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El proceso de privatización en la Argentina: la renegociación con las empresas privatizadas (página 2)

Enviado por Eduardo Basualdo


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Las privatizaciones y la profundización de la concentración del capital

Lo anterior se encuentra estrechamente relacionado con otro de los rasgos distintivos de la política privatizadora encarada en el país durante la década de los noventa, a saber: la absoluta despreocupación por difundir la propiedad del capital de las firmas transferidas. Respecto a otros ejemplos internacionales, la experiencia argentina revela una muy escasa o nula preocupación oficial por la difusión de la propiedad a través del mercado de capitales o, incluso, la entrega gratuita de acciones u ofertas preferenciales para los usuarios de los distintos servicios (6). Por el contrario, en la generalidad de los casos, se fijaron patrimonios mínimos –muy elevados– para poder participar de las licitaciones y concursos o, en su defecto, tales montos patrimoniales constituían una de las variables principales a considerar al momento de la precalificación y/o adjudicación. En otras palabras, la capacidad patrimonial de los potenciales interesados se convirtió, de hecho, en la principal barrera al ingreso en este "mercado" privilegiado de las privatizaciones de empresas estatales.

En ese contexto, era inevitable que la consecución del programa operara como disparador de la profundización del proceso de concentración y centralización del capital en la Argentina. En la mayoría de las privatizaciones, el propio llamado a licitación favoreció la presencia de pocos oferentes; lo que se reforzó por la coordinación y la capacidad de lobbying empresario en torno de sus respectivas ofertas. Esto llevó, por un lado, a una acentuada concentración de la propiedad de las empresas y de las áreas "desestatizadas" en un muy reducido número de grandes agentes económicos. Y, por otro, a la sobrevivencia y el acentuamiento de monopolios u oligopolios legales, con la consiguiente consolidación de mercados protegidos, en condiciones regulatorias que aseguran bajos o nulos riesgos empresarios y amplios márgenes de libertad para la fijación de tarifas derivados, en lo sustantivo, de la funcionalidad de las respectivas normativas sectoriales en relación con los intereses de las firmas prestatarias (y, obviamente, de sus propietarios).

La dinámica asumida por el proceso privatizador trajo aparejada la consolidación estructural de un conjunto reducido de conglomerados empresarios, los cuales pasaron a controlar empresas que operan en sectores que poseen una clara importancia estratégica en tanto, por ejemplo, definen la competitividad de una amplia gama de actividades económicas y la distribución del ingreso (se trata, en su gran mayoría, de los mismos actores que, como fuera mencionado, fueron beneficiados, bajo diversas modalidades, por los ingentes recursos transferidos desde el Estado hacia el capital concentrado durante la dictadura militar y el gobierno radical). Como queda reflejado en el Cuadro Nro. 2, tales actores cubrieron prácticamente la totalidad de los sectores públicos privatizados, lo cual les brindó la posibilidad de insertarse en aquellas áreas decisivas –sino determinantes– en la definición de la estructura de precios y rentabilidades relativas de la economía argentina en los años noventa.

En relación con lo anterior, cabe destacar los casos de los grupos económicos Astra, Pérez Companc, Soldati y Techint que, a partir de la privatización de YPF, Gas del Estado, Segba, Agua y Energía e Hidronor, se consolidaron como los principales actores del conjunto del mercado energético nacional. Ello se aprecia en que estos ex contratistas del Estado se adjudicaron las principales áreas petroleras transferidas al sector privado en el marco de la desestatización de YPF, al tiempo que participaron en la propiedad de algunas de las empresas que tomaron a su cargo la prestación de los servicios de generación y/o transporte y/o distribución de gas natural y energía eléctrica.

Este significativo poder de mercado sobre el conjunto del sector energético local que lograron estos grupos empresarios a partir de las privatizaciones se ve potenciado si se considera que son, simultáneamente, grandes usuarios industriales para los que el petróleo, el gas natural y la electricidad constituyen sus principales insumos energéticos (es el caso de Astra en la elaboración de bienes derivados del petróleo, de Pérez Companc en la producción petroquímica, de Soldati en la fabricación de fertilizantes y distintos agroquímicos, y de Techint en la industria siderúrgica). Por otra parte, todos de ellos son importantes productores de gas natural y petróleo, mientras que en algunos casos son fabricantes de equipos y materiales para la actividad (como el conglomerado extranjero Techint, que controla la producción local de tubos sin costura, material utilizado fundamentalmente para el transporte de gas y petróleo).

En definitiva, el caso de la privatización del –sumamente estratégico– mercado energético local pone claramente en evidencia cómo desde el aparato estatal se buscó favorecer a un conjunto muy reducido de grandes conglomerados empresarios al transferirles no sólo un alto grado de determinación sobre la evolución del sector y, por ende, de numerosas actividades (en especial, las vinculadas a la elaboración de bienes manufactureros), sino, incluso, espacios de apropiación de renta de recursos de carácter no renovable (como en el caso petrolero). Esto último no ocurrió en el resto de los países latinoamericanos: Chile, por ejemplo, mantuvo la propiedad estatal de CODELCO (la empresa productora de cobre que, a su vez, constituye uno de sus principales bienes de exportación), mientras que México hizo lo propio con PEMEX (la productora de hidrocarburos, de la cual obtiene una parte considerable de sus ingresos externos). El hecho de que los mismos actores participen en los distintos eslabones de la cadena energética no sólo redujo, en gran medida, las posibilidades de garantizar un funcionamiento medianamente competitivo del sector (uno de los principales objetivos por los que se promovió y justificó la privatización de Gas del Estado, YPF y las empresas eléctricas nacionales), sino que también elevó considerablemente el riesgo de que tales actores instrumenten distintos tipos de prácticas discriminatorias (subsidios cruzados, precios de transferencia, etc.), con efectos negativos sobre el funcionamiento de otros mercados, en especial, aquellos industriales energo-intensivos.

Otro ejemplo de la forma en que las privatizaciones contribuyeron a profundizar la concentración y centralización del capital en la Argentina lo constituye la transferencia de la estatal Somisa al sector privado. La única limitación impuesta en los pliegos de la venta de esta empresa estatal era la de imposibilitar la participación de dos firmas siderúrgicas locales en un mismo consorcio. Mediante dicho requisito se procuraba evitar que, como producto de la privatización, pudiera consolidarse un duopolio (Acíndar y Techint) con un control prácticamente excluyente del mercado local. En un primer momento, tal requisito fue satisfecho, ya que en el consorcio adjudicatario controlado por el conglomerado extranjero Techint (a través de una firma de su propiedad, Propulsora Siderúrgica), no participó ninguna empresa del grupo Acíndar. Sin embargo, pocos meses después de concretada la privatización, Acíndar adquirió las tenencias accionarias –minoritarias– que se encontraban en poder de un banco de capitales ingleses (el Chartered West LB Limited) y, como consecuencia, se desvirtuaron por completo las condiciones impuestas originalmente. En forma contemporánea a esa asociación entre Techint y Acíndar en Aceros Paraná (la firma privada que continuó a Somisa), esta última discontinuó la fabricación de productos no planos (se trata de la elaboración de, por ejemplo, distintos tipos de alambres, diversos insumos para la industria de la construcción, etc.), actividad en la que, precisamente, Acindar ejercía –y aún hoy lo sigue haciendo– un control decisivo del mercado (7). Así, como producto de la privatización de Somisa, se tendieron a consolidar dos monopolios: uno, controlado por Techint, en el segmento de los productos planos (así como, fundamentalmente, en la fabricación de tubos de acero sin costura), y otro en el de los no planos (liderado por el grupo Acindar) (Azpiazu y Basualdo, 1995b; y Lozano, 1995).

Difícilmente los procesos mencionados –a simple título ilustrativo– puedan deberse, tal como suelen afirmar los defensores de las políticas neoconservadoras de los años noventa, a los supuestos "errores de diseño" y/o "deficiencias regulatorias" que habrían caracterizado al proceso privatizador, sino a una explícita decisión política de favorecer a determinados intereses económico-sociales, en el marco de la "sed de reputación" del gobierno justicialista (Azpiazu, 2001; y Azpiazu y Schorr, 2001a).

Ello se visualiza en el hecho de que las empresas públicas fueron transferidas, en la generalidad de los casos, a ciertos grupos económicos que, antes de que se pusiera en práctica el proceso privatizador, ya detentaban ostensibles posiciones dominantes en los respectivos sectores. Es el caso de, por ejemplo, Techint en la actividad petrolera, la gasífera, la eléctrica, la telefónica y la siderúrgica; Pérez Companc en todo el mercado energético y en el de telefonía; y Astra y Soldati en el ámbito energético. Así, es posible concluir que las privatizaciones constituyeron un verdadero "traje a medida" de los mismos actores económicos que se habían consolidado estructuralmente al amparo de las diversas políticas de desguace del aparato estatal (y, por lo tanto, del conjunto de la sociedad argentina) que se habían venido aplicando en el país desde mediados de la década de los años setenta.

En relación con lo anterior, las modalidades de los diversos procesos de privatización –exigencias patrimoniales mínimas, requisitos técnicos, celeridad, importancia del poder de lobbying doméstico, etc.– facilitaron e incluso indujeron el despliegue de distintos tipos de estrategias por parte de los principales conglomerados locales, inscriptas en una creciente polarización del poder económico. Al respecto, pueden identificarse tres lógicas de comportamiento (no necesariamente excluyentes entre sí):

* los grupos económicos que a través de alguna/s de su/s firma/s controlada/s adquirieron empresas públicas o tenencias accionarias del Estado en compañías que operaban en el mismo sector de actividad en el cual estaban insertos (estrategia de concentración) (8);

* los conglomerados empresarios que adquirieron u obtuvieron la concesión de empresas o servicios públicos para lograr, directa o indirectamente, un mayor grado de integración vertical u horizontal de sus actividades, al ingresar a mercados desde los cuales se proveen de un insumo clave –"aguas arriba" y/o "aguas abajo"– para sus principales producciones (estrategia de integración)9; y * los grupos económicos que tuvieron una activa y difundida presencia en los distintos procesos de privatización o, en otros términos, que priorizaron una estrategia de diversificación de sus actividades hacia diferentes servicios privatizados poco –o nada– vinculados entre sí por relaciones tecno-productivas y/o de carácter comercial (estrategia de conglomeración) (10).

Indudablemente, estas distintas estrategias empresarias frente al programa de privatizaciones indican que la creciente oligopolización y conglomeración de la economía argentina, la polarización del poder económico en un núcleo reducido de conglomerados empresarios, y la consolidación y preservación de reservas

Con respecto al carácter propulsor de las privatizaciones en términos de la concentración de los mercados, cabe destacar que el mismo se puede verificar en tres niveles diferentes, aunque claramente articulados entre sí. En primer lugar, a nivel de las empresas privatizadas se observa un acentuado grado de concentración de la propiedad en manos de un número muy reducido de accionistas. En efecto, en casi todas las privatizaciones, las tenencias accionarias se concentraron, a lo sumo, en tres o cuatro firmas o grupos que conforman los consorcios adjudicatarios. En otras palabras, fueron unos pocos actores económicos los que pudieron ingresar al "negocio" de las privatizaciones; fenómeno que, sin duda, se encuentra estrechamente ligado al objetivo central por el cual se implementó la política privatizadora (dirimir una fuerte disputa en el interior de los sectores dominantes y, por esa vía, conformar una "comunidad de negocios" que sirviera de sustento –no sólo económico– al programa neoconservador del menemismo).

En segundo lugar, a nivel del proceso en sí, es posible constatar que, con la excepción de algunas áreas y empresas –marginales, en cuanto a su importancia económica–, prácticamente no existen casos de empresas privatizadas en cuyos respectivos consorcios adjudicatarios no se encuentre alguno de los principales conglomerados empresarios que desarrollan actividades en el país. De esta manera, la capacidad patrimonial –y de influencia– de los potenciales interesados devino la principal "barrera al ingreso" al "mercado" privatizador.

En relación con esto último, vale la pena recordar lo sucedido con la venta de ENTel. Originalmente, un consorcio encabezado por Telefónica de España se había adjudicado la región Sur del país, mientras que otro liderado por la estadounidense Bell Atlantic y el Manufacturers Hanover (uno de los principales bancos extranjeros acreedores de la deuda pública argentina) resultó ganador de la zona norte. Sin embargo, este consorcio no pudo reunir a tiempo los bonos de la deuda externa que debía entregar al Estado argentino (en esta privatización resultaría adjudicatario aquel consorcio que ofertara la mayor cantidad de títulos de la deuda). Por este motivo, el gobierno resolvió que sería el consorcio liderado por Stet de Italia y France Telecom el adjudicatario de la región Norte. Si bien es probable que el consorcio encabezado por la Bell no haya podido conseguir los títulos de la deuda externa necesarios (aunque, de todas maneras, esto último es más que dudoso, ya que uno de los accionistas centrales de dicho consorcio era un importante acreedor de la Argentina), y que ello motivara que finalmente no se le haya adjudicado la región Norte, es posible plantear otra interpretación.

Si se analiza la conformación de los consorcios que resultaron seleccionados para competir en la privatización de ENTel, se observa que tanto en el liderado por Telefónica de España como en el encabezado por Stet de Italia y France Telecom, había importantes grupos económicos (Pérez Companc, Soldati y Techint), mientras que en el liderado por la Bell aparecen dos grupos menores (Welbers Insúa y Bracht), de muy escasa relevancia y significación económica si se los compara con los primeros. De esta forma, puede pensarse que, si bien la posesión de títulos de la deuda argentina era una condición necesaria para ganar el proceso privatizador, la presencia o no de importantes grupos económicos en el interior de los consorcios resulta fundamental para comprender cuáles fueron, en última instancia, los criterios rectores utilizados por parte del gobierno argentino para seleccionar a los ganadores.

En otras palabras, resultaría ganador aquel consorcio que presentara la mayor cantidad de títulos de la deuda argentina, siempre y cuando alguno de sus miembros fuera uno de los principales grupos económicos del país. Sin duda, esta perspectiva arroja luz sobre la significativa influencia de estos capitales y el alto grado de subrogación del Estado o, desde otra perspectiva, refleja la necesidad que tuvo el capital extranjero –sea financiero o productivo– de asociarse a la elite económica local como forma de participar exitosamente en la "reforma" del Estado argentino, así como también una creciente y marcada subsunción del aparato estatal a los intereses de ambos. En suma, puede afirmarse que la presencia de un grupo económico de relevancia en el interior de los consorcios constituyó una suerte de condición suficiente y, fundamentalmente, necesaria para resultar adjudicatario de las distintas licitaciones.

En tercer lugar, y a nivel de la estructura de los mercados, a pesar de la transferencia de monopolios públicos al sector privado, no se modificó la dinámica de funcionamiento de los diversos mercados involucrados. En efecto, no obstante la segmentación realizada en gran parte de los mismos (energía eléctrica, gas natural), y a pesar de que uno de los argumentos centrales en pos de la privatización de empresas estatales era que ello traería aparejado un mayor nivel de competencia, dichos mercados siguieron caracterizándose por una estructura fuertemente concentrada (de tipo monopólica o, a lo sumo, oligopólica). De esta manera, no sólo se consolidaron estructuras altamente concentradas en aquellos mercados de servicios públicos que fueron transferidos al sector privado, sino que, adicionalmente, se elevaron sustancialmente las posibilidades de que los actores que controlan tales empresas desplieguen distintos tipos de prácticas predatorias que afecten de manera negativa la competitividad de distintos sectores y, fundamentalmente, a los usuarios. Más aún si se considera, por un lado, la significativa "debilidad" que, en materia de regulación de las empresas privatizadas, han mostrado los distintos organismos de contralor existentes y, por otro, el hecho de que los mismos actores que ingresaron a las privatizaciones participan –y, en muchos casos, controlan– aquellas empresas que cuentan a los servicios privatizados entre sus principales insumos productivos. Sin duda, esta constituye una de las principales "debilidades" y/o "errores de diseño" de la política privatizadora, claro que plenamente funcional, como el resto de las "fallas de origen", a los pocos –pero muy (cada vez más) poderosos– actores que lograron participar del "negocio" de las privatizaciones.

La profundización del proceso de concentración del capital asociado a la transferencia de empresas públicas al sector privado refleja, asimismo, la consolidación de una tendencia que se remonta a mediados de la década de los setenta: la asociación entre los grandes grupos económicos locales con firmas de capital extranjero. En efecto, como fuera mencionado, prácticamente no existieron ejemplos de empresas o unidades de negocios privatizadas que no hayan sido adjudicadas a consorcios patrocinados por grupos económicos locales y empresas o conglomerados de capital extranjero. Así, lo que en el pasado había sido casi una excepción (Pecom Nec, en la segunda mitad de los setenta), pasó a ser, en los años noventa, una de las principales formas de radicación de las empresas extranjeras en la Argentina.

En síntesis, la escasa preocupación oficial por difundir la propiedad de las empresas privatizadas devino en efectos agregados de concentración de capital que, a su vez, atentaron contra el propio desenvolvimiento "competitivo" de los mercados privatizados y de un número considerable de sectores de actividad. En ese sentido, es importante remarcar que el Estado no sólo se desprendió de activos sino que, fundamentalmente, transfirió al capital concentrado un decisivo poder regulatorio sobre la estructura de precios y rentabilidades relativas de la economía argentina.

Principales singularidades del programa privatizador

Ahora bien, al margen de profundizar la concentración económica y de jugar un papel determinante en la consolidación estructural del bloque de poder económico que había surgido durante la última dictadura militar, las privatizaciones tuvieron ciertos rasgos distintivos que vale la pena resaltar. Al respecto, cabría referirse, en primer lugar, a la discontinuidad en cuanto a la metodología y a las modalidades de los distintos procesos de privatización. En una primera etapa, antes de la sanción del Plan de Convertibilidad en marzo de 1991, y hasta el momento en que Domingo Cavallo, al frente de la cartera económica, absorbiera el Ministerio de Obras Públicas, sus rasgos centrales fueron:

* la no segmentación y/o subdivisión de las empresas a privatizar en varias unidades de negocios, las ventas o concesiones globales (tales los casos de Aerolíneas Argentinas y ENTel);

* se ignoró –no en forma casual, atento a la priorización que se le otorgó al "tiempo político"– la importancia de formular marcos regulatorios o algún tipo de regulación antes de efectivizarse las enajenaciones (sin duda, los casos emblemáticos son los de Aerolíneas Argentinas –en el que la ausencia de regulación fue total, lo cual permite explicar porqué se produjo el vaciamiento de una firma que, hasta antes de ser privatizada, había registrado un buen desempeño económico–, el de las concesiones de las rutas nacionales –en este ámbito, por ejemplo, recién después de diez años de haberse efectivizado la transferencia se creó un órgano estatal de control–, y el de ENTel –donde, a título ilustrativo, el Ente regulador se creó con posterioridad al traspaso de la firma al sector privado–);

* las principales cláusulas normativas, cuando las hubo, fueron implementadas por la vía de decretos de "necesidad y urgencia", lo cual abrió las puertas para la sistemática renegociación de las mismas (en la generalidad de los casos, en beneficio de las firmas prestatarias); y

* se jerarquizó la posibilidad de capitalizar títulos de la deuda externa como forma de pago por sobre, incluso, el pago en efectivo (el caso paradigmático dentro de esta etapa lo constituye la privatización de ENTel, operación en la que se capitalizó deuda externa por un monto de alrededor de 5.000 millones de dólares –más de la tercera parte del total de deuda capitalizado en todo el proceso de privatizaciones–). Esto último no es casual. Tiene que ver con el desarrollo de una estrategia política que no sólo buscó integrar al núcleo hegemónico de la economía argentina a la fracción del bloque dominante "excluida" durante buena parte de la década de los ochenta, sino que también permitió que la Argentina ingresara, en 1992, al llamado Plan Brady.

El hecho de que se hayan capitalizado títulos de la deuda externa por un monto cercano a los 14 mil millones de dólares revistió particular importancia para los acreedores externos. En primer lugar, porque permitió, en el marco de la moratoria de hecho de fines de los ochenta, que el gobierno argentino redujera su endeudamiento. En segundo lugar, porque los bonos de la deuda externa argentina utilizados en el proceso privatizador fueron tomados a valor nominal (cuando, en ese momento, su cotización de mercado no superaba el 15% de su valor), lo cual supuso una considerable revalorización de los mismos. En tercer lugar, porque gracias a su participación en el programa privatizador, esta fracción del establishment económico logró acceder, en asociación con los grupos económicos locales, a uno de los "negocios" más importantes –y, por lejos, de los más rentables– del último cuarto de siglo en la Argentina. En otras palabras, como producto de su participación en la enajenación de las principales empresas del Estado argentino, los acreedores externos lograron canjear un volumen considerable de títulos "desvalorizados" por activos con una muy elevada rentabilidad (de las más altas a nivel doméstico e, incluso, en el plano mundial).

En la segunda etapa, en la que Domingo Cavallo concentró el poder casi excluyente en el manejo del programa privatizador, las características fueron otras (aunque los objetivos estratégicos perseguidos continuaron inalterados):

* las empresas estatales fueron segmentadas en diversas unidades de negocios antes de su transferencia al sector privado, tanto en términos de desintegración vertical y/u horizontal (es el caso de Gas del Estado y Segba, que fueron subdivididas en diversas firmas vinculadas a la prestación de distintos servicios – generación, transporte y distribución– que, hasta ese momento, brindaban las empresas estatales en forma monopólica), como de la venta de una proporción mayoritaria –pero no total– del capital de las mismas, o de la oferta pública de acciones (así, por ejemplo, en el caso de Gas del Estado, el gobierno nacional se quedó con el 30% de las acciones y, posteriormente, una vez que la empresa se capitalizara en manos privadas, se vendieron tales acciones; por su parte, en el caso de YPF, el proceso se estructuró a partir de la oferta pública de acciones);

* se priorizó, de forma casi excluyente, el pago en efectivo (en las privatizaciones petroleras, por caso, no se aceptaron titulos de la deuda externa), lo cual estaba estrechamente relacionado con la necesidad del gobierno de resolver los problemas fiscales del momento;

* la tercera característica tiene que ver con que se empieza a prestar atención –aunque con limitaciones e insuficiencias manifiestas– a la necesidad de crear marcos regulatorios y entes de control antes de transferir las empresas (tales los casos de los marcos normativos de los sectores gasífero y eléctrico, así como de los respectivos organismos de control –el ENARGAS y el ENRE– que, no obstante, en la práctica se terminaron de conformar con posterioridad a la transferencia de las empresas) (11); y

* por último, en el ámbito gasífero y eléctrico, la venta y la determinación de algunos lineamientos regulatorios se apoyaron en leyes del Congreso Nacional (a este respecto, cabe introducir dos observaciones: en primer lugar, que la ley marco de la privatización de Gas del Estado fue aprobada mediante un ardid parlamentario ilegal, al brindar mayoría el voto del recordado "diputrucho"; en segundo lugar, que muchas disposiciones normativas presentes en las leyes gasífera y eléctrica –en especial, las vinculadas con la regulación de las tarifas y de la estructura de propiedad del capital de las firmas– sufrieron considerables modificaciones, que favorecieron a los propietarios de las empresas prestatarias, a partir de la sanción de sus respectivos decretos reglamentarios –es decir, fueron modificadas, en sus aspectos más relevantes, por normas de inferior rango jurídico–).

En definitiva, con independencia de las diferencias y/o discontinuidades existentes entre las dos etapas en que puede dividirse el programa de privatizaciones instrumentado durante el gobierno del Dr. Menem, puede reconocerse un claro denominador común: el predominio de una lógica cortoplacista que terminó atentando contra lo que puede considerarse como un "buen diseño privatizador" (creación previa de los marcos y mecanismos regulatorios, instauración de agencias reguladoras con anterioridad al traspaso de los activos al sector privado, reestructuración de las firmas a privatizar, reordenamiento de los respectivos mercados, etc.), pero que, a la luz de lo ocurrido una vez iniciada la operatoria privada, resultó plenamente funcional al capital concentrado interno, que experimentó una notable expansión económica y se apropió de una cuantiosa masa de beneficios.

Los impactos de las privatizaciones sobre la formación de capital, el déficit fiscal y los desequilibrios externos

En relación con lo anterior, cabe recordar que uno de los argumentos centrales esgrimidos por los sectores dominantes, sus intelectuales orgánicos, y la clase política para promover y poner en práctica la privatización de empresas públicas era que, gracias a la misma, la economía argentina podría revertir tres de las restricciones centrales que la caracterizaron durante la década de los ochenta: un fuerte desequilibrio fiscal, la denominada brecha externa, y un profundo déficit en materia de formación de capital. Ello invita a reflexionar someramente en torno de algunos de los principales efectos macroeconómicos de las privatizaciones, como es el caso del impacto fiscal de dicho programa, y de sus efectos sobre el sector externo y la inversión.

El desarrollo del programa desestatizador tuvo su principal impacto fiscal –por única vez– en los ingresos en efectivo que percibió el Estado por la transferencia de empresas, de tenencias accionarias o de determinadas concesiones. Se incorporó, asimismo, un nuevo rubro derivado de los futuros recursos tributarios originados en el pago de impuestos –esencialmente, sobre las ganancias– por parte de los consorcios adjudicatarios de las firmas privatizadas. Asimismo, como en el caso de las concesiones viales de los corredores nacionales, el transporte ferroviario de carga, el correo y los aeropuertos, estaba prevista la percepción de un canon por el "uso" privado de activos públicos. En los tres casos, y por diversas razones, la percepción de tales ingresos terminó siendo prácticamente nula, a favor de la inacción o convalidación del propio Estado.

En contraposición, el Estado dejó de percibir diversos impuestos internos de asignación específica – como el correspondiente a la seguridad social– que gravaban las tarifas de diversos servicios públicos. En la generalidad de los casos, tales "sobreprecios" fueron absorbidos por el ajuste tarifario que acompañó a las privatizaciones y, por ende, fueron transferidos a los adjudicatarios como parte de las nuevas tarifas. Desde el punto de vista de los egresos fiscales, el Estado se ha visto beneficiado por la supresión de la incidencia de los déficits operativos de buena parte de las firmas transferidas –en muchos casos, generados en el período previo a la concreción de las privatizaciones–, así como también por la eliminación de los servicios de la deuda externa capitalizada en las privatizaciones. En sentido opuesto, dado que el Estado se hizo cargo de una parte importante del endeudamiento de las empresas que vendió (alrededor de 20 mil millones de dólares) (12), ello supuso posteriores egresos fiscales en concepto de amortizaciones y servicios. Idénticas consideraciones cabe incorporar en cuanto a los crecientes –y no previstos originalmente– subsidios (las llamadas "compensaciones indemnizatorias") a los concesionarios viales, y a las transferencias a los consorcios a cargo del transporte ferroviario de pasajeros.

De las consideraciones precedentes se infiere que, si bien es posible realizar ciertas aproximaciones en algunos ejemplos concretos, muy difícilmente pueda estimarse con precisión el impacto fiscal global de las privatizaciones. De todas maneras, en el plano agregado puede afirmarse que, en el corto plazo, el generalizado proceso privatizador tuvo un efecto positivo sobre las cuentas fiscales. Sin embargo, agotado ese primer impacto derivado esencialmente de los ingresos en efectivo y de la supresión de los servicios de las deudas capitalizadas, las arcas públicas se vieron crecientemente erosionadas por la incidencia de ciertos rubros –como los servicios de la deuda externa e interna absorbida por el Estado– que tendieron a (más que) compensar en el mediano y largo plazo ese primer impacto positivo.

Más allá del efecto fiscal en términos de flujos de ingresos y egresos, cabe mencionar otros aspectos que –directa o indirectamente– están vinculados con tal impacto. Tal el caso de, por ejemplo, la valoración de los activos que fueron transferidos al sector privado donde, en general, el valor presente de las rentas futuras resultó significativamente superior a los respectivos valores de transferencia de las empresas. Como fuera mencionado, esta subvaluación de los activos públicos privatizados estuvo asociada a la celeridad de los procesos y a la despreocupación oficial por la reestructuración y el saneamiento tecno-productivo, económico y financiero de las empresas a privatizar. En otras palabras, tendió a sacrificarse el largo plazo para mantener la estabilidad, el equilibrio fiscal y el aumento del consumo en el corto plazo.

De todas maneras, al margen de la generalizada subvaluación de los activos estatales, los ingresos provenientes de las privatizaciones fueron un elemento clave para modificar la situación de las finanzas del sector público. En efecto, los recursos provenientes de las privatizaciones asumieron un papel central en el reordenamiento de las cuentas fiscales, muy particularmente en los inicios del Plan de Convertibilidad donde emergen como el sustento fundamental del necesario equilibrio fiscal que supone dicho programa económico. En este aspecto, la importancia de las privatizaciones queda de manifiesto en el hecho de que, una vez agotado el proceso desestatizador, el sector público volvió a registrar abultados y crecientes déficits "de caja". En síntesis, en la medida en que estos ingresos extraordinarios no derivaron en transformaciones estructurales que implicaran una mejora cierta y de largo plazo en las arcas fiscales, su impacto efectivo ha tendido a diluirse por la persistencia de ciertos desequilibrios estructurales e, incluso, por los costos implícitos en los propios procesos de privatización. La priorización de los problemas fiscales de corto plazo en detrimento, generalmente, de objetivos de mediano y largo plazo, denota hasta dónde la celeridad –no exenta de improvisaciones– con que ha sido encarado el programa de privatizaciones ha conspirado contra el logro de algunos de los –anunciados como– objetivos perseguidos por el mismo.

Con respecto al impacto de las privatizaciones sobre las cuentas externas, cabe destacar que, en el corto plazo, los ingresos de capitales derivados de los fondos que recibió el Estado en efectivo por la transferencia de sus empresas tuvieron un impacto positivo en la balanza de pagos. En el ejemplo argentino ello adquirió particular significación económica, a punto tal de asumir un papel decisivo en la reversión de una tendencia que se remontaba a más de una década atrás: las permanentes transferencias netas de capitales al exterior. Asimismo, este importante ingreso de capitales asociado a las privatizaciones jugó un papel determinante en el inicio de la Convertibilidad y en el importante crecimiento que se registró en los primeros años de la década de los noventa (bajo este esquema cambiario, el volumen de dinero circulante en la economía y, derivado de ello, el nivel de actividad interna dependen –positivamente– del saldo de la balanza de pagos).

En ese contexto es pertinente señalar que el principal efecto positivo de las privatizaciones –el ingreso de capitales–, se verificó exclusivamente durante el proceso de desestatización de las empresas públicas. A medida que las mismas fueron transferidas al sector privado, cobró forma otro efecto sobre la balanza de pagos que no es transitorio sino permanente, pero de signo contrario al original. Se trata de la remisión de utilidades y dividendos al exterior por parte de los consorcios que resultaron adjudicatarios de las empresas privatizadas; flujo de divisas que involucra también, como se analiza posteriormente, a los socios nacionales de tales consorcios.

Otro importante efecto de las privatizaciones sobre la balanza de pagos es aquel que surge de la supresión de los servicios correspondientes a los títulos de la deuda externa que fueron capitalizados como parte de pago por la propiedad o concesión de las empresas transferidas al sector privado. Sin embargo, esa disminución de la deuda externa fue más que compensada por el nuevo endeudamiento concretado durante el período por las firmas privadas, generándose un incremento neto de consideración del stock de deuda externa. En ese aumento neto del endeudamiento externo en el marco del propio programa de privatizaciones subyace otro fenómeno –no ajeno a dicho programa–. Se trata de cambios en su composición que denotan el comienzo de un nuevo ciclo de endeudamiento externo liderado por el sector privado, en general y, por aquellos grupos empresarios que resultaron adjudicatarios de las empresas privatizadas, en particular. Ello ha estado asociado, en lo sustantivo, a tres factores: primero, al incremento sustancial en el patrimonio de tales empresas y/o grupos económicos; segundo, a que cuentan con una elevada rentabilidad garantizada normativamente (todo lo cual convierte a estos actores en acreedores ideales para la banca local e internacional); y tercero, a que recibieron, en la generalidad de los casos, empresas sin pasivos (esto último sin mencionar que la mayoría de los conglomerados económicos que participaron activamente de las privatizaciones se encontraba saneado en lo que respecta a sus pasivos, dado que durante los años ochenta había transferido el grueso de su deuda –tanto externa como interna– al conjunto de la sociedad argentina mediante diversos mecanismos de "socialización").

De acuerdo con los objetivos del programa de privatizaciones, el estímulo a la formación de capital era uno de los principales fundamentos y uno de los resultados esperados del mismo. Ello reconoce dos grandes componentes: en primer término, la formación de capital que realizarían los consorcios adjudicatarios (en parte comprometida en los contratos de concesión originales) y, por otro lado, los supuestos "efectos multiplicadores" de la misma.

En cuanto a lo primero, las estimaciones realizadas revelan un efecto moderado sobre la inversión agregada. De considerar la formación de capital que se derivaría de un muy amplio grupo de áreas privatizadas, la inversión agregada resultante equivaldría a poco más del 2% del PBI hasta mediados del decenio de los noventa, para luego estabilizarse en torno del 1,5% hasta fines de la década. Tales montos de inversión representan sólo las dos terceras partes de la formación de capital realizada por las empresas públicas a principios de los años ochenta y poco más de la mitad de la correspondiente al trienio 1986-1988. En tal sentido, uno de los principales cuadros orgánicos del capital concentrado, Juan José Llach (1997), reconoce que durante la década pasada la inversión realizada por las firmas privatizadas no llegó a representar el 1% del PBI, muy por debajo de las previsiones originales.

Aun cuando la inversión en las áreas privatizadas se ubicó en niveles inferiores a los valores promedio vigentes durante la mayor parte del decenio de los ochenta, dicha formación de capital supuso un ligero incremento respecto de los muy bajos niveles registrados en los años inmediatamente anteriores. Esto se asocia, por un lado, a la aguda y generalizada desinversión de las empresas públicas en los años previos y, por otro, a las necesidades de reacondicionamiento y mantenimiento de los servicios privatizados.

En tal sentido, a corto plazo, se verificó un moderado impacto positivo sobre la inversión agregada que, sin embargo, vio amortiguado su "efecto multiplicador" porque, por un lado, quedó circunscripto a un número muy reducido de sectores de actividad y, por otro, y fundamentalmente, por el alto componente de equipamiento adquirido en el exterior (prácticamente la totalidad de los bienes de capital utilizados por las empresas privatizadas es importada).

En definitiva, desde una perspectiva estructural, se puede concluir que las privatizaciones argentinas no sólo no contribuyeron a resolver ninguna de las "brechas macroeconómicas" características de la década de los ochenta sino que, por el contrario, las acentuaron –en algunos casos, considerablemente–. A este respecto, es indudable que, en términos de sus objetivos declamados, la política privatizadora ha sido un rotundo fracaso, aunque resultó plenamente exitosa en relación con su principal objetivo estratégico: la resolución de la aguda contraposición de intereses que existía en el interior de los sectores dominantes a fines de los años ochenta y, por esa vía, la consolidación del bloque de poder económico resultante del proyecto refundacional de la economía y la sociedad argentinas iniciado por la dictadura militar.

La importancia del "trabajo sucio" realizado por el gobierno argentino antes de la transferencia de los activos públicos al capital concentrado interno

Por último, cabe detenerse brevemente en el análisis de otro de los elementos distintivos del proceso de privatizaciones argentino. Se trata de lo que puede denominarse el "trabajo sucio" realizado por el gobierno menemista con anterioridad a la transferencia de las firmas estatales al sector privado. Ello involucró, por un lado, incrementos de consideración en las tarifas en paralelo a un profundo deterioro en la calidad de los servicios prestados y/o en la performance de las empresas públicas a transferir, y, por otro, fuertes reducciones en los planteles laborales de las compañías.

Con respecto a la primera de las dimensiones mencionadas, un muy claro ejemplo lo ofrece la privatización de ENTel que, sin duda, emerge como uno de los casos emblemáticos: al cabo de los diez meses previos a la venta de la empresa el valor del pulso telefónico se incrementó, medido en dólares estadounidenses, más de siete veces (en un período en el que los precios mayoristas se incrementaron un 450%, y el tipo de cambio –"apenas"– un 235%). De resultas de ello, los precios de partida de la actividad privada superaron con holgura a los establecidos, incluso, al momento del llamado a licitación pública.

Asimismo, en la privatización de Gas del Estado, concretada a fines de 1992, se verificó un fenómeno similar. En este caso, basta confrontar los volúmenes comercializados y la facturación de Gas del Estado en 1992, respecto a los correspondientes en 1993 a las ocho distribuidoras en las que se segmentó la última fase de la cadena gasífera, para inferir la presencia de aumentos sustantivos en el precio medio del gas natural. En efecto, mientras el volumen consumido de gas natural por redes (es decir, la demanda) aumentó, entre 1992 y 1993, un 5%, la facturación agregada de las ocho distribuidoras en 1993 creció un 23% respecto a la correspondiente a Gas del Estado en el año anterior, al tiempo que el precio promedio se incrementó un 17%, siempre entre 1992 y 1993, en consonancia con la transferencia de la empresa estatal al sector privado (Azpiazu y Schorr, 2001b).

Por último, cabe destacar que a principios de 1991, la Administación Menem desplegó una estrategia tendiente a crear y garantizar las condiciones propicias para efectivizar la transferencia de Obras Sanitarias de la Nación al capital concentrado. En ese sentido, se promovieron importantes aumentos de las tarifas del servicio de forma de tornar mucho más atractiva la futura concesión del mismo al capital privado: en febrero de 1991 se dispuso un aumento del 25% en la tarifa promedio; en abril de ese mismo año (ya en el marco de la Ley de Convertibilidad) se aprobó otro aumento tarifario del 29%; en abril de 1992 se incluyó la aplicación del IVA (18%) a las tarifas; y, finalmente, poco antes de la transferencia de la empresa se dispuso otro aumento tarifario del 8% (Azpiazu y Forcinito, 2001).

En consecuencia, el aumento de las tarifas antes de la privatización trajo aparejada la fijación de precios de partida que aseguraron a los distintos consorcios adjudicatarios la obtención, desde el mismo momento en que iniciaron sus actividades, de elevados niveles de facturación y, fundamentalmente, muy altos márgenes de beneficio.

Con respecto al deterioro en la calidad de los servicios prestados y en el desempeño de las empresas públicas en el período previo a su privatización, vale la pena detenerse brevemente en el análisis de lo acontecido con ENTel y Somisa. En el primer caso, en 1990 se habilitaron sólo 40.000 líneas telefónicas -70% menos que durante el año 1989- y se evidenciaron importantes atrasos en los planes de obra y en las tareas de mantenimient (13). Esta situación, que redundó en un marcado deterioro en la mayoría de los -ya de por sí poco atractivos- indicadores operativos de ENTel, contribuyó a consolidar la legitimidad del argumento acerca de la necesidad de transferir la empresa estatal al capital privado (Abeles, Forcinito y Schorr, 2001).

En el caso de Somisa, en el período anterior a su privatización, que se efectivizó hacia fines de 1992, bajo la intervención estatal a cargo del sindicalista Jorge Triaca, no sólo hubo una cantidad considerable de despidos y se implementaron diversas medidas tendientes a "flexibilizar" y/o "racionalizar" el proceso de trabajo, sino que también se indujo un importante déficit económico-financiero. Con respecto a esto último, en los meses previos a su enajenación, Somisa, una firma que históricamente había operado con buenos desempeños económicos, registró un déficit operativo aproximado de un millón de dólares por día (lo cual estuvo estrechamente asociado a la exportación, a un trader extranjero –presuntamente vinculado al interventor– de productos siderúrgicos a menos del 10% de su valor real). En ese marco, los fuertes quebrantos de la siderúrgica estatal no sólo brindaron elementos suficientes como para impulsar y justificar su transferencia al capital concentrado interno (en este caso, al conglomerado extranjero Techint), sino que también determinaron una importante subvaluación de la compañía.

En relación con la política de disminución de personal de las firmas a privatizar, cabe destacar –a simple título ilustrativo– lo acontecido en el ámbito de la prestación del servicio de agua potable y desagües cloacales (al momento de la transferencia de Obras Sanitarias de la Nación, a fines de 1992, la ocupación en la misma era casi un 35% más reducida que en 1985), del sector eléctrico (cuando se privatiza Segba, el personal ocupado había disminuido casi un 50% con respecto al existente a mediados de los años ochenta), y del sector ferroviario (donde la ocupación vigente al momento de efectivizarse el traspaso al sector privado de los principales ramales era un 80% más baja que la vigente en 1985) (Duarte, 2001). Ello se vio acompañado, en algunos sectores, por el establecimiento de distintas cláusulas de "flexibilización" de las condiciones laborales que perjudicaron directamente a los trabajadores que quedaron ocupados. A modo de ejemplo se puede citar el caso de ENTel, en la que, al margen de haber instrumentado una política de retiros "voluntarios", el gobierno decidió ampliar la extensión de la jornada de trabajo.

En otros términos, el "trabajo sucio" del gobierno durante la etapa pre-privatizadora fue decisivo por cuanto permitió que el capital concentrado interno se hiciera cargo de empresas saneadas en términos económico-financieros (gran parte de los abultados pasivos de estas compañías habían sido absorbidos por el Estado –es decir, por el conjunto de la sociedad argentina–), "racionalizadas" en lo que respecta a sus respectivos planteles de trabajadores (política de despidos y de precarización en las condiciones laborales), y altamente rentables desde el comienzo mismo de sus actividades (dados los fuertes aumentos tarifarios que se registraron).

El comportamiento de las tarifas y su impacto sobre la estructura de precios relativos de la economía argentina

Desde que el Estado se hiciera cargo de la prestación de la mayoría de los servicios públicos, especialmente a partir de las décadas de los cuarenta y cincuenta, hasta los años noventa, los sucesivos gobiernos manipularon –por cierto, no siempre en forma progresiva– el nivel de las tarifas de los servicios públicos en función de, entre otros factores, su impacto sobre el nivel de vida de la población, en general, y de los asalariados y los restantes sectores de bajos ingresos, en particular.

Ello pone de manifiesto la importancia que asume, desde una perspectiva distributiva, el costo de estos servicios para los usuarios –en una sociedad moderna, casi tan importante como, por ejemplo, el costo de los alimentos. De allí el motivo por el cual cobra relevancia, desde un punto de vista tanto social como económico, el análisis del comportamiento de los precios y las tarifas de los servicios públicos privatizados. El tratamiento de la evolución de los precios y de las tarifas de los servicios públicos también se asocia con los argumentos difundidos a favor de las privatizaciones. En este caso, la idea era aproximadamente la siguiente: las empresas públicas necesitan una inyección de capital cuya magnitud, en el marco de la llamada "quiebra del Estado", sólo podía proveer el sector privado, a fin de aumentar la productividad y la eficiencia de estas empresas, en beneficio del conjunto de la población. En otros términos, la transferencia al capital concentrado de las principales firmas del –a criterio de los "pensadores únicos", ineficiente– Estado argentino generaría per se un aumento en la eficiencia de las empresas que redundaría en crecientes niveles de "bienestar general" que no tardarían en "derramarse" sobre el conjunto de la población, en especial, sobre los sectores de menores ingresos (bajo la forma de, por ejemplo, tarifas decrecientes y/o una mejor calidad en la prestación de los servicios).

Sin duda, una vez privatizadas, muchas de las empresas de servicios públicos mejoraron la calidad de sus prestaciones, sobre todo con respecto a los parámetros registrados a fines de los ochenta –si bien, en general, muy por debajo de sus compromisos contractuales–, aumentaron su "eficiencia microeconómica" y, fundamentalmente, su productividad (ello se manifiesta con particular intensidad en el caso del sector telefónico, donde mejoró la calidad y la cobertura del servicio en paralelo a un intenso proceso de expulsión de personal, y a un incremento considerable en la intensidad del trabajo).

Ahora bien, si estos incrementos en la productividad, que además de implicar una mejora en la calidad suponen una disminución de los costos operativos de las empresas, no se traducen en una cierta disminución en las tarifas (manteniendo un margen de beneficio "razonable" para las firmas), no es el conjunto de la sociedad el que se beneficia de dicha disminución en los costos, sino tan solo las empresas de servicios públicos, que verían incrementadas las tasas de retorno de su capital. Este parece ser el caso, prácticamente excluyente, de la experiencia argentina en materia de privatizaciones de servicios públicos, si se tienen en cuenta la evolución de las tarifas de los servicios públicos y de las ganancias extraordinarias que han obtenido los distintos consorcios adjudicatarios de las empresas privatizadas desde que iniciaron sus actividades.

Tal como se observa en el Cuadro Nro. 3, que sintetiza, para el período comprendido entre marzo de 1991 (momento en que se lanza el Plan de Convertibilidad) y diciembre de 1998, la evolución de los precios y tarifas de un conjunto de servicios públicos privatizados, en relación con la variación de los precios mayoristas (se trata del Indice de Precios Internos al por Mayor –IPIM–), el incremento en las tarifas reales de estos servicios denota su regresivo impacto sobre la competitividad de la economía.

Así, por ejemplo, el incremento en las tarifas de peaje (69,3%) supera al aumento correspondiente al IPIM (12,9%). Este incremento registrado en los peajes de las principales rutas nacionales conllevó un aumento considerable en los costos del transporte (que, para muchas firmas, constituye uno de los componentes centrales del denominado "costo empresario") y, como tal, ha jugado un papel central en la explicación de la crisis que atravesaron muchas economías regionales en el transcurso de los noventa. Con respecto al gas natural, en el transcurso del período analizado, la tarifa promedio se incrementó un 37,3%. En este caso, para aproximarse al impacto distributivo del incremento del costo del gas, corresponde distinguir la evolución de las tarifas residenciales de las abonadas por los usuarios industriales. Así, se destaca el incremento registrado por la tarifa residencial (111,8%). Como se observa en el cuadro mencionado, la tarifa del gas de uso residencial es, por lejos, la que más se ha incrementado desde el lanzamiento del Plan de Convertibilidad hasta fines de la década pasada. En cuanto a las tarifas no residenciales, cabe distinguir la evolución de las tarifas correspondientes a las pequeñas y medianas empresas (que aumentaron un 15,1%, magnitud levemente superior al incremento del IPIM), de aquellas abonadas por los grandes usuarios industriales que, al disminuir o mantenerse prácticamente estables, dieron lugar, en términos reales, a una reducción en el costo del gas para este subconjunto de usuarios.

Esta evolución asimétrica entre las tarifas reales de los distintos tipos de usuario de gas parecería reflejar dos tipos de transferencia, asociadas a una importante reconfiguración de la estructura tarifaria del sector. En primer lugar, de los usuarios residenciales a los no residenciales y, en segundo lugar, en el interior del segundo grupo, de los pequeños y medianos usuarios hacia los grandes consumidores industriales. En otras palabras, parecería reflejar lo acontecido en la Argentina de los noventa desde una perspectiva más general: la transferencia de recursos, en primer lugar, desde los sectores asalariados y de bajos ingresos a los sectores empresarios, y, en segundo lugar, dentro de estos últimos, de las pequeñas y medianas empresas hacia las grandes. Como fuera mencionado, este incremento y reestructuración tarifarios se produjeron, fundamentalmente, antes de la privatización de la ex-Gas del Estado.

Este fenómeno se asemeja a lo ocurrido en el caso de las tarifas de energía eléctrica, donde las principales modificaciones en la estructura tarifaria fueron aplicadas con anterioridad a la firma de los contratos de concesión. En este caso, en el Cuadro Nro. 3 se observa cómo la tarifa promedio de electricidad disminuyó un 10,9% entre marzo de 1991 y diciembre de 1998. Ello se debe al reordenamiento en la estructura de precios relativos del sector y, fundamentalmente, a la incorporación de plantas de generación de ciclo combinado y al elevado grado de hidraulicidad verificado en las regiones del país donde se ubican las principales represas hidroeléctricas, lo que indujo, al incrementar la oferta de energía eléctrica de manera significativa, una disminución en su precio mayorista. Este es uno de los motivos por los cuales, hasta el "apagón" de Edesur a principios de 1999, la privatización del sector eléctrico solía presentarse como el caso "ejemplar" o "modelo" a seguir, dentro del vasto programa privatizador encarado por la Administración Menem.

Sin embargo, cabe hacer notar que, al igual que en el caso gasífero, en este sector también se manifiestan evoluciones diferenciales según el tipo de usuario, que también denotan un sesgo regresivo en materia distributiva. En efecto, las tarifas residenciales reflejan una disminución inferior a la registrada por los usuarios industriales, y, a su vez, dentro de las tarifas residenciales, la que menos se redujo es la correspondiente a los usuarios de bajo consumo (1,6%), en tanto la que más disminuyó es la abonada por los usuarios de alto consumo (70,4%). Dado que, al igual que en la mayoría de los servicios públicos, existe una estrecha correlación entre los niveles de consumo y los ingresos de los distintos hogares, puede inferirse que el sector que menos se benefició con el reordenamiento de los precios del mercado eléctrico fue el conformado por los segmentos de la población con menores ingresos.

Los ajustes tarifarios efectuados en el período previo a la privatización se manifiestan con particular intensidad en el caso del servicio básico telefónico. En efecto, entre enero de 1990 y noviembre del mismo año (fecha en la que se firman los contratos de transferencia), durante la intervención de ENTel a cargo de la Ing. María Julia Alsogaray, el valor del pulso telefónico -medido en dólares estadounidenses- aumentó un 711% (pasó de u$s 0,47 centavos a u$s 3,81 centavos).

Si bien, como surge de la información presentada, entre marzo de 1991 y diciembre de 1998 el incremento del costo del servicio telefónico (41,5%) es mayor al registrado por el IPIM, tal evolución relativa no contempla el notable salto de nivel que supuso el aumento instrumentado antes de la privatización. Al margen del rebalanceo tarifario, que dio lugar, a comienzos de 1997, a un nuevo –y considerable– incremento en el costo del servicio para los usuarios (especialmente para los residenciales de bajo consumo), el nivel tarifario con que se inició la gestión privada de la ex-ENTel redundó en niveles tarifarios y márgenes de rentabilidad significativamente superiores a los registrados internacionalmente. Al respecto, cuando se compara el costo del servicio telefónico para los usuarios residenciales argentinos con el que el mismo tiene -en función del salario medio industrial- en España, Estados Unidos, Francia y Gran Bretaña, se observa cómo en la Argentina dicho costo representa más del doble que en el resto de los países individualmente considerados, y más del triple si se considera su promedio (Abeles, Forcinito y Schorr, 2001).

Por último, el precio promedio de los combustibles líquidos aumentó apenas un 1,4% durante el período bajo análisis. En este caso, por tratarse de lo que se suele denominar como un bien comercializable o transable con el exterior, la comparación más apropiada –en términos de los efectos de la desregulación del mercado petrolero que se impulsó en paralelo a la transferencia de YPF al sector privado– es aquella que los relaciona con la evolución del precio internacional del petróleo crudo (más aún cuando la privatización de la empresa estatal y la desregulación del sector petrolero aplicadas durante la década pasada fueron justificadas e implementadas bajo el supuesto de que darían lugar a la convergencia entre los precios locales y los internacionales de combustibles).

Sin embargo, en el Cuadro Nro. 4 se observa cómo, ante una disminución del 43,2% en el precio internacional del petróleo crudo entre marzo de 1991 y diciembre de 1998, los precios de los combustibles líquidos aumentaron (es el caso de las naftas común y especial, el 9,2% y 20,9%, respectivamente) o disminuyeron significativamente menos (kerosene, gas oil y fuel oil, cuyos precios cayeron sólo 7,1%, 14,0% y 3,2%, respectivamente).

En este sentido, cabe destacar que, a diferencia de algunos sectores económicos productores de bienes transables, en los que el efecto combinado de la desregulación de los mercados y la apertura de la economía operó como "disciplinador" de los precios domésticos, en el ámbito de los derivados del petróleo no se han visto satisfechos los objetivos proclamados con la llamada liberalización de las "fuerzas del mercado" y la privatización de la empresa líder. En ese marco, el ejercicio pleno (y abusivo) del poder oligopólico de mercado por parte de las firmas dominantes, sumado a la falta total de regulación pública sobre el mercado, repercutieron directamente, como era de esperar, sobre la performance de las compañías (bajo la forma de ganancias extraordinarias –en especial, por parte de Repsol-YPF–), y pone en evidencia cúales son las consecuencias que acarrea la "desregulación" de mercados caracterizados por estructuras de oferta altamente concentradas cuando no está presente el Estado en la propiedad ni establece algún tipo de "contrapeso normativo" tendiente a controlar el comportamiento de las firmas líderes.

Partes: 1, 2, 3
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