- El barrio com experiencia historica
- La formación de una identidad barrial
- Barrio popular y emergencia de identidades diferenciadas
- Identidades barriales y producción de subjetividad
- Bibliografía
Una de las problemáticas más reiteradas en los estudios urbanos ha sido la caracterización social de los pobladores populares de las ciudades contem-poráneas; las posiciones han oscilado desde aquellas que los perciben como masa anónima amenaza para el orden social, hasta aquellas que los consideran armónicas comunidades o sujetos portadores del cambio social.
Diversos estudios han venido mostrando que, ni se disolvieron los lazos comunitarios tradicionales para convertirse en masa marginal como calculaban algunos funcionalistas, ni en ciudadanos individuales como calcularon los teóricos de la modernización; tampoco, los pobladores se transformaron en proletarios ni en Movimiento Social como lo esperaban algunos marxistas.
De este modo, la cuestión sobre la identidad de los pobladores urbanos no está resuelta y continua siendo objeto de investigaciones y debates conceptuales. Sin embargo, las anteriores posiciones perviven como imágenes o como fantasmas que inciden en muchas lecturas actuales sobre los pobres de la ciudad y sus barrios, convirtiéndose en verdadero obstáculo epistemológico para comprender su complejidad. O se les sigue abordando – desde cierto romanticismo– como entidades puras ajenas a toda influencia externa, o se les niega toda identidad propia o relevancia analítica, desde quienes reivindican la creciente metropolitización y desterritorialización de los fenómenos urbanos.
El artículo se organiza en torno a la hipótesis de que los barrios populares entendidos como construcción histórica y cultural, han sido a lo largo de este siglo un espacio de constitución de diferentes identidades colectivas, condición y consecuencia para la irrupción de nuevos actores urbanos. Tomando a la ciudad de Bogotá como referencia empírica, esbozaré la trayectoria de la conformación histórica de sus barrios populares, para luego abordarlos como espacio de producción de identidades comunes y diferenciadas; finalmente, plantearé algunas reflexiones sobre el potencial emancipador de las identidades barriales en la producción de subjetividad y de sujetos sociales.
1. El barrio com experiencia historica
Al igual que la ciudad física, la ciudad cultural de Bogotá es una colcha de retazos tejida conflictivamente a lo largo de sus cuatro siglos y medio de existencia, en la cual los barrios constituyen los ¨retazos¨ que le dan consistencia, diversidad y unidad. Unidad, en ningún modo armónica, puesto que desde sus inicios coloniales, la lucha por la construcción y apropiación del espacio material y simbólico cristalizado en los barrios, se ha dado en condiciones de desigualdad entre sus actores.
Santa Fe de Bogotá, al igual que las otras ciudades nacidas con la conquista española en sus orígenes era un espacio de dominio; legitimaba el poder de los conquistadores frente a la Corona a la vez que simbolizaba el nuevo orden colonial. El centro y eje de la organización espacial de la ciudad y en torno a la cual se formaron sus tres primeros barrios, fue la Plaza Mayor: el de La Catedral, que la circundaba y donde vivía la élite blanca; los de Las Nieves y Santa Bárbara, en los cuales habitaban los indios y los mestizos pobres.
La vida de estos barrios giraba en torno a sus respectivas iglesias, las cuales no sólo les dieron su nombre, sino también buena parte de su identidad. El barrio colonial se identifica con la parroquia, la cual poseía funciones religiosas pero también civiles y políticas: los bautizos, las bodas, y las defunciones eran inscritos en los libros parroquiales; además la iglesia regía algunas asociaciones civiles (cofradías, gremios) y el tiempo de sus moradores (misas, celebraciones religiosas, año litúrgico).
Al finalizar la colonia, la población bogotana era en su mayoría mestiza (55%); el grupo blanco constituía el 38% de la población, los negros el 5% y los indios sólo el 3%. La ciudad tenía 21.464 habitantes en el año 1800 y desde 1774 las autoridades los habían conformado en 8 barrios, cada uno con un alcalde menor que controlaba a los cada vez más numerosos, pobres e indóciles habitantes; nuevo barrios como Santa Bárbara, San Victorino, las Aguas y las Nieves eran de mestizos e indios.
Artesanos, tenderos, aguateros, lavanderas, deshollinadores, carpinteros, sastres y otros trabajadores fueron invadiendo la ciudad a lo largo del primer siglo de vida republicana. A lo largo del siglo XIX la ciudad quintuplicó su población, aunque su extensión casi no avanzó más allá de los límites coloniales. Como puede suponerse, los viejos barrios coloniales – otra vez convertidos en parroquias- se saturaron; fueron surgiendo otros como Egipto, Las Cruces, Chapinero, y a fines de siglo, San Diego y San Cristóbal. Así, silenciosamente, la ciudad fue siendo conquistada por los pobres y sus barriadas, sus inquilinatos, sus chicherías, sus oficios, sus fiestas, sus devociones, sus asociaciones mutuarias y sus protestas.
En 1905 la población era de sólo 100.000 habitantes y el área construida de la ciudad era de 320 hectáreas; la estructura urbana, el ambiente social y cultural muy poco habían cambiado: ricos, pobres, industrias, comercios y fiestas convivían en una densa y pequeña área; sólo algunas pequeñas industrias surgidas a fines del siglo XIX se habían establecido en las periferias del nor-oriente, sur y occidente, posibilitando el surgimiento de caseríos dispersos en sus alrededores.
En el período comprendido entre la década del veinte y mediados de siglo, se produjo la transición entre la antigua aldea colonial y la ciudad metropolitana actual. A partir de los veinte, al igual que el resto del país, su capital va a protagonizar un crecimiento en varios aspectos, favorecido por el impacto de la dinamización económica generada por el pago de la indemnización de Panamá, el crecimiento industrial y la bonanza cafetera. La población vivió un acelerado crecimiento: de 143.994 habitantes en 1918 pasó a 330.312 en 1938 y a 715.250 en 1951. Dicho incremento poblacional estuvo asociado primordialmente a la migración, más que al crecimiento vegetativo; en 1922 sólo uno de cada tres habitantes de la capital había nacido en ella.
Como era de esperarse, los problemas por insuficiencia de estructura urbana se hicieron evidentes; el déficit de vivienda y la escasez de servicios públicos se convirtieron en problema social y político. Para 1928 se calculaba un promedio de 14 personas por casa quedando en evidencia el hacinamiento en los asentamientos más pobres; desde fines de la primera década éstos van a ser llamados «Barrios Obreros» (como La Perseverancia y Ricaurte) y que en 1930 ocupaban el 61.4% del área construida.
Es también por esta época, cuando las autoridades empiezan a tomar medidas para afrontar el crecimiento urbano y sus consecuencias sociales; desde mediados de los 20 se solicitaron empréstitos y se hicieron contratos con empresas extranjeras para iniciar urbanizaciones y para mejorar los servicios públicos de la ciudad. Es un etapa de «aprendizaje» del Municipio que va a tener como momento clave el año 1951, cuando por primera vez se decreta un «Plan Piloto para la ciudad». Las tres décadas comprendidas entre 1920 y 1948 son vitales para la explicación de la actual configuración espacial de la ciudad, pero también para entender la conformación de los sectores sociales que la construyeron: los habitantes que «vivían» o sobrevivían en los barrios obreros y quienes harían sentir su presencia multitudinaria y su inconformidad el 9 de abril de 1948.
Con el aluvión migratorio de campesinos incrementado desde los años cincuenta por la Violencia política, el conflicto por el derecho a la ciudad adquirió dimensiones inusitadas. Bogotá, capital administrativa y polo industrial, fue la ciudad que más emigrantes recibió y que por ende, más creció demográfica y espacialmente. La ciudad pasó en 1951 a tener 660.000 habitantes y a ocupar 2.600 hectáreas; para ese año el 56% de los habitantes de Bogotá había nacido fuera de ella y para 1964, la cantidad total de emigrantes llegó a los 850.433. Se inició así un proceso de ¨colonización urbana¨ simultáneo al que otros campesinos desplazados llevaban a cabo en lejanas zonas de frontera agrícola como Arauca, Caquetá y Putumayo. Miles de campesinos arriban a la ciudad, extendiendo la mancha urbana hacia las montañas de suroriente y nororiente, así como a las zonas bajas del suroccidente y el noroccidente.
La mayoría de campesinos que migraron a la urbe con la esperanza de paz y progreso familiar, no lograron vincularse directamente a la producción capitalista como obreros; la ilusión de una industrialización pujante y de una proletarización generalizada pronto se esfumó. Los nuevos pobladores tuvieron que ocuparse en servicios y oficios varios, en la construcción o en pequeñas empresas manufactureras y comerciales; otros, tuvieron que hacerle frente a la desocupación inventándose infinidad de estrategias para sobrevivir, en la llamada economía informal. De este modo, los barrios populares surgidos desde los años cincuenta y no los espacios laborales, se fueron convirtiendo en el principal escenario de la lucha cotidiana de millones de pobladores por obtener unas condiciones de vida digna y el reconocimiento de su ciudadanía social.
De este modo, la conquista de una identidad social y cultural en la ciudad por parte de los emigrantes se fue dando en torno a sus intereses compartidos como constructores y usuarios del espacio urbano: la experiencia de lucha común por conseguir una vivienda y un hábitat, por dotarlos de servicios básicos, así como por construir un espacio simbólico propio, se convirtieron en factores decisivos en la formación de una manera de ser propia como pobladores populares urbanos, como lo desarrollaremos luego.
En muchos casos, la resolución de sus necesidades sólo paso por el esfuerzo familiar o la convergencia de acciones puntuales de los vecinos de una calle o de un joven asentamiento (traer el agua de la pila o de la quebrada, ¨bajar la luz¨ de un poste cercano, construir el alcantarillado), sin necesidad de conformar un espacio organizativo permanente. Cuando el carácter o la magnitud de los problemas sobrepasaba la capacidad de los mecanismos tradicionales de solidaridad, generaron formas asociativas más estables como las Juntas de Mejoras y los Comités de Barrio, que centralizaban el trabajo comunitario y la relación con las instituciones externas. Tal tendencia comunalista ¨actualización de prácticas campesinas ante nuevas circunstancias¨ se vivió con mayor intensidad en la primera fase de los barrios populares capitalinos, más aún cuando se trataba de invasiones organizadas de terrenos o de asentamientos enfrentados a situaciones críticas como intentos de desalojo o catástrofes naturales.
En el contexto del acuerdo frente nacionalista, el gobierno buscó controlar estas formas organizativas, al crear las Juntas de Acción Comunal en 1958; en Bogotá tuvieron especial impulso, convirtiéndose a lo largo de las dos décadas siguientes en la única forma asociativa barrial reconocida por las autoridades y en el único vínculo de los pobladores con el Estado para la consecución de sus demandas. Así, al comenzar la década de los ochenta existen más de mil JAC con más de medio millón de afiliados.
Las JAC, aunque han jugado un papel protagónico en la fase inicial de los barrios como aglutinadoras de los esfuerzos colectivos y mediadoras de la consecución de los servicios básicos, se convirtieron en pieza clave la relación clientelista con los partidos políticos tradicionales y con el Estado. Sus dirigentes locales, en su afán de mantener las ventajas de su posición, se fueron convirtiendo en ¨pragmáticos¨ consecutores de ayudas (auxilios, donaciones, partidas) más que en promotores de la organización barrial. En la medida en que el barrio consolida su infraestructura física, la JAC pierde peso y los afiliados tienden a desentenderse de su funcionamiento.
Para la década del setenta, no sólo habían nacido nuevos barrios, sino que lo surgidos en las anteriores se habían consolidado, aumentado su densidad poblacional y estrechado su relación con el tejido urbano mayor. Estas nuevas circunstancias, dieron lugar a nuevos actores (escolares, jóvenes, madres de familia, inquilinos, tenderos) y a nuevas demandas: parques, canchas deportivas, sala cunas, escuelas, vías, transporte, etc. en una convulsionada coyuntura política donde la irrupción de nuevos grupos de izquierda, la agitación universitaria, la politización del magisterio y de algunos sectores de la iglesia, llevó a muchos activistas (partidarios o no) a hacer presencia en los barrios. La lucha contra la Avenida de los Cerros (1971-1974), los paros zonales por transporte y el Paro Cívico de 1977 ejemplarizan esta nueva experiencia de protesta social desde los barrios.
Para el año de 1977, Bogotá era ya una urbe con tres millones y medio de habitantes y ocupa una extensión de 30.886 hectáreas. Sin embargo, el crecimiento no se detenía aunque a un ritmo menor con respecto a los años previos; durante la siguiente década, la proliferación de asentamientos populares se concentró en algunas zonas (Ciudad Bolívar, Bosa – Soacha y Suba), las cuales fueron también los escenarios privilegiados de la aparición de nuevas formas de organización barrial y de estrategias inéditas para presionar sus demandas.
Junto a los barrios piratas, surgieron algunas invasiones de hecho y urbanizaciones por iniciativa de Cooperativas o Asociaciones de Vivienda populares; en algunas de estas se han podido experimentar formas de participación popular y comunitaria más avanzadas, tanto en el diseño y la construcción, como en la organización posterior de sus habitantes del barrio; es el caso de los barrios impulsados por el exsacerdote Saturnino Sepúlveda a través de sus Empresas Comunitarias y de las organizaciones de viviendistas nucleadas en torno a Fedevivienda.
A lo largo de los ochenta también van a aumentar organizaciones barriales independientes de las JAC ( y la mayoría de las veces en conflicto con ellas) en torno a actividades productivas, reivindicativas y culturales como el teatro, la comunicación o la educación popular; las más relevantes han sido las de mujeres que se asociaron para cuidar a los niños en edad preescolar. En algunos barrios, el trabajo parroquial o pastoral de algunas comunidades religiosas desembocó en Grupos Juveniles o en Comunidades Ecleciales de Base comprometidos con acciones de promoción comunitaria y organización popular. Estas nuevas experiencias asociativas – algunas impulsadas o apoyadas por Organizaciones No -Gubernamentales (ONGs)-, favorecieron la organización de base, la educación de sus miembros y ampliaron las formas de gestionar sus necesidades y demandas.
A la par del agotamiento de la modalidad clientelista de gestión de demandas barriales, fue creciendo el número de acciones de protesta: marchas dentro de los barrios, hacia oficinas públicas o hacia la Plaza de Bolívar, bloqueo de vías, toma de oficinas y Paros Cívicos, se hicieron frecuentes en el acontecer citadino. A las demandas por servicios públicos y sociales, se sumaban nuevos temas como la seguridad, la defensa ambiental y el respeto a derechos humanos. Cuando la demanda o el problema era suprabarrial, se generaron coordinaciones provisionales o estables para presionar a las autoridades y para fortalecer la organización autónoma; surgieron así algunas coordinaciones y redes zonales o temáticas, en torno a la demanda o mejora de un servicio público, al trabajo cultural, la educación de adultos o a la atención de los niños.
Desde mediados de la década de los ochenta, en el contexto de la ¨apetura democrática¨ y de la descentralización, pero más aún luego de la promulgación de la nueva Carta Constitucional, el Estado empezó a impulsar la ¨participación ciudadana¨ en el manejo de asuntos como la salud, la educación, la atención a la niñez y a la juventud; también favoreció la creación de Asociaciones Locales y la Confederación Distrital de Juntas de Acción Comunal, cada vez más debilitadas por la prohibición de los ¨auxilios de concejales y parlamentarios¨ y por la orientación del presupuesto hacia las localidades más que a los barrios. Estas organizaciones impulsadas desde arriba, así involucren a población de base en acciones para resolver sus necesidades, viven una tensión permanente entre la autonomía y la dependencia frente a políticas y recursos estatales, aunque en algunos casos se han generado conflictos en torno a problemas específicos o frente a la orientación de las políticas sociales.
La puesta en marcha de la Carta Política de 1991y de la descentralización administrativa del Distrito Capital, en particular la elección de Juntas Administradoras Locales (JAL) desde 1992, ha desplazado parcialmente el escenario de las demandas urbanas del barrio a la localidad. A pesar de sus limitadas funciones, tanto líderes y organizaciones ligadas al clientelismo como aquellos provenientes de las experiencias autónomas y críticas surgidas en los ochenta, han buscado participar electoralmente o con proyectos para los Planes de Desarrollo Local. Sin embargo, la apatía generalizada (por falta de información o interés) de los pobladores, la reproducción de los vicios clientelistas en las JAL y la presencia de ediles independientes a los partidos tradicionales sea aún marginal.
Para fines de la última década del siglo, uno de cada cinco habitantes de los colombianos viven en la capital; Santa Fe de Bogotá, supera los seis millones y medio de habitantes, de los cuales, más del 65% vive en barrios construidos por sus pobladores; el éxodo campesino hacia Bogotá continúa, ahora impulsado por la nueva ola de violencia; miles de desplazados llegan silenciosamente a la urbe, al igual que sus antecesores de los años cincuenta, en busca de refugio y de progreso, recreando las estrategias para producir su hábitat.
Hoy, continúan naciendo nuevos barrios en la periferia, que tienden a repetir – con nuevos actores – los libretos estrenados desde los cincuenta y acogiendo el acumulado de formas organizativas conformadas en las décadas previas; se consolidan los barrios surgidos previamente; crece la población juvenil que reclama espacios propios y respeto a su identidad; en algunas zonas la violencia hace presencia en la forma de milicias populares, grupos de limpieza, grupos de autodefensa y bandas armadas; ONGs, instituciones gubernamentales y fundaciones filantrópicas compiten por adoptar y controlar barrios o poblaciones donde ejercer su influencia y justificar sus presupuestos; investigadores seguimos tratando de entender lo que pasa en este escenario complejo de la ciudad y de los barrios.
2. La formación de una identidad barrial
Con el anterior recorrido queda claro cómo los barrios, más que una fracción o división física o administrativa de las ciudades, son una formación histórica y cultural que las construye; más que un espacio de residencia, consumo y reproducción de fuerza de trabajo, son un escenario de sociabilidad y de experiencias asociativas y de lucha de gran significación para comprender a los sectores populares citadinos. En fin, los barrios populares son una síntesis de la forma específica como sus habitantes, al construir su hábitat, se apropian, decantan, recrean y contribuyen a construir, estructura, cultura y políticas urbanas.
Sin embargo, este panorama histórico no nos permite inferir mucho sobre las identidades que se tejen y se destejen en el ámbito barrial. No podemos aún afirmar si los barrios constituyen una unidad identitaria total, una ¨comunidad¨ (Ramos 1995) o un lugar donde se constituyen diferentes y múltiples identidades. Para evitar el riesgo de caer en una impresionista y nostálgica evocación de los barrios a lo Pepe el Toro de ¨Nosotros los pobres¨ o al modo de los boleros y tangos de arrabal, considero necesario colocar sobre el tapete los presupuestos conceptuales desde los cuales abordaremos el problema de la(s) identidad(es) barrial(es).
Estos se alimentan de la rica discusión generada dentro de la antropología y sociología urbanas mexicanas en torno a sujetos e identidades sociales, así como por algunos protagonistas de algunos debates contemporáneos dentro de las ciencias sociales. El tema de las identidades colectivas ha cobrado fuerza en las últimas décadas dentro de las ciencias sociales, asociado a la irrupción de los nuevos movimientos sociales, a la crisis de los Estados Nacionales, al renacer de luchas étnicas y a los efectos de la globalización. Las corrientes europeas (Touraine, Melucci, Alberoni) y norteamericanas (Smelser, Tilly, Elster) sobre los movimientos sociales y la acción colectiva, los estudios sobre culturas urbanas subalternas (Maffesoli, Villasante, García Canclini, Martín Barbero) y los aportes sobre subjetividad y construcción de sujetos sociales (Thompson, Guattari, Sader, Zemelman) entre otros, han colocado el problema de la identidad colectiva en el centro de las discusiones de la ciencia social contemporánea (SCHLESINGER y MORRIS 1997).
Entenderemos como identidad colectiva de una agrupación social, al cúmulo de representaciones sociales compartidas que funciona como una matriz de significados que define un conjunto de atributos idiosincráticos propios que dan sentido de pertenencia a sus miembros y les permite distinguirse de otras entidades colectivas (GIMENEZ 1997);en fin, al conjunto de semejanzas y diferencias que limita la construcción simbólica de un nosotros frente a un ellos (DE LA PEÑA 1994). El concepto de identidad supone el punto de vista subjetivo de los actores sociales acerca de su unidad y de sus fronteras, una elaboración simbólica y práctica de lo que consideran propio y lo que asumen como ajeno
Por ello, la relación entre identidad y cultura es directa; en el centro de todo proceso de producción de sentido se encuentra la construcción de una identidad colectiva; ésta siempre se forma por referencia a un universo simbólico; la cultura interiorizada en los individuos como un conjunto de representaciones socialmente compartidas, entendidas estas como ¨una forma de conocimiento socialmente elaborado y compartido orientado hacia la práctica, que contribuye a la construcción de una realidad común por parte de un conjunto social¨ (JIMENEZ 1997).
Pero si bien es cierto que la identidad colectiva constituye una dimensión subjetiva de los actores sociales y de la acción colectiva, para su existencia requiere de una base real compartida (una experiencia histórica y una base territorial común, unas condiciones de vida similares, una pertenencia a redes sociales); el compartir estos condicionamientos objetivos, permite la existencia de unas marcas o rasgos distintivos que definen de algún modo la unidad ¨real¨ reconocida por el colectivo como propia y que inciden en su propia práctica; por ello, la identidad es a la vez condicionada y condicionadora de la práctica social.
La identidad no es una esencia inherente del colectivo, ni un atributo estático anterior a sus prácticas. Dos rasgos la definen: su carácter relacional e histórico. La identidad de un actor es una construcción relacional e intersubjetiva: emerge y se afirma en la confrontación con otras entidades, lo cual se da frecuentemente en condiciones de desigualdad y por ende, expresando y generando conflictos y luchas. Además, la identidad es siempre una construcción histórica; debe ser restablecida y negociada permanentemente, se estructura en la experiencia compartida, se cristaliza en instituciones y costumbres que se van asumiendo como propias, pero también puede diluirse y perder su fuerza aglutinadora.
Por ello, una condición para la formación de identidades es la existencia de cierta perdurabilidad temporal. Pero más que permanencia, una continuidad en el cambio; las identidades son un proceso abierto, nunca acabado. Las características de un grupo pueden transformarse en el tiempo sin que se altere su identidad. La memoria colectiva se encarga de articular y actualizar permanentemente esa biografía compartida por el grupo: más que recuperar un pasado unitario y estático, produce relatos que afirman y recrean el sentido de pertenencia y la identidad grupal.
A continuación, retomaré estos presupuestos conceptuales para hacer una lectura de la capacidad y potencial aglutinador y fragmentador de los barrios populares en la construcción de identidades colectivas de los sujetos que los conforman y habitan. Considero que las reflexiones que se hagan en este sentido, además de su función descriptiva, pueden ser útiles para explicar la formación de actores, cultura y subjetividades urbanas contemporáneas. La identidad barrial pasa así, a ser una clave epistemológica para comprender y transformar la ciudad, puesto que ¨es la apropiación -y producción- de la ciudad por parte de grupos sociales específicos, lo que produce el sentido del barrio y la identidad¨ (LEE1994).
Pensar la relación barrios – identidad nos remite a dos niveles de análisis. En primer lugar, considerar el barrio mismo como referente de identidad, en la medida que sus pobladores al construirlo, habitarlo y – muchas veces- defenderlo como territorio, generan lazos de pertenencia ¨global¨ frente al mismo, que les permite distinguirse frente a otros colectivos sociales de la ciudad. En segundo lugar, asumir el barrio como lugar donde se construyen diferentes identidades colectivas, que expresan la fragmentación, multitemporalidad y conflictos propios de la vida urbana contemporánea.
En cuanto la primera perspectiva, algunos antropólogos como Levi Strauss y Godelier han confirmado la relación entre configuración espacial, organización social y construcción cultural. Un grupo, al apropiarse de un territorio, no sólo reivindica el control de los recursos que allí se localizan, sino también las potencias invisibles que lo componen. Ello es evidente en los asentamientos populares construidos por sus propios pobladores: teniendo como transfondo, contradicciones estructurales profundas (marcadas por la desigualdad social y la crisis urbana), la conquista común de un terreno donde construir sus viviendas y la infraestructura de servicios para habitarlo dignamente, ha sido el proceso más decisivo en la configuración de una identidad colectiva.
Estos migrantes anónimos, muchas veces sin conocerse entre sí, en su calidad de destechados y pobres, van compartiendo experiencias de vida y de lucha comunes como ¨colonos urbanos¨, las cuales van moldeando una nueva identidad socioterritorial como ¨clase popular¨ y como pobladores barriales (VILLASANTE 1994); ¨al pasar a ocupar los sitios y construir su casa propia y una infraestructura común, estos grupos populares disgregados, se autoreconocen ahora mutuamente en el acto y proyecto común de asentamiento en la ciudad, pasando a constituirse como clase poblacional¨ (ILLANES 1993).
El momento fundacional del asentamiento (con unos límites espaciales y temporales muy precisos) y su recreación en la memoria colectiva, demarca quienes son del nuevo barrio y quienes no. Existen numerosos casos en que distintas oleadas de ocupación de un mismo fraccionamiento urbano, da origen a diferentes barrios, así sean considerados desde fuera como uno solo; se empieza hablar de ¨primero¨ y ¨segundo sector¨ o de ¨la parte alta¨ y ¨la parte baja¨, de la zona vieja y de la nueva. A la larga, los protagonistas de la nueva colonización terminan por crear su propia Junta de Acción Comunal e incluso por darle un nuevo nombre ¨para evitar confusiones¨.
Un asentamiento o urbanización se convierten en barrio, en la medida en que es escenario y contenido de la experiencia compartida de sus pobladores por identificar necesidades comunes, de elaborarlas como intereses colectivos y desplegar acciones conjuntas (organizadas o no) para su conquista, a través de lo cual forman un tejido social y un universo simbólico que les permite irse reconociendo como ¨vecinos¨ y relacionarse distintivamente con otros citadinos. Construyendo su barrio, sus habitantes construyen su propia identidad.
Esta conquista de identidad y sentido de pertenencia basado en lo territorial, se expresa en el poder de dar nombre a sus asentamientos, hecho pocio estudiado. Los barrios coloniales y surgidos a lo largo del siglo XIX y aún algunos de este siglo, están marcados por la identidad religiosa, son parroquias, algunos ejemplos son San Diego, Santa Bárbara, San Victorino, San Cristóbal, San Vicente, llegando a ser paradigmáticos Villa Javier y Minuto de Dios en los cuales la misma iglesia fue el urbanizador; en los barrios surgidos por iniciativa estatal en la coyuntura posterior al centenario de la independencia los nombres im-puestos exaltan la identidad republicana: Colombia, Centenario, 20 de julio, 7 de agosto, 12 de octubre, Simón Bolívar, Atanasio Girardot, Restrepo, Olaya Herrera, etc.
En aquellos barrios surgidos en el contexto del éxodo rural y la esperanza de progreso en la ciudad (salvo cuando se deriva del nombre de la Hacienda que ocuparon o del nombre dado previamente por el urbanizador), sus habitantes los bautizan con la esperanza y el optimismo de su nueva vida: La Victoria, La Gloria, La Belleza, Bello Horizonte, El Progreso, El Triunfo, Los Libertadores, etc.; en otros casos el departamento o municipio de origen; Boyacá, Quindío, Santa Marta, Cartagenita. En las últimas décadas aparecen las imágenes de los personajes y acontecimientos que los medios destacan o aquellos de cuyo nombre se puede obtener alguna ventaja: Pastranita, Virgilio Barco, Less Walessa, Las Malvinas, Juan Pablo II. En aquellos asentamientos surgidos por iniciativa o apoyo de organizaciones independientes, su nombre exalta personalidades o acontecimientos que simbolizan su posición alternativa: Policarpa Salavarrieta, Manuela Beltrán, Salvador Allende, Camilo Torres, Julio Rincón, La Gaitana, Corinto.
Esta relación entre apropiación territorial e identidad colectiva asume visos de mayor intensidad cuando ha sido el resultado de una invasión previamente organizada y en barrios que deben ejercer resistencia a intentos de desalojo y o de afectación del espacio construido. Más que el valor comercial, entran en juego la memoria, las seguridades, los proyectos y las utopías construidas; recordemos la lucha de barrios como Policarpa y Bosque Calderón o de los barrios orientales contra la construcción de la Avenida de los Cerros o el rechazo a espacios ideados por otros, rehaciéndolos a su modo fue el caso de urbanizaciones como Guacamayas, Muzú y Bachué.
Otro elemento del territorio como cohesionador de sentido de pertenencia barrial es la estructura espacial del barrio ya consolidado y los usos que sus habitantes le dan. ¨El tipo de estructura vial, el modelo de construcción, la existencia de espacios públicos usados como tales o de espacios comunes privatizados y las prácticas sociales realizadas en espacios comunes, son factores que inciden, de una u otra forma, en la creación de un sentido de pertenencia a un vecindario, a un grupo social integrado a un espacio común¨ (RAMOS 1995). En el barrio ¨todo está cerca¨ y es recorrido a pie por sus habitantes, mientras que para salir del barrio, generalmente hay que tomar bus.
Por otro lado, en los barrios populares se lleva a cabo para los migrantes el tránsito de su vida rural a la urbana, diluyendo sus fronteras, a través de un proceso permanente de pervivencias, imposiciones, resistencias, transacciones e invenciones; algunas veces, migrantes provenientes de una misma provincia o municipio forman redes que los concentran en un mismo barrio, actualizando sus costumbres rurales¨ en el solar de las casas cultivan hortalizas y crían animales, mientras que a través de los medios van aprendiendo las nuevas pautas urbanas; dentro del barrio usan ruana y sombrero, pero al ir salir de él, se visten como citadinos.
Es en el barrio donde esta primera generación de migrantes establece las relaciones personales más estables y duraderas; los paisanos, los viejos compadres y los nuevos amigos, redefinen sus lealtades en torno a la nueva categoría de vecinos. Además, al barrio lo van convirtiendo en un lugar de afirmación cultural y de esparcimiento; el de los bazares, las fiestas patronales y navideñas; el de la cancha de tejo, el partido de micro y la tomada de cerveza. Para muchos de ellos, incluso, el espacio barrial también se convirtió en su sitio de trabajo, el del tallercito, la tienda, la carnicería, la panadería, la miscelánea, la venta de helados, de fritanga o de empanadas.
Para otras generaciones y actores, el barrio también es espacio de encuentro y reconocimiento. Los niños crecen, juegan y hacen amigos sobre la base del mundo barrial; los jóvenes reconquistan sus calles, esquinas, parques, haciéndolos propios; allí se encuentran y forman sus galladas y pandillas, se inician en el baile, gozan y sufren sus primeros amores. Las mujeres al estar más tiempo en el barrio, se encuentran y se reconocen en la fila del agua, del cocinol, a la llegada de la basura; al salir de compras se encuentran y conversan en las calles, supermercados y lichiguerías. En algunos casos, los viejos también van apropiándose de espacios de encuentro como las bancas del parque o algunas tiendas y tomaderos de cerveza, cuando no es que se crean clubes de abuelos o programas de Tercera Edad.
De este modo, el barrio popular se ha convertido para sus habitantes, en mediador entre la vida privada de la casa y la vida pública de la ciudad, diluyendo sus límites; al poseer una escala peatonal, de encuentros, relaciones y comunicaciones cara a cara, la vida doméstica se prolonga a la cuadra, al vecindario; pero también lo público, lo metropolitano se filtra en los consumos de la industria cultural, a través de la parabólica , el radio de la tienda, el supermercado, en las discusiones de la Asamblea Comunal, en las negociaciones y confrontaciones con los funcionarios y en las jornadas de protesta.
Pero así la identidad barrial a la que hemos hecho referencia se alimente de la experiencia compartida en la ocupación, producción y uso de un espacio, no se agota en lo territorial; es ante todo, un referente simbólico. Así el barrio popular como construcción colectiva, teje una trama de relaciones comunitarias que identifica a un número de habitantes venidos de muchos lugares y con historias familiares diversas, construyendo un nuevo ¨nosotros¨ en torno al nuevo espacio y la historia compartidos. En esta urdimbre territorial se construye una plataforma de experiencias de sus pobladores que se manifiesta en modas, lenguajes, gustos musicales, prácticas lúdicas y deportivas, creencias religiosas y, rituales (religiosos y laicos); en fin, en un imaginario colectivo que les confiere una identidad barrial popular, claramente distinguible de la de otros grupos sociales.
Esta idiosincrasia e identidad colectiva construidas desde la experiencia barrial común, se afirma cuando es reconocida por otros actores urbanos. Algunos ganan reconocimiento por la existencia de alguna actividad económica (El Restrepo y sus almacenes de calzado, San Benito y sus curtiembres); otros, por ser escenario de alguna devoción o fiesta religiosa (20 de julio, Egipto), algún evento deportivo (El Olaya y su Campeonato de la Amistad) o su manifiesta identidad política (La Perseverancia gaitanista). Cosa contraria ocurre cuando la identidad del barrio o el sector ha sido ¨etiquetada¨ desde fuera; sus habitantes resisten a ese señalamiento con el cual se les quiere marcar como invasores¨, ¨comunistas¨ o ¨peligrosos¨; al barrio El Pesebre la gente lo rebautizó como Río de Janeiro; los habitantes de Ciudad Bolívar siempre insisten ante extraños que ¨no son lo que siempre muestra la televisión¨.
3. Barrio popular y emergencia de identidades diferenciadas
A pesar de haber reconocido al barrio como espacio de identificación sociocultural de sus habitantes, no consideramos que los barrios sean ¨comunidades¨ unitarias y homogéneas., como lo imaginan algunos funcionarios, activistas y quienes no los conocen. Por el contrario, los asentamientos populares, no constituyen un universo cerrado, ni son ajenos al conjunto de procesos que afectan la vida de la ciudad y de la sociedad: son escenarios donde se expresan y emergen diferencias de diversa índole. La fragmentación que atraviesa la vida urbana, así como los conflictos propios de la sociedad contemporánea activan diferenciaciones, resistencias y proyectos, en torno a las cuales surgen y se estructuran nuevas categorías identitarias que tienen en los barrios su principal espacio de acción y expresión.
Las diferenciaciones topográficas (la parte alta y baja del barrio) o la construcción de un eje vial o de una obra pública, generan diferencias en el uso del suelo y en su valorización, diferenciando sectores dentro de un mismo barrio. El caso de Venecia es ejemplar: dado que el costo inicial de los lotes difería según su localización, una primera diferenciación tuvo lugar entre quienes compraron en el área cívica central y los demás vecinos de las áreas aledañas, generalmente obreros de las industrias cercanas; luego, la importancia ganada por la calle donde desemboca la Avenida 68 hizo que en las cuadras aledañas surgieran prósperos negocios, cuyos ¨propietarios¨ y sus intereses fueron consolidandose en la vida del barrio imponiéndole una nueva identidad; a su vez, el haberse convertido en una zona de alta confluencia, atrajo la lucrativa industria de las residencias, las cuales se fueron posesionando de un sector del barrio. Hoy, el otrora barrio obrero de los setenta y comienzos de los ochenta, es reconocido en el suroccidente capitalino como comercial y ¨residencial¨.
También, en la medida en que los barrios se consolidan, uno de los recursos más comunes para la financiación de la autoconstrucción es el arriendo parcial de la vivienda. El propietario, al ¨echar¨ el segundo piso, pasa a ocuparlo y arrienda el primero, generalmente fraccionado en ¨apartametos¨ y piezas; en algunos casos este proceso se replica con la construcción de otro nivel o del solar interior, convirtiéndose la antigua vivienda unifamiliar en un vecindario donde llegan a ¨convivir¨ diez o más familias. Los intereses del dueño y los inquilinos van diferenciándose no sólo al interior de su relación contractual, sino en su participación en la vida comunal del barrio; los fundadores del barrio, pasan a ser también los potentados y los dirigentes de la Junta de Acción Comunal, interesados en que sus propiedades se valoricen; los inquilinos, agotan sus energías en las disputas cotidianas dentro del vecindario, dándole menor importancia a los problemas de un barrio con el cual sólo hay una pertenencia parcial y temporal. De ese modo, la ¨participación¨ en las organizaciones comunales, así como en sus jornadas y actividades ¨en pro del barrio¨ se hace diferencial, ahondando distancias entre propietarios e inquilinos.
A estas fragmentaciones socioespaciales podemos sumarles otras originadas en diferencias de tipo partidista, religiosa, de género y generacional. Durante la Violencia e incluso durante el Frente Nacional, la adhesión a un partido u otro, generó distanciamientos y tensiones; luego, la emergencia de la Anapo y posteriormente de grupos de izquierda en los barrios, generaron diferenciaciones que afloraban y se atenuaban en los ciclos electorales. En lo religioso, la incapacidad de la iglesia católica de crecer al mismo ritmo que los barrios y la emergencia de otras iglesias cristianas, abrieron un nuevo factor de diferenciación. Entre católicos de un mismo barrio, también se han dado fracturas internas por estilos o concepciones diferentes de asumir el trabajo pastoral. El nuevo estilo de iglesia surgido a partir del Concilio Vaticano y posteriormente, la influencia de la Teología de la Liberación, incentivaron la diferenciación entre grupos de creyentes progresistas, con otros más apegados a lo tradicional.
Además de estos factores fragmentadores de la identidad barrial, comunes en otros grupos socioespaciales de la ciudad, los barrios populares también son escenario de la emergencia de nuevos actores sociales, portadores de modos de ser, formas de acción y utopías inéditas. Más que situaciones de fragmentación de identidad barrial, estamos frente a la construcción de nuevas identidades colectivas que la enriquecen y pluralizan. Los casos más evidentes y documentados son los de los jóvenes y las mujeres de los sectores populares.
En la medida en que los barrios se consolidan y se supera la fase fundacional que ha concentrado todos los esfuerzos en la construcción de la casa y en la creación de la infraestructura básica, se van haciendo evidentes las diferencias generacionales. A la generación de ¨pioneros¨ (que por ende, han institucionalizado su poder dentro del barrio), le siguen la de quienes llegaron al asentamiento siendo niños o nacieron allí y que con el paso de los años se convierten en jóvenes con expectativas e intereses que no se reconocen ni pueden realizarse dentro del orden espacial, social y asociativo de los adultos. De ese modo, es en esa lucha por el reconocimiento como sujetos con sus propios deseos y proyectos, como los jóvenes deben disputar su identidad con los poderes establecidos.
El modo como se ha resuelto esa construcción de identidad como jóvenes ha estado condicionado históricamente. Así por ejemplo, a partir de la décadas del setenta, en los barrios que habían sido formados veinte años atrás, ya existe una amplia población juvenil, que ha crecido con una relación más estrecha con la cultura de masas que sus padres; educados en escuelas y colegios de secundaria pública (y por la televisión) y con pautas de consumo cultural más urbanas y permeados por la oleada de inconformismo y protesta social que sacudieron el planeta desde los sesenta, cuando no directamente por los nacientes movimientos de la izquierda criolla, estos jóvenes son portadores de una nueva subjetividad.
Estos jóvenes buscaron la calle y los espacios ¨libres¨ dentro del barrio, para reconocerse más allá de su vida familiar y escolar. Por iniciativa propia o por sus compromisos adquiridos en el mundo exterior (algunos han accedido a la Educción Media y a la Universidad pública) o promovidos por la parroquia o los Centros de Promoción Social (hoy ONGs), promovieron en sus barrios la creación de espacios de encuentro y afirmación cultural; forman grupos ¨juveniles¨ o con orientaciones específicas hacia el arte, la educación de adultos, la recreación o el deporte. Para sus actividades debieron disputarse espacios institucionalizados como las escuelas públicas, los Salones Comunales y Parroquiales o apropiarse de otros nuevos como parques y áreas verdes.
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