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Opciones de la mundialización neoliberal

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    1. La lógica del capitalismo de nuestros días: el neoliberalismo

    Nuestro planeta vive una era de grandes transformaciones que afectan, por igual, a las instituciones políticas, a la estructu­ra económica y a la vida social en su conjunto, a los valores y a las pautas de comportamiento cotidianas de los individuos y de todos los grupos sociales.

    En el campo específico de la economía puede percibirse muy claramente cuál es la lógica que gobierna los procesos de cambio que vienen ocurriendo en nuestro mundo y cuya expresión ideológi­ca y política es el neoliberalismo.

    A partir de la aplicación generalizada de las tecnologías de la información en el aparato productivo se ha generado una serie de efectos en la estructura productiva, en el uso de los factores y en los resultados de la producción que comportan un espacio económico radicalmente distinto al de la era industrial precedente.

    Se ha podido sustituir el régimen lineal de la producción en masa por otro basado en la versatilidad, en la automatización, en la flexibilización y en la fragmentación. La nueva base tecnológica facilita además el ahorro de mano de obra y, fundamentalmente, procura una nueva forma de organizar el trabajo. La posibilidad de segmentar los procesos productivos permite que los intensivos en trabajo y con menor capacidad de generación de valor añadido puedan desplazarse a espacios de salarios más bajos o, simplemente, utilizar mano de obra local muy descualificada y barata (como ocurre en el caso de los servicios), mientras que en los procesos de alto componente de valor el trabajo se transforma: requiere una mayor cualificación y se presta en condiciones de alta versatilidad, autonomía y codeterminación. Y al socaire de esas transformaciones han aparecido, además, nuevos sectores, subsectores, ramas y procesos con alta capacidad de generación de valor añadido en virtud, exclusivamente, de su alto componente informacional.

    Por otro lado, la posibilidad de fragmentación, la búsqueda permanente de economías de integración mejor que las de escala, la universalidad de los medios de tratamiento de la información y la homogeneización y economía de códigos que permite la producción pre‑programada y la multiplicación de redes de comunicación modifican dos conceptos básicos sobre los cuales se sostiene cualquier sistema productivo: el tiempo y el espacio. El primero deja de ser lineal en los nuevos procesos productivos capitalistas, lo que obliga a hacer un uso de los recursos diferente al típico de los procesos industriales tradicionales. La economía de procesos requiere nuevas fórmulas de economías de tiempo, de manera que es necesario replantear el uso de los factores (especialmente del trabajo) que ahora pueden usarse en condiciones menos intensivas pero mucho más eficientes. Por su lado, la lógica del espacio se modifica igualmente de manera radical, saltan por los aires las fronteras, la distancia deja de ser una limitación y los procesos se convierten en redes reticulares de base planetaria. El mundo como un todo es la nueva base de operaciones de los nuevos procesos productivos.

    El cambio de la base tecnológica del sistema y la conforma­ción de todo un nuevo orden productivo requería financiación privilegia­da, la mayor libertad de actuación posible, nuevos espacios sociales de relocalización, libertad de movimientos y, sobre todo, las menores ataduras posibles con el régimen de uso de factores hasta entonces existente.

    En el norte, la generación de un nuevo orden productivo, sostenido sobre la base de una tecnología cuya principal característica es la versatilidad, la fragmentabilidad y la extrema dispersibilidad no podía llevarse a cabo bajo las restricciones típicas del Estado bienestarista, burocratizado y generador de un régimen social al cual no se le pide otra contribución al orden productivo que no sea el consenso y la disciplina social. Y en los países del tercer mundo, se hacía al mismo tiempo preciso que se desmantelaran todas las barreras que podían impedir el uso de sus mercados de trabajo como yacimientos de mano de obra barata, que sus recursos se involucrasen de forma indeleble con la nueva lógica de los flujos internacionales, que sus mercados de capital se abrieran de par en par a las riadas de activos financieros que el endeudamiento generalizado había ido liberando y los de mercancías a la sobreproducción del norte.

    De ahí, que la generalización de los nuevos espacios productivos, la incorporación de las nuevas tecnologías de la información y, en general, la consolidación del nuevo régimen de producción capitalista como el que estamos viviendo demandara y demande la desaparición de restricciones al intercambio, la mayor flexibilidad institucional, la plena movilidad y, en fin, la consolidación de un único espacio económico en donde capital y recursos puedan fluir con la mayor libertad.

    Todo ello iba a estar necesariamente acompañado de una nueva forma de regular los macroprocesos.

    La estrategia de endeudamiento generalizado, la crisis de las relaciones y de las instituciones monetarias internacionales, la crisis industrial, la pérdida de consenso social, el agotamiento de los mercados, fenómenos todos que estallaron simultáneamente a lo largo de los años ochenta hicieron inservi­bles los modelos de regulación de tipo keynesiano de la época anterior, al mismo tiempo que exigían nuevos principios y nuevas estrategias de regulación y de gobierno.

    Se modifica así la lógica de la intervención pública en la economía para procurar el contexto que favorezca más fácilmente el desarrollo de los procesos de transformación. De ahí el cambio de la estrategia fiscal, la flexibilización de las relaciones laborales, la desregulación, la reversión al ámbito privado de actividades rentables bajo dominio público, la modificación de marcos legales, etc. Todo lo cual, que podría incluirse dentro de las que se han denominado "políticas de ajuste" no va a significar que el capital renuncie al impulso gubernamental en la economía, sino que éste se lleve a cabo en otra dirección, con otra ética, la exclusiva del beneficio privado. Eso implica principalmente una nueva pauta redistributiva, ahora desentendida del pacto de rentas anterior, para poder favorecer la recuperación del beneficio y de la inversión privada sobre los cuales se hace descansar el impulso principal de la costosa reconversión del aparato productivo.

    La consecución de tales objetivos requería también una regulación macroeconómica más ágil, menos dependiente de restricciones institucionales y centrada preferentemente en los nuevos cuellos de botella de las economías: las tensiones inflacionistas y la inestabilidad monetaria. Eso permitió y justificó que la política monetaria se convirtiese en el eje central de la política económica de los gobiernos y que la estabilidad de precios pasase a constituir el objetivo principal de la misma, desentendiéndose de cualquiera otros que no fueran los puramente nominales.

    Todos estos cambios se han llevado a cabo en un proceso de permanente disipación de los límites espaciales ha traído consigo la expansión de los espacios de referencia y, muy en particular, de los espacios nacionales. La supranacionalidad es ya una constante de los flujos y de los procesos económicos, de manera que ninguno de estos puede concebirse de manera independiente en el interior de cualquier frontera, sino que desaparecidas éstas ‑en cualesquiera que hayan sido los niveles‑ la capacidad de decisión se diluye, las variables de los procesos concretos, regionales, por ejemplo, se multiplican y la capacidad de operar se transforma en un ejercicio de multideterminación, aunque no necesariamente de estrategia compartida.

    Por último, el nuevo orden tecnológico consagra al sector de la comunicación en uno de los pilares del orden social. La industria cultural, extraordinariamente diversificada y rentable, permite la generación de códigos que pueden ser transmitidos transversalmente y recibidos en cualquier lugar del mundo. Se ha podido, así, homogeneizar las categorías o las claves esenciales del pensamiento de manera que, en cualquier lugar del mundo, se toman como inexcusables las mismas referencias intelectuales: mercado, competitividad, economía-mundo, individualidad, tecnologización, constituyen los códigos referenciales y omnipresentes de un nuevo lenguaje muy distinto al de la época inmediatamente anterior (Estado, solidaridad, rentas, desarrollo…). Se trata del lenguaje homogéneo, único, de una modernidad que se vive en la "aldea global" y en cuya virtud se explica, se racionaliza y se justifica, al mismo tiempo, el universo de la producción y el microcosmos de la individualidad.

    No puede decirse que estas estrategias no hayan sido exitosas. Todo lo contrario: han modificado adecuadamente el tejido productivo para incorporar una nueva y necesaria forma de producción y competencia en los mercados, cada vez por cierto más imperfectos y concentrados, que restaurase la tasa de beneficio, han logrado, gracias a ello, restaurar la pauta distributiva a favor del capital, han desarticulado suficientemente las capacidades de respuesta social y de hecho han conseguido sobrada legitimación social y política. Es más, muy posiblemente, su éxito más notable ha consistido en generar una percepción social de esas mismas políticas como algo ineluctable, de manera que la idea de que "no hay alternativas", de que lo que se hace es la "única política posible" o, sencillamente, de que hemos llegado al "fin de la historia" constituyen hoy día verdaderos presupuestos de la acción social.

    2. Las secuelas del neoliberalismo

    A pesar del éxito de las políticas neoliberales desde el punto de vista de recuperar el beneficio capitalista, de establecer un nuevo orden productivo en donde la explotación de los seres humanos y de los recursos naturales se resuelve cada vez más favor de los poderes financieros y de las grandes empresas multinacionales, es una evidencia, sin embargo, que no son capaces ni tan siquiera de gobernar el planeta respetando los equilibrios sistémicos más elementales.

    Como ha dicho Hinkelammert, vivimos la transición desde un capitalismo con límites a un capitalismo sin límites, que se cree autosuficiente y que ya parece no tener enemigos ni internos ni externos. Pero esa transición es en realidad un movimiento hacia el desorden y hacia el desequilibrio en donde tan sólo se salvaguarda la lógica de la ganancia. Es una evidencia que la fragilidad del orden económico establecido es creciente si atendemos a que los momentos de crisis financieras y económicas son cada vez más abundantes y recurrentes en los últimos años, como consecuencia, por un lado, de la financierización de las economías y, por otro, de la renuncia a ejecutar políticas económicas y estrategias públicas de intervención activa.

    La hipertrofia de los flujos financieros constituye hoy día el rasgo más determinante de la economía mundial. A diferencia de lo que siempre había considerado normal la teoría económica más aceptada, los medios de pago y en general los activos financieros de todo tipo se han multiplicado de manera absolutamente desproporcionada respecto a los movimientos de la economía real. Esos flujos, en cantidades mucho mayores que las que pueden movilizar los propios gobiernos para controlarlos, han llegado a conformar un espacio privilegiado de ganancia, de forma que atraen irremisiblemente recursos financieros, al mismo tiempo que desincentivan, dada la rentabilidad que pueden alcanzar y el riesgo no demasiado alto que comportan, la aplicación de capitales en las actividades directa y verdaderamente productivas.

    Dada la dinámica de inestabilidad y volatilidad que le es irremediablemente consustancial y las secuelas de endeudamiento, de incremento de la incertidumbre y de parasitismo que conllevan, estos flujos prácticamente incontrolados no pueden sino generar crisis de los mercados y sacudidas financieras cuyas consecuencias últimas aún no se han manifestado. Y todo ello se agrava siempre con la aplicación de las políticas dimanantes del Fondo Monetario Internacional que viene actuando como auténtica expresión política de los grandes intereses económicos y financieros en nuestra época.

    Por otro lado, la universalización del mercado como mecanismo regulador privilegiado ha hecho que los gobiernos renuncien de forma efectiva al uso de la política macroeconómica como elemento de estabilización discrecional y se limitan a vincularla al simple objetivo de control de los precios, tanto para justificar el control de los salarios como para garantizar el valor de los activos en una época en que el capitalismo se hace verdaderamente reacio al riesgo y se convierte en rentista y parasitario. Eso impide que las políticas públicas actúen como amortiguadores en los momentos de recesión, que se hacen cada vez más recurrentes, para convertirse, paradójicamente, en un elemento galvanizador del propio ciclo, contribuyendo a hacer más fuertes las recesiones y más lentas y apuradas las fases de expansión.

    Y esta situación se agrava, además, porque en un contexto de apertura y liberalización creciente de los mercados los gobiernos disponen de cada vez menos capacidades para efectuar políticas de carácter nacional que permitan resistir los impactos externos fortaleciendo las resistencias endógenas. En su lugar, la fuerza coercitiva de la que disponen los organismos internacionales ha impuesto a los gobiernos la función de debilitar las redes de asistencia social, por minúsculas que fueran, para derivar recursos en apoyo del capital, la de flexibilizar las relaciones laborales para que las empresas se acomoden a las nuevas exigencias de los mercados y, en general, la de abrir de par en par las economías al capital extranjero.

    Todo ello se suele justificar afirmando que el mundo protagoniza un acelerado, afortunado y generalizado proceso de globalización, en cuya virtud es necesario renunciar por ya inútiles a las competencias nacionales de los gobiernos en favor de un terreno de juego internacional en donde apenas existen entonces trabas de cualquier tipo para que los capitales, las mercancías y los códigos culturales que le son propios se muevan en completa libertad.

    Pero, a pesar de que el término globalización suele utilizarse para señalar el signo principal de nuestra época, a poco que se contemple con detenimiento la realidad de los intercambios internacionales se puede comprobar hasta qué punto oculta realidades contradictorios y falsificadas. A diferencia de lo que suele afirmarse comúnmente, la evidencia empírica nos muestra que el régimen comercial de nuestros días no está tan globalizado como se quiere hacer creer. Se olvida, por ejemplo, que los países ricos han disminuido en los últimos años el volumen de importaciones procedentes de países subdesarrollados respecto al consumo interno total o que no más del 1,2% del PIN de los países de la OCDE proviene de países subdesarrollados. Por otro lado, y a pesar del discurso retórico prevaleciente, lo cierto es que se han multiplicado las barreras al comercio, si bien eso no ha sido tanto entre países como entre grandes bloques. Ocurre, como han señalado Hirst y Thomson, por ejemplo, que más que un verdadero proceso de globalización, se ha generado una regionalización del comercio y las inversiones mundiales. En puridad, sólo los flujos de capital se encuentran sometidos a un verdadero régimen de libertad, pero ello, lejos de provocar tan efectos globales beneficiosos constituye uno de los problemas más graves que hoy padece la economía mundial.

    En puridad, detrás del concepto de globalización se esconde una realidad polisémica y tremendamente equívoca. En primer lugar, porque la economía mundial no responde a la estructura sistémica y globalmente integrada que se quiere dar a entender cuando se habla de globalización. Nuestro planeta refleja más bien a una realidad tripolar, porque lo que realmente se articula y organiza en el centro son las tres grandes potencias (EE.UU., Europa y Japón) que ejercen el control compartido sobre la economía mundial. Así lo muestra el hecho de que de ese 20% más rico del planeta depende el 82'7% del PNB, el 81'2% del comercio, el 80'5% del ahorro y el 80'6% de la inversión, como ponía de manifiesto el Informe Sobre Desarrollo Humano de 1998, o el 86% del consumo privado mundial.

    En segundo lugar, porque el llamado Tercer Mundo se enfrenta a una creciente fragmentación y heterogeneidad. Sólo una pequeña parte, y hoy día en crisis, de la periferia se ha industrializado, mientras que su mayor parte, más pobre y deprimida, se "desconecta" progresivamente de los centros de gravedad de las relaciones económicas, convirtiéndose en un "Cuarto Mundo" sometido a conflictos armados y hambrunas sistemáticas. En tercer lugar, no puede dejarse de considerar que, a diferencia de lo que afirma la retórica neoliberal, el rasgo principal del actual orden económico no es el de la integración progresiva en los ámbitos globalizados sino, por el contrario, la existencia de fuerzas centrífugas que se manifiestan explícita e inequívocamente en el incremento de las desigualdades y de la exclusión de todo tipo. Simplemente, no es verdad que la "globalización" constituya un proceso integrador y que abarque al conjunto de las relaciones económicas, sino que esencialmente sólo tiene que ver con el dominio del capital financiero, de los recursos tecnológicos y de la producción cultural y que en realidad se manifiesta como un vector desintegrador de la economía y de la sociedad mundial en su conjunto.

    En definitiva, y a diferencia de la connotación de progreso y modernidad que el discurso neoliberal quiere asociar al fenómeno de progresiva liberalización capitalista, lo que está ocurriendo sencillamente es que aumenta cada vez más la explotación, un término al que ni queremos ni podemos renunciar en nuestro mundo. En nuestros días, y precisamente bajo la vigencia del neoliberalismo, la transferencia global de riqueza desde el trabajo al capital, desde las periferias hacia el centro y desde los grupos de población más pobres hacia los más favorecidos alcanza montantes gigantescos y desconocidos en otras etapas históricas, tal y como vienen denunciando los informes más solventes sobre la distribución de los ingresos y la riqueza en nuestro mundo.

    En cualquier caso, la aplicación de las políticas neoliberales no se ha traducido tan sólo en una gestión macroeconómica que propicia las crisis recurrentes y que hace cada vez más vulnerables a los grupos de población o a las naciones más pobres. Además, ha fortalecido el uso asimétrico de los recursos tecnológicos, lo que hace aumentar estrepitosamente las diferencias entre las naciones y los grupos sociales a la hora de acceder a las plataformas de las que depende la emancipación y el desarrollo económicos; ha dado lugar a una verdadera degeneración del trabajo humano, primero desencadenando niveles de paro generalizados y luego precarizando el empleo, de manera que éste se desvincula cada vez más del concepto de satisfacción para convertirse en una expresión extrema de la alienación y la frustración personal y económica. Y esto, muy particularmente en el caso de la mujer, que puede muy bien considerarse como la que ha sufrido en mucha mayor medida los fenómenos de la desregulación laboral, del trabajo precario, de la urbanización compulsiva, de la desprotección y, en fin, de la explotación exacerbada de nuestros días. Por otro lado, y como es bien sabido, la disponibilidad de una nueva base tecnológica no ha repercutido sustancialmente en un mayor equilibrio ambiental, sino que el fortalecimiento de la dinámica de mercado ha provocado un uso mucho más "liberal" de los recursos naturales, lo que equivale a decir que se intensifica su uso y se está más lejos de respetar su obligada restricción sistémica que sólo puede lograrse a través de una regulación estricta de su uso.

    Estas secuelas del neoliberalismo reflejan la otra cara de un mundo en aparente estado de progreso vertiginoso. Se trata de tensiones inmanentes a las lógicas productivas dominantes y a las que habría que añadir otros fenómenos no estrictamente económicos pero de indudable influencia sobre la actividad productiva y sobre el bienestar socioeconómico, como la pérdida de calidad de las democracias, la emergencia de nuevos e indeseables poderes, la ausencia de mecanismos internacionales de control, el deterioro educacional en todos los países del mundo o la creciente fragilidad de las instituciones básicas para la convivencia social. Por eso puede decirse que el neoliberalismo no es sólo una coyuntura en la historia del capitalismo sino que es la expresión de que éste ha logrado convertirse en una lógica global de civilización. Y por eso la lucha misma contra el neoliberalismo es una lucha intrínsecamente emancipadora que no puede resolverse sino en una nueva civilización de paz, de reparto igualitario y de sostenibilidad medioambiental.

    3. Alternativas económicas al neoliberalismo

    La situación actual de nuestro planeta no puede ser más paradójica y, al mismo tiempo, dramática. Todos los poderes reales del mundo asumen con cohesión y fortaleza una doctrina y un conjunto de estrategias que se presumen ya indeclinables, que se aplican sin conmiseración en todos los rincones del planeta y cuyos resultados extraordinariamente favorables para el capital, para las grandes empresas y para las minorías satisfechas se dan como igualmente inapelables para el resto de la Humanidad que, sin embargo, se enfrenta a la vida y a la satisfacción de sus necesidades en condiciones mucho peores que las que tenía hace muy pocos años.

    El neoliberalismo ha logrado que ni tan siquiera se pongan en cuestión principios de organización económica que no son sino elecciones históricas y muy desfavorables para la mayoría del género humano. El orden al que ha logrado dar lugar con evidente éxito se concibe ya como el orden inmutable, se mira a otro lado cuando se muestran sus bases endebles y su funcionamiento imperfecto y se ahogan las voces de quienes reclaman una ética del reparto basada en la justicia y la solidaridad que no puede satisfacer la lógica tan imperfecta y egoísta que hoy día se instaura como regidora de los destinos humanos.

    También en el seno de la propia izquierda se ha declinado demasiadas veces. Muchos movimientos son presa de la impotencia, de la frustración y de la tentación de un pragmatismo que se concibe como una posibilidad de tener alguna opción en el gobiernos de los asuntos públicos y sociales. Frente a esta actitud, que no suele llevar sino a más frustración, a más impotencia y a una gestión, cuando se realiza, verdaderamente indiferente para los intereses populares, entendemos que es preciso levantar una vez más un pensamiento de cambio radical y adecuado a las circunstancias de nuestra época. Creemos en el ser humano y creemos en su capacidad para plantear y resolver el problema de utilizar los recursos económicos de una manera diferente, más justa, más solidaria y más respetuosa con las leyes de la naturaleza de las que depende nuestra propia supervivencia como especie.

    Pero no se trata tan sólo de decir que queremos un mundo diferente, como efectivamente deseamos, ni de limitarnos a desear simplemente que nuestro planeta y nuestras sociedades se pongan patas arriba, como en realidad queremos, para que los más pobres y desfavorecidos sean también los dueños efectivos de sus destinos. Estamos convencidos de que la Humanidad puede ser así de distinta si es capaz de dar respuestas inmediatas a las formas en que la economía y la sociedad se enfrenta ahora mismo a los problemas, si es capaz de involucrar en esas propuestas a la inmensa variedad de movimientos sociales liberadores y si en esos procesos se gesta una ética y una moral colectiva diferentes que cemente las relaciones humanas en torno a objetivos no sólo más humanamente satisfactorios sino incluso social y económicamente más eficientes, además de más democráticos y verdaderamente libertarios.

    En el campo específico de los asuntos económicos creemos que hay que establecer una serie de principios y asumir una serie de estrategias y propuestas que en estos mismos momentos constituyen la única respuesta posible al actual desorden económico internacional si es que se quiere modificar la pauta de inestabilidad, desigualdad e inestabilidad que padecemos, si es que queremos superar las secuelas indudables del neoliberalismo y abrir las puertas, siquiera sea mínima y tímidamente, a soluciones que no sigan empeorando la situación vital de la inmensa mayoría de la Humanidad.

    Reorganización de las finanzas y del comercio internacionales.

    En primer lugar entendemos que hay que hacer frente a la situación de no sistema en el que se desenvuelven las finanzas internacionales. Hay que decirlo muy claramente: nuestro mundo va sencillamente al desastre si los recursos financieros que son necesarios para que la maquinaria económica funcione y ponga en uso los recursos productivos se dedican privilegiadamente, como ahora, a la especulación y a la ganancia improductiva. Los propios organismos internacionales capitalistas son ya conscientes del peligro que implican estos capitales que se mueven en oleadas de inestabilidad y crisis, pero no basta, como se quiere plantear, con generar defensas pasivas frente a ellos, pues serán a la postre sencillamente inútiles; ni es suficiente con modificaciones de diseño formal en la arquitectura financiera mundial; ni pueden hacerse depender las soluciones de las actuales instituciones, como el FMI, pues ellas mismas son una buena parte del problema que se debe resolver.

    Creemos que hay que asumir un compromiso planetario para doblegar a la especulación financiera y a los movimientos erráticos de capital desvinculados de la actividad real de creación de riqueza. Es necesario poner fin a la economía de casino en que se ha convertido el capitalismo de nuestra época y vincular los flujos financieros a los movimientos reales de la economía y para ello es un requisito esencial forzar que los intermediarios financieros realicen una función diferente a la que han asumido, gracias a su poder desmesurado, en la economía de nuestra época.

    En particular, proponemos cuatro grandes principios que entendemos que pueden hacer frente a la situación financiera actual y a sus efectos perversos y tan desfavorables para los países y los sectores sociales más desfavorecidos.

    – El establecimiento de una nueva arquitectura financiera internacional basada en la asunción de reglas imperativas para todos los gobiernos y actores financieros, en la creación de una institución mundial democrática y no sometida a veto que evite la desinstitucionalización y privatización actuales y en la supeditación de los movimientos y relaciones financieras a programas de desarrollo económico internacional asumidos y salvaguardados de estas nuevas instituciones. En concreto, desde instituciones de esta naturaleza deben establecerse regímenes de tipos de cambio concebidos para facilitar el intercambio y el desarrollo económico nacional y expeditos de las operaciones destinadas tan sólo a alterar sus paridades con carácter especulativo.

    – Para ello es igualmente imprescindible que los gobiernos, bajo la cobertura de las reglas y las instituciones anteriores y en el contexto regional en el que libremente decidan reorganizar sus economías, recobren su capacidad de maniobra en política financiera para que descanse sobre ellos la capacidad última de decisión sobre los intereses económicos de la población. Y ello obliga a garantizar la existencia de un potente sector financiero público en cada país que actúe en coordinación con las instancias supranacionales y sea la fuente principal de financiamiento de la actividad económica productiva.

    – Un principio esencial de una nueva forma de organizar las finanzas internacionales descansará sobre el control de los movimientos de capital, en particular los que se desenvuelven a corto plazo. Para ello se deben establecer regímenes impositivos de cobertura mundial y un sistema de restricciones que impida que su aplicación se dirija a la simples operaciones especulativas mediante el establecimientos de condiciones rígidas a la inversión y a su desplazamiento.

    – En dicho contexto, debe establecerse un sistema de financiación internacional, generado mediante contribución de los gobiernos y mediante la aplicación de impuestos internacionales sobre las ganancias privadas de operaciones de comercio internacional que persiga como objetivos esenciales: la redistribución de la riqueza mundial, el resarcimiento a los países empobrecidos, en particular, exonerándolos definitivamente de la deuda actual y proporcionándoles acceso a fuentes exógenas de financiación que no vulneren su independencia, el reequilibrio de la economía mundial mediante estrategias de compensación y reversión de fondos y activos, y la regeneración de la base productiva de las naciones como base principal del desarrollo económico mundial.

    Somos conscientes de que principios de esta naturaleza no son sino medidas tendentes a evitar los efectos más dañinos del actual régimen de relaciones financieras internacionales y que de hecho no socaban sustancialmente la estructura profunda del régimen capitalista. Somos conscientes, de hecho, y no renunciamos a afirmarlo, que creemos que una sociedad justa y mucho más eficiente desde el punto de vista de los intereses sociales no puede consentir que los recursos financieros más estratégicos queden en manos, como ocurre, de cada vez menos centros de poder y menos propietarios con capacidad de decisión. Apostamos por un futuro en el que la Humanidad como un todo sea la dueña de los recursos que sea capaz de generar, pero precisamente por ello creemos que es ineludible dar respuestas a la situación inmediata e intervenir en los debates actuales y movilizar a los sectores sociales por la asunción de principios como estos que, aunque de apariencia claramente reformista, implican asumir una ética del reparto y de las relaciones económicas completamente distinta.

    Por otro lado, y como una problemática intrínsecamente vinculada a la anterior, creemos que es imprescindible modificar el régimen que hoy día gobierna las relaciones comerciales internacionales, a nuestro modo de ver, profundamente injusto por desigual y discriminatorio, y en realidad profundamente ineficaz y poco respetuoso con la libertad de las naciones.

    Téngase en cuenta que hoy día el 70 por cien del comercio mundial está controlado por empresas multinacionales, cuyos objetivos, como es lógico y natural que ocurra, nada tienen que ver ni con los intereses generales, ni con el mejor uso de los recursos económicos, ni con la mejor forma de satisfacer las necesidades de los seres humanos. Casi la mitad del comercio mundial se desarrolla entre estas empresas y sólo quinientas de las más grandes dominan los dos tercios del mismo. Las quince principales generan un producto bruto superior al de ciento veinte países.

    Puede decirse sin exageración alguna que las normas mundiales existentes y el poder y descontrol efectivo en el que actúan estas empresas son los responsables directos de problemas como la desertización económica de muchos países, del deterioro ambiental, del incremento de las desigualdades, de la progresiva pérdida de competencia y eficiencia en los mercados y de las crisis de sobreproducción recurrentes en la economía mundial. Y justamente por ello entendemos que es imprescindible dar completamente la vuelta a la regulación actual del comercio internacional para impedir, en primer lugar, que las actuales estrategias de reforma se orienten, como pretende por ejemplo el AMI a pesar de todas sus vicisitudes, fortalecer el poder asimétrico de las naciones más ricas y de las empresas multinacionales.

    En concreto, proponemos nueve líneas de actuación que nos parecen los requisitos mínimos para frenar la dinámica de deterioro actual y para tratar de recobrar la pulsión productiva y las capacidades de desarrollo endógeno de todas las economías.

    • Creación de una autoridad comercial internacional formada por la participación democrática de todos los países, sin veto y con capacidad de decisión igualitaria.
    • Restricciones efectiva al comercio mundial que atenta a la conservación del medio ambiente mediante el establecimiento de ecotasas de ámbito internacional y de los movimientos comerciales que no impliquen un incremento efectivo del valor añadido mundial para evitar la especulación y la sobreproducción.
    • Potenciación de la producción autónoma de autosostenimiento y sostenible que responda al principio general de autodependencia frente a la estrategia actual de mundialización ajena a las necesidades de cada nación o región del planeta.
    • Creación de un Fondo Ecológico Mundial para el Desarrollo del Comercio que se financie mediante las reformas financieras ya aludidas y mediante impuestos establecidos sobre los cambios de divisas y las actividades de producción y consumo que impliquen un uso excesivo de recursos contaminantes.
    • Establecimiento de un Código Ético Mundial para el control de las empresas multinacionales que debe ser asumido por los gobiernos y las instituciones internacionales.
    • Establecimiento y salvaguarda a nivel mundial de políticas de precios de productos y materias primas que eviten el poder oligopólico de mercado de las grandes empresas y establecimiento de tasas a nivel mundial para gravar la actividad comercial que conculque la competencia.
    • Estrategias de modificación de las pautas de consumo que reviertan en un uso más equilibrado y sostenible de los recursos naturales y materiales y que limiten las estrategias comerciales basadas en el consumo compulsivo y en la dilapidación de recursos.
    • Finalmente, las instituciones mundiales deben establecer programas anuales de sostenimiento alimentario y del empleo que cuenten con recursos financieros y económicos necesarios y que constituyan una especie de agenda previa de las relaciones económicas internacionales.

    Una nueva forma de concebir la política macroeconómica y el papel de los gobiernos.

    Las políticas económicas bajo el neoliberalismo se están limitando a lograr el control de la inflación como casi único objetivo. Es la forma, en realidad, de lograr el control salarial para mejorar la retribución del capital, de mantener el valor de los activos en esta época de capitalismo rentista y reacio al riesgo, y, como efecto añadido, de disciplinar a los movimientos obreros provocando el desempleo de naturaleza política al que aludiera en su día Kalecki.

    Con esa naturaleza, no se ocupan sino de manejar variables nominales y de demonizar los déficits públicos mientras que renuncian explícitamente a convertirse en los timones que puedan compensar los vaivenes tan negativos que provoca la dinámica del mercado, así como a estimular la creación efectiva de riqueza, supeditada siempre a la ganancia especulativa vinculada al capital financiero.

    Frente a todo ello, es necesario contribuir a generar una nueva concepción de la política económica siempre que se quiera estimular la producción, generar riqueza y mejorar el grado de satisfacción de las necesidades humanas. Es un hecho inequívoco que dejar que el mercado se erija en el mecanismo regulador universal de los procesos económicos no puede llevar sino a la ineficiencia y a la crisis, además de a resultados estrictamente rechazables desde el punto de vista de la equidad, porque como muestra la teoría económica más elemental y corrobora la realidad actual, los mercados existentes son tremendamente imperfectos, poco competitivos y extraordinariamente asimétricos.

    Por ello, creemos que es necesario que los gobiernos estén en condiciones de retomar la iniciativa en el ámbito de la política económica y puedan adoptar decisiones en el contexto de una programación económica que contemple las necesidades reales de las naciones. En concreto, creemos que hay que luchar por conseguir que la intervención de los gobiernos en la actividad económica adquiera un protagonismo esencial y que esté vinculada a cuatro grandes principios.

    • El establecimiento de objetivos de política económica de carácter real, como el crecimiento económico sostenible y equilibrado, la igualdad y el empleo. Es preciso denunciar y combatir la creencia generalizada según la cual no hay más política económica posible que la que se vincula a la consecución de equilibrios entre las variables nominales y la que se limita a ponerse a disposición de los flujos internacionales de capital.
    • Para ello debemos contribuir a generar una nueva concepción de la propia actividad económica. Incluso los propios indicadores económicos que hoy día sirven de guión para la adopción de decisiones macroeconómicas no son sino puros instrumentos retóricos y a veces vacíos de contenido real. Es necesario, pues, avanzar en la conformación de baterías de indicadores que reflejen la situación real y cualitativa de la actividad económica, el desequilibrio ambiental que ésta genera, el bienestar humano real que proporciona, etc. para que, en definitiva, los límites de la actividad económica no los establezca la relación monetaria y para que la determinante de la política económica sea la calidad en lugar de la pura cantidad de producto nominalmente considerada.
    • No renunciamos, sino que entendemos que sigue siendo un reto inaplazable a la programación económica. Es un hecho real que todos los sujetos económicos programan y planifican el uso de sus recursos y debemos exigir que de igual manera actúen los gobiernos para que no se limiten a ser instancias pasivas frente al desorden del interés privado dominante. Es más, proponemos que sean instituciones de carácter internacional las que establezcan objetivos plurianuales de desarrollo económico a partir de indicadores de calidad y desarrollo humano para garantizar que los países y las zonas más empobrecidas del planeta estén en condiciones de disponer del impulso suficiente para que no terminen por ser de una manera definitiva una mera excrecencia en un mundo sometido al poder endiablado de los grandes poderes económicos y financieros.
    • En el contexto de una política económica de otra naturaleza, debe tener un papel de primera relevancia la protección social. No sólo porque hoy día es un imperativo ético irrenunciable el atender a las necesidades artificialmente insatisfechas de la inmensa mayoría de la población mundial, sino porque es un hecho igualmente fuera de controversia que las economías que han logrado más desarrollo y estabilidad económicos han sido las que han dispuesto de un sistema de protección social más avanzado.

    Ahora bien, somos plenamente conscientes de que proponer nuevos y más potentes papeles para la intervención del Estado debe llevar igualmente consigo propuestas que impliquen una radical transformación del concepto de lo público. No podemos dejar de ser conscientes del papel subsidiario y entorpecedor que la acción pública y la iniciativa colectiva tienen en el sistema capitalista. Precisamente por ello, más y más potentes funciones gubernamentales deben estar siempre acompañadas de más democracia, de más transparencia en la gestión y de la generación de contrapoderes cada vez más vigorosos para evitar la burocratización o el servilismo del gobierno.

    Desgraciadamente, confiar simplemente en que el Estado dispone de mecanismos autóctonos o intrínsecamente diferentes a los del mercado para modificar la pauta de distribución y de asignación se ha comprobado como ilusión demasiado cara. No puede tratarse tan sólo de alterar la dirección en los procesos de toma de decisiones sino de modificar la naturaleza misma de las instancias de decisión, como muestran, por ejemplo, las experiencias de presupuestos públicos participativos en Brasil o experiencias de esa misma naturaleza en otros lugares del mundo.

    Ética, progreso, gobernabilidad y contrapoder.

    Somos conscientes de que hoy día pensar en generar en alternativas económicas frente al liberalismo supone creer en que existen posibilidades de hacer frente a restricciones y barreras monumentales: poderes financieros vinculados además a la política y a la cultura, mundialización que debilita la capacidad de respuesta de los gobiernos en la hipótesis de que se plantearan dar giros a las políticas actuales, instituciones internacionales que actúan como verdaderos gendarmes ideológicos y como sostenedores de los intereses económicos dominantes, competitividad compulsiva en los mercados que no permite soluciones de desarrollo endógenos o extraordinaria debilidad de la actividad productiva real que dificulta la creación de intereses sociales con autonomía y capacidad de respuesta.

    Tratar de vencer esas resistencias es el reto de la izquierda y de los movimientos sociales que apuestan por un mundo que necesita ser de otra forma para que la inmensa mayoría de los seres humanos no diluciden su vida sino en términos de frustración, de necesidad o sencillamente de muerte.

    Queremos y necesitamos apostar por unas relaciones económicas diferentes y entendemos que ello requiere trabajar y desarrollar un pensamiento y una acción social nuevos que tengan en cuenta, al menos, cuatro grandes puntos de partida.

    En primer lugar, un abanico de valores y de imperativos morales diferentes. Una manera de enfrentarse al mundo distinta que crea en la necesidad del reparto equitativo, que asuma al ser humano y a las condiciones de su bienestar como ejes de las relaciones económicas y que someta la economía al ser humano en lugar de éste a los intereses económicos de minorías poderosas.

    En segundo lugar, un concepto de progreso social distinto al que hoy día es dominante y que se vincula solamente a la satisfacción material, a la ganancia y al lucro privado, a la falta de perspectiva temporal y a la dilapidación de la naturaleza. Debemos aprender y lograr que el ser humano domine al progreso, y no que un sentido compulsivo del mismo, medido sólo por la disponibilidad en abstracto de nuevos materiales, dilapide los recursos y se resuelva sólo en valores sobrantes a los que no accede la mayoría de la población mundial. El sobredimensionamiento tecnológico de nuestra época no puede hacernos sentir orgullosos, sino más bien todo lo contrario puesto que llega a ser tan ineficiente como la carencia de tecnología cuando el desarrollo técnico es asimétrico y no responde a más lógica que la de su propia reproducción, al margen de la pauta de necesidad social.

    En tercer lugar, hay que generar tendencias que frenen la tendencia actual a desinstitucionalizar las toma de decisiones, a provocar una mundialización que en realidad disipe los poderes más democráticos y las propias instancias de coordinación y control internacional, como de hecho viene ocurriendo. Las alternativas económicas al neoliberalismo requieren también gobernabilidad, democracia y poder compartido y por ello es necesario crear instituciones y democratizar las existentes para que tengan capacidad efectiva de resaltar de manera transparente y efectiva los intereses sociales.

    Finalmente, las alternativas al neoliberalismo que puedan ser eficaces y reales en el campo de las relaciones económicas precisan de un concepto del poder que la izquierda debe asumir y debe contribuir a difundir y a hacer efectivo. Las experiencias históricas nos vienen demostrando de manera palpable que no es suficiente la simple inversión en la detentación del poder, sino que es necesario que las nuevas alternativas se generen como resultado de auténticas experiencias de contrapoder de las que derive no sólo el nuevo impulso ético en que deben apoyarse las alternativas de bienestar humano que nos proponemos conquistar, sino también la rebeldía, la fuerza y la organización que pueden hacer que las propuestas y las experiencias realizadas sean irreversibles.

    Juan Torres López