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El Sentido Histórico del Proyecto Educativo de Lutero (II) (página 2)

Enviado por Jorge D�vila


Partes: 1, 2

Esta estructuración jerárquica del ser, conocida posteriormente como el "Arbol de Porfirio", constituía la malla conceptual fundamental que permitía la identificación de cualquier cosa que fuese el caso. Saber qué es una cierta cosa implicaba encontrar su correcta definición —el género al que pertenecía y la diferencia específica que la distinguía dentro de éste—, lo que equivalía a encontrar el lugar que esa cosa ocupaba dentro de la mencionada malla conceptual. Nótese que, dado el carácter lógicamente exhaustivo de tal malla, lo que no podía ser ubicado dentro de ella, simplemente no podía ser en lo absoluto. En otras palabras, ser era ser una de las posibilidades ofrecidas por esta estructura jerárquica (2). Por otra parte, nótese también que la posibilidad de determinar las propiedades de las cosas —aquellas cualidades que les eran intrínsecas, esenciales— se fundaba en la correcta identificación del lugar que tales cosas ocupaban dentro de ese orden jerárquico. Si una determinada cualidad no podía ser sustraída de la cosa sin que ésta perdiese su lugar dentro del orden, entonces tal cualidad debía ser considerada como una propiedad; en caso contrario era sólo un accidente. Finalmente, debemos notar que sólo bajo esta concepción el razonamiento silogístico pudo erigirse en la forma básica de toda argumentación: el silogismo no hace más que aplicar las relaciones lógicas que se establecen entre las propiedades de los géneros y sus especies.

Ahora bien; según el Arbol de Porfirio, las cosas individuales sólo podían ser gracias a que correspondían a una "especie" de la que eran ejemplo. Las especies, por tanto, fundaban ontológicamente a los individuos. Pero, del mismo modo, las especies sólo podían ser gracias a que correspondían a un "género" del que eran ejemplo. Los géneros, entonces, fundaban ontológicamente a las especies —y, a través de ellas, a los individuos. En conclusión, a mayor nivel de abstracción del género, mayor su precedencia como fundamento ontológico. Dado que en la cúspide de esta jerarquía ontológica se hallaban las categorías, éstas parecían constituir el fundamento último de todo lo que tuviese ser. Pero, ¿qué había más allá de las categorías? ¿Cómo podían ellas ser si carecían de fundamento ontológico? Tanto Porfirio como Aristóteles rechazan la posibilidad de que haya un género aún más genérico que las categorías (y, en particular, la posibilidad de que ese género sea "ser"). El problema podría plantearse del siguiente modo: si existiese un género supremo que abarcase a todo lo que es, evidentemente dicho género tendría que ser. Pero, siendo así, ese género tendría que ser una sub-clase de sí mismo —dado que, por definición, dicho género abarca a todo lo que es. En conclusión, tal género a la vez sería y no sería el género supremo, lo que constituye una evidente contradicción (3). Puesto esto en palabras aún más sencillas, podríamos decir que aquello que pretende representar a todo en general, no puede ser representado como algo en particular.

Sin embargo, el problema persiste: ¿De dónde derivan su ser las categorías?

¿Qué les da unidad a todas ellas, y por tanto, a todo lo que es? Evidentemente por encima de las categorías se abría un espacio misterioso, que no podía ser plenamente aprehendido por el intelecto humano —éste sólo podía operar en el dominio de los géneros y las especies. Sólo algunos aspectos muy generales de este espacio podían ser conocidos, haciendo una especie de extrapolación. Así, por ejemplo, podía saberse que más allá de las categorías se hallaba lo más universal, pero cuya universalidad no era la de un género supremo. Por el contrario, todos los géneros y especies se hallaban contenidos dentro de ese algo omnicomprensivo (que evidentemente no podía ser un "algo"), y de él recibían su ser. Ese algo, entonces, no podía ser como son los géneros, las especies y los individuos, que obtienen su

ser desde algo externo y anterior a ellos. El ser de ese algo tenía que estar implícito en él, tenía que constituir su esencia misma, es decir, tenía que haber una especie de identidad entre ese algo y "ser". De manera que este fundamento ontológico último no requería de nada para poder ser porque esencialmente era, no podía sino ser: su existencia era totalmente auto-subsistente y auto-suficiente.

Resulta claro que ese espacio misterioso que se abría más allá del Arbol de Porfirio, apuntaba inequívocamente (al menos para el pensamiento medieval) hacia

la existencia de un Ser Supremo. Lo impenetrable de este espacio para el intelecto humano indicaba que todo conocimiento en este campo —es decir, toda ciencia de Dios, toda teo-logía— tenía que descansar en la fe más que en la razón. Por eso, a lo largo de todo el medioevo se desarrolla un pensamiento que intenta arrojar alguna luz sobre ese espacio trascendente —del que obviamente depende el sentido global de toda la Creación— recurriendo tanto a los poderes racionales del hombre como a la palabra revelada de la Biblia. Es necesario que examinemos algunas de las principales conclusiones a las que arriba dicho pensamiento con el fin de ganar una mejor comprensión acerca del orden de sentido medieval.

Sin embargo, antes de abordar esta tarea, vale la pena que nos detengamos un momento para apreciar algunas implicaciones de la ontología subyacente al Arbol de Porfirio.

Observemos, para empezar, que la mencionada ontología dibuja tres espacios claramente definidos y diferenciados: (a) el de las cosas individuales; (b) el de las Ideas o Formas de las cosas individuales; (c) el de la fuente suprema de toda existencia (identificada durante el medioevo con el Dios personal del cristianismo). Ahora; aunque evidentemente las cosas individuales son las únicas que enfrentamos en la vida cotidiana, ellas, sin embargo, tienen el menor grado de realidad de los tres espacios. Su ser es, por así decirlo, "prestado", como "de segunda mano". Llega a las cosas individuales gracias a una larga cadena de intermediarios que lo conduce hacia ellas desde el lugar de donde mana en toda su pureza. Con cada grado que desciende en esta jerarquía ontológica, el ser se "de-grada", acercándose al no-ser.

Al punto que —acudiendo al mito de la caverna de Platón— las cosas individuales no son más que una "sombra" de las Ideas o Formas; una sombra que, a su vez, proviene de la "luz" arrojada por el Creador sobre el mundo de las Ideas (4). Así, pues, mientras el tercer espacio es de manera plena, absoluta y eterna, el primer espacio sólo es de manera contingente, incierta y efímera. Esto trae dos consecuencias de gran importancia.

La primera de ellas es que las cosas individuales ganan ser en la medida en que reflejan mejor las Ideas de las que son ejemplo. Por ejemplo, un reloj sólo puede serlo en la medida en que es, a la vez, un buen reloj, es decir, se acerca a un reloj ideal. Un reloj que no cumpla bien con su papel o función (supongamos que le faltan las manecillas) pierde, al menos parcialmente, su condición de "reloj". Si bien sigue siendo un reloj en potencia, sólo volverá a ser un reloj de manera plena, actual, cuando sea reparado. Pero si, en vez de repararlo, lo lanzamos contra el suelo y lo despedazamos, su condición de reloj se verá aún más afectada —de hecho, desaparecerá casi por completo. Los pedazos in-formes que queden del reloj difícilmente podrán seguir siendo llamados "reloj", ya ni siquiera en potencia. Así, donde antes había un reloj ahora no hay nada en particular. Lo que había, dejó de ser y se hundió en el no ser. Bajo esa condición lo que quedó del reloj se acerca hacia el extremo de una pura potencialidad para ser algo, pero que actualmente no es nada. Ahora bien; si las cosas individuales ganan ser en la medida en que reflejan mejor su correspondiente Idea, esto quiere decir que dicha Idea constituye el bien fundamental de cada cosa. Constituye su bien porque es lo que le permite a cada cosa individual llegar a realizar su ser de manera plena. En la medida en que las cosas alcanzan su excelencia (es decir, reflejan fielmente su modelo ideal), su ser se aleja del no ser y adquiere un mayor nivel de perfección.

En pocas palabras, el bien supremo de cada cosa individual es hacerse uno con su Idea, regresar a la fuente de su ser, y, en última instancia, regresar a la fuente original de todo ser: hacerse uno con su Creador.

La segunda consecuencia se refiere al sentido que adquiere la vida humana a la luz de lo anterior. El hombre, al igual que todas las cosas, tiene también su bien característico, que le viene dado por la diferencia específica de su especie dentro del género "animal". Como ya nos lo mostró Porfirio, lo que distingue al hombre de los demás animales es que éste posee un alma racional. El perfeccionamiento de esa racionalidad constituye, entonces, el bien propio del ser humano. Pero, ¿en qué consiste esa racionalidad y qué significa "perfeccionarla"? La racionalidad del ser humano consiste en su capacidad para aprehender ese mundo invisible que trasciende y rige al mundo de las cosas individuales. En otras palabras, el hombre no sólo es capaz de contemplar con sus sentidos las cosas tangibles, sino que es capaz de elevarse por encima de éstas para contemplar las Ideas o Formas que le brindan orden y unidad a todo lo existente. "Elevarse" significa penetrar progresivamente en los niveles de mayor abstracción, universalidad y primacía ontológica de la Creación, pero también significa experimentar con creciente fuerza la bondad y perfección del orden universal. Por ambas vías, la "elevación" propia del ser racional implica un acercamiento de éste al Creador, y, a la vez, un alejamiento del nivel más bajo e intrascendente del ser, constituido por las cosas individuales. El perfeccionamiento de la racionalidad, por tanto, consiste no sólo en un afinamiento de nuestra capacidad para contemplar el orden universal, sino también en una pérdida del interés por el mundo de las cosas tangibles. En pocas palabras, ser racional significa renunciar por completo a lo "mundano" y dejarse absorber totalmente por lo "espiritual". De aquí que el ser humano sólo pueda alcanzar su bien y hacerse uno con el Creador dedicándose a la vita contemplativa propia del retiro monástico.

Tomás de Aquino, uno de los más excelsos exponentes del pensamiento medieval, resume las anteriores ideas del siguiente modo:

Dios ha creado un universo de diversos seres, cada uno de los cuales tiende hacia el fin que le es propio. El fin de cada criatura es su estado de mayor perfección, o lo que ella es en su mejor momento. Al tender hacia su propia realización, sin embargo, cada criatura simultáneamente se acerca a la perfección que es Dios. Esta progresión, entonces, sugiere una jerarquía basada en el grado de perfección que cada ser puede alcanzar, proporcionando un orden que los seres humanos pueden trazar usando la razón y el conocimiento sensorial para acercarse al conocimiento de Dios, aunque este último fin sólo puede alcanzarse por medio de la gracia.

(Aquino, 1264, 1.3; traducción mía)

Nótese que Santo Tomás habla aquí de "una jerarquía basada en el grado de perfección que cada ser puede alcanzar". En efecto, así como entre los individuos de una misma especie encontramos algunos que reflejan mejor la perfección propia de su especie, y otros que la reflejan con menor fidelidad, del mismo modo entre las diferentes especies pertenecientes a un mismo género encontramos también una variedad de grados de perfección (5). Así, por ejemplo, "las cosas compuestas son más perfectas que los elementos, y las plantas más que los minerales, y los animales más que las plantas, y los hombres más que los demás animales, y en cada uno de estos [géneros] unas especies son más perfectas que otras" (Aquino, 1273, Parte I, 47, 2; traducción mía).

En términos del Arbol de Porfirio, cada subdivisión de género en especies implica una diferenciación en grados de perfección. Dentro de cada género, una de las especies constituye el mejor ejemplar de ese género —pues actualiza plenamente toda la potencialidad del mismo—, mientras que las demás sólo reflejan la perfección de su género de manera incompleta. En última instancia, sin embargo, todas las cosas reflejan en mayor o menor grado la perfección de aquello que está por encima de todos los géneros, especies e individuos, y que constituye el patrón absoluto e insuperable de toda perfección: el Ser Supremo.

Pero, ¿a qué se debe la existencia de este orden universal que hemos venido describiendo? ¿Qué es lo que, a fin de cuentas, le da sentido a toda esta situación en la que se encuentra la Creación? ¿Por qué las cosas exhiben una diversidad de bienes que se ordenan jerárquicamente entre sí? ¿Por qué ellas sólo pueden ser en la medida en que tienden hacia su bien? ¿A qué se debe la existencia del mundo de las Formas o Ideas? En pocas palabras, ¿qué es lo que le da unidad a todo lo que es? Como indicábamos antes, estas preguntas conducían a especular acerca de ese tercer espacio ontológico que le servía de fundamento supremo a los otros dos. Dado que en ese espacio residía el Ser Supremo, tales especulaciones necesariamente tenían que girar en torno a la naturaleza de este último y sus intenciones como Creador del universo. Examinemos brevemente algunas de las principales conclusiones a las que arribó la teología medieval en este campo.

En primer lugar está el problema de la relación entre el mundo de las Ideas (o Formas) y Dios. Anteriormente mostramos que los géneros y las especies de algún modo debían estar contenidos en Dios, pero que éste no podía ser, a su vez, un género, ya que por naturaleza desbordaba o trascendía cualquier Idea particular. Pero, ¿de qué modo, entonces, el mundo de las Ideas estaba contenido en Dios?

Dado que las cosas individuales eran creaciones divinas, y dado que las Ideas, a todas luces, constituían el patrón de dicha creación, parecía lógico suponer que las Ideas eran lo que Dios "tenía en mente" cuando creó el universo. En efecto, desde San Agustín hasta Santo Tomás vemos desarrollarse esta concepción del mundo de las Ideas como un espacio contenido en la mente divina:

Un artífice produce una determinada forma en la materia gracias al modelo que tiene ante sí, ya sea que se trate de un modelo contemplado externamente, o de uno concebido internamente en la mente. Ahora bien; resulta evidente que las cosas naturales reciben determinadas formas. Esta determinación de las formas debe ser reducida a la sabiduría divina como su primer principio, pues dicha sabiduría concibió el orden del universo, el cual consiste en la variedad de cosas. Por tanto, debemos afirmar que en la sabiduría divina se encuentran los arquetipos de todas las cosas, los cuales hemos llamado Ideas —es decir, formas ejemplares existentes en la mente divina. (Aquino, 1273, Primera Parte, 44, 3; traducción mía).

Pero si Dios concibió y creo intencionalmente un universo poblado de diferentes seres, cada uno con su respectivo modelo ideal y su correspondiente grado de perfección, y todos ellos contenidos dentro de un orden global de la Creación, cabe preguntarse con qué intención lo hizo. En otras palabras, ¿cuál es el fin último de la existencia del mundo, y, por tanto, de la existencia de cada cosa particular dentro de éste? Decíamos antes que Dios, concebido como el fundamento ontológico más básico y primario de todo lo que es, no requería de nada externo a él mismo para poder ser. A diferencia de todas las demás cosas, Dios no recibía su ser de nadie, sino que se lo surtía él mismo. En ese mismo sentido dijimos, también, que Dios era la fuente de donde manaba el ser en toda su pureza. De acuerdo con esto, entonces, en Dios hay una manación espontánea de ser que sugiere una super- abundancia, un colmarse de ser. No es difícil imaginar que este "colmarse" conduce a un "desbordarse" del ser hacia un "afuera" de Dios, es decir, hacia lo que no tiene asegurada su existencia en sí mismo sino que debe recibirla de otro (6). Sin embargo, recordemos que la Edad Media piensa la creación del mundo como un acto libre e intencional de su Creador, y no como un efecto inevitable e involuntario de su sola existencia. En otras palabras, si Dios no hubiese querido crear el universo, hubiese podido impedir que su ser se desbordara hacia él. Por algún motivo, sin embargo, Dios quiso compartir su ser con lo-otro.

Para comprender ese motivo es necesario acudir a otro aspecto de la naturaleza del Creador, a saber, su condición de modelo supremo de perfección y bondad. Dios es supremamente perfecto y bueno porque no tiene ningún "des- perfecto": no es defectuoso en ningún sentido, no le falta nada, lo tiene todo en abundancia —por ejemplo, tiene ser en abundancia. Siendo así, es imposible que en Dios pueda haber el vicio o defecto de la avaricia. Por tanto, no sería propio del Ser Supremo negarse a compartir lo que él tiene en abundancia, lo que le sobra. La creación del universo se debe, entonces, a la suprema generosidad de Aquel que, siendo perfecto, desea compartir su perfección con lo-otro:

La distinción y la diversidad de cosas proviene de la intención del primer agente, que es Dios. El dio ser a las cosas con el fin de que Su bondad pudiese ser comunicada a las criaturas y ser representada por ellas. Pero, dado que Su bondad no podía ser adecuadamente representada por una sola criatura, Dios produjo muchas y diversas criaturas, de manera que lo que le faltase a una de ellas en la representación de la bondad divina, pudiese ser provisto por otra. Pues la bondad, que en Dios es simple y uniforme, en las criaturas es múltiple y dispersa, por lo que todo el universo, en su conjunto, participa de la bondad divina más perfectamente y la representa mejor que cualquier criatura particular. (Aquino, 1273, Primera Parte, pregunta 47, art. 1; traducción mía)

Como vemos, el universo está llamado a reflejar la bondad o perfección de su Creador. Cada una de sus partes, es decir, cada criatura, refleja de manera parcial e incompleta dicha bondad, pero todas ellas juntas, contribuyendo del modo que les es propio, son co-partícipes de un reflejar mucho más perfecto que el que puede alcanzar cada una de ellas por su cuenta (7). Así, pues, la diversidad existente entre las criaturas —que, como hemos visto, implica diferencias en sus grados de perfección— es una diversidad propia de un diseño orgánico del Todo, donde el bien específico de cada una de las partes juega un papel o cumple una función con respecto al bien del conjunto. Santo Tomás dice al respecto:

Si deseamos asignar un fin a una totalidad cualquiera, y a las partes de esa totalidad, encontraremos, en primer lugar, que cada una de las partes existe para el acto que le es propio, como el ojo para el acto de ver; en segundo lugar, que las partes menos honorables existen para las más honorables, como los sentidos para el intelecto, o los pulmones para el corazón, y, en tercer lugar, que todas las partes son para la perfección del todo . . . . El hombre entero, además, existe gracias a un fin extrínseco, a saber, la fruición de Dios. Así, pues, también en las partes del universo cada criatura existe para el acto y la perfección que le son propios, y las menos nobles para las más nobles, como aquellas criaturas que son menos nobles que el hombre existen para el hombre, a la vez que cada criatura existe para la perfección del universo entero. Más aún, el universo entero, con todas sus partes, está ordenado hacia Dios como su fin, en la medida en que imita y manifiesta la bondad divina. Las criaturas racionales, sin embargo, tienen a Dios como su fin de un modo especial y superior, dado que ellas pueden alcanzarlo mediante sus propias operaciones, conociéndolo y amándolo. Resulta evidente, entonces, que la bondad divina es el fin de todas las cosas. (Aquino, 1273, Primera Parte, 65, 2; traducción mía)

Esta es la imagen definitiva y completa del orden universal que se revela ante el pensamiento medieval. De acuerdo con tal imagen, todo lo que es, es-para: la existencia de cada cosa se debe a un fin particular que le es propio y que ella persigue por naturaleza. A su vez, cada cosa y cada fin particular están subordinados a cosas y fines de mayor trascendencia y superioridad. En última instancia, todas las cosas sólo pueden ser en la medida en que son-para un último y único gran fin que les brinda sentido y unidad a todas ellas. Nótese que esto implica que el ser de cada cosa, lejos de estar sólidamente garantizado en su misma existencia, tiene un carácter frágil e incierto, pues depende de un "para" que trasciende a la cosa misma. En la medida en que ese "para" se debilita —es decir, en la medida en que la cosa se aleja de su fin o su bien— también se debilita el ser de la cosa. En otras palabras, lo que es más perfecto o bueno tiene más ser que aquello que es menos bueno. Por eso mismo la Edad Media no puede establecer una distinción abrupta entre lo-que-es y lo-que-debe-ser. El abismo insalvable que abre la Modernidad entre el dominio de la ciencia natural y el de la reflexión ético- moral, le resultaría completamente incomprensible al pensamiento medieval. Para éste sólo hay un dominio: el de lo-que-es-debiendo-ser. Al punto que "ser" y "bien" se confunden hasta casi hacerse sinónimos el uno del otro:

La esencia de la bondad consiste en que ésta es de algún modo deseable . . . . Ahora; evidentemente una cosa es deseable sólo en la medida en que es perfecta, pues todo desea su propia perfección. Pero todo es perfecto en la medida en que es actual. Así, pues, resulta claro que una cosa es perfecta en la medida en que existe; pues es la existencia lo que da actualidad a las cosas . . . Por tanto, resulta claro que bondad y ser son, en realidad, lo mismo. (Aquino, 1273, Primera Parte, 5, 1; traducción mía)

"Todo es perfecto en la medida en que es actual": en otras palabras, el grado de bondad de una cosa está correlacionado con su grado de actualidad, es decir, con la fidelidad con la que esa cosa refleja la forma ideal que le brinda su ser. Pero observemos que esta correlación sólo es posible porque la noción de "bien" propia del pensamiento medieval difiere mucho de la nuestra, moderna. Modernamente afirmar que algo es "bueno" puede tener dos significados claramente distintos, dependiendo de si tal afirmación se refiere o no a una persona. Cuando no se refiere a una persona —sino, por ejemplo, a un reloj— decir que algo es "bueno" equivale a afirmar su utilidad con respecto a algún fin proyectado por la subjetividad humana (por ejemplo, medir el tiempo con precisión). En cambio, cuando se refiere a una persona, constituye un juicio acerca del valor moral de los fines que esa subjetividad humana particular se propone. Tales fines, a su vez, sólo pueden tener "valor moral" gracias a que ellos de algún modo se relacionan con, o afectan a, los fines de otras voluntades subjetivas. Así, usualmente pensamos que una persona es "mala" cuando persigue fines egoístas —es decir, fines que no toman en cuenta, o incluso, atropellan, los fines de los demás— mientras que una persona "buena" es la que persigue fines altruistas (o, al menos, no-egoístas). Nótese, entonces, cómo la noción moderna de "bien" depende por completo de la existencia de una pluralidad de voluntades subjetivas que se proponen diversos fines y e intentan organizar medios para alcanzarlos. Sin esta clase de contexto social, compuesto por una multitud de voluntades potencialmente en pugna, nada en el universo podría ser bueno o malo. La existencia de las cosas, sin embargo, no se vería afectada por ello en lo más mínimo.

A diferencia de esto, cuando la Edad Media afirma que algo es "bueno" —se trate o no de una persona— se refiere a que ese algo se acerca mucho a su correspondiente modelo ideal. Claro está, también en este caso un reloj es "bueno" porque permite medir el tiempo con precisión. Pero aquí "medir el tiempo con precisión" no es, simplemente, un propósito humano, sino que es la actividad propia y característica de los relojes, en general. En otras palabras, un reloj no es "bueno" por el hecho de que sirva bien a algún propósito nuestro, sino que, por el contrario, sólo puede servir bien a nuestros propósitos porque ya, de antemano, es "bueno". El que el reloj sirva o no a nuestros fines es un hecho secundario y derivado de su condición primaria de "bondad" o "maldad", que es independiente de tales propósitos. Del mismo modo, cuando la Edad Media afirma que una persona es "buena", tal juicio se refiere sólo de manera indirecta a los fines que esa persona persigue de manera voluntaria. Porque el objeto primario de la evaluación es el grado en que la persona se acerca al ideal de un ser humano perfecto en todos sus aspectos. Proponerse los fines adecuados sólo forma parte de un modelo global de excelencia humana, donde la voluntad juega un papel importante, pero no único ni decisivo. Así, por ejemplo, alguien que se propone alcanzar fines que son buenos y propios de la perfección humana, pero no logra entender por qué tales fines son buenos y/o es incapaz de derivar de ellos un curso de acción que le permita alcanzarlos, no puede ser calificado como una persona plenamente "buena". Por el contrario, es aún una persona "defectuosa", "mala", "deficiente" en una serie de aspectos claves.

Como vemos, el centro de gravedad en torno al cual gira la noción medieval de "bien" no está constituido por una subjetividad humana que se propone y persigue fines voluntariamente. Su eje, en cambio, es la idea de un modelo de perfección independiente de toda elección humana. Una perfección que, a pesar de no poder ser alcanzada nunca de manera plena, constituye el norte que orienta el curso de la buena vida a lo largo de todo su recorrido. Esto marca otra diferencia importante con respecto al modo moderno de concebir lo que significa ser una buena persona. Mientras que el hombre medieval nunca llega a ser completamente "bueno", sino que siempre está en camino hacia la realización de su bien, el hombre moderno puede concebirse como "bueno" cada vez que actúa de manera no-egoísta.

En otras palabras, la "bondad" del hombre moderno puede ser evaluada cada vez que él actúa con miras a alcanzar algún fin. Por eso nos resulta natural la idea de que alguien pueda ser "bueno" en ciertas ocasiones y "malo" en otras —por ejemplo, que pueda ser "bueno" con una persona, pero "malo" con otra. En cambio, la "bondad" de un hombre medieval no depende de hechos puntuales o instantáneos, sino del curso global de su vida, de si esa vida expresa o no un esfuerzo sostenido por elaborarse y re-elaborarse en vista de un modelo ideal de humanidad. Como ya lo hemos mostrado, en la medida en que tal modelo va realizándose mejor en una determinada persona, ésta gana ser, es decir, gana humanidad.

3. El nuevo orden

Las ideas que hemos desplegado en la sección anterior nos permiten comprender más a fondo el orden social propio del mundo medieval. Resulta claro, ahora, por qué esa igualdad fundamental entre los seres humanos por la que abogaba Lutero, resultaba difícil de admitir bajo la cosmovisión medieval. Bajo el orden ontológico medieval, los individuos eran esencialmente desiguales entre sí, no sólo porque reflejaban en diversos grados la perfección del género humano, sino, sobre todo, porque pertenecían a diferentes sub-clases dentro de ese género. En efecto, cuando el hombre medieval se preguntaba por el sentido de su existencia, de antemano lo hacía en términos del ordenamiento jerárquico de seres que regía al universo. Ciertamente todos los seres humanos pertenecían al género "hombre", pero, ¿exactamente qué clase de "hombre" era cada persona? ¿Cuál era su correspondiente modelo ideal? ¿Qué grado de perfección podía alcanzar dentro del género humano? ¿Cómo formaba parte de (y contribuía con) un todo trascendente: su sociedad, y, más allá, el universo entero? ¿A quién estaba subordinado y servía dentro de la jerarquía universal de fines?

Naturalmente la clase que expresaba de manera más plena la perfección del género humano, y que ocupaba, por tanto, la cúspide de la jerarquía social, era el clero. Los clérigos eran hombres que se habían desprendido al máximo punto humanamente posible del mundo material —de sus placeres, atractivos o necesidades—, para elevarse a niveles superiores del ser, contemplar el mundo de las Ideas, y, más allá, al mismo Creador. Ellos eran quienes podían alcanzar la comunión con Dios de manera más perfecta, y eran también los que reflejaban de manera más fiel la perfección divina vertida en el género humano. Su misión no podía ser otra, entonces, que enseñar a los hombres cuáles eran las intenciones de Dios con respecto a ellos, y cómo debían vivir sus vidas para que éstas fuesen acordes con tales intenciones. En ese sentido el clero estaba llamado a servir de intermediario entre el Creador y el resto de los mortales.

Por su parte, todas las demás clases sociales estaban en la obligación de atender y obedecer respetuosamente las instrucciones del clero.

En el otro extremo de la jerarquía social necesariamente debían ubicarse los campesinos. Eran ellos quienes lidiaban con los aspectos más materiales de la existencia: los animales, las plantas, la tierra, las piedras, el agua, el fuego, las herramientas. Los campesinos medievales eran "siervos de la gleba" en un sentido mucho más amplio y profundo que el de un simple impedimento legal para abandonar un espacio geográfico. Eran "siervos de la gleba" porque estaban esencialmente llamados a cultivar la tierra, a velar por ella, a recibir sus frutos y a entregarlos a los demás hombres. Esta vinculación a la tierra no constituía, entonces, un impedimento, sino que era la misión que le permitía al campesino ser partícipe del orden de la Creación y realizar su humanidad del modo propio de su condición. Aunque el campesino se ocupara de la región más baja del ser — del mundo de las apariencias fugaces e inciertas—, y el grado de perfección de su clase fuese el más bajo de todos, también en él se reflejaba una pequeña porción de la perfección divina, también para él había un modelo ideal según el cual guiar su vida, y también él contribuía con el buen funcionamiento de la sociedad, y en última instancia, con la perfección de todo el universo.

Vemos, entonces, que la sociedad medieval constituía un todo orgánico, jerárquicamente estructurado, cuyas partes (clases sociales) tenían asignadas funciones propias que cumplir. Como nos lo mostró Tomás de Aquino, mediante el buen desempeño de su función, cada una de las partes aseguraba su propio bien, el bien de las partes jerárquicamente superiores a ella (a las que estaba subordinada), y, finalmente, el bien del todo (8). Es importante resaltar que, dado que a cada clase social correspondía un modelo ideal distinto al de las demás clases, era inevitable que los procesos educativos dentro de esa sociedad presentasen la diversidad que resumimos en una ocasión anterior. ¿De qué le servía al clérigo aprender a cultivar la tierra o cuidar el ganado? ¿De qué le servía al campesino leer a Aristóteles?

Esto no habría sido para ellos más que una distracción inconveniente de las actividades y el entrenamiento propio de su condición. Por otra parte, ¿quién podía enseñarle mejor a los jóvenes cómo ser campesino que los mismos campesinos — especialmente aquellos de mayor edad, experiencia y habilidad en todas las artes y oficios de la vida del campo? ¿Y quién podía enseñarle mejor a los jóvenes cómo ser clérigos que los mismos clérigos? La educación, entonces, necesariamente tenía que seguir cursos diferentes para las diferentes clases sociales, y no podía estar sino en manos de los hombres y mujeres que hubiesen alcanzado elevados niveles de excelencia dentro de cada clase. Es de notar que ninguna de las diferentes modalidades de educación a las que esta situación daba lugar podía proponerse como objetivo la mera transmisión de conocimientos y habilidades de carácter técnico. Tal educación, en el fondo, pretendía encaminar al educando hacia la realización de un modelo particular de hombre bueno, aspiraba a enviarlo hacia un modo particular de vivir bien la vida humana. Esto, obviamente, implicaba entregarle al joven mucho más que simples "herramientas" para desempeñar un oficio particular; implicaba hacer de él un buen campesino, un buen clérigo, un buen caballero, etc. En otras palabras, la educación formaba —"daba forma"— al ser del joven, actualizando en él un cierto modelo ideal de humanidad, es decir, humanizándolo (9).

Podemos ver ahora, con mayor claridad, que cuando Lutero protesta contra la idea de que la Iglesia es un intermediario necesario entre Dios y los hombres, cuando protesta contra la idea de que los clérigos son algo más que simples mortales y que pertenecen a un elitesco "estado espiritual", cuando no ve en el fondo de ello más que soberbia y avaricia, cuando propone que todos los hombres son igualmente espirituales, que todos deben tener iguales oportunidades para acceder al Creador, que el oficio que cada quien desempeña en la sociedad sólo es un aspecto accidental y no esencial de la persona —cuando Lutero formula todas estas ideas, está mirando el orden medieval con ojos que ya no son medievales. Una multitud de aspectos que tenían pleno sentido en el marco del orden medieval, aparecen ahora, ante Lutero, como carentes de sentido, como producto de una actitud vital inadecuada y una comprensión errónea del mundo. Y los términos en que Lutero lanza su crítica hacia todos estos aspectos apunta ya hacia una reformulación particular del orden global de sentido. En pocas palabras, la negación luterana del orden medieval va dibujando, por contraste, un nuevo orden. Veamos cómo.

El elemento central del cambio lo constituye, como sería de esperar, la relación entre las cosas individuales y tangibles que percibimos a través de nuestros sentidos y las Ideas universales e intangibles a las que tiene acceso nuestro pensamiento. En efecto, mientras esta relación se mantuviese bajo la forma expresada en el Arbol de Porfirio, tenía que mantenerse, también, el encierro del ser de las cosas en Ideas particulares que se ordenaban jerárquicamente entre sí. Esto, a su vez, daba pie a las desigualdades ontológicas entre distintas clases de seres humanos, y, en particular, a la exaltación del clero y de la vida monástica como cúspide de la perfección humana —lo que establecía a la Iglesia como una elite de "allegados" a Dios que debía mediar entre éste y los demás hombres. Hacía falta, por tanto, negar esa concepción ontológica según la cual el ser de las cosas individuales se fundaba en un mundo de Ideas. El orden del mundo tangible no podía seguir siendo concebido como sujeto a (o dependiente de) un orden propio del mundo de las Ideas puras. Era necesario establecer una independencia ontológica entre ambos dominios.

Vale la pena comentar, en este punto, que disponemos de algunos indicios claros de que el pensamiento de Lutero ciertamente avanzaba en esa dirección. En efecto, la relación entre el mundo de las Ideas y el de las cosas individuales presentaba ya una cierta problematicidad para el pensamiento occidental desde mucho antes del siglo XVI. De hecho el problema nacía en el mismo Isagoge de Porfirio, en cuya introducción podemos leer que su autor decide omitir la cuestión de si los géneros y especies "tienen una subsistencia en la naturaleza de las cosas o si sólo existen como concepciones del alma". Con ello quedaba abierta la pregunta acerca del estatus ontológico de las Ideas. Fue en torno a esta cuestión que se generó en el siglo XI la famosa disputa conocida con el nombre de "controversia nominalista". Dicha controversia enfrentó a los "realistas" —quienes le atribuían a las Ideas (o "universales") una existencia propia e independiente de las cosas individuales (o "particulares") y de la mente humana— con los "nominalistas" — quienes proponían que los universales no eran sino abstracciones hechas por la mente a partir de los particulares. Esta segunda posición a todas luces implicaba que la existencia de las cosas individuales era ontológicamente anterior a la de las Ideas, lo que echaba por tierra toda la arquitectura del orden de sentido medieval, tal como la describimos en la sección anterior. Por ello los nominalistas pronto entraron en conflicto con las autoridades eclesiásticas y sus doctrinas fueron condenadas como herejías. Sin embargo, a partir del siglo XIV, especialmente con el trabajo de Guillermo de Ockham, el nominalismo cobró nueva fuerza y llegó a imponerse como una de las principales tendencias dentro de la escolástica. Lutero, a lo largo de toda su carrera académica, expresó su interés por el nominalismo y estudió bajo la guía de algunos de sus principales exponentes. Algunos comentaristas de la obra de Lutero llegan a decir, incluso, que su metafísica no es más que un derivado de las doctrinas de Ockham (Bowen, 1975, Vol. 2, p. 503).

Pero volviendo, entonces, al hilo de nuestro argumento, ¿qué consecuencias traía y que se ganaba con la apertura de una "brecha ontológica" entre las cosas individuales y las Ideas? (10)

En primer lugar, las cosas tangibles dejaban de constituir un espacio ontológico inferior, indigno del interés de los hombres refinados. Ellas tenían un ser propio, y no —como decíamos antes— "prestado" del mundo de las Ideas. En ese sentido, las cosas individuales tenían una solidez inherente a su existencia, es decir, existían en derecho propio, lo cual negaba el carácter incierto y efímero que les había atribuido la Edad Media. Era de suponer, entonces, que las cosas tangibles tenían un orden propio que regía las relaciones entre ellas, y que, evidentemente, tenía que ser muy distinto al de la jerarquía de géneros y especies vigente en el mundo de las Ideas. Así, pues, dado que el mundo de las Ideas carecía de poder ontológico sobre la realidad, la penetración en los pormenores de su orden dejaba de ser sinónimo de una comprensión más amplia y profunda del universo. Con ello dejaba de tener sentido la actividad especulativa llevada a cabo en los monasterios y, en general, la suposición de que el hombre podía acercarse a Dios dándole la espalda a las cosas tangibles y contemplando el mundo de las Ideas. De hecho, las Ideas, una vez despojadas de su poder ontológico, pasaban a ser entendidas como existentes únicamente en nuestras propias mentes. En otras palabras, ellas no eran más que nuestras representaciones mentales de las cosas tangibles. Si queríamos ganar una buena comprensión acerca del orden del mundo, debíamos trabajar arduamente para hacernos una representación correcta del orden de las cosas tangibles. Desde esta perspectiva, lo que había estado haciendo la escolástica medieval no eran sino "vanas especulaciones". Veamos por qué.

Las especulaciones de la escolástica eran "vanas" en un triple sentido. En su nivel más simple, eran "vanas" porque no conducían a ganar un auténtico conocimiento acerca del orden de la Creación, sino que se reducían a un mero juego lógico de conceptos cuya conexión con la realidad tangible era nula o escasa. De hecho, el valor representativo de las nociones con las que operaba el pensamiento medieval nunca era objeto de un examen riguroso —y no podía serlo, ya que las Ideas no eran pensadas como representaciones—, por lo que tal pensamiento tendía a perder de vista lo que genuinamente podía ser objeto de representación, y, por tanto, de conocimiento, y se enfocaba, en cambio, en asuntos ajenos a ese dominio, y, por ende, imposibles de dirimir (recordemos las proverbiales discusiones medievales "acerca del sexo de los ángeles"). De esta manera, gran parte del saber medieval lucía como un conocimiento ficticio, delirante, que veía temas de estudio donde no los había ni los podía haber, mientras que despreciaba aquello que sí podía ser objeto de investigación o le daba un tratamiento totalmente inadecuado. El mismo Lutero retrata de esa manera el saber medieval cuando destaca el sinsentido de aquellos estudios y disputas que se prolongaban al infinito en los monasterios y universidades sin ofrecer, a fin de cuentas, nada valioso para el conocimiento.

Pero las especulaciones escolásticas también eran "vanas" en un segundo sentido: ellas eran producto de la "vanidad" de los monjes, la cual tendían a reforzar. En efecto, en el delirio de sus elucubraciones, los monjes habían llegado a creer que por medio de ellas lograrían elevarse por encima de su condición humana y acercarse a la visión de Dios. Su soberbia les hizo pensar que sus limitados poderes humanos serían suficientes para escalar hasta la morada del Creador. Y las ficciones teóricas creadas por sus mentes ociosas no hacían más que confirmarles que esto era factible y que, incluso, estaban en vías de alcanzarlo. De esta manera su ego crecía aún más, y llegaban a sentir que el resto de la Creación ya no estaba "a su altura" y que debían darle la espalda. ¿Cuáles eran los frutos de estas pretensiones? El que los monjes nunca lograran alcanzar el imposible objetivo que se habían propuesto, y que permanecieran eternamente presos dentro de una concepción errónea del conocimiento y de sus fines, era lo de menos. Lo más grave era que la vanidad y la soberbia que los movía desagradaba y ofendía al Creador. No era este tipo de actitud ni esta clase de conocimiento lo que Dios esperaba de los hombres. Pero, ¿qué esperaba, entonces, Dios de nosotros?

Aquí llegamos al tercer significado de la "vanidad" del saber medieval: su "des-propósito", es decir, el hecho de no servir a ningún propósito bueno o sensato.

En efecto, Dios no esperaba de los hombres que éstos le dieran la espalda a los dones que él les había ofrecido por medio de la Creación. No esperaba que ellos se embarcaran en la empresa absurda de abandonar su condición humana para alcanzar la divina. Por el contrario, como ya nos lo enseñó Lutero, Dios esperaba que los hombres disfrutaran de tales dones de manera agradecida y respetuosa, cuidándolos y preservándolos para beneficio de las futuras generaciones. Y era con miras a esto que Dios les había otorgado a los hombres la facultad de razonar. Por medio de su razón los hombres debían ocuparse de las cosas tangibles, conocerlas y ponerlas al servicio de fines buenos y agradables a los ojos de Dios. Era esta clase de racionalidad humilde —que no pretendía imponerle al mundo sus propias fantasías ni sufría de delirios de grandeza— la que tenía un papel legítimo que cumplir en la vida humana. Por eso Lutero, al expulsar los libros de Aristóteles del currículum universitario, agrega: "cualquier alfarero tiene más conocimiento de la Naturaleza que lo que se halla escrito en estos libros." (Lutero, 1520, Proposals for Reform, parte III; traducción mía). De hecho, este tipo de razón, enfocado en comprender los fenómenos de la Naturaleza (la ratio naturalis, en palabras de Lutero) era de vital importancia en la tarea de preservar el orden dispuesto por Dios. Pero, para entender esto más a fondo, debemos examinar con mayor atención la condición ontológica en la que se encontraban las cosas tangibles bajo el nuevo orden de sentido.

Como ya lo discutimos en la sección anterior, la ontología medieval aseguraba de antemano la sujeción de las cosas individuales a su bien característico. Cada cosa sólo podía ser en la medida en que se proyectaba hacia un modelo ideal particular, que constituía su bien. Al punto que —como nos lo mostró Tomás de Aquino— ser y bien se confundían hasta casi hacerse sinónimos. Bajo esta visión, la participación de las cosas en el orden de la Creación, es decir, su conformidad con las intenciones del Creador, no podía nunca estar en peligro, ni requería de un tercero que la asegurara. La única excepción a esto la constituía el ser humano, a quien Dios había encomendado la tarea de dirigirse hacia su bien de manera intencional, por medio de su propio esfuerzo, lo que obviamente exigía que el hombre tuviese la posibilidad de proceder de otra manera. De modo que, entre todas las cosas existentes, sólo el hombre podía darle la espalda a su bien y dejar de participar en el gran concierto de la Creación; solo él podía negarse a jugar el papel que tenía asignado dentro del orden global del universo. Pero, aún cuando lo hacía, ello no afectaba la participación de las demás cosas en ese orden: éstas seguían reflejando la pequeña porción de la perfección divina que el Creador les había asignado.

A diferencia de esto, el nuevo orden de sentido que dibujaba el pensamiento de Lutero suponía que las cosas tangibles no tenían un bien particular del cual dependía su ser. Ser ya no implicaba estar proyectado hacia un modelo ideal, sino permanecer por derecho propio, existir de manera independiente e incondicionada. Esto, por supuesto, concordaba con la idea de que las cosas eran dones entregados por Dios a los hombres: bajo este supuesto la existencia de las cosas debía tomar la forma de una espera pasiva, un estar quieto, un estar listo para recibir la acción humana y responder dócilmente ante ella. Esto distaba mucho del tipo de existencia que llevaban las cosas bajo el orden medieval: allí, en vez de estar quietas, ellas eran vacilantes e inciertas como la llama de una vela, tenían una vida propia, un dinamismo esencial que las hacía volátiles, y, por tanto, indóciles ante la acción humana. Bajo el nuevo orden, entonces, la relación de las cosas tangibles con el bien no podía estar asegurada, de antemano, en su ser. Ellas, de hecho, podían seguir teniendo ser aún cuando fuesen puestas al servicio de propósitos reprobables. De manera que toda la Creación requería de la acción humana para poder participar adecuadamente en los fines e intenciones de su Creador. Sólo por medio de la buena acción humana las cosas podían ajustarse o entrar en conformidad con el bien. Y si el hombre fallaba en el desempeño de su papel —es decir, si despreciaba o utilizaba de mala manera los dones de Dios— los propósitos divinos quedaban sin dominio efectivo sobre el mundo y cundía un caos generalizado que aniquilaba el orden de la Creación. Como diría Lutero, el reino de Dios y el reino terrenal iban a la ruina.

Vemos, entonces, que la acción humana tiene, ahora, un papel sin precedentes en el mantenimiento de la totalidad del orden universal. No porque Dios sea incapaz de hacerlo por su cuenta, sino porque su decisión fue encomendarle o confiarle al ser humano esa elevada responsabilidad. Así parecen confirmarlo aquellos pasajes del Génesis en los que Dios le encarga al hombre la tarea de administrar la Creación:

Y dijo Dios: Hagamos al hombre a nuestra imagen, conforme a nuestra semejanza; y ejerza dominio sobre los peces del mar, sobre las aves del cielo, sobre los ganados, sobre toda la tierra, y sobre todo reptil que se arrastra sobre la tierra. Creó, pues, Dios al hombre a imagen suya, a imagen de Dios lo creó; varón y hembra los creó. Y los bendijo Dios y les dijo: sed fecundos y multiplicaos, y llenad la tierra y sojuzgadla; ejerced dominio sobre los peces del mar, sobre las aves del cielo y sobre todo ser viviente que se mueve sobre la tierra. (Génesis, 1:26

– 1:28, La Biblia de las Américas)

Entonces el Señor Dios tomó al hombre y lo puso en el huerto del Edén, para que lo cultivara y lo cuidara. (Génesis, 2:15, La Biblia de las Américas)

De acuerdo con esta imagen, el hombre está llamado a utilizar todas las cosas para beneficio propio, pero reconociendo siempre que no es dueño de ellas ni puede, por tanto, disponer de ellas a su parecer, sino que debe disfrutarlas de manera comedida, cuidadosa, respetuosa y agradecida. Exactamente como lo hace un invitado en la casa del anfitrión que lo recibe:

Cada cristiano, sea señor o sirviente, príncipe o súbdito, debe conducirse como conviene a su condición, haciendo buen uso de todo lo que Dios le ha dado — dominio y súbditos, casa y hogar, esposa e hijos, dinero y propiedad, comida y bebida. Debe verse a sí mismo como un simple invitado en la Tierra, como alguien que come un pedazo de pan o almuerza en una posada; debe conducirse en este refugio terrenal como un invitado respetuoso. Alguien puede ser un rey que gobierna diligentemente, o un señor fiel a su cargo, y al mismo tiempo puede decir:

"No pongo mis esperanzas en esta vida. No espero permanecer aquí. Esto no es para mi más que un país extraño. Es cierto, estoy sentado en la cabecera de la mesa en esta posada, pero quienes ocupan los puestos más bajos tienen exactamente tanto como yo, aquí o más allá. Pues todos somos, por igual, invitados. Pero Aquel que me ha asignado mi tarea, Aquel cuyo comando ejecuto, me ordenó conducirme de manera pía y honorable en esta posada, como conviene a un invitado." (Lutero,

1521, p. 276; traducción mía).

Vale la pena destacar tres importantes aspectos de esta condición de "invitado". En primer lugar, de acuerdo con la anterior cita, ser invitado requiere de un peculiar distanciamiento de aquello que nos ha sido ofrecido. Un distanciamiento que consiste en no considerar lo que se nos ofrece como nuestro, sino, al contrario, experimentar frente a ello un cierto extrañamiento. Debemos tener presente que el mundo, para nosotros, es "un país extraño": en esencia no pertenecemos a él, ni tampoco él nos pertenece.

En otras palabras, el ser humano no se encuentra en el mismo plano existencial que el resto de la Creación. Ciertamente forma parte de ella, pero de un modo único y distintivo: es quien la recibe en ofrenda. Nótese que esto le brinda un sentido particular a la separación entre el mundo de las cosas tangibles y el de la ideas: ahora resulta aparente que tal separación corresponde a la brecha que se abre entre el hombre (continente de las "ideas") y el resto de la Creación (continente de las "cosas"). Esta brecha, que brota de la distinción divina entre la ofrenda y el ofrendado, debe ser confirmada por el hombre mediante esa actitud de extrañamiento del mundo de la que nos habla Lutero. Dicho extrañamiento le permite al hombre respetar y cuidar la ofenda divina como tal, pero, a la vez le impide ser dominado y absorbido por ella —la coloca, por así decirlo, "en su lugar".

De manera que, mientras el hombre medieval se retrataba junto al resto de la Creación —es decir, sentía que formaba parte integral de una grandiosa obra de arte destinada a reflejar la perfección divina— el hombre de Lutero se retrata, más bien, como colocado frente a ella, la encara como un conjunto de misión.

La segunda observación se refiere a la idea de que todos los hombres, independientemente de su condición, estado, clase o rol social, son, "por igual, invitados". Esto nos conduce nuevamente al tema de la igualdad fundamental que el pensamiento de Lutero establece entre los hombres. Pero ahora podemos ver, con mayor claridad, el sentido de dicha igualdad y sus raíces ontológicas. En efecto, todos somos iguales en el sentido de que todos somos "invitados": ser un buen hombre, un buen cristiano, es apropiarse cada vez más de esa condición de invitado, es aprender a tomar distancia del mundo, entenderse a sí mismo como un ser que, esencialmente, no pertenece a él, y aprender a utilizarlo de manera adecuada. Debido a eso mismo, nosotros no pertenecemos a los roles sociales que desempeñamos en un momento dado, y nuestro ser no se halla encerrado ni definido por ellos. Los roles sociales, al igual que todos los demás dones de Dios, sólo son elementos externos a nosotros que debemos poner al servicio de fines buenos. La idea de la igualdad entre los hombres surge, entonces, de la negación de nuestra pertenencia al mundo natural y social que nos rodea, y de nuestra consiguiente identificación con aquella postura que nos coloca frente a ese mundo. Así, la brecha que se abre entre el hombre y la Creación sirve de base tanto para la identidad de los seres humanos, como para la igualdad entre ellos.

En tercer lugar, nótese que, de acuerdo con la cita de Lutero, la buena conducta humana surge de la obediencia a las órdenes de Dios. El hombre asume ante el mundo la actitud de invitado porque así lo comanda el Creador. Si ese comando no existiese, o si el mismo no pudiese ser escuchado y entendido, el hombre no podría descubrir, por su cuenta, cuál es su misión en este mundo. Ni la especulación pura, ni tampoco la mera indagación en el orden natural son capaces de mostrarle al ser humano el sentido de su existencia. Prueba de ello lo constituyen los desvaríos del saber medieval, que pretendió alcanzar tal conocimiento por medio del mero juego de ideas, desatendiendo o malinterpretando (a juicio de Lutero) las indicaciones contenidas en la Biblia. Por su parte, la ratio naturalis, si bien presupone una actitud de separación del mundo, por sí misma no puede dar cuenta de la legitimidad de esa misma postura, ni entender cuál es su sentido. Sólo una razón informada por la fe, y acompañada de un conocimiento minucioso de la Biblia, puede aprehender plenamente, como un todo, el orden universal. La Biblia torna a ser así, entonces, una especie de "manual de instrucciones" que Dios le ha entregado a los hombres para que éstos sepan cómo hacer un buen uso del mundo que les donó. Sin tales instrucciones el hombre sería incapaz de comprender su propio bien. De hecho, el bien sólo puede ser alcanzado siguiendo al pie de la letra las instrucciones o comandos divinos.

Vale la pena notar que esto último marca una diferencia abrupta con el modo medieval de concebir la relación del hombre con su bien. Allí el bien del hombre estaba implícito en la misma existencia humana, en su pertenencia a un cierto género dentro del Arbol de Porfirio. Esto hacía que la razón, aún en ausencia de la palabra bíblica, fuese capaz de descubrir, por sí sola, cuál era ese bien —aunque, ciertamente, no de manera completamente perfecta—, lo que explicaba por qué los filósofos paganos de la antigüedad habían sido capaces de formarse una concepción del bien humano tan cercana a la correcta. Pero desde el momento en que se abre una brecha ontológica entre las cosas tangibles y las Ideas, el hombre ya no puede deducir de su existencia nada acerca de su bien. Requiere, por tanto, de una fuente distinta al examen racional de su ser, que le instruya directamente cómo debe comportarse. De este modo crece enormemente la importancia de la Biblia en la vida humana, y, a la vez, se reduce el campo de acción o dominio de nuestras facultades racionales. Pero también se transforma de manera profunda el modo como el hombre persigue su bien. Mientras que, para el hombre medieval, el camino hacia su bien se constituía sobre la base de un modelo ideal de excelencia humana, para el hombre post-medieval la esencia del bien radica en la obediencia a una serie de normas de comportamiento. Dichas normas ciertamente pueden implicar un modelo particular de plenitud humana —por ejemplo, el de ser un "invitado" en al Tierra— pero son ellas las que constituyen el fundamento del bien y las que erigen a ese modelo particular como bueno. Más aún, el modelo mismo tiene que girar en torno a la obediencia a tales normas, es decir, tiene que hacer de la obediencia su aspecto central.

Recapitulando lo discutido hasta ahora, vemos cómo la razón "natural" del hombre juega un papel de enorme importancia en la preservación del bien en el mundo. Por medio de este tipo de razón el hombre puede representarse al mundo natural como un conjunto de objetos que pueden servir como instrumentos para una variedad de fines posibles; puede descubrir el funcionamiento de tales objetos y aprender a manejarlos para ponerlos al servicio del bien. De esta manera el hombre puede disfrutar y, a la vez, preservar respetuosamente —como lo haría un invitado en la casa de su anfitrión— el gran don de la Creación que Dios le ha confiado a su cuidado. Así, pues, por medio de las acciones humanas, guiadas por la fe, el mundo entero se acerca más a lo que Dios desearía que éste fuera. Pero todo ello sólo puede hacerse visible a partir de un estudio minucioso de la Biblia, una comprensión adecuada de las exigencias que ésta le impone al hombre y una disposición a la obediencia a tales exigencias. Pero, ¿qué consecuencias trae para la vida humana esta nueva disposición de las relaciones entre el hombre, su mundo y su Creador?

En primer lugar, es necesario resaltar que, a pesar de que la nueva ontología le atribuye a las cosas tangibles una solidez estática que ellas no tenían en el mundo medieval, el ser humano sigue siendo un ente que debe ganarse su ser, pues no lo tiene asegurado de antemano. Esto se debe a que el hombre, en esencia, no pertenece a este mundo de cosas tangibles, cuyo ser ya está hecho, acabado. Por el contrario, el ser humano es, primariamente, un ente espiritual: tiene un alma que puede ser corrompida o purificada, dependiendo del rumbo que tome su vida y del modo como ella se disponga (o no) hacia Dios. En otras palabras, lo que distingue al ser humano de las demás cosas es que éste puede atender al llamado de Dios, y que su ser se realiza precisamente en un atender cada vez más diligente a ese llamado. También aquí, entonces, al igual que en la Edad Media, el hombre se humaniza en la medida en que se encamina hacia un modo bueno de ser. Pero, a diferencia de la Edad Media, ese modo bueno de ser exige tener plena conciencia acerca de las causas de su propia "bondad". En efecto, si asumimos un modo de vida conforme con los mandatos divinos, pero lo hacemos por motivos diferentes a la obediencia a tales mandatos, ese modo de vida no podrá ser considerado como genuinamente bueno, pues no estará movido por el bien. Del mismo modo, si hacemos de la obediencia a Dios nuestro móvil, pero sin que ella surja de un profundo agradecimiento a él por los dones que nos ha otorgado, nuestra bondad será inauténtica. Por ello resulta imposible dirigirse hacia el bien si se ignora el modo como Dios dispuso el universo para nuestro beneficio. En pocas palabras, como lo indicábamos ya en la sección 4 del primer artículo (Suárez, 2003), la realización de nuestra humanidad exige que seamos capaces de apreciar el orden global de la Creación. Podemos ver, ahora, que la causa de esto radica en que, bajo la nueva ontología, las normas de comportamiento dictadas por Dios sirven de fundamento para cualquier modelo particular de buena vida (lo que comentábamos unos párrafos atrás). Debido a ello, el hombre sólo puede encaminarse hacia su bien reconociendo plenamente el sentido y la vigencia de tales normas —y brindándoles, así, su adhesión personal.

Esto implica, en segundo lugar, que la plenitud de la vida humana no se asocia a algún tipo de actividad u oficio particular (como, por ejemplo, el de monje, o clérigo). Por el contrario, toda actividad que contribuya con la preservación de los dones de Dios puede constituir un espacio adecuado para la realización de lo humano. Lo que importa es la actitud bajo la cual se realiza una determinada actividad. Aún siendo simples campesinos podemos realizarnos plenamente como seres espirituales si llevamos a cabo nuestras labores bajo una conciencia plena de estar sirviéndole a Dios, y si nos mueve, en todo momento, el agradecimiento y la obediencia a El. La importancia de una actitud adecuada es tal, que aún si fallásemos en desempeñar satisfactoriamente las funciones propias de nuestro oficio, ello no implicaría necesariamente una disminución de nuestro grado de bondad como seres humanos. Porque lo que cuenta es la calidad de nuestro deseo de servir a Dios, no los resultados que efectivamente obtenemos al intentarlo. Bajo esta concepción, entonces, y a diferencia de la medieval, podemos ser pésimos reyes o campesinos, y, sin embargo, seguir siendo excelentes seres humanos.

En tercer lugar, ahora resulta claro que la naturaleza del vínculo social necesariamente tiene que transformarse. Los seres humanos somos, ante todo, humanos: seres llamados a utilizar la Creación de Dios según su voluntad. La buena sociedad se constituye, por tanto, como resultado de nuestro afán por organizarnos de tal manera que la utilización de esos dones sea la mejor posible. Como resultado de esta organización, cada quien asume un papel específico con miras a contribuir con ese gran objetivo. Pero los diferentes roles sociales no son más que instrumentos de nuestras intenciones como cristianos, y su distribución debe ser pensada como fruto de un acuerdo entre pares —es decir, entre todos los miembros de una comunidad cristiana. Esa distribución puede variar en cualquier momento en que la comunidad así lo acuerde, si ello conviene a sus fines. De manera que, a diferencia de la Edad Media, nadie está consustancialmente ligado a un oficio particular, ni pertenece a "una clase aparte" por desempeñar tal o cual cargo. Especialmente los predicadores, que desempeñan una función de tan elevada importancia en la sociedad, deben recordar que las grandes obras que ellos hacen, no son suyas en realidad: es Dios quien las hace a través de ellos, usándolos como instrumento (Lutero, 1530, p. 224).

Finalmente, en lo referente al campo educativo, vale la pena agregar un elemento adicional a lo que ya hemos discutido en el primer artículo de esta serie.

Se trata de que ahora, bajo la nueva visión del bien humano, la educación no sólo debe extenderse a todos, sino que debe, además, dar lugar al aprendizaje de oficios particulares. Mientras que la educación medieval, monástica, despreciaba cualquier clase de labor manual y preparaba a sus educandos sólo para la contemplación del mundo intangible, la nueva educación admite la necesidad de que sus educandos aprendan a lidiar con el mundo material y a producir algún bien por medio de su trabajo. Por eso Lutero dice:

Mi idea es que los niños acudan a estas escuelas por una o dos horas diarias, y que pasen el resto del tiempo trabajando en la casa, aprendiendo un oficio o cumpliendo con cualquier otra tarea que se les asigne. De esta manera, el estudio y el trabajo irán de la mano mientras los niños sean jóvenes y capaces de ocuparse de ambos . . . . Asimismo, una niña seguramente podrá encontrar tiempo para acudir a la escuela por una hora al día, sin desatender sus deberes en el hogar . . . . Sólo una cosa hace falta: un ferviente deseo por entrenar a los jóvenes y por beneficiar y servir al mundo con hombres y mujeres capaces. (Lutero, 1524, p. 370-371; traducción mía)

Nótese, sin embargo, que la enseñanza para el trabajo productivo no es pensada, aquí, como dominio de la educación básica. La educación básica se ocupa

de preparar al joven para que éste pueda llegara a apreciar el orden en el que vive.

Es "básica" en ese sentido: en que sienta las "bases" para que el joven pueda desempeñarse como un buen ser humano en cualquier actividad, oficio o modo de vida que asuma más adelante. Así, pues, la educación referente a oficios particulares debe ser impartida de manera externa, y debe estar a cargo de los respectivos gremios o comunidades profesionales.

4. Observaciones finales

En la sección anterior hemos estado desplegando el nuevo orden de sentido que alumbra el pensamiento de Lutero. Vemos cómo este nuevo orden ofrece un modo distinto al medieval de vivir una vida con sentido de trascendencia. Aunque en ambos casos el fundamento último de sentido lo constituye el Dios de la religión cristiana, hemos visto que existen grandes diferencias en cuanto a la manera de concebir en qué consiste la posibilidad de armonizar la vida humana con su Creador. Al contrastar ambos órdenes, lo que destaca como característico del orden nuevo es la separación ontológica entre las cosas particulares y las ideas universales. Esta separación, como hemos visto, es entendida (y cobra sentido) en términos de una distinción entre "ofrenda" y "ofrendado"; distinción dibujada por el acto divino de creación del universo. Sin embargo, esa misma separación, que constituye el eje central del nuevo orden de sentido y parece enmendar a fondo los errores y las deficiencias que la Reforma percibe en el orden anterior, es, en sí misma, fuente de nuevas tensiones e inquietudes —antes imposibles— que dictarán la pauta a las discusiones y controversias por venir. Examinemos, brevemente, algunas de ellas.

El primer problema que plantea la nueva ontología es el de la posibilidad de obtener un auténtico conocimiento acerca del mundo natural. Si, por una parte, todo conocimiento tiene que darse por medio de ideas, y, por la otra, las ideas no son más que representaciones mentales de cosas individuales, entonces ¿cómo asegurar que nuestras representaciones son las correctas, es decir, que ellas reflejan fielmente las cosas que representan? (11) El meollo del problema estriba en que la ontología misma impide comparar directamente lo representado con su representación: cada vez que intentamos tal comparación, lo representado se nos escapa y se nos ofrece bajo la forma de una nueva representación. De manera que estamos atrapados en el mundo de las representaciones sin posibilidad alguna de salir de él y acceder directamente al mundo de las cosas. Nótese que esto no sólo constituye un problema para el conocimiento, sino que plantea la interrogante de si, en general, tiene algún sentido suponer la existencia de un mundo externo a nuestras representaciones, en vista de que su existencia no puede ser verificada. Sin embargo, sin tal suposición, la noción misma de "representación" perdería todo sentido. ¿Sobre qué base, entonces, podría establecerse la legitimidad de esa suposición? Como vemos, las preguntas se multiplican y el problema se resiste a una solución fácil.

El segundo problema surge de la aparición de una profunda escisión en el campo del conocimiento. En efecto, bajo el nuevo orden de sentido existen dos tipos de conocimiento claramente separados. Por una parte está el conocimiento propio de la ratio naturalis, que trata de los fenómenos de la Naturaleza y del orden que rige las relaciones entre ellos. Por la otra está el conocimiento de los fines últimos del hombre, del modo como éste debe vivir su vida y la manera en que se ordenan los bienes que le son propios. Mientras el primer tipo de conocimiento se enfoca en el mundo tangible, el segundo se enfoca en el ser humano considerado como un ente esencialmente espiritual, es decir, intangible. Así, pues, la distancia entre ambos tipos de conocimiento claramente surge de la separación abrupta entre lo tangible y lo intangible. De hecho, bajo un orden como el medieval, en el que tal separación no existía, tampoco podía existir esta clase de escisión en el conocimiento. En efecto, aunque la Edad Media ciertamente distinguía entre una "filosofía natural" y una "filosofía moral", la segunda no era más que una subdivisión de la primera, es decir, era una filosofía natural enfocada en una especie particular: el hombre. Y es que, en aquel entonces, el hombre pertenecía a un universo en el que cada clase de cosas —incluyéndolo a él mismo— tenía su bien característico. Por ello no podía existir una separación abrupta entre estudiar el ser de algo y estudiar su bien. Ahora, sin embargo, bajo la nueva ontología, se imponía la necesidad de admitir como válidos dos tipos de conocimiento completamente distintos: uno trataba del ser, el otro del deber-ser. A todas luces, los principios, métodos de indagación y criterios de verdad utilizados en cada campo tenían que ser muy diferentes. Pero, ¿en qué consistía, entonces, la unidad del conocimiento humano? En otras palabras, ¿qué tenían en común ambos dominios que los permitía reunir bajo la noción de "conocimiento"? ¿Y qué conocimiento podía dar cuenta de ambos y, al mismo tiempo, justificar su separación? En la medida en que estas preguntas no encontrasen respuestas satisfactorias, la capacidad del nuevo orden para brindarle sentido unitario a la vida humana parecía estar amenazada.

Pero la escisión epistemológica que acabamos de comentar se complicaba aún más ante una tercera observación. Se trata de que el ser humano, si bien pertenece, en su esencia, al mundo espiritual e intangible, también pertenece al mundo material y tangible, pues tiene un cuerpo que se halla sometido al orden de los fenómenos naturales. De modo que hay dos tipos de órdenes y dos clases de conocimiento a los que está sometido el ser humano. Cada uno de ellos arroja sobre el hombre una luz diametralmente diferente a la del otro. Según uno de ellos, el comportamiento del hombre es visto como una respuesta natural a estímulos externos. Según el otro, dicho comportamiento obedece a fines que el hombre se propone espontáneamente, desde el interior de su mente. ¿Cómo conciliar dos explicaciones aparentemente tan contradictorias de la conducta humana? En otras palabras, ¿cómo reunir ambas imágenes en una visión unitaria del hombre? De nuevo, lo que aquí parece estar en juego es la capacidad del nuevo orden para englobar de manera unitaria y coherente la totalidad de la existencia.

Salta a la vista, entonces, que la separación ontológica entre las cosas y las ideas constituye una especie de fisura en el orden de sentido; fisura que amenaza con abrirse hasta el punto de despedazar o fragmentar ese mismo orden al que pertenece. No es nuestra pretensión, sin embargo, afirmar que esa fisura resultaba problemática y perturbadora desde el mismo nacimiento del orden de sentido post- medieval. Al contrario, en su interior se abría un espacio muy propicio para ser ocupado por la fe cristiana, la cual podía servir de cemento para zanjar esa misma fisura, y mantener, así, la unidad del orden de sentido. Gracias a la fe era posible admitir que la razón humana no alcanzaba a resolver dilemas como los que acabamos de plantear, y que ello, incluso, era ocasión para fortalecer nuestra humildad y nuestra convicción de que la fe es absolutamente indispensable para darle sentido a la vida. Así, mientras la fe fuese capaz de rellenar los vacíos que se abrían en el nuevo orden de sentido, éste podía cumplir su papel a cabalidad.

Sin embargo, ¿qué ocurriría con este orden de sentido si la fe cristiana se fuese desvaneciendo lentamente, hasta dejar al desnudo la fisura antes mencionada y los problemas de ella resultantes? La respuesta a esta pregunta tendremos que buscarla en la historia de los siglos que siguieron a la Reforma protestante.

Notas

1. Para una discusión más detallada de la noción de "cambio de fondo" a la que aquí hacemos referencia, consúltese el primer artículo de esta serie (Suárez,

2003).

2. Obsérvese que esto implica que sólo puede tener ser lo que puede tener expresión en el lenguaje bajo la forma "algo es X".24

3. Vale la pena observar que ni Porfirio ni Aristóteles plantean el problema del género supremo de este modo. Sus esfuerzos sólo se limitan a mostrar que "ser"

no puede ser tal género. Porfirio, en el Isagoge, lo hace mostrando que los diferentes modos de predicar el ser, propios de cada una de la categorías, no son sinónimos sino homónimos entre sí, es decir, carecen de un referente común. Aristóteles, por su parte, argumenta en su Metafísica (B, 3), que si "ser" fuese el género supremo, las diferencias específicas que le serían aplicables serían una especie de ese mismo género, lo cual es imposible.

4. La referencia al mito platónico de la caverna no es casual. Esta imagen metafórica del orden universal fue de central importancia en el pensamiento de Plotino, Porfirio y los demás neoplatónicos, y, a través de ellos, informó al pensamiento de San Agustín y a toda la teología y filosofía medievales.

5. Santo Tomás argumenta esto del siguiente modo: "La primera variedad de las cosas consiste principalmente en la diversidad de las formas; y la diversidad de

las formas está basada en la contrariedad , porque el género está dividido en diversas especies, con contrarias diferencias. Y como es necesario que haya orden en la contrariedad, porque entre los contrarios hay diversos grados de perfección, claro es que estableciendo Dios la variedad entre los seres, ha debido poner en ellos cierto orden, haciendo que los unos sean mejores que los otros." (Aquino, 1272, cap. LXXIII).

6. Esta imagen de un Ser Supremo super-abundante, que desborda su ser hacia lo- otro, fue un tema central de la tradición neoplatónica de pensamiento y tuvo como punto de partida el mito de la creación del mundo narrado en el Timeo de Platón. Esta imagen fue re-elaborada por San Agustín e introducida a la Edad Media a través de su teología. Al respecto consúltese a Taylor (1989, p. 127).

7. Vale la pena observar que esta relación ontológica de semejanza entre Dios y las cosas puede explicar lo que Foucault (1966) denomina "episteme renacentista".

En efecto, Santo Tomás dice: "De este modo, entonces, Dios es el primer modelo de todas las cosas. Más aún, entre las cosas creadas una puede ser llamada modelo de la otra debido a su semejanza con ésta, ya sea por su especie o por analogía o por alguna clase de imitación." (Aquino, 1273, Primera Parte,

44, 3; traducción mía). En pocas palabras, la semejanza de todas las cosas a Dios sugiere la semejanza de todas ellas entre sí.

8. Vale la pena resaltar la diferencia entre esta organicidad jerárquica de la sociedad medieval y la organicidad que Lutero ve como propia de la comunidad cristiana (Suárez 2003, sección 4). En la sociedad medieval hay miembros "inferiores" que le sirven a miembros "superiores". En cambio, en la visión luterana, cada miembro de la comunidad le sirve a todos los demás.

9. Esto significa que el proceso de humanización sólo podía darse bajo la forma de un entrenamiento de los jóvenes en el seno de lo que MacIntyre (1981)

denomina "prácticas" sociales —actividades humanas cooperativas orquestadas en torno a la producción de algún bien. Las prácticas constituían el espacio social apropiado para la adquisición de las virtudes necesarias para desempeñarse de manera excelente en un determinado oficio y, a través de éste, acercarse a un modelo ideal particular de ser humano.

10. Las ideas que se desarrollan a continuación en gran parte están inspiradas en Taylor (1989, cap. 13).

11. Nótese que esto conduce, también, al problema de qué tipo de lenguaje nos permite representar la realidad de manera más correcta.

Referencias Bibliográficas

Aquino, T. (1264), Summa Contra Gentiles, University of Notre Dame Press, Notre Dame, 1975.

Aquino, T. (1272); Compendio de Teología, serie "Historia del Pensamiento", #69; Ediciones Orbis, Barcelona, 1985.

Aquino, T. (1273), Summa Teologica; Benziger Bros., 1947.

Aristóteles; Metaphysics; en The Works of Aristotle, Vol. VIII; Oxford University Press, London, 1960.

Bowen, J. (1975); Historia de la Educación Occidental; Editorial Herder, Barcelona, 1992.

Foucault, M. (1966); Las Palabras y las Cosas; Siglo Veintiuno Editores, Madrid, 1981.

Lutero, M. (1520); An Open Letter to the Christian Nobility of the German Nation concerning the Reform of the Christian Estate; en Works of Martin Luther: With Introductions and Notes, Vol. 2; A.J. Holman Company, Philadelphia, 1915.

Lutero, M. (1521); Sermon for the Third Sunday after Easter; 1 Peter 2:11-20;

en The Sermons of Martin Luther, Vol. VII; Baker Book House, Grand Rapids.

Lutero, M. (1524); To the Councilmen of All Cities in Germany that They Establish and Maintain Christian Schools; en Luther’s Works, Vol. 45; Fortress Press, Philadelphia, 1999.

Lutero, M. (1530); A Sermon on Keeping Children in School; en Luther’s Works, Vol. 46; Fortress Press, Philadelphia, 1998.

MacIntyre, A. (1981); After Virtue; Duckworth, London, 1992.

Porfirio; Isagoge; en Works of Aristotle, Vol. 2; The Prometheus Trust, UK.

Suárez, R.T. (2003); El Sentido Histórico del Proyecto Educativo de Lutero (I); FRONESIS, N° 3, 2003. Maracaibo, Venezuela.

Taylor, Ch. (1989); The Sources of The Self: The Making of the Modern

Identity; Harvard University Press; Cambridge, Massachusetts, 1994.

 

Roldan Tomasz Suárez Litvin

roldansu[arroba]ula.ve

Frónesis, Vol. 11, No. 1, 2004

 Centro de Investigaciones en Sistemología Interpretativa, Facultad de Ingeniería, Universidad de Los

Andes, Mérida, Venezuela.

Partes: 1, 2
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