En efecto, desde su más temprana madurez, el escritor proveniente de la vieja Castilla, ardoroso y apasionado de su verbo y pensar castellano, certifica que. "Día tras día cumple el pensamiento / dentro de mí su obra silenciosa, / metafísica araña que afanosa / trabaja en su trabajo ceniciento // Nada puede para su movimiento / de encendida luciérnaga angustiosa / que explota la sentina tenebrosa / donde el vivir me mana violento."
López Rueda arriba a la incógnita América surcando la inmensidad de la mar océano, como antes lo hicieron, tan aventureros y más desprevenidos, sus ancestros ibéricos; el poeta contempla y se sorprende, mira y queda absorto, agudiza la vista y el sentimiento de abandono se ralentiza; el esplendor de la naturaleza americana es capaz de apagar un poco la soledad de su corazón castellano fatigado de distancias para darle sedativo paso a olvidos pasajeros, a amnesias momentáneas: "Ahora estoy viajando / por el Océano Pacífico. / Vastas nubes plomizas / entoldan las inmensas latitudes. / Se me olvidan los hombres y las cosas / mirando la redonda lejanía. / Aire de eternidad respira el alma."
Inevitablemente, el poeta ibero, en esos días americanos, un tanto aciagos, de familia ausente y arrumacos distantes, se extasía y rememora, compara y sucumbe emocionalmente, implorando en sus letras la costumbre acendrada, el rito irrepetible, el ceremonial de siempre: "Un año más que lejos de mi España / sin remedio termino desterrado / un año más de vida clausurado; / un año más batiéndome con saña (…) Oh de verdad madrastra España mía, como quisiera respirar ahora tu Nochevieja destrozona y fría."
Sin embargo, la desmesura americana, el tenor de su gente, esa otra cosa que hace que Ibero – América no le sea jamás extraña al bravío corazón de un español de Castilla, va progresivamente adentrándose en la emoción tormentosa del escritor, quien no puede – ¿y quién podría? – ocultar su admiración por gentes y cosas, por la naturaleza americana y sus incomparables dimensiones, por las ciudades y los lugareños de este lado del mundo que se quedó prendido en la poesía de López Rueda.
Así, primero Ecuador y los Andes, y luego Venezuela y el mar Caribe, se hacen presentes para darle motivos festivos a la árida voz del castellano poeta. Dejemos que sea, como es nuestra costumbre e intención, el propio escritor el que nos conduzca, entre la alegría y la nostalgia, por los azares de su emoción errante, por los derroteros de sus vivencias suramericanas, comenzando por las más andinas y equinocciales hasta llegar a las más azules y caribes:
Atardecer en el Ecuador: Se sorprende vivamente el escritor por la cantidad y la furia del agua que cae desde un cielo más próximo – haciendo posible y real una húmeda hierogamia – en la fértil tierra ecuatoriana: "Del cielo ecuatorial el aguacero / cae sobre la verdura de los prados, / donde caballos pastan descuidados / indiferentes al chubasco fiero. // Lejos sobre los Andes, el postrero / sol de la tarde alumbra los sembrados / y eucaliptos al cielo gris alzados / lava con lluvia el Alto Jardinero. // Desde esta encristalada galería, / cercado de muchachas locamente / floridas o estallando todavía, // miro el paisaje, miro de repente / tus ojos del color de la alegría / y el corazón me ríe suavemente."
Los hijos del sol: Va el poeta en versos hasta el recóndito y elevado sitial donde el choclo se siembra y se esparce para pasar a ser alimento de una cultura, sustento de una civilización: "Donde esconden los cóndores sus nidos / y tiene el absoluto firmamento / su palacio de cumbres y de viento, / donde canta el silencio en los oídos // allí cuidan los indios esparcidos, / el maíz que en su verde crecimiento, / cincela ya, meticuloso y lento, / su oro pálido en granos sonreídos; // allí viven hablando escasamente / los vástagos del sol americano / que en los entierros beben aguardiente // y adoran con espíritu pagano / imágenes de un Cristo penitente / que nada tiene casi de cristiano."
Mediodía en la cordillera: El poeta se deja por momentos de la ciudad y de su universidad, y va a tomar contacto directo con la cordillera madre, con la tierra convertida en materna montaña, con Mamapacha, para extasiarse mirando lo nunca visto en unas alturas que desbordan de sentida emoción a un escritor de planicies. "Las montañas / alzan su fragoso cerco / de picachos que recortan / sobre el claro firmamento / con hiriente nitidez / su pardo lomo violento. / El sol está en el cenit / y no hay en el universo / un día tan desbordante / de luz. / Extiende el silencio / sus alas sobre los campos. / No hay apenas movimiento / bajo el techo azul del mundo. / Sólo algún pájaro en vuelo, / sólo una yunta de bueyes / arando con paso lento. / Las `polleras" de las indias / sobre los surcos morenos, / son borrones colorados / azules y amarillentos."
Exultante de luz: Una y otra vez el escritor se solaza en el paisaje y se hace uno con él, emocionado de tanta luminosidad, embriagado de una felicidad primaveral nunca experimentada, nuestro poeta ardiente de luz e inundado de alegría escribe: "Doradamente, bajo el mediodía, extensos campos de maíz destellan / y paciendo invisible entre los tallos, / el viento mansamente rumorea. / De colores vivísimos vestidas, / las indias van y vienen por las sendas; / las pitas erizadas en los setos / sus largas y pulidas uñas muestran. / Bajo el sol implacable de las doce, / el mundo es una lumbre gigantesca / y por los cuatro puntos cardinales; / altos montes es círculo llamean: / Las mariposas vuelan encendidas, / arden las margaritas en la yerba, / las piedras arden, arden las cabañas, / las truchas en los ríos, las palmeras, / los cuernos de los toros y hasta el mismo / silencio campesino / que se quiebra / con el múltiple canto de las aves; / arde también como una inmensa hoguera. / El telúrico incendio se propaga / por el mapa total de mis arterias…."
Contemplación del Chimborazo: Hasta la montaña por antonomasia de los Andes Ecuatorianos se dirige López Rueda para ofrendarle al pico un clásico canto de admiración y respeto. "Hoy quiero describir el monumento / de arcilla, roca y nieve levantado / en la región batida por el viento que desde el mar asciende fatigado; (…) Te apareciste envuelto en un sudario / de nieve antigua nunca derretida / y eras en el concierto planetario / como una blanca nota sostenida (…) Tus castas vestiduras impecables / ni una brizna viviente consentían / y en torno a ti sus alas implacables / ni siquiera los cóndores batían."
El Mercado Indígena: No hay ciertamente nada comparable a un mercado, y más cuando de uno indígena se trata, el poeta acostumbrado a los mercados y ferias de su tierra natal, contempla, sin embargo, con ojos de ingenuo asombro la dinámica de un mercado amerindio que se realiza en el mismo centro de la villa: "Llegan a la ciudad los labradores / cobrizos. / Traen olores / a florida y agreste lejanía. / Con sus desnudos pies apresurados / llevan a los mercados / su recién cosechada mercancía. // Son las horas del jueves, la jornada / que fuera consagrada / por los antiguos hombres de estos valles / a derramar ubérrimo y fragante / el cuerno rebosante / de abundancia rural sobre las calles. // Pasan con un jardín a sus espaldas / mujeres cuyas faldas / campanas ambulantes son de lana / tañidas por femíneos tobillos / y – errantes fuertecillos – / sus canastos alegran la mañana. // Van y vienen los indios abrigados / con ponchos colorados / conduciendo sus bueyes pensativos, / sus asnos trotadores, sus ovejas / de cándidas guedejas / y sus cerdos que chillan aprensivos (…) Yo no sé quienes son, qué nombre tienen, / no los conozco, vienen / de una edad que rebasa la memoria / y a nuestro mundo bárbaros extraños / a pesar de los años; / viven aún al margen de la historia."
Un trasatlántico es lo que dice ser, una inmensa nave que va de un lado a otro del Atlántico, aunque más contemporáneamente y por razones prácticas, esa nomenclatura se aplique indistintamente a la inmensa nave que va de un océano al otro, del Pacífico al Atlántico, por ejemplo. Ese paquebote puede ser, según quien lo vea partir a la distancia, motivo de gozo o de tristeza, de alegría o desolación. No puede nuestro escritor esconder sus lágrimas de adiós cuando ve zarpar el buque cuna, el galeón regazo, que pronto se adentra en la altamar: "Surca la vasta y rumorosa / faz del océano la nave, / llevando el peso dulce y suave / de mis hijos y de mi esposa (…) Flotante San Cristobalón, / los conduce sobre las olas / hacia las costas españolas / la infatigable embarcación (…) Yo, mientras tanto, si pudiera; / sería, oh mar, sobre tu espalda / una gran ola de esmeralda / para verlos cuando quisiera."
Solitario y melancólico permanece entre niebla, alpacas y montañas, el peregrino de las letras castellanas, preparando una estación más de su errancia americana; esta vez le tocará el turno a Venezuela, y más específicamente a la ciudad de Cumaná, donde el maestro de Castilla, ahora de Cuenca, y pronto de Venezuela, ha sido convocado a sumar su conocimiento y esfuerzo para ser pionero en la construcción de una nueva universidad en esa ciudad emblemática del Oriente venezolano.
Arriba a las costas venezolanas el escritor errante para confirmar sin tapujos que "Nada ha cambiado. Nuevamente / ven mis pupilas españolas / la calma azul sobre las olas / que el viento empuja mansamente."
Y recomienza de nuevo la errancia de López Rueda, ya reconciliado con su forastero entorno, con su familia entera vuelta de nuevo en otro trasatlántico donde la esperanza y el amor eran aguardados con impaciencia en puerto por un poeta radiante que puede contemplar, sin nostalgias, otro mar y otras estrellas en la paz de los suyos.
Vuelve a sus andanzas el infatigable hidalgo por tierras, islas, ríos, montañas y selvas venezolanas, y su emoción va dejando asentada su erranza en versos que son una bitácora del espíritu aventurero y emprendedor de un nuevo conquistador de Castilla que en vez de la lanza en ristre trajo su lápiz presto – "arcabuz ilusorio" – y en lugar del Catecismo imperativo, compuso sus propios y personales evangelios para solaz de sus lectores y discípulos:
Isla de Margarita: Viene y va el poético conquistador, siguiendo siempre el paso de las olas y las huellas de las gaviotas, hasta la isla de las islas de Venezuela, la Margarita, allí rememora guerreros ancestros y retorna a viejas andanzas de español re-encarnado para imaginarse a sí mismo ataviado con cota, malla y yelmo : "Desde la paz de la huesa, otra vez aquí he venido, / como espectro que regresa / a recordar lo perdido; // a añora aquel vivir / en peligro y sin sosiego, / aquel ansía de morir / combatiendo a sangre y fuego. // Pedazo de las Españas / en esta isla dormida, / rememoro mis hazañas / como un águila abatida. // Ansia de renacimiento / enciende todo mi ser / y eleva mi pensamiento / a las cimas del ayer. // Con mi arcabuz ilusorio, / una vez más yo quisiera / desflorar un territorio / sin límites ni bandera, // y montando bravamente / mi corcel disparatado; / llevar de nuevo en mi frente / el ensueño de ELdorado."
Al margen del Orinoco: Deslumbrado como si fuera un contemporáneo Cristóbal Colón de ojos estupefactos de tanta agua y enrojecidos de inusitada luz, contempla el escritor la magnitud del río Orinoco, propio de cualquier Edén personal. Impresionado el castellano de orillas del Manzanares de su lar ibero exclama y reflexiona: "Inmensa mansedumbre que suave se desliza / hacia el Este lejano. Vasto río que fluye / apenas alumbrado por la luz de ceniza / que el ocaso en el aire lentamente diluye (…) Catedral de los ríos, boa domesticada / que levantas a veces con ira tu espinazo / y amenazas tragarte la villa reposada / que sueña sus negocios dormida en su regazo. // Hoy junto a ti me veo, sólo rico de días, / llegado ya al otoño maduro de mis años; / y voy por tus orillas con las manos vacías, / mas perito en aguante y experto en desengaños."
La Gran Sabana: La selva venezolana concita rápidamente la atención de quien ha estado anegado de mar e inundado de cielo en su vagabundeo latinoamericano. La Gran Sabana con sus tepuyes milenarios y arcaicos, como dólmenes de una religión sin dioses celestiales, sacuden la emoción del escritor: "Volamos sobre la tupida selva / que no ha cambiado nada desde el génesis. / Ahora grandes vellones / soplados por titanes invisibles / pasan entre la nave y la llanura. / hemos retrocedido / dos millones de años / cuando por fin tocamos tierra. / Un paisaje de rocas precámbricas nos mira:"
Safari: No es que al África se haya dirigido el poeta, permanece todavía en la selva venezolana, acechado y en imaginario pero posible peligro de safari americano: "Ocultos animales / observan en silencio / el paso de los bípedos intrusos / y aguardan con paciencia / las horas de la noche. / Soy un humano diapasón que vibra / con el rumor del río. / Las oscuras raíces / que socavan el suelo laberínticamente / invaden mi esqueleto y me transforman en sequoya jovial que recupera / la primitiva savia."
Muchacho indio: Así como los amerindios andinos y sus usanzas sorprendieron grandemente al joven profesor que llegó barbilampiño de España al Ecuador; la bravura y donaire de los aborígenes que aún restan en Venezuela, los mismos que por su belleza y color de piel ictericiada – como el membrillo – habían concitado también, en su momento, la estupefacción de los Reyes Católicos, motivan al maduro maestro a escribir uno de sus mejores poemas síntesis de lo aprendido en aulas y libros y lo vivenciado en selvas y ríos: " Eres un dios de bronce y no lo sabes. / Te bañas en edénicos ríos. / Piloteas larguísimas canoas. / Te metes peligrosamente / detrás de torrenciales cataratas / para ver si averiguas sus secretos. / En la canela de tu rostro / tu risa es una orquídea / que ilumina los bosques. / Con tus robustos brazos / doblegas fieros pumas / o abrazas con delicadeza a tus amantes / que vibran de placer recibiendo el empuje / de tu sexo y tu vientre. / Eres un Endimión de piel oscura. / Aunque tú no lo sepas, / la luna sí lo sabe / y cuando estás dormido baja a besar tu rostro. / Un día ha de llevarte para siempre / a cazar junto a ella / etéreos venados / en su trópico de astros."
Largos y fructíferos años pasa el poeta en Latinoamérica para regresar a su "madrastra España" para proseguir errando por Oriente y por América, esta vez la del Norte. En intima confesión poética, López Rueda explica y se lamenta de su nuevo atrevimiento: "Y resulta que yo también ahora, / a mis sesenta y cinco años, tengo un empleo extraño en Alcalá de Henares; / que me inflama de estrés / la envejecida próstata, / de la que, muy probablemente, / los verdes cirujanos / tendrán que despojarme un día de éstos."
Es que el nómada escritor ha aceptado un nuevo empleo en una Universidad de América del Norte, Bowling Green, en Ohio, que le permite prolongar sus enseñanzas, continuar errando aquende y allende y, por supuesto, escrutar y escribir, teniendo ahora como motivo otros entornos, otras gentes, otras usanzas.
Desde allá, desde la América norteña, vienen alumnos rubios, sajones y protestantes, y hasta allá se dirige también el errante profesor castellano para recabar nuevas emociones, a objeto de que su joven corazón estimule al usado cuerpo en sus interminables recorridos de poeta trotamundos y lo obligue "a escribir estos renglones / mojando en claridades mi bolígrafo / que como un diminuto pararrayos / induce poderosas energías."
Y hasta la América septentrional, se dirigen también los pasos y las enseñanzas del errante profesor – poeta para dejar también en versos constancia de su senda, no tan fugaz, por otras americanas tierras, esta vez amplias, frías, anacoretas, solitarias. Noticia López Rueda: "Las calles de este barrio silencioso / que me brinda apacible residencia, / están vacías casi siempre, sólo / pasa de vez en cuando un automóvil, / alguien que trota deportivamente / o bien algún ciclista solitario. / Todos están metidos en sus casas, / aunque fuera es espléndido el otoño / y las ardillas corren por los cables / como los coches por las autopistas. / Aquí la vida humana es muy celosa / de su privacidad, todo se cuece / de puertas para dentro y las pasiones / fermentan o explosionan escondidas. / A veces me paseo por las tardes / bajo el sol que derrama / su transparencia dulce sobre el campo / y los chalés que rumian el silencio / tal si la bomba `sólo – mata – gente" / en segundos hubiera disipado a los desprevenidos habitantes. / Pero quizá detrás de las ventanas / ocultos ojos al mirarme duden / si seré un peligroso vagabundo / o simplemente un paseante excéntrico."
Sin embargo, es el Sur del inmenso país – continente, el que convoca la mirada penetrante y la letra justiciera del visitante advertido de apartamientos y exclusiones: "Un lento río de blancos / avanza hacia el inmenso teatro / de la Grand Ole Opry de Nashville. / No se ve un solo negro. / (¿Esto no es para ellos y lo saben?) / Hay un lleno absoluto, / pero con pocos jóvenes entre los rostros pálidos. / (¿Sólo es para nostálgicos la música paisana?) / En el gran escenario se ven trajes / de cowboy musical, / botas de media caña / con adornos de plata / y sombreros tejanos Suenan los violines campesinos, / el piano de SALOON, / la armónica, los banjos, / el acordeón, la eléctrica guitarra, / la batería que sustenta el ritmo. / El corazón del Sur se alegra y danza / o llora amores perdidos / entre los bosques de Kentucky, / las plantaciones de Virginia / o las colinas de Tennessee… / Rutilantes estrellas — mujeres e varones – / el aire sonorizan con sus cantos. / El flash de los admiradores / se multiplica en breves, numerosas / explosiones de luz / en el mar de cabezas entusiastas / que son ya un solo corazón, / el corazón unánime y sonoro / del Sur profundo."
Finalizada su larga y fructuosa errancia por el Nuevo Mundo, por el mismísimo Ecuador, por la Tierra de Gracia, por la Nación de los pioneros, atrás quedaron, sin desaparecer del todo, los altos y calmos Andes, el lento hablar de sus pobladores, el desafiante planear del cóndor, las serenas playas de Cumaná, la selva verde y lujuriosa, las caídas de agua que semejan un río vertical, los mares de agua dulce, el azul distinto del cielo tropical, indígenas y mulatas, rubios blancos, negros, pardos, zambos y sajones. El poeta, en su reposo madrileño, sin melindres, libre el cuerpo de errancias, rememora sereno y sosegado:
"Mis palabras hacen sonar el diapasón de los recuerdos. / Los aletazos de los cóndores / cantan en los corazones: / Un enorme mirlo llena la habitación (…) Y suben primaveras elevándonos a todos. / Mares azules nos llenan los ojos de esplendor / y crecen trigos con amapolas sonora sobre las altas espigas (…) Nosotros deseamos que todo sea luz (…) El mundo es perfecto / y sólo existen animales alados (…) Todo se ha transformado en paraíso (…) Rompo mi capullo, mi pequeña prisión de barro transitorio."
El otro lado del mundo
Yo,
hombre de una región lejanísima,
extranjero de extraños ojos redondos
observo con disimulo y respeto
estos rostros asiáticos
que concentradamente suplican
a sus dioses antiguos.
Luego de su regreso de Venezuela, doctorado entretanto en Filología por la castiza Complutense de Madrid y jubilado como Profesor Titular de la muy prestigiosa Universidad Simón Bolívar de Caracas, donde dejó alumnos, discípulos y colegas que con mucho apreciaron y aún estiman su donaire, bonhomía, y, en especial, sus profundos conocimientos de la lengua y la literatura, y sus consejos acerca de la vida que no se aprende en ningún libro de texto universitario, López Rueda, en vez de balancearse en la mecedora del salón de su apartamento en Mirasierra, pues no, dijo otra que vez que sí, y vuelta Adelina a hacer las maletas, y a tomar las previsiones necesarias para que la normalidad operativa imperara en los predios del poeta en Madrid, porque nuestro errante escritor aceptó esta vez, como si nada, partir para el Lejano Oriente invitado por las Universidades de Tankang y de Fujen en Taiwán.
Reinicia el poeta su errancia por esos otros lejanos lados del mundo, asombrándose de nuevo de todo lo que ve, oye, come, en fin, de cómo los chinos aman a sus vivos, lloran a sus muertos y adoran a sus dioses, en síntesis, de cómo se está y, sobretodo, de cómo se deja de estar por aquellos amarillos parajes tan rasgados, ajenos y distantes.
Particularmente, reveladoras son las observaciones y anotaciones del escritor occidental en relación con los ritos funerarios que contempla, dignos de relajada lectura y dedicada atención para entender una muerte que siendo tan igual resulta tan distinta. Narra López Rueda:
El velorio: "Vivo desde hace tiempo en una isla remota, donde la muerte, que siempre es teatral, organiza decorados inverosímiles. En cobertizos especialmente construidos para largos velatorios, puede verse un gran retrato del muerto con corbata y chaqueta, o de la muerta con elegante vestido ceremonial. Una vez a la semana, los deudos se reúnen bajo la dirección de un sacerdote experto en ritos populares y rezan a los dioses para que ayuden al difunto a atravesar las diez mansiones del infierno, donde impecables Minos orientales castigan a los pecadores con increíbles suplicios. Durante las sesiones de plegarias, la familia y los huéspedes comen alimentos preparados al gusto del sucumbido. Para estas ceremonias, se cubren la cabeza como mozos de carga, con cabezales de diversos colores, según la relación con el muerto. A veces, para ayudar al espíritu en su difícil viaje subterráneo, la familia puede pasarse hasta dos horas andando a gatas alrededor del cobertizo. En algunas ocasiones, un médium se pone en trance hasta que por su boca habla el transmigrado con su mera voz y hace reproches espeluznantes a los presentes: Mientras tanto, el cadáver aguarda a que transcurran los cuarenta y nueve días exactos que dura el tránsito por el abismo. // Aunque los ataúdes son perfectos y cierran herméticamente, a veces, sobre todo en el tórrido y húmedo verano subtropical, trasciende un olor a putrefacción. Afortunadamente la familia sólo está en el recinto mortuorio durante las ceremonias, pero siempre debe permanecer alguien junto al monumento, para evitar que algún gato negro con patas blancas salte por encima de la caja, en cuyo caso, el muerto se levanta y empieza a caminar (…) Estas y otras complejas ceremonias constituyen la morosa liturgia de la muerte en esta isla de lluvias y vientos. Cuando transcurren los cuarenta y nueve días que prescriben las viejas escrituras, varios hombres levantan el abombado cofre, y bajo la sabía dirección del adivino, se inicia el sepelio bajo una mañana propicia."
El sepelio: "La comitiva se halla compuesta por una serie de camionetas transformadas en vagones, cuyas paredes están completamente cubiertas de margaritas incrustadas, naturales o artificiales, según la fortuna del difunto. Sus tonos ocres o amarillos inundan las calles con notas de alegría, pero no consiguen disipar el aire grave de la muerte que pasa. En una de las camionetas va el ataúd flanqueado por los deudos más próximos (…) Estos cortejos llevan siempre una pequeña orquesta que toca música tradicional con agudas chirimías plañideras y gongs de prolongadas resonancias. Van también algunos vagones que simulan elegantísimos cabarés, en cuyas plataformas posteriores bellas animadoras se van quitando la ropa lentamente a son de club nocturno que músicos invisibles modulan dentro del vehículo. (…) Luego, en las lindes del cementerio, las animadoras continúan haciendo su número para que el muerto – a quien en vida le gustaba el "streep tease" – descienda al abismo después de echar un último vistazo a su espectáculo favorito. Así la muerte china anima la mañana con su gran cola multicolor de papagayo metafísico, mientras el dragón tutelar pasea invisible por las nubes sus volutas interminables."
Los dioses orientales, las divinidades de aquel otro lado del mundo, ese fenómeno etéreo inventado por el hombre para que éste luego lo inventará a él, ocupan también la atención y los versos de un poeta racional y positivista que también, como veremos en su oportunidad, ha tenido que enfrentarse con la duda, con el fenómeno de la re – ligación con un Ser Superior.
López Rueda intenta en sus versos comprender lo que la razón de Occidente no puede, ambiciona que sea su emoción de poeta la que lo acompañe a visitar, sin prejuicios ni premisas, templos de otros dioses, a detenerse en la ejecución de ritos destinados a divinidades de enrevesado nombre: Humilde y ajeno feligrés, el escritor, mientras visita un templo taoista, con toda honestidad confiesa: "En el interior hay un altar repleto de dioses / desconocidos para mí, / occidental profano."
Como un reportero del espíritu, como un corresponsal religioso asignado en otras místicas, el poeta se informa e informa: "Cada devoto coge un haz con tres varitas de incienso / que arden por el extremo superior / y sujetándolas con ambas manos, hace varias reverencias / frente al altar abigarrado / en que los dioses orientales se apiñan (…) Los ídolos vestidos / con hábitos ceremoniales / de vívidos colores / los escuchan hieráticos, / los miran con sus rasgados ojos inmóviles."
Y no le queda otra cosa que hacer el poeta sino ver la realidad con los ojos de sus propias realidades religiosas. El madrileño proveniente de la patria de la más fanática catolicidad que se haya conocido, recurre presto a los dioses judíos de las creencias ibéricas y romanas: "Y estas imágenes son la Virgen María, / Abraham y Moisés, / Santiago Apóstol, San José, San Juan Bautista / y el Crucificado / de mis iglesias y mis catedrales / de Europa y América: / en suma, el Gran Desconocido, el Deus Absconditus, / el Mudo / que habla sin hablar; / el inexistente / que existe, / el ausente / presente, / el que sin actuar / actúa siempre, / el que siendo nada / es el Todo, / el Tao."
Indiana Jones de la poesía, López Rueda emprende, acompañado de bienvenidos baquianos, un paseo nocturno por los arrabales de Taipei para que su espíritu de castellano aventurero se solace otra vez ante lo insólito y lo desconocido, ahora bajo otro cielo y otro mar.
Relata el escritor como vio matar, decorticar, preparar, engullir, disfrutar, digerir sin alteraciones del alma ni del cuerpo: tortugas pequeñas, galápagos del lugar que son dignamente acompañados por sangre de serpiente que como bebida oportuna y de ocasión, es ofrecida por un experto herpetólogo que toma a la sierpe y "con experta incisión le extrae primero / el diminuto corazón que deja / latiendo junto a él. Después arrima / a la herida una copa que llena / suavemente con sangre: Bien mezclada / la savia del reptil con vino dulce, / la distribuye en diminutos vasos / que sobre el mostrador en ordenada / fila coloca."
Nuestro escritor no sólo se solaza en la comparación de dioses y ritos, en la degustación de platillos que nada tienen que ver con un cocido madrileño o con una elemental tortilla de patatas, la gente, por la que ha sentido siempre prioritaria predilección, convoca también su emoción de poeta deslumbrado, se dedica a observar lo que, en apariencia, hace diferente a un hombre de otro ser humano: "Lentamente contemplo, lleno de interés literario, / a estos comensales sencillos / que de espaldas al templo / tragan su arroz mirando el escenario / donde se represente / con la tradicional vestimenta de abanicos, luengas barbas, kimonos / y arias de agudísimos tonos, / un drama para entretener a los dioses."
Y haciendo lo que sabe hacer, enseñando, inquiriendo, observando, escribiendo, aventurándose dentro de los demás para encontrase a sí mismo, transcurren unos cuantos años de obligada parsimonia, de genuflexiones respetuosas, de reverentes poses, hasta que el poeta regresó a su querida España con su Adelina de siempre, para continuar su interminable errancia:
"y en vuelo ya apacible / invadimos el alba / de España / su espacio transparente / su amadísimo espacio trizado por las codornices. / Los leones de las turbinas / rugen desaforados. / Aterrizamos con estruendo / en los dulces pañales infinitos / que acogen en silencio nuestros pasos / y como sempiternos hijos pródigos / o insistentes Ulises / una vez más a Ítaca volvemos.".
La errancia íntima
En el abismo, nadie sabe cuándo,
calladamente, misteriosamente,
nació por fin la célula primera
y en el vientre del ser surgió la vida;
quiero decir el odio y el deseo,
el amor y la muerte reunidos,
quiero decir el gozo y la tristeza,
la blanca risa, el torvo desespero,
quiero decir el sufrimiento inútil
y la fluvial, dulcísima esperanza.
En el abismo, nadie sabe cuándo,
secretamente, silenciosamente.
Ante los ires y venires del poeta, frente a las andancias y vagabundeos del escritor, teniendo en cuenta el ánimo aventurero y el espíritu trotamundos de López Rueda, cualquier mortal en sus cabales podría preguntarse con justificada razón: ¿Dónde está López Rueda?
El poeta, siempre generoso con sus afectos más cercanos y entrañables, escribe, para beneplácito de la poesía universal, un poema – Instantáneas – que funge de acertado y apretado resumen de sus errancias, ausencias, pasiones, recuerdos, amores, destierros, creencias, angustias, sosiegos, penas y alegrías. Lo más importante de sus vivencias y querencias está ahí, como si nada, en sentido homenaje a Blas de Otero.
Recorramos detenidamente los versos de este singular poema que logra ser la apretada síntesis de una errante y apasionada existencia. Preguntemos entonces, más en confianza: ¿Dónde está Jota Ele?
"Está en la calle Postas a los cinco años, de la mano se su abuela Paca oyendo embelesado a un ciego que toca el armonio." El primer recuerdo del hombre es un osado estiramiento de la memoria para hacer regresar al presente olores, sabores, ruidos, paisajes, seres queridos a una precaria evocación que la existencia va haciendo más despoblada y selectiva. Ahí está entonces, setenta y tantos años atrás, Jota Ele, tomado firmemente de la amorosa mano de abuela Paca, ese bastión de ternura que le abrió los inocentes sentidos al poeta para despertar sus primeras y más remotas emociones: "Sólo tuviste de herencia / las paredes de la inclusa / donde viviste reclusa / tu infancia y adolescencia. / Soportaste con paciencia / servidumbre y orfandad (…) Una vez frente a un espejo / de tamaño natural / confundiste lo real / con su nítido reflejo. / Mientras tanto yo perplejo, / con mis ojos infantiles / vi cómo tus pies seniles / querían con insistencia / entrar por la transparencia / a mundos menos hostiles."
"Está en Arcos de Jalón comiendo en Auxilio Social". Nuestro poeta es un niño de la guerra, el resultado anímico de una conflagración insensata y fratricida que partió en dos el alma de su patria, y puso a unos de un lado y al resto del otro para que por años se odiarán, y ofrendarán su vida y seguridad en aras de un ideal que venció al otro para expatriarlo y conculcarlo. Jota Ele está, muy seguramente, comiendo unas lentejas sin estofar, acompañadas de un mendrugo de duro pero bienvenido pan, que ya es mucho comer en sus tiempos de niño de hambre compartida.
"Está en la cocina viendo cómo su abuelo Pepe destruye la vajilla del Duque de Equis robada por uno de sus hijos – anarquista – en 1936 y cómo luego mete los vidrios finísimos en un saco y se zambulle en la noche para deshacerse de las coronas ducales pulverizadas." Porque inevitablemente partido había que tomar, y el espíritu demócrata y libertario del poeta viene desde los genes mismos de su luchadora familia: "En la calle Latoneros, / la taberna de Jacinto / era un ruidos recinto / de fatigados obreros / que buscaban compañeros / para un vino ocasional / y entre tanto menestral / jugaba mi abuelo Pepe / su partida de julepe / con parte de su jornal."
"Está en su cama rezando el confiteor Deo con lágrimas en los ojos después de masturbarse." Jota Ele vivirá sus inicios sexuales, temeroso del castigo, como todos los adolescentes católicos españoles criados en el rigor de una religión que privilegia la castidad por encima de la caridad, castiga el irrisorio placer de la masturbación y propugna el temor a la ira de un Dios convertido en verdugo castrador.
"Está desvirgándose en un burdel barato de la calle de la Reina, fingiéndose un veterano anta la daifa, que, como es natural, no se lo cree." Inevitable para su generación, pasa el adolescente Jota Ele del placer de su mano al temeroso y presuroso goce de una vagina alquilada a fuerza de ahorrar escasas pesetas. Aventura iniciatoria emprendida, con más vergüenza que delicia, para satisfacer los inaplazables llamados de la virilidad y la permanente curiosidad de sus amigos.
"Está en la Biblioteca del Ateneo traduciendo a Virgilio." La vocación clara y evidente por la lectura y la escritura, por el latín y el griego, se evidenció muy temprano en quien, décadas después, iba a ser galardonado con el Premio Extraordinario que otorga a las mejores tesis doctorales la Universidad Complutense de Madrid.
"Está haciendo el amor con su primera novia en la noche de Jueves Santo en una pensión modesta de Ávila y dejando las sábanas rojas de hermosa sangre, (¿Qué dirá la patrona?) Suspendamos el comentario sobre este momento intimo del poeta apostata que escoge la Semana Santa para dar inicio a su pecaminosa luna de miel sin partida de casorio civil ni certificado de matrimonio eclesiástico alguno. (¿Qué dirán, escandalizados también el párroco y el Jefe Civil?)
"Está embriagándose en la alta noche con los hexámetros de la Odisea donde ruge el Océano." Y el poeta rememora – melancólico quizás – lo delicada y fieramente escrito, décadas hace, a orillas del Océano Atlántico que más pequeño se hace de sus anchuras para ser llamado Cantábrico por aquellos parajes húmedos y neblinosos: "Tan blandamente fluyen las silenciosas horas / junto a la mar que lame los pies de las montañas, / tan roncamente braman las olas y los vientos / y estoy aquí tan solo, que bien feliz sería / muriéndome de pronto, como un arroyo inútil. / Porque bastante anduve manchando con mis pasos / la tibia piel que envuelve y abraza la ancha tierra, / porque mi pecho impuro bastante ha respirado / bajo este cielo inmóvil, desordenadamente, / y ya no importa nada mi historia sin sentido / a nadie que solloce mirando leves astros. / Pues si supiera al menos que en este mismo instante / un corazón recuerda palabras, gestos míos, / si hubiera en algún sitio alguien que me estuviera / contando sus asuntos con mano pensativa, / si al menos unos brazos sedosamente fieles / todavía aguardaran mi regreso imposible… / Pero bien sé que nadie me sueña desde lejos / ahora que la tarde se apaga entre las olas / a golpes de tristeza velada en el paisaje, / ahora que los vientos baten mi frente insomne / y el mar a solas canta sus himnos al olvido."
"Está en el Vaticano ayudando al Maestro a expulsar los mercaderes del templo." Y no sólo en el recinto del minúsculo Estado Pontificio Católico y Romano ha contribuido con su palabra el poeta a expulsar a los negociantes del tabernáculo, en la extensa y ancha China, durante sus años de escaso entender los dioses y los ritos de sus gentes, Jota Ele, aliado del Maestro, reclamaba con voz propia de evangelista apócrifo: "No tengo nada contra vosotros / misioneros mormones, / anabaptistas, adventistas, / del Séptimo Día, / jesuitas, jesuitinas, / mercedarias, carmelitas de la caridad, / teresianas, opusdeistas, / bajá – i – s. / Pero cuando os veo en la calle / catequizando a algún chinito incauto / o sentados en las terrazas de los cafés / explicando la Biblia / a algún interesado catecúmeno, / inevitablemente, / pienso en las urracas blanquinegras / que volando furtivas, / penetran en los huertos del verano / y picotean al maíz maduro / o roban en las casas campesinas / joyas, que, según dicen, luego esconden / en apartados nidos."
"Está en un trasatlántico de bandera italiana emigrando a la América del Sur e intentando cortase el cordón umbilical que le une a su madrastra amadísima sin poder conseguirlo." Jota Ele es un ciudadano del mundo que no puede, no sabe renunciar empero a sus orígenes ibéricos, a su carácter de español, a su índole madrileña, a su pasión por la villa del oso y el madroño: "Solo yo en Arequipa, en las Américas, / madrileño en desgracia, desterrado, / con todas mis raíces al desnudo / y una atroz soledad entre los huesos (…) sereno voy por fuera, / mas por dentro devoran mis entrañas, / como ácido feroz o brasa honda; / los aulladores lobos del destierro."
"Está leyendo a Nietzche, a Sartre, a Camus, a Kafka, a Dostoiesky, a Mann, a Faulkner, a Ernst Hemingway." Jota Ele es también un trotamundos del intelecto, reconoce la necesidad de leer para escribir, así abreva en clásicos y contemporáneos para fortalecer su propio estilo, su particular manera de enfrentar las palabras y decir las cosas. "El poeta es semejante / al príncipe de las nubes / que vuela entre querubines / con sus alas de gigante / y sin que nada le espante: / ni la fragosa tormenta / o la flecha violenta / con que lo apunta el Arquero / cuando ascendiendo ligero / en su cielo se presenta."
"Está en Ámsterdam pintando la locura con su amigo Van Gogh." El poeta contempla y narra la locura que también ha podido ser el preciso momento del suicidio del errante holandés en los volteados campos de girasoles del sur de Francia: "Horrorizado de sí mismo, / se miró en el espejo / y una burlona carcajada / creyó escuchar tras de su propia imagen. / Luego avanzo tambaleándose, / cogió el revólver de la mesa / y se asomó al balcón, enloquecido. / Una luna amarilla / le golpeó en el rostro, / pero el muchacho no le tuvo miedo. / Disparó con certera puntería / partiéndola en mil trozos / e hiriendo gravemente / al lucero del alba."
"Está en Quito meando sobre la línea ecuatorial con un pie en el Hemisferio Norte y otro en el Hemisferio Sur." Arranques de festiva locura le sobrevienen al poeta; ratos de alegre y pasajera demencia le permiten al sobrio docto darse momentánea baja del protocolo de la cátedra, de la seriedad del maestro, por unos glamorosos minutos en estrecha complicidad con la compinche inadvertida de sus pasajeros desvaríos: "Oh demencial computadora mía, / creadora de símbolos cambiantes, / receptora de luz y ondas sonantes fragua de la tristeza y la alegría. (…) Eres el alto y misterioso guía / que dirige mis pasos vacilantes, / el piloto de pulsos vacilantes // que a veces pierde el rumbo y me extravía, la brújula que orienta mis instantes…"
"Está en Moscú con Lenín haciendo otra vez la revolución a ver si no fracasa." De izquierdas ha sido siempre el poeta – "aunque por lo general, parezco un manso cordero" -; aliado de la justicia, su poesía adquiere incluso rasgos de sentencia cuando, lejos de su patria, excluido y segregado, desterrado de conciencia como tantos otros lo fueron y lo siguen siendo, es capaz de justificarlo todo, incluso el magnicidio, para salir de una vez por todas y para siempre de la maldad de los tiranos: "Pues cuando la justicia nos ordena / eliminar al déspota inhumano, / por más que sea dura la condena, // siempre decreta el pueblo soberano, / harto de la mordaza y la cadena, / que es lícita la muerte del tirano."
"Está copulando interminablemente a orillas del caribe." Su palabra vaya alante, decimos los que en los predios del Caribe vivimos. De alguna de esas gozosas cópulas azules, saladas y arenosas queda este poema de Jota Ele, desnudo y salino. "El gran denario de la luna llena / condecora el inmenso frac del cielo / y tú desnuda alumbras mi desvelo / como una suave lámpara serena. // Tu refrescante boca de sirena / gustosamente presa de mi anzuelo / me brinda ya sus labios sin recelo / y el amor a mi lecho te encadena. // Mi mano te navega la cintura, / los senos y los glúteos pomposos / y en ele sosiego de la noche pura // tus encendidos miembros caudalosos / forman una gran ola de hermosura / que tiembla entre mis brazos jubilosos."
"Está en el Erection sustituyendo una cariátide." Hasta el origen mismo de sus helénicas pasiones, de sus griegas afinidades, de sus helenas inclinaciones se traslada jubiloso Jota Ele para hacerse uno con el pagano templo: "El corazón gozoso me golpea / sobre estos venerables escalones / que subían las viejas procesiones / en las fiestas de Palas Atenea. // El Partenón de súbito blanquea / sus fustes, capiteles y frontones / dentro de bellas proporciones / los fieles celebran su asamblea. // El Erection más allá combina / la jónica voluta levantada / sobre esbelta columna femenina // con la firme cariátide varada / bajo la luz solar que la ilumina / en mármol casi vivo eternizada."
"Está en Taipei rezando en un templo budista." Vuelve siempre admirado el poeta al místico ritual ajeno y desconocido. "Tres sacerdotes posados / en céntrica tarima y ataviados, / con ajadas capas pluviales, / monótonas salmodian letanías / de ya casi olvidados rituales. / Le acompañan en sus melodías / dos músicos ancianos / que tañen con sus hábiles manos / antiguos instrumentos orientales. / la litúrgica tríada oficiante / canta de cara al público."
"Está en Chicago oyendo bandas de jazz al socaire de los inmensos rascacielos iluminados que rompen el himen de la noche." No oculta su gusto el escritor por el jazz y sus misterios. En Chicago, en Nueva York, en Nueva Orleáns se arma de ganas para asistir a una de esas casas llenas del misterio ancestral del África y sus descendientes: "En una vieja casa del French Quarter / roída por los años y el salitre / por sólo cuatro dólares asisto / a un concierto de jazz. Entran los músicos- / algunos ya muy viejos – lentamente, / portando sus brillantes instrumentos. / Son todos negros excepto el cantante / que se sienta entre el saxo y el trompeta. / Cuando están los intérpretes completos, / y la banda improvisa los compases / del más clásico jazz, todos flotamos / sobre las olas mágicas del ritmo. / A veces el cantante octogenario / empujado por uno de los músicos, / muy trabajosamente se levanta / y entona melodías picarescas / o blues que nos matan de nostalgia. / El fantasma de Armstrong se sonríe / con dientes como teclas de piano / y dice "oh yes, yes, yes" muy complacido / oyendo a sus anónimos colegas: Todos tienen su parte de solistas / pero el que más me llega al corazón / es el robusto joven de la trompa / que profiere bajísimos acordes / con los ojos cerrados y perdido / en el último bosque del ensueño."
"Está en Johannsburg apoyando a Nelson Mandela." Fruto de su intacta pasión libertaria y de sus afanes de justicia, el poeta se acerca en blancos versos para acompañar al héroe surafricano a su salida de la prisión en la que lo mantuvo por décadas, la intolerancia, el racismo, el color de su piel, su reclamo de igualdad, la más elemental forma de la justicia.
"Está en un avión volando sobre el Polo Norte." Viene Jota Ele con Adelina de regreso de Taipei y a su paso va narrando, como piloto poético, el cielo, las nubes, las alturas y lo que en la tierra ocurre o se divisa: "Aterrizamos en Ancorage (Alaska) / Erguidos y pasados los bosques / grandes osos caminan / arrebujados en sus espléndidos gabanes / de piel inmaculada / que invisibles / tramperos / codiciosos acechan // Dejamos Ancorage."
"Está sintiendo a Dios vibrando en sus neuronas." Como veremos en su oportunidad, larga es la lucha de Jota Ele para que el Señor lo acompañe, lo libere de su abandono.
Está en cualquier rincón pensando vagamente en el suicidio." Como poeta y español la tragedia personal no está ausente de la vida y de las letras del poeta. ¡Fatal, Fatal, me va! podría responder Jota Ele sonriente con una copa de buen vino en la mano del suicidio.
"Está en uno de sus días buenos cantándole a la vida." El poeta tiene días malos, regulares y buenos, los malos lo asedian, los regulares lo fastidian, los buenos lo llenan de alegría que comunica sin remilgos: "Hoy es domingo. Desde mi ventana / por los vecinos patios se divisa / verdor resuelto en copas que la brisa / ondula bajo el sol de la mañana. // Veo cómo de blanco se engalana / un árbol que me brinda su sonrisa / y aspiro con fervor y sin camisa / el azul de la atmósfera temprana, // Todo es tranquilidad: Logran las aves / borrar por un instante con su juego / los ojos de la angustia siempre graves. // Y mi sangre circula con sosiego / acompasando sus latidos suaves / al corazón universal de fuego."
"Está en un ataúd más inmóvil que nunca." Nada menos cierto que este verso, Jota Ele no tiene el tono de la inmovilidad ni la paciencia de la quietud, es capaz de desangrarse en letras en pleno velatorio para que su poesía continúe circulando como torrente de frescas y genuinas motivaciones: "Cuando todo en mi interior se desploma, / cuando advierto que ya los deseos / mugen silentes en un callejón sin salida, / cuando la edad sin remedio me lleva / al inevitable y torvo desenlace previsto, / cuando sólo me queda / un pedazo de tedio para que yo lentamente lo roa, / cuando la primavera se aparece de nuevo / con sus musicales colores que ya no encienden la ilusión en mi sangre, / cuando me dan envidia / las jóvenes parejas que en los parques se abrazan… / sólo me queda el recurso de sangrarme los versos / para aliviar la tensión excesiva / que me hincha el alma hasta romperla."
"Está en la calle Postas a los cinco años de la mano de su abuela Paca oyendo embelesado a un ciego que toca el armonio." Tarde o temprano todos regresamos a la tierna edad de las despreocupaciones, al regazo protector, a la mano cálida y solidaria de la madre o de la abuela, a la perdida y añorada infancia; Jota Ele no es la excepción:
"Si acaso hundo mi vista en el silente / y largo corredor de la memoria, / contemplo mi sombría y ancha frente / ajándose a medida que mi historia / llega a la galería del presente. / Me veo niño uncido ya a la noria / de esta vida que alterna la amargura / y el dolor con la risa y la ternura. // Me contemplo asomado a la ventana / mientras mi breve cuarto enjalbegado / se inundaba de luz por la mañana. / Me recuerdo mirando ensimismado / sobre el cerro la parda barbacana / firme en los siglos contra el viento airado / que limaba la torre y las murallas, / despojos mudos ya de cien batallas. // Vuelvo a ver la encalada y pulcra estancia / donde pasé la guerra fraticida, / vuelvo a ver la ventana de mi infancia / por el cobrizo sol de ayer transida."
Cuerpo en otros cuerpos
A veces, yo solía tenderme en los graneros
a pensar en los ojos profundos de las niñas
que eran para mi entonces inalcanzables seres
hechos de lo más leve y hermoso de los mundos,
Me pasaba las horas largamente soñándolas
con músicas antiguas en sus vientres
y tibias azucenas bullendo ya en sus pechos.
López Rueda está hecho para amar – "miro el paisaje, miro de repente / tus ojos del color de la alegría / y el corazón me ríe suavemente" – y para hacer el amor – "Yo quisiera llevarme la corza más esbelta; / la más lúbrica diosa, / para amarla desnuda bajo los parasoles."
El poeta se concibe a sí mismo, en porfiados versos, en diversas circunstancias, yaciendo en ardientes lechos o apareándose en castas páginas, porque la ilusión de la cópula y la imaginación del sexo, en su poesía, pueden tanto como la realidad de la unión carnal de los amantes, cuando las pasionales letras del poeta soñador, entusiasmado, ilusionado, trasmiten ese ardor de gónadas previo a la efusión del semen enamorado, el real o el imaginario.
Desde su adelantada madurez sentimental, Adelina Martínez, ocupó el corazón del estudiante aventurero, y precoz se instaló en la soledad y la memoria del poeta errante, quien la matrimonió en Madrid, por poder, y sólo alcanzó yacer con ella, la solidaria compañera de sus errancias, en paz y a sus anchas lúbricas y afectivas, largos meses después, en Cuenca del Ecuador, por seguir queriendo quererla; mientras espera su anunciada llegada, el escritor, en medio de la neblinosa ingrimitud andina de recuerdos de la amada se nutre: "de pronto ha surgido; / como suave epifanía, / en la inmensa galería de mis sueños, alumbrada / por una luna olvidada, tu clara fisonomía."
Vehemente, aguarda el poeta el ansiado arribo del parsimonioso navío que transporta la adolescente – mujer de sus andinos desvelos, hasta que, por fin, López Rueda puede alborozarse a plenitud, en besos y versos, con su amor logrado: "Por el vastísimo, nocturno / vidrio los astros se deslizan, / calladamente destellando, / cumpliendo en paz su eterna huída. / De cuando en cuando caen fugaces / estrellas a profundas simas; / por corazón, amada tienes / un nido gris de golondrinas. / hay mil estrellas en el agua / clara y honda de tus pupilas; / rozo el origen de los mundos / al besar tu boca encendida. / Avaramente, locamente, / acaricio tu carne tibia / y en tu aliento de madreselva / calmo yo mi sed infinita. / ¡Sagradas órbitas del mundo!, / gira mi sangre todo gira, / la mano del amor nos alza / a su más luminosa cima."
Conoce el poeta que así como hay amores reales y posibles, fehacientes, allá y acá, hay otros que sólo obedecen a la pasión de las virilidades retenidas en "la hora en que los cuerpos furiosamente se entrelazan; / aunque todo es inútil; / es la hora propicia para rumiar los sueños / que nunca se nos cumplen, para pensar en labios que nunca serán nuestros…" La errancia del poeta va sumando nombres quiméricos, cuerpos distantes, labios forasteros, calificativos que sólo se pronuncian con la pasión del lápiz sobre frenéticas páginas que sustituyen deseados lechos y ardorosas caricias, por que el poeta sabe que las mujeres pasan alegres o "tronchadas de quejumbrosa risa."
Acotada y sin prejuicios es la lista de las pasiones de página del poeta: unas son andinas de pausado platicar, otras caribeñas de rumorosas caderas, incluso hay diminutas chinas de incomprendido hablar y una que otra sajona que vino silente a despertar en la senectud del escritor, las ganas de hombre que yacen instintivas en los viriles pantalones de López Rueda. Como un harem de lo imposible, el califa madrileño va, lúbrico, lujurioso, seleccionando y regocijándose de sus encuentros de playa, de sus amores de retrovisor, de sus prohibidas pasiones de aula, reconociendo sin melindres que: "Los jubilados pelos que me restan / me transforman en verde papagayo / cuando sueño con juveniles cinturas / que ya me están vedadas."
No es tan larga la enumeración de las pasiones erótico – literarias de López Rueda, como para no permitirnos compartir el morbo vigente, notorio y resignado del poeta:
Tórtola viuda: No hay nada más apetecible que una viuda joven y reciente que ha conocido a plenitud el pasional ardor de sus entrañas y la oscilación salvífica del orgasmo. López Rueda con esa intuición de hombre que sabe de hembra comenta y se lamenta: "¡Qué nevadas colinas, qué encendido / paraíso de amor y bosque ardiente / hurtas, tórtola viuda, fieramente, bajo el arcano luto de tu vestido! // Venus de puro fuego sin marido, / ora extingues tu incendio blandamente, / ora rezas y pones vanamente / sobre tu piel un Cristo dolorido. // Y yo ¡qué noches, violón maduro, / me paso en claro imaginando ardides / para lograr tu más feliz seguro! // Pues con tus ojos de novilla pides / algo que yo podría – toro impuro – / darte muriendo en deleitosas lides."
La criolla rubia: Este poema delata la saliva derramada por un joven español deslumbrado por un culo y unas caderas que van más allá de lo visto y deseado. Nuestro escritor se deleita con el vaivén sinigual de unas tetas generosas, de unas nalgas bailonas y no se aguanta las ganas de quererlo para sí y para su colección de hembras imposibles: "Con su planetario culo rozagante / y sus dos gloriosas mamas de aguacate, / la rubia criolla / viene por la calle. / ¡Ay merecumbé! / Sus equinocciales caderas oscilan / con guasa y con arte (…) La criolla rubia cimbrea su talle / de caña de azúcar. / un despampanante / lazo azul ocupa / todo el ondulante / mapa de su grupa. / Con un ritmo suave se mece su falda, / cámpula errante. / Y sus ojos negros / cándidos y grandes / bajo sus dorados / bucles rutilantes, / hacen infinitamente deseable / la noche ninguna de amor que va a darme. ¡Ay merecumbé!"
Cenit: Solo en la hora en que el sol deslumbra, y las pieles brillan de juventud y las formas del cuerpo de la joven relumbran con el caer de los rayos del sol al mediodía, el poeta, celoso del oleaje del mar, se extasía y se lamenta ante la indiferente e inaccesible damisela: "Oh doncella de senos semiesféricos, vivos, / como dos juguetones diocesillas paganos; / oh bañista canela cuyos miembros lascivos / al azul dan ahora lo que nunca a mis manos."
Grace: En pleno Caribe, dorado por el sol y la cabellera de una nórdica extranjera, el poeta vuelve a sus andanzas de Casanova ignorado, y en sonetos le dice a Grace aquello que, emergiendo de las entrepiernas, su voz acalla. "Pan en bandeja azul, el sol destella, / cuando imprimiendo va sobre la playa / el marfil de tu pie su breve huella. / casi desnuda bajo leve malla / – guitarra grácil -, tu figura bella / mis fascinados ojos avasalla. // Andas en vagos sueños embebida / raras conchas buscando por la arena / y dudo si serás muda sirena / o la fénix al cabo renacida. // Ronronea la mar adormecida / bajo la vasta bóveda serena / y es tu hermosura – para siempre ajena – / nórdico imán de mi razón vencida."
El maestro – ahora discípulo – en la misma China, de bellas cortesanas y complacientes compañeras, siente la fascinación de unos ojos rasgados, de una sonrisa que puede no sea vertical, de una juventud que está más allá de sus ya vencidos tiempos de conquistador ibérico. Convencido de que la pluma nunca declina, que el poema no necesita yerbas o estimulantes, nuestro ibérico erotómano nos brinda dos ejemplos fehacientes de deseos sexuales plenos y vigentes. López Rueda – "sesentón contemplativo" – deja constancia de la seducción que sobre su corazón intacto ejercen unas jóvenes e intocadas taiwanesas:
Clase de mandarín: Si el poeta lo hubiese podido expresar en perfecto y comprensible mandarín, estas propuestas de cama y sexo hubiesen llagado, maduras y ardorosas, a los oídos de su estupefacta y juvenil profesora de chino: "Muchacha de Taiwán que algunas tardes / vienes a verme y a explicarme chino, / posa tus labios rojos como el vino / en los míos sedientos y cobardes. // Muchacha de mirar enamorado / y aire de pajarito misterioso, / entrégame tu corazón mimoso / y toma el mío viejo y fatigado (…) Muchacha de Taiwán, espejo vivo / que reflejas mis ojos y mi frente, / ¿cómo será copiada por tu mente / mi faz de sesentón contemplativo? // No lo sabré jamás, pero sin duda / presiento que guiada por mi mano / a mi lecho vendrás tarde o temprano / esbeltísima, pálida, desnuda."
AKI: En un bello y juvenil poema amatorio, el escritor, impactado por la dulzura e ingenuidad de la joven china Aki – "la de los labios perversos / y risa de querubín" – le confiesa en sigiloso y métrico poema: "Tan fascinado me tiene / desde que la conocí / que el día nunca amanece / plenamente para mí / hasta que veo la punta / graciosa de su nariz (…) Tan espléndida florece, / tan alegre y juvenil, / que mis penas a su lado / se disipan sin sentir. / es una rosa reciente / de inmaculado perfil / que inunda mi pensamiento / como un bello mes de abril. / Si yo tuviera de nuevo / la juventud que perdí, / daría toda mi vida / por tenerla en mi jardín."
Pero es Delsi, una estudiante americana en el castellano campus de Bowling Green en España, la que despierta en el escritor una pasión irrefrenable y de antología. El poeta le dedica a Delsi, unos versos plenos de una ardorosa sensualidad y de una sincera resignación que merecen tener un lugar de privilegio en cualquier compilación de poesía erótica.
López Rueda se lamenta y desea: "Delsi, ya mis otoños / no destilan el mosto que solían. / Sin embargo, deseo / a pesar de la edad y de los mohos, / tatuarte en mi piel como una estampa / de cuerpo entero." Convertido en zoólogo apasionado, en ardiente entomólogo, el poeta le declara a su amada estudiante. "Eres la caracola cuyo huésped / en su nácar oculto se agazapa, / el ciempiés que transcurre por mi sombra / lentísimo y extraño, / el náufrago que pasa que arrebujado / en pieles de silencio." Rendido ante la evidencia de la imposibilidad carnal, el poeta reconoce lo ya sabido. "Y como tantas otras, / tú nunca serás mía."
Resignado pero no vencido, el escritor, consciente de que todavía pudiese haber tiempo, antes de la partida de su amante imaginaria para casarse en Ohio, se regocija en pensar que Delsi le concederá sus "besos de muchacha / casi recién amanecida al mundo, / el césped secretísimo / de tu valle más hondo y más blondo. / Déjame, pues, hundirme en tus espigas, / concédeme tu lengua que, sin duda, / ha de ser sosegada, / húmeda, apacible / y posiblemente hogareña. / Naufrágame en tus mares amarillos."
Si lo que demanda el poeta le fuese concedido por su Delsi generosa y complaciente, el poeta excitado, ardiente, dotado de una fogosidad renovada le ofrece a cambio. "empotrar mis deseos musulmanes en tu grupa de potra / nerviosa y aria / y recobrar mi juventud pérdida / sobre las suaves bóvedas siamesas / que erigen en tu pecho / breves moras gemelas. / Pues, Delsi, estoy seguro / de que siendo como eres, / una Caperucita admirablemente perversa, sueñas con las caricias paternales / y deseas perderte en el bosque vedado / donde las verdes ceibas del incesto / te brindan el tabú de las delicias (…) Aquí me tienes esperando / como una pacientísima pitón que te fascina. / Cede, acude, sucumbe, / entra en mi boca ávida / y quédate dormida / en mis tibias entrañas absorbentes."
Calmado el lobo en luna llena, el animal lujurioso, rijoso, aullador, que habita en el erotismo del poeta, apaciguados los ímpetus de la carne propia y las inevitables atracciones de la ajena; López Rueda regresa al sosiego de costumbre, a los besos y a los senos habituales, al regazo solidario de su Adelina de siempre y hasta la muerte de verdad, para pedirle, con ruego propio y verso quevediano, su último deseo en esta tierra libidinosa, hecha para el placer del coito y la momentánea expiración que implica la incomparable cópula.
"Dulce Adelina, para cuando muera, / muy amorosamente yo te ruego / que mi envoltura des al fuego / y así me libres de la gusanera. // Selecciona un crepúsculo cualquiera, / intérnate en el mar y esparce luego / lo que de mí te queda: polvo ciego; y ojalá esto ocurra en primavera. // Si alguna vez el mar embravecido / lanza a tus pies espuma alborotada, / seré yo que regreso del olvido // con nostalgia espectral de tu mirada: / sólo oleaje ya, mas con sentido, / espuma fiel, espuma enamorada."
Una erranza metafísica
Piloto de los mares de la vida,
cumplía yo feliz mis singladuras
con Dios sobre la sangre anochecida.
Mas hoy apaga con estrellas puras
la borrasca del alma descreída,
mi huérfano bajel navega a oscuras.
Dios, su ausencia, su presencia, su genuina solidaridad, su existencia, su capacidad para oír y brindar una mano solidaria tanto al creyente como al ateo, la otra vida, el más allá, la resurrección, han sido temas constantes y reiterados en la poesía intima de López Rueda, en desolados versos así lo confirma. "Cuando alumbro mi espíritu por dentro / – minero de su abismo inexplorado -, / en sus oscuras rocas siempre encuentro / tu nombre por el rayo burilado."
El poeta, altamente condicionado en sus creencias religiosas por una sociedad española ahíta de fe cristiana y abarrotada de estricto catolicismo, se debate continuamente con ese Dios que desde niño le colocaron encima para que lo adorara y alabara en cada acto de su vida: "No puedo recordar exacto el día / en que te conocí por vez primera. / Sólo sé que, muy niño todavía, / tu imagen era ya mi compañera."
Vacila con razón el hombre que va siendo; el poeta, en los albores de su primera errancia americana, formula preguntas que no obtienen respuesta evidente por parte de una divinidad lejana que, poco a poco, se va convirtiendo en ajena: "Mientras voy lentamente paseando / por estas cumbres ásperas, de nuevo / mi impura y solitaria voz elevo / hacia Aquel a quien busco vacilando. // Mas Tú, Señor, te sigues ocultando / cual siempre que a llamarte yo me atrevo / y a la grave pregunta que promuevo, / sólo responde el viento resonando. // Sólo responde queda la hermosura / de estos montes y valles que reflejan / acaso tu recóndita figura // y esas sombras de nubes que semeja, / fluyendo por la andina arquitectura, / tus pasos que de incógnito se alejan."
Existencial e intimo, agobiado por la duda e inmerso en la vacilación, el escritor se hace a sí mismo la pregunta fundamental de todo hombre racional que anda en busca de la re – ligación: "me planteo / el trágico dilema: / Una de dos, o creo firmemente / en la Alta Luz que otorga la suprema / beatitud y verdadera vida (…) o me atengo a los datos que me entrega / la experiencia sensible / y kantiana y feroz mi mente niega / la existencia de Dios y la apacible / perennidad del alma / en un edén de inmarcesible calma."
Esta errancia metafísica acompaña a la otra, la real, a la física, la de frontera, visa y pasaporte, que el escritor ha protagonizado a lo largo y ancho de su fecunda producción poética. En las noches brumosas y solitarias del oscuro páramo andino, el poeta busca con pasión e inquiere con furor, en medio de la feroz tempestad, para ver si, más allá de su propia tormenta existencial, hay algún indicio fehaciente de la existencia de ese Dios que lleva tatuado en sus adentros, sin que todavía adquiera existencia propia, contornos definitivos: "Es como si en mi piel llevara impresa / tu divisa de fuego inextinguible / por ser ganado yo de tu dehesa / y Tú mi mayoral inaccesible" Sin embargo, empapado por la duda, el escritor anhela. "Yo quisiera en mi agonía / con un inmenso escalpelo / desgarrar la piel del cielo, / para ver si más allá / de las estrellas está / lo que busco en mi desvelo. // Es decir, o tu presencia, / Señor, por fin comprobada, / o bien la gélida nada / que presiente mi conciencia."
Entre esos dos extremos existenciales – creer o no creer, no sólo en Dios, sino también en los innumerables dogmas y preceptos de la Santa Iglesia Católica y Romana – se debate la errante existencia del poeta, signado por el sino del pecado en todas sus gradaciones y la permanente presencia de la propia culpa: "Dedos sacerdotales me ofrecieron / breve luna de pan una mañana: / `Cómela reverente", me dijeron: `Es Dios que por amor a ti se humana" (…) Yo lo quise guardar, pero mil veces / lo quebranté; gemí desasistido; / y con nocturnas lágrimas y preces, imploré tu perdón, arrepentido."
Con el Dios de la Nueva y Santa Alianza, el hecho hombre, acompañado además de todas las disposiciones del Concilio de Trento apiladas en su maleta interior, viaja el agobiado escritor por mares y océanos del mundo. Demasiado y pesado equipaje le acompaña en cada puerto o estación de su personal calvario, hasta que un día, rabioso se rebela y declara que en algún momento de su "roja rebeldía adolescente", desertó a conciencia de la bandera católica: "Me alisté voluntario en el suicida / tercio sin ilusión de los ateos / y elegí como lema de mi vida: / `Primus in orbe fecit timor deos"."
Pero fue en Maracaibo, en el Occidente de Venezuela, en plena errancia americana, donde el escritor rompe definitivamente, por un largo período, con el Dios de sus ancestros, aquel que en su infancia y temprana juventud también fue suyo. Dejemos que el propio López Rueda nos informe de la razón y las circunstancias que acompañaron a esa abrupta y profunda ruptura con el Cristo de sus pasiones: "Sucedió en Maracaibo. / Yo buscaba / el triste pan en lágrimas bañado / de los hombres sin patria, pues me hallaba / ligero de equipaje y arruinado (…) No encontraba salida. Mis papeles / sólo un mes en el país me daban. / Todos los funcionarios eran fieles, / quizá porque mis arcas bostezaban (…) Entonces, destapándoseme el alma blasfemias como sapos me nacieron. / Ya nada me importó. Perdí la calma. / Y de oprobios mis labios se cubrieron."
En serio, muy en serio, se toma el poeta su re – ligación, la manera de asumir su religión, la forma de querer continuar creyendo o no en un Ser Superior dotado de infinita bondad. Lentamente, sus rebeliones se van domeñando: "El odio me brindaba tu presencia / lo mismo que el amor anteriormente", las pasiones y el orgullo se van calmando: "Humillo mi conciencia. Voy a misa / para que veas Tú que no te olvido", aunque la duda permanezca vigente e incólume en los adentros del pensador, en las entrañas del hombre: "Y renunciando a comprender los planes del proceso cósmico que despliegas, / oscilo entre la angustias y mis afanes / tu ansiada luz solicitando a ciegas."
Progresivamente el poeta se va retirando del mundo cristiano para irse reconciliando con un Dios – su Diosito – que va amoldando, con paciencia y renovada fe, a su emoción estremecida y a sus saberes y entenderes: Un Dios a su medida, cercano, intimo, personal, asequible.
López Rueda, más sereno y despejado, concediéndole a ese salto al vacío que es la fe, argumentos otros que la lógica y la inteligencia desconocen, tranquilo acepta entonces: "Después de tanto error y tantas quejas, por haberte buscado vanamente / con la lógica frágil de la mente, / sin ver que del soberbio Tú Te alejas, // he renunciado a mis razones viejas / y te he invocado cotidianamente / hasta sentir debajo de mi frente / una leve presión entre las cejas. // Por la mira que allí se ha destapado, / un haz fino de luz ha descendido / varias veces al ánimo asombrado // y ante el mudo mensaje recibido, / en la alta noche, cara al cielo echado, / Santo, Santo el Señor, he repetido."
Así pues, entre reclamo y reclamo, entre presencias bienvenidas y ausencias reprochadas, va y viene Diosito en la erranza religiosa de López Rueda.
En efecto, en todas sus frondosas etapas, la poesía de López Rueda se nutre de esta particular y compleja relación entre dos espíritus rebeldes que no se ven frente a frente, a los ojos. Dios, al socaire de la necesidad religiosa del poeta, le deja mensajes cifrados, confusos, ambiguos, en remotos sitios, en locaciones inverosímiles: en una nube, en un árbol, en una estrella, en un rayo de luz, en una lluvia pertinaz y repentina, o en la mar tranquila.
El poeta, por su parte, lo inquiere, a lo largo de la historia de la humanidad, llamándolo, en sus versos, por los distintos nombres que le han sido prodigados – "Atón astral; Osiris luminoso, / Aúm sagrado, / Krishna compañero, / Elohim, Adonai, Yahvé guerrero, / Zeus, Odín y Júpiter glorioso. // El Admirable, el Todopoderoso / Príncipe de la Paz, el Consejero, / el Padre Eterno / el Hijo Mensajero, / el divino Peráclito amoroso. // Ormuz de los altos esplendores, / Alá por los desiertos encendidos, / guía de cimitarras y atambores. // El Amigo, El Amante y el Marido, // la Llama que alimenta los amores / y el Niño que en Belén ha nacido." – a ver si por fin, y de una vez por todas, el Señor regresa solidario a su lado para reconfortar su permanente errancia.
Si a orillas del Lago Maracaibo el poeta desafió a la Divinidad, ahora, más templado, con la razón dispuesta y la voluntad inclinada, López Rueda, a orillas de su mar, el Caribe, le concede a Dios una nueva oportunidad para que se instale en su vida ambulante y en su espíritu errabundo:
"Sentado junto al plácido Caribe, en esta vasta arena solitaria, / bebo la meridiana luz plenaria / que el planeta del alto sol recibe. // Mi viejo corazón que se desvive / por latir en tu mano imaginaria, / tu callada presencia necesaria / en sus jardines íntimos percibe. // Aunque sólo me dejas un resquicio / para ver un reflejo de tu gloria, / pongo todo mi ser a tu servicio // y enfilando hacia ti mi trayectoria. / Te doy la flor del alma como indicio / de que acepto gustoso tu victoria".
El regreso a España: otra errancia
Cómo quisiera contemplar la aurora,
regresando por fin a tu alegría
que mi sangre lejana tanto añora.
El joven José López Rueda emigró de España, pero España no se fue de él.
El escritor, maleable, adaptable, versátil, dúctil, amante de hibridismos y mestizajes, conserva intacta, sin embargo, su pasión por la Patria que le dio gentilicio y por la ciudad de sus primeras y jubilosas correrías. España, su país, su permanente referencia, el sitio de donde salió joven y donde quiere regar sus últimas cenizas, ocupa un sitial privilegiado en el sentir y en el decir del poeta: "Un año más lejos de mi España / sin remedio termino desterrado; / un año de vida clausurado; un año más batiéndome con saña. // Una tristeza dulcemente empaña / mi pensamiento nunca sosegado / y un hondo amor por todo lo pasado / me quema el corazón, arde en mi entraña."
Para el poeta, cumpliendo nuevamente responsabilidades académicas en el campus de Bowling Green en Alcalá de Henares, España se convirtió, paradójicamente, en una renovada errancia del infatigable itinerante castellano. Esta vez, el maestro acompaña a los noveles y estupefactos estudiantes sajones para enseñarles el rostro de su patria, mientras él va, verso a verso, develándole el alma.
Fruto de esta inusitada erranza ibérica, el poeta añade a su ecuménica poesía, nuevos versos en los que las ciudades españolas y los sitios hispanos visitados armonizan su morfología, sus características físicas con la índole que el poeta extrae de cada uno de ellos para que adquieran un aire distinto, otro aroma, un particular sustrato, una esencia literaria que no es posible encontrar ni en las mejores guías para el turista de cinco estrellas. Acompañemos a López Rueda en el recorrido poético por algunos de los parajes de su España reconquistada:
Toledo: Especial énfasis le pone el poeta a las entrañables sensaciones que experimenta al visitar y recorrer la antigua capital visigoda, la ciudad de todos los credos y creencias, para retornar en cada uno de sus contemporáneos pasos, a los más remotos vestigios religiosos y raciales de su España mestiza: "Circundo la ciudad, paso delante / de la puerta del Sol que me recuerda / con su arco de herradura / y su almenada cresta / un viejo libro titulado `España / mi Patria ", cuya cálida cubierta / ostentaba un dibujo / del portalón mudéjar / que de tanto mirarlo cuando niño / grabada a fuego me dejó su huella. / Recorro el laberinto de las calles / empinadas y estrechas. / Alucinantes Grecos / mis ojos alimentan. / Navego juderías, / invado sinagogas obsoletas. / Metido en la del Tránsito, recuerdo / monodias hebreas / y un coro de fantasmas sefarditas / en silencio me cerca. / Entro en Santa María / la Blanca buceando en mi conciencia / y adivino la vieja sinagoga / en la cristiana iglesia. / Entre sus capiteles y sus arcos / de islámica factura que enjalbega / la mano de la cal, me siento el alma / vagamente conversa. / Pero a la vez advierto / que en la memoria de mi sangre ondea / un bosque de banderas musulmanas / con su luna sangrienta / y repentinamente / el alma se me pone sarracena. / Mientras tanto, suprema jerarquía, / en su infinita almendra / el Cristo Pantocrátor / escondido gobierna / con infalible mano / mi triple corazón y las estrellas."
El entierro del Conde de Orgaz: El escritor sabe, reconoce, que Toledo no es Toledo, sin la presencia inmarcesible del Greco y su más emblemática obra. Ante ella se detiene el poeta para, gustoso, describirla, al detalle de lujo, en comprensibles versos; y mientras en estupefacta y devota lectura nos encontramos sus discípulos, el sagaz y ladino escritor aprovecha para colarse de cuerpo entero en la inmortal pintura del heleno toledano: "El protomártir San Esteban / muy juvenil y circunspecto / y el mitrado San Agustín / de barba blanca y grave gesto, / han bajado del paraíso / a dirigir el funeral / del muy devoto caballero / Gonzalo Ruiz, Señor de Orgaz. // Este suceso portentoso / fue en mil trescientos veintitrés / y el lugar del enterramiento, / la iglesia de Santo Tomé; / mas los devotos asistentes / han venido desde el futuro /mil quinientos ochenta y ocho / a las exequias del difunto. // El protomártir y el obispo / sostienen el acorazado / cuerpo del gran caritativo, / a punto ya de sepultarlo. // El párroco, solemnemente, / a la derecha de la escena, / va salmodiando su responso / con ronca voz de calavera. / Al otro lado puedo ver / dos altos monjes con capucha: / un agustino que argumenta / y un franciscano que le escucha. / Casi todos los feligreses, / mirando al buen Señor de Orgaz / encenizado por la muerte, / piensan que todo es vanidad. // Otros, extáticos, elevan / sus ojos a la eternidad / que por el noble sucumbido / está abierta de par en par. // Sobre las negras vestiduras, / hay rojas cruces de Santiago / y manos casi inmateriales / con ademanes asombrados. / Emergiendo de las gorgueras / al resplandor de los blandones, / las caras de los caballeros / son religiosos girasoles. // La capa de San Agustín / y la dalmática de Esteban / prodigan oros que contrastan / con la negrura de las telas. // Jorge Manuel Theotokópoulos, / el hijo niño del pintor, / señala con su mano izquierda / la inesperada aparición. // Arriba el cielo nos concede / los esplendores de su gloria, / mientras abajo, lentamente, / se consuma la ceremonia. // Volando raudo al paraíso, / un ángel rubio de ala gris / transporta el ánima del conde / protoplásmica e infantil. // La Virgen y San Juan Bautista / interceden por el finado / a un Jesucristo que es la cima / teológica del milagro. / Justo detrás de la Madona, / está el seráfico Portero / y de su diestra mano cuelgan / las dos grandes llaves del Reino. // Entre los santos puede verse / al rey Don Felipe Segundo, / que mucho antes de nacer, / tiene ya aquí sillón seguro. // Todos los bienaventurados / suplican por Gonzalo Ruiz / y nuestro Padre compasivo / también lo quiere recibir. // Nubes de ángeles borrosos / aletean por el espacio / y algunos siguen con sus arpas / la partitura de los astros. // En el friso de caballeros, / sólo el Greco mira de frente. / Yo le sostengo la mirada / a finales del siglo veinte. // Y para hacer más asombroso / el formidable anacronismo, / entro en el cuadro y así puedo / participar en el prodigio."
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