Descargar

El abandono y el olvido (página 2)


Partes: 1, 2

  • Disfrutamos con el miedo. Un extraño equilibrio de amor y rechazo emerge cuando experimentamos un acontecimiento fuera de lo normal, o recorremos un lugar desconocido en condiciones extraordinarias. Caminar por un sitio abandonado, especialmente de noche (como tanto les gusta a los cazadores de fantasmas de la TV) constituye uno de los hechos "raros" al que podemos tener mayor acceso. Todos conocemos alguna casa vacía cerca de nuestro hogar y disponemos de linternas para poder internarnos en ella. No se requiere de alta tecnología. Sólo la voluntad para hacerlo. Ahora bien, ¿qué nos lleva a realizar semejantes "expediciones"? ¿El aburrimiento? ¿La búsqueda de emociones fuertes? ¿Un construido y artificial espíritu de aventura? ¿La vida desencantada de nuestras ciudades? ¿El deseo de romper con la rutina? ¿O, directamente, la voluntad de toparnos con algo que quiebre nuestro sentido de la realidad? En mi opinión, todos estos factores se mezclan a la hora de responder la pregunta inicial. Pero, ¿por qué ese sentimiento de miedo se incrementa en hospitales, hoteles o fábricas abandonadas? Tal vez la respuesta esté en que no tenemos selvas inescrutables a la vuelta de la esquina. Los sitios abandonados son nuestras selvas y bosques más accesibles. A ellos acudimos en busca de aventura.

  • Una teoría muy extendida en el mágico mundo de la parapsicología sostiene que los fantasmas no serían otra cosa que experiencias e imágenes residuales que, de un modo nunca explicado, el medio ambiente reproduce a modo de gigantesco grabador, cuando ciertas condiciones (tampoco explicadas) se dan en determinados lugares. Los "especialistas" dicen que las emociones fuertes, producto generalmente de hechos violentos o traumáticos (crímenes, torturas, accidentes) quedarían grabadas en esos sitios, para ser reproducidas espontáneamente cuando "algo" aprieta un invisible botón de "PLAY". Y serían las paredes, pisos y techos de ciertos lugares abandonados (aunque no sólo en ellos) los ideales para que semejante "fenómeno físico" de grabación y reproducción pudiera darse. Si todo esto fuera verdad, nuestras construcciones operarían como una gigantesca cinta magnética. Qué maravilloso sería para los historiadores poder "ver" (In Live) sucesos del pasado de esta manera. Qué estimulante sería que esas "ventanas" fueran ciertas. Cuántos debates nos ahorraríamos. Cuánta información podríamos recabar de ese modo. Cuántas verdades aceptadas se vendrían abajo. Lo fantástico tiene siempre algo de subversivo. Y los lugares abandonados son sus guaridas predilectas.

  • Los lugares abandonados son un tema esencialmente romántico. Desde que las ruinas de la Primera Guerra Mundial despejaron la idea de Progreso del imaginario europeo-occidental, los sitios desvastados han dado pie a visiones románticas no exentas de pesimismo. La decadencia se hizo carne en miles de edificios y ciudades. Muchos pueblos quedaron vacíos y la falta de fondos, la desidia y el desgano, generaron que en muchos espacios -antes poblados- el óxido se convirtiera en rey. Las ruinas reemplazaron a las viviendas y la devastación volvió inútil lo que antes era útil. Todo esto generó un contexto emotivo que no murió con la Paz de Versalles, sino que se agudizó tras la invasión de Polonia en 1939 y los subsecuentes cinco años de la Segunda Guerra Mundial. Ya nadie confió en nada ni en nadie. La capa de civilización que creíamos tener resultó más delgada de lo que pensábamos. El hombre se convirtió en el lobo del hombre. Todo indicaba que Thomas Hobbes tenía razón: éramos malos por naturaleza. Los hechos asó lo indicaban. Fue entonces cuando la idea de decadencia, expresada por Oswald Spengler en el período de entreguerras (1918-1939), empezó a adoptar formas más acordes a los problemas contemporáneos y transmutó en un eco-pesimismo hoy muy en boga. La idea de futuro se acotó a sólo horas y las proyecciones sobre el destino del hombre nunca más fueron halagüeñas, llegándose al extremo de poder definirlas como catastróficas. Uno de los abanderados de esa postura en extremo apocalíptica fue expresada durante la década de 1980 por Edward Abbey, quien escribió, en su libro Solitario en el Desierto (1988), lo siguiente: «Van y vienen hombres, suben y caen ciudades cuyas civilizaciones aparecen y desaparecen. La Tierra permanece, ligeramente modificada. El hombre es un sueño, el pensamiento una ilusión, y sólo la roca es real. La roca y el sol».

  • Como le ocurrió a Arnold Toynbee en 1912 cuando visitó las ruinas de un palacio barroco, construido por un príncipe veneciano en la isla de Creta, una reflexión melancólica me acompaña desde que conocí las desvastadas ruinas del pueblo cordobés de Miramar y los restos de la ya perdida Villa de Epecuén, en la provincia de Buenos Aires. En esos sitios el abandono y su consecuente decadencia, manifiestan cuán frágil son nuestras esperanzas y expectativas frente a las imparables fuerzas del tiempo y la historia.

  • Sófocles escribió en Edipo: «El tiempo destruye todo, nadie está a salvo de la muerte excepto los dioses. La Tierra decae, la carne decae. Entre los hombres se marchita la confianza y nace el recelo. Los amigos se vuelven contra los amigos y las ciudades contra las ciudades. Con el tiempo todas las cosas cambian: el deleite se troca en amargura y el odio en amor».

  • No deberíamos ser tan pesimistas respecto del futuro general de nuestra civilización al ver únicamente los lugares abandonados que salpican nuestras geografías urbanas. Éstos siempre han estado entre nosotros, pudiendo incluso considerarlos como parte misma del Progreso. Con cada paso que damos hacia delante algo siempre se sacrifica. Por ejemplo: un hospital especializado en el tratamiento de la tuberculosis que se cae a pedazos en algún rincón aislado, puede ser visto con ojos más optimistas e interpretar sus ruinas como el triunfo de la medicina sobre una enfermedad que antes producía centenares de miles de muertos por todo el mundo. Es decir que, aún en momentos de enorme optimismo, los lugares abandonados están presentes (lo estarán siempre) y que las opiniones que se derivan de ellos no son más que lecturas o interpretaciones culturales. Una construcción de la realidad y del futuro que poco tiene que ver con las ruinas mismas. Tanto las decadencias como el progreso las producen. Todo es una cuestión de actitud. Incluso la muerte puede ser vista como el natural traspaso de mando de una generación a otra. Y eso, necesariamente, no es malo en sí mismo.

  • Hay pueblos y ciudades abandonados donde es posible advertir cuán despiadada es la naturaleza y su capacidad de destrucción. Pero aunque nosotros queramos ver una intensión en ese proceso, la intensión no existe. Los seres humanos somos, en verdad, los despiadados y destructores. Lo que hacemos es humanizar lo que no es humano. Transferimos nuestras miserias y nos conformamos con ello.

  • Una isla solitaria en pleno océano; un faro sin un alma, abandonado, pero funcionando, pueden ser las notas esenciales para el comienzo de una buena película de misterio o terror. En este caso en particular, el abandono no implicaría decadencia o deterioro, como tampoco lo indicaría el hallazgo de un barco al garete, carente de tripulación, con todos sus aparejos en orden, sin signos de violencia, con la mesa servida y la comida a medio terminar. Historias y leyendas de este tipo se cuentan por decenas entre los marineros del mundo. Desde las misteriosas desapariciones a bordo del Mary Celeste en 1872 y el evanescente destino de los cuidadores del faro Fannan, en diciembre de 1900, la repentina desaparición de personas alimenta la fantasía de los fogones nocturnos y le dan a la palabra abandono un significado distinto al que hemos manejado hasta ahora. Un lugar recientemente abandonado, que conserve sus objetos de la vida cotidiana en perfectas condiciones y con signos de haber sido dejados en pleno uso -sin causa lógica alguna- no generan melancolía, sino miedo. La melancolía requiere de un componente indispensable: el paso del tiempo. Quizás por ese motivo la desaparición repentina de seres humanos sea uno de los temas más comunes en las historias de misterio (piénsese, por ejemplo, en toda la mitología contemporánea que gira en torno a famoso Triángulo de las Bermudas).

  • Como un buen queso roquefort, los lugares abandonados necesitan macerarse, asentarse con el tiempo, incluso pudrirse, para despertar las sensaciones de melancólica angustia que producen.

  • El miedo es un sentimiento poderoso. Controlado racionalmente puede resultar benéfico y colaborar con la supervivencia de las personas, pero sin control se transforma en una fuerza paralizante, irracional y destructiva, capaz de afectar a ciertos lugares al punto de producir en ellos serios daños que, ocasionalmente, conducen ala abandono. Solemos evitar los sitios inseguros. Permanecemos en ellos cuando no quedan alternativas. Los soportamos, pero no los disfrutamos y, ante una mejor oportunidad, nos vamos de ellos. La historia de miles de propiedades (casas, hospitales, mansiones o pueblos enteros) dan testimonio de lo que decimos. En más de un caso el miedo exagerado ha sido el responsable primario de cierto pensamiento mágico y vitalista, aún a principios del tecnocrático siglo XXI. Piénsese sino en los efectos que producen ciertas leyendas urbanas en el comportamiento de la gente cuando dejan que un lugar se deteriore y venga abajo aduciendo "mala vibra", "embrujamiento" o alguna otra causa extraordinaria o sobrenatural. Los vendedores de propiedades inmobiliarias saben lo difícil que resulta vender una casa con "mala fama".

  • ¿Podría usted vivir o pasar la noche, sin problema alguno, en un lugar donde alguna vez se cometió un crimen, se torturó gente o murieron decenas de individuos por enfermedades en su momento poco conocidas? Tal vez lo piense antes de hacerlo y, en el caso de que se decida, lo más probable es que lo nueva el afán de romper reglas (ser subversivo), violar un tabú o mostrarse en extremo valiente con sus amigos. ¿Por qué son así las cosas? ¿Por qué no aceptamos esos lugares como a cualquier otro? ¿Acaso no son meros edificios? Los lugares abandonados que tienen "mala fama" (justificada o injustificadamente) suelen despertar en las personas sentimientos y creencias que acompañan a la especie humana desde el paleolítico. En otras palabras, muchos creen que los objetos pueden tener ciertos poderes sobrenaturales (por ejemplo las reliquias en la Edad Media). El contexto ayuda. Un "pueblo fantasma", un castillo en ruinas o una simple construcción abandonada condiciona a creer en la presencia de "algo" que va más allá de nuestro sentidos normales. Y no hay pensamiento racional, argumento o ciencia que haga a muchos pensar de lo contrario. Una estructura dura de larga duración parece entrar en funcionamiento, permitiendo la convivencia de lo real y lo imaginario. ¿Es posible que los ambientes o las cosas se contaminen "espiritualmente"? ¿Puede el mal contagiarse de algún modo? Un número enorme de adultos así lo cree, por más que las cosas no tengan intenciones. Aún así, parece que ciertos lugares conservan un esencia poco específica que es captada por los "creyentes". El pensamiento mágico nos espanta y aleja de ciertos sitios abandonados.

  • En lo personal, uno de los lugares abandonados que mayor impacto me produjo fue la -literalmente- perdida Villa de Epecuén, del centro oeste de la provincia de Buenos Aires. Este pueblo de 1500 habitantes desapareció bajo el agua el 10 de noviembre de 1985 y, tras 25 años de estar sumergido en una de las soluciones salinas más densas del planeta, empezó a emerger hace un tiempo, revelando lo que de la villa quedó después de un cuarto de siglo. Es apoteótico. Escalofriante. Un espectáculo pocas veces visto que pone en evidencia muchos aspectos a considerar: desde aquellos que nos hablan de la desidia, ignorancia y desinterés de los políticos de turno hasta los otros que refieren al desequilibrio inestables que tenemos con la naturaleza. Todo contribuyó a que Epecuén sea hoy una ruina silente, blanca y salada. Es imposible, al recorrer hoy sus calles emergidas, conocer cuánta felicidad y proyectos s hundieron en la laguna. Cuánto dolor, aún vigente entre los ex-vecinos, se mantiene en cada lágrima vertida al recordar el caos. Y a pesar de estar "ahí", Epecuén resulta ajena al forastero. Como resulta ajeno aquel año de 1985 para casi todo el resto del país. "El dolor del otro siempre es mucho menos doloroso". Por eso los lugares abandonados son una mezcla de fantasías, construcciones metafóricas y desconocimiento. Mucho desconocimiento. Ignorancia pura. Ignorancia de las angustias, de las luchas inútiles, de la esperanza fallida. Quien no lo perdió todo jamás podrá sentir el pesar que los lugares como ése producen a los damnificados. Podemos sorprendernos, indignarnos, incluso maravillarnos. Así todo, sitios como Epecuén o Miramar (Córdoba), están muy lejos de los turistas que los visitan. ¿Turistas?… Sí. Pueblos destruidos por catástrofes atraen nuestra atención. Publicitados por algunos programas de TV, semejan los fenómenos del inmenso circo freak que fue la Argentina hasta hace poco tiempo: un país "del primer mundo" que dejó hundir a sus propios pueblos.

  • No todo tiempo pasado fue mejor. Aún así, los lugares abandonados parecerían indicar lo contrario. Con el deterioro, el abandono y la destrucción, la memoria idealiza el brillo y el oropel que muchos de esos sitios nunca tuvieron, exagerando los lujos y el bienestar que disfrutó la gente mientras vivía en ellos. Los criterios de análisis se alteran y sobrevaloramos las cosas por el solo hecho de que ya no están. El recuerdo nostalgioso es el responsable de tal operación y, frente a las ruinas de «lo que ya no es» (o «dejó de ser»), la antigua realidad adopta características que nunca tuvo. El contraste con aquel pasado, considerado como una "Edad de Oro", explota cuando se observan viejas fotos y los restos de la juventud se materializan en las estáticas imágenes de las placas. Felicidades congeladas. Cotidianeidad eternizada por una máquina fotográfica.

  • Pocos escenarios trasuntan más romanticismo que los cementerios abandonados. Los artistas del siglo XIX conocen muy bien el paño. Decenas de lápidas desgastas e ilegibles nos anuncian la perennidad del recuerdo y kilómetros de enredaderas y plantas trepadoras abrazan, como boas constrictoras, los mausoleos y criptas, tapizándolas de musgos y de humedad. Resquebrajando los últimos soportes de la individualidad.

  • Un cementerio es un sitio en donde se rinde culto a la memoria de nuestros antepasados. Por eso el movimiento romántico, impregnado de un original sentido de la nacionalidad, los convirtió en monumentos patrios, transformándolos en escenarios a los cuales era necesario volver para poder abrevar en las acciones patrióticas de antaño. Pero para que eso sea posible se necesitan referencias. Sin ellas, el cementerio se convierte en una mera fosa sin sentido. En un osario anónimo, despojado de relevancia, indefinido. Meras cosas. Restos inermes. Sin las referencias, sin las coordenadas, que las lápidas nos brindan, lo cementerios se transforman en vertederos de basura y desechos.

  • El cementerio de Epecuén, sin lápidas ni inscripciones, simula ser un archivo sin catálogo.

  • Hay dos pueblos en Argentina que corrieron, más o menos, con la misma desgracia: la de desaparecer bajo las aguas de sus lagunas colindantes. Miramar, en Córdoba, a orillas de la laguna de Mar Chiquita; y Epecuén, en la provincia de Buenos Aires, recostada sobre las riberas de la laguna del mismo nombre. En ambos casos, el agua salada -que les diera reconocimiento, fama y turismo– terminó convirtiéndose en el elemento destructor. Miramar resultó arrasada en poco más del 60%. Epecuén, en cambio, desapareció por completo; coartando así cualquier esperanza de recuperación. En este último caso el abandono fue total y hoy el pueblo, la ex-villa turística, es un "pueblo fantasmas" que emerge de la sal después de un cuarto de siglo. Epecuén es apenas reconocible. Hay que esforzarse mucho para identificar sus antiguas calles y edificios emblemáticos. La gran mayoría no son más que escombros blanquecinos, informes y carcomidos por la salitre de la laguna que, al retirarse tras 25 años, parecería regodearse de su fuerza e inclemencia. Porque eso fue la laguna en 1985: inclemente, inmisericorde, con todos los vecinos. Ella fue la que aceleró el dilatado proceso de decadencia que conduce a las cosas hacia el olvido; ayudada, claro, por la inoperancia e inactividad de los políticos de turnos.

  • Una cosa es un lugar -edificio- abandonado y otra muy distinta es un sitio destruido. Los lugares abandonados -aquellos que conservan su aspecto, incluso sus muebles- despiertan una sensación distinta que los segundos. Los sitios destruidos, como Epecuén, despojados de antiguas referencias materiales, imposibilitan, o posibilitan en mucha menos medida, imaginar cómo eran antes, qué funciones cumplían sus diferentes sectores o qué actividades se desarrollaban allí. Para concretar todo eso, necesitamos de fotos y generar contrastes. No es lo mismo recorrer el Gran Hotel Viena (Miramar, Córdoba) que los aplastados y deformes muros del Hotel Elkie de Epecuén. El primero resume la agonía. El segundo la muerte inexorable. La devastación total confunde. Por eso, ver y recorrer el Matadero Municipal de Epecuén, construido por Francisco Salamone en 1938, a cuadras del demolido centro urbano, nos acerca un poco a la sensibilidad que el Hotel Viena despierta. ¿La causa? Aún se mantiene en pie. Descascarado, pero con hidalguía. A pesar de soportar la más destructiva inundación de su historia, el Matadero resiste a la muerte. El resto del pueblo no puede hacerlo. Se disolvió.

  • ¿Cuál es el color de la decadencia? Según Julio Llamazares, el amarillo.

  • La presencia de lugares abandonados en sitios aislados suele ser una experiencia sobrecogedora. Toparse como una tapera en el medio del campo o una vivienda resquebrajada por la humedad en plena selva, conllevan sensaciones bastantes parecidas. Ni qué hablar si lo que encontramos s una antigua barraca chauchera devorada por las lianas y las enredaderas del Amazonas. En cada caso, lo descontextualizado de las construcciones es lo que impacta. De inmediato surgen preguntas, raras veces respondidas: ¿quién las habitó?, ¿por qué fueron abandonados?, ¿desde cuando están allí y por qué? Detrás de estas dudas sobrevuela la ignorancia total y la más absoluta incertidumbre respecto de las hipótesis que podemos elucubrar para responderlas. Lo más probable es que nunca lo sepamos y es eso lo que le otorga a esos sitios el macabro deleite que los caracteriza. En una oportunidad, encontré una humilde choza de colonos abandonada en las serranías cercanas a las ruinas de la ciudadela incaica de Vilcabamba. Tenía las paredes de adobe desmoronadas y el techo de paja desvencijado por la falta de mantenimiento. Pero no fueron esas dos cosas lo que hizo que hoy -después de tantos años- la siga recordando. Lo que nos topamos en ese lugar fue con cuadernos. Cuadernos escritos de puño y letra por su ex propietario. No había en ellos poemas, ni ensayos, sino números. Cuentas. Estados contables muy rudimentarios que nos retrotraían a las preocupaciones financieras del pasado. No hallamos nombres, ni fechas. Únicamente sumas y restas. Abstracciones puras. Eso era lo único que quedaba de toda su historia. Descontextualización en el más puro de los sentidos. Sorprende. Moviliza. Alimenta el flujo adrenalínico. Hasta puede llegar a asustar.

  • Los lugares abandonados destilan un "anhelo del pasado", un sordo sufrimiento por algo que se tenía y que ahora ya no se posee ni controla.

  • Los sitios abandonados encarnan al pasado convertido en paisaje. Materializan el desgastante paso del tiempo, y sus secuelas.

  • Citando a E. M. Cioran podríamos decir, empapados de su "existencialismo pesimista", que los lugares abandonados son los catalizadores de la «curiosidad por un desenlace previsto, espantoso y vano».

  • La naturaleza siempre se encargará de limpiar todos los desajustes que nosotros hemos producidos. Los sitios abandonados son un claro reflejo de eso. Con el tiempo los devorará, como si nunca hubieran estado allí.

  • En las moradas abandonadas y desiertas, los viejos dioses y espíritus vuelven a vivir. Los frecuentan y habitan superando con creces nuestra permanencia física en ellos, de igual forma que los insectos, las ratas y las bacterias toman posesión de las galerías, torres y fortalezas, dormitorios y comedores, y constituyen el caldo de cultivo de las leyendas.

  • Estéticas morbosas. Grietas del progreso. Utopías fallidas. Nostalgia periurbana son, para la fotógrafa Vanessa Graell, los sitios abandonados.

  • Nos aferramos a las cosas. Nos identificamos con ellas al punto de creer que son una prolongación de nosotros mismos y que al desaparecer -o deteriorarse- nuestra esencia -o parte de ella- se va con ellas. Claro que todo eso es falso. No es más que una mera proyección de nuestros deseos y creencias. Aún así, sufrimos cuando ello ocurre (mucho más cuando estamos solos). Por el contrario, los filósofos orientales nos hablan del desapego, de la sabia actitud de saber dejar que las cosas (en el sentido más amplio) se vayan. Quizá sea ese el motivo por el cual muchísimas personas sienten horror ante los lugares abandonados ya que revelan, justamente, el fluir de todo y la inexorable pérdida de nuestros objetos más preciados. En cierta forma, son el infierno de los coleccionistas.

  • ¿A dónde fueron a parar nuestros objetos queridos de la infancia? ¿En qué rincón del mundo permanecen arrumbados?

  • El cementerio abandonado de Epecuén resulta ser un espectáculo poco corriente. No es habitual que un camposanto sea tragado por una laguna en extremo salada (unos 240 gramos de sal por litro de agua) y, tras 25 años, vuelva a emerger convertido en un pálido cadáver de granito. Pero, ¿qué fue lo que salió a la superficie? En principio, la más pura desolación. Lápidas monocromas, cruces oxidadas, ladeadas y semienterradas; yuyos creciendo sobre las propias tumbas, otorgándoles la única nota de color verde que hay en el lugar. Placas conmemorativas de hierro, hincadas, descascaradas y deformes, que ya no conmemoran nada, a no ser la soberanía de los tonos ocres. Epitafios ilegibles, desgastados, anónimos. Todo está cambiado: el granito ilusoriamente convertido en mármol, el bronce devenido en color verde oscuro y el hierro transmutado en rojo. Es como si un poderosos alquimista hubiera experimentado con todo el cementerio. También los árboles están muertos. Pelados, secos, sin una sola hoja o brote. Únicamente cubiertos por una sustancia resquebrajadiza, blanquecina, semejante a una tela de araña cristalizada y dura. Muy pocas de las antiguas estatuas funerarias sobreviven. Dos angelitos en actitud de rezo sobre la tumba de un niño se asoman por entre la maraña de las malas hierbas y una tumba ladeada hacia la izquierda, como si fuera una cama abandonada sobre una cuneta, nos anuncia que hace ya muchos años nadie le rinde culto a la memoria que pretendió materializar. Otro enterramiento, hecho con ladrillos, se ha fracturado y hundido hacia el medio. Formando una especie de canaleta en donde se acumula el agua de lluvia (y que nuestra morbosa imaginación mezcla con fluidos cadavéricos, ya inexistentes). En una palabra, la necrópolis es un caos total. A un costado, sobre el derrumbado muro perimetral, notamos la acumulación de objetos cruciformes, oxidados y quebradizos, unos encima de otros. Sin orden ni concierto. Despojados de todo respeto. Más atrás, la laguna y sus flamencos. Las ruinas del cementerio de Epecuén (también las de la villa misma) son una metáfora palpable de un Dios vencido. Sus cruces destruidas simbolizan esa derrota. En una de las pocas tumbas que conservan su inscripción puede leerse: «Neiva Irene Corradini. Muerta el 20 de junio de 1928 a los 2 meses y medio de edad». Del seguro desconsuelo de sus padres sólo queda esa frase y, pocos metros más allá, la estatua de un niño asexuado ofreciendo flores, pero con los brazos partidos. Ya en el sector de las criptas familiares nos adentramos en una zona de guerra. Es como si un terremoto hubiera destruido todo. Una tumba, con cinco pequeñas placas de bronce en hilera, enverdecidas por el óxido, anónimas y olvidadas, anuncia también la derrota de las cantidades, y los nichos semejan hornos abandonados, abiertos, por completo llenos de basura. En las paredes residuales de una capilla funeraria leemos sólo la palabra «FAMILIA». Imposible identificar a cuál de ellas se refiere. Y en cierta forma es un alivio, porque mucho más movilizante es reconocer un apellido inscripto entre los escombros, recolonizados por bandadas de palomas. Por el sector despejado de lo que fuera la avenida principal del cementerio, nos topamos con criptas, todas destechadas, restos de capiteles corintios que no sostienen nada y miles de ladrillos redondeados por el agua, color rojo, que nos recuerdan pequeños trozos de carne desperdigados por el lugar. Hacia el final de la calle hay una estatua decapitada, con ambos brazos amputados, justo enfrente de lo que fuera una capillita católica y de la que sólo queda una especie de piletón, en cuyo interior se seca al sol el esqueleto de un flamenco. Todo es disolución, silencio, monotonía. Es como si el tiempo se hubiera detenido, o camuflado, para no evidenciar el desgaste que todavía sigue produciendo. Caminamos por un espacio mudo. El agua salada de la laguna le quitó el habla. En otra lápida, la huella de un cristo desaparecido y llevado por la corriente (una mancha apenas, cruciforme y de color oscuro) parecería anunciar que el hijo de Dios fue sólo un cadáver clavado y sin la fuerza necesaria para resistir el embate del agua. Los ángeles de la muerte, tallados en yeso, también han caído bajo el influjo de la destrucción.

  • Llama mucho la atención el enorme número de lugares abandonados que hay desperdigados por todo el mundo. entrar en Internet, explorando esta temática, significa encontrarse con miles de sitios Web, unos mejores que otros. Pero la nota característica de todos ellos son las imágenes. Los sitios abandonados "entran por los ojos". Impactan nuestras pupilas y después nuestros cerebros. Tal vez por eso los pocos libros que abordan el tema sean álbumes de fotos. Verdaderas obras de arte muchos de ellos. Según se dice: «una imagen vale más que mil palabras». Y el deterioro muestra cabalmente este aspecto. Hay momentos en que las metáforas y adjetivos se vuelven vanos. Sólo resta observar. En silencio. No queda nada por decir.

  • «Lugares abandonados» ¿Qué es un lugar? ¿Acaso no hay una contradicción al unir esos dos términos («lugares» y «abandonados»). Si como dice el antropólogo Marc Augé, «un lugar es ante todo un lugar antropológico», lleno de discursos y recorridos, relaciones interhumanas e historias, ¿no es un sinsentido referirse a «lugares abandonados» si, como hemos dicho, en ellos ya no se dan relaciones humanas, ni discursos, y la historia se ha olvidado? Es paradójico, pero si seguimos esta lógica, los «lugares abandonados» se convierten en «lugares» sólo cuando dejan de estar «abandonados» y empiezan a ser recorridos por el hombre. Recién cuando un «lugar abandonado» se integra a la historia y adhiere a la memoria, es un «lugar» (en el sentido que la modernidad le dio al término). Cuando nada de eso ocurre, cuando la identidad desaparece, lo relacional se esfuma y la historia ya no queda integrada a un determinado espacio, el lugar adquiere un status posmoderno («ruinas posmodernas»). Este es el motivo por el cual casa, castillos, hospitales, hoteles, abandonados, poco conocidos, olvidados, nunca estudiados, devienen en «espacios del anonimato» y por ende, se convierten en «No-Lugares».

  • Recorrer un lugar abandonado conlleva siempre una reflexión sobre la muerte, la destrucción y la insipidez de las cosas. Como escribe Chateaubriand, no es posible dejar de pensar que «otros hombres tan fugitivos como yo vendrán a hacer las mismas reflexiones sobre las mismas ruinas».

  • Existe una tendencia a destruir objetos, que controlamos a través de ciertos «filtros culturales». Se nos enseña a cuidar las cosas pero, en el fondo, hay cierta sensación de placer cuando las destrozamos. Ya sea por una terapia de catarsis (no guiada por ningún terapeuta) o por un estallido de furia descontrolada, romper-sin pena alguna- las cosas que nos rodean suele ser estimulante en mucha gente. ¿Quién no se ha detenido en la calle a observar cómo se demuele un edificio? Llaman la atención.

  • Muchos lugares abandonados, durante sus días de gloria, carecieron de una nutrida vida pública. Pocas personas pueden dar testimonios de cómo eran antes de sufrir el proceso de decadencia que los llevó a quedar vacíos. Tal es el caso algunas grandes mansiones y otras propiedades privadas. Otras, en cambio, fueron sitios que congregaron a miles de seres humanos; y, dentro de esta categoría, nos topamos con los parques de diversiones. Ya sea porque en nuestra niñez las experiencias suelen ser limitadas (o la capacidad de asombro todavía virgen), estos parques -como el famoso Italpark de Buenos Aires y Mar del Plata- perduran en la memoria arrastrando siempre una cuota de idealización y de nostalgia muy exagerada. En el recuerdo éstos lugares se vuelven más importantes de lo que en verdad fueron, por eso, al recorrerlos hoy en ruinas (o ver las pocas fotos que quedan) experimentamos una inevitable tristeza. El contraste es perturbador. Los rieles retorcidos y oxidados de la montaña rusa, asomándose por entre la maraña de pastos crecidos; o la imagen de un tren fantasma del que sólo queda en pie su fachada despintada, agrietada y sin ningún monstruo decorándola, nos trasladan a aquellos días en que recorríamos esos juegos de la mano de nuestros seres queridos. Es nostalgia en estado puro. Muchos de estos parques ya no están. Otros sobreviven en ruinas, tapiados, desiertos, repletos de basura y malas hierbas que han destrozado el cemento de sus senderos y descolorido sus principales atracciones. Es diversión transmutada en silencio.

  • Como en los cementerios, los sitios abandonados nos remiten siempre a un contexto de paz y tranquilidad. Recorrerlos en solitario resulta una experiencia casi iniciática, profunda, axial. Campos de paz y reflexión existencial, ya que ésta sólo es posible cuando el silencio convoca a la paz interior.

  • Los lugares abandonados nos enseñan que detrás de todo el antiguo oropel, el esfuerzo, el ingenio y el buen gusto, no hay más que una cosa: el mismo cráneo humano de siempre. Una farsa osificada.

  • Los lugares abandonados anuncian algo: el no olvidar nuestros fracasos en el momento del éxito.

  • ¿Qué son los lugares abandonados sino fantasmas? Aparecen, permanecen un tiempo y desaparecen de nuevo.

  • Cuando pueblos como Epecuén o Miramar desaparecen, no sólo lo material se destruye. Con las casas, las calles, las cosas que se desvanecen a raíz del deterioro también se esfuman lo recuerdos, las vivencias que todos esos escenarios acogieron. Sin esos mojones la desmemoria se termina por imponer.

  • Detrás de todos los desastres naturales se esconden factores humanos. A la larga, los lugares abandonados son el producto de la inoperancia, inacción o desinterés de los hombres.

  • En España el número de pueblos abandonados es abrumadoramente alto. Un cálculo conservador indica unos 2700 en total, distribuidos de manera desigual en toda su geografía, pero concentrando el mayor número en la región de Huesca. Esta situación es el resultado de una competencia entre la ciudad y el campo, en la que la primera lleva todas las de ganar. El lento proceso de modernización español, iniciado de a poco en la década de 1970, es el responsable de ese flujo de migración interna que terminó secando de seres humanos a cientos y cientos de pequeños pueblos y villas peninsulares. El confort de la ciudad terminó por atraer a todos hacia ella, venciendo la tradicional resistencia al cambio de mentalidad pueblerina. No sólo la búsqueda de confort, también el mayor número de posibilidades u oportunidades de progresar conllevó al abandono antes mencionado. En pocos años, y a cuenta gotas, los más jóvenes se fueron yendo: los nacimientos se estancaron y llegó un momento en que sólo los viejos quedaban. A la muerte de estos, las casas quedaron vacías y de apoco el más absoluto silencio se tragó a todas las viviendas vacías, que iniciaron así un proceso de deterioro ininterrumpido. La tradición y las ventajas comparativas que todos los pueblos enarbolan a la hora de autoconvencerse de lo maravilloso que es vivir en ellos, no fueron suficientes.

  • Durante la década de 1990, Argentina fue testigo de un proceso parecido al señalado más arriba, aunque las causas del abandono de los pueblos del interior fueron diferentes a las de España. Aquí, el responsable de todo tiene nombre y apellido: Carlos Menem, siniestro personaje de nuestra historia que, inaprensiblemente y guiado por un modelo neoliberal deshumanizante, destruyó el sistema ferroviario nacional, clausurando ramales que resultaban vitales para el mantenimiento de muchísimos pueblos y localidades del interior del país. Con la desaparición del tren sobrevino la desaparición de cientos de miles de personas que vivían en eso pueblos. Menem invirtió el proceso de civilización iniciado en la década de 1860 con la instalación de vías férreas y, contrariando el mandato de Juan B. Alberdi, despobló el país. Cientos de núcleos urbanos abandonados jalonan ese proceder en todas las provincias de la Argentina. «Menem lo hizo».

  • Maderas dilatándose y contrayéndose, graznidos de animales inidentificables la mayor parte, aves), el viento colándose por las ventanas y miles de lugares abiertos; ruido de cañerías oxidadas y en malas condiciones; el goteo de agua acumulada; el descascaramiento crujiente del yeso de paredes y techos, son parte de la sinfonía de sonidos que pueblan los lugares abandonados, en donde el silencio nunca es total. Sólo el sentido del oído, siempre propenso a la sugestión y malas interpretaciones, es el que convalida la existencia de movimientos en sitios aparentemente inmóviles.

  • Para los ingenieros civiles (constructores de edificios y puentes) los lugares abandonados se convierten en laboratorios donde es posible estudiar de manera directa la «resistencia de los materiales». Allí cada elemento se pone a prueba, mostrando sus miserias y reducidas capacidades de sobrevivencia. No importa cuán duros fueron. El tiempo los termina deteriorando, ablandándolos, facilitando así la comprensión de los procesos que han llevado a la decadencia material de imperios y civilizaciones del pasado. Las cosas adquieren su propia historia y lo que muchos consideran "eterno" se vuelven perecederos y susceptibles a "morir" como si fueran elementos orgánicos. Los lugares abandonados fueron/son como espejos en los que nosotros podemos reflejarnos.

  • Los lugares abandonados despiertan curiosidad. Nos atraen, ya lo dijimos antes. Generan dudas y, por supuesto, hipótesis que intentan resolver esas preguntas iniciales. La mayor parte de las veces serán cuestiones irresueltas, incomprobables; generadoras de mitos que terminarán idealizando el pasado hasta convertirlo en una "edad dorada".

  • Los "linyeras", "crotos", "pordioseros", o como gusta ahora llamarlos, "personas en situación de calle", tienen muchos aspectos en común con los lugares abandonados:

  • -producen miedo

    -generan rechazo

    -quedan asociados con "lo mugriento"

    -encubren preguntas

    -se mantienen en los "márgenes de "la vida normal"

    -se los asocia con cierto ideal anárquico y libertario

    -encarnan la contratara de lo que se considera "lo civilizado"

    -generan nostalgia y dolor.

    • Escenarios vacíos, silenciosos, cubiertos de polvo, invadidos por insectos, roedores y aves (incluso por marginados sociales), los lugares abandonados son la representación clara y evidente de lo «no-cotidiano»; entre otras cosas porque parecen estar al margen del tiempo. Sólo el ojo experto observa en ellos el cambio. Y no es porque en ellos las cosas no cambien. Todo lo contrario. Hay tantas cosas que cambian al mismo tiempo que resulta difícil generar contrastes entre una época decadente y otra.

    • Los lugares abandonados condicionan nuestra idea de «lo eterno», negándola, anulándola de esta ecuación que es la vida.

    • Inmunda fragilidad, receptáculo de sollozos. Escenarios palpables de la derrota.

    • Los lugares abandonados nos enseñan que «no se abdica de un día para otro». Que el proceso es lento y las decadencias apenas percibidas. Sólo el tiempo las vuelve evidentes y recién entonces, al mirar hacia atrás, advertimos los síntomas que las anuncian. Pero cuando esto ocurra ya es tarde. Sólo nos queda soñar con lo que no fue o podría haber sido.

    • Señaló Cioran: «No podemos reaccionar contra la fatalidad».

    • Los lugares abandonados denuncian a gritos el infinito precio de cada instante. Y eso nunca deja de ser tonificante, porque como dice E. M. Cioran: «rejuvenecemos por el contacto con la muerte».

    • Los lugares abandonados no disfrazan nada. Se muestran tal como son. Revelan el esqueleto raído que en el fondo todos somos. «Himnos destruidos».

    • Bajo el calor abrasador de La Pampa en verano, en medio de la más literal de las "nadas", cubiertas de raquíticos árboles y yuyos crecidos y amarillos, se yerguen las ruinas (taperas) abandonadas de un puñado de escuelas de campo que, en su momento, cumplieron la sarmientina misión de educar al soberano. Olvidadas por casi todos, se resquebrajan por las altas temperaturas del desierto pampeano. Ya no se escuchan los gritos y risas de los antiguos alumnos. Todo es mutismo, silencio. Silencio y abejas. Muchas abejas construyendo sus panales en aljibes secos y agrietados. Los cardos recolonizaron los salones y los pájaros depositan su guano por todas partes. Los saqueadores también han hecho lo suyo. Ya no quedan puertas, ni marcos, ni nada. Los baños están desguasados. Son meros recuerdos amorfos de los sitios de salubridad que pretendieron ser.

    • Es raro recorrer estas escuelas abandonadas y muertas. Es extraño porque no hay nadie ya que las recuerde. Y sin recuerdos son puro ladrillos desconchados, desgastados, yermos.

    • Ni la exageradamente inflada honestidad del interior provinciano consiguió imponerse en las escuelas abandonadas del campo pampeano. Todos han sido saqueadas inescrupulosamente (en algunos casos hasta sus mismos cimientos). Es que la soledad a la que están condenadas se ve exacerbada por leguas y leguas de desierto. Son el paraíso mismo de la impunidad. Una Disneylandia del desguace y el saqueo.

    • Taperas. Con este nombre se identifican en Argentina a las construcciones, generalmente humildes, que han sido abandonadas en el medio del campo. Ranchos, cascos de estancias, puestos ganaderos o pulperías, se transforman en taperas cuando la soledad las conquista y empieza su lento proceso de deterioro. No hay forma de que asen desapercibidas. Con el tiempo se convierten en mojones de una geografía desolada y puro horizonte. El ojo entrenado no puede dejar de verlas y aún así las ignora. Se convierten en una parte más del paisaje. Acaban naturalizándose. El campo las fagocita y con ellas desaparece también la memoria.

    • Conozco varias escuelas abandonadas en los campos argentinos y lo primero que me llamó la atención fue la sensación de absoluta soledad que generan. Es aquella una soledad que duele, que cala los huesos y deja a la mente en stand by. Petrificada, inerte; pero al mismo tiempo en un estado de ebullición tan maravilloso que resulta difícil traducir en palabras. Caminar por ellas es alimentar la imaginación. Recrean historias cotidianas que, tal vez, nunca sucedieron; a no ser aquellos actos elementales que se desarrollaban en ellas y para las cuales fueron levantadas, es decir, las de enseñar y aprender.

    • Cuarenta años de abandono bastaron para que la escuela de campo Nº 164 de Ingeniero Luiggi (provincia de La Pampa), construida en lo que se daba en llamar «Campo Claverie», desapareciera casi por completo. No queda nada de ella, a no ser la base del mástil en el que, a diario, enarbolaban la bandera nacional, unos pocos cimientos del áreas de los salones, un tanque de agua partido al medio (lleno de yuyos y basura) y los pilotes de antiguas columnas de concreto que, en sus días de gloria, demarcaban la sala de baile de la región. Una decena de hierros retorcidos, todavía revestidos con algo de cemento y ladrillos partidos, soportan los embates del aire frío y caliente de las desoladas pampas. Es difícil imaginar en ese lugar a la paisanada bailando, divirtiéndose. Arrulladas por el cansino canto de algún pájaro, están en silencio. Un silencio de muerte, casi audible; en donde lo natural ejerce su más absoluta hegemonía. Estando en ellas resulta imposible pensar que, algo más allá de las taperas, la vida sigue su curso, ignorándolas por completo.

    • Mástiles abandonados. Cenotafios mudos y anónimos de la simbología patria. Tumbas del nacionalismo exacerbado del hombre de campo. Claros ejemplos de que aún los símbolos de tela más adorados y respetados, no son más que eso: trapos viejos sin sentido en un universo que ha perdido todas las convenciones artificiales fabricadas por el hombre con la intensión de ser algo distinto, diferente, a los demás. Las bases escalonadas de cemento roto que sobreviven sitiados por malas-hierbas, ya no conservan ni el mástil de hierro del que colgaba «la bandera esplendorosa que Belgrano nos legó». En su lugar, un hoyo oscuro y sucio, que acumula algo de agua estancada, lleno de bichos muertos y telarañas, indica el sitio exacto en el que se adosaba el erecto y varonil mástil patrio. Pero de esa masculinidad (por momentos agresiva) que todos los símbolos nacionalistas poseen, ya no queda nada. Sólo un agujero. Un simple agujero que se ha tragado para siempre -en ese lugar- al imaginario «ser nacional», base de tantos delirios ideológicos y origen de miles de libros, ensayos, artículos y notas que pretendieron construir la artificiosa identidad de un pueblo (nación) que se volvió viejo, siendo aún muy joven.

     

    Autor

    Fernando Jorge Soto Roland(

    JULIO 2011

    Buenos Aires

    Partes: 1, 2
     Página anterior Volver al principio del trabajoPágina siguiente