- Resumen
- I – La Patagonia en la agenda pública
- II – Crisol y El Pampero
- III – El enemigo en la Patagonia
- IV – Un nuevo Estado para la Argentina potencia
- V – Gobernar es vigilar
- VI – Representaciones del nacionalismo y mitos conspirativos
- Notas
Resumen:
Esta ponencia procura rastrear las representaciones del espacio patagónico que difundieron voces del nacionalismo argentino entre 1934 y 1943. Se pone especial acento en la forma de representar a los residentes extranjeros de la Patagonia: los chilenos fueron conceptuados como una quinta–columna al servicio de una siempre inminente invasión orquestada por La Moneda. Por otro lado, el territorio del Sur se les antojaba a los nacionalistas como el mejor laboratorio para un gobierno directo de las F.F.A.A. sobre la población y los recursos naturales, atendiendo a la promoción de la seguridad y desarrollo nacional.
Esta investigación se ha servido de la revisión de fuentes periodísticas nacionalistas (Crisol, El Pampero). El objetivo final de esta pesquisa gira sobre el estudio de las representaciones nacionalistas de la Patagonia en el siglo XX, representaciones que permitieron la selección de este espacio como uno de los favoritos para los imaginarios conspirativos. Si, como expuso Hannah Arendt, la definición del enemigo no es una cuestión menor para una ideología, tampoco lo es determinar el lugar donde se cree que el enemigo se esconde y conspira.
A mediados de 1935, el lector de Crisol no podía menos que quedar azorado de las noticias: ante la vista gorda de las autoridades nacionales, el cónsul chileno en Neuquén repartía semillas de alfalfa entre sus compatriotas con la intención de crear potreros que sirvieran como pistas de aterrizaje para un inminente bombardeo a los yacimientos petrolíferos de Comodoro Rivadavia y Plaza Huincul (Crisol, 26/VII/1935, 1). La usurpación de la Patagonia ya había sido planificada en una estancia neuquina donde se reunió el Estado mayor del ejército chileno (Crisol, 4/VIII/1935, 1). Alejándose de la Cordillera, la situación no era más alentadora. La ciudad de Zapala, también en Neuquén, era considerada ‘la menos argentina de todas las poblaciones patagónicas’ ya que allí todas las autoridades eran judías. Zapala era llamada la ‘segunda Palestina’. Su intendente, el ‘judaizante’ Ortega, era uno de los propietarios de la Usina Eléctrica, que estafaba al municipio. De hecho, Ortega se habría convertido a la fe de Israel y cambió su apellido por ‘Orteguinsky’ (Crisol, 26/VII/1935, 3).
Esta ponencia no procurará demostrar cuán profundamente falsas, arteras y malintencionadas resultaban estas ‘caracterizaciones’ de la Patagonia en los años treinta.1 No se trata sólo de que sean mentiras flagrantes, a veces invenciones pagadas por la embajada nazi o un ejercicio de distracción política. Lo que aquí se intentará es, más bien, realizar una suerte de comprensión de por qué la Patagonia fue reiteradamente utilizada para ambientar la aparición del espectro de la Anti–patria por parte de los grupos nacionalistas entre 1934 y 1943. Como se espera mostrar, los discursos de la extrema derecha en este período denunciaban que la población extranjera y judía residente en territorio austral constituía un enclave que amenazaba con la disgregación territorial.
Esta ponencia se abre con una breve descripción sobre el incremento de las intervenciones de diversas agencias públicas, instituciones y grupos sociales en la Patagonia en el período 1934–43, lo que da cuenta de un giro copernicano en cuanto a las preocupaciones sobre este espacio. A continuación se ofrece una síntesis de las principales ideas expresadas por dos voceros del nacionalismo (Crisol y El Pampero) acerca de cómo era la Patagonia, sus principales conflictos y las medidas necesarias para salvarla de la penetración de los extranjeros de afuera (ingleses, chilenos) y de adentro (judíos). Finalmente, las conclusiones anhelan expresar algunas ideas para comprender las razones de la atracción que le suscitó el espacio patagónico a las fuerzas de extrema derecha en ese momento.
I – La Patagonia en la agenda pública
Terminada la Primera Guerra Mundial, la provisión de combustibles y recursos para la industria bélica se transformó en una preocupación para los militares argentinos: la Gran Guerra había desnudado las ‘dependencias críticas’ de la seguridad nacional en Argentina. La supervivencia del carácter agrario del país comenzó a ser percibido por la corporación castrense como un riesgo para la propia seguridad nacional ya que perpetuaba la dependencia de las importaciones industriales (Rouquié 1983). Es por eso que desde los años veinte, y con mayor intensidad desde 1930, los militares promovieron la creación de industrias que aseguraran la autonomía de la defensa nacional. En este marco, la posesión y explotación de petróleo era más un imperativo estratégico que una oportunidad económica. La creación de YPF (1922), la ‘argentinización’ de sus trabajadores y su promoción de la industrialización local del petróleo dan cuenta de una nueva sensibilidad nacionalista en materia de defensa (Márquez 1995:107; Masés et al. 1994: 128; Rouquié 1983:168). La extracción de petróleo y carbón a cargo de empresas controladas por el Estado (YPF, YCF) era considerada una actividad indelegable e impostergable: estas empresas se encargaban de asegurar la soberanía nacional a la vez que de proveer la energía y materias primas necesarias para garantizar autarquía económica y seguridad nacional (Cabral Márquez 2003:194–199; Márquez 1995:123; Ballent y Gorelik 2001:148).
Dentro de esta reformulación económica, militar y política en los años treinta, la Patagonia estaba llamada a ocupar un lugar mucho más relevante del que había tenido hasta entonces. El sur, considerado desde 1870 como la tierra de promisión y colonización (la ‘Australia argentina’), en tiempos cercanos a la Segunda Guerra Mundial fue visto desde unas coordenadas más cercanas a la geopolítica del lebensraum. Entre 1930 y 1943 la actividad estatal en el sur alcanzó una intensidad inusitada: ese interés se sustentaba en la creencia de que la Patagonia podía contribuir con sus recursos energéticos a la industrialización y la seguridad nacional (Vilaboa y Bona 2003: 220). De hecho, ‘seguridad’ y ‘desarrollo nacional’ pasaron a ser las claves para percibir a la Patagonia hasta la década del ‘90. Como expresó Aranciaga (2004:99) hacer ‘patria’ en Patagonia a mediados del siglo XX equivalía a ‘producir’.
La cercanía que se suponía entre seguridad nacional y economía ayuda a entender el simultáneo establecimiento de empresas públicas dedicadas a la explotación del subsuelo y de asentamientos militares en Patagonia. La instalación de guarniciones militares y de artillería entre 1940 y 1943 (Neuquén, Covunco, Comodoro Rivadavia y Río Gallegos) y la creación de Gendarmería (1938) expresan esa preocupación (Navarro Floria 1999:158). En igual sentido fueron la posterior concreción de la Gobernación Militar de Comodoro Rivadavia (1944–1955) y de ‘Zonas de Seguridad’ en la frontera (Cabral Márquez 2003:193). Las denuncias acerca de la presencia nazi en la costa patagónica a partir de 1939, así como las sospechas sobre las maniobras de la Royal Navy en el Atlántico sur, contribuyeron a multiplicar las preocupaciones por la integridad y seguridad territorial en círculos militares y políticos argentinos.
La actividad pública no fue protagonizada sólo por torres petroleras y cuarteles militares. La instauración de la Dirección Nacional de Vialidad (1932) permitió extender la red vial en Patagonia: otro tanto ocurrió con el ferrocarril, que en 1934 permitió que los turistas porteños llegaran a Bariloche. El Ministerio de Agricultura declaró a 1937 ‘Año de la Patagonia’ y efectuó varias actividades tendientes a promover su desarrollo agro–ganadero, incluyendo una gira del ministro del ramo (Ministerio de Agricultura de la Nación, 1938: 571–620).
Esta ocupación física fue acompañada de una colonización simbólica. Carlos Masotta (2001) ha destacado la creación de espacios conmemorativos en el sur gracias al funcionamiento de comisiones de homenaje y de monumentos a fines de los treinta. Los monumentos y estatuas creados en la Patagonia tenían en el centro de esa memoria institucional al presidente Roca como héroe ‘civilizador’ del desierto. También el cine retomó la campaña militar de 1879 como objeto de homenaje. 2
Paralelamente, a esta marcada intervención material y simbólica del Estado, se incrementaron las preocupaciones sociales y políticas sobre el Sur. El Círculo Militar llamó a un concurso de ensayos sobre los problemas patagónicos en 1935. En 1940 se creó en Bariloche el Museo de la Patagonia. En la sede de la Sociedad Rural Argentina se desarrolló en 1941 la ‘Exposición Permanente de la Patagonia’ y en 1942 se fundó la ‘Asociación Amigos de la Patagonia’.
En los años que corren entre el golpe de Estado de 1930 y el inicio de la experiencia peronista se vivieron significativas mutaciones políticas y sociales. Una de ellas fue el crecimiento organizativo y la ampliación del apoyo que obtuvieron los grupos nacionalistas. Estos grupos no sólo se hicieron eco de las preocupaciones públicas por el sur, sino que las amplificaron, e intentaron apropiárselas o desviarlas hacia sus puntos de vista. Dos voces destacadas dentro de este campo ideológico, Crisol y El Pampero, ilustran el alza de inquietudes por la Patagonia.
El diario Crisol, creado en 1932, fue una de las más importantes publicaciones de la extrema derecha durante la entreguerra. La dirección estuvo a cargo del ‘Jefe del Nacionalismo’ o ‘Primer Camarada’ Enrique Osés. Su financiación provenía de la Embajada del Tercer Reich en Buenos Aires y de publicidad de empresas alemanas y organismos públicos (Buchrucker 1987:226; Lvovich 2003:325; Rouquié 1983:297). Crisol fue uno de los medios que más esfuerzos hizo por difundir creencias y prácticas judeofóbicas en tierras rioplatenses, al punto de convertirse en un ‘órgano de agitación pro–nazi dirigido a un público popular’ (Lvovich 2003:300). La tarea de propaganda del régimen de Hitler se complementaba con la organización de visitas a la ‘Nueva Alemania’ y la Italia fascista. Aunque nacido con una escuálida tirada de 4000 ejemplares, el periódico afirmó que llegó a publicar más de 22.000 (Lvovich 2003:300; Rouquié 1983:297). En la arquitectura discursiva de Crisol, los males de Argentina y el mundo eran el resultado de la dominación judía. La particularidad de Crisol no residía tanto en tematizar la ‘cuestión judía’ –aspecto compartido por otras voces nacionalistas y católicas– sino en su ‘preeminencia completa y absoluta’ (Lvovich 2003:323). El antisemitismo ‘virulento y obsesivo’ de Crisol no se explica sólo por el financiamiento alemán, ya que otros medios que recibían esos subsidios no tenían el mismo nivel de judeofobia: la clave parece ser que el antisemitismo era central en el conspiracionismo de Osés (Lvovich 2003:324).
El Pampero (1939–1944), al igual que Crisol fue dirigido por Osés y financiado por la Alemania nazi (Newton 1995). Pero El Pampero fue mucho más que un órgano de agitación judeofóbica como Crisol: más páginas y abundante información deportiva lo hacían un medio más atractivo para el público popular. Sus 75.000 ejemplares diarios dan cuenta de que constituía una empresa editorial con pretensiones de masividad (Lvovich 2003:311).
Ambos periódicos se dedicaron a denunciar la decadente situación de la argentinidad en el sur e intentaron convertirse en voceros y defensores de sus pobladores ‘criollos’ e indígenas (Crisol 26/VIII/1934, 1; 17/VII/1935, 1). Dentro de la arquitectura textual de Crisol, la Patagonia retuvo singular relevancia: su preocupación giraba en torno a la idea de que allí la argentinidad se mostraba escuálida frente a la extranjería y sus actividades económicas. El Pampero insistió en denunciar las pretensiones británicas sobre el espacio patagónico, a la vez que intentó deslindar cualquier tipo de pretensión nazi sobre ese mismo territorio. Corresponsales y ‘amigos’ los abastecían de noticias desde la Patagonia, a la vez que reproducían en el sur el arsenal ideológico producido en Buenos Aires. Las disputas periodísticas entre los ‘notables’ patagónicos alcanzaban eco en la prensa nacionalista porteña: oportunamente ambos medios jugaban sus cartas en esas bregas, identificando a sus aliados en el interior.3
A efectos de demostrar su compromiso con la causa patagónica, Crisol y El Pampero incluían cartas de lectores residentes en Patagonia o fotografías de los ‘representantes’ de pobladores e indígenas patagónicos que los visitaban en sus redacciones (Crisol 10/VIII/1935, 1; 8/V/1935, 1). La notoria presencia de los discursos producidos en Patagonia –a la vez que sobre Patagonia– le daba a estas publicaciones un halo de verosimilitud y de compromiso con el ‘progreso’ de la región. Crisol y El Pampero afianzaron los vínculos con pobladores e instituciones de Patagonia organizando actividades, como colectas de ropa (El Pampero 4/XI/1939, 4), giras artísticas y campañas que involucraban problemas del sur (la tierra fiscal, promoción de la explotación del carbón, etc.).4 El director Osés, que solía realizar viajes de propaganda al interior (Zuleta Álvarez 1975:287), visitó la Patagonia en mayo de 1943, protagonizando enfrentamientos armados en esa ocasión (Bohoslavsky 2003).
III – El enemigo en la Patagonia
En la lectura conspirativa que los grupos nacionalistas fueron desarrollando durante los ‘30 tenía un lugar central la imagen del enemigo (es la tesis central de Lvovich 2003). Éste tenía múltiples y contradictorias caras, además de una demoníaca inteligencia. Una de las más importantes cabezas de esta hidra imaginaria era ‘El Judío’, quien a través de sus brazos capitalistas, liberales, ateos y comunistas había conseguido hacerse de los más importantes resortes del poder político y económico de Argentina. La Patagonia no había quedado al margen de esta voracidad judía, según denunciaban. El nacionalista Oscar Wilet lo expresó en 1934:
‘¡Cereales, campos, fábricas, petróleo, todo, todo lo están acaparando! ¡Todo, todo, ya les está perteneciendo! Por lo pronto caben preguntas ¿De quién son las Malvinas? ¿De quién es el Chaco? ¿De quién la Patagonia? ¡Hay en ellos demasiados intereses del judaísmo, como para seguir tranquilos pensando que son nuestros!’ (Lvovich, 2003: 483)
La ‘plaga semítica’ estaba instalada en la Patagonia. En el sur el régimen latifundista dominado por los judíos, como un pulpo, anulaba la posibilidad de que los ‘verdaderos’ argentinos, accedieran a la propiedad del suelo según Bandera Argentina (12/V/1935, 1). Los grandes propietarios patagónicos se mostraban como argentinos o chilenos, pero en realidad eran ‘judíos sin patria, pero con mucho dinero, que lograron la fortuna sin reparar en ningún medio’ (Crisol 15/VIII/1935, 1). Los judíos realizaban espionaje en la Patagonia y agredían a las autoridades civiles y eclesiásticas, ante la inacción de los gobernantes (Crisol 20/IX/1934, 1; 20/IX/1935, 2). El vilipendiado ‘capitalismo judío’ no sólo controlaba la tierra sino también el comercio y la educación (Crisol 13/IX/1935, 1; 8/VIII/1934, 1). La presencia de educadores judíos (por lo tanto, no argentinos 5) en la Patagonia era una doble derrota: no sólo se dejaba de enseñar el credo patrio, sino que se difundían ideas funcionales a los intereses hebreos, ingleses y chilenos (Crisol 4/VII/1934, 4).
Según Crisol, la invasión israelita había sido especialmente dañina en Zapala donde los judíos controlaban todo, gracias a que los argentinos constituían sólo el 30% de la población local.6 En la ‘Segunda Palestina’ o ‘Sión Patagónica’ (Crisol 20/VIII/1935, 1–3) gobernaba el mencionado ‘Orteguinsky’ y la comisión empadronadora estaba compuesta por extranjeros y judíos con los peores antecedentes morales (Crisol 26/VII/1935, 3; 8/X/1935, 1). El atrevimiento de los judíos de Neuquén llegaba al punto de publicar ‘un periódico escrito en castellano’, que se dedicaba a criticar al gobernador (Crisol 20/IX/1934, 1).7
El ‘peligro judío’ era sólo una de las cabezas del Enemigo: las autoridades nacionales también deberían preocuparse por los deseos de Chile sobre la Patagonia. La Moneda se había comportado como un gobierno patriótico y viril: a diferencia del régimen demo-liberal argentino iniciado en 1853, Chile arraigó a los pobladores y les aseguró tierras y tranquilidad (Crisol 28/III/1935, 1; 9/IV/1935, 1). La Moneda sacó tajada de la indolencia liberal argentina: instaló sus hijos en la Patagonia, se ganó la confianza de los pobladores y firmó alianzas con el gran enemigo de Argentina, la bestia anglo-judía. Chile se venía sirviendo de distintos medios para apropiarse de territorios sureños: afincaba pobladores y delincuentes chilenos, planificaba invasiones militares, coqueteaba con los residentes argentinos; permitía el ingreso de hacienda robada, mantenía ardiente el amor patrio entre sus ciudadanos emigrados; los cónsules chilenos se dedicaban a conseguir impunidad y bienestar material para sus compatriotas; los niños nacidos en Argentina eran asentados en Chile (Crisol 14/III/1935, 1; 21/III/1935, 2; 25/X/1934, 1; 9/V/1935, 1; El Pampero 30/III/1940, 7). Gracias a esa penetración ‘pacífica, metódica, tenaz, constante y silenciosa’ la zona cordillerana estaba chilenizada (Crisol 14/III/1935, 1). Para Martínez Zuviría (1935:265), la región estaba ‘expuesta como ninguna a la penetración pacífica o no del extranjero’.
Estos avances chilenos constituían para Crisol (28/III/1935, 1), ‘un sistema formidable de baluartes’ que amenazaba la soberanía argentina ya que podía costarle al país perder un tercio de su territorio como resultado de una guerra ‘poco probable, pero no imposible’ (Crisol 25/X/1934, 1). La presencia de chilenos en la Patagonia no sólo constituía un riesgo para la ‘unidad étnica, social y espiritual’ argentina (El Pampero 19/XI/1939, 8), sino que podía ser invocada por Chile como un argumento para disputar la soberanía del territorio. En el lenguaje de la extrema derecha, los residentes chilenos asentados en la Patagonia eran la quinta columna, el caballo de Troya de la futura invasión: ‘cada habitante chileno arraigado en el sur cumple una misión especial del gobierno de su patria’ (Crisol 31/VII/1935, 1), son ‘puntos de avanzadas no civiles’ (Crisol 21/III/1935, 1–2). De ahí la caracterización castrense de esa población: ‘legiones civiles avanzan sin cesar, por suelo argentino, ordenadamente en filas cerradas’ (Crisol 21/III/1935, 1–2); mientras que los pobladores argentinos resultaban ‘milicias’ (El Pampero 17/I/1940, 16).
La antipatria se alimentaba de la acción combinada de judíos, chilenos y la acción imperialista británica. Los tres estaban unidos en la decisión de evitar que se radicaran argentinos en el sur y en crear una ‘conciencia anti–argentina’ en ese territorio (El Pampero 30/III/1940, 7). La política exterior inglesa había sido, según esta interpretación, siempre favorable a Chile (El Pampero 18/III/1940, 7). La extrema derecha criticaba insistentemente el peso del capital inglés en la economía patagónica, su monopolio de las tierras y los medios de transporte. Los años treinta muestran el crecimiento de la literatura histórica y política destinada a denunciar la acción del imperialismo inglés en la economía nacional (Scalabrini Ortiz, Julio y Rodolfo Irazusta, Arturo Jauretche, etc.). Para estos grupos, el ‘pulpo inglés’ estaba presente en todas las dimensiones de la vida nacional desde hacía siglos: había colonizado la producción, usurpado el territorio y controlado la economía, gracias a la acción de una ‘oligarquía’ cipaya. Para El Pampero (30/III/1940, 7) el capital inglés era el verdadero rey de la Patagonia. La dominación inglesa, denunciada más insistentemente por El Pampero (11/XII/1939, 7) que por Crisol (11/XII/1934, 1), se expresaba en el control británico del suelo y de los ferrocarriles (El Pampero 30/IV/1940, 9) resultado de una voracidad, en último término responsable del exterminio de los indios en Patagonia (El Pampero 4/I/1940, 7).
Otra de las preocupaciones nacionalistas sobre los británicos y la Patagonia guardaba relación con la seguridad y nacional: El Pampero acusaba al Imperio de violar la soberanía argentina con actividades militares y de espionaje durante la Segunda Guerra Mundial (13/XII/1939, 5; 29/XI/1939, 5; 1/XII/1939, 4). La denuncia de la usurpación inglesa de las islas Malvinas encajaba a la perfección en la tarea de impugnar la nueva acción ‘corsaria’ en el Atlántico sur (El Pampero 8/XI/1939, 4). Pero además, resultaba absolutamente funcional a la tarea de rebatir la denuncia de las pretensiones del Tercer Reich de instalar bases navales en Patagonia (Newton 1995). La prensa financiada por la embajada alemana, se dedicó a demostrar la falsedad de esas aseveraciones, repudiando a las figuras intervinientes en la trama (El Pampero 11/II/1940, 4; 12/II/1940, 1 y 14). Para El Pampero (17/XI/1939, 14) el ‘affaire Patagonia’ era una confabulación de los ingleses, la oposición interna a Hitler y los diarios sensacionalistas porteños. El objetivo del affaire era tender una cortina de humo para no discutir el monopolio inglés de las tierras del sur (El Pampero (8/III/1940, 16).8 Ramón Doll consideraba falsas las acusaciones sobre las pretensiones nazis en Patagonia: la única infiltración en Argentina era la democracia liberal, de la que ‘Inglaterra es la aguja de la inyección por donde el tóxico judío se introduce en la savia nacional’ (Lvovich 2003: 338).
IV – Un nuevo Estado para la Argentina potencia
La ‘ensoñación industrial’ que ha señalado Pratt (1997:262 ss.) aparece en los discursos con que la extrema derecha consideraba a la Patagonia. Se señalaba que en los territorios australes había una inusitada variedad de recursos naturales, suficientes para obtener ‘la energía motriz de las máquinas del mundo’ (Crisol 28/III/1935, 1). En la Patagonia no faltaba nada salvo el trabajo humano (más bien argentino). Para El Pampero (9/IV/1940, 9) si se aprovecharan los recursos naturales patagónicos ese páramo abandonado por la inercia oficial se transformaría en ‘la opulenta Atlántida de que hablaron nuestros mayores’. A diferencia de las proyecciones económicas de fines del siglo XIX, en la entreguerra se puso énfasis en la explotación de recursos considerados claves para la industrialización y la seguridad nacional. En línea cercana a la que defendían los gobiernos nacionales y los jóvenes oficiales (Rouquié 1983:277), los nacionalistas postulaban que la explotación de los recursos del subsuelo afirmaría la defensa nacional a la vez que el proceso de industrialización y reduciría la dependencia de las importaciones y transportes ingleses (El Pampero 10/IV/1940, 9; 15/II/1940, 9; Crisol 4/XI/1934, 1).
En el discurso de la extrema derecha los capitales privados no eran invitados a participar de la explotación de los recursos naturales patagónicos, como sucedió entre 1880 y 1930. El Estado era el agente económico y moral considerado necesario para el sur: debía explotar el subsuelo, construir infraestructura, mejorar el transporte y regular la actividad económica (Crisol 9/VIII/1934, 1; El Pampero 19/I/1940, 7; 3/XII/1939, 6; 20/XII/1939, 16). Sólo una economía liderada por el Estado garantizaba eficiencia y un ‘factor incorpóreo, espiritual, hecho de identificación y entusiasmo, de sacrificio muchas veces’ (El Pampero 13/XII/1939, 8).
Crisol y El Pampero promovían un Estado fuerte e interventor, pero criticaban a los gobiernos ‘realmente existentes’. Éstos eran entendidos como resultado de la politiquería, alejados de las verdaderas necesidades de la nación. El régimen ‘demo–liberal’ era intrínsecamente corrupto y dilapidador de los recursos públicos (del cual la tierra fiscal patagónica era ejemplo). La policía, la Dirección de Tierras y la justicia federal eran instituciones de gobierno, pero no formaban parte del Estado ideal que imaginaba la extrema derecha como el actor por excelencia del brillante porvenir patagónico. Las instituciones oficiales, especialmente la policía, fueron permanentemente fustigadas por la prensa nacionalista (Crisol 15/VII/1934, 1; 3/VII/1934, 1; 25/VIII/1935, 1; 23/IV/1935, 1; El Pampero 23/XII/1939, 6). Dado que las autoridades públicas vegetaban, despreocupándose de lo que ocurre en Patagonia, el sur estaba ‘prácticamente desargentinizado’ (Crisol 19/VI/1935, 1; 26/III/1935, 1–3; El Pampero 17/I/1940, 16). El régimen democrático no podía ayudar a la Patagonia porque era el gobierno del número sobre la calidad y no permitía realizar transformaciones estructurales (Crisol 24/IV/1935, 1; El Pampero 16/II/1940, 9). El sistema político era el ‘peor enemigo del país’, sordo a las quejas de los patagónicos porque no tienen derecho a voto, por lo que su sustitución era imprescindible (Crisol 13/VIII/1935, 1; El Pampero 16/IV/1940, 9).
La extrema derecha denunciaba que la desidia de los políticos por la Patagonia encontraba una muestra impactante en la situación de abandono de los indígenas (El Pampero 24/I/1940, 7; Crisol 4/V/1935, 1; 11/VII/1934, 1). Los desalojos de los indígenas fueron aprovechados para volver a denunciar la propiedad latifundista y extranjera del sur que los convirtió en ‘parias patagónicos’, comparables por su miseria a los ‘intocables de la India’ (Crisol 20/VII/1935, 3, 12/XI/1935, 1; 14/XI/1935, 1; El Pampero 22/I/1940, 7; 10/III/1940, 16). 9
Los discursos nacionalistas sobre la Patagonia tuvieron como señal particular la preocupación por el régimen de la tierra. Sin embargo, había diferencias en sus diagnósticos. Para El Pampero (8/XI/1939, 4; 28/I/1940, 9) el peor terrateniente del sur eran las compañías inglesas.10 Crisol consideraba que el principal problema era el predominio de las tierras fiscales sin repartir o distribuidas arbitrariamente (de ahí que el Estado era ‘el más desconsiderado, inepto y monstruoso de los latifundistas’ o ‘el enemigo más grande del progreso patagónico’, Crisol 14/XI/1934, 1; 25/VII/1934, 1; 10/V/1935, 1). 11 El sistema de distribución era injusto, corrupto y antinacional al punto que los territorios patagónicos eran ‘un bien mostrenco que usufructúan a su antojo cierta repartición oficial, los políticos profesionales y algunos que se han prendido como saguaypé’ (Crisol 15/II/1935, 1).
Las ‘soluciones’ para la Patagonia eran varias. Se promovía la instalación de colonias, la expropiación de latifundios y la prohibición de la propiedad extranjera de la tierra, con el objetivo de asentar argentinos nativos que reforzaran el ‘plasma vital de nuestra nacionalidad’ en regiones chilenizadas (Crisol 24/X/1934, 1; 8/VIII/1935, 2; 14/IV/1935, 1). De aplicarse esos planes, los resultados serían:
‘el desierto batido por el hogar; la soledad por la población; el silencio por el ajetreo del trabajo; la indiferencia por el interés; la inquietud por la confianza; los ñires por los manzanos; los coirones por las lechugas; los guanacos por las ovejas; la "cortada" por el camino; la "barbarie" por la civilización; el chileno por el argentino y el cóndor por el pabellón nacional’ (Crisol 14/IV/1935, 1)
Pero las soluciones de fondo no pasaban por implantar reformas sino por establecer un nuevo régimen político, que modelara desde arriba a la sociedad. La tarea de argentinizar a la Patagonia le correspondía a instituciones públicas, principalmente las fuerzas armadas. La corporación castrense fue objeto de recurrente veneración por parte de los nacionalistas. En los temas patagónicos se encontró una muy buena oportunidad para destacar los rasgos ‘civilizadores’ de los hombres de armas (una herencia de finales del siglo XIX) así como ‘modernizadores’, a tono con el tiempo en que defensa nacional e industria parecían ir de la mano. El Pampero (9/III/1940, 7) consideraba que ‘en todas partes del mundo, el progreso sigue las tiendas de los soldados’. Según Crisol (19/VII/1935, 3; 12/IV/1935, 1) quienes mejor conocían los recursos, problemas y capacidades nacionales eran los militares, pues poseían un ‘criterio argentino’, libre de banderías políticas e intereses privados. Pese a sus escasos recursos, las fuerzas armadas estudian, vigilan a los vecinos ‘con ansias imperialistas’, al ‘extremismo rojo’ y la ‘prédica disolvente y embrutecedora de los políticos profesionales’: de allí que resulten ‘patrañas’ de los políticos asignarle a las Fuerzas Armadas una función meramente ‘constitucional y pasiva’ (Crisol 19/VII/1935, 3; El Pampero 17/I/1940, 7). Des–chilenizar la Patagonia era tarea exclusiva del ejército tal como mostraban los gobernadores patagónicos de origen castrense (Crisol 10/VIII/1935, 1; 13/VIII/1935, 20/IX/1934, 1; 10/X/1935, 1). De allí el apoyo a los proyectos para asentar tropas en el sur (Crisol 12/IV/1935, 1; 8/VIII/1935, 2; 11/VIII/1935, 1; 14/XII/1935, 2; El Pampero 29/I/1940, 7).
El soldado en la Patagonia no debía limitarse a disuadir al ‘cóndor chileno’ de sus pretensiones territoriales: debía vigilar a los agitadores y los enemigos de adentro. La extrema derecha consideraba que era necesaria la militarización de la vida laboral y extra–laboral dentro de los yacimientos petrolíferos (Márquez 1995:103). Los trabajadores del petróleo eran objeto de sospecha de los nacionalistas y de las fuerzas armadas ya que aparecían como una amenaza al control de un recurso clave para la seguridad y desarrollo nacional. Los petroleros eran considerados ‘trabajadores soldados’ que simultáneamente servían a la Patria, la soberanía nacional y al interés colectivo (Cabral Márquez 2003:199; Aranciaga 2004:100). De ellos se esperaba lealtad y disposición a que su vida laboral y extra–laboral quedara regulada por la empresa a cambio de beneficios materiales y simbólicos que acentuaran el sentimiento de pertenencia a YPF (Masés et al. 1994:127–144; Márquez 1995:114).
En los treinta la militarización de los yacimientos se reclamaba impostergable por las autoridades de YPF, la policía de Comodoro Rivadavia y la prensa de extrema derecha, para extirpar a las ‘hordas comunistas’ que se habían adueñado de la voluntad de los trabajadores petroleros (Carrizo 2003). El peligro era tal que ‘sólo un gobernador militar sería capaz de librar al Chubut de la plaga comunista’ (Crisol 31/VIII/1935, 1). 12 Este discurso se guardaba muy bien de no hacer mención a las condiciones materiales en que desarrollaban sus tareas los trabajadores petroleros, de manera tal de imprimirle más fuerza a la imagen de una agitación injustificada, movida exclusivamente por intereses políticos (Barab 2005:6).
La acción del soldado quedaría trunca si no era acompañada por una tarea pedagógica y preventiva, a cargo de las escuelas (El Pampero 31/III/1940, 7). Ya en los ’20 las autoridades militares de YPF habían señalado que le correspondía a la escuela la misión de argentinizar la Patagonia, ‘donde predominan elementos extranjeros aventados con sus sedimentos de amargura de sus tierras de origen’ (Márquez 1995:114). Los maestros eran la ‘única voz espiritual de la Patria’ en Patagonia, que enfrentaban la ‘voracidad del capitalismo extranjero’ y la ‘maniobrería de las naciones interesadas en desglosarlas de la argentinidad’ (El Pampero 31/III/1940, 7). Los maestros argentinos tenían la misión de revertir la situación en Patagonia, donde los profesores hebreos (‘que solo quieren chuparnos la sangre y amontonar las riquezas de este pedazo del mundo’, Crisol 20/VIII/1935, 1) enseñaban a adorar al dinero. Esos maestros argentinos, además de su labor normal, cargaban con el deber de destruir el nacionalismo forastero, de fomentar el argentino y de evitar que los niños fueran ‘pasto propicio de los agentes chilenos cuando no de los perturbadores sociales’ (Crisol 20/VIII/1935, 1; 24/IV/1935, 1; El Pampero 7/IV/1940, 11; 30/III/1940, 7; 31/III/1940, 7). Esa tarea de exaltación nacional no podía realizarse bajo el modelo educativo del ‘normalismo’ sarmientino, con su ‘macedonia de traiciones’ de liberalismo y laicismo (Crisol /V/1935, 18/VIII/1935, 1; El Pampero 13/III/1940, 9).
Los proyectos de provincialización de los territorios patagónicos fueron rechazados de pleno por los nacionalistas dado que del régimen republicano sólo podían esperarse corrupción, desidia e ineficacia. Su postura anti–democrática les impedía considerar positiva la ampliación de los derechos electorales a los habitantes de la Patagonia: de lo que se trataba era de reducir el espacio de la política, no de extenderlo. Provincializar la Patagonia significaría ‘crear estados extranjeros dentro del estado argentino’ (Crisol 10/IX/1935, 1), provincializar ‘lo que todavía no está nacionalizado (Crisol 20/VIII/1935, 1). Para desalentar a la invasión chilena y los agitadores internos debían asentarse tropas, no crearse nuevas provincias (Crisol 10/VIII/1935, 1). Provincializar implicaría sostener una burocracia e instalar la politiquería y la ‘resaca del comité’ (El Pampero 8/XI/1939, 4; 29/IV/1940, 9), favoreciendo a los socialistas por la notoria presencia de extranjeros en el padrón electoral patagónico (Crisol 15/IX/1934, 1; Masés et al. 1994: 97). Antes que avanzar en la provincialización era preferible incrementar las competencias de los gobernadores designados por el Poder Ejecutivo (Crisol 30/VIII/1934, 1). De cualquier manera, la opción más confiable y segura era una sujeción más directa a la nación, de la cual los militares eran únicos guardianes y mejores administradores.
VI – Representaciones del nacionalismo y mitos conspirativos
Hannah Arendt expresó que la difusión de los Protocolos de los Sabios de Sión se sirvió de un elemento de plausibilidad previo, conocido por el grueso de la población. Ese elemento de plausibilidad no podía ser manufacturado motu propio por los que difundían esa creencia, sino que les precedía. El arte de los forjadores de mitos, expuso Arendt (1960:362) radicaba en usar y a la vez trascender a estos elementos reales y generalizarlos a un punto tal que resultaba imposible controlarlos con cualquier esfuerzo individual. El análisis de los discursos conspirativos de Crisol y El Pampero se puede servir de esta idea de Arendt. Ambos periódicos combinaban en dosis justas mentiras y verdades, procurando construir un discurso verosímil sobre lo que sucedía en el Sur. Este discurso debía mostrarse acorde con los imaginarios que los lectores ya tenían sobre la Patagonia: en ese sentido, sendas publicaciones retomaron muchos lugares comunes que se utilizaban para caracterizar a los territorios patagónicos desde al menos 1880 (vacío social, riqueza de recursos naturales, apetencia chilena) y los rearticularon en un nuevo tejido de significados.
La literatura de fines del siglo XIX y de principios del XX había insistido en considerar a la Patagonia como un diamante en bruto reservado para los varones valientes que desafían a la naturaleza. Es una tierra abierta, como la que va a buscar el personaje central de la novela Los náufragos del Jonathan (1909) de Jules Verne, un anarquista tolstoiano, pacifista e iluminista a la búsqueda de la ‘última partícula del globo que no tenía dueño […] última región del planeta no encorvada aun bajo el yugo de las leyes’. En la década de 1930 el ‘vacío’ social y la amplia disponibilidad de recursos ya no eran considerados el marco socio–natural para el desarrollo de una California argentina habitada por todos los hombres de buena voluntad: más bien se trataba del Ruhr argentino, de un coto estratégico que debía ser celosamente nacionalizado y vigilado de la apetencia extranjera. La Patagonia ya no era esa región abierta a los valientes, independientemente de su nacionalidad. Los pioneers no eran los que debían liderar la colonización del sur, no eran los bravos hombres del Progreso. La prensa nacionalista los pintó de manera completamente distinta: terratenientes extranjeros, asesinos y opresores de aborígenes y ‘criollos’. Los pobladores foráneos no eran agentes civilizadores sino un enemigo que medraba y que corroía al ser nacional. Los residentes chilenos ya no eran la fuerza de trabajo necesaria para fomentar la industria ganadera sino una quintacolumna, el caballo de Troya que coronaba una pertinaz celada contra el territorio argentino.
La caracterización de la Patagonia que realizó la extrema derecha en los ’30 y ’40 era muy negativa: todo allí era decadente, venal, anti-patriótico y denigrante. Los nacionalistas consideraban a la realidad patagónica bajo una óptica decadentista, muy propia de los adherentes a teorías conspirativas: la Patagonia era una de las muestras más cabales de la acción de la anti-patria. El liberalismo que envenenaba al país había engendrado resignación y un vergonzante quietismo frente a las constantes pretensiones extranjeras sobre la Patagonia. Pero ese momento de mayor degradación nacional coincidía con la inminente llegada del tiempo nuevo. La Patria sería salvada agónicamente, por las únicas fuerzas (auto–consideradas) incontaminadas que quedaban en pie, los militares y la extrema derecha. Ambas brindarían la solución definitiva para la Patagonia (y para el resto del país): argentinizar. En la mirada de los medios nacionalistas sobre la Patagonia salta a la vista la centralidad del agente estatal en el proyecto político y económico. El tempo que se reclama, el que se anuncia, es el del Estado como voluntad colectiva de los argentinos. La Argentina suicidamente abierta al mundo ha terminado, la imbecilidad generada por el régimen demo-liberal ha ido demasiado lejos: su aversión a la guerra, su pacifismo indolente y femenino, han causado enormes derrotas al país.
Las propuestas que las voces nacionalistas señalaban no diferían en demasía de lo que ejecutaban los gobiernos conservadores: su modelo de país se particularizaba por el reclamo de mayor autoritarismo, pero coincidía en lo básico: promoción de criterios administrativos por sobre las decisiones políticas, primacía del know how técnico por sobre las instituciones deliberativas, nacionalización del país, búsqueda de la autarquía económica, asentamiento de tropas, etc. Las diferencias eran de grado antes que de naturaleza, pero su marginalidad con respecto a los centros de toma de decisión, así como su escaso arraigo masivo, forzaron a la extrema derecha radicalizar su oposición a "la política".
Su mirada sobre la Patagonia adolecía de una marcada contradicción: su reclamo de mayor presencia física, económica, militar y simbólica del Estado se producía exactamente en el mismo momento en el que esta presencia se hacía más notoria que nunca. La expansión de las industrias de extracción del subsuelo, la instalación de guarniciones militares y la ampliación de la red vial y ferroviaria como manera de efectivizar la soberanía nacional en la región convivieron con la insistente exigencia de que el Estado hiciera exactamente eso mismo.
Los discursos de la extrema derecha guardaban un reconocible efecto especular: criticaban en otros actores aquellos elementos que estaban incluidos en su propia postura ideológica. La denuncia conspirativa y decadentista puede ser entendida como auto–imagen más que como una supuesta descripción del Enemigo. Así, acusaban a la gran prensa de estar sobornada por gobiernos extranjeros cuando esa era su propia situación; impugnaba a ‘los judíos’ de Neuquén por realizar exactamente lo mismo que hacía, esto es, desacreditar a las instituciones públicas y hablar bien del gobierno de Chile (Crisol 20/IX/34; 1). La forma en la que caracterizaban a la acción de La Moneda (celosa de sus derechos, expansionista, militarista, preocupada por afianzar la soberanía en Patagonia) en realidad, refleja mucho más la forma en que desearan que fuera Argentina: el imperialismo que le criticaban a Chile era el que proponían –más bien exigían– que la Casa Rosada impusiera a los países vecinos.
En algún sentido, puede considerarse la postura de la extrema derecha tenía un contenido negativo y otro propositivo. En el primero se contaba la oposición a provincializar a la Patagonia, a pesar de que era un reclamo de buena parte de la dirigencia y pobladores allí asentados. En el propositivo, la extensión del régimen de los Territorios nacionales (autoridades ejecutivas nombradas sin consulta a los gobernados, ausencia de poder legislativo y de vida política formal en general) a toda la república. La propuesta de "argentinizar a la Patagonia", escondía, en realidad, el deseo de "patagonizar a la Argentina", esto es, instaurar un régimen de gobierno resultado de decisiones cupulares, con centralidad del Ejército y vigilancia extremada de las actividades de los extranjeros residentes, considerados enemigos reales o potenciales.
(*) Trabajo presentado como ponencia presentada en las Xª Jornadas Interescuelas / Departamentos de Historia, Universidad Nacional de Rosario, septiembre de 2005. Esta ponencia fue realizada mediante un subsidio de la Fundación Antorchas.
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- Sólo a título de ejemplo: el intendente Ortega, lejos de ser un ‘títere de los judíos’, fue nombrado en ese cargo por la Revolución de septiembre de 1930, que tan buena recepción había encontrado en medios nacionalistas. Archivo Histórico de la Provincia de Neuquén, Libro Copiador 217, f° 1, 13/IX/1930.
- A la exaltación del Ejército y su ‘misión civilizadora’ apuntaban ‘Viento Norte’ (1937), ‘Huella’ (1941), ‘Fortín Alto’ (1941), ‘Frontera Sur’ (1943), ‘Pampa Bárbara’ (1946) y ‘El último perro’ (1955).
- Algunos de ellos eran Albores y La cruz del sur (Trelew), Flores del campo (Viedma) y El Territorio (Neuquén). Crisol 12/VII/1935, 1; 18/IV/1935, 1; 25/X/1935, 1.
- La más importante de estas empresas político–culturales fue la gira patagónica del folklorista Ernesto Ochoa, organizada por El Pampero en 1940, destinada ‘a la argentinización del alma de estas poblaciones, sumidas en el ambiente logrero y materialista que implantó en estas zonas el capitalismo extranjero’ (El Pampero 30/III/1940, 7; 4/III/1940, 7).
- De acuerdo con Lvovich (2003:326), Crisol consideraba a la condición judía incompatible con la nacionalidad argentina, aunque ‘en consonancia con la tradición católica, se posibilitaba una vía de escape a través de la conversión’.
- Un censo en 1926 en Zapala indicó que se trataba de una verdadera Babel, pero no tenía un 70% de extranjeros. Había 1113 argentinos, 435 chilenos, 79 españoles, 48 italianos, 42 rusos, 32 libaneses, 19 sirios, 17 polacos, 8 turcos, 8 austriacos, 5 franceses (Prislei 2001:87). Masés et al. (1994:13) cifran en 50 familias la población judía de Zapala en 1920.
- El periódico en cuestión estaba dirigido por Ángel Edelman, pero era vocero del radicalismo y no de la población judía del Territorio.
- La operación, pergeñada por la diplomacia inglesa, parece haber tenido por objetivo convencer a Estados Unidos de involucrarse más abiertamente en la Segunda Guerra Mundial (Newton 1995:251).
- La queja por la situación de los indígenas en los ‘30 era compatible con la apología de la conquista militar de 1879, que había afirmado ‘nuestro derecho indiscutible a la vida’, y debía ser recordada como ‘epopeya gaucha’ (El Pampero 5/IV/1940, 16; 30/III/1940, 7). Los asesinatos de indígenas cometidos desde entonces era responsabilidad exclusiva de estancieros ingleses o judíos (El Pampero 30/III/1940, 7; 7/IV/1940, 11; Crisol 31/VII/1935, 1).
- Barbería (1995:271) mostró que desde 1920 predominaban en Santa Cruz las unidades ‘pequeñas’ o ‘medianas’ de entre 10.000 y 20.000 has.
- La desprolijidad y el descontrol en las reparticiones dedicadas a la gestión de tierras, afectaron a varios pobladores pequeños en los ‘30 (Barbería 1995:272).
- Aunque no en la escala señalada por la extrema derecha, el comunismo hizo pie entre los trabajadores petroleros patagónicos entre 1931 y 1935, especialmente en las compañías privadas y el pueblo de Comodoro Rivadavia, pero no en los yacimientos de YPF (Márquez 1995:124; Barab 2005:4–17).
Ernesto Bohoslavsky (**)
(**) Docente. Universidad Nacional de General Sarmiento – CONICET