto que fuese diferente de todos los demás: el motor.
Ahora debía de veras encontrarlo. Un singular pensamiento le asaltó sobre la propiedad de aquella máquina. Debido a todo lo que había sucedido, debido a la clandestinidad y a las amenazas, y ahora a esto, era como si hubiese adquirido progresivamente derechos. Y por ende, mientras yacía tendido en la cama, se afirmó en el claro convencimiento de que el gran motor pertenecía a quienquiera que se apoderase de él.
Era pasada la medianoche del 8 de octubre, y Pendrake caminaba con la cabeza agachada contra un fuerte viento del Este, a lo largo de una bien iluminada calle del sector Riverdale de la ciudad de Nueva York, a la par que se fijaba al paso en los números de las casas: 418, 420, 432.
Este último número correspondía a la tercera casa de la esquina, y lo pasó hasta la farola. De espaldas al viento, se detuvo bajo el brillante haz de luces, examinando una vez más su preciosa lista…, una comprobación final. Su primera intención había sido dirigir sus pesquisas a cada uno de los setenta y tres americanos del Este de aquella lista, empezando por la A. Pero, pensándolo mejor, se percató de que científicos de firmas como la Westinghouse, la Fundación Rockefeller, laboratorios particulares con medios limitados, y físicos y profesores que llevaban a cabo una investigación individual, eran los candidatos menos probables, los primeros debido a la imposibilidad del secreto, y los otros porque aquel motor debía tener mucho dinero tras él. Lo cual dejaba reducida la lista a veintitrés fundaciones privadas.
Mas hasta eso resultaba una inmensa empresa para un hombre; la posibilidad de ser atrapado se reflejaba en la tensa expresión de su rostro, y atirantaba también sus músculos y contraía aquel brazo en desarrollo. Y ésa era sólo su onceava pesquisa. Las anteriores habían resultado tan infructuosas como peligrosas.
Pendrake se metió la lista en el bolsillo y suspiró. La demora no servía de nada. En su alfabeto había llegado al Instituto Lambton, cuyo distinguido director, el doctor en Ciencias físicas McClintock Grayson, vivía en la tercera casa de la esquina.
Llegó a la puerta delantera de la oscurecida residencia y experimentó su primer desencanto. De manera vaga había esperado que la puerta no estuviese cerrada con llave. Pero lo estaba, lo cual significaba que todas las puertas que había abierto en su vida, sin darse siquiera cuenta de que estaban cerradas, habrían de ser ahora precedentes, pruebas de que una cerradura Yale puede ser forzada silenciosamente. Esta parecía diferente, hecha ex-profeso, pero tensó los músculos y asió el pestillo. La cerradura saltó produciendo el tenue piñoneo del metal que ha sido sometido a una presión insoportable.
Pendrake se quedó un momento a la escucha en el vestíbulo sumido en la oscuridad. Pero el único sonido era el martilleante latir de su corazón. Fue adelante con cautela, empleando su linterna eléctrica al fisgar por las puertas. Conjeturó luego que el despacho del doctor debía encontrarse en el segundo piso, y subió las escaleras de cuatro en cuatro.
El vestíbulo del segundo piso era amplio, con cuatro puertas cerradas y dos abiertas. La primera de éstas daba a un dormitorio, y la segunda a una amplia habitación con hileras de estanterías. Pendrake suspiró aliviado al entrar de puntillas en ella. Había un escritorio en una esquina, un pequeño archivador y varias lámparas de pie. Tras rápida inspección cerró la puerta y encendió la lámpara que estaba junto a la butaca próxima al escritorio. Esperó de nuevo, con todos los nervios de punta.
De alguna parte provenía el tenue sonido de una respiración acompasada. Pero eso era todo. Los habitantes de la casa del doctor Grayson estaban descansando apaciblemente de sus labores cotidianas, lo cual -reflexionó Pendrake al sentarse ante el escritorio- era como debía ser. En consecuencia se dispuso a leer.
A las dos de la madrugada había dado con su hombre. La prueba estaba en una nota garrapateada, extraída de una masa de papelotes que llenaban un cajón. Decía así:
La pura mecánica de la operación del motor depende de las revoluciones por minuto. A muy pocas revoluciones por minuto -por ejemplo cincuenta o cien- la presión debe situarse casi por entero en la línea vertical al plano axial. Si han sido calculados exactamente los pesos, un motor elevará, pero el movimiento hacia adelante será casi nulo.
Pendrake, perplejo, hizo una pausa. No podía tratarse de otra cosa más que del motor que se estaba discutiendo. ¿Pero qué significaba ello? Siguió leyendo:
Cuando el número de revoluciones por minuto aumenta, la presión cambiará rápidamente hacia la horizontal, hasta que, a unas quinientas revoluciones, el tirón se hallará a lo largo del plano axial… y habrá cesado toda oposición de presión secundaria. Es en esta fase que puede ser el motor empujado a lo largo de un eje, pero no tirado. La inducción es tan intensa que…
La referencia al eje daba ya el pleno convencimiento. Recordaba demasiado bien su propio violento descubrimiento de que no podía ser tirado el eje del motor.
El brujo atómico de la época era el doctor Grayson. De súbito, Pendrake se sintió débil y se recostó en la butaca, extrañamente aturdido. "Tengo que salir de aquí -pensó-. Ahora que lo sé, no debo ser atrapado en absoluto."
El triunfo se manifestó al cerrar tras sí la puerta delantera de la casa. Fue por la calle con la mente tan repleta de embriagador júbilo, que se tambaleaba como un borracho. Estaba desayunando en un bar a una milla de allí cuando se produjo la reacción: ¡Así, pues, era el famoso savant doctor Grayson, el hombre que estaba tras el maravilloso motor! ¿Y ahora qué?
Después de dormir puso una conferencia a Hoskins.
"Es imposible-pensó mientras esperaba la comunicación– que yo lleve a cabo solo este tremendo asunto."
Si algo le ocurriese a él, lo que había descubierto se disolvería en la mayor oscuridad para no ser acaso nunca reconstituido. Después de todo, él estaba aquí porque había tomado a pecho un ilimitado juramento de lealtad a su país, un juramento pertinente hasta que le fuera recordado.
Su ensueño acabó cuando el operador dijo:
-Mr. Hoskins rehúsa aceptar su llamada, señor.
Su problema parecía tan viejo como su existencia. Al instalarse en la biblioteca del hotel aquella tarde, su mente volvió a la soledad de su situación, a la realidad de que todas las decisiones sobre el motor había de tomarlas él, y a él tocaba también actuar en consecuencia. ¡Qué increíble estúpido era! Debía quitarse de la cabeza todo aquel miserable asunto y volver a Crescentville. La propiedad necesitaría allí cuidados antes del invierno. Pero sabía que no iría. ¿Qué haría en aquel rincón perdido durante los largos días y largas noches de los años venideros?
Quedaba sólo el motor. Todo su interés por la vida, su renacimiento de espíritu, databan del momento en que había encontrado aquel objeto en forma de buñuelo. Sin el motor, o más bien -hizo la clasificación conscientemente-sin la búsqueda del motor, era como un alma perdida errando al albur a través de la eternidad que estaba siendo en la Tierra.
Al cabo de un indefinido período de tiempo se dio cuenta de pronto del peso del libro que tenía en la mano y recordo su propósito de ir a la biblioteca. El libro era la edición de 1968 de la Enciclopedia Hilliard, y revelaba que el doctor McClintock Grayson había nacido en 1911, que tenía una hija y dos hijos, y que había aportado notables contribuciones a la teoría de la fisión, de la ciencia atómica. De Cyrus Lambton, la Enciclopedia decía:
"… fabricante, filántropo, fundó el Instituto Lambton en 1952. Desde la guerra, Mr. Lambton se ha interesado activamente en un movimiento de retorno-a-la-tierra, hallándose establecida la sede de este proyecto en…
Pendrake salió finalmente a la cálida tarde de octubre y compró un coche. Sus días se convirtieron en una monótona rutina. Vigilar la salida de Grayson de su casa por la mañana, seguirle hasta que desaparecía en el edificio Lambton y rastrearle en su regreso a casa por la noche. Parecía un juego interminable y sin propósito.
La rutina se quebró finalmente el decimoséptimo día. A la una de la tarde, Grayson emergió animadamente de la estructura de plástico aerogel que era el domicilio social de postguerra del Instituto Lambton.
La misma hora resultaba insólita. Pero al punto se mostró más claramente la diferencia de este día con los otros. El científico, haciendo caso omiso de su coche aparcado junto al edificio, fue a una parada de taxis que se hallaba a media manzana y se hizo conducir a un edificio de torres gemelas de la Calle Quinta. En ambas torres aparecía atravesado un anuncio de plástico y letras relucientes:
CYRUS LAMBTON, PROYECTO COLONIZADOR DE LA TIERRA
Mientras vigilaba Pendrake, Grayson despidió el taxi y desapareció a través de una puerta giratoria en una de las torres de ancha base. Desconcertado, pero vagamente excitado, Pendrake fue despacio a una ventana que tenía un gran rótulo iluminado, el cual decía:
EL PROYECTO CYRUS LAMBTON desea parejas serias y sinceras, deseosas de trabajar de firme para establecerse en un rico terreno y en un clima maravilloso. Son especialmente bienvenidos antiguos granjeros, e hijos e hijas de granjeros. No se admiten solicitudes de quien desee una proximidad a la ciudad o que tenga parientes a quienes haya de visitar. He aquí una auténtica oportunidad bajo un plan privado total.
Tres parejas más se desean hoy para el reciente lote que se trasladará en breve bajo la instrucción del doctor McClintock Grayson. Despacho abierto hasta las once de la noche.
¡DAOS PRISA!
El anuncio no parecía tener relación alguna con un motor abandonado en la ladera de una colina. Pero le aportó un pensamiento que no quería despejarse; un pensamiento que era realmente un producto de una prisa que le había estado apremiando durante todos los monótonos días ya pasados. Durante una hora combatió el impulso, pero éste se hizo luego demasiado grande para su fuerza de voluntad y se proyectó en sus músculos, llevándole irresistiblemente a una cabina telefónica. Un minuto después se hallaba marcando el número de la Compañía de la Enciclopedia Hilliard.
Pasó un momento mientras llamaban a Leonor al teléfono. Él tuvo mil pensamientos y por dos veces estuvo a punto de colgar el receptor; seguidamente oyó la voz de ella:
-¿Qué sucede, Jim?
La ansiedad de la voz de Leonor era el sonido más dulce que jamás oyera. Cobró firmeza al explicar lo que quería:
-Tienes que ponerte un abrigo viejo y un vestido barato de algodón, o algo por el estilo, mientras yo compro alguna ropa de segunda mano. Quiero descubrir lo que hay tras el plan de colonización de la tierra. Tenemos que presentarnos antes del anochecer. Una simple pesquisa no será peligrosa.
Tenía la mente como embotada ante la posibilidad de ver a Leonor de nuevo. Y por ello la desazonante idea de un posible peligro quedóse profundamente sumida en su interior y no afloró a la superficie hasta que vio a Leonor llegando por la calle. Ella hubiese pasado de largo, pero él salió de donde estaba y llamó:
-¡Leonor!
Detúvose ella; y mirándola, reparó él por primera vez que se habían ampliado las formas de la muchachacon la que se había casado hacía seis años. Era aún lo suficientemente grácil como para satisfacer a cualquier hombre, pero ya asomaban los contornos de la madurez.
-Olvidé la máscara y el brazo artificial -dijo ella-. Te hacen parecer casi…
Pendrake compuso una sonrisa. Ella no sabía la mitad de la cosa. Su nuevo brazo llegaba ya a la altura del codo, y mano y dedos eran nudosos y separados. Todo ello encajaba perfectamente en la oquedad del brazo artificial, y daba firmeza y dirección a sus movimientos.
Intentando ser humorístico, pues se hallaba en estado de júbilo, dijo:
-Casi humano, ¿eh?
Al instante se percató de haber dicho lo indebido. El color desapareció de las mejillas de ella, se echó atrás lentamente y en su rostro apareció una desvaída sonrisa al decir:
-No me importa realmente que tengas sólo un brazo. No fue éste nuestro problema, aunque tú pretendiste que sí.
No lo había olvidado. Ahora recordaba que en su angustia emocional por el rechazo de ella la había acusado de haberse vuelto contra él por no ser físicamente completo… Había sido simplemente una maniobra verbal, pero evidentemente la había herido con ella.
Mientras él tenía estos pensamientos, ella se había apartado y se hallaba con la mirada posada en el edificio y una complaciente sonrisa en los labios.
-Torretas de aerogel -dijo a media voz-de cincuenta metros de altura; una completamente opaca, sin ventanas ni puertas-me pregunto lo que ello significa-, y la otra… Bien, seremos Mr. y Mrs. Lester Cranston, de Winora, Idaho. E íbamos a abandonar Nueva York esta noche, pero vimos su anuncio. Nos gustará todo lo de su plan.
Empezó a cruzar la calle. Pendrake la siguió, e iban a atravesar la puerta principal cuando Pendrake, en un comprensible salto mental, vio que había sido sólo el deseo emocional de ver a Leonor lo que le había impelido a llevarla allí, y dijo tenso:
-Leonor, no vamos a entrar.
Debió haber sabido que sería inútil hablar. Sin prestarle atención, ella siguió adelante, y él la siguió con apresurados pasos hasta donde se encontraba una muchacha ante un vasto escritorio de plástico situado en el centro de la habitación. Pendrake tomó asiento antes de que el reluciente rótulo sobre la mesa prendiera su vista.
MISS GRAYSON
¡Miss Grayson! Prendake se retorció en su butaca y luego una gran inquietud le dominó. ¡La hija del doctor Grayson! Así que miembros de la familia del científico se hallaban mezclados en aquello… Sería hasta posible que dos o hasta los cuatro hombres que le quitaron el avión fuesen sus hijos. Y quizá también Lambton tenía hijos. No podía recordar lo que la Enciclopedia decía sobre los hijos de Lambton.
En la intensidad de sus pensamientos escuchó con media atención la conversación entre Leonor y la hija de Grayson. Pero cuando Leonor se levantó, recordó que se había tratado sobre un examen psicológico en la habitación posterior. Pendrake contempló a Leonor dirigirse a la puerta que daba a la segunda torre, y se alegró cuando al cabo de unos tres minutos Miss Grayson dijo:
-¿Hace el favor de pasar ahora, Mr. Cranston?
La puerta se abría a un estrecho pasillo, al fina del cual había otra puerta. Al tocar con los dedos el pestillo, una red cayó sobre él y se estiró.
Simultáneamente se abrió a su derecha una ranura y el doctor Grayson, con una jeringuilla en la mana aplicó la aguja en el brazo izquierdo de Pendrake, sobre el codo, y luego dijo por encima del hombro a alguien que no se veía:
-Este es el último, Peter. Podemos marcharnos en cuanto oscurezca.
-Un momento, doctor. Será mejor examinar a esta pareja. Hay algo raro en el brazo derecho de ese individuo. Mire esta foto.
La ranura piñoneó al cerrarse.
Pendrake se retorció desesperadamente. Pero le invadía un soñoliento sopor, y la red le sujetaba firmemente a pesar de sus contorsiones.
Y en un abrir y cerrar de ojos se tendió la oscuridad.
n los dos años que está usted aquí, esta firma ha marchado muy bien -dijo Nypers.
Pendrake rió.
-Usted quiere bromear, Nypers. ¿Qué quiere decir eso de los dos años desde que estoy aquí? ¡Vaya, he estado tanto tiempo, que me siento como un viejo de barba blanca!
Nypers asintió inclinando su enjuta y sapiente cabeza.
-Sé de eso, señor. Todo lo demás se hace vago e irreal. Se experimenta una sensación como si ótra personalidad hubiese vivido la vida pasada. -Se volvió para marcharse-. Bien, le dejaré el contrato Winthrop.
Pendrake apartó finalmente su pasmada mirada de los impasibles paneles de la puerta de roble tras la cual se había esfumado el viejo empleado. Movió la cabeza admirado y luego con personal hastio, pero sonrió bonachonamente al sentarse ante el escritorio.
"El viejo Mr. Nypers debe estar pavoneándose esta mañana. En los dos años desde que usted…" Veamos, ¿cuánto tiempo había sido él director de la Compañía Nesbitt? Botones a los dieciséis años -ello fue en 1956-, empleado auxiliar a los diecinueve, luego jefe de sección, y finalmente director gerente. Cuando se declaró la guerra con China en 1965 le dieron un permiso de excedencia. Vuelto a su despacho en 1968, desde entonces había estado firme en su puesto. El tiempo soplaba como un constante viento norte.
Ahora era el 1975. H-m-m-m, dieciséis años con la empresa sin contar la guerra; siete como director general. Lo cual le daba este año exactamente la edad de treinta y cinco años.
Frunció el entrecejo, súbitamente irritado. ¿Qué era lo que podía haber motivado que Nipers dijese: "En los dos años desde que ha estado usted con nosotros…"? Las palabras formaban un molde en su mente. La acción que finalmente ejecutó fue semiautomática. Oprimió un botón de su escritorio.
Abrióse la puerta y entró en el despacho una huesuda mujer de blanco rostro y unos treinta y cinco años.
-¿Llamó usted, Mr. Pendrake?
Pendrake vaciló. Estaba comenzando a sentirse estúpido y en absoluto pasmado de su trastorno.
-Miss Pearson-dijo-, ¿cuánto tiempo ha estado usted con la Compañía Nesbitt?
La mujer le miró agudamente, y Pendrake recordó demasiado tarde que en aquellos días de agresiva emancipación femenina, un patrono no debía hacer a una empleada preguntas que pudieran interpretarse como no relacionadas con el negocio.
Tras un momento, los ojos de Mrs. Pearson perdieron su duro y hostil fulgor, y Pendrake respiró más aliviado.
-Cinco años -respondió ella brevemente.
-¿Quién la contrató? -preguntó Pendrake, forzándose a hacerlo.
Miss Pearson se encogió de hombros, pero el gesto podía estar relacionado con algo que tenía en la mente. Su voz fue normal al decir:
-Pues el entonces director, Mr. Letstone.
-¡Oh!-exclamó Pendrake.
Casi observó que él había sido director general durante los pasados cinco años. No lo hizo debido a que el pensamiento tras las palabras se deslizaba a la vaguedad. Se aplomó su mente, obstruida pero relativamente inconfusa. La idea que finalmenté se le ocurrió fue lógica y despejada. Con tono sosegado ordenó:
-Haga el favor de traerme el libro de nómina del personal para el ejercicio de 1973.
Trajo ella el libro, colocándolo sobre el escritorio, y una vez se hubo marchado, Pendrake lo abrió en SALARIOS del mes de diciembre. Allá estaba: "James Pendrake, director general, 3250."
Noviembre tenía la misma historia. Impaciente pasó a enero anterior. Decía: "Agnus Letstone, director general, 2200."
No había explicación alguna para el sueldo más bajo. De febrero a agosto seguía apareciendo Agnus Letstone, 2200.
¡Dos años! "En los dos años desde que ha estado con nosotros…"
El contrato Winthrop yacía, sin haber sido leído sobre el gran escritorio de roble. Pendrake se levantó y se dirigió al vidriado ventanal que formaba un dibujo curvado en la esquina del despacho. Una amplia avenida se extendía bajo él, un bulevar orillado de árboles y de edificios de muchos pisos. El dinero había afluido a aquella calle… y a aquel despacho. Pensó en cuán a menudo se había creído uno de esos hombres afortunados al extremo de la clase de grandes ingresos, un hombre que había alcanzado la posición cimera en su compañía tras años de afanes y esfuerzos.
Pendrake movió la cabeza lastimeramente. Los años de fatigas no se habían producido. La cuestión era por consiguiente: ¿cómo había logrado aquel excelente empleo con su magnífico sueldo, su clientela exclusiva y su organización que marchaba como sobre ruedas? La vida había sido tan encantadora y amable como un trago de clara y fresca agua, un idilio inconturbado, un diseño de existencia feliz.
¡Y ahora esto!
¿Cómo descubriría un hombre lo que había hecho durante los primeros treinta singulares años de su vida? Había unos pocos hechos simples que podía comprobar antes de emprender cualquier. acción. Con brusca decisión volvió a su escritorio, conectó el dictáfono y comenzó:
Sección de Archivos, Departamento de la Guerra, Washington, D.C.
Muy señores míos: Les agradeceré tengan a bien remitirme a la mayor brevedad posible una copia de mi expediente en la guerra de China. Estuve enrolado en…
Lo explicó detalladamente, cobrando confianza a medida que proseguía. Su memoria no andaba muy clara en los hechos principales. La vida real en el ejército, las batallas, resultaban vagas y lejanas. Pero ello era comprensible. Había aquel viaje que hizo con Aurelia al Canadá el año pasado, y el cual era un vago sueño ya, con pinceladas sólo acá y allá de imágenes mentales, o como relampagueos, para comprobar que había sucedido en efecto.
Toda la vida era un proceso implacable de olvido del pasado.
Su segunda carta la dirigió al Registro Estadístico de Nacimientos de su estado natal. "Nací-dictó-el 1 de junio de 1940 en Crescentville. Les agradeceré me envíen mi certificado de nacimiento a la mayor brevedad posible."
Tocó el timbre llamando a Miss Pearson y cuando entró le entregó la cinta del dictáfono.
-Compruebe estas direcciones -le instruyó animadamente-. Creo que esto implica algún gasto. Mire cuánto es, adjunte órdenes de pago, y envíe ambas cartas por correo aéreo.
Se sintió satisfecho de sí mismo. No servía de nada el excitarse por aquel asunto. Después de todo, allá estaba él, sólido en su puesto, y con la mente tan consistente como una roca. No había razón alguna para perturbarse, y menos causa aún para permitir a los demás descubrir su trance. Las respuestas a sus cartas llegarían oportunamente. Y entonces habría suficiente tiempo para proseguir el asunto.
Tomó el contrato Winthrop y comenzó a leerlo.
Veinte minutos después le sobrecogió la idea de haber pasado la mayor parte del tiempo esforzándose en recordar lo que había estado haciendo durante septiembre de 1973. Era el mes en el que los americanos alunizaron, tres años después de los soviéticos. Pendrake se representó los titulares de los periódicos tal como los había visto. Y no había duda alguna en ello. Los había visto. Aparecían en su mente, grandes y negros. Podía considerar a septiembre, su primer mes con la compañía Nesbitt, según el registro de nóminas como parte de la continuidad de su existencia presente.
¿Y qué sobre agosto? En agosto había habido la disputa interna que casi escindió la poderosa unión de los clubs femeninos. ¿Y cuáles habían sido los titulares? Pendrake se esforzó en recordar… mas nada apareció. ¿Qué sobre el 1 de septiembre?, pensó. Si agosto y el comienzo de septiembre habían sido la fecha divisoria, debería tener alguna especial impresión de vivencia que la señalase distintamente. Recordó vagamente haber estado enfermo por aquel tiempo.
Su mente no quería sujetar aquel primer día del mes de septiembre. Probablemente había desayunado. Probablemente había ido al despacho tras recibir los prolongados besos de despedida de Aurelia. Su mente se suspendía a medio vuelo, como un ave que hubiese sido alcanzada por un disparo en su trayectoria. "¡Aurelia! ", pensó. Ella debió haber estado allí el 30 de agosto y el 29, y en julio, junio, mayo, abril, y antes y antes.
En toda su mente no había la sugerencia, ni la había habido en sus actos durante el mes vital de septiembre, de que no hubiesen estado casados durante años.
Por lo tanto… ¡Aurelia sabía!
Era una constatación que tenía sus limitaciones emocionales. Las curiosas sacudidas de su memoria a la primera aguda percatación de la idea, fueron prendidas en la red de una lógica más serena, y se calmó. Así pues, Aurelia sabía. Bueno, lo debiera. Ella había estado evidentemente allí durante varios años. Y el cambio que había acontecido, había tenido lugar en su mente, y no en la de ella.
Pendrake lanzó una ojeada al reloj de pared. Las doce y cuarto. Tenía tiempo para ir a casa a comer. Generalmente comía en la ciudad, pero la información que deseaba no podía esperar.
Varias mujeres de buen parecer se hallaban en el vestíbulo cuando se dirigió al ascensor. La impresión de que clavaban en él sus miradas al pasar fue tan fuerte que le arrancó de sus tempestuosos pensamientos. Se volvió y lanzó una ojeada atrás.
Una de las mujeres estaba diciendo algo a un pequeño artilugio que tenía en su muñeca. "Una radio de joyería", pensó Pendrake, interesado.
Ya en el ascensor, olvidó el incidente en el descenso. Había más mujeres en el vestíbulo de abajo, y otras aún en la entrada. Junto al borde de la acera se hallaban media docena de imponentes coches negros, con una mujer a cada volante. Dentro de pocos minutos, la calle enjambrearía con las presurosas afluencias de mediodía. Pero ahora, excepto por aquellas mujeres, estaba casi desierta.
-¿Mr. Pendrake?
Pendrake se volvió. Era una de las muchachas que habían estado al exterior de la puerta, una mujercita de aspecto vivaz y de rostro extrañamente serio.
Pendrake se la quedó mirando.
-¿ Eh? -dijo.
-¿Es usted Mr. James Pendrake?
Pendrake emergió algo más de su semi-ensueño.
-Pues sí, yo… ¿Qué…?
-De acuerdo, muchachas -dijo la joven.
Pasmosamente, aparecieron armas que brillaron metálicamente al sol, y antes de que Pendrake pudiera parpadear le asieron por los brazos y le propulsaron a una de las limosinas. Podía haber resistido. Pero no lo hizo. No sentía sensación alguna de peligro. En su cerebro había tan sólo un enorme asombro paralizante. Estaba ya en el interior del coche, y funcionaba el motor, antes de que se diera cuenta de cuanto había pasado.
-¡Eh, qué significa esto! -comenzó.
-Por favor, no haga preguntas, Mr. Pendrake.-Era la misma muchacha que primero se le había dirigido, ya que se hallaba sentada ahora a su derecha-. No se le hará ningún daño… a menos de que se porte mal.
Y como para ilustrar la amenaza, las dos muchachas que ocupaban los asientos plegables del centro frente a él, manipularon significativamente sus relucientes pistolas.
Al cabo de un minuto seguía sin ser un sueño, y Pendrake dijo:
-¿A dónde me llevan?
-¡No haga preguntas, por favor!
Aquello impacientaba, producía la sensación de ser tratado como un chiquillo. Torvo, furioso, Pendrake se recostó en su asiento y examinó con hostiles ojos a sus raptoras. Eran típicas minifaldistas de la "nueva ola". Las dos que estaban armadas eran de mayor edad, yendo acaso a la cuarentena, pero delgadas, ágiles y flexibles. Sus ojos tenían la brillante mirada de quienes habían tomado el Igualizador, droga que "hace igual al hombre". La joven conductora y la muchacha de la izquierda de Pendrake tenían los mismos brillantes ojos de haber sido sometidas a igual tratamiento.
Todas ellas parecían capaces.
Antes de que Pendrake pudiera pensar más, el coche dobló una esquina y atravesó un pavimento ligeramente inclinado. Pendrake tuvo tiempo de reconocer que se trataba del rascacielos del Hotel McCandless, y luego se encontraron en el interior del garaje en
dirección a una puerta distante, donde se detuvo el coche. Sin una palabra, Pendrake obedeció a las pistolas que le conminaban a salir, siendo conducido a lo largo de un pasillo desierto hasta un montacargas, el cual se detuvo en el tercer piso. Pendrake fue conducido sesgadamente a través de un iluminado pasillo y luego de una puerta, que se abría a una habitación espaciosa y magníficamente amueblada. En el extremo de la habitación, y sobre un canapé verde, de espaldas a un enorme ventanal, se hallaba un hombre de cabello gris y de magnífico aspecto. A su derecha, y ante un escritorio, sentábase una mujer joven. Pendrake apenas lanzó una ojeada a ésta. Con los ojos dilatados contempló cómo la juvenil jefe de sus guardianas se aproximaba al hombre de cabello gris y decía:
-Tal como lo pidió usted, presidente Dayles, le hemos traído a Mr. James Pendrake.
Era el nombre, tan suavemente pronunciado, que confirmaba la identificación. Incrédulo, él había reconocido el tan fotografiado rostro. No cabía ya la menor duda. Allá estaba Jefferson Dayles, presidente de los Estados Unidos.
Disipada su cólera, Pendrake clavó la mirada en el gran hombre. Se dio cuenta de que abandonaban la estancia las mujeres que le habían escoltado. Su partida destacaba la singularidad de aquella forzada entrevista.
Vio que el hombre le estaba estudiando atentamente. Pendrake observó que, excepto por los grises ojos que tenían el fulgor de perlas de color ceniciento, el presidente Dayles aparentaba su edad publicada de cincuenta y nueve años. Las fotografías de los periódicos habían sugerido un rostro juvenil sin arrugas. Pero contemplándole a tan corta distancia, notábase claramente que el esfuerzo y tensión de su segunda campaña cobraba sus impuestos a la fuerza vital del hombre.
Sin embargo, el continente del presidente era inconfundiblemente enérgico, imperativo y distinguido. Al hablar, su voz tenía la resonante y cálida potencia que tanto había contribuido a su gran éxito. Con la más tenue de las sardónicas sonrisas dijo:
-¿Qué opina usted de mis amazonas?
Su carcajada resonó homéricamente en la estancia.
Evidentemente no esperaba una respuesta, pues su diversión cesó bruscamente, y prosiguió sin pausa:
-Una muy curiosa manifestación, esas mujeres. Y creo que típicamente americana. Una vez tomada, no puede ser contrarrestada la droga, y considero como una evidencia del básico deseo de aventura de las muchachas americanas, el que algunas miles de ellas se hayan sometido al tratamiento. Por desgracia, las lleva a un callejón sin salida, dejándolas sin futuro. Las mujeres no igualizadas no las quieren, y los hombres piensan que son "raras", por usar un coloquialismo. Su existencia puede bien haber servido al propósito de galvanizar a los clubs femeninos a emprender una campaña presidencial. Pero individualmente, las amazonas descubrieron que pocos empresarios quisieran contratarlas y ningún hombre casarse con ellas.
"Desesperadas, sus dirigentes me abordaron, y antes de que la situación llegase a una fase trágica, dispuse cierta hábil publicidad preliminar y las contraté en masa para lo que generalmente se cree ser fines perfectamente legítimos. Realmente, esas mujeres conocen a su benefactor y se consideran como siendo peculiarmente mis agentes personales…-Jefferson Dayles hizo una pausa y prosiguió suavemente-. Espero, Mr. Pendrake, que esto le explicará hasta cierto punto el singular método empleado para traerle ante mí. Miss Kay Whitewood -señaló con un ademán a la joven sentada ante el escritorio-es su dirigente intelectual.
Pendrake no dejó seguir su mirada a la mano indicadora. Quedóse como una piedra, y mentalmente se sentía casi tan inerte. Había escuchado la breve historia del grupo de amazonas con fascinada sensación de irrealidad. Pues la historia no explicaba nada. No eran los medios empleados para llevarle allí lo que contaba. Era el por qué.
Vio que los magníficos ojos le sonreían divertidamente. Jefferson Dayles dijo sosegadamente:
-Hay una posibilidad de que quiera usted informar de lo sucedido a las autoridades o a los periódicos. Kay, dé a Mr. Pendrake la información periodística que hemos preparado para hacer frente a tal eventualidad.
La joven se levantó de su silla ante el escritorio y fue hacia Pendrake. De pie parecía de más edad. Tenía ojos azules y un lindo y enérgico rostro. Tendió a Pendrake una cuartilla con unas líneas mecanografiadas. Decía así:
Capital, julio 1975. – Un irritante incidente perturbó el trayecto en coche del presidente Jefferson Dayles, desde Middle City. Lo que parecía un intento de choque con el automóvil del presidente, por parte de un joven que conducía otro eléctrico, resultó desbaratado por la rápida acción de sus guardianes. El joven fue puesto bajo custodia, siendo posteriormente conducido al hotel presidencial para ser interrogado. En consecuencia, y a petición del presidente Dayles, no fue establecida acusación ninguna, y el hombre fue puesto en libertad.
Tras un momento, Pendrake se permitió una breve risa. Aquella compuesta noticia informativa periodística era desde luego decisiva. No podría entablar un duelo periodístico con Jefferson Dayles… tan poco como podría cabalgar por la Calle Mayor disparando un revólver. Mentalmente se representó el vocinglero titular:
OSCURO HOMBRE DE NEGOCIOS ACUSA A JEFFERSON DAYLES
Campaña de difamación contra el Presidente
Pendrake volvió a reír, más sardónicamente esta vez. Parecía caber poca duda. Cualquiera que fuese el motivo de Jefferson Dayles para haberle raptado… Su mente quedó en suspenso ahí. ¡Cualquiera que fuese su motivo! ¿Cuál podría ser? Perplejo, meneó la cabeza. No podía contenerse ya más. Fijando la mirada en los ojos grises y semi-divertidos del jefe del Estado, preguntábase pasmado: "Todo esto, tanto esfuerzo
empleado, tal deshonorable historia deliberadamente preparada… ¿para qué?"
Al mirar fijamente al presidente, le pareció que la entrevista iba a abordar el asunto.
Jefferson Dayles carraspeó y dijo:
-Mr. Pendrake, ¿puede usted mencionar los principales inventos originados desde la II Guerra Mundial?
Se detuvo. Pendrake esperó que prosiguiera. Pero el silencio se prolongó, y el presidente continuó mirándole pacientemente. Pendrake se sobresaltó. Al parecer se trataba de una pregunta auténtica, y no precisamente retórica. Se encogió de hombros y luego, pensando cada palabra, dijo:
-Pues no ha habido mucho que sea fundamental. No estoy muy al tanto de esas cosas, pero diría que el cohete lunar, y unos cuantos perfeccionamientos del tubo de vacío y…-Se paró en seco-. Pero oiga, ¿qué es todo esto? ¿Qué…?
La firme voz se refirió a una de sus frases:
-Dijo usted que no ha habido mucho. Esa declaración, Mr. Pendrake, es el comentario más trágico imaginable sobre el estado de nuestro mundo. No ha habido mucho. Mencionó usted cohetes. Pero hombre, no nos atreveremos a decir al mundo que el cohete, excepto en cuanto a detalles menores, fue perfeccionado durante la II Guerra Mundial, y que han sido precisos otros treinta años para resolver esos pequeños detalles…-En la intensidad de su argumentación, se había inclinado hacia delante. Ahora se recostó con un suspiro-. Mr. Pendrake, algunos dicen que la causa de ese increíble estancamiento de la mente humana es resultado directo de la especie de mundo que surgió de la II Guerra Mundial. En mi opinión, eso es en parte censurable. Una mala atmósfera moral fatiga a la mente de manera singular y sostenida; es difícil describirlo. Es como si el cerebro saliese a combatir a su ambiente intelectual.
Hizo una pausa y frunció el entrecejo, como si buscara una descripción más precisa. Pendrake tuvo tiempo para pensar asombrado: ¿Por qué estará él exponiendo su argumento íntimo y detallado?
El jefe de Estado alzó la mirada. Parecía no haberse dado cuenta de haber hecho una pausa. Prosiguió:
-Mas ésa es sólo una parte de la razón. Mencionó usted tubos de vacío.-Lo repitió con voz singularmente desvalida-. ¡Tubos de vacío!-Sonrió cansadamente-. Mr. Pendrake, uno de mis títulos es el de Maestro en Cirugía, y ello me hace darme cuenta del tremendo problema de confrontar la tecnología moderna, el problema de la imposibilidad para un hombre de aprender todo cuanto hay que conocer hasta de una ciencia… Mas, volviendo a los tubos o válvulas, no es generalmente conocido que durante varios años han estado cierto número de famosos laboratorios captando señales de radio que se suponen procedentes de Venus. Hace seis meses determiné descubrir por qué no se habían efectuado progresos tendentes a amplificar esas señales. Invité aquí a tres de los hombres más conspicuos en sus especiales campos electrónicos, para que me explicaran la anomalía… Uno de esos hombres diseña válvulas, el otro circuitos; el tercero intenta hacer el artículo acabado aparte de las separadas tareas de los otros dos. La pega es, que las válvulas requieren el estudio de toda una vida. El diseñador de válvulas no puede tener sino una vaga idea de los circuitos, puesto que este dominio también precisa un estudio de toda la vida. El hombre del circuito tiene que aceptar lo que las válvulas dan de sí, porque teniendo sólo un conocimiento teórico de ellas, no puede especificar, o ni siquiera imaginar, lo que una debe hacer para realizar el propósito que tiene in mente. Entre ellos, esos tres hombres poseen el conocimiento para construir nuevas y sorprendentemente potentes radios. Pero una vez y otra y otra, fracasan. No pueden acoplar su conocimiento. Ellos…-Debió haberse dado cuenta de la expresión de la cara de Pendrake, pues se detuvo, y con leve sonrisa preguntó-. ¿Me está usted siguiendo, Mr. Pendrake?
Pendrake inclinó la cabeza ante la irónica mueca en la sonrisa del presidente. El largo monólogo le había dado tiempo para reunir sus pensamientos. Así dijo:
-La imagen que visualizo es ésta: Un pequeño hombre de negocios ha sido cogido por la fuerza en la calle y llevado ante el presidente de los Estados Unidos. El presidente se lanza inmediatamente a una conferencia sobre válvulas de radio y de televisión. Señor, esto no tienen ningún sentido. ¿Qué es lo que desea de mí?
La respuesta provino lentamente:
-Primero deseaba echarle un vistazo. Y en segundo lugar… -Jefferson Dayles hizo una pausa y añadió luego-. ¿Cuál es su tipo de sangre, Mr. Pendrake?
-Pues yo… -Pendrake se contuvo y quedóse mirando de hito en hito al presidente-¿Mi qué?
-Deseo una muestra de su sangre.-El presidente se volvió a la muchacha-. Kay -dijo- obtenga la muestra, haga el favor. Estoy seguro de que Mr. Pendrake no se opondrá.
Pendrake no se opuso en efecto, permitiendo que le tomasen la mano. La aguja pinchó su pulgar, produciéndole una leve punzada de dolor. Contempló curiosamente cuando la sangre afluyó a la jeringuilla.
-Eso es todo-dijo el presidente-. Adiós, Mr. Pendrake. Fue un placer conocerle. Kay, ¿quiere hacer el favor de llamar a Mabel y decirle que devuelva a Mr. Pendrake a su oficina?
Al parecer, Mabel era el nombre de la jefa de su escolta, pues fue ella quien entró en la estancia, seguida por las pistoleras. Y en un minuto, Pendrake se encontró en el vestíbulo y seguidamente en el ascensor.
Una vez se hubo ido Pendrake, en el rostro del gran hombre se dibujó una sonrisa. Miró a la mujer, pero ésta se hallaba con la vista posada en su escritorio. Lentamente se volvió Jefferson Dayles y fijó su mirada esta vez en una pantalla que se encontraba en la esquina próxima a la ventana tras él, diciendo con voz sosegada.
-Bien, Mr. Nypers, puede usted salir.
Nypers debió haber estado esperando la indicación, pues apareció antes de que el presidente acabara la frase, yendo con paso vivo a la butaca que aquél le indicó. Jefferson Dayles esperó hasta que los dedos del viejo se posaran ociosamente en los botones metálicos ornamentales- de los brazos de la butaca, y dijo luego suavemente:
-Mr. Nypers, ¿jura usted que lo que nos ha dicho es la verdad?
-¡Cada palabra! -manifestó enérgicamente el viejo-. Le he proporcionado a usted la historia de nuestro grupo sin mencionar nombre o lugar alguno. Hemos llegado a un punto muerto en el que podemos necesitar en breve la ayuda del gobierno, pero en tanto que la solicitamos, le prevengo que cualquier intento de investigarnos puede dar por resultado nuestra negativa a proporcionarle nuestro conocimiento. Deseo que quede esto claramente comprendido.
Hubo un silencio, que cortó Kay diciendo secamente:
-No amenace al presidente de los Estados Unidos, Mr. Nypers.
Nypers se encogió de hombros y prosiguió:
-Hace algo más de dos años, Mr. Pendrake estuvo accidentalmente expuesto a un insólito tipo de radiación. Estaba más allá de nuestro control el impedir tal exposición. Él encontró algo que nosotros habíamos perdido, y luego, en vez de dejar las cosas en su sitio nos rastreó, y así supimos que él -como algunos dé nosotros antes-se había tornado todo-potente. Duran- te la fase más rigurosa, cuando progresa el rebrote la persona con células todo-potentes pierde su memoria, por lo que proveímos a Pendrake, mediante sugestión en el sueño y grabaciones hipnóticas, con la memoria que deseábamos tuviera. Y como todo-potente fue vuelto a su estado juvenil, y su sangre, debidamente transfundida, puede tornar joven a cualquiera de su tipo sanguíneo.
-¿Pero no operan tales transfusiones una pérdida de la memoria en la persona que las recibe? -preguntó presurosamente Kay.
-¡No en absoluto! -afirmó positivamente Nypers.
-¿Y durante cuánto tiempo -preguntó el presidente Dayles, tras una pausa-permanecerá Mr. Pendrake en el todo-potente estado?
-Lo está todo el tiempo -fue la respuesta-, pero es condición latente en tanto que alguna compulsión física motive su activación. Hemos descubierto que ciertas inyecciones provocan tal condición compulsiva, aunque son precisos varios meses para que las células maduren a la todo-potencia.
-¿Y se han aplicado ya esas inyecciones a Mr. Pendrake?-dijo el presidente.
-Sí… por su doctor. Pendrake está bajo la impresión de que son dosis de vitaminas. Inculcamos en él un interés por tales cosas, pero normalmente es un hombre sumamente sano, viril y activo. Tuvieron suerte sus muchachas de que no luchara.
-¡Ellas son tan fuertes como los hombres! -restalló Kay.
-No lo son tanto como Jim Pendrake -repuso Nypers. Pareció dispuesto a proseguir en este tono, pero evidentemente lo pensó mejor, y dijo-. Para finales del verano o comienzos de otoño se aproximará la fase extrema de todo-potencia, y entonces puede hacer usted que le apliquen una transfusión de sangre.-Se dirigía a Jefferson Dayles-. Tenemos una lista de figuras públicas de varios tipos sanguíneos, y cuando la suya fue añadida a ella-este dato no es siempre fácil de obtener-nuestra alegría fue inmensa al
descubrir que teníamos una persona con similar tipo de sangre; o sea, de la clasificación AB, o Grupo IV según la nomenclatura de Jansky. Pues ello nos colocaba en situación de venir a usted con una oferta que nos permitiría aceptar su ayuda sin situarnos completamente en su poder.
-¿Quién puede impedirnos apoderarnos de Mr. Pendrake y tenerlo a buen recaudo hasta el otoño?-dijo acremente Kay.
-La transfusión -repuso con firmeza Nypers- requiere una especial habilidad, y nosotros la tenemos. Ustedes no. Espero que esto lo aclare todo.
Jeffersón Dayles no replicó. Su impulso era cerrar los ojos contra la intensa claridad. Mas ésta se hallaba en su cerebro y no fuera de él, y tenía la trémula convicción de que podría fundir su cerebro si no tenía cuidado. Logró por fin volverse a Kay, y vio aliviado que ella alzaba la vista del detector de mentiras colocado en su escritorio, y el cual estaba conectado a los botones ornamentales de la butaca en la que se sentaba Nypers. Y al mirarla, Kay asintió con leve movimiento de su cabeza.
La claridad se tornó bruscamente como una incandescencia, y tuvo que esforzarse en permanecer sentado, pugnando con su cerebro contra el indecible júbilo que estaba remolineando en su interior. Le acometió el deseo de correr al escritorio de Kay y mirar el detector de mentiras y hacer que Nypers repitiese sus palabras. Mas también combatió este impulso. Se dio cuenta de que el viejo estaba hablando de nuevo.
-¿Algunas otras preguntas antes de que me vaya? -preguntó.
-Sí -respondió Kay-. Mr. Nypers, no es usted precisamente un buen ejemplo de la juventud todo-potente. ¿Cómo lo explica?
El viejo la miró con sus brillantes ojos, que eran la parte más viva de su cuerpo.
-Madame, he sido rejuvenecido dos veces, y ahora… francamente, no sé qué hacer, si prestarme a serlo de nuevo. El mundo es tan torvo y cruel, la gente tan necia, que no puedo decidirme a continuar viviendo en esta era primitiva.-Sonrió levemente-. Mi médico me dice que me encuentro en buen estado de edad, por lo que aún puedo cambiar de parecer…
Se volvió, dirigióse a la puerta, donde haciendo una pausa, se encaró con ellos, con ojos inquisidores. Kay dijo:
-¿A qué se parece esa fase todo-potente de Pendrake, cuando se encuentra en ella?
-Ése es su problema y no el de usted-fue la fría respuesta-. Pero -añadió mostrando unos dientes blancos y relucientes-yo no estaría aquí si fuese él peligroso.
Con lo cual, se marchó.
Después de que se fue, Kay dijo con furiosa vehemencia:
-Esa seguridad no significa exactamente nada. Él se lleva una información vital. ¿Cuál puede ser su juego? -Entornó los ojos cavilosa. Varias veces pareció estar a punto de hablar, pero en cada ocasión se mordió los labios para no hacerlo.
Jefferson Dayles contempló el intercambio de emociones en el rostro intensamente vivo, absorbido brevemente por aquella singular mujer que lo sentía todo tan violentamente. Finalmente movió la cabeza y su voz fue firme al decir:
-Kay, eso no importa. ¿No lo ve? Su juego, como lo llama usted, no supone nada. Nadie, ningún individuo, ni ningún grupo, puede alzarse contra el Ejército, la Marina y las Fuerzas Aéreas de los Estados Unidos.-Respiró profunda y lentamente-. ¿No se da cuenta, Kay, que el mundo es nuestro? Pendrake se hallaba comiendo en un restaurante. No tenía la atención puesta en la comida, sino en los dos acontecimientos de la mañana, cada uno de los cuales pugnaba por prenderla, por captarla, la obtenía, y cedía luego al otro. Gradualmente comenzó a perder hechizo el episodio de Jefferson Dayles, pues no significaba nada. Era como un accidente sucedido a un hombre atravesando una calle, sin conexión alguna con la normal continuidad de su vida, y olvidado rápidamente una vez desaparecidos la conmoción y el dolor.
Lo otro, el problema de lo que habia ocurrido dos años antes, era diferente. Formaba aún parte de su mente y de su cuerpo. Era suyo, y no a ser echado en olvido por la casual suposición de que alguien debiera estar loco. Pendrake lanzó una ojeada a su reloj de pulsera. La una y diez. Apartó su postre y se levantó, determinado a ir al instante a interrogar a Aurelia.
Durante el trayecto a casa, su mente permaneció casi vacía. Fue al girar su coche a través de la maciza puerta de hierro y ver la mansión, que le asaltó una nueva constatación. Aquella casa había estado allí pues también hacía dos años.
Era una finca sumamente cara, con piscina exterior y jardines, que si la memoria no le fallaba, había adquirido por el ventajoso precio de noventa mil dólares. No se le había ocurrido nunca antes preguntarse cómo había ahorrado tanto dinero para comprar tan espléndida casa. Como fuera, parecía que la suma había estado dentro de sus medios.
La residencia se alzaba desde el suelo. El arquitecto debió haber sido un celoso discípulo de Frank Lloyd Wright, pues la línea del firmamento se fusionaba con árboles y terreno. Había recias chimeneas, alas sobresalientes que se combinaban coherentemente con la estructura central, y un generoso empleo de ventanas.
Aurelia se había ocupado siempre de la cuestión financiera a través de su indistinta o común cuenta bancaria. El acuerdo le dejaba libre para consagrar su tiempo de ocio a su afición por la lectura, a su ocasional partida de golf, sus excursiones de pesca y caza, y a su aeródromo particular con su avión eléctrico. Y naturalmente le dejaba también libre para su trabajo. Pero omitia proporcionarle una idea real de la situación en que se hallaba financieramente.
De nuevo, y más intensamente ahora, reparó en cuán singular era que no se hubiese preocupado o preguntado nunca nada sobre aquel acuerdo. Aparcó el coche y entró en la casa, pensando: "Soy un hombre de negocios acaudalado y perfectamente normal que ha topado con algo que no encaja del todo. Estoy sano y en mis cabales. No tengo nada que ganar ni perder físicamente por cualquier investigación. Mi vida se encuentra ante mí y no detrás. No importaría, se dijo seriamente, si ellos supiesen algo o no. El pasado no cuenta. Puedo vivir el resto de mi vida con apenas una pizca de curiosidad…"
Sombrero en mano, esperó en el gran vestíbulo que el mayordomo se percatara de su presencia por el ruido de la puerta al abrirse.
Mas nadie apareció. El silencio se hallaba tendido sobre la mansión. Apretó botones, pero sin respuesta alguna. Pendrake arrojó el sombrero sobre una silla del vestíbulo, fisgó en la sala de estar y se dirigió luego a la cocina.
-Sybil -comenzó irritado- Quiero…
Se detuvo. Su voz volvió como un eco desde la vacía cocina. Tampoco allí había la menor señal de la cocinera ni de las dos lindas sirvientas. Pocos minutos después, Pendrake estaba subiendo la escalera principal, cuando llegó a sus oídos un rumor de voces.
Provenía de la sala de arriba. Con la mano en el picaporte, hizo una pausa cuando el silencio fue quebrado por la clara voz de Aurelia diciendo:
-Realmente el argumento no es necesario. A mi edad no tengo el sentimiento de la posesión. No tienen ustedes que persuadirme de que el pobre Jim es la única persona lógica para la tarea. ¿Qué han hecho ustedes que no me han dicho?
-Volvemos a traer a su mujer. -Para asombro de Pendrake, era la voz de Peter Yerd, uno de los olientes millonarios de la Compañia Nesbitt.
-¡Oh!
-Debería estar en Crescentville en un par de meses o cosa así.
-¿Qué es lo que van a decirle?-La voz de Aurelia era firme.
-No está totalmente decidido, pero si lo entregamos a ella hacia la fecha en que vuelva, y considera ella su situación y se encarga de cuidar de él, no le supondrá trastorno alguno.
-Es verdad-manifestó Aurelia con voz cavilosa-. ¿Qué más han hecho ustedes?
La voz de Nypers le respondió, y momentáneamente aquello le asombró a Pendrake más que cualquier otra cosa hasta entonces. Luego pensó "Desde luego". ¿Qué otra explicación había para lo que el viejo le había dicho que la de que había resultado ser uno de los conspiradores?
Al recobrarse Pendrake del choque, se percató de que Nypers estaba describiendo la conversación de la mañana. Con una risita entre dientes decia:
-Vi que la cosa obraba en él, y posteriormente pidió varios archivadores. Así empezó entonces a pensar sobre ello.
La seca voz del viejo prosiguió:
-Hallo en mí un don insospechado para la intriga. He hecho todo cuanto se me encargó hiciera en nuestra última entrevista. El inquietar a Mr. Pendrake fue bastante sencillo, pero la entrevista con el presidente Dayles implicaba, como lo supusimos, una cuidadosa medición de las respuestas para contrarrestar al detector de mentiras. Puesto que en todo lo esencial dije la verdad, no temo repercusión alguna, aunque creo que la mujer nos seguirá la pista. Temo que será éste un riesgo que habremos de correr.-Con serena convicción acabó diciendo-: En mi opinión, el momento para informar al presidente fue mientras estaba aquí en disposición de ver a Pendrake cara a cara.
-Realmente no tenemos otra alternativa -opinó una nueva voz, y Pendrake se sintió tambalear de nuevo, pues era la voz del propio Nesbitt, propietario de la Compañía Nesbitt.
-Estamos siendo amenazados de aniquilamiento. Los asesinatos fueron efectuados como si alguien comprendiese todo el proyecto Lambton. Si estamos en lo cierto -si los alemanes orientales, actuando bajo la dirección soviética, son responsables -en tal caso no es ya cuestión de una acción privada tan sólo. Necesitamos ayuda. El gobierno ha de ser requerido a ello. De ahí esta aproximación preliminar al presidente Dayles.
La voz de Nickson, el mayordomo, dijo con firmeza:
-Sin embargo, lo que estamos haciendo se suma a un último esfuerzo privado. Al esforzarse Pendrake en comprender que hasta los sirvientes eran figuras dirigentes del grupo, Sybil, la cocinera, dijo con sosegada autoridad:
-Aurelia, hasta estamos considerando enviar a Jim a la luna.
-¿Para qué? -respondió Aurelia, auténticamente sorprendida.
-Querida-respondió Sybil- estamos llegando a una gran emergencia, y ya es hora de que comprobemos la historia del finado Mr. Lambton sobre de dónde provino el motor.
-Bien-manifestó Aurelia tras una pausa-, Jim es ciertamente la persona lógicamente idónea para ir, puesto que es el único que no podría revelar nuestros secretos si algo fuese mal. -Parecía resignada.
Pendrake se maldijo después por haberse marchado en aquel momento. Pero no pudo resistir al miedo que le invadió de ser descubierto allí, antes de que pudiera meditar sobre lo que había oído. Se deslizó por las escaleras, cogió su sombrero y se dirigió a la puerta. Al salir fuera reparó por primera vez en que había aparcados casi una docena de coches en el extremo opuesto de la casa. Había estado demasiado embargado en sus pensamientos para fijarse en ellos cuando llegó.
Y pocos minutos después se hallaba conduciendo su propio coche a través de las abiertas verjas de hierro y a lo largo de la antigua carretera rural, en dirección a la principal. Tenía el hondo convencimiento de que aquella iba a ser una tarde de torbellino mental.
Los días siguieron su rápida carrera, y la vida continuó. Cada mañana, excepto los sábados y domingos, Pendrake tomaba su coche y se iba al trabajo. Y cada atardecer volvía a la mansión tras la verja de hierro, para una cena servida en un ambiente impecable por sirvientes perfectamente impuestos en su oficio, leyendo agradablemente luego en su estudio y acostándose después con una bella y encantadora mujer.
Los acontecimientos que le habían trastornado tanto, comenzaban a parecerle un tanto irreales. Pero no los olvidaba, y conscientemente pensaba en sí mismo como en un hombre que estaba esperando el momento propicio.
En la mañana decimoséptima llegó la carta con el certificado de nacimiento. Pendrake lo leyó con satisfacción y, lo admitió francamente, con alivio.
Allá estaba, en blanco y negro: James Somers Pendrake. Nacido el 1 de junio de 1940 en Crescentville, Condado del Lago de los Anades. Padre: John Laidlae Pendrake. Madre: Grace Rosemary Somers…".
Había pues nacido. Su memoria no le había traicionado. El mundo no estaba completamente al revés. Había una brecha en su memoria, no un abismo. Su situación había sido la de alguien balanceándose sobre un pie junto a una sima de inconmensurable inmensidad. Ahora era como un hombre esparrancado sobre una hoya angosta aunque profunda. Verdad es que debía ser llenada, pero aunque no lo fuese podía pasarla sin la horrible sensación oscilante en el borde de un risco que se abría a una boca engullidora negra como la pez.
Una gran debilidad se apoderó de él. Se ladeó, se recobró, y luego se recostó pesadamente en el respaldo de la butaca. Le asaltó el aturdido pensamiento de que estaba a punto de desmayarse.
La náusea pasó. Pendrake se puso en pie y llenó un vaso con agua. Instalado de nuevo en la butaca, llevó el vaso a los labios… y vio que su mano temblaba. Ello le sobrecogió. Se dio cuenta de haber dejado que la situación le afectara. Gracias a Dios, lo peor de la parte puramente personal estaba zanjada; no del todo, verdad era. Pero cuando menos había establecido su comienzo. Tan pronto como le llegase el certificado militar se habría asentado sólidamente en la base de sus veinticuatro años. Y pensándolo bien, era una base considerablemente firme. Y su vida consciente se reanudaba a la edad de treinta y tres, lo cual dejaba nueve años a explicar.
La gran confianza desapareció. ¡Nueve años! No era precisamente un lapso breve. De hecho resultaba condenadamente largo.
Su certificado militar llegó en la tarde del decimonono día. Era un impreso en el cual las respuestas estaban mecanografiadas en los correspondientes espacios en blanco.
Allá estaban su nombre, su edad…, unidad de las Fuerzas Aéreas…, el nombre de su más próximo pariente, "Leonor Pendrake, esposa". Heridas o lesiones graves: amputación del brazo derecho obligada por herida en derribo de avión de combate"…
Pendrake clavó la mirada en estas líneas. "¡Pero si aún tenía su brazo derecho!", pensó con gravedad de lechuza.
Gravedad que se quebró al releer el impreso invariable. Por fin pensó: "¡Vaya error! Algún mentecato de la oficina de expedientes ha mecanografiado una información equivocada." Mas si una parte de su cerebro desarrollaba este argumento, otra parte lo aceptaba todo, lo aceptaba y sabía que allí no había error alguno, que nada estaba equivocado en aquel impreso. No, no procedía tal error o equivocación de algún despacho del gobierno. Se hallaba aquí, en él. Pero allá no se hablaba en serio. Evidentemente, él no era el JiIn Pendrake descrito en el expediente.
Había llegado, por tanto, el momento de enfrentarse a los que sabían quién era en realidad. Fuera cual fuese el propósito que les inducía a inculcarle la creencia de que él era Jim Pendrake, debía manifestarse a las claras ahora.
Eran las cuatro cuando atravesó el espacio de siete metros de la abierta puerta del jardín y le condujo a través de la calzada, que discurría espectacularmente entre árboles, hasta el inmenso garaje. Acudió Gregorio, el chófer de Aurelia, que actuaba como mecánico general en la finca.
-¿Temprano a casa, Mr. Pendrake?-dijo.
-¡Sí! -respondió Pendrake en el tono deliberado de un hombre decidido.
Al atravesar el jardín, una sombra se deslizó por el suelo. Alzó la vista y vio que era un avión que parecía ir a posarse en su aeródromo particular. En rápida alineación cuatro más siguieron al primero y todos ellos desaparecieron tras los árboles.
Pendrake estaba frunciendo el entrecejo ante la intrusión cuando Aurelia se asomó a una ventana diciendo:
-¿Qué era eso, querido?
Se lo dijo él, y ella, como comprendiendo algo incomprensible para él, exclamó con acento asustado:
-¡Aviones!-Al instante añadió-: ¡Jim…, ve a tu coche! ¡Márchate en seguida!
-Harías mejor en venir tú también, Aurelia -respondió él.
Bajó ella corriendo, lo cual resultaba extraño en sí, y al montar en el coche le apremió jadeante:
-¡Jim…, date prisa si aprecias tu libertad!
Al abalanzarse el coche hacia la puerta abierta del Jardín, Pendrake vio dos "jeeps" penetrar en la calzada bloqueando el paso. Aminoró la marcha y, puesto que debía girar en redondo, se detuvo. Uno de los "jeeps" le abordó rugiente. La mujer de fríos ojos que lo conducía le apuntó con la más resuelta pistola que jamás encarara Pendrake, indicándole que volviera a la casa. Lo hizo sin decir palabra, mas ya había reconocido que se trataba de las agentes femeninas especiales del presidente Dayles, lo cual le alivió ligeramente.
Vio que en la casa había sido hecha una redada de toda la pandilla. Reunidos en el jardín estaban Nesbitt Yerd, Shore, Cathcort y todos los criados, incluyendo a Gregorio; unas treinta personas formaban una rueda de presos ante un verdadero arsenal de armas automáticas manipuladas por un centenar de mujeres.
-¡Era él en efecto! -informó la jefe del equipo del "Jeep" que le había capturado-. Tuvo razón al decir que ellos podrían intentar llevárselo rápidamente.
La mujer a la que informaba era joven y de buen parecer, pero de rostro muy serio. Asintió brevemente y ordenó con voz profunda:
-Ponga una guarda noche y día a Jim Pendrake. Sólo se permitirá a su mujer estar con él. En cuanto a los demás, trasládeseles por avión a la prisión Kaggat. ¡En marcha!
Pocos minutos después Pendrake estaba a solas con Aurelia.
-Querida -preguntó tenso-, ¿qué era todo eso?
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