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Inconsciente, Sueño y Muerte en la Concepción Antropológica de G. W. Leibniz (página 2)


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Leibniz arribará a conclusiones muy similares a las que expresara Calderón en su obra. Otro ejemplo importante lo constituyen Los sueños de Francisco de Quevedo, en los que desciende a estratos casi inconcebibles de la vida, moviéndose entre la sátira y lo escatológico, también con un marcado interés moralizante. Toda esta literatura muestra una de las dos direcciones en que se movería el problema de lo inconsciente en el siglo XVII. La otra sería la muerte, comparada siempre con el sueño. En los Evangelios, el propio Jesús realiza esta comparación en dos casos en los que resucita muertos: el de la hija de Jairo (Marcos, 5, 39; Lucas, 8, 52) y el de Lázaro (Juan, 11, 11-13).

La muerte había llenado una buena parte de las reflexiones de filósofos, teólogos y literatos durante la Edad Media. Pero no se trataba de definir, salvo en sentido moralizante, en qué consistía ni qué sobrevendría tras ella. Estas cuestiones ya estaban fijadas en las Sagradas Escrituras de cada religión: la Torah, la Biblia y el Corán contenían indicaciones y principios al respecto que constituían dogmas de fe para las respectivas religiones. Se trataba entonces de explicarlos, hacerlos accesibles a los demás, y propiciar el cumplimiento de las normas de conducta asociadas a cada caso.

La literatura medieval sobre la muerte adquirió una importancia difícil de calibrar en nuestros días. En las personas más espirituales y refinadas, saber morir se convirtió en el acto supremo de la vida, que completaba el ciclo de ésta. En la Alta y Tardía Edad Media europea se desarrolló un Ars Moriendi cuya contrapartida era la danza de la muerte que proporcionaba temas para todas las artes (8).

A la muerte de personas notables, acto muchas veces público en el que se conjugaban el deseo de la propia salvación con el ejemplo moral para otros, se oponían, en curiosa complementación, las sátiras y burlas sobre la muerte, no exentas de matices trágicos–basta recordar la Ballade des Pendus, de F. Villon–,o la literatura piadosa que se regodeaba en los aspectos menos luminosos del cuerpo durante la vida, y más aún en su descomposición tras la muerte. En suma, se trataba de mover a reflexión sobre la fugacidad de la vida terrenal y la continua acechanza de la muerte, hasta el punto de olvidarse en muchos casos la exaltación de la vida como un don de Dios.

La ruptura con este punto de vista, en los inicios de la modernidad, no sólo trajo, en las figuras más avanzadas, la dirección del filosofar y de la cultura hacia la vida terrenal, punto en el cual suele insistirse mayormente. Su contrapartida–e indispensable complemento–fue la revalorización del problema de la muerte. Para ello, se retornó a las fuentes de la Antigüedad clásica. Se volvió sobre la teoría platónica del sueño, según la cual el alma sale del cuerpo durante éste. Con ella, la metempsicosis en su versión órfico-platónica (9). En ayuda de ésta puede decirse que vinieron las primeras informaciones fidedignas sobre el Oriente, en especial sobre el hinduísmo, conocido como "religión de los brahmanes", que si bien no fueron conocidas en un ámbito muy amplio, sí llegaron hasta Leibniz a través de los misioneros, sobre todo jesuítas con los cuales mantuvo una asidua correspondencia.

A estas cuestiones, se unieron los descubrimientos más recientes de las ciencias de la vida. A la reformulación de las clasificaciones sistemáticas y por consiguiente, la revalorización de los géneros y especies, se unieron las observaciones al microscopio de Leewenhoeck, Swammerdam, Malpighi y otros. Si precursores tan notables de éstos como Telesio, Paracelso, Cornelio Agrippa de Nettesheim o Van Helmont habían sustentado una animación universal de tipo hilozoísta, en la cual vida y psiquismo se implicaban mutuamente, los primeros, investigadores experimentales, asestaron golpes de muerte a la rígida oposición entre lo vivo y lo no vivo sustentada hasta entonces por los herederos del aristotelismo medieval, apoyada en la experiencia, es decir, en características sensorialmente observables.

El descubrimiento de la metamorfosis complicada de los insectos, de la presencia de corpúsculos espermáticos en el fluído seminal de los mamíferos, la paulatina formación de los embriones en el huevo o en el útero materno, condujeron a la idea de continuidad entre las formas de la naturaleza, en especial entre la vida latente y la desarrollada, no ya a partir de teorías rudimentarias como la generación espontánea, sino de pruebas que rompían el alcance limitado de los sentidos (10). El descubrimiento del estado de crisálida como fase transicional entre la larva y el adulto de ciertos insectos obligaba a una nueva redefinición de las especies, pero también a valorar la muerte como algo aparente, no sólo en el caso del hombre y en relación con el alma sino en el de los seres vivientes en general y también corporalmente.

El dualismo cartesiano no había rebasado en este punto la noción tradicional, teológicamente fundamentada. Pero si la vida puede ser un sueño, la consecuencia inevitable es que también la muerte puede serlo. ¿Dónde estarían entonces los límites entre vida y muerte, si ambas resultan susceptibles de asumirse como sueño?

Spinoza había eliminado de la filosofía, por así decirlo, el problema de la muerte. Su idea de una meditatio vitae como resultado de la comprensión profunda del ser había descartado simplemente tal tema de las preocupaciones fundamentadas.

En buena medida vemos anunciada la posición espinocista en M. de Montaigne. Al criticar la concepción platónico-ciceroniana sobre la filosofía como preparación para la muerte acota: "Por mucho que digan, incluso en la virtud, el último fin de nuestras miras es la voluptuosidad" (11). Felicidad del individuo humano en su integridad física y espiritual que evoca el De voluptate de Lorenzo Valla, leído por Leibniz y que, como tema, será desarrollado en la Etica espinocista, en los aspectos citados en el precedente acápite. Una noción moderna del problema se expresa aquí: "la muerte es el desenlace y no la finalidad de la vida; es su fin, su extremo, no su objeto. La vida debe ser para sí su finalidad" (12).

Para Spinoza por consiguiente, la conducta moral y sus líneas no dependen de la muerte ni de consecuencia escatológica alguna. Que Deus sive natura no constituya un Dios personal establece para el hombre la necesidad de obrar desde los límites conocidos. La muerte no supone inmortalidad personal sino disolución en la substantia, por lo cual la autoconciencia que requieren las decisiones puede lograrse sólo en vida. Al sueño no dedica Spinoza especial atención, por cuanto su noción de la vida envuelve todo tipo de actividad humana, el despliegue de estados, acciones y pasiones inherentes al hombre. Por cuanto no hay inmortalidad individual, no hay continuidad infinita en el tiempo de la memoria: el hombre es un modo finito y como tal, dejará de existir. Justamente en la continuidad de la memoria descansa la clave del pensamiento leibniziano y de sus diferencias con Spinoza en relación con el sueño y la muerte (13).

La memoria y lo inconsciente

La memoria, en un sentido amplio, acompaña a todas las mónadas o sustancias individuales, por cuanto cada una encierra cuanto le acaecerá a lo largo de su existencia, según ya ha sido analizado. En este sentido puede entenderse como información sobre la sustancia, en cuanto a sus tendencias futuras y potencialidades. La información sobre los estados sucesivos de la sustancia expresa sus acciones y transformaciones. De modo que existe en las sustancias una suerte de memoria atemporal, ligada a su propio existir y que se proyecta no sólo hacia el pasado sino hacia el futuro. En 1686 Leibniz escribía refiriéndose al conocimiento de las esencias y existencias del universo: "Tenemos en el espíritu todas estas formas, e incluso desde siempre, porque el espíritu expresa siempre todos sus pensamientos futuros y piensa ya confusamente en todo lo que ha de pensar alguna vez distintamente" (14).

De tal modo la continuidad del tiempo–cuya medida es el decursar de los acontecimientos, registrado en la memoria–

tiene su punto de partida en la propia constitución interna de la sustancia. Es por ello que Leibniz expresará años después la natural consecuencia de la idea anterior: "el presente está preñado del porvenir" (15). También por ésto sucede que la sustancia, que conoce todo en el universo, pero de manera confusa, y sólo alcanza claridad en un ámbito determinado. La interconexión entre todos los elementos constituyentes del universo que se alcanza es tal "que todo cuerpo resiente los efectos de todo cuanto pasa en el universo, de tal modo que aquel que todo lo ve podría leer en uno lo que en todos sucede y aun lo que ha sucedido y sucederá, advirtiendo en el presente lo lejano, tanto en los tiempos como en los lugares" (16). La memoria es una potencialidad activada por los hechos y por la actuación en el caso del hombre. Pero en los seres carentes de vida en el sentido reconocido por las ciencias

–pues en otro sentido, según la metafísica leibniziana, toda la naturaleza está llena de vida–no existe conciencia y por tanto dicha potencialidad no alcanza un desarrollo pleno que permita relacionar hechos, reaccionar de modo acorde con ellos y tener presente ciertas experiencias en ciertas situaciones. Esto corresponde a los seres vivos y se hace notar sólo en los animales, pese a no estar ausente de las plantas (17).

Pero esta memoria en sentido amplio, como potencialidad, debe distinguirse de lo que comúnmente se denomina así. La diferencia consiste en que las potencialidades encerradas en la sustancia poseen un carácter confuso. Los animales y el hombre pueden adquirir diversos grados de dominio sobre ellas: en los animales provocan actitudes o reacciones al hacerse más claras; los espíritus son capaces de hacerlas conscientes. Estas son las llamadas petits perceptions o "percepciones que no se notan", no tenidas en cuenta por los cartesianos (18), las cuales "no van acompañadas de apercepción ni reflexión, sino que representan simplemente variaciones en el alma, de las cuales no somos conscientes, porque sus impresiones son, o demasiado débiles y numerosas, o demasiado uniformes, hasta el punto que no presentan ninguna nota diferencial suficiente" (19). Su efecto se hace notar sólo cuando el conjunto alcanza cierta envergadura. Este aspecto subraya una de las más profundas diferencias entre Spinoza y Leibniz: la actividad de la sustancia individual, hecha para la acción.

Las magnitudes instantáneas en la física, estudiadas profundamente por Leibniz mediante los instrumentos del cálculo infinitesimal, no sólo le permitieron arribar a la noción de mónada como un límite de lo existente, un diferencial del ser, según ya observamos, sino a la del conatus, impulso instantáneo o fuerza de automovimiento primaria. En el Specimen Dinamicum lo describe así:

"…en lo corpóreo hay algo más que extensión, anterior incluso a ésta, a saber: la propia fuerza de la naturaleza inserta en todas partes por el Hacedor, que no consiste en una facultad simple, con la que las Escuelas parecen haberse contentado, sino que se asienta en un conato o esfuerzo [nisu], que tendrá efecto pleno, a no ser que se vea impedida por una tendencia contraria. Este esfuerzo se manifiesta a los sentidos por todas partes, y, a mi juicio, en todos los lugares es concebido en la materia por la razón, incluso cuando no se hace patente a los sentidos" (20).

El no hacerse patente a los sentidos puede provenir de las imperceptibles transformaciones que tienen lugar de forma continua en los seres, como se analizó al tratar el problema del individuo. Pero también de la continuo flujo de petits perceptions provocadas en las sustancias por los estímulos del mundo exterior. Pues percibir algo, aunque sea de un modo tenue e imperceptible, supone la capacidad de hacerlo y de responder a ello.

El conato está entonces presente en la sustancia con total independencia de su situación y estado, pero se manifiesta de diversas maneras en relación con éstos. En los animales puede ocurrir que estén "en el estado de simples vivientes y sus almas en el estado de simples mónadas; y ésto sucede cuando sus percepciones no son lo bastante distintas para poder ser recordadas, como ocurre en un sueño profundo sin ensueños o en un desvanecimiento; pero las percepciones que se han tornado enteramente confusas deben desenvolverse de nuevo en los animales" (21). Pero, como arriba anunciábamos, estas percepciones inconscientes pueden dar lugar a una acción al actuar en conjunto, lo cual Leibniz ilustra con este ejemplo: "el jabalí percibe a una persona que le grita y va derecho a esta persona, de la cual no había tenido antes más que una mera percepción confusa, como de todos los demás objetos que caen bajo sus ojos y cuyos rayos hieren su cristalino" (22).

También en el hombre ocurre ésto: "hay también esfuerzos que resultan de las percepciones insensibles de las cuales no nos enteramos, a los que yo llamaría apeticiones mejor que voliciones (aunque haya también apeticiones aperceptibles), pues no se llama acciones voluntarias más que a aquellas de las que nos podemos enterar y sobre las cuales nuestra reflexión puede recaer cuando proceden de la consideración del bien o del mal (23).

Las percepciones inconscientes no sólo conforman el estado interior de la mónada y condicionan las acciones sino que constituyen la base de la memoria, que implica ya un cierto grado de claridad en dichas percepciones y además, su enlace causal a partir de las experiencias en las que han intervenido. Leibniz sitúa el ejemplo, el el prefacio al N.T., de las gotas de agua que forman una ola y la impresión, conscientemente captable, que todas juntas causan a diferencia de la que produce cada una por separado. Y su presencia, flujo y acción sobre el individuo permiten explicar, sobre la base de la memoria, el sueño y la muerte.

La memoria constituye, en sentido estricto del término, una propiedad de los animales, al menos de los superiores, en los cuales se hace evidente, y del hombre. "Proporciona a las almas una suerte de consecución que imita la razón, pero que debe distinguirse de ella. Así vemos que los animales, cuando tienen la percepción de alguna cosa que les hiere fuertemente y de la cual ya antes han tenido una percepción semejante, aguardan, por una representación de su memoria, que suceda otra cosa que estuvo unida a la percepción anterior y se sienten impelidos a experimentar los mismos sentimientos que experimentaron anteriormente" (24).

Esto no es sino la facultad de extraer consecuencias de la experiencia, común a los animales y a los hombres, la cual en sí misma constituye una ventaja si se combida con el empleo adecuado de las facultades racionales, pero sucede que los hombres suelen sustituir el empleo de la razón por la autoridad–lo cual Bacon había analizado hasta la saciedad–o por "cierto enlace que remeda la razón, pero se funda solo en la memoria de los hechos y de ningún modo en el conocimiento de las causas". Pero explicar ésto permite a Leibniz señalar a continuación, en el mismo parágrafo, una de las preocupaciones fundamentales, no sólo suyas, sino de todo el racionalismo: "los hombres, mientras son empíricos, ésto es, en las tres cuartas partes de sus acciones, proceden como los animales" (25). De ahí que "les sea tan fácil a los hombres hacer cautivos a los animales y que los simples empíricos cometan tantos errores" (26).

Aquí aparece un elemento clave, en el cual está comprometida toda la filosofía leibniziana y en cuyo tratamiento reaparecerán con viva fuerza sus diferencias–y semejanzas–con Spinoza: el hombre que actúa sólo según la memoria y las relaciones empíricas se asemeja a un animal y será "domesticado", como se hace con aquellos. Sólo quien aprovecha esa facultad, pero se rige fundamentalmente por los principios y verdades que obtiene el entendimiento y donde se expresa la facultad racional serán libres. Pero este aspecto será abordado más adelante. Por el momento debe destacarse aún otro aspecto de la memoria y es su relación con la individualidad.

Leibniz escribe al respecto: "Dichas pequeñas percepciones son también lo que constituyen y circunscriben aquello que llamamos uno y el mismo individuo, pues en virtud de ellas se conservan en el individuo huellas de sus estados anteriores por las cuales se establece el nexo con su estado actual"(27).

En relación con la persistencia de la identidad individual o personalidad después de la muerte, consigna en el D.M., refiriéndose al alma: "es el recuerdo o el conocimiento de este yo, que la hace capaz de recompensa o castigo". Y cita el famoso ejemplo del hombre convertido en rey de China a condición de olvidar totalmente su pasado, lo cual equivaldría a su muerte y sustitución por otro ser (28). Pero no pasa de ser una equivalencia, es decir, la connotación práctica de un hecho. Ya se ha examinado la individualidad humana y su fundamento en la ley interna que rige cada sustancia individual, cuyo cumplimiento en un sentido u otro depende de la elección y de la actividad consiguiente. "La memoria no es pues lo que constituye propiamente la identidad del hombre", sino que "el pasado y el presente están en un completo enlace y precisamente ésto es lo que constituye la identidad del individuo" (29).

La multitud de impresiones y pensamientos que se acumula en la conciencia a lo largo de la vida es tal que en la mayoría de las personas una buena parte permanece inconsciente. No hay olvido total como no hay recuerdo total: "se pueden olvidar muchas cosas, pero se pueden también recordar, mucho después, si volvemos a ellas en forma adecuada" (30). Este paso de lo consciente a lo inconsciente–olvidado en apariencia–es completamente normal en el alma, la cual "no conoce las cosas de que tiene percepción sino cuando esta percepción es distinta y elevada, y el alma es tanto más perfecta cuanto que posee más percepciones distintas" (31). La memoria y el contenido innato, inherente al individuo, constituyen dos formas de la retentiva, que nos explican que ningún ser puede ser despojado completamente de sus recuerdos que cuando más, pasan a ser inconscientes (32).

Sueño y memoria

Durante el sueño, las percepciones inconscientes afloran y se muestran a la conciencia. También los hechos y pensamientos olvidados y conservados en la memoria. Aún cuando algo parece

definitivamente perdido "puede suceder que los recuerdos de antiguas impresiones perduren vivos, sin que nos acordemos de ellas". Y añade Leibniz: "Creo que en los sueños todos los pensamientos vuelven en esta forma" (33). Casos verídicos muestran que, tras un olvido que parece total, aparece algo en sueños que no resulta explicable sino por un conocimiento olvidado del asunto.

Leibniz da esta explicación por probable y no por segura, pues existe otro tipo de sueño mucho más enigmático: aquel que anuncia un acontecimiento futuro que no era posible conocer ni avizorar en modo alguno, o bien que transmite la sensación conocida en psicología como reminiscencia o sensación de "lo ya vivido o visto". Leibniz refiere dos ejemplos: "Me acuerdo de haber conocido a cierto individuo, pues siento que su imagen, como su voz, no es nueva para mí; y este doble indicio es para mí mayor garantía que uno solo, pero no podría acordarme de dónde le he visto. Sin embargo sucede, aunque rara vez, que vemos a una persona en sueños antes de verla en carne y hueso (…); pero el azar puede producir ese efecto, porque es bastante raro que eso suceda, además de que las imágenes de los sueños, por ser un poco oscuras, pueden ser relacionadas con más libertad" (34).

Leibniz intenta ser conservador en este punto, pues admitir abiertamente las premoniciones podría obligarlo a su pesar a admitir todo tipo de elucubraciones, aun las brotadas del entusiasmo, tan criticado por él en N.T., IV, XIX. Sin embargo, la explicación de tales fenómenos no es en modo alguno ajena a su doctrina sobre las potencialidades de todo cuanto acaece ligadas a la sustancia y la posibilidad de leer en el propio interior no sólo la propia historia sino la de todo el universo aunque los seres humanos carezcan por lo general de capacidad para lograrlo. Esto se evidencia al tratar las ideas quiméricas: "si queremos referirnos a la existencia, no podríamos apenas determinar si una idea es quimérica o no porque lo que es posible, aunque no se encuentre en el tiempo o en el lugar en que estamos, puede haber existido en otro tiempo, o existirá quizás un día, o podrá existir en la actualidad en otro mundo, o aun en el nuestro sin que lo sepamos, como la idea que Demócrito tenía de la Vía Láctea y que los telescopios han comprobado" (35).

Hay sin embargo en el espíritu elucubraciones que la intuición o la evidencia muestran como falsas, ensoñaciones o fantasías semejantes a las imágenes de los sueños. Su existencia motivó la polémica sobre la vida como sueño a la que se hizo referencia al inicio de este acápite. Hay un modo de establecer la diferencia: "la verdad de las cosas sensibles no consiste más que en el nexo de los fenómenos, que debe tener su razón y es lo que les distingue de los sueños" (36). La conexión entre todas las series de fenómenos, captadas por personas diferentes en diferentes situaciones espacio-temporales está verificada por las verdades de razón. Pero ello no elimina la pregunta cartesiana que Calderón toma como cierta: "¿Será un sueño la vida?".

Leibniz parece vacilar en la respuesta: "Si todo no es más que un sueño, los razonamientos son inútiles, no siendo nada absolutamente la verdad y el conocimiento" (37). Coincide con Descartes al parecer, quien había sentido la imperiosa necesidad de comprobar que la vida no era sueño con un criterio infalible de certeza. También apela al sentido común en busca de argumentos: un escéptico "reconocerá, a mi juicio, la diferencia que hay entre soñar que se está en un fuego y estarlo en realidad" (38). Pero le "es preciso confesar que no toda certidumbre es de un grado supremo (…) Pues no es imposible, metafísicamente hablando, que haya un sueño tan seguido y duradero como la vida de un hombre" (39).

Retorno a la incertidumbre cartesiana expresada al principio. Convicción de que la apelación a Dios no procede y nada soluciona en este caso. Pero el temor cartesiano a demoler las bases de cualquier doctrina cierta, si todo fuese sueño, aquí no existe. La conclusión es a todas luces que el hombre no puede ir más allá de su naturaleza, y coincide con su interlocutor–el portavoz de Locke–en que nuestras posibilidades bastan para las necesidades de nuestro ámbito, de modo tal que deja abierta la perspectiva crítica que I. Kant desarrollará más tarde: "Si alguno creyere que todo ésto no es más que un largo sueño, podrá soñar si le place, que le doy esta respuesta: que nuestra certidumbre, fundada sobre el testimonio de nuestros sentidos, es tan perfecta como nuestra naturaleza lo permite y nuestra condición lo pide"(40).

Los límites humanos no suponen entonces incapacidad sino un tipo de determinación. Leibniz coincide con Calderón en que el carácter de sueño de la vida, si así fuese, no traería cambio alguno en cuanto a nuestro saber y sus implicaciones morales.

Pero hay que remitirse a las definiciones estrictas de los términos del problema. La lengua española nos obliga en este trabajo a emplear el mismo sustantivo, sueño, para los fenómenos de dormir y soñar. Leibniz emplea la lengua francesa pero piensa mediante las estructuras del alemán, donde la diferencia (Schlaf und Traum) es clara, por lo cual citar las definiciones leibnizianas ayudará a continuar. Leibniz no rechaza las definiciones de Filaletes en N.T., II, XIX, sólo exige mayor precisión. Así pues, diferencia entre ensoñación, sueño como estado psicofísico y sueño como fenómeno mental.

Ensoñación "parece que no es otra cosa que seguir ciertos pensamientos por el placer que nos proporciona sin otro fin determinado, por lo que la ensoñación puede conducir a la locura" (41). Nuestra época, tras los aportes del romanticismo y el psicoanálisis, entre otros, podría objetar a Leibniz que la imaginación poética y artística en general suele propiciar dicho estado sin que pueda hablarse de patología, aunque en otros casos, como ciertas depresiones o esquizofrenias, sí suceda ésto. Se trata de un olvido de la realidad en el se hace imposible distinguir ensueños de sensaciones, si bien no hay nexo alguno entre ellos, explica en el mismo pasaje.

Filaletes acotaba que "soñar es tener ideas en el espíritu mientras los sentidos exteriores están cerrados" (42). El sueño por tanto es "una cesación de las sensaciones". Su agudización es el éxtasis, "un sueño muy profundo del que cuesta trabajo despertar, que procede de una causa interna pasajera, lo que añado para excluir el sueño profundo, que proviene de un narcótico o de una lesión duradera de las funciones" (43). Aquí diferencia Leibniz los sueños y las experiencias religiosas excepcionales, ligadas a los éxtasis, que "van acompañados algunas veces de visiones; pero las hay también sin éxtasis y la visión no parece ser otra cosa que un ensueño que pasa por sensación, como si nos enseñase la verdad de los objetos. Y cuando estas visiones son divinas hay verdad en ellas efectivamente, lo que se puede conocer, por ejemplo, cuando contienen profecías particularizadas que los acontecimientos justifican" (44).

No solamente se encuentra Leibniz frente al dilema de la vida como sueño, sino a otro, tradicional en todas las religiones, pero que en la Europa del siglo XVII resurgía con fuerza: las visiones proféticas. La mística española del Siglo de Oro, los místicos de la Guerra de los Treinta años, como Angelus Silesius, las profecías de la joven Poniatova, que llegaron a deslumbrar a Comenius, los judíos seguidores de Zabetai Zevi, el falso Mesías, entre otras, exigían a la filosofía racionalista una cuidadosa definición que dejara suficiente espacio a las exigencias religiosas sin relajar el rigor en las normas del pensar y la aceptación de las verdades. Su tesis sobre la coincidencia entre fe y razón encabezaría su punto de vista al respecto, pero también debe diferenciar un fenómeno normal como el soñar, y aun otro menos inofensivo a su juicio como el ensueño, de lo que en su época se denominaba entusiasmo. Sobre éste escribe: "Hemos visto en todos los siglos hombres cuya melancolía, mezclada a la devoción y a la buena opinión que tenían de sí mismos, les ha hecho creer que tenían más familiaridad con Dios que el resto de los hombres (…) Su fantasía se convierte en iluminismo y en autoridad divina y consideran sus designios como dirección infalible del cielo que se va obligado a seguir. Esta opinión ha producido grandes efectos y causado muchos males" (45).

De este modo Leibniz ha intentado sortear las dificultades haciendo la salvedad subrayada arriba: los acontecimientos justifican. Pero ésto no basta al racionalismo leibniziano, que en materia de religión no cambia sus puntos de vista. Pues nada más parecido a las ensoñaciones, conducentes a la insania, que los augurios capaces de exaltar individuos y aun multitudes. Pero, por otra parte, la metafísica leibniziana deja abierta la posibilidad de la profecía, por cuanto cada sustancia lleva dentro de sí no sólo su propia historia sino la del universo, según ha sido ya examinado. Bastaría con lograr leer dentro de sí un poco más claramente que el resto de los hombres para que se obtuviesen las llamadas profecías, que no serían sino hechos o estados propios del futuro devenir de todo el universo o de una parte de él. Por eso Leibniz señalará la razón–unida a la Escritura–como el medio seguro para diferenciarlos (46), racionalismo religioso cuyas complejas y difíciles relaciones históricas con la mística han llenado la evolución ulterior del protestantismo.

Sueño y muerte

El problema más agudo en esta trama de reflexiones es sin duda el de la muerte, cuyo paralelo con el sueño recoge Leibniz de la reflexión de su época. Pues es preciso conciliar la pérdida de conciencia que la muerte supone con la cuestión de la inmortalidad personal y la escatología cristiana y religiosa en general, en cuanto a premios y castigos post mortem. Y una vez aceptada la existencia del alma animal, Leibniz aborda el problema con la aseveración de que la persistencia más allá de la muerte no es una propiedad exclusiva del hombre ni se produce por la tradicional separación de cuerpo y alma, que obligaría a aceptar el dualismo y no tendría cabida en la doctrina leibniziana.

¿Qué es la muerte?, sería la primera pregunta. ¿Hay diferencias entre la muerte humana y la de los restantes seres vivos?, sería la segunda. Y por último: ¿qué ocurre con la entidad metafísica que constituye el individuo, en especial con el hombre, cuya alma está destinada a recibir tras la muerte las consecuencias, positivas o negativas, de su vida?

Por definición, la muerte "no es más que un sueño y no puede ser definitiva. Pues la muerte es un estado de apagamiento de la conciencia que en los animales cae en un estado de confusión en el cual la apercepción es suprimida: un estado que no puede durar" (47). No puede durar porque toda la naturaleza está llena de vida y movimiento, la inactividad es aparente y la mónada no puede dejar de percibir, por lo cual nunca hay abandono del cuerpo por parte del alma (48). Pero continuamente se produce en los seres vivos un proceso de renovación, equivalente a destrucción y reposición graduales: "todos los cuerpos están en perpetuo flujo, como los ríos, y unas partes entran en ellos y otras salen de ellos continuamente" (49).

Hay que recordar aquí los descubrimientos científicos que Swammderdam, Malpighi y Leewenhoeck lograron mediante el empleo del microscopio, continuamente citados por Leibniz. No sólo asestaron un golpe definitivo a la teoría de la generación espontánea sino que ayudaron a comprender que la generación de los seres vivos es paulatina, por lo cual no hay motivo para que no lo sea la muerte. En 1695 Leibniz, además de apoyar este punto de vista, señala que, por estas razones, ho hay "nadie capaz de señalar bien el verdadero momento de la muerte, la cual puede por mucho tiempo considerarse como una mera suspensión de las acciones notables, y en el fondo, nunca es otra cosa en los simples animales" (50). La muerte es por consiguiente un proceso no definitivo, una pérdida de la conciencia o desvanecimiento en la cual el alma no se separa por completo del cuerpo. Y la cita anterior permite abordar la segunda cuestión planteada.

Un animal–y muy probablemente una planta, según se observaba más arriba–no posee espíritu sino alma. No está por tanto destinado a la inmortalidad sino que sólo posee un carácter imperecedero. Pues la conciencia de sí es un don permanente del cual el hombre no puede ser despojado por ley natural alguna. Ella "distingue la incesabilidad del alma de una bestia de la inmortalidad del alma del hombre; una y otra mantienen identidad física y real, pero en cuanto al hombre, es conforme a las leyes de la divina providencia que el alma conserve también la identidad moral" (51), pues sin ella carecerían de sentido la recompensa y el castigo post mortem.

El animal podría resucitar si el hombre hubiera descubierto el modo de remediar el deterioro del cuerpo que lo condujo a la muerte, infiere Leibniz de las resurrecciones de insectos observadas por los naturalistas (52). Pero por las vías naturales, cuando la muerte es inevitable, sobreviene la metamorfosis. El alma y el cuerpo del animal se transforman paulatinamente y por grados y conservan todas sus impresiones pasadas. No hay almas ni espíritus–salvo Dios–despojados enteramente de cuerpo, y por ello nunca pierde por completo los órganos que antes de la muerte poseyera (53). Mediante esta transformación, muchos pasan "a más amplio teatro" (54).

Leibniz formuló en su Protogaea la hipótesis de cambios tales en la tierra que habrían dado lugar a la transformación de las especies (55). El animal que muere no puede ser entonces destruído sino que se convierte en otra forma del mismo individuo, abandona sólo parte de su cuerpo y alcanza un nuevo estado. Al no existir entre los seres creados alma alguna sin cuerpo, al articularse ambos mediante la armonía prestablecida de modo tal que existe concomitancia entre sus funciones, el paso "a más amplio teatro" se produce con un cuerpo, que puede ser más sutil que el poseído anteriormente. La resurrección es un proceso natural que afecta a todos los seres, es un cambio de escenario. La diferencia estriba en que la unidad cuerpo-espíritu que constituye al hombre posee una conciencia de sí, una identidad personal y una memoria de sus actos que se conserva. El cambio de escenario no rompe dicha identidad. No hay olvido total sino un desvanecimiento momentáneo en el hombre del cual se repone, a diferencia de los animales y plantas, que no poseen identidad personal y conservan las impresiones de su vida pasada pero no el recuerdo consciente, que no va más allá de una existencia. La muerte entonces no existe. Y ésto nos ha hecho entrar en la tercera interrogante.

La tanatología moderna, en sus vertientes más audaces (56), confirma en buena medida la aseveración leibniziana. Sus exponentes coinciden, a partir de experiencias de personas cercanas a la muerte, o que han pasado por una muerte clínica o han estado cerca de ella, en algunos puntos que se resumen a continuación:

– la muerte consiste en un cambio de dimensión. E. Kübler-Ross en especial la compara, al modo leibniziano, con la mariposa que abandona la crisálida (57).

– se produce una expansión de la percepción y de la conciencia

en la que se recuperan también propiedades perdidas durante la vida del paciente (por ejemplo, miembros amputados o sentidos perdidos o debilitados).

– se conserva la identidad personal y se produce un encuentro, no sólo con personas conocidas y estimadas durante la vida, sino con una realidad indefinible.

– el abandono del cuerpo físico, hasta el punto de poder observarlo "desde fuera de éste" (58), no implica la pérdida de los sentidos, sino su expansión, como ya se observó.

Un punto que diferencia la postura leibniziana de la de los mencionados autores es la posibilidad de la transmigración de las almas. Leibniz la niega rotundamente, aunque después se ve obligado a matizar su afirmación, mientras que los autores citados no la excluyen nunca. Ello obliga a detenerse en este aspecto.

Al inicio de este acápite se han mencionado las dos fuentes de recepción de la teoría de la metempsicosis por la Europa del siglo XVII. Pero es el caso que se equiparan las dos sin salvedad alguna y se interpretan además de modo bastante simplista: un abandono total del cuerpo por parte del alma que, despojada completamente de corporalidad, pasaría un tiempo después de la muerte–variable según la interpretación de cada escuela–a unirse a otro cuerpo, mediante el nacimiento de un nuevo ser. Este conservaría adormecidos las impresiones y recuerdos de su existencia pasada y podría despertarlos mediante un método o técnica adecuados. Esta es, a grandes rasgos, la doctrina platónica expuesta en el Fedón y La República, entre otras obras, a la luz de la cual se interpretaron también las informaciones sobre el hinduísmo y su doctrina del renacimiento (59) suministradas por los primeros misioneros en la India, sobre todo jesuítas. Sobre la labor misionera y la importancia de sus estudios sobre las culturas no europeas se hablará más adelante. Pero debe resaltarse ahora que por Europa se expandió una interpretación del karma y el renacimiento bastante extrema y superficial, elaborada desde el prisma de las doctrinas griegas.

Según el hinduísmo, se produce una separación del cuerpo grosero–el compuesto por los elementos materiales–y el alma individual o jivatman experimenta un proceso de expansión, en el que se encuentra con la cadena de sus actos y las consecuencias de éstos. Pero el cuerpo sutil o astral, según se le ha llamado contemporáneamente, continúa unido a ella. Si las cadenas de sus actos la atan a este mundo por una necesidad de compensación cósmica–interpretada a menudo en términos de justicia–deberá renacer en otro cuerpo. Pero no se trata de que el alma de un individuo pase por diferentes cuerpos, sino del renacer del principio espiritual que se ha individualizado en él, en diversos individuos, cada uno de los cuales es, existe de una manera independiente de quien le precedió, con características específicas, propias e irrepetibles, aunque exista entre ambos el hilo kármico. Desatar éste supondría obligatoriamente no sólo comprender sino asumir en un sentido profundo y transformador, que la individualidad expresada en la noción de jivatman–unido siempre a un cuerpo que le es propio–forma parte de maya, es decir, del nivel no esencial ni absoluto de lo real, de su forma exterior (60).

La versión del problema que llegó hasta Leibniz–mantenida durante siglos en la mayoría de los medios intelectuales de Occidente–fue precisamente la opuesta. En cualquier caso, Leibniz no coincide abiertamente con ninguna interpretación de la inmortalidad del hombre que suponga el retorno al mundo natural, por cuanto tal idea había sido muchos siglos atrás no sólo rechazada sino condenada por el Cristianismo. No deja de señalar sin embargo que, en los primeros siglos del Cristianismo, teólogos como Orígenes pensaron de tal modo–punto de vista revitalizado por H. More y en otro sentido por Van Helmont (61)–sin olvidar que la explicación leibniziana de la metamorfosis animal se acerca mucho más a la doctrina hinduísta sobre el renacimiento. El siguiente texto resulta especialmente significativo: "Si la transmigración no es tomada en todo su rigor; es decir, si alguno creyese que las almas, permaneciendo en el mismo cuerpo sutil, cambian solamente de cuerpo grosero, ésta sería posible, aun consistiendo en el paso de la misma alma a un cuerpo de diferente especie, como creen los brahmanes y creían los pitagóricos. Pero todo lo que es posible no por eso está conforme al orden de las cosas" (62).

Aquí se evidencia uno de los supuestos fundamentales del pensamiento leibniziano: si bien la posibilidad contenida en el ser es infinita, la realización de una u otra exige, además de la concurrencia de los factores necesarios–en el caso del hombre se suma a ellos la libre elección con importancia decisiva–, su concordancia con la ley natural y el orden universal en el que toda sustancia se inserta, y con aquel específico de la sustancia en cuestión, contenido en ella desde su creación por Dios, en suma, con la razón como orden. No hay que olvidar que dichos órdenes se rigen por el principio de la armonía prestablecida, según el cual todos los acontecimientos se enlazan sin repercutir directamente unos sobre otros. A la luz de ésto se entienden mejor los dos sentidos de la inmortalidad a los que hemos hecho referencia: el natural y el religioso-escatológico.

Debe reiterarse aquí que la concordancia entre fe y razón es un principio medular de la filosofía de Leibniz. Es así que las verdades de la fe concuerdan con la ley natural, en la cual se incluyen aun los milagros (63). Es por ello que ambas deben complementarse a la hora de explicar la inmortalidad. Si el alma, por necesidad religioso-moral debe trascender para recibir las recompensas o castigos acordes con su vida terrenal, el cuerpo debe acompañarla, no sólo porque no hay seres creados carentes de cuerpo, sino porque en la naturaleza existe una ley de continuidad que resultaría violada en el caso de destruirse aquel. Esto se reitera en el tratado Apokatastasis pantôn (64), donde Leibniz se refiere a la antigua doctrina de Gregorio de Nicea sobre la restitución de todas las cosas al final de los tiempos, a partir del principio de que toda alma tiende a reunirse con el cuerpo que le ha pertenecido. Según Leibniz, tal hecho no sólo sigue los mandatos de Dios, sino las leyes de la naturaleza, incluídas en los anteriores, según establecieran Bruno y Spinoza.

Los seres vivos no se extinguen, se restituyen. La identidad de la persona, basada en su ser específico–como los anteriores–, pero también en su autoconciencia–que no puede ser totalmente despojada de sus recuerdos e impresiones–se conserva por tanto a través de la eternidad (65). No puede haber inmortalidad sin ella, al modo de los panteístas que concebían la disolución en el Dios-naturaleza, pues la sustancia no es capaz de dejar de existir y su principal característica es la individualidad que, según se observó en el acápite precedente, encierra el infinito. Todo esfuerzo humano, sea o no sueño la vida, encuentra entonces su sentido en ese infinito que el hombre puede desarrollar en su espíritu de manera consciente. Nuestra memoria es la garantía de nuestra trascendencia. No hay olvido, no hay muerte, salvo al nivel de las apariencias y de lo contingente. Siendo así, sólo queda trazar las líneas del propio destino, y trazarlas lo mejor posible, con autoconciencia plena, con un amor fati que incluye el obrar sobre sí mismo, el construirse y reconstruirse.

Lourdes Rensoli Laliga

Madrid, 9 de enero de 1996.

NOTAS

1- R. Descartes: Discurso del método, 4ª parte. En: Discurso del método. Meditaciones metafísicas. Madrid, 1984, p. 66.

2- R. Descartes: Meditaciones metafísicas, med. 1ª; ed. cit., p. 117.

3- R. Descartes: Ibíd., med. 6ª; ed. cit., p. 182. Sobre la crítica a este punto: E. Naërt: Memoire et conscience de soi selon Leibniz, Paris, 1961, pp. 98-99.

4- R. Descartes: Ibíd., med. 6ª; ed. cit., p. 182.

5- G.W. Leibniz: Nuevo tratado sobre el entendimiento humano, trad. E. Ovejero y Mauri, prefacio de L. Rensoli. La Habana, 1988 (se citará cono N.T.), I, XIX, ed. cit., p. 143; IV, XI, 7-12; ed. cit, pp. 383-385. 6- Cfr.: Kurt und Roswitha Reichenberger: Bibliographisches Handbuch der Calderón-Forschung, Kassel, 1979, T.I, pp. 482-494, donde se consignan traducciones totales o parciales de la comedia La vida es sueño, con idéntico o con diferente título –antes del nacimiento de Leibniz o durante su vida– al menos al alemán, al francés, al neerlandés y al italiano, ya fuese para editar o para representar.

7- Cfr.: Ibíd., p. 482, donde aparecen las siguientes:

En alemán (representaciones teatrales, a menos que se indique "edición":

1654: "Prince Sigismundus von Polen". Hamburg.

1666: "Von Sigismundo oder dem Tyranissen Prinz von Bohlen". Hildesheim, München.

1674: "Prinz Sigismondo". Dresden.

1690: "Prinz Sigismundus von Pohlen". Torgau.

1693: "Der königliche Prinz aus Bohlen Sigismundus, oder das menschliche Leben wie ein Traum"- Hamburg (1ª edición alemana de la obra).

sobre 1700: "Das menschliche Leben ist wie ein Traum". Wernigerode.

Sobre la difusión de Calderón en Alemania: M. Franzbach: Untersuchungen zum Theater Calderons in der Europäischen Literatur von der Romantik. München, 1974, T. I.

K. Th Gaerdertz: Archivalische Nachrichten über die Theaterzustände von Hildesheim, Lübeck, Lüneburg im 16. und 17. Jahrhundert. Bremen, 1888, pp. 100-101.

H. Sullivan: Calderon in the German Lands and the Low Countries. His Reception and Influence (1654-1980). Cambridge, 1983, pp. 31-67; 210-243.

En francés (ediciones):

1646 y 1647: "Sigismond, duc de Varsau", por G. de la Tessonerie. París.

1657: "La vie n'est qu'un songe", en: Les nouvelles héroiques et amoureuses, par F. Le Metel de Boisrobert. París.

1711: "Sigismond, prince de Pologne", en: Oeuvres diverses, por Mlle. de la Roche-Guilhems. Amsterdam.

1716: "La vie est un songe", Paris, trad. de Th. S. Gueulette. 8- Cfr.: J. Huizinga: El Otoño de la Edad Media. Madrid, 1978, cap. 11: "La imagen de la muerte", pp. 194-212.

G. Kaiser: "Der tanzende Tod". Introducción a: Der tanzende Tod. Mittelalterliche Totentänze, hrsg. v. G.Kaiser. Frankfurt am Main, 1982, pp. 9-73. A. Tenenti: Il senso della morte e l'amore della vita nel Rinascimento. Torino, 1982, cap. III: "L'arte di ben morire", pp. 62-89.

9- Cfr.: H.S. Lowy: A Study of the Doctrine of Metempsycosis in Greece from Pythagoras to Plato. Princeton, 1948.

R. di Giuseppe: La teoria della morte nel Fedone platonico. Bologna, 1993, pp. 120 ss.

E. Cassirer: Individuum und Kosmos in der Philosophie der Renaissance. Darmstadt, 1987, pp. 3, 130-135, 147.

10- Cfr.: E. Guyénot: Las ciencias de la vida en los siglos XVII y XVIII. México, 1956, pp. 239-246.

11- M. de Montaigne: Del saber morir (antología), ed. de M. Gras Balaguer. Barcelona, 1988, p. 44.

12- Montaigne: Ibíd., p. 113. 13- Cfr.: Friedmann: Leibniz et Spinoza, Paris, 1946, p. 209.

E. Naërt: Memoire et conscience de soi selon Leibniz, ed. cit., pp. 135-137 ss.

14- Leibniz: Discurso de metafísica, 26 (se citará como D.M.), ed. A. Castaño Piñán. Buenos Aires, 1982, pp. 63-64.

15- Leibniz: Monadología, 22. En: Discurso de metafísica. Sistema de la naturaleza. Nuevo tratado sobre el entendimiento humano. Monadología. Principios sobre la naturaleza y la gracia (se citará como Obras), ed. F. Larroyo. México, 1991, p. 391.

16- Leibniz: Monad., 61; Obras, p. 396. Cfr.: N.T., Prefacio; ed. cit., p. 51.

17- Cfr.: Leibniz: N.T., II, IX, 11; ed. cit., p. 123. Sobre las plantas se insiste en Théodicée, ed. de J. Brunschwig. Paris, 1969, Préface, p. 42.

18- Leibniz: Monad., 14; Obras, p. 390.

19- Leibniz: N.T., Prefacio; ed. cit., p. 50.

20- Leibniz: Escritos de dinámica, Ed. de J. Arana Cañedo-Argüelles y M. Rodríguez Donis. Madrid, 1991, p. 56 (versión de 1695).

21- Leibniz: Principios sobre la naturaleza y la gracia fundados en la razón, 4 (se citará como P.N.G.); Obras, p. 406.

22- Leibniz: N.T., II, XXI, 5; ed. cit., p. 153. 23- Leibniz: N.T., II, XXI, 5; ed. cit., p. 153. 24- Leibniz: Monad., 26; ed. cit., p. 392. Cfr.: Théod., Discours, 65.

25- Leibniz: P.N.G., 5; ed. cit., p. 406. Cfr.: Monad., 28; ed. cit., p. 392.

26- Leibniz: N.T., Prefacio; ed. cit., p. 47. 27- Leibniz: N.T., Prefacio; ed. cit., p. 51.

28- Cfr.: Leibniz: D.M., 34; ed. cit., p. 77. Carta a un desconocido (1679). Sämtliche Schriften und Briefe (se citará como S.Sch.B.), Zweite Reihe, Bd. I, Berlin, 1972, p. 502. 29- Leibniz: N.T., II, I, 12; ed. cit., p. 102. Cfr.: M. Mugnai: "Leibniz, the fly of Ockham and the king of China". Leibniz Tradition und Aktualität I (se citará como L.T.A.-I). Hannover, 1988, pp. 607-614.

30- Leibniz: N.T., II, I, 12; ed. cit., p. 103. Cfr.: E. Naërt: Memoire et conscience de soi selon Leibniz; ed. cit., pp. 68-73.

31- Leibniz: P.N.G., 13; ed. cit., p. 409. 32- Leibniz: N.T., II, X, 1 y 2; ed. cit., p. 124.

33- Leibniz: N.T., I, III, 20; ed. cit., p. 96.

34- Leibniz: N.T., IV, XI, 12; ed. cit., pp. 384-385; II, XXIX, p. 221.

35- Leibniz: N.T., II, XXX, 5; ed. cit., pp. 228-229.

36- Leibniz: N.T., IV, II, 14; ed. cit., p. 324.

37- Leibniz: N.T., IV, II, 14; ed. cit., p. 323.

38- Leibniz: N.T., IV, II, 14; ed. cit., p. 323.

39- Leibniz: N.T., IV, II, 14; ed. cit., p. 324.

40- Leibniz: N.T., IV, XI, 8; ed. cit., p. 383. 41- Leibniz: N.T., II, XIX, 1; ed. cit., p. 143. 42- Leibniz: N.T., II, XIX, 1; ed. cit., p. 143. 43- Leibniz: N.T., II, XIX, 1; ed. cit., pp. 143-144.

44- Leibniz: N.T., II, XIX, 1; ed. cit., p. 144 (el subrayado es nuestro).

45- Leibniz: N.T., IV, XIX, 5-7; ed. cit., p. 433.

46- Leibniz: N.T., IV, XIX, 14, 16; ed. cit., p. 434. 47- Leibniz: N.T., Introducción; ed. cit., p. 51.

48- Leibniz: Monad., 73; ed. cit., p. 397.

49- Leibniz: Monad., 72; ed. cit., p. 397.

50- Leibniz: Nuevo sistema de la naturaleza, 7 (se citará como N.S.N.); ed. cit., p. 43.

51- Leibniz: N.T., II, XXVII, 9; ed. cit., p. 205. Cfr.: Théod., Préface; ed. cit., pp. 40-43.

52- Leibniz: N.S.N., 7; ed. cit., p. 43.

53- Leibniz: Monad., 72; ed. cit., p. 397. 54- Leibniz: Monad., 75; ed. cit., p. 398.

55- Cfr.: Leibniz: Protogaea. En: Opera omnia, ed. Dutens (se citará como Dutens), II, Genevae, 1768, Pars II, pp. 181-240. 56- Nos referimos a la tanatología no materialista de especialistas como Elizabeth Kübler-Ross, D. Scott Rogo, Raymond A. Moody, Kenneth Ring y Pierre Vigne, entre otros. 57- Cfr.: E. Kübler-Ross: La muerte, un amanecer (Über den Tod und das Leben danach). Barcelona, 1990, pp. 23, 81-83.

58- Cfr.: E. Kübler-Ross: op. cit., pp. 54 ss, 83-86.

K. Ring: La senda hacia Omega. Barcelona, 1986, pp. 48-54,

226 ss.

D. Scott: El retorno del silencio. Madrid, 1991, pp. 233 ss, 259 ss.

59- Empleamos el término renacimiento, y no los más comunes como reencarnación, metempsicosis o transmigración, de acuerdo con A. Ghose, quien lo considera más adecuado, en la medida en que los anteriores supondrían interpretar la doctrina hinduísta bajo el prisma de las griegas. Cfr.: A. Ghose: Renacimiento y karma: el problema de la reencarnación. Barcelona, 1989. En el primer capítulo (p. 19) define el fenómeno del modo siguiente: "esta doctrina se encontraba difundida por Europa con el grotesco nombre de transmigración, término que evoca en la mente occidental la humorística imagen del alma de Pitágoras volando cual fortuita ave de paso desde la divina forma humana al cuerpo de un cobaya o de un borrico. El contenido filosófico de la teoría se expresaba perfectamente en la palabra griega metempsicosis–admirable pero poco operativa–que designa la animación de un nuevo cuerpo por el mismo individuo psíquico". Véase sobre el tema:

H. von Glasenapp: Unsterblichkeit und Erlösung in den indischen Religionen. Halle, 1938.

S. Radhakrishnan: The Brahma Sutra: The Philosophy of Spiritual Life. New York, 1960.

60- Cfr.: P. D. Devanandan: The concept of maya: an essay in Historical Survey of the Hindu Theory of the World, with Special Reference to the Vedanta. Calcutta, 1954.

Teun Goudriaan: Maya Divine and Human. Delhi, 1978.

A. K. Ray Chaudhuri: The Doctrine of Maya. Calcutta, 1950.

61- Cfr.: Leibniz: "Consideraciones sobre la doctrina de un espíritu universal". En: L. Rensoli: Antología de la filosofía euro-occidental del siglo XVII, T.II. La Habana, 1987, pp. 360 ss. Cfr.: Leibniz: Discours sur la thèologie naturelle des chinois, 60. Dutens, IV y ed. R. Loosen-F. Vonessen (Zwei Briefe über das binäre Zahlensystem und die chinesische Philosophie. Stuttgart, 1968). Hay trad. española por la autora de este trabajo.

N.T., II, XXVII; 14; ed. cit., p. 208.

Carta a un desconocido (1679). S.SCH.B., Zweite Reihe, Bd.I, pp. 500-501.

E. Naërt: Memoire et conscience de soi selon Leibniz, ed. cit., p. 111.

Sobre Orígenes: Cfr.: E. Gilson: La filosofía en la Edad Media (2ª edición de 1965). Madrid, 1995, pp. 57-58. Esta idea se complementó con la de la pluralidad de mundos diferenciados entre sí, como más tarde expondrían autores del siglo XVII.

62- Leibniz: N.T.; II, XXVII, 6; ed. cit., p. 203.

Cfr.: Théod., 359-361; ed. cit., pp. 329-330.

63- Cfr.; Leibniz: Théod., Préface; ed. cit., pp. 26-27,

207-208; ed. cit., pp. 242-243.

64- Cfr.: Leibniz: Apokatastasis pantôn, hrsg. v. Ettlinger. En: Leibniz als Geschichtsphilosoph. Münster, 1921, pp. 27-34.

65- Cfr.: E. Naërt: Memoire et conscience de soi selon Leibniz, ed. cit., p. 158.

 

 

 

Autor:

Lourdes Rensoli Laliga

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