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Cuentos Villanos (página 2)


Partes: 1, 2

Terminaron las vacaciones y nuevamente nos buscamos para conversar, siempre teníamos un tema interesante, un motivo para estar juntos; bien podía ser en mi oficina, en la biblioteca, en la sala de profesores, junto a la fuente, en los troncos alrededor del viejo samán, en el corredor cerca de la acequia, en el kiosco, cualquier lugar era bueno para reunirnos.

En su apartamento vivía con su hijo que, según me dio a entender, había tenido muchos problemas académicos debido a los traslados y cambios de programas; pero lo peor era que no salía y su mamá se había convertido en su única compañía.

Una tarde, mientras trabajaba en mi oficina, llegaron dos señoras, muy empingorotadas y emperifolladas, a mirar las instalaciones del colegio porque estaban interesadas en comprarlo; como yo estaba muy ocupado, Mina se ofreció para hacerlo y les indicó pacientemente todo lo que quisieron conocer. Al finalizar la larga jornada regresaron y conversamos un poco sobre la planificación académica y sobre otros detalles; pero como ya se había dado orden de salida, notaron mi urgencia y me ofrecieron llevarme hasta mi casa en su lujoso carro; pero a Mina la ignoraron. Entonces ésta se adelantó y les dijo que yo no podía ir con ellas porque teníamos que realizar una diligencia en la Secretaría de Educación. Por tanto, tuve que fingir, les agradecí y nos despedimos.

-¡Qué tal el descaro de esas "catanas"!, dijo.

– ¿No se dio cuenta que le "estaban soltando los perros"?

– No, no creo, le contesté. -Pero esas "catanas" están como buenas, agregué con un poquito de sorna.

-Lo único bueno es el carro, lo demás todo es postizo. Me respondió, pero esta vez con enojo.

Tomamos el autobús y no volvimos a tocar el tema. En la glorieta nos despedimos.

Luego, cada vez que nos reuníamos para conversar o simplemente para hacernos compañía, yo tenía el deseo de preguntarle la razón de aquella escena; pero preferí no mencionarlo y ahí quedó el asunto, de ese tamaño.

Finalmente el colegio lo vendieron y cada cual buscó donde ubicarse como mejor pudo. Y, ahora, después de tres años, hemos venido a encontrarnos; pero lo extraño es que esta vez no empezamos una conversación, sino que la continuamos; como si nunca hubiéramos dejado de hacerlo, como si ese espacio lo hubiéramos llenado con pensamientos, con deseos, con nostalgias. Entonces, fuimos en busca de esa copa de vino que nos habíamos prometido y, en su casa, me dijo: -¿Cómo te parece? Después de seis años regresé a buscarlo y, preguntando por acá y por allá, encontré a su único amigo, también ya jubilado, me llevó en su campero por un carreteable montaña arriba; cuando estuvimos junto a unas rocas grandes salimos del carro y subimos con dificultad hasta la cima, desde allí me indicó el resto del camino que tenía que atravesar para llegar a la cabaña. No me importaba hacer cualquier esfuerzo, lo único que yo quería era lanzarme a sus brazos y demostrarle cuanto le quería y le deseaba.

– Tú sabes cuanto estimo al maestro y no quisiera que vaya a sufrir por mi culpa; por eso te pido tengas en cuenta que él te sigue amando; pero no quiere que vayas si no fuera para quedarte, porque de lo contrario le harías daño. Dicho esto, el buen amigo se despidió y ella caminó sola el trecho que le faltaba, con el deseo intenso de amarlo y la decisión firme de acompañarlo; pero un rayo de sol que atravesó las ramas de los árboles le deslumbró y le hizo recordar que aún no había libado esa copa de vino que ahora tenía en su mano, porque con esa incertidumbre no podría estar junto a ese ser que tanto había amado. Con estas cavilaciones se acercó a la pequeña ventana y lo miró embebido dando unos pincelazos firmes a un hermoso paisaje de hojas verdes, brillantes y grandes junto a un tronco envejecido; pero también pudo apreciar su rostro tranquilo y no quiso perturbarlo. Entonces, regresó por donde había ido, con su corazón deshecho y sus ojos llenos de llanto; pero con la tranquilidad de saber que no le había hecho daño.

Habíamos bebido unas cuantas copas de vino mientras escuchábamos las canciones de Charles Aznavour y de Joan Manuel Serrat. En las paredes colgaban una copia al óleo de Van Gogh, un desnudo de una mujer recostada en la grama, en primer plano con un hermoso caballo negro de cola parada y crin alborotada, al fondo. Éste en acrílico. Un paisaje marino en acuarela. Conversamos sobre cada pintura y le pregunté si ella había sido la modelo del desnudo y bajó la mirada. Luego colocó un disco con canciones de Patricia González y lo bailamos sintiendo cada nota en nuestros cuerpos sudorosos y anhelantes. Mientras descansaba recostada sobre el sofá, aspiraba emocionada el humo del cigarrillo, entre tanto yo le miraba, entre el humo y la luz violeta de la lámpara, sus muslos firmes y bronceados; reía a carcajadas y repetía la letra del bolero "Nuestro Encuentro". Seguimos bebiendo y bailando, y sentí la agitación de su pequeño vientre, y noté sus pechos temblorosos de aureolas aperladas y encendidas. Los dos, con manos ansiosas entre encajes y botones, con sentidos delirantes entre gemidos de violines, vino tinto y aromas de pasión, regamos las sábanas.

Los ruidos estridentes, producidos por la aguja del viejo tocadiscos que corría de un lado para otro sobre la "Danza Húngara" de Brahms, nos despertaron y empezamos una nueva conversación, cogidos de las manos.

Santiago de Cali, febrero de 2004

La Compañía Cisneros

La merienda, ese "algo" que se acostumbraba comer entre el almuerzo y la cena, a la hora en la cual los muchachos iban a ofrecer a la puerta de la casa las empanadas, los pasteles de yuca, los envueltos de choclo, los tamales y las morcillas, era la comida más apetitosa para nosotros, era la que recibíamos con mayor gusto; las otras dos las tomábamos a regañadientes. Recuerdo que, según el vendedor, ya sabía lo que llevaba porque todos los días era el mismo con lo de siempre; pero una tarde calurosa con ventarrones polvorientos que estremecían las hojas secas produciendo ese ruido propio del verano, se acercó a la puerta de la casa una vendedora desconocida que ofrecía galletas y bizcochuelos; mi papá le acarició la cabeza y le compró unas tantas galletas; la niña se retiró y continuó su camino ofreciendo los bizcochos en las demás casas de la cuadra; y así, todos los días arrimaba a la puerta de la casa con diferentes bocadillos. Yo prefería los merengues que semejaban motas de algodón, crocantes por fuera y melosos por dentro. Pero más me gustaba su mirada cautivante y esa tenue sonrisa que le hacía aparecer unos pequeñitos hoyuelos en sus mejillas.

En el pueblo que tenían por costumbre poner sobrenombres, no demoraron en llamarla "la niña de los suspiros". Con el pasar de los días supe que era una de las niñas de aquella familia grande que había llegado a hospedarse con todos sus cachivaches en la casona hospedaje de doña Enriqueta. La tarde que aparecieron en la plaza semejaban un grupo de gitanos por la cantidad de corotos y trebejos que acarreaban; pero, como no armaron las tiendas acostumbradas, a la gente se le ocurrió llamarles los "maromeros".

Yo pasé una vez y otra vez frente a la casa donde estaban hospedados; pero no logré verla porque todos permanecían recluidos. Gracias a mi familiaridad con los dueños de casa y con la complicidad de Polo pude ingresar, con no pocas dificultades, pero tenía que ser muy prudente para que estos nuevos inquilinos no sospecharan mi atracción. En esas visitas seguidas pude escuchar que unos declamaban, otros repetían diálogos y los mayores ensayaban canciones y rasgueaban la guitarra; era una familia muy alegre, aunque a mí me parecía un poco huraña.

"La niña de los suspiros", de ademanes muy particulares, tenía una sonrisa muy particular y encantadora; y me llamaba la atención porque a pesar de su corta edad, actuaba como una mujercita: por la mañana ayudaba a su madre a preparar los merengues que por la tarde salía a vender; luego se dedicaba a sus ensayos y no se preocupaba por jugar. Yo, un tanto medroso, inventaba uno que otro ardid para mostrarle mi afecto e interés. Ella, solamente me miraba y sonreía.

¡Qué problema! estaba confundido con estas nuevas sensaciones, con este despertar de sentimientos que yo no conocía. Todo este complique trastornó mi diario vivir: poco comía, menos dormía, ya no permanecía en casa, y en el estudio cada vez peor. ¡Qué sacudón tan grande sentí! Y, encima, las filípicas de mi mamá.

¡Esta noche se presenta la Compañía Cisneros con su obra Efraín y María, asista y vea este hermoso drama basado en la novela del insigne escritor don Jorge Isaacs!, perifoneaba a voz en cuello, a través de una bocina de lata con embocadura y agarradera. Los demás actores, con sus caras graciosamente maquilladas y con sus vestidos estrambóticos, desfilaban tras el saltimbanqui que seguía gritando e invitando a la función que se iba a presentar en el patio de la Alcaldía. Ante tal vocinglería de esta simpática comparsa, la gente del pueblo se asomó a los umbrales de las puertas y a los sardineles, y los muchachos, en tumulto, se fueron tras ellos."La niña de los suspiros" desfilaba con un disfraz de campesina holandesa, en medio del grupo.

Ahora sí, a convencer a mi papá para que me llevara a la función. Afortunadamente, no puso mayor resistencia y me dio el dinero para comprar las boletas de entrada.

La luz de las lámparas y la música bulliciosa le daban a esa noche un aire diferente. Recuerdo que en un tocadiscos de pilas repetían una vez y otra y otra la canción de moda: "El Gitano señorón", una linda melodía con hermosa letra, muy alegre y con un estribillo contagioso: "Dale, dale, tieso al borriquillo/ dale pa" que pueda caminar/…

A la siete de la noche ya no había espacio para colocar otra banca más en el patio o en los corredores del edificio. Los muchachos nos encargábamos de guardar el puesto para los mayores. Mi papá había ubicado la banca en los primeros lugares y desde allí pudimos apreciar con tranquilidad las diferentes escenas de la obra. Entre cada acto, mientras cambiaban los telones y arreglaban el escenario, presentaban un número diferente: un canto, una recitación, una parodia. Todo lo hacían los miembros de la Compañía Cisneros, y lo hacían muy bien.

Salió a las tablas esa niña hermosa de largos bucles dorados; se desplazaba en el escenario con mucha gracia y cargando una muñeca a la que le cantaba una linda canción infantil. Su voz era angelical, pues yo así la escuchaba, y la representación escénica me pareció encantadora. Cuando terminó su presentación todos la aplaudieron y luego una y otra vez.

Yo no daba mucha cuenta de la obra, tenía mi mente en otra parte y las mariposas me revoloteaban en mi estómago; solamente recuerdo el deseo inmenso de abrazar a "la niña de los suspiros". Al día siguiente la tenía en frente, en la puerta de mi casa ofreciendo los deliciosos pastelillos. Cuando me miró me atraganté y todo lo que le iba a decir se me olvidó.

Entonces, ya no volví a la casona de doña Enriqueta, ni me interesaba por ayudar a Polo en sus quehaceres, ni siquiera salía a comprarle los merengues cuando arrimaba a la puerta de la casa. Afortunadamente, estábamos en vacaciones de fin de año, con un verano espectacular para ir al río a nadar, para salir al campo a elevar cometas que hacíamos con mis hermanos, utilizando papel de seda, tiras de cañabrava, pedazos de tela para la cola y un gran ovillo de pita. Mientras estábamos elevando la cometa, muy felices porque habíamos logrado que alcanzara una buena altura, apareció Polo afanado y con su lenguaje monosilábico me dijo:

-La niña.

-¿Cuál niña? Le pregunté.

-La "la niña de los suspiros", dice que vaya.

– ¿A dónde?, le repliqué, con disgusto.

-Allá, a la casa, al cuarto del café trillado.

Fui enseguida. Los cadillos se habían pegado en las mangas del pantalón y de la camisa; y se me dificultaba correr porque el potrero tenía mucha maleza alta, y yo con mi estatura… Llegué a la casona lo más rápido que pude y me metí al salón donde guardaban el café trillado. Allí me esperaba. En su sonrisa había dulzura y en su mirada un tenue fulgor. En ese primer abrazo sentimos las palpitaciones de dos corazones embelesados. El sol moribundo pintaba de amarillo la estancia y el viento ruidoso elevaba las hojas secas. Con su semblante ensombrecido y con esa mirada lánguida, me dijo: mañana tengo que partir… Era el verano de 1954.

La Delfina

_"¡Desconsiderada¡, dejas tirada la ropa por donde te da la gana, no me respetas, me tratas como si fuera tu sirvienta; quisiera irme a un ancianato o, mejor, quisiera morirme". De este tono eran las quejas y lamentaciones. Todos los días le recordaba lo desvalìda que había quedado después de la muerte de su marido. Por cada cosa le maldecía y amenazaba.

_¿Por qué eres tan injusta? A las otras nada les exiges, les permites hacer todo lo que quieren.

_Tú eres mi hija menor y estás obligada a velar por mí, le respondía con esa voz enigmática y bronca.

Cuando más quería atormentarla, fingía demencia y se portaba de una manera ruin y desconfiada; pero en su soledad permanecía tranquila y entretenida haciendo espirales de humo y entonando canciones evocadoras.

A Sussy le producía mucho pesar y miedo cuando su madre le lanzaba esas maldiciones; pero, de todos modos, esta vez estaba resuelta a no correr la misma suerte de su prima Rosita que, por acompañar y cuidar a su madre se quedó íngrima, con la única visita interesada de un sobrino malandrín que solamente asomaba por su casa el día que su tía recibía la pensión de jubilación. Por esto, tomó una determinación y dijo:

_Yo no quiero ese futuro para mí, no es justo. ¡Qué me importa¡, no voy a perder el único refugio de ternura que tengo, no voy a renunciar a este amor sincero.

Esta determinación quiso compartirla con su amante y, más tarde, pasó por su oficina y se lo llevó en su automóvil. Mientras conducía le hizo algunas confidencias que le estremecieron. Luego le dijo que deseaba pasar la noche en aquel hostal de la oquedad, rodeado de guaduales, palmeras y chiminangos. No le importaba que estuviera retirado y, en su euforia, gritó a voz en cuello: -"¡Que se muera¡".

Llegaron al pequeño lugar felices y contentos, brindaron con grandes copas de coñac, salieron a la terraza, se tiraron sobre la alfombra. En el piso dejaron regadas las prendas. Sussy chillaba arrebatada por los pedacitos de hielo que le metía entre el relicario de su gargantilla. Leo tomaba el licor que corría sobre su caracol ensombrecido. La lascivia los había aprisionado.

El rumor que producían las palmeras azotadas por la brisa fresca que baja de los farallones, produjo en ella un cierto embrujo; pero luego se impresionó cuando el viento impetuoso de occidente empezó a zumbar en los peñascos y a golpear con fuerza las puertas y ventanas. Entraron, ella se inclinó y reinició con ardor, sabía dominarlo. Él le acarició de igual manera; estaba embebida, se contorsionaba y jadeaba al desplazarse impaciente sobre el mullido lecho, esparciendo el aroma denso de su pasión. Leo, esta vez le había tocado el alma, le había emperlado su piel con el susurro, le había agitado sus redondeces y excitado sus cúspides de aureolas encendidas; pero dentro, muy escondido tenía ella una rémora que le producía dolor, le hacía daño, le limitaba. Ella, aunque siempre lo supo, nunca se lo dijo. Tenía pena. Sentía miedo.

Leo, decidido, le comentó sobre ese impedimento y… ella le dijo: _retíralo… no importa. Luego se encerró y no quiso hablar. Él quedó convencido de que eso pudo ser un vestigio de su oscuro pasado.

Esa tarde, Sussy apartó cualquier pensamiento negativo y le entregó sus caricias plenas de ternura y le reclamó sus besos porque su boca estaba sedienta. Los dos, embriagados, solamente pensaban en unirse para siempre. Pero… sin saber cómo ni por qué, una energía inverosímil, un frío interno, una sensación de vacío de espacio, de incapacidad total, de rendición absoluta, los levantó y quedaron indefensos y lívidos.

Entonces, con ojos desorbitados, pálidos y sin hálitos, lanzaron gritos ahogados y repitieron preces inconexas y buscaron una imagen salvadora. Pero esa energía miedosa allí estaba, en unos rincones se mostraba más densa, en otros más dominante y terrorífica; parecía que los quería arrastrar hacia ese túnel oscuro.

Apenas lo soltó corrió hacia la puerta y la abrió con angustia buscando este mundo, porque por instantes se creyó en el otro. Ella también pudo respirar el aire de los vivos cuando éste le gritó: -¡Ya pasó, estamos a salvo!.

Salieron exangües y rígidos. Pero, en verdad nada vieron, nadie los tocó. Entonces ¿Qué energía los amedrentó?. ¿Acaso fueron sacudidos por un poder maligno?. No entiendo. Pero, al parecer, ella y él tienen su Angel de la Guarda.

Embeleso

Desde la cuchila, después de haber pasado el compartidero, se divisaba hacia abajo un hermoso bosque fresco y multicolor. Cuando uno se adentraba por sus caminos acolchonados con hojas secas, se empezaba a oír el alegre parloteo de los tordos, los apacibles gorjeos de las torcazas, los dulces trinos de los curillos, achioteros, gorriones y calandrias. En conjunto todo armonizaba en perfecta sinfonía, donde la percusión la hacía un pájaro carpintero que inquieto picoteaba un yarumo seco, intentando extraerle las termitas que son su alimento.

Racimos de plátanos maduros se veían por todos lados, naranjos agobiados con el peso de sus frutas, guayabas maduras esparcidas por el suelo y cafetales en flor cubrían con sus follajes los linderos del camino e impedían ver las chocitas y sus moradores que solamente se anunciaban con el ladrido de los perros y el humo que brotaba por entre la techumbre.

Para llegar a la Escuela había que atravesar dos quebradas de cristalinas y rumorosas aguas. Saulo ya había cruzado la segunda cuando, a sus espaldas, escuchó esa voz que le era familiar.

-¿Va a visitar a la Señorita?, le preguntó Lidia.

-Sí, le llevo estos vestidos que mi mamá confeccionó, le respondió.

-Venga y lo acompaño, le dijo ésta, y siguió caminando delante de él; lo dejó en la entrada y se regresó. El aire quedó impregnado con ese olor a maritones que le era característico; pero él lo percibía como un aroma sensual.

De regreso al pueblo, por la tarde, Saulo entró a la choza demandando un vaso de chicha; se sentó en la raíz de guadua que le servía de banco y desde allí le miraba en sus rítmicos movimientos: de aquí para allá, de allá para acá; aquí, en el corredor, servía la deliciosa chicha; allá, en la cocina, hacía el oficio con su mamá.

-Hasta la vuelta, misia Trini.

-Hasta pronto, niño Saulo.

Lidia se quitó el delantal y salió tras él.

-Venga y lo acompaño hasta la quebrada, le dijo.

Lo dejó más allá de la segunda y se regresó. El aire quedó impregnado con su olor característico, que él lo percibía como si fuera un aroma sensual.

Habían transcurrido seis años y allí no encontró la choza, sino una casa de teja con amplios corredores; ya no había la raíz de guadua que servía de banco; ya no vendían la deliciosa chicha, sino cerveza y aguardiente; y ya no salía el humo por entre la techumbre de la cocina. Escrutó de reojo, se sentó ante una mesa y con un grito y un golpe sobre las tablas pidió una copa de aguardiente con limón.

_¡Niño! exclamó Lidia y lo estrechó entre sus brazos.

_Vengo a visitarte. Y, no me llames niño.

_Te traje esta "coqueta", espero te guste.

_ Sí, está muy linda, sí me gusta. Y, ya es un joven muy apuesto.

Ella se sentó junto a él y, mirándole las expresiones, le escuchaba todas las palabras de su conversación. Él, al tiempo que le hablaba, le acariciaba voluptuosamente. Ella, con una mirada complaciente, le dijo: _Aquí no. Y se retiró.

Cuando volvió, ya se había quitado el delantal y mirándose, en el espejo de la "coqueta", su carita curtida por el sol, se hacía unos retoques a su sencillo maquillaje.

No le habló, solamente le sonrió y se dirigió hacia el camino. Èl siguió tras ella y a pocos pasos le alcanzó y caminaron juntos por el sendero que tantas veces habían recorrido entre brincos, caídas y carreras. Era un día claro y caluroso, aunque una leve brisa vesperal les acariciaba sus rostros expectantes.

Llegaron. El viejo trapiche había perdido su gracia y su hechizo; pero ahí estaba aún el pequeño desván con atados de cortezas arrimados a la tapia y montones de bagazo sobre el piso; ahí estaba el horno con su boca de fuego y su rostro endrino; ahí estaban las chumaceras, las piedras circulares atadas a unos piñones desdentados; ahí estaba la pértiga desvencijada; y ahí estaba la huella por donde circulaba la yunta al aguijado del molendero.

En ese escenario ruinoso y lleno de fantasmas la pareja se amaba y sentía el calor intenso del horno al rojo vivo; se amaba y sentía el vapor viscoso de las pailas dando punto; se amaba y sentía el bullicio alegre y contagioso de la peonada; y, finalmente, se amaba y sentía el cansado mugir de un par de bueyes.

En esa danza del presente con melodías del pasado, se entrelazaban sudorosos y jadeantes de frenesí, dándole vida a esos actores que ellos mismos habían imaginado, escribiendo la obra que ellos anhelaban representar y protagonizando las escenas que ellos siempre quisieron vivenciar.

Luego…, con esos ojos vivaces y fulgurantes y con su cabellera negra y revuelta, se incorporó, lo tomó de la mano y le dijo: _Venga y lo acompaño hasta la quebrada. Lo dejó más allá de la segunda y se regresó.

El aire quedó impregnado con ese olor a maritones que le era característico y en el alma de Saulo la sensación de hastío que producen las separaciones por causa de esos viajes que, al parecer, conducen más bien a un destino que a un lugar.

No había salido aún del embeleso cuando arribó a la cuchilla; y desde allí, antes del compartidero, divisó la arboleda y, en medio de la quietud bochornosa de la tarde, escuchó el silbido lastimero de un pájaro chamón.

Santiago de Cali, mayo de 2000

El chiqui cha del tren

edu.red

Don Pedro, siempre dicharachero y cariñoso; recuerdo que su sobrino se extasiaba escuchando sus cuentos sobre la construcción de la carrilera, sobre la locomotora con su caldera y todos esos complicados mecanismos que producían el movimiento de los pistones y la salida del vapor produciendo ese sonido alegre y característico del tren.

Pero, aunque el niño le tenía afecto, no podía soportar que mortificara tanto a la nana; pues no se cansaba de hostigarla y ponerle anatemas:

-Negra del "diantre", quien te puso Alba nunca vio el amanecer, le repetía una y otra vez.

-Ay "Josú", coja oficio don Pedro. Y no haga tanta bulla que va a despertar al niño.

-"Negra: espanta la Virgen". Volvía y le gritaba.

-Don Pedro, "usté" es el mismísimo demonio. Salga de aquí.

Sí, la nana era una negra fina descendiente de africanos, de ojos grandes, labios carnosos, cuerpo esbelto y senos firmes.

Cuán alegre y servicial era la negra. Era la niñera cuidadosa a quien la maestra le confiaba su hijo mientras ella salía a trabajar en la escuelita rural. Por eso, siempre reconoció que no habría podido cumplir con tal obligación si no hubiera contado con la ayuda de esa negrita a quien su hermana Otilia había criado, por esas jugadas del destino, por esos designios inexplicables.

Pues sí, comentaba la "doñita" que no pudo resistir la mirada triste de esa negrita que andaba sin rumbo por esos parajes malsanos en donde, por esas calendas, se construía el Ferrocarril del Pacífico. Y, recordaba que ese episodio sucedió durante el tiempo que estuvo regentando un restaurante y dando la alimentación a una cuadrilla de trabajadores contratados para descuajar la montaña, empalizar los pantanos y rellenar con roca muerta el camino donde debían colocar los rieles del ferrocarril.

Por eso, porque sabía que con su trabajo estaba contribuyendo al progreso de su comarca, cada vez que sentía que sus fuerzas flaqueaban y su salud desmejoraba, se repetía: no me iré de aquí hasta tanto pueda ver pasar la locomotora con su imponente caldera, con su característica columna de humo, con su sonora campana y con su alegre chiqui cha.

En esas fantasías estaba la doñita: divagando y meciéndose en su hamaca, mientras transcurrían las horas calurosas y húmedas de la tarde. De pronto, se acercó a la tienda una pobre pareja de negritos con sus hijitos enfermos y desnutridos, buscando una mano caritativa que les pudiera ayudar; pero en ese campamento todo era provisional y quienes lo ocupaban también adolecían de muchas necesidades, por eso solamente pudo auxiliarlos con un poco de comida.

De tal manera que los desdichados tuvieron que seguir su camino sin rumbo fijo por entre esos riscos inhóspitos. Entonces… allí, en ese lugar y en ese momento fue cuando la negrita más pequeña volteó su carita y con sus ojitos tristes miró a la doñita. Ésta, conmovida por tan triste estampa, y contrariando a la razón, les dijo a los negros que ella se haría cargo de la niña, que la dejaran para criarla cristianamente. Los negros aceptaron gustosos y le entregaron a la niña.

Enseguida, después de haberle dado de comer, la doñita intentó quitarle el vestidito para bañarla, pero no pudo hacerlo porque lo tenía pegado a la piel llena de sarnas. Entonces se lo quitó por pedazos y le curó las llagas con agua oxigenada y polvos de sulfatiasol. Y como su cabecita la tenía invadida de piojos y liendres tuvo que raparla y rociarle dedeté.

Mientras realizaba tales menesteres, las horas habían pasado sin que ella se diera cuenta. Ya en la madrugada, una de las cocineras dizque le gritó: doñita, "ya llegó el alba". Y ésta le contestó: sí aquí estoy con mi Alba. Y con este nombre la bautizó, y con su apellido se la apropió.

Gracias a los cuidados y el afecto que le prodigaba la doñita, Albita Ortiz fue creciendo rápido y aprendiendo a realizar los quehaceres domésticos, hasta que con el transcurrir del tiempo se convirtió en su auxiliar de confianza para todas las actividades relacionadas con el manejo del restaurante y de la tienda.

La malaria y otras enfermedades propias de esa región habían ido menguando las fuerzas y los bríos de la doñita, hasta tal punto que sintiéndose sin fuerzas para seguir trabajando en esas tierras de sus amores y sus dolores, tuvo que volver a su casa de Tutachá.

En esta sabana fría, la doñita esperaba restablecerse para regresar al campamento del Diviso, donde todo lo había dejado y, donde quería seguir viviendo hasta culminar con su tarea y escuchar el anhelado "chiqui cha" del tren sobre los rieles de acero. Pero, cuando los sucesos tienen que pasar, pasan, afirmaba tajantemente don Pedro. Por eso, llegaron a esos lares la maestra con su hijo y la negra Alba lo abrazó y, desde ese momento, se convirtió en su nana.

La maestra, la negrita y el niño vivieron en una casita pequeña que quedaba junto al río; desde allí, en las noches estivales, divisaban las estrellas recostadas sobre los picachos de la "gigante roca". Y en las noches fantasmales, la negrita les contaba las historietas que le había escuchado a la doñita, pero aquellas noches eran diferentes, porque eran oscuras y amenazantes, con ojos de tigre y colmillos de serpiente. Pero nunca les contó cómo transcurrieron esos largos meses de la enfermedad, solamente les decía que la doñita había muerto divagando y divagando, con su cabecita llena de ruidos de trenes azules, y con su corazón repleto de desengaños rojos.

Santiago de Cali, abril de 2006

edu.red

Las lavanderas

Esa soleada mañana Raquel invitó a Teresa a dar un paseo por el campo y visitar a una señora que desde hacía mucho tiempo no la habían visto; el día estaba bellísimo, era el comienzo de las vacaciones de navidad; la alegría cundía por todas partes; en muchos tramos del río se veían pescadores lanzando sus anzuelos e intentando atrapar las codiciadas truchas; los chiquillos correteaban por planadas y laderas, se encaramaban en los árboles de capulíes a coger los negros y dulces frutos; pero tenían que salir despavoridos apenas escuchaban la algazara de los dueños, cuando les ajotaban los perros. Más arriba, en un recodo playado del río, otros gritaban y chapoteaban en un pequeño vado que ellos mismos habían construido.

Las lavanderas, con sus batas ligeras ceñidas a sus cuerpos mojados y alzadas hasta media pierna, dibujaban sus atributos y los mostraban con coquetería a los curiosos transeúntes; pero todas encorvadas sus espaldas, golpeaban y restregaban la ropa sobre relucientes piedras planas. De tiempo en tiempo, tomaban un descanso para secar sus vestidos al sol: unas corrían por el llano echando a volar el encanto de sus carcajadas, otras alegaban disputándose el puesto de extender la ropa o la piedra de lavar; las más viejas no se cansaban de hablar intercambiando chismes sobre la vida íntima de sus patronas.

Teresa y Raquel, pretextando refrescarse en el río, se acercaron al grupo y, la vieja lavandera, al reconocerlas las abrazó y, entonces, ellas sin pérdida de tiempo, le comentaron que habían ido hasta allí para que les contara ¿Cómo fueron realmente los enredos de su padre con aquella dama?

-Esa joven fue muy bonita y se había casado con un señor dueño de una gran fortuna, pero mucho mayor que ella. Y, lo peor del caso era que, este ricachòn, permanecía agobiado atendiendo sus asuntos y no le sobraba tiempo para ocuparse de su casa.

-Salgamos de este lugar que me estoy entumeciendo, les dijo a las atentas oyentes y, en seguida fueron a sentarse sobre una piedra grande que estaba junto al río. Se acomodó lo mejor que pudo y prosiguió:

-Entonces, para controlarla, dado que el viejo era desconfiado, le obligaba mantenerse encerrada en la cocina durante todos los días de la semana y aún el día domingo tenía que permanecer tras de un inmenso mostrador vendiendo baratijas y comestibles; solamente le consentía asistir a la misa de seis cada mañana; pero, además por sus celos, no reparaba en amenazarle si llegaba a descubrir alguna señal de infidelidad: "me los llevo del bulto" dizque repetía, mostrándole un revólver de cañón largo y cachas de marfil.

Las dos hermanas escuchaban muy atentas el relato de la vieja lavandera sin hacer ninguna interrupción.

-Una mañana, la atemorizada mujer, al salir de la iglesia, cuando bajaba por las gradas del atrio había dado un traspié y rodado hasta la calle, donde quedó desmayada por el golpe. Ante esto, sus amigas habían ido en busca de mi compadre José Plinio para que le auxiliara. Éste, al verla en tal estado, le hizo algunos tocamientos para reconocer posibles fracturas o dislocaciones; luego le dio algo a beber para que recobrara el conocimiento y también le frotó algunos ungüentos para aliviarle los golpes.

-¡Pobre señora! Exclamo Teresa.

-No, respondió la lavandera. _ Porque desde ese momento mantuvo a su lado al compadre para que le prodigara esos prodigiosos tocamientos y le diera sus pociones medicinales que le aplacaban sus padecimientos.

-¿Hasta cuando se curó?. Preguntó Raquel.

-Sí, al comienzo, aseveró la vieja lavandera, en tono lastimero, todo fue sin malicia, pero con el paso del tiempo habían enmarañado todo, dejándose arrastrar por la pasión; entonces ya no solamente lo buscaba para que le hiciera las curaciones, sino para que le calmara ese profundo deseo de amar. Y, no solamente eso, sino que ese frenesí la llevó a involucrar a su propia hija.

-¿Es eso todo?. Preguntó Raquel.

-No, eso no es todo. Respondió la vieja lavandera y se fue a su puesto a seguir con el oficio.

Entre tanto, las dos hermanas continuaron el camino hasta la venta de misia "ladrona". Le compraron unos deliciosos trozos de carne de cerdo frita, unas papas grandes y humeantes, una buena porción de habas cocidas y, de "ñapa," un poco de ají picante con picadura de cebollas. Empacaron el fiambre en hojas de plátano y regresaron para comer con la vieja lavandera en el mismo lugar donde antes habían estado.

Luego, se recostaron a descansar en el potrero y la vieja lavandera regresó a su trabajo; cuando lo terminó, volvió a la piedra grande para continuar con el relato. Y esto dijo:

-Un mal día, un hombre vago que tenía las calles por guarida y la maldad por oficio, entró en sospecha, siguió a la niña y se percató que le entregaba un papel a un señor que, seguidamente, le daba otro para que lo llevara a la supuesta remitente. Con este indicio, el ocioso la estuvo acechando por largo tiempo hasta que en una tarde calurosa, al comenzar la hora muerta del reposo, la vio salir de su casa con una mantilla negra que le cubría la cabeza y parte de la cara. La siguió a prudente distancia hasta la iglesia; pero dentro del templo no encontró persona alguna; entonces, el vagabundo siguió buscando y los encontró delirantes sumergidos entre sus aromas entremezcladas con las del aceite quemado de las lámparas.

Una semana después, la niña nuevamente llevó el mensaje de su mamá a su curandero y, de regreso a casa, el viejo pernicioso que agazapado la esperaba, la atrapó y la metió a un zaguán de una casa abandonada. Allí, en ese sucio lugar, la niña petrificada y lívida en un lago espeso y nauseabundo perdió el sentido y su candor.

Esta pesadilla la enfermó gravemente del cuerpo y del alma. Y como don José Plinio nada logró dándole a beber sus brebajes, tuvo que comentarle a su madre. Esta situación le deterioró los nervios e hizo que el viejo gamonal llamara al curandero. Éste, para evitar una posible desgracia, se reservó su dictamen y lo tranquilizó con alguna dosis de astucia, con tres gotas de intuición y con un poquito de lástima. El viejo regresó a sus quehaceres en su hacienda y don José Plinio, después de curar las dolencias de la señora y los males de su hija, se las llevó a un lugar donde nadie pudo encontrarles.

Raquel, con resignación, dijo: – Ahora lo comprendo.

En el cielo las nubes se tornaron oscuras, pesadas y tenebrosas; mientras, en la orilla del río, las siluetas de los sauces llorones acentuaron la melancolía del lugar. El rumor de las palabras se perdió en la corriente; pero en la mente quedaron grabadas las imágenes y en el corazón la tristeza y el dolor.

San Juan de Pasto, 1991

Don Sabulón -El Sacamuelas-

Todos los días desde muy temprano empezaba a trabajar y, en verdad, ya estaba aburrido con esa rutina tan elemental y poco productiva; pero en ese pueblo eran muy pocas las oportunidades para ocuparse en algo lucrativo, por eso tuvo que resignarse y seguir con la hechura de los costales de fique en el sencillo telar de su casa.

Así había permanecido durante dos largos años, mientras sus compañeros de la escuela avanzaban en sus estudios. Sebastián, a pesar de haber sido el alumno más aventajado del curso, no pudo matricularse en la escuela secundaria y tuvo que olvidarse de los libros. Esta situación le preocupaba a su papá porque en el pueblo los muchachos no tenían otra diversión que la de tomar aguardiente todos los fines de semana y, aunque el muchacho había mostrado mucha cordura, no podía dormir tranquilo porque suponía que su hijo tarde o temprano iba a seguir por el mismo camino.

-Este "piernipeludo" ya dizque anda de enamorado, le dijo doña Concepción a su marido.

-Yo conozco a la chiquilla. Es agraciada y, al parecer, muy juiciosa; pero también como que la van a internar en un colegio de monjas, le contestó don Teódulo

-Pobre, mi muchacho, dijo la señora, con tono compungido.

Sebastián permanecía aislado en el cuarto del telar y entristecido porque Nincolaza no le había contestado su última carta; además, para colmo de males, tenía las muelas llenas de caries y con grandes abscesos que le producían tremendo dolor. Cuando su padre le vio tan mal y con la cara hinchada, le llevó a la dentistería para que le extrajeran esas muelas porque ya no admitían ninguna curación.

Llegaron al local, entraron y se sentaron a esperar a don Sabulón que en ese momento estaba puliendo una caja de dientes que debía entregar esa tarde. El consultorio hacía parte de una tienda y estaba separado del recibidor con un biombo hecho con listones de madera y tela rústica; no tenía puerta de acceso, solamente una cortina de la misma tela.

En ese pequeño espacio estaba el viejo sillón giratorio con pedales para apoyarse y con una palanca que servía para reclinar el espaldar y colocar al paciente con la cara hacia el cielo raso. También había una mesa cubierta con un vidrio donde tenía los excavadores metálicos para remover el empaste, las pinzas ordenadas de la más pequeña a la más grande, un mechero de alcohol y la caja metálica con la jeringa y las agujas; había una vitrina donde guardaba las hormas metálicas para tomar las impresiones de las encías; también exhibía una prótesis de dientes relucientes y guardaba unos pomos con mercurocromo y otros medicamentos. En la pared había una repisa de madera sobre la que descansaba una imagen de la Virgen del Carmen adornada con flores artificiales, descoloridas y polvorientas.

Entró don Sabulón a la tienda y saludó afablemente al paciente y a su papá; invitó a seguir a aquel y le hizo sentar en el sillón reclinable, le miró la dentadura y llamó a don Teódulo para mostrarle, en la lámina que colgaba enmarcada sobre la pared, las piezas que debía extraer porque ya no admitían curación alguna.

-Las cuatro molares están totalmente agujereadas, aunque las otras dos podrían resistir cualquier tratamiento; todas las premolares hay que extraer, además de los dos caninos; los incisivos también están picados.

-Haga lo que crea necesario, pero cure al muchacho porque ya no puede soportar esos dolores. Además si continúa enfermo me vería obligado a dejarlo aquí por otro año más y yo quiero que siga sus estudios, a ver si puede convertirse en un buen abogado.

-Si los abscesos no impiden la acción de la anestesia se le podría extraer las más dañadas; de lo contrario habría que hacerlo una por una– dijo el sacamuelas, mostrando mucha seguridad en sus palabras.

El muchacho, que había sentido un repentino alivio debido a lo expresado por su papá, armado de valor, le pidió a don Sabulón que le extrajera las molares y premolares que estaban dañadas y que en una segunda oportunidad le sacara los caninos. Ante esta determinación, su papá le preguntó al dentista que cuánto le iba a cobrar por las extracciones y por la elaboración de la prótesis y éste le respondió que ese trabajo se lo hacía por ciento veinte pesos, pero que le saldría más barato si de una vez le quitaba todas las muelas para hacerle la caja de dientes completa. Don Teódulo y su hijo estuvieron de acuerdo y el dentista, sin demora, le inyectó la anestesia. Esperó que hiciera el efecto necesario, le golpeó las muelas con un pequeño martillo y, en vista de que el paciente no se quejó, tomó la pinza más grande y aseguró con firmeza la muela, dio un pequeño balanceo y, de un envión extrajo una muela grande con su raíz dividida en tres patas. La miró y la tiró al recipiente. Le acercó la escupidera para que botara la sangre que tenía en la boca. Luego, se enjugó el sudor de la frente y realizó la misma operación con la siguiente molar. El muchacho sentía que se le partía el cráneo en cada extracción, pero resistía con valor porque de ese modo estaba acabando con el sufrimiento prolongado de esas noches de dolor.

Cuando ya le había extraído las seis molares, le limpió las cisuras con unos algodones empapados de mercurocromo, le hizo enjuagar la boca con agua de alumbre y le formuló tabletas de mejoral para aliviar el dolor.

Al llegar a su casa su mamá le esperaba con impaciencia para entregarle la carta que le había remitido la niña Nicolasa, la leyó y se acostó a reposar; al poco rato se durmió y cada vez que se despertaba por las tremendas punzadas de las cisuras tomaba un mejoral y volvía a releer la carta de su amada que le producía un raro sentimiento de ternura y devoción. Así transcurrieron los días, entre dolores de muelas, escritura de cartas y deseos vehementes de abrazar a su Nicolasa. Èsta, enterada de los sufrimientos físicos y espirituales de su enamorado, le escribía consoladoras oraciones con las que suplicaba al Señor del Buen Poder para que pronto se aliviara.

Afortunadamente, el Señor le escuchó y al cabo de pocos días, Sebastián lucía su nueva caja de dientes con coronillas de oro; pero eso sí, le martirizaba por cada rincón de la boca y tenía que soportarla estoicamente hasta que se acomodara a la forma de sus encías. Eso le había dicho el sacamuelas y así se lo recomendaron quienes ya habían pasado por los mismos suplicios.

Con el acicate de volver a visitar a su amada Nicolasa, el pobre Sebastián soportaba resignado esos tremendos dolores. Por fin, llegadas las fiestas patronales del pueblo y a fuerza de masticar habas tostadas, sintió un ligero alivio y se acabó esa odiosa sensación de llevar en su boca una especie de frenos. Entonces, compró el ramo de rosas más grande, más rojo y más lindo, y se lo llevó a su Nicolasa. Pero… ¡Qué pesar!. Ella no estaba. Se había ido. Mejor, la habían internado en el convento de las monjas franciscanas.

San Juan de Pasto, febrero de 2002

Regálame una plegaria

edu.red

Sonó el timbre del teléfono, levantó el auricular y contestó repitiendo un "aló" alargado. En ese momento le dije: -¿Puedo hablar?

-Sí, qué pesar. Usted entenderá…, me contestó con tono afable.

-Vine a hacer unas diligencias. Ya las terminé y tengo que regresar mañana.

-¡ Huy!. Pero…¿Cómo hacemos?

-Vamos a La Cabaña. ¿Qué le parece?

-Espéreme y allá vemos, porque no puedo demorarme.

Nos abrazamos y besamos hasta que el chofer del taxi, con cara de disgusto, nos increpó si iríamos para algún lugar.

-Sí, a La Cabaña, le dije.

Conversamos sobre lo que teníamos acumulado en cuatro años; nos acariciamos con toda la fuerza represada y, mientras escuchábamos canciones románticas con tonos nostálgicos que sonaban tenuemente en la radiola, yo le pedí que nos diéramos una nueva oportunidad. En fin de cuentas, una vez ya lo había hecho y pensé que ahora lo podría volver a intentar. Pero no fue así, ella tenía otros intereses, aunque yo presentía que aún me quería.

-Mis compañeras –dijo- me habían advertido que debía cuidarme; además esperaba mi primer hijo y Rodrigo estaba muy pendiente de mí. Pero, no supe lo que me pasó, mientras más esfuerzo hacía por alejarme, más era el deseo de tenerlo junto a mí. Pero, de eso acá, han sucedido muchos cambios y he podido encontrar la paz espiritual. En estos cuatro años todo ha cambiado.

Yo le escuchaba con atención, sin soltarle las manos, como si sospechara que al hacerlo se me escaparía. Luego me dijo:

-¿Recuerda que encontré en su escritorio la loción que le había regalado y que usted ni siquiera la había desempacado? Por eso no quería volverlo a ver. Y esa vez fue cuando usted me escribió la carta y, aunque me advertía que debía destruirla, yo la guardé entre las hojas de un libro y, allí la encontró, no sé cómo diablos. Cuando la leyó, se me vino el mundo encima; entonces cargué el niño y le confirmé que sí, que yo lo quería, que estaba dispuesta a dejarlo todo. Él se quedó mudo de la ira y yo me fui donde mi hermana; le entregué el niño y salí en su búsqueda.

Temblando la voz y escondiendo las lágrimas, le dije que no siguiera… y… Ella complementó la frase: _Allí, hicimos volar esos perfumados velos, embriagados de frenesí. Y sí, todo fue fugaz, pero lo sentí en mis entrañas.

Yo seguí insistiendo; pero ella no respondió y nos despedimos con un abrazo muy estrecho y con un beso apresurado porque ya habíamos llegado a la callecita peatonal que da acceso a su apartamento. Luego, solamente me habla de su trabajo y me dice que sí me quiere; pero también me reprocha porque, solamente por haberlo dicho ha vuelto a pecar. La última vez que lo hice, me afané y le dije: "rece por mí".

La noche siguiente me llamó y me preguntó si acaso estaba enfermo o si tenía un problema grave; que había quedado muy preocupada por lo que yo le había dicho.

-No, no es nada grave. Pero una plegaria nunca sobra, le respondí. Luego, me comentó que todas las tardes, después de su trabajo va a la capilla y reza una plegaria por mí.

Santiago de Cali, mayo de 1998.

El clavelito rojo

La casa estaba limpia y con algunos arreglos sencillos para esperar a los familiares e invitados. Desde temprano, Milena y sus hermanas, empezaron a escuchar música evocadora que , según ellas, era la más apropiada para la ocasión; aunque a las muchachas no les gustaba esa clase de música.

Milena, una mujer esbelta, de piel bronceada y piernas largas, estaba vestida con un strapper negro, una faldita corta de color rojo y unas sandalias de correas rojas y negras; muy coquetamente mostraba la espalda y parte de su pronunciado busto; se la notaba muy contenta. Antes de lo esperado llegó don Pedro Antonio con regalos para ella y con flores para su mamá. Feliz día les dijo y pasó a abrazar a su hija que, en ese instante, jugaba con su hermanito.

Entraron a la sala y empezaron a conversar muy animosamente y a tomar tragos de ron con hielo. Pidió que le dejara escuchar "lamparilla", canción que cantaba Julio Jaramillo; pero al oír las notas tristes de cada estrofa se tornó melancólico y más aún cuando Milena las repetía con su dulce voz: Grato es llorar/ cuando afligida el alma/ no encuentra alivio en su dolor profundo/…; Pero aún así, seguía platicando muy cariñosamente. Ella, luego de haberlo complacido le dijo que quería bailar, pero él insistió en escuchar "fatalidad" y, con el cantante empezó a tararearla: fatalidad signo cruel/ que mi romance llevó/ el más valioso joyel/ que tu querer me brindó/… y así continuó escuchando y canturreando, escuchando y bebiendo; luego colocaron las canciones de Olimpo Cárdenas y seguían bebiendo y, mientras más bebían, más subían el volumen de la música.

Los demás invitados ya estaban fastidiados con esas canciones tristes; pero nadie podía contradecir a don Pedro Antonio porque todos sabían que él era quien corría con los gastos de la fiesta. De tal manera que la gente tuvo que contentarse con beber y comer porque de eso había bastante. Una "catana" alborotada dijo que esas canciones no sólo le aburrían, sino que le parecían premonitorias. Las demás le contestaron que no fuera "aguafiestas" que se esperara que el baile apenas iba a comenzar y siguieron cotorreando y bebiendo ron.

Cada vez que la niña entraba a abrazar a su papá le entregaba un vaso de coca-cola con hielo a su mamá; luego salía a jugar con su hermanito y con los demás niños de la cuadra. Don Pedro Antonio, sintiéndose ebrio se retiró a descansar, recostado en una cama; en pocos minutos quedó profundo. Entonces empezó la real fiesta con música tropical de Lucho Bermúdez y música "guapachosa" de Pacho Galán.

En las horas de la madrugada la casa estaba colmada de invitados y parientes. El baile, cada vez, se tornaba más alegre y estruendoso; pero el ambiente empezó a calentarse porque éstos y aquellas habían bebido demasiado y los alegatos entre parejas se volvieron amenazantes.

De pronto, llegó un caballero muy elegante gritando y manoteando de alegría, era el papá del niño que, para esa hora ya se había dormido, abrazó de la cintura a Milena y la levantó haciéndole dar una voltereta de rock and roll, luego la besó febrilmente y empezaron a bailar un son cubano con mucho ritmo y sabor. ¡"Así se baila"¡ gritó la "catana" alborotada.

Con toda esa bulla ensordecedora de la música y con la gritería de la gente despertaron a don Pedro Antonio que inmediatamente se dirigió a la sala para imponer el orden; pero tan pronto entró, miró a Milena que bailaba escandalosamente abrazada con aquel joven, le recriminó con ardentía y le propinó una cachetada que le hizo sangrar. El joven, exaltado y obnubilado por el alcohol que había consumido, sacó su arma y le disparó; pero extravió la bala y, por desgracia, mató a su amante; Don Pedro Antonio desenfundó la suya y mal hirió al asesino de Milena. Luego, se volvió la tremolina y empezaron a disparar sin misericordia, unos atacaban y otros corrían sin saber para dónde.

Cuando la niña y el niño entraron a ese lugar sombrío y denso, encontraron a su madre tendida y yerta, con una mueca de dolor y con el corazón sangrante; la abrazaron y lloraron inconsolables. En esos momentos todo era caos y aflicción; y, en medio de esa estampa tétrica, en la radiola aún estaba sonando: "El clavelito rojo/ que llevo aquí en mi pecho/ va pregonando amores/ amores maternales/…

"!Yo se los dije¡" repetía una vez y otra vez, la "catana" alborotada.

Santiago de Cali, Mayo de 2006

Nuestro amigo "Caliche"

Era "El Molino Rojo" un lugar lleno de música, adornado con luces de neón, mucho colorido, ambiente bullicioso y olor a aguardiente; pero lo mejor eran las camareras de exuberantes atributos que solamente podíamos tocar con la mirada. Íbamos a ese lugar bien sea por un café o bien por jugar al billar.

Hernán era ducho haciendo la carambola libre, pero yo le superaba en la de tres bandas. Pero, cuando jugábamos de compañeros, por lo general ganábamos; seguramente por la presión que ejercía sobre nosotros la liviana billetera.

Una tarde jugamos tres partidas con un mismo contendor: en el primero nos dio veinte carambolas de ventaja, nosotros hacíamos ochenta y el un ciento. Le ganamos. El segundo lo jugamos mano a mano. Le ganamos. En el tercero nosotros le dimos veinte de ventaja. Y también le ganamos.

Terminamos rendidos y embadurnados de polvo de tiza; pero felices por haber derrotado a un contendor tan prestigioso en esas lides. Al poco tiempo nos enteramos que este señor había estado apostando dinero, por medio de sus compinches, en contra de sí mismo; o sea que él, cual tahúr, apostaba a que nosotros ganaríamos el juego; por eso él perdió todas las partidas, pero ganó todas las apuestas.

Esas jugarretas nosotros no las conocíamos, ni siquiera las habíamos imaginado. Solamente llegamos a enterarnos de ellas gracias a nuestro amigo " Caliche" que, cuando joven había sido jugador, apostador y borrachín; aunque ahora era un comerciante exitoso que solamente entraba al café a mirar jugar y reunirse con sus amigos. Cabalmente en esas andanzas lo conocimos y, a decir verdad, fueron muchas las enseñanzas que nos dio, de esas que había aprendido en la Universidad de la Vida, como él decía.

En aquella oportunidad, después de habernos aconsejado como un padre sobre el cuidado que debíamos tener en esos lugares donde hay tanta gente indecente, tomamos la determinación de no volver a jugar billar en "El Molino Rojo" ni en ningún otro lugar.

Luego Hernán, que por esa época andaba despechado, se acercó a la rockola, le introdujo la moneda y seleccionó un bolero de letra romántica y nota sentimental. A los tres nos tornó nostálgicos; más a nuestro amigo "Caliche" a quien la canción le hizo recordar una historia sobre sus dichas y desdichas amorosas. Entonces, entre tanto tinto, a su modo, nos comentó que cuando adolescente se había enamorado perdidamente de una campesina muy hermosa y sensual. Pero que después de haberle jurado amor eterno, una tarde, impasiblemente le dijo que no lo quería y, por eso había sumido en honda tristeza, hasta el punto de llegar a pensar en quitarse la vida; pero antes de cumplir con tan macabra decisión, para darse valor, había entrado a una cantina a beber licor. Luego, dijo: -"en ese momento se acerco a la mesa una Gitanita que con tono convincente le había aconsejado que no llorara porque la situación no era grave, ya que esa ingrata le volvería a buscar". Luego, tomando su mano la Gitanita, con mucha seguridad había continuado: -"ella va a volver contigo, porque sin ti no puede vivir. Además, he leído que en el futuro serás muy feliz".

Ahora, nuestro amigo "Caliche" recuerda con gratitud a la Gitanita que con sus mentiras le ayudó a olvidar. Hernán le miró y, con esa expresión de nihilista que le encantaba mostrar, le dijo:

-¿De pronto usted recuerda la música de esa canción?

Nuestro amigo "Caliche", con su sonrisa bonachona y dándole una palmada en el hombro le contestó: – Ah, joven Hernán, usted siempre tan incrédulo.

Santiago de Cali, mayo de 200

El canto del chamón

Jimena trabajaba como recepcionista en un restaurante, era una mujer joven y bonita; pero sobre todo era una eficiente empleada, sabía atender a la clientela con delicadeza. En su rutina diaria tenía que recibir innumerables llamadas telefónicas y tomar las órdenes para despacharlas en el menor tiempo posible y según el gusto de los clientes.

Norman era un consumidor fiel que semanalmente hacía su pedido de "sándwich de cordero". Ella le atendía con el mismo diálogo de siempre y, con una entonación tan agradable que a Norman le hubiera gustado seguir conversando; pero, solamente le contestaba los datos que ella le pedía y nada más.

Una ocasión, Norman, escuchó en su voz una entonación diferente y le preguntó si acaso estaba acongojada; y ella le respondió que sí, que había amanecido muy triste; pero que no podía hablar. Y colgó.

Luego, cada vez que llamaba para hacer su pedido, al despedirse le decía algunas palabras cariñosas. Ella, cordialmente, le agradecía y colgaba. Poco a poco, a través del tiempo, las conversaciones sobre sus mutuos quehaceres, dichas y desdichas, los había convertido en amigos que, entre chiste y chanza, intercambiaban algunas palabras sugestivas.

Con el transcurrir de los meses se habían tomado alguna confianza y hablaron de la posibilidad de salir a tomar una copa de vino; pero ella le puso la condición de que primero debía conocerla personalmente; y le insistió en esa exigencia porque de él tenía muchas referencias que le habían dado los muchachos que llevan los pedidos; además, le dijo que muchas veces lo habían descrito con pelos y señales; mientras él de ella solamente le conocía la voz.

Norman se sintió halagado porque, obviamente, con tal interés, le estaba manifestando su aprecio. Pero luego tuvo que ausentarse de la ciudad por un largo tiempo y cuando regresó llamó para insistirle en esa invitación a tomar una copa de vino; mas no escuchó su voz, sino la de otra persona. Entonces, no tuvo más opción que pedir su "sándwich de cordero" dando los datos de rigor para que se los despacharan; de todos modos esta sorpresa le entristeció; sin embargo esperó al muchacho que traía su pedido para confirmar lo que suponía.

Tan pronto llegó Samuel, uno de los repartidores ya conocido, le preguntó si Jimena todavía trabajaba en el restaurante. -Sí le contestó, pero hoy no está atendiendo las llamadas porque, sus compañeros, le estamos festejando su cumpleaños.

Más tarde, con su espíritu lleno de júbilo, volvió a llamar y cuando le escuchó empezó a cantarle el "Happy Birth Day". Ésta, inmediatamente le reconoció, estalló en llanto y risa, por eso fue muy poco lo que pudo decirle. De verdad, se notaba que la había conmovido; pero aún en ese estado y después de tanto tiempo que no habían hablado, no quiso aceptarle la invitación. Le volvió a repetir: -Primero tiene que conocerme personalmente. Y colgó.

Norman, sabía que las obligaciones que tenía Jimena con su Carrera de Administración durante la mañana y su responsabilidad con el trabajo por la tarde, no le permitían darse un tiempo de esparcimiento; por lo tanto no insistió con la idea de tomar esa copa de vino. Más bien, se refugió en la lectura, la escritura y la asistencia a algunos eventos culturales con sus amigos Tito y James. Con ellos también se reúne en el parque de la 65 para hacer juntos sus caminatas. Cada vez las realizan más temprano para deleitarse con el canto de las aves que hasta allí llegan por temporadas. James es el más aficionado con eso de la ornitología, y para estudiarla lleva libreta de apuntes, binoculares y cámara fotográfica con teleobjetivos de diferentes tamaños. Le agrada darles explicaciones sobre los nuevos conocimientos, y se siente muy bien cuando le prestan atención. De un tiempo acá les acompaña Hugo, un joven que solamente puede ir al parque en vacaciones; pero a él no le interesan los pájaros ni sus cantos, sino los insectos. Dice que es "un gomoso" de esos bichos, pero los estudia en su hábitat; no le gusta atraparlos para coleccionarlos en insectarios ni cosa que se le parezca.

A los veteranos, como él les llama cariñosamente, les complace la compañía de Hugo porque les parece interesante mantener, a través de él, nexos con la generación nueva. Mientras ellos conversan sobre asuntos sociales, políticos o filosóficos; él comenta sobre el deporte, la farándula y la música moderna. Ese intercambio de conceptos les enriquece y les motiva para reunirse en ese espacio sembrado con samanes, abedules, guayacanes, cámbulos y gualandayes; con un césped bien mantenido y, sobre todo con el colorido que le dan las flores, las mariposas y los pájaros. Una mañana fresca y clara de verano, les sorprendió el canto de un ave que ates no habían escuchado; pero Norman creyó que él sí lo había oído en algún lugar que, por el momento, no recordaba. James y Tito movieron los hombros mostrando su escepticismo. Sin embargo continuó con su evocación y les dijo: -si mal no recuerdo, el pájaro que entona ese canto se llama chamón. En ese momento terció en la charla Hugo y les comentó que su hermana, alguna vez, le había comentado sobre ese pájaro y, aún más, que le había dicho que su canto le parecía un tanto triste y no menos tétrico. Ante esta afirmación, Norman, con más seguridad, agregó que él también tuvo esa sensación cuando de niño le escuchó.

Al despedirse, Norman le dijo a Hugo que sería interesante conocer a esa persona que tuvo la misma sensación al haber oído ese ave misteriosa. -Uno de estos días la traigo, yo sé que le va a gustar este parque porque le encantan las plantas y las flores y sobre todo a ella le gusta mucho conversar, le respondió y se fue.

Unos días más tarde, cuando la brisa del verano había desprendido las flores de los árboles y el césped estaba cubierto con sus pétalos de múltiples colores, apareció Hugo llevando a su hermana en una silla de ruedas. Los tres amigos se acercaron a saludarla. Norman, que había solicitado a su hermano que la llevara, creyó que debía demostrarle su afectividad y, al estrecharle la mano le dijo: -"me da gusto conocer a una dama tan bella y delicada". Ella, artísticamente ocultó su sorpresa, sonrió, le miró a los ojos y le preguntó si todavía seguía en pie la invitación a tomar esa copa de vino.

James, Tito y Hugo les miraron perplejos. Ahora, Norman lleva a Jimena, en su silla de ruedas, a compartir con sus amigos en el parque de la 65.

Santiago de Cali, 2006

Se fue con el verano

edu.red

Esa mañana, Antonio estaba muy azarado y harto de esperar; además, para sus males, sentía un bochorno sofocante; por fin llegó con su carita brillante, sus ojos llorosos y los senos sudorosos; el termómetro marcaba treinta y tres grados Celsius, en la sombra. Él, al mirarle su expresión de angustia, pensó que no irían; pero sí, y entre sábanas frescas calmaron su ansiedad.

En el entretanto le comentó que su demora se debió a que tuvo que visitar a su abuela porque se sentía muy mal por la muerte de su hijo y porque, según ella, en el hospital no le atendieron debidamente ni hicieron lo necesario para salvarlo; mejor dicho, como que lo dejaron morir; porque su tío, según dice, se veía joven y saludable, como que andaba por los cuarenta o, cuanto más, cuarenta y dos.

Según cuenta mi abuela, _dijo_ lo llevó el viernes por la noche con un fuerte dolor de estómago, de pronto causado por una infección estomacal. Pero en últimas, no importa lo que hubiera sido, lo real y concreto fue que el sábado en la madrugada le entregaron el cadáver y hoy lo vamos a velar y mañana será el entierro. Antonio, ante tal impavidez, quedó perplejo y no le dijo una sola palabra porque se le formó un nudo en la garganta; por eso, se disculpó y se fue.

La siguiente semana volvieron a encontrarse en el lugar de costumbre y le contó que su abuela seguía mal, pues con la muerte de su único compañero había quedado sola; aunque no estaba muy vieja, tal vez tendría unos sesenta o sesenta y dos años; pero la vejez no la iba a matar, sino lo que la iba a llevar a la tumba era su estado de melancolía. Sin embargo, en todo ese embrollo, había algo que no cuadraba, todo se mostraba muy obvio, por eso ella no estaba muy convencida sobre lo que la abuela les había dicho. _Tiene que haber algo escondido_ replicó, recogiéndose el cabello con un moño.

Antonio, al escuchar su relato, dijo para sí: _A buena hora que me lo contó después porque si lo hubiera hecho antes, tal vez "no daba pie con bola"; pero ella continuó tranquila porque no imaginaba lo que pasaba por la mente de su amado y, entonces le dijo que estaba sorprendida porque, en esa casa donde vive la abuela, había una sola alcoba, y por eso le preguntó a su tía que cómo era la cosa.

Mirá ve, le dijo: _Sucede que Juvencio, desde que murió mi papá, siempre durmió con tu abuela y, como era su hijo menor y decía que sentía miedo dormir sola; entonces. Y así parece que ha continuado hasta ahora, que ya estaba viejo. Y quién se iba a atrever a decírselo a él, ni mucho menos a ella.

Pues sí, ahora, atando cabos _le dijo_ yo no le conocí ninguna novia a mi tío Juvencio. _ ¡Qué novia iba a tener ese! _le respondió. _Pero nadie le había visto algo sospechoso, ni dentro ni fuera de la casa._Hasta ahora porque, al parecer tu abuela pudo comprobar, ese viernes temprano, lo que por mucho tiempo había maliciado y, por eso, pretextando curarle sus males del hígado, como que no solamente le dio la infusión de hojas de boldo. Y así, esa noche del velorio, entre Avemarías y aguardiente se había despachado con todo, porque su tía, con pocas copas entre pecho y espalda, suelta la lengua.

En la pieza grande estaban los vecinos rezando y cantando alabados; la bulla era tanta que ni siquiera se escuchaban los escándalos callejeros que por allí son comunes, sobre todo los fines de semana. Afuera, las consabidas peleas de perros; pero esa noche los ladridos y aullidos espantaban y adentro, para completar la escena, se apagaron las llamas de las velas y, con la ráfaga de viento frío que levantó las cortinas y sacudió las ventanas, todos los presentes se estremecieron y salieron con expresiones de susto, unos a fumar y otros a tomar café.

El reloj de la pared marcaba las tres y el difunto quedó solo, metido en el ataúd, en medio de candelabros, flores y cortinas blancas amarradas con cintas negras; pero cuando los dolientes y los acompañantes regresaron a la sala encontraron a la abuela hablándole a Juvenal. Antonio tenía el rostro pálido, le sudaban las manos con profusión y tenía la respiración acelerada; entonces se levantó, abrió la ventana y respiró lentamente y profundo. _Cobarde, le dijo y prosiguió: _ Al poco rato ya escucharon ruidos en la cocina que anunciaban que estaban preparando el desayuno y, los más allegados, entraron por su plato, para desocuparlo rápido porque la vajilla escaseaba. Entre tanto barullo, la tía y la sobrina no tuvieron tiempo para culminar el cuento; luego vino el entierro y no volvieron a tocar el tema.

_Que las almas de los fieles difuntos descansen en paz_ dijo el cura, con su tono compadecido; y los presentes contestaron: _Amén.

Se veía gente compungida y llorosa, muchos de sus amigos lucían cabizbajos y la abuela lloraba inconsolable y gritaba como enloquecida; al llegar a la casa terminó afónica, con los ojos congestionados y mucho dolor de cabeza; al poco rato se durmió. Pero por la noche apareció como un fantasma preguntando si alguien había visto a Juvencio por algún lado; que llevaba tiempo buscándolo y no lo había encontrado.

Sus hijas, hijos, nietas y nietos la acompañaron esos días, pero nadie quería quedarse a dormir en esa casa; al fin sus hijas tuvieron que hacerlo, aunque de muy mala gana. Eso le dio pie para preguntarle a su mamá sobre la razón de su distanciamiento con la abuela; y ésta le contestó, en forma cortante, que eso se debía a muchas circunstancias aciagas de la vida que, por ahora, no quería recordar. Sin embargo, insistió y le preguntó la razón por la cual, después de tanto tiempo no se ha podido descubrir ¿cómo y en qué condiciones murió su abuelo?

Tal vez tendría unos cuarenta o cuarenta y dos años cuando tuvimos que llevarlo al hospital, con un fuerte dolor de estómago que, según su mamá, pudo haber sido una infección estomacal, causada por algo que tal vez comió. Pero, al fin de cuentas, el sábado por la mañana les habían entregado el cadáver, porque los médicos nada habían podido hacer para salvarle la vida. Luego, cuando le preguntó si a su abuelo también le había dado a beber una infusión de hojas de boldo, su mamá se tornó pálida, algo congestionada en su respiración y confundida en su accionar. En ese momento el termómetro marcaba treinta y tres grados Celsius en la sombra, por eso las dos salieron del cuarto en busca de agua fría.

Habían pasado unas semanas y la temperatura en la ciudad había amainado y como se acercaba el día de iniciación de clases, su mamá andaba afanada buscando un cupo para su hermano en el Colegio Público; entonces, ésta aprovechó la ocasión para llevar a Antonio a su casa, le metió a su alcoba y le mostró todo lo que puede hacer una buena anfitriona. Con la brisa refrescante de la tarde que entró por la ventana se despertó y afanado salió; ésta le siguió de cerca hasta que lo vio subirse a la buseta; seguidamente regresó a su casa y se sentó a escribir. Siempre lo hacía. Él le decía que le diera una copia y ella le respondía: _ algún día.

Con el tiempo, Antonio ya había ganado confianza en su casa y por eso ya no necesitaba llevarla a otros lugares. Por tanto, una de esas tardes calurosas de agosto, sintiéndose satisfecho y relajado, se quedó recostado mientras ella salió a prepararle un refresco. Antonio, aprovechó la ocasión, tomó su cuaderno y leyó en el último párrafo: "En el frasco donde encontré las hojas de boldo también había unas semillas de avellana. Entonces entendí lo que dijo mi tía: "Ella así los quería".

Apenas terminó la lectura colocó el cuaderno en el lugar donde lo había encontrado; en ese momento escuchó entrar a la abuela que andaba deschavetada preguntando si por ahí habían visto a Juvencio. Su nieta no le prestó atención y regresó a la alcoba sin la toalla que le cubría y con dos vasos de rico sorbete de badea; pero quedó de una sola pieza cuando vio que las cortinas de la ventana se levantaban inquietas al azote del viento. Tomó las sábanas, se cubrió y aspiró el aroma que aún allí permanecía.

Santiago de Cali, agosto de 200

 

 

Autor:

Pericles

La empleada se encargaba de preparar la tina para el baño nocturno de las dos señoritas: agua caliente perfumada con pétalos de flores, hierbas dulces y mucha espuma. Al terminar tan placentero baño, las dos se dedicaban a aplicarse toda clase de mejunjes y conversar bajito sobre sus fantasías amorosas; luego con la libido alborotada, se metían en su pijama y a dormir se ha dicho.

En ese momento entraban papá y mamá a darles el besito de las buenas noches y, de salida, apagaban las lámparas. Pero esa noche fue diferente porque tenían como huésped al niño Harry que había llegado del pueblo con el propósito de estudiar en la capital y, como en la casa no había una alcoba adicional, decidieron que se quedara a dormir con una de las señoritas, eso sí, bien bañado y con su pijama muy limpio.

El muchacho estaba cansado y, aunque sentía que "Pericles" empezaba a calentarse y a reclamar sus atenciones, no pudo contentarlo por obvias razones. Pero ¡Oh¡ sorpresa, cuando estaba tranquilizándose, sintió el abrazo estrecho en el bajo vientre y el aliento caliente en su cuello. Pues sí, la señorita le tomó su mano y se la colocó donde más calor sentía; su primo, después de haberle recorrido los contornos, pulsado el meollo e internado en la urna, sintió su jadeo acelerado cuando empapó sus dedos.

_Mi primo Harry durmió como un bebé, le respondió a su mamá mientras tomaban el desayuno. _Sí dormí muy bien, gracias_ le respondió a la señora que también se había dirigido a él. _Esta noche que duerma con Helena_ dijo el señor Moncada. Pero, Floralbita les reclamó que siguiera con ella porque le abrigaba los pies y podía dormir mejor. Y así se acordó.

Harry, en su primer día de colegio no pudo concentrarse porque "Pericles" le reclamaba enojado porque no le había permitido entrar y éste le prometió hacerlo tan pronto pudiera; pero que no le molestara durante el día para concentrarse en el estudio. Por fin, con muchas caricias lo logró.

Después de la cena, la empleada le dijo que se alistara para el baño; pero Harry se rehusó: _Yo puedo hacerlo solo_ le dijo; pero ella insistió porque la noche anterior no se había lavado bien las orejas. Entonces, Berenice _ese era el nombre de la empleada_ empezó a enjabonarlo desde los pies hacia arriba y llegado a la ingle le pidió que se volteara para lavárselo bien. Tan pronto le vio, se fue de espaldas porque no se esperaba que lo tuviera así. Como ésta quedó con las piernas abiertas, se le echó encima y "Pericles" cumplió su deseo.

_Ahora sí, a dormir como un angelito_ le dijo. Pero no pudo hacerlo porque su prima nuevamente empezó a acariciarle, y ahora con más libertad, sin ataduras, dejándolas que vuelen. Harry también se liberó y le presentó a "Pericles". Quedó encantada, le permitió entrar y, como estaba tan a gusto con su inquilina, no quería que saliera; pero el inútil se quedó dormido.

_¡Ajá¡ le dijo_ ¿te quedaste dormido, no? Ahora me dejas tranquilo que tengo que estudiar. "Pericles", muy apenado, aceptó; pero Harry lo comprometió a que en lo sucesivo debía atender solícito los requerimientos de Floralbita, por la noche y los de Berenice al mediodía. Bajó la cabeza y _Así se hará_ le respondió.

Esa mañana, después del desayuno, Floralbita le preguntó que cómo había amanecido "Pericles" y le respondió que estaba feliz con "Gina". Sí_ le dijo_ "Gina" es una loca y no puedo controlarla. Se despidieron con un besito inocente en la mejilla. _Me lo saludas, le susurró al oído.

En esa jornada todo había salido bien y se preparaba para el primer ensayo de los coros en unión con las voces femeninas; Harry estaba expectante, pues tendría la oportunidad de mostrar las habilidades que su mamá le había desarrollado y también de encontrarse con las alumnas del Colegio Franciscano. Lo primero lo logró y las colegialas del coro quedaron matadas con la voz de cristal del niño de las pestañas largas. Como los ensayos fueron muy exigentes, no tuvo tiempo para conversar con alguien; por eso volvió a casa aburrido, hambriento y cansado. Berenice había preparado un delicioso almuerzo que Harry comió con bastante apetito; luego entró al hall para descansar y pronto quedó profundo; pero al poco rato entró Berenice con una taza de café, la colocó sobre la mesa, se levantó la falda dejando descubierto todo ese vellón negro y espeso. ¡Huy¡ allí me voy a perder dijo "Pericles". _No te asustes le dijo Harry_ una vez ya lo hiciste.

Berenice estaba admirada, pero Harry la ignoró y le dijo: _Te presento a "Pericles". Ella agarrándole con ternura, se le acercó y le habló: _ me gustas porque eres aguzado y juguetón; en seguida lo ubicó y empezó a moverse como un molinete. Cuando salió estaba borracho y empapado.

Harry se fue muy tranquilo para el colegio y no volvieron a conversar hasta la noche que nuevamente le esperaba Berenice para enjabonarle; pero se disculpó porque tenía que atender a "Gina" que se venía con toda la gana. La faena empezó temprano, pues mientras Harry estaba haciendo la tarea llegó la señorita sin sus ataduras, se las había quitado tan pronto entró a su alcoba. Entonces, retiró los cuadernos que estaban sobre la mesa y se sentó allí, con las piernas abiertas, frente a la cara de Harry, se levantó la faldita del uniforme y allí estaba "Gina", con sus labios rojos y la boca abierta. El muchacho le complació dándole una pasada con el ápice y emitió un quejido, lo tomó de la cabeza y no le permitió que se retirara. Al llegar a la cima gritó: "¡cielos, cielos, cielos¡" y luego salió del estudio cantando y bailando.

Harry también estaba contento y continuó haciendo sus deberes; pero. "como no hay nada completo en esta vida", "Pericles" estaba furioso, se revolcaba, se levantaba y se volvía a acostar; y así continuó hasta que fueron a la cama. Floralbita, al mirarle tan alterado, le tomó con delicadeza, le acercó a sus labios y le dio una pasada; luego le degustó dulcemente y le hizo sentir el calor húmedo de su bóveda palatina. En ese momento sacó la cabeza y le gritó: _No, no vayas a desmayar, p o r f a v o r.

!Ah¡, qué tiempos aquellos, me dijo Helena el día que fui a visitar a Harry, mientras mirábamos el viejo álbum y, mostrándome unas fotografías descoloridas de su boda, con nostalgia me contó que se había enamorado del niño de las pestañas largas desde el día que llegó a su casa porque siempre le admiró su dedicación y sus valores.

Y, a propósito, le dije: _¿Por qué no ha venido Harry, a qué se debe su tardanza?

Díscúlpalo, me respondió: _Berenice ya le había alistado la tina para el baño.

Al despedirme le dije que no había visto una sola fotografía de Floralbita y, con desdén, me respondió: _todas se perdieron en el trasteo.

Santiago de Cali, agosto de 2009

 

 

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