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Resumen del libro de La Bestia, de A. E. Van Vogt (página 4)


Partes: 1, 2, 3, 4

Sin embargo, estaba alerta cuando caminó por la calle del poblado. Ya era alentador el que pudiese andar. No se atrevía a intentar aún nada que implicase fuerza; debía sobrevivir unos cuantos "días" más… ganar tiempo para observar, correlacionar, y organizar a los atemorizados hombres "decentes" que, según Morrison, estaban destinados a la matanza. Apenas lanzó una ojeada a las casas, y tampoco prendieron su pensamiento el abigarrado surtido de hombres andrajosamente vestidos y foscas mujeres alemanas uniformadas. Su mente, todo su ser, estaba concentrado en tratar de localizar los bastiones-clave de la ciudad.

Con súbita comprensión de la reglamentación de tipo militar del abastecimiento, observó que dos hombres de pieles azules y anchas narices chatas montaban guardia en un manantial que brotaba de un muro y borboteaba hasta perderse de vista en un agujero en el suelo. Había otros lugares custodiados también, particularmente cuatro grandes edificios, pero a simple vista no se mostraban las razones de su protección.

Pendrake siguió adelante algunos metros, y luego se detuvo, fijando su mirada. En casi el centro exacto del poblado, y semi-oculta por una arboleda, había una empalizada de troncos enlazados. Era muy elevada de un frente de cincuenta metros por quince de altura, con una puerta maciza en torno a la cual haraganeaban una docena de hombres provistos de lanzas, arcos y cuchillas. Aquella estructura parecía incongruente entre las casas de delicado halo y semejantes a conchas. Mas no cabía duda alguna de que en aquella monstruosa fortaleza residía la autoridad central de aquel mundo dentro de un mundo.

El pensamiento acabó cuando uno de los guardias, un individuo andrajoso que llevaba botas altas con espuelas y parecía una mala caricatura de un vaquero, preguntó:

-¿Llevando a ese tipo a ver a Gran Deforme, Troger?

-¡Sí!-respondió la voz de toro de la barbuda escolta de Pendrake-. ¡Creo que harás mejor en anunciarle!

-¿Qué hay de Morrison? ¿Ha de entrar también? -Preguntó un hombre de ojos oscuros, vestido con un lustroso y harapiento resto de lo que debió haber sido un traje negro de alguna especie. Pendrake sintió un sobresalto, mientras ágiles dedos hurgaban ávidamente sus bolsillos, al observar que aquel segundo guardia se parecía como un huevo a otro a un tahúr que había visto en una película del Oeste.

Pendrake sintió una súbita e intensa fascinación. A pesar de sí mismo, a pesar de su voluntad de no destinar ni una ojeada a nada que pudiera confundirle, se fijó en los hombres. Habían sido como borrosa mancha en su visión; pero ahora aparecían como bajo un foco: hombres de todas las épocas del Oeste, un pasmoso surtido, hasta algunos que no parecían encajar en absoluto.

Mas Pendrake no sintió ni la sombra de una duda. Todos eran americanos de aquella región. Era como si se hubiese echado una red desde la Luna, prendiendo en ella hombres del período medio del desarrollo del oeste de los Estados Unidos; y luego, la captura había sido traída aquí y, al igual que aquel poblado inmortal, mantenida inmune contra los estragos del tiempo. Desde donde él se encontraba a la puerta de la empalizada, se hallaban visibles un centenar de hombres. Siete de ellos eran indios con taparrabos, de piel roja, alta estatura y plumas en el cabello, arco en mano y carcaj a la espalda. Encajaban. Como también los hombres toscamente vestidos, con camisas de cuello abierto y ceñidos pantalones, y los andrajosos vaqueros.

Morrison no encajaba absolutamente, aunque indudablemente debió haber tipos de escribientes como él en las ciudades del oeste. Había algunos hombres de corta estatura y de feo aspecto, y otros altos, magníficos y cetrinos, que tampoco encajaban; y otros de los semi-desnudos de piel azul y narices aplastadas. Una cosa parecía evidente. Quien quiera que fuese el que coleccionó aquel personal, debió haber echado mano de los tipos más duros que jamás produjera el antiguo e inflexible oeste.

Una manaza le asió por el cuello y le sacó física y mentalmente de su abstracción mental.

-¡Entra ahí! -conminó la voz de Troger.

La reacción de Pendrake fue automática. Si hubiese pensado, si no hubiera sido sacado tan bruscamente de sus oscuras especulaciones, se habría dominado a tiempo. Pero fue demasiado repentino el insulto de ser asido y empujado. Su respuesta fue tan violenta como involuntaria. Alzó un brazo, sus dedos cogieron la muñeca del ofensor, y durante un breve instante cada cansado nervio de su cuerpo insufló energía a sus músculos.

Hubo un rugido de dolor y luego un ruido sordo al describir Troger un salto mortal en el aire yendo a aterrizar a siete metros. Al instante se puso en pie, rugiendo:

-¡Te voy a sacar las tripas! No hay tipo que…

Se detuvo, fijando la mirada en alguien que estaba detrás de Pendrake, y todo su cuerpo se tornó rígido. Pendrake, tembloroso, por la náusea producida por su esfuerzo y desalentado por su estupidez en revelar lo fuerte que podía ser, se volvió aturdidamente.

Un individuo se hallaba en la puerta, y una ojeada bastaba para identificarle: Allá estaba Gran Deforme, la monstruosidad de Neanderthal. Era un hombre. Tenía una tosca configuración humana, una cabeza con ojos, nariz y boca. Pero allí terminaba toda semejanza física con cualquier ser humano. De una estatura de un metro sesenta y una anchura de pecho de casi un metro, sus brazos colgaban más abajo de sus rodillas. Su rostro era… bestial, con unos dientes salientes proyectándose de entre unos labios enormemente gruesos.

Se hallaba allí como alguna criatura surgida de una jungla primitiva, desnudo y peludo, excepto por una piel negra que pendía de una correa que le rodeaba el vientre. Estaba en postura relajada, y Pendrake tardó unos instantes en percibir que los ojos cerdosos de aquel ser le estaban examinando sagazmente. Cuando se percató, los enormes labios se abrieron y una voz gangosa dijo en inglés empero inconfundible:

-¡Llevadlo dentro! Le hablaré desde mi trono. Que entren también una cincuentena de hombres.

En el interior de la empalizada había un caserón reluciente, semejante a una concha, un riachuelo de agua borboteante, árboles frutales, un huerto de vegetales, y un estrado de madera en el cual había un enorme sillón de madera también.

Éste era el trono, y al ceñudo Pendrake resultó evidente que quienquiera que fuese el que había dado a Gran Deforme la idea de la realeza, no había tenido una idea muy definida del esplendor regio.

Pero Gran Deforme tomó asiento con gran desenvoltura, y dijo:

-¿Cuál es su apodo?

No era el momento de resistir, y Pendrake dio su nombre sosegadamente.

Gran Deforme giró en su sillón, y apuntó con un dedo velludo a un hombre de ojos grises y elevada estatura, quien vestía una desteñida levita.

-¿Qué clase de apodo es ése, MacIntosh?

El interpelado se encogió de hombros, diciendo:

-Inglés.

-¡Oh!-Los cerdosos ojos se volvieron a Pendrake, mirándole especulativamente-. Será mejor que desembuche pronto extranjero.

El sonido nasal del habla hizo casi imposible a Pendrake comprender que estaba en un juicio. Era una valla física que tenía que obligar a franquear a su mente. Pero finalmente, con acrecentada conciencia de que estaba hablando en defensa de su vida, Pendrake comenzó su explicación. Acabó con prontitud, y girando sobre sus talones se encaró con el joven de delgado rostro que había sido su carcelero, diciendo con voz retumbante:

-Y Morrison, aquí presente, confirmará cada palabra. Dice que hablé en mi delirio sobre lo que me había pasado. ¿No es así, Morrison?

Pendrake clavó su mirada en el rostro del joven, y sintióse heladamente sardónico ante su petrificada expresión. Los ojos de Morrison se dilataron, y luego dijo tragando saliva:

-Sí, así es, Gran Deforme. Recordará que me dijo que escuchara, y esto es lo que dijo. Él…

-¡A callar! -espetó Gran Deforme, y Morrison se quedó mudo y como un globo deshinchado.

Pendrake no sintió pesar alguno en haber presionado a aquel cobarduelo. Vio que el monstruo le estaba estudiando intensamente, y había algo en la expresión… Pendrake olvidó a Morrison cuando Gran Deforme dijo con voz singularmente afable:

-¡Sacudidle un poco, muchachos. Me gustará saber cómo toma el castigo!

Al cabo de un minuto, dijo:

-Está bien, eso bastará.

Pendrake se puso en pie semi-atontado, y no estaba fingiendo. En la excitación del… juicio, había olvidado que era un hombre enfermo. Trémulo aún, oyó decir al hombre-bestia:

-Bueno, compañeros, ¿qué hemos de hacer con él?

-¡Matarlo! -fue el ronco grito coreado por varias gargantas-. Arrojarlo a la bestia-diablo. No hemos tenido un espectáculo hace mucho tiempo.

-Esa no es una razón para matar a nadie-manifestó un hombre enjuto que estaba en la parte posterior del grupo-. Si esos tipos supieran el camino, habría un espectáculo cada semana, y no tardaríamos en ser muertos todos.

-Sí, Chris Devlin -gruñó otro de los circunstantes-. Y por eso es que tú lo serás uno de estos días.

-¡No tenéis más que empezar! -espetó a su vez Devlin-. Ya estamos esperando durante años.

-¡Basta ya! -ordenó imperativo Gran Deforme-. Que viva el extranjero. Puede quedarse durante algún tiempo con Morrison. Y escuche, Pendrake, quiero hablarle antes de que duerma otra vez. ¿Habéis oído, muchachos? Dejadle entrar cuando venga. Y ahora, ahuecad todos.

Pendrake se halló fuera de la empalizada casi antes de percatarse de que se le había concedido la vida.

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Pendrake comió y durmió, y volvió a comer y a dormir.

Se despertó de su tercer sueño con la comprensión de que no debía demorar ya más su visita a Gran Deforme.

Pero se quedó tendido durante unos minutos. No es que su dormitorio fuese particularmente confortable. La rutilante luz de las paredes era demasiado constante para los ojos humanos que necesitaban oscuridad en el reposo. La cama, aunque blanda, era cóncava. También lo eran las dos butacas sin respaldo. La puerta que comunicaba con la habitación-contigua tenía una altura de setenta centímetros, como la entrada de un iglú.

Hubo un ruido como de arrastrar los pies, una cabeza asomó a través del umbral, y serpeó al interior un hombre flaco y largo, incorporándose luego. Pendrake tardó un momento en reconocer a Chris Devlin, el hombre que había objetado contra su muerte.

-Estoy siendo vigilado-dijo Devlin-. Así mi venida aquí le hace a usted sospechoso.

-Bueno-dijo Pendrake.

-¡Eh!-El hombre se le quedó mirando fijamente, y Pendrake le devolvió con frialdad la mirada. Devlin prosiguió lentamente-. ¡Veo que ha estado usted pensando en las cosas!

-Mucho-respondió Pendrake.

Devlin tomó asiento en una de las butacas cóncavas.

-Mire-dijo-, usted es un hombre que me gusta. Desearía hacerle una pregunta: ¿Fue un accidente la manera con que… trasteó usted a Troger?

-Podría hacer lo mismo con Gran Deforme-respondió lisa y llanamente Pendrake.

Vio que Devlin se impresionaba, y sonrió torcidamente ante la eficacia de la psicología que había empleado… la de la deliberada positividad.

-Es harto deplorable-dijo Devlin-que un hombre de su espíritu sea un tanto romo. Nadie puede habérselas con Gran Deforme. Además, él evitará un ataque directo.

Pendrake replicó al punto:

-Lo importante es: ¿con cuántos hombres puede usted contar?

-Con un centenar. Doscientos más colaborarían si se atreviesen, pero prefieren esperar hasta que cambien las tornas. Lo cual deja a doscientos esbirros contra nosotros, y probablemente pueden aún constreñir a otro centenar a luchar por ellos.

-Con un centenar basta -dijo Pendrake-. El mundo está dirigido por pequeños grupos de hombres. Cinco decididos y doscientos mil embaucados derribaron el régimen zarista en una Rusia de ciento cincuenta millones de habitantes. Hitler asumió el gobierno de Alemania con un cuerpo relativamente pequeño de seguidores activos. Mas he aquí algún consejo, Devlin.

-¿Sí?

-Tome el manantial de agua. Tome los puestos que están custodiados, y manténgalos a toda costa. ¿Apodérese del ganado! -Pendrake hizo una pausa y dijo luego-. ¿Cuántas mujeres tiene usted, Devlin?

El interpelado se sobresaltó y cambió de color. Por fin respondió violentamente:

-Será mejor que dejemos a las mujeres al margen de esto, Pendrake. Nuestros hombres han estado tanto tiempo sin ellas que… hemos perdido todos nuestros seguidores.

-¿Cuántas mujeres? -insistió Pendrake.

Devlin le miró de hito en hito. Estaba pálido ahora, y su voz fue más acre al responder:

-Gran Deforme ha sido listo. Cuando capturamos a esas mujeres alemanas, nos dio dos esposas a cada uno de sus más decididos amigos.

-Diga a sus hombres que escojan la que prefieren y dejen a la otra mujer en paz. ¿Comprende? -dijo Pendrake.

-Pendrake-dijo Devlin poniéndose en pie y con voz gruesa-. Le prevengo, abandone ese tema. Es dinamita.

-¿Qué tonto es usted! -restalló Pendrake-¿Es que no ve que tienen que empezar como es debido? La mente humana tiene una tendencia a adoptar ciertas costumbres. Si éstas son erradas… y la manera como fueron entregadas las convierte en enseres, lo cuales de lo más equivocado… repito, si las costumbres son erradas, no puede uno comenzar sólo recomponiendo la mente. Hay que romper ese molde por la muerte, y comenzar con uno nuevo…-Se interrumpió-. Además, su pueblo no tiene otra alternativa. Todos están destinados al matadero, y esas mujeres designadas a mantenerles quietos hasta que se presente la debida oportunidad. Usted sabe eso, ¿no es así?

-Me parece que tiene usted razón -asintió Devlin con renuencia.

-Ya puede apostar a que la tengo-replicó fríamente Pendrake-. Y también voy a dejar aclarada mi posición: O bien este juego se hace a mi modo, o se juega sin mí-se levantó con rápido y deslizante movimiento, y acabó diciendo con voz áspera-, y compadezco a quienes intenten atacar a Gran Deforme sin estos músculos míos para mantenerlo distante. Bueno, ¿qué dice usted?

Devlin, en pie, miraba con el entrecejo fruncido al suelo. Por fin alzó la vista, con desvaída sonrisa en su rostro.

-Ganó usted, Pendrake. No prometo resultados, pero haré cuanto en mi mano esté. Nuestros muchachos son de buen fondo… y cuando menos saben que están tratando con alguien como es debido. Pero ahora haría usted mejor en ir a donde Gran Deforme. Grite fuerte si intenta algo.

-¿Tiene usted alguna idea de lo que desea de mí?

-Ni por asomo-fue la respuesta.

Pendrake se hallaba ya a medio camino de la empalizada cuando pensó que aún no sabía cómo aquellos hombres del Viejo Oeste habían llegado a la Luna y que había olvidado preguntar a Devlin si los moradores de la caverna habían tenido el ingenio de establecer planes para protegerse de las represalias alemanas por sus pillajes.

¡Tan rápidamente había sido absorbido por el inmediato peligro, olvidándose del mayor y más remoto!

Fue admitido silenciosamente a atravesar la puerta de la empalizada. Pocos minutos después serpeó Gran Deforme de la de su casa, y se incorporó.

-Ya tardó usted -gruñó.

-Soy un hombre enfermo-explicó Pendrake-, y esta gravedad lunar posibilita andar donde se estaría echado o de espaldas en la Tierra. La zurra que me propinaron sus hombres no me fue tampoco beneficiosa.

La respuesta del monstruo fue otro gruñido y Pendrake le miró cautamente. Se encontraban solós en el interior de la empalizada, y el efecto era de aislamiento del universo, una singular y vacua sensación de hallarse confinados en un universo sobrenatural.

Con cierto sobresalto reparó en que los ojillos de aquella criatura le estaban examinando penetrantemente. Gran Deforme quebró el silencio diciendo:

-Estoy aquí mucho tiempo, Pendrake, un tiempo muy largo. Cuando llegué era bastante obtuso-como esos otros tipos-pero como fuese, mi cerebro se desarrolló con los años, y ahora tengo el sentido de preocuparme sobre cosas en las que nunca pensé antes, como esos alemanes, por ejemplo.

Hizo una pausa mirando a Pendrake, como en espera de una respuesta. Pendrake vaciló y dijo por fin:

-Hará bien en preocuparse por ellos, y mucho además.

Gran Deforme movió un brazo semejante al de un mono, y encogió sus macizos hombros.

-Simplemente lo mencioné como ejemplo. Tengo mis planes establecidos para ellos. Lo que quiero decir, es que cuando usted me mire, piense en alguien que dispone de un cerebro con sentido semejante al suyo propio, y no repare nunca en el cuerpo. ¿Qué le parece, eh?

Pendrake parpadeó. ¡Era tan inesperada la invocación, tan extraordinaria en la imagen que presentaba de una mente sensible percatada de un cuerpo bestial, que a pesar suyo se sintió conmovido! Luego recordó las cinco esposas, y las otras dos que se habían suicidado, y dijo lentamente:

-¿Qué otras preocupaciones le han asaltado, Gran Deforme?

Al pronunciar las evasivas palabras le pareció que una chispa de desencanto fulguró en el peludo rostro de Gran Deforme, quien respondió:

-Estaba yo caminando por un sendero de la Tierra… y de repente me encontré aquí.

-¿Qué…? jadeó Pendrake.

Incrédulo, su mente volvió a las palabras del hombre mono, y de nuevo experimentó una conmoción. Tardó un largo momento en percatarse de que se le había revelado el secreto de cómo aquellas gentes habían llegado a la Luna.

Gran Deforme estaba prosiguiendo:

-Lo mismo fue con los demás… por la manera como lo describen, iban por la misma senda. Eso me espanta, Pendrake.

-¿Qué quiere usted decir?-dijo Pendrake, frunciendo el entrecejo.

-Hay algo allá abajo en la Tierra, nada que se pueda ver, pero al fin se llega a una máquina. Pendrake, hemos conseguido como sea, interceptar esa máquina. No podemos vivir aquí, sin saber ni quién ni qué va por esa senda ni en la máquina.

-Comprendo lo que quiere decir -manifestó cavilosamente Pendrake.

Fue la serenidad de sus propias palabras lo que le chocó esta vez. Pues estaba con cada nervio tembloroso, y todo su cuerpo alternativamente frío y caliente. Una máquina-una máquina que transportaba objetos indemnes- enfocada en una senda del territorio del este de los Estados Unidos, una máquina mediante la cual podía trasladarse un ejército y atacar las fortalezas comunistas en la Luna, capturar un motor, un instrumento, todo…

Con sobresalto vio Pendrake que el neanderthalense tenía posada una penetrante mirada en él. Gran Deforme había estado sentado en el borde de la plataforma de madera en la que se hallaba el sillón del tronon, inclinóse ahora hacia adelante, y los enormes músculos de su pecho resaltaron como cabos de ancla.

-Extranjero-dijo, y sus palabras casi silbaron-, tome buena nota de que este paraje es territorio acotado. Nunca lograron bajar hasta aquí otras personas. El mundo se volvería loco si alguna vez descubriese que hay una ciudad en la Luna, en donde es posible vivir para siempre. ¿Comprende usted ahora por qué hemos logrado interceptar esa máquina y cortarnos del exterior? Hemos conseguido aquí abajo algo que la gente asesinaría por obtenerlo… Espere -añadió con voz percutiente-, voy a mostrarle lo que les sucede a quienes sustentan cualquier otra clase de idea. Venga.

Pendrake le siguió por la calle, en derechura a campo abierto, dándose cuenta al cabo de unos momentos que se dirigían al risco.

Gran Deforme llegó primero, y apuntando abajo, dijo con voz ronca:

-Mire.

Pendrake se aproximó al borde de la sima cautamente y escudriñó el interior, recorriendo su mirada una pared que descendía casi verticalmente hasta un centenar de metros. En el fondo había maleza, y un claro herboso, y…

Pendrake jadeó. Luego se sintió mareado. Se tambaleó y dominó con un esfuerzo el vértigo… y volvió a mirar de nuevo, temblando.

La amarilla-verde-azul-roja bestia del fondo se hallaba agazapada sobre sus cuartos traseros. Parecía tan grande como un caballo. Tenía la cabeza inclinada a un lado y sus ojos fulguraban posados en los dos hombres. Los largos colmillos que sobresalían de sus mandíbulas confirmaron la inmediata identificación de Pendrake.

Se trataba de un maquerodo.

Lentamente la respiración de Pendrake volvió a la normalidad, y su percutiente corazón recuperó su ritmo pausado. Se le presentó el gran interrogante: ¿cuántos eones debió haber enfocado aquella máquina en aquella senda de la Tierra, para haber capturado tal monstruo prehistórico? ¿Y hace cuánto tiempo debió haber muerto la gente que construyera tal máquina y el poblado?

Otro pensamiento le asaltó, una idea inmensamente extraña e inquietante, realmente más bien un temor, una sensación una contracción de su carne, que un concepto. Era una esencia de primigenio recuerdo en él, que profería un grito de terror e incredulidad, como si cada célula clamase horrorizada: "Por amor de Dios, pensé que ya habíamos sobrevivido a esta pesadilla hace tiempo." Las células recordaban un antiguo enemigo y se encogían con pánico instintivo.

Pendrake se pasó la lengua por sus secos labios y esta vez tuvo una comprensión consciente: "Desde luego no ha pasado el peligro del mundo bestial. El hombre se halla en lucha para conquistar no sólo a la bestia y al desorden de la Naturaleza, sino también a sus profundamente arraigados impulsos animales."

Pasó el pensamiento, y miró con ojos entornados a Gran Deforme, quien estaba de rodillas en el borde del abismo, a unos cuatro metros, y mirándole intensamente. Pendrake dijo quedamente:

-Debe haber sido alimentado. Debe haber sido mantenido con vida con un propósito.

Los ojos gris-azulados como la pizarra se clavaron en los suyos.

-Al principio -dijo Gran Deforme-, lo mantuve vivo por compañía. Acostumbraba a sentarme en el risco y gritarle. Luego, cuando vinieron los hombres azules con una manada de búfalos, se me ocurrió la idea de que acaso sería útil. Ahora me conoce ya.-Sobriamente acabó-. Tiene llena de hombres la tripa, y aún habrá más. Es mejor no ser uno de ellos, Pendrake.

Pendrake dijo con firmeza y lentamente:

-Estoy empezando a ver claro. Toda esta atención que me está prodigando-dijo usted algo sobre parar la máquina-, siendo yo el único hombre que jamás llegara aquí conocedor de algo sobre maquinaria… ¿Ando descaminado, Gran Deforme?

Gran Deforme se puso en pie, y Pendrake hizo lo mismo. Ambos se volvieron paso a paso del borde del risco, mirándose de hito en hito. Gran Deforme fue el primero en hablar:

-No es usted el primero, pero los otros no están ya por aquí.-Hizo una pausa-. Pendrake, voy a ofrecerle a usted la mitad de todo. Yo y usted seremos los amos aquí, eligiendo primero las mujeres y todas las cosas buenas. Usted sabe que no podemos dejar entrar al mundo en este lugar. No es posible. Viviremos aquí para siempre, y acaso si usted consigue poner en marcha a todas las máquinas de aquí, podemos hacer excursiones a coger lo que deseamos de cualquier parte.

-Gran Deforme, ¿ha oído usted hablar alguna vez de unas elecciones?-dijo Pendrake.

-¡Eh!-Los ojos cerdosos le miraron suspicazmente-. ¿Qué es eso?

Pendrake se lo explicó, y la peluda bestia le miró con asombro, restallando luego:

-¿Quiere usted decir que si a esos incapaces cerebros no les gusta la manera como dirijo las cosas pueden echarme?

-Eso es -confirmó Pendrake-. Y es de la única manera que me avendré.

-Al diablo con eso -fue la gruñona respuesta. Y en camino al poblado, Gran Deforme dijo con tono malhumorado-. Alguien me dijo que estuvo usted ha blando con Devlin. Usted… -Se interrumpió, como si su enojo hubiese sido cortado limpiamente con un bisturí. Al fijarse Pendrake con ojos entornados por el asombro en la transformación, una entre sonrisa y mueca se extendió sobre el rostro de mono-. No voy a enfurecerme -dijo- yo, que he vivido un millón de años y va a vivir otros tantos si juega como es debido sus cartas.

Pendrake quedó silencioso, consciente del hombre que le ojeaba. También se sentía sobresaltado, caviloso. En todos los sentidos, Gran Deforme se estaba mostrando como un "compañero" inmensamente peligroso.

-Tengo en mano todos los ases, Pendrake -la voz de Gran Deforme se proyectó suavemente a través de su breve abstracción-, y un full real en la manga. No puedo ser muerto a menos que me caiga sobre la cabeza una teja del tejado… -Alzó la vista y luego volvió a posarla en Pendrake, con sonrisa acentuada-. Ya le sucedió en una ocasión a otro.

Se detuvieron. Se encontraban en un pequeño valle bajo una extensión de árboles. El poblado estaba allende el borde de la colina. Mas por el momento no se oía sonido alguno de risas, ni murmullo de voces. Se hallaban solos en un raro universo, cara a cara hombre y semi-hombre.

Pendrake rompió la pausa.

-No voy a contar con que le suceda eso a usted.

Pendrake lanzó una risotada.

-Ahora se pone usted a tono -dijo-. Ya pensé que lo atraparía al vuelo. Escuche, Pendrake, usted no puede darme el mico, así que piense sobre lo que le he dicho. Entre tanto, quiero que me prometa que no se mezclará con nadie. ¿No es justo?

-Absolutamente -respondió Pendrake. No sentía remordimiento alguno por la rápida promesa. Resultaba claro que había ido hasta el mismo borde del abismo en su oposición, y que no estaba aún preparado. Si había algo que los años de lucha habían enseñado a todo cuerdo ser humano en la Tierra, era que la muerte llega con facilidad a quienes combaten honradamente contra quienes no lo hacen.

Gran Deforme estaba prosiguiendo:

-Acaso podamos hasta trabajar juntos en un par de cosas, como esos alemanes. Tal vez hasta le deje ver esa máquina después del próximo sueño. Dígame…

-¿Sí? -Pendrake le miró cautelosamente.

-¿No dijo usted que aquellos prójimos que le capturaron, tenían prisionera a su esposa? ¿Qué le parecería si pasara un par de semanas conduciendo una expedición para rescatarla?

Pendrake sintió una oleada de esperanza. Mas al ver que los ojillos astutos del otro le estaban contemplando penetrantemente, su excitación se apagó como una bocanada de viento. Leonor había de ser rescatada, desde luego, pero no podía verse llevándola allá abajo hasta haber consolidado su posición con Devlin y los demás. No podía verse en absoluto en una expedición cuyo principal propósito sería el rapto en masa de mujeres.

El compromiso, más su propia desesperada necesidad, iban a aumentar las complicaciones.

-¡Es hora ya de levantarse!

El anuncio lo hacía Morrison al entrar la siguiente mañana en el dormitorio.

-¿Hora? -Pendrake fijó la mirada en el joven cenceño-. ¿No es aquí abajo todo el tiempo igual? ¿Por qué no había de quedarme acostado hasta que sienta hambre?

A su sorpresa, Morrison meneó la cabeza obstinadamente.

-Usted ha estado enfermo, pero eso ya pasó. Ahora tiene que acoplarse a la rutina. Así lo dice Gran Deforme.

Pendrake miró con atención el flaco rostro de su custodio. Lo que pensaba era que Morrison estaba siendo empleado para espiar sus actividades. Ya se le había ocurrido antes que aquel tipejo de aspecto de hortera era un lacayo de Gran Deforme, pero no estaba claro hasta qué punto esclavo. Pensó que su plan de pasar los días siguientes en una intensiva apreciación de todos y de todo en aquel país singular, podía muy bien comenzar allí mismo y al instante. No es que Morrison fuese peligroso como individuo, pues siempre sería incondicional de cualquier régimen que se instalara.

-Gran Deforme-respondió Morrison a su pregunta-lo tiene todo organizado. Doce horas para dormir cuatro para comer, y así sucesivamente… No se tiene obligación estricta de comer y dormir, desde luego, sino que se puede hacer lo que se desee una vez que se hayan rematado las ocho horas de trabajo cotidiano.

-¿Trabajo?

Morrison explicó:

-Hay en el servicio de guardia; las vacas han de ser ordeñadas dos veces por día. Luego el cuidado de los huertos, y matamos varios bueyes por semana. Todo es trabajo -apuntó vagamente a algún sitio con la mano-. Los huertos se encuentran por allá tras algunos árboles, en dirección opuesta a la sima donde está la bestia… Gran Deforme desea saber qué puede hacer usted.

Pendrake sonrió torcidamente. Así, pues, el hombre-mono le estaba haciendo saber qué vida sería la suya si no era uno de los mandamases. No era el trabajo, sino la súbita imagen vívida del rígido sistema de una jerarquía de ley y orden que se aparecía tras él lo que resultaba inquietante. Pendrake frunció el entrecejo y finalmente dijo:

-Dígale a Gran Deforme que sé ordeñar, cultivar huertos, prestar servicio de guardia y un par de cosas más.

Pero no hubo órdenes de trabajo para él durante el día. Ni al siguiente. Andorreó por el poblado. Algunos hombres rechazaban su abordaje; otros se mostraban tan inquietos, que hablarles resultaba una faena desesperanzadora; otros aún, incluyendo quienes eran incondicionales del Gran Deforme, sentían curiosidad por la Tierra. Algunos de éstos tenían la idea de que él iba a ser uno de ellos.

En el curso de las conversaciones, Pendrake se enteró de historias de mineros, tahúres y vaqueros, y su cuadro compuesto se hizo más preciso. El grupo principal de ellos pertenecía a un período entre 1825 y 1875. Situó la senda donde fue enfocada la máquina de transporte, a unas veinte millas de una antigua colonia fronteriza llamada Ciudad del Cañón.

En la tercera mañana, Devlin serpeó al interior del dormitorio de Pendrake en el momento en que se estaba levantando.

-Me fijé en que Morrison iba a la empalizada y lo aproveché para colarme. Estamos ya dispuestos, Pen-drake.

Pendrake dio un pequeño brinco en la cama, preguntándose ceñudamente lo que aquellos hombres en su completa inexperiencia de una guerra realmente planeada consideraban hallarse adecuadamente dispuestos. Escuchó, intentando imaginarse todo en escenas, mientras Devlin comenzaba:

-La idea central es apoderarse de la empalizada y obligar a la rendición. Los hombres no piensan en un gran derramamiento de sangre. Los detalles son…

Pendrake escuchó el pueril plan, sintiendo un gran hastío. Sus consejos habían sido ignorados por completo. El implacable ataque por sorpresa que únicamente podía proporcionar una rápida victoria, sin efusión de sangre para el atacante, había sido suplantado por un vago proyecto de arrinconar al enemigo en la empalizada.

-Mire, Devlin-dijo finalmente-, durante dos días no he estado haciendo nada. Se pensaría que no tengo cuidados en el mundo. Sin embargo, mi mujer está en poder de la más condenada y criminal pandilla de bandidos que vivieron jamás en la Tierra. Mi país se encuentra en un peligro que ni siquiera sospecha. Además, hace tres días Gran Deforme me preguntó si me gustaría dirigir un ataque contra los alemanes, con la probabilidad de que ellos retienen aquí a mi esposa. ¿Por qué no me precipito, hallándome como estoy casi loco por la ansiedad? Porque la derrota es diez veces tan fácil como la victoria, y más definitiva. Porque toda la voluntad del mundo no basta si la estrategia es chapucera. En cuanto al derramamiento de sangre…. Usted no parece percatarse de que está tratando con un hombre que no vacilará en ordenar una matanza

general si su posición es amenazada alguna vez… Ni tampoco parece darse cuenta de cuán hábilmente está organizado este lugar. El aspecto exterior es engañoso. A menos que se dé usted prisa, tendrá a todos los hombres dudosos en contra, y lucharán con doble dureza para demostrar a Gran Deforme que estuvieron a su lado todo el tiempo… Así, pues, organicémonos para una batalla y no para un juego. Dígame, ¿qué hay en esos edificios custodiados?

Armas de fuego en uno de ellos, lanzas, arcos y flechas en otro, y herramientas en un tercero… De todo cuanto llegó de la Tierra se apoderó Gran Deforme.

-¿Dónde está la munición para las armas de fuego?

-Sólo Gran Deforme lo sabe… Vaya, comienzo a ver lo que usted quiere decir. Si le da a él alguna vez por hacer funcionar esas armas… Hemos de capturarlas.

-Si la primera flecha disparada por cada hombre matara o dejase fuera de combate a uno de ellos-repuso Pendrake-, nuestra pequeña guerra estaría liquidada en diez minutos, pero…

Hubo un ruido en la puerta y entró a rastras Morrison, quien respiraba con dificultad como si hubiese dado una carrera.

-Gran Deforme -jadeó- quiere mostrarle a usted la máquina de transporte. ¿Le digo que ya va?

No había nada que decir a esto, y Pendrake fue al instante.

La máquina de transporte se hallaba en el interior de una elevada empalizada de madera construida en el borde de un risco. Estaba fabricada de metal oscuro, casi parduzco, y su base era de metal sólido. Haciendo una pausa en la plataforma de madera que discurría en torno al borde superior de la empalizada, Pendrake frunció el entrecejo examinando la nada bella estructura que abajo estaba. A pesar de toda su voluntad, se sentía excitado, debido a que si podía hacerse con aquel maravilloso instrumento de trabajo podría enfocarlo a cualquier parte, por ejemplo al interior de la

prisión en la que estaba Eleanor o dentro del cuartel general militar americano, o… ¡o si simplemente pudiera aprender cómo darle marcha atrás!

Trémulo, desechó la esperanza de su mente. Diez metros de longitud, calculó, por cuatro de altura y seis de anchura…, lo bastante grande como para ser cualquier cosa, excepto una locomotora. Siguió andando por la plataforma y se detuvo finalmente donde giraba hacia el mismo borde del precipicio. Le impresionó la distancia que abajo se extendía. Su cuerpo no sucumbía fácilmente al vértigo, pero no era necesario correr el riesgo simplemente para echar un vistazo al morro de la máquina.

Se volvió y se encaró con Gran Deforme, quien había permanecido sentado, contemplándole con ojos inexpresivos.

-¿Cómo se entra en la empalizada? -preguntó Pendrake.

-Hay una puerta al otro lado.

La había. Cerrada. Gran Deforme hurgó en la piel sujeta a su voluminoso vientre y sacó una llave. Al penetrar a través de la pesada puerta, Pendrake extendió su mano.

-¿Qué le parece si me diese la llave? No creo que pudiera escalar estos muros si sucediera que quedase dentro.

Habló deliberadamente. Había pensado mucho y detenidamente sobre cuál había de ser su política mano a mano con Gran Deforme, y le parecía que una abierta desconfianza expresada sin rencor era lo psicológicamente correcto.

Este lugar no es para usted-respondió Gran Deforme con una mueca-. Lo construí sólido y elevado para que nadie o nada pudiera venir de la Tierra y me cogiera por sorpresa.

-Sin embargo-insistió Pendrake-, no sería capaz de concentrarme debidamente teniendo la sensación de que acaso…

-Mire-gruñó Gran Deforme-, acaso querría usted encerrarme a mí.

Pendrake apuntó con la mano en una dirección, diciendo:

-¿Ve usted aquella colina a un centenar de metros?

-Sí.

-Tire la llave hacia allí.

Gran Deforme le miró foscamente y barbotó:

-¡Ni por pienso! Supóngase que hubiese alguien por allá para recogerla y nos encerrase a los dos… Luego me atravesarían con una flecha y le dejarían salir a usted.

A pesar de su tensión, Pendrake sonrió.

-Me aventaja usted -confesó. Finalmente frunció el entrecejo. No era que tuviese realmente miedo de Gran Deforme en aquella fase. El hombre-mono no tuvo por qué emplear malas artes hasta ahora. Y pudiera ser una buena idea, ya que había formulado él su protesta, dejar que ganara aquella bestia. No demasiado rápidamente, sin embargo-. ¿No dejó que nadie entrase aquí?-preguntó.

-Pues sí -respondió tras un momento de vacilación Gran Deforme-. Dos tipos de aspecto raro, vestidos por completo de metal. Tenían una condenada arma muy rara, con toda especie de finos cables en ella, y que brillaba con una luz azul. Me quedó una cicatriz en el hombro cuando me quemaron con ella.

Me espantó que incendiaran la empalizada, pero creo que aquella llama no obraba sobre la madera. -Susiró roncamente con acento de pesar-. Me habría gustado tener aquella arma. Pero se la llevaron consiga cuando saltaron sobre el risco… Esto sucedió hace mucho tiempo, quizás a mediados de hallarme yo aquí.

¡Seres humanos con armas térmicas y trajes metálicos, hacía quinientos años…, encerrados con la máquina durante semanas! Trató de imaginárselos en aquel atalayante horror de jaula, con un ser semejante a un mono mirándoles desde arriba. La imagen se hizo tan vívida que por un momento pudo casi ver a los hombres tambaleándose de sed y hambre y extravío mental, y dando el salto a la compasiva muerte de la sima.

La vastedad del tiempo transcurrido-y un afluente pensamiento- se hizo enorme. Por fin dijo aburridamente:

-Debe ser usted un zoquete, Gran Deforme: Si hombres que podían construir y manejar armas como ésa no lograban dar contramarcha a la máquina, ¿cómo espera que lo haga yo? En su desesperación, ellos debieron haberlo intentado todo.

-¡Uf! -exclamó Gran Deforme, maldiciendo luego al comprender la derrota que allá se contenía.

-De todos modos, voy a echar un vistazo-dijo Pendrake.

La máquina, extensión de pulido metal con una profunda indentación donde funcionaba, se asentaba inerte en la roca. Pendrake fue a ella sin mucha esperanza. Vio que la pared activa estaba atravesada por millones de minúsculos agujeros del tamaño de la cabeza de un alfiler. Al tacto era ligeramente caliente. No tenía ningún botón, cuadrante o palancas.

Estaba examinándola con curiosidad por todas partes cuando se percató de que comprendía ya cómo funcionaba la máquina. Fue un conocimiento tan instantáneo, pero tan naturalmente producido, que era como si lo hubiese sabido de siempre.

Espacio, tiempo y materia eran productos de movimientos caóticos que por accidente habían producido el universo en su estado actual. La ciencia era un intento fragmentario para poner orden en unos cuantos de esos movimientos accidentales.

Esta máquina rectificaba todo lo que a ellos respectara, allá donde se encontrase y dondequiera que se la conectara. Su misma forma, incluyendo la sumida hendidura, era una condición de puro y perfecto orden en contraposición al desorden. Debido a que eliminaba totalmente las distorsiones de la conglomeración accidental, no tenía sólo un propósito, sino que podía ser transformada (según sobre qué se la conectara) para cualquier designio energético.

No era realmente un transmisor de materia entre la Luna y la Tierra. En un espacio ordenado, esta pequeña área en el interior de la Luna pertenecía primero a la pequeña área de tierra junto con las personas y los animales que habían estado viajando cuando fueron precipitados a una región de vida eterna.

Puesto que en la perfecta naturaleza las ondas de energía seguían ritmos exactos y verificaban su inversión a intervalos precisos, los dos espacios no estaban siempre conectados. El ritmo, tal como Pendrake lo percibía con cabal comprensión, consistía en aproximadamente diez minutos de flujo de la Tierra a la Luna, seguidos por un poco más de ocho horas de ajuste, tras lo cual se repetía el ciclo, comenzando otra vez con diez minutos de flujo de la Tierra a la Luna.

Era sólo durante el período de flujo que se podía cruzar como si no existiera la distancia y, según la dirección del mismo, ir a la Tierra o trasladarse de ésta a la Luna.

Percibió que habían pasado ya varias horas de ajuste y que debían transcurrir varias más antes de que el siguiente flujo de la Luna a la Tierra permitiera automáticamente trasladarse a ésta a cualquiera que se metiera bajo la hendidura.

Todo esto no era más que una pequeña función de la máquina. La mayoría de las otras funciones requerían un catalizador específico para que tuviera lugar cada proceso.

Pendrake se volvió, saliendo de la "guarida" de la máquina, no cabiéndole duda alguna de que habría de decir a Gran Deforme que sabía cómo ponerla en funcionamiento. Tenía categoría con este hombre únicamente si le era útil. Así, dijo sosegadamente:

-Ya he descifrado cómo opera esa máquina. Puedo ir a la Tierra, o enviar a alguien a ella, si dispongo de tiempo para preparar… Probablemente necesitaré un día entero para organizar la cosa.

El neanderthalense le dirigió una hosca y recelosa mirada.

-Usted mismo dijo que cómo podría dar con su manejo. Si aquellos hombres con su arma térmica no pudieron…

Pendrake se encogió de hombros respondiendo:

-Quizás eran sólo gente corriente de su civilización que podía emplear las cosas ignorando cómo funcioban.

El monstruo no era fácil de convencer, y a su vez repuso:

-Yo y los demás vinimos sin preparativos. ¿Por qué ha de llevarle a usted tiempo el hacer que esté lista la máquina?

Era una pregunta acertada, pero si Gran Deforme descubría alguna vez la respuesta no necesitaría de Pendrake.

-Por eso es que están tan pocos de ustedes aquí -respondió-. Si también lo desea, dispondré la máquina de manera que pueda recoger a cada persona que pase por aquella senda.

Era una mentira, pero como indudablemente se trataba de la última cosa que Gran Deforme desearía, resultaba un ofrecimiento sin riesgo alguno.

Gran Deforme mostróse alarmado, diciendo:

-Usted no va a aproximarse a este lugar de nuevo.

Pendrake vaciló y luego cambió de tema, preguntando:

-¿Escapó alguien alguna vez de aquí?

Hubo una larga pausa y luego Gran Deforme admitió con semblante ceñudo:

-Un individuo. Pero hace cien años. Lambton era su apodo. Era un ingeniero inspector de ferrocarriles del Oeste, según dijo. ¡Qué labia tenía! Hablaba tan bien que le dejé echar un vistazo a las máquinas. Huyó volando en una. Puede usted suponer que cerré este túnel pero estuve inquieto durante mucho tiempo. Finalmente me figuré que no había podido llevar la máquina a la Tierra y comencé a sentirme mejor.

Pendrake escuchó sólo vagamente los últimos comentarios, pues a la sola mención de Lambton cobraba sentido y se definía de súbito toda la informe amalgama de acontecimiento que le envolvía como un chapucero remiendo. Un pequeño artefacto-la máquina-de una antigua civilización lunar había logrado llegar a la Tierra. Al parecer, aquel primer Lambton no había hecho nada con ella. Pero no hacía muchos años el hijo o el nieto del hombre que conoció Gran Deforme había interesado evidentemente a un grupo de idealistas científicos, hombres de negocios y profesionales en la máquina como medio de colonizar pacíficamente los planetas. Había de ser explicado dónde estuvo la máquina durante todos aquellos años desde que fuera sacada de la Luna. Mas una cosa aparecía tenebrosamente clara. Un gran porcentaje del grupo que había estado asociado a ello estaban ahora asesinados o en prisión, y los supervivientes albergaban probablemente más cordura sobre la gravedad del problema de llevar la paz a un planeta habitado por gente hostil. Y en verdad que todo ello resultaba un enredo, puesto que la mayoría de los idealistas eran seres también sumamente coléricos.

Juzgó que la civilización evolucionaría a su consabido lento paso, y que hasta sus componentes más conspicuos, ilustrados y bienintencionados, no podrían acelerar aquel paso, excepto quizás infinitesimalmente.

Pendrake apuntó con mucha diplomacia:

-¿Mencionó usted que había otras máquinas… ? -Dejó la pregunta en suspenso.

La respuesta fue un semblante ceñudo y un tajante:

-¡No va usted a ver ninguna otra máquina hasta que hagamos un trato! ¡Y si acaso se figura que dispone de mucho tiempo para andar por ahí conspirando con Devlin para derribarme de mi percha…, esta última expedición va a salir mañana en busca de algunas mujeres! Ni siquiera espero a la otra para volver.

Pendrake quedó silencioso. Teniendo tanto conocimiento como ahora tenía, se hallaba singularmente impotente para actuar. El próximo flujo de energía de la Luna a la Tierra no se produciría hasta dentro de algunas horas.

Y no disponía de ninguno de los catalizadores para estimular aquellas funciones igualmente potentes de la máquina.

Gran Deforme estaba continuando:

-No voy a enviarla hasta que la otra vuelva, pero ya es hora de que comencemos a demoler las cuevas entre nosotros y los alemanes. Usted puede ir o no, como le convenga, pero será mejor que se decida rápidamente. ¡Ea, vámonos ya, volvamos a la ciudad!

Mientras caminaban, ambos permanecieron callados. La mente de Pendrake hervía. Así, pues, Gran Deforme estaba forzando a resultados, sin aventurarse. Examinó de soslayo a aquella criatura que andaba como un pato, intentando leer en su pesado y brutal continente algo del propósito que albergaba. Pero la impasibilidad era el estado natural de su estructura facial. Sólo su implacable fuerza física hacía resaltar, a cada movimiento, cada nudoso músculo.

-¿Cómo suben ustedes a la superficie?-preguntó finalmente Pendrake-. No hay aire ni calor arriba, ¿no es así?-Y antes de que Gran Deforme pudiese hablar añadió-: ¿Qué clase de alojamientos se han construido los alemanes?

Transcurrió lentamente un minuto. Comenzaba a parecer como si el hombre-mono no quisiera responder. Pero bruscamente gruñó:

-Son los pasajes iluminados que están calientes y reciben aire. Toda una serie de ellos va directamente a la superficie, algunos de ellos muy bien camuflados por puertas que parecen roca o lodo. Así es cómo chasqueamos a los alemanes hasta ahora. Salimos precipitadamente de una nueva puerta y…

Un grito interrumpió sus palabras. Un hombre apareció sobre la colina próxima y corrió hacia ellos. Pendrake lo reconoció como el pegote de Gran Deforme. El tipo llegó y con respiración entrecortada dijo:

-Llegan ya con las mujeres. Los hombres se van a volver salvajes.

-¡Ya se andarán con cuidado, ya! -gruñó Gran Deforme-. Ya saben lo que les toca si ponen la mano sobre cualquiera de ellas antes de que yo las haya revisado.

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Había unas treinta mujeres arracimadas en terreno abierto ante la empalizada del hombre-mono. El variopinto tropel de hombres se apretujaba en torno a ellas lanzando alaridos cuando Gran Deforme y Pendrake aparecieron. Anhelantes voces lujuriosas chillaban ofertas y contraofertas.

-Yo sólo poseo una mujer; tengo derecho a otra.

-¡Me toca a mí!

-¡Gran Deforme, debes…!

-¡Yo he merecido…!

-¡A callar!

El silencio fue instantáneo y casi ensordecedor, siendo roto finalmente por un hombre de cuello de toro que fue adonde Gran Deforme estaba y dijo:

-Me parece que ésta es la última expedición en busca de mujeres, amo. Esos obtusos aIemanes estaban preparados para recibirnos, y parece ser que han explorado todos los accesos de la caverna a su establecimiento. Nos siguieron como una jauría de sabuesos y

sólo logramos escapar obstruyendo el atajo que está…

-Ya lo conozco. ¿Cuántos de los nuestros murieron?

-Veintisiete.

Gran Deforme quedó silencioso durante un largo momento con el entrecejo fruncido. Luego dijo:

-Bien, veamos la captura. Yo voy a tomar una mujer para mí, y…

Pendrake había estado escuchando torvamente la conversación, mas ante aquella exclamación clamorosa giró en redondo y quedóse mirando con fija intensidad a una mujer joven y ágil que corría tras él, repitiendo su grito a medida que corría, hasta precipitarse en los brazos que la rodearon, permaneciendo semidesmayada contra el pecho del varón.

Pendrake miró ahora por encima de la floja cabeza al rostro de Gran Deforme, en el cual había una sonriente mueca.

-¿Es alguien a quien usted conoce? -dijo el monstruo.

-¡Es mi esposa! -respondió vehemente Pendrake, sintiendo una terrible sensación de decaimiento. Miró en derredor buscando a Devlin, pero éste no parecía hallarse entre la caterva. Tragando saliva, miró enfrente de nuevo.

La burlona sonrisa de Gran Deforme era tan amplia ahora, que mostraba hasta las encías, a la par que dijo socarronamente:

-Mi juego es que la tome usted, Pendrake. Tenga la sensación de haberla recuperado, y luego, acaso en una semana…, ¡eh!, podremos hablar. Era un aplazamiento de sentencia. Durante dos días Pendrake sintió un desesperado e irritado alivio. Alivio porque se le había concedido un poco de tiempo. Enojo e ira porque no podía hacer virtualmente nada para impedir la degradación de las demás mujeres. Dijo a uno de los jefes subalternos de Devlin que esparciera el rumor de que quienquiera que tomase una de las nuevas mujeres sufriría graves consecuencias.

RESUMEN DEL LIBRO DE LA BESTIA.

AUTOR: A.E. VAN VOGT

 

Enviado por:

Ing.+Lic. Yunior Andrés Castillo S.

"NO A LA CULTURA DEL SECRETO, SI A LA LIBERTAD DE INFORMACION"font>

www.monografias.com/usuario/perfiles/ing_lic_yunior_andra_s_castillo_s/monografias

Santiago de los Caballeros,

República Dominicana,

2015.

"DIOS, JUAN PABLO DUARTE Y JUAN BOSCH – POR SIEMPRE"font>

Partes: 1, 2, 3, 4
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