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La ética de Kant: entre la genialidad y la superstición (página 2)

Enviado por Cornelio Cornejín


Partes: 1, 2, 3

Una acción realizada por deber tiene que excluir por completo el influjo de la inclinación, y con ésta todo objeto de la voluntad; no queda, pues, otra cosa que pueda determinar la voluntad, si no es, objetivamente, la ley y, subjetivamente, el respeto puro a esa ley práctica, y, por tanto, la máxima de obedecer siempre a esa ley, aun con perjuicio de todas mis inclinaciones (p. 39).

Una acción realizada por deber excluye tanto el influjo de las inclinaciones instintivas y meméticas como así también el influjo de la razón. Esto me diferencia de Kant. Él creía que la razón pura era capaz de descubrir un principio a priori –no basado en la experiencia– que diera cuenta de una ley regidora de las acciones morales, una ley perfectamente discernible para el intelecto humano y que sugiere lo siguiente:

Yo no debo obrar nunca más que de modo que pueda querer que mi máxima deba convertirse en ley universal (p. 41).

Así de fácil es, según Kant, determinar racionalmente cuándo una acción se realiza a favor del deber y cuándo en contra (pero no es tan sencillo determinar si una acción que se realiza a favor del deber es consecuencia de una buena voluntad o de una inclinación que circunstancialmente coincide con el deber). El ejemplo que da clarifica el punto a más no poder: "¿Me es lícito, cuando me hallo apurado, hacer una promesa con el propósito de no cumplirla?" (p. 41). La interrogación versa sobre "si es conforme al deber hacer una falsa promesa". Guiándose por su inapelable hallazgo racional, deduce Kant que de ningún modo es conforme al deber, pues

¿me daría yo por satisfecho si mi máxima –salir de apuros por medio de una promesa mentirosa– debiese valer como ley universal tanto para mí como para los demás? ¿Podría yo decirme a mí mismo: cada cual puede hacer una promesa falsa cuando se halla en un apuro del que no puede salir de otro modo? Y bien pronto me convenzo de que, si bien puedo querer la mentira, no puedo querer, empero, una ley universal del mentir (p. 42).

Pero ¿qué es una ley universal? Tomada en un sentido jurídico –que es el que Kant utiliza–, es un dictamen que impele a realizar o no realizar determinadas acciones a todos los individuos a que concierna –en este caso, a todos los seres racionales– en todo tiempo, lugar y circunstancia. O sea que, según Kant, es absolutamente imposible que alguien haga o haya hecho alguna vez alguna falsa promesa impulsado por el deber. Puede que así sea, pero a mí me parece que existen situaciones en las que hay que mentir por deber, y hasta matar o incluso torturar por deber[1]Estos casos, de acuerdo a su principio objetivo del querer, no pueden tomarse como generados por una buena voluntad. Yo no dudo de que, generalmente hablando, es nuestro deber decir la verdad siempre y en todo lugar, pero decirle a Hitler en dónde se hallan escondidos unos judíos, por muy verdad que sea, es un acto canallesco. Se me dirá que la máxima a cumplimentar es la de no mentir y no la de decir la verdad siempre; lo concedo. Pero el principio kantiano siempre presentará problemas de interpretación que aparecerán como irresolubles excepto en aquellos casos en que la actitud correcta salta a la vista, y entonces ¿para qué nos sirve? Lo más prudente, cuando aparece un caso conflictivo, es suspender el juicio y abandonarse a la intuición –si es que somos lo bastante buenos como para vivenciarla[2]

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Miércoles 3 de octubre del 2007/4,33 p.m.

Dice Kant que

una teoría de la moralidad que esté mezclada y compuesta de resortes sacados de los sentimientos y de las inclinaciones, y al mismo tiempo de conceptos racionales, tiene que dejar el ánimo oscilante entre causas determinantes diversas, irreductibles a un principio y que pueden conducir al bien sólo por modo contingente y a veces determinar el mal (Fundamentación de la metafísica de las costumbres, p. 57).

Esta crítica me pega en pleno rostro, porque yo coincidía con Schopenhauer en que la ética se fundamenta en la compasión, no comprendiendo que el sentimiento compasivo no es más que un presagio del deber, de ningún modo es el causante de nuestro accionar virtuoso. Asimismo, dije hace poco que de las cuatro virtudes cardinales, la de mayor importancia era la bondad inteligentemente activa, pero no en el sentido de que tal virtud determine acciones partiendo de una emoción como la compasión o la simpatía —emociones características del hombre bueno– sino de la bondad como entidad psicológica. Y lo mismo para las otras virtudes: tanto la veracidad como el esteticismo centrífugo y la humildad, son entidades psicológicas que, cuando se manifiestan en forma pura, determinan indefectiblemente acciones deseables en sentido ético[3]Pero si estas entidades psicológicas, cuando determinan acciones, apuntan hacia el bien general y no hacia el bienestar individual, ¿no están violando mi principio eudemónico fundamental, el que dice que todos los actos motivados por la razón conllevan la finalidad conciente o inconciente de beneficiar sólo al individuo que los ejecuta? Pareciera que sí; y es entonces que me veo en la obligación de rejerarquizar a las entidades rectoras de las virtudes cardinales: son entidades metapsicológicas. No son hijas de la razón sino que hacen de nexo entre la razón y la intuición, habiendo surgido de la última. Cuando actuamos por deber, pues, podemos hacerlo empujados por la intuición, que no depende en absoluto de ninguna elaboración lógica, o empujados por una metarrazón, que tampoco depende de un proceso lógico pero que se manifiesta en nuestra conciencia como un desprendimiento de un principio perfectamente claro a nuestro entendimiento. Así, cuando actuamos motivados por nuestra bondad inteligentemente activa, sospechamos que somos buenos, sin importar las emociones que nos embargan al realizar el acto, si que se presentan, y lo mismo sospechamos que somos humildes cuando nos motiva la humildad o que somos artistas cuando el esteticismo centrífugo se nos impone. Con la veracidad, en cambio, no hay sospecha sino total certidumbre: decimos la verdad y sabemos que la decimos, porque no se trata de la verdad objetiva sino de la subjetiva, de lo que nosotros creemos que es verdadero. (Nótese que hay más virtud en ser veraz que en decir verdades objetivas –y esto es porque la veracidad, a la larga, atrae, de misterioso modo, las verdades objetivas hacia nuestra conciencia.)

Según Kant, todos los conceptos que él llama morales y yo llamo éticos "tienen su asiento y origen, completamente a priori, en la razón", y "no pueden ser abstraídos de ningún conocimiento empírico" (p. 57). Para mí, los conceptos éticos representados por mis cuatro virtudes cardinales más la humildad aparecen a priori en nuestra mente, o sea que no derivan de la empiria sino de la intuición metafísica. Esto es prácticamente lo mismo que dice Kant, pero él prefiere llamar "razón" a lo que yo llamo intuición metafísica. Yo entiendo que la razón trabaja de tres modos: a) en el terreno ético y metafísico, partiendo de premisas obtenidas por intuición, b) en el terreno lógico y matemático, partiendo de premisas obtenidas de sí misma, y c) en todos los demás órdenes, partiendo de premisas obtenidas de la experiencia. Como Kant no cree en la intuición metafísica tal y como yo la expongo, tengo que concluir que supone que los conceptos éticos aparecen en nuestra conciencia como aparecen los conceptos de la lógica y la matemática. Esta idea, según estimo, sin llegar a ser correcta se aproxima mucho más a la verdad que aquella otra de los empiristas duros y de los relativistas que afirman que la ética se deduce de lo que se observa y se ha observado que hace la gente a través de las diferentes culturas que van pasando por el mundo, es decir, que lo que yo llamo ética se reduce a lo que yo llamo moral. Si la ética deriva de lo que observamos, y visto que se observan comportamientos de lo más dispares entre razas y civilizaciones aisladas en tiempo o espacio, entonces la supuesta objetividad de sus leyes es ficticia y no existen los comportamientos buenos o los comportamientos malos propiamente dichos. Para evitar esto es menester derivar los conceptos éticos de un único parámetro y no de sentimientos, razonamientos hijos del sensorio y experimentos que posibilitarán la confusión y el obnubilamiento. Kant los deriva de la razón pura, yo de la intuición, y por eso nos mantenemos a salvo.

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Jueves 4 de octubre del 2007/6,49 p.m.

La voluntad humana puede tomar interés en algo, sin por ello obrar por interés. Lo primero significa el interés práctico en la acción; lo segundo, el interés patológico en el objeto de la acción. Lo primero demuestra que depende la voluntad de principios de la razón en sí misma; lo segundo, de los principios de la razón respecto de la inclinación, pues en efecto, la razón no hace más que dar la regla práctica de cómo podrá subvenirse a la exigencia de la inclinación. En el primer caso me interesa la acción; en el segundo el objeto de la acción (en cuanto me es agradable)

Kant, op. cit., pp. 60-1.

Coincido plenamente hasta el final de la segunda oración. Se puede tomar interés en algo sin por eso estar obrando por interés. Tomamos interés en un acto por el hecho mismo de practicarlo cuando decimos nuestras verdades impulsados por la virtud de la veracidad, cuando auxiliamos a un ser que sufre impulsados por la virtud de la bondad o cuando creamos una obra de arte impulsados por la virtud esteticista (se puede decir la verdad, ayudar a un doliente o crear arte impulsados por motivos ajenos a las virtudes cardinales, pero en estos casos ya estamos obrando por interés). Pero estas desinteresadas tomas de interés no surgen en mi opinión de principios de la razón en sí sino, como ya se dijo, de principios intuitivos, metapsicológicos. La razón en sí misma, sin ayuda de la intuición, no puede dejar de obrar por interés. Si se libra de las inclinaciones instintivas y meméticas, obrará por interés propio; si es interceptada por un instinto que la eclipsa, obrará por interés de la especie o grupo específico; si es coloreada por la fuerza de los memes, obrará por interés cultural, por dejar algo no genético a las generaciones que la sucedan. Y este tomar interés característico de las acciones realizadas por deber no conlleva nunca, ni en las voluntades santas ni en las no santas, un resabio de desagrado, por más que en las últimas choque contra las propias inclinaciones.

El conflicto, en las voluntades imperfectas, se presenta, pero la sensación de desagrado se produce si contrariamos la toma de interés en beneficio de las bajas inclinaciones y no al revés como Kant suponía (esto ya lo hablé hace poco, en mis anotaciones del 8/6/7). "Una voluntad perfectamente buena hallaríase –aclara en la p. 61– igualmente bajo leyes objetivas (del bien); pero no podría representarse como constreñida por ellas a las acciones conformes a la ley, porque por sí misma, conforme su constitución subjetiva, podría ser determinada por la sola representación del bien. De aquí que para la voluntad divina y, en general, para una voluntad santa no valgan los imperativos: el «debe ser» no tiene aquí lugar adecuado, porque el querer ya de suyo coincide necesariamente con la ley". Esto es acertadísimo en el sentido de que los santos hacen el bien sin deliberación, sin conflicto de intereses: todas sus inclinaciones, tanto las intuitivas como las racionales, instintivas y meméticas, apuntan en la misma dirección y sentido, o se declaran inexistentes, sin peso específico en lo que hace a una determinada situación (esto puede suceder con sus instintos y/o con sus memes, y en contados casos con sus razones; las intuiciones nunca desaparecen en una voluntad santa en tanto que tal).

El constreñimiento ético en las voluntades imperfectas existe, no lo niego, pero la sensación de desagrado que acompaña el pensamiento de estar a punto de actuar en contra del interés psicológico se prolonga solamente hasta que la deliberación finaliza y el acto se consuma. Si se consuma en favor del deber, hay una sensación de desahogo completamente agradable que contrasta notablemente con la primera, independientemente de que por causas inherentes al acto ejecutado se produzcan otro tipo de sensaciones desagradables (fisiológicas o psicológicas). Y si el deber no se cumple por haber sido eclipsado por algún tipo de interés, el constreñimiento también desaparece, pero no transformado en desahogo sino en remordimiento, y más remordimientos cuanto más pareja haya sido la disputa, esto es, cuanto mejor se haya vivenciado la intuición derrotada.

Es Kant de la opinión que una voluntad imperfecta que cumple con su deber es infeliz antes de cumplirlo y en el momento de hacerlo. Yo entiendo que sólo es infeliz mientras se decide a obrar moral o inmoralmente, y que el cumplimiento del deber es, en sí mismo, harto satisfactorio[4]

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Viernes 5 de octubre del 2007/3,56 pm

Si la razón por sí sola determina la conducta, ha de hacerlo necesariamente a priori.

Kant, op. cit., p.81

Yo digo que no, que la razón por sí sola sólo puede trabajar a priori en el campo de la matemática y la lógica –de la lógica pura, no aplicada–, y que si quiere determinar deberes debe subordinarse a las entidades metapsicológicas nacidas por intuición (virtudes cardinales). "Fácilmente puede cualquiera, por medio del más mínimo ensayo de su razón […] convencerse de cuánto obscurece la moralidad todo lo que aparece a las inclinaciones como excitante" (p. 80). Lo que no acepta Kant es el hecho de que la misma razón inclina y excita, y no siempre para el lado correcto. Hay un fin, dice desde las pp. 63-4,

que puede presuponerse real en todos los seres racionales […]; hay un propósito que no sólo pueden tener, sino que puede presuponerse con seguridad que todos tienen, por una necesidad natural, y este es el propósito de la felicidad. El imperativo hipotético que representa la necesidad práctica de la acción como medio para fomentar la felicidad es asertórico. No es lícito presentarlo como necesario sólo para un propósito incierto y meramente posible, sino para un propósito que podemos suponer de seguro y a priori en todo hombre, porque pertenece a su esencia. […] el imperativo que se refiere a la elección de los medios para la propia felicidad, […] es hipotético; la acción no es mandada en absoluto, sino como simple medio para otro propósito.

Esto es lo que sucede siempre cuando la razón opera por sí misma, sin coacciones intuitivas, instintivas o meméticas: busca la felicidad (yo diría mejor: busca el bienestar o la evitación del malestar) del individuo que la utiliza. Continúa Kant a párrafo seguido:

Por último, hay un imperativo que, sin poner como condición ningún propósito a obtener por cierta conducta, manda esa conducta inmediatamente. El imperativo es categórico. No se refiere a la materia de la acción y a lo que de ésta ha de suceder, sino a la forma y al principio de donde eso sucede, y lo esencialmente bueno de la acción consiste en el ánimo que a ella se lleva, sea el éxito el que fuere. Este imperativo puede llamarse el de la moralidad.

Yo lo llamaría mejor el imperativo de la ética (pues la moral para mí es relativa), y lo situaría fuera de la razón precisamente porque la razón, cuando se aboca a determinar la propia conducta, es en esencia y a priori eudemónica o hedónica y egoísta, y el deber nada tiene que ver, en principio, con el hedonismo y el eudemonismo individuales.

5,45 p. m.

Pero la felicidad, al fin y al cabo, siempre termina emparentándose con la ética.

En realidad, dice Kant en las pp. 30-1,

encontramos que cuanto más se preocupa una razón cultivada del propósito de gozar la vida y alcanzar la felicidad, tanto más el hombre se aleja de la verdadera satisfacción; por lo cual muchos, y precisamente los más experimentados en el uso de la razón, acaban por sentir […] cierto grado de misología u odio a la razón, porque, computando todas las ventajas que sacan, no digo ya de la invención de las artes todas del lujo vulgar, sino incluso de las ciencias –que al fin y al cabo aparécenles como un lujo del entendimiento–, encuentran, sin embargo, que se han echado encima más penas y dolores que felicidad hayan podido ganar, y más bien envidian que desprecian al hombre vulgar, que está más propicio a la dirección del mero instinto natural y no consiente a su razón que ejerza gran influencia en su hacer u omitir.

Yo no creo que el hombre vulgar sea más dichoso que el hombre ilustrado, pues el ilustrado posee la ventaja de buscar, por medio de la razón, su propio bienestar –aunque a veces lo busque por donde no le conviene–, mientras que el hombre vulgar se deja guiar por sus instintos, y los instintos buscan el bienestar de la especie y no el del individuo. La razón de que muchos hombres ilustrados añoren el estado de salvajismo radica en que los hombres semicivilizados, al ser menos concientes de su entorno y de sí mismos, sufren menos que los civilizados. Pero hay que tener en cuenta que también gozan menos, así que no creo que sea positivo retrotraernos a las cavernas. La razón humana, dentro de sus limitaciones, ha hecho bastante por acercar la felicidad al mundo, sólo que Kant no quiere admitirlo porque, según él, la razón está para cosas mayores:

Hay que confesar que el juicio de los que rebajan mucho y hasta declaran inferiores a cero los rimbombantes encomios de los grandes provechos que la razón nos ha de proporcionar para el negocio de la felicidad y satisfacción en la vida, no es un juicio de hombres entristecidos o desagradecidos a las bondades del gobierno del universo[5]que en esos tales juicios está implícita la idea de otro y mucho más digno propósito y fin de la existencia, para el cual, no para la felicidad, está destinada propiamente la razón; y ante ese fin, como suprema condición, deben inclinarse casi todos los peculiares fines del hombre (p. 31).

Ese fin

tiene que ser el de producir una voluntad buena, no en tal o cual respecto, como medio, sino buena en sí misma, cosa para lo cual era la razón necesaria absolutamente, si es así que la naturaleza en su distribución de las disposiciones ha procedido por doquiera con un sentido de finalidad (p. 32).

No tiene por qué haber necesariamente involucrada una razón para que haya teleología; o mejor sí, pero la teleología implícita en los imperativos categóricos es de origen divino: es de la razón de Dios de donde surgen. Y estos razonamientos divinos, a la postre, terminan abonando el objetivo que en un principio parecían desdeñar:

La razón, que reconoce su destino práctico supremo en la fundación de una voluntad buena, no puede sentir en el cumplimiento de tal propósito más que una satisfacción de especie peculiar, a saber, la que nace de la realización de un fin que sólo la razón determina, aunque eso tenga que ir unido a algún quebranto para los fines de la inclinación (p. 32).

Es más probable, dice Kant, que seamos más felices haciendo el bien y pasando hambre y frío, que buscando nuestro propio provecho siempre, alimentados y vestidos como reyes. El santo es el individuo más feliz porque, haciendo el bien, ni se entera de que existe algo como el hambre y el frío, pero el individuo imperfecto que hace el bien por deber también accede a la felicidad, una felicidad matizada por el dolor de la sensibilidad y el orgullo contrariados pero más meritoria aún que la del santo si hemos de creerle a Kant:

Ser benéfico en cuanto se puede es un deber; pero, además, hay muchas almas tan llenas de conmiseración, que encuentran un placer íntimo en distribuir la alegría en torno suyo, sin que ha ello les impulse ningún movimiento de vanidad o de provecho propio, y que pueden regocijarse del provecho de los demás, en cuanto que es su obra. Pero yo sostengo que, en tal caso, semejantes actos, por muy conformes que sean al deber, por muy dignos de amor que sean, no tienen, sin embargo, un valor moral verdadero.

Pero supongamos que el ánimo de ese filántropo está envuelto en las nubes de un propio dolor, que apaga en él toda conmiseración por la suerte del prójimo; […] si entonces, cuando ninguna inclinación le empuja a ello, sabe desasirse de esa mortal insensibilidad y realiza la acción benéfica sin inclinación alguna, sólo por deber, entonces, y sólo entonces, posee esta acción su verdadero valor moral. Pero hay más aún: un hombre a quien la naturaleza haya puesto en el corazón poca simpatía; un hombre que […] fuese de temperamento frío e indiferente a los dolores ajenos, acaso porque él mismo acepta los suyos con el don peculiar de la paciencia y fuerza de resistencia, y supone estas mismas cualidades, o hasta las exige, igualmente en los demás; un hombre como éste […], ¿no encontraría, sin embargo, en sí mismo cierto germen capaz de darle un valor mucho más alto que el que pueda derivarse de un temperamento bueno? ¡Es claro que sí! Precisamente en ello estriba el valor del carácter moral, del carácter que, sin comparación, es el supremo: en hacer el bien, no por inclinación, sino por deber" (pp. 34 a 36).

No puedo evitar ver aquí el autorretrato de quien, por deber y no por gusto, se apartó del mundo para dedicarse con todas sus fuerzas a pensar y a escribir la buena nueva que iluminaría el espíritu de los hombres. ¿Y has sido feliz, Emanuel, así, encerrado en tu propio mundo intelectual, dialogando sólo con conceptos, acariciando sólo máximas y preceptos sin nadie que te acaricie? Ojalá que sí. Yo voy por parecido camino y la felicidad no se me aparece, sin duda porque aún mis inclinaciones no me permiten cumplir acabadamente con mi deber.

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Sábado 6 de octubre del 2007/11,55 a.m.

El deber, según Kant, no está en absoluto relacionado con el temperamento de cada individuo. Es éste uno de los aspectos más controvertidos de la ética kantiana, y Ortega y Gasset hizo muy bien en levantar su voz de protesta en este sentido:

No, no; el deber no es único y genérico. Cada cual traemos el nuestro inalienable y exclusivo. Para regir mi conducta Kant me ofrece un criterio: que quiera siempre lo que cualquier otro puede querer. Pero esto vacía el ideal, lo convierte en un mascarón jurídico y en una careta de facciones mostrencas. Yo no puedo querer plenamente sino lo que en mí brota como apetencia de toda mi individual persona. […] No midamos, pues, a cada cual sino consigo mismo: lo que es como realidad con lo que es como proyecto. «Llega a ser el que eres». He ahí el justo imperativo ("Estética en el tranvía", 1916, ensayo que figura en El espectador, tomo I, pp. 67-8).

Decía Kant que no interesa demasiado el hecho de que el imperativo categórico se haya o no puesto en práctica en este mundo alguna vez[6]pero ¿cómo no va a interesar? ¿De qué sirve que haya un deber que cumplir si nadie lo cumple? Lo que pasa es que Kant situaba el imperativo categórico en un escalafón tan alto, que lo hacía parecer utópico, y eso era porque al negar dignidad moral a lo que hacemos por inclinación, en realidad no queda nada por hacer, pues hasta las mismas intuiciones generan un impulso, un deseo de llevarlas a la práctica que es lo que en definitiva posibilita que las realicemos, pues la voluntad humana, lo mismo que cualquier otra voluntad, sólo se mueve a través del combustible del deseo. Este deseo intuitivo no es, desde luego, emotivo, porque las emociones no determinan comportamientos (aunque suelen aparecer anexadas al deseo y como incentivándolo), pero tampoco es racional como era la opinión del alemán. Es un deseo y nada más. No puede deducirse de máximas o principios.

Tampoco –y en esto acierta Kant– puede deducirse de la experiencia, pero esto no invalida la idea de que cada ser humano, de acuerdo a su particular inclinación temperamental, prepara inconcientemente sus propios deberes, muy distintos de los deberes de su vecino pero igual de valiosos, porque sería inútil encarpetar deberes que nunca se plasmarán, y la ética es, por mucho que Kant reniegue, utilidad. Ya se cumplen por estos días diez años de la redacción de mi estudio sobre la perfección temperamental; es ahí en donde aboné la opinión de que hay personas que nacieron para la santidad, para brindar amor, pero que hay otras que nacieron para la sabiduría y otras para la revolución, y no hay menos provecho para el mundo en el hecho de ser revolucionario (según mi propio concepto, no el general) que en el de llegar a la santidad o a la sabiduría.

El verdadero error consistiría en querer ser santo sin tener "pasta" para ello, o en querer modificar las estructuras del mundo en que uno se mueve siendo uno una persona netamente introvertida. Esos errores aparecen cuando se deducen los deberes de razones a priori, uniformizándose como si todos tuviésemos el mismo rol que cumplir para que todo funcione como corresponde. ¡No, no –grito con Ortega–; el deber no es único y genérico! No argumentemos para saber qué es lo que tenemos que hacer. Empecemos por llevar adelante, a gruesos trazos, el proyecto de hombre que todos nosotros llevamos dentro[7]que después, ya bien encaminados, los impulsos intuitivos aparecerán por sorpresa y nos dirán al oído lo que al mundo, y no a nosotros, le conviene que hagamos. Será, de seguro, algo que vaya para el mismo lado que nuestras inclinaciones temperamentales, aunque también de seguro irá en contra de otras inclinaciones que tengamos, más rastreras, carnales quizá, orgullosas tal vez. Lo concreto es que somos más parecidos a la torre de Pisa que al Obelisco: podemos mantenernos de pie, sin caer jamás, pero siempre nos verán inclinados[8]

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Domingo 7 de octubre del 2007/11,37 a.m.

… Así hay que entender, sin duda alguna, los pasajes de la Escritura en donde se ordena que amemos al prójimo, incluso al enemigo. En efecto, el amor, como inclinación, no puede ser mandado; pero hacer el bien por deber, aun cuando ninguna inclinación empuje a ello y hasta se oponga una aversión natural e invencible, es amor práctico y no patológico, amor que tiene su asiento en la voluntad y no en una tendencia de la sensación, que se funda en principios de la acción y no en tierna compasión, y éste es el único que puede ser ordenado.

Kant, op. cit., p.37

Es verdad que el deber no es único y genérico y que el criterio moral que Kant centraliza en su famoso apotegma del obrar conforme a una ley universal no es tan universal como él creía, pero esto no significa en absoluto que haya que desechar los principios racionales a la hora de tomar una resolución ética. Decía Thoreau que no podía sentir compasión por los peces, y al serle imposible el compadecerlos, se los comía sin ningún cargo de conciencia[9]Aquí vemos claramente cómo la moral rigorista y desapasionada de Kant es, sin ser perfecta, mucho más clarividente que la ética que se fundamenta en sentimientos. Si vamos a poner todo nuestro empeño en obrar conforme a la ética, no podemos esperar, para ello, que la compasión nos asalte y nos indique los caminos, porque la compasión, si bien es un indicio bastante fiable y una señal que no conviene soslayar, no siempre se presenta en tiempo y forma, y a ciertos individuos de temperamento poco amable no se les presenta casi nunca –como era el caso, seguramente, del propio Immanuel Kant. Y nada mejor que este pasaje del sermón de la montaña que Kant trae a colación para clarificar el asunto. Nadie que no sea un santo, es decir, que no posea un temperamento de tendencia viscerotónica muy equilibrado, puede ser capaz de sentir simpatía por sus enemigos. Podrá sentir, en determinados casos, compasión por ellos, pero nunca simpatía. ¿Significa esto que la regla cristiana que más de lleno se opone a la moral hebrea es impracticable, como es la opinión de un sinnúmero de moralistas (moralistas en el sentido de personas que estudian la moral)? En absoluto. Como dice Kant, es ilógico que una regla o un ser humano, o un dios, nos ordene amar, porque nuestra conciencia no gobierna nuestros sentimientos. Lo que sí se nos puede ordenar es que utilicemos nuestra bondad inteligentemente activa –la bondad no es un sentimiento, como el amor, ni es una emoción como la compasión o la simpatía, sino una entidad metapsicológica–, que la utilicemos en provecho de nuestros enemigos de acuerdo a la propia inclinación temperamental. Así, los que tiendan a la santidad sentirán amor por ellos y procurarán contagiarles ese sentimiento, mientras que los que tiendan al heroísmo revolucionario, sin sentirse en infracción por no poder amarlos, volcarán todas sus energías en auxiliarlos, y los que tiendan a la sabiduría procurarán persuadirlos con palabras de que hacer el bien de vez en cuando no es tan displacentero como suponen. Y no es que haya equivocado aquí los términos para dirigirme al hombre malo y no al enemigo: aquellos que rozan la sabiduría –lo mismo que quienes rozan la santidad o el heroísmo– tienen por enemigos únicamente a los hombres malos.

Pero guarda el hilo, porque si bien considero a esta máxima cristiana como desprendida de una intuición intelectual y por lo tanto esencialmente correcta, ya se ha dicho que las intuiciones, por sí mismas, no son racionalizables en el sentido de que puedan traducirse a un principio rector o ley sin perder en esta transmutación parte de su absolutez. Lo que quiero decir es que tal principio no debe ser aplicado mecánicamente ante cada situación que lo amerite; el detonante de nuestro accionar ético, como siempre, ha de ser el impulso intuitivo, ese deseo sui generis que nos coacciona (o, con más probabilidad, nos coerciona, pues me sigue pareciendo más verosímil esta modalidad utilizada por el demonio socrático, la disuasión ética, que su acompañante la persuasión, aunque no descarto tajantemente a esta última) como sabiendo más de lo que la razón conoce. Vemos así que los partidarios del sentimiento ético tampoco estaban errados del todo: éticamente se actúa, en última instancia, siempre gatillados por un sentimiento, o mejor dicho por un pre-sentimiento que nos indica qué resolución adoptar en cada caso particular. Pero este presentimiento, en primer lugar, no se manifiesta como una emoción primaria, la cual puede aparecer, sin duda, conjuntamente con él, pero seguir la emoción sin haberse presentado el impulso intuitivo es errar el camino. Y en segundo lugar, no crea el lector que ante cada resolución que se nos presenta en nuestra cotidianeidad ha de aparecer este impulso intuitivo. Se presenta en las decisiones críticas, fundamentales de nuestra vida y sólo cuando nuestra voluntad está como desconcertada y sin saber de dónde agarrarse. En los otros casos, es decir en el 99% de nuestras diarias decisiones, conviene hacer sencillamente lo que nos viene en gana. ¿Libertinaje? Nada de eso. Las intuiciones, como los impulsos, podrán aparecer muy de vez en cuando, pero permanecen todo el tiempo en nuestra conciencia sosteniendo aquellos principios rectores que, merced a ese sostén metafísicamente frío, marcan el rumbo general de la conducta diaria de aquellos hombres que ansían elevarse. Estos principios racionales pero de base intuitiva son como el piloto automático de la ética: en situaciones normales, es bueno relajarse y dejar todo en manos de la computadora de a bordo, pero ningún aeronavegante cuerdo, ante un aterrizaje de emergencia, dejaría de guiar la nave con sus propias manos.

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Miércoles 10 de octubre del 2007/7,22 p. m.

Todos los hombres se piensan libres en cuanto a la voluntad. Por eso los juicios recaen sobre las acciones consideradas como hubieran debido ocurrir, aun cuando no hayan ocurrido. Sin embargo, esta libertad no es un concepto de experiencia […]. Por otra parte, es igualmente necesario que todo cuanto ocurre esté determinado indefectiblemente por leyes naturales, y esta necesidad natural no es tampoco un concepto de experiencia, justamente porque en ella reside el concepto de necesidad y, por tanto, de un conocimiento a priori. Pero este concepto de naturaleza es confirmado por la experiencia y debe ser inevitablemente supuesto, si ha de ser posible la experiencia, esto es, el conocimiento de los objetos de los sentidos, compuesto según leyes universales.

Kant, op. cit., p.125

Estamos por asistir al segundo gran intento de conciliación –el primero fue el de Leibniz– entre los conceptos de necesidad y libre albedrío. Leibniz intentó conciliar la libertad de la voluntad con el principio de razón suficiente, principio éste que Kant troca por el de causalidad, pero nada cambia, pues el primero es el armazón lógico, teórico, del segundo. Comienza Kant admitiendo que la necesidad natural es confirmada por la experiencia, mientras que la libertad "es sólo una idea de la razón, cuya realidad objetiva es en sí misma dudosa" (p.125). Entiende Kant por "idea de la razón" un concepto que no es deducido o inducido a través de la experiencia. También la causalidad es una idea de la razón, pero confirmada por la experiencia, lo que no sucede con la libertad. (Las ideas que se toman de la experiencia son para él conceptos del entendimiento y nada tienen que ver con la razón.) Pero los hombres, dice Kant, se piensan libres (yo diría mejor que se sienten libres, pues todos sentimos eso, incluso los que no creemos en el libre albedrío), y entonces nace

una dialéctica de la razón, porque, con respecto a la voluntad, la libertad que se le atribuye parece estar en contradicción con la necesidad natural; y en tal encrucijada, la razón, desde el punto de vista especulativo, halla el camino de la necesidad natural mucho más llano y practicable que el de la libertad; pero desde el punto de vista práctico es el sendero de la libertad el único por el cual es posible hacer uso de la razón en nuestras acciones y omisiones [es decir, tomar decisiones prescindiendo de toda experiencia particular, cultural o genética]; por lo cual ni la filosofía más sutil ni la razón común del hombre pueden nunca excluir la libertad. Hay, pues, que suponer que entre la libertad y necesidad natural de unas y las mismas acciones humanas no existe verdadera contradicción; porque no cabe suprimir ni el concepto de naturaleza ni el concepto de libertad (pp. 125-6).

No alcanzo a discernir por qué "ni la filosofía más sutil" puede nunca excluir el concepto de libertad. Basta con negar, al mismo tiempo, que la razón tenga la capacidad de trabajar a priori, esto es, sin valerse de la experiencia como primer escalón, y que la intuición metafísica exista. Negando estos dos postulados, no existe impedimento lógico alguno que impida negar la existencia del libre albedrío. Muchos empiristas del siglo XIX procedieron así. ¡Y no me digan que la filosofía de esta gente tiene algo de sutil!

Pero Kant se da cuenta muy rápidamente de que cometió un exabrupto y retrotrae a la categoría de cuerdos a los deterministas:

Es imposible evitar esa contradicción si el sujeto que se figura libre se piensa en el mismo sentido o en la misma relación cuando se siente libre que cuando se sabe sometido a la ley natural, con respecto a una y la misma acción (p.126).

El hombre que actúa motivado por el deber, según Kant, no se mueve debido a causas antecedentes, sino que lo hace merced a principios de conducta que la razón extrae a priori de sí misma, y entonces estos movimientos quedan excluidos de las leyes del mundo físico en el sentido de que no son originados por ellas, aunque debo suponer que los efectos de ese supuesto accionar libre sí hay que tomarlos como pertenecientes al mundo físico y obedientes de sus leyes en el sentido de que, a partir de ellos, se inician nuevas cadenas causales completamente deterministas. Todo acto libre inicia una espontánea serie causal; todos tenemos, en potencia, la capacidad de crear algo de la nada –de la nada sensitiva. Kant es partidario del politeísmo; aún más: del hiperteísmo.

Después pretende argumentar en favor de la existencia del libre albedrío en base a que no tiene sentido que nuestra razón nos tome por idiotas: dice que la libertad y la causalidad

no sólo pueden muy bien compadecerse, sino que deben pensarse también como necesariamente unidas en el mismo sujeto; porque, si no, no podría indicarse fundamento alguno de por qué íbamos a cargar la razón con una idea que, si bien se une sin contradicción a otra suficientemente establecida, sin embargo, nos enreda en un asunto por el cual la razón se ve reducida a grande estrechez en su uso teórico (pp. 126-7).

A mí me parece que el libre albedrío, antes que un concepto, es una sensación que todos los seres racionales vivenciamos. Después algunos –casi todos– deducen de tal sensación el concepto, o sea que lo deducen a posteriori, valiéndose de la experiencia; pero la razón, según Kant, no puede trabajar así: las deducciones a posteriori son cosa del entendimiento, la razón se mueve a priori. Luego el libre albedrío no es, en el esquema kantiano, una idea de la razón. Pero supongamos que no, que el libre albedrío es antes que nada una idea que la razón extrae de sí misma, sin auxilio de la experiencia, igual que la causalidad. La razón, entonces, estaría provocando un enredo de conceptos que no estaría justificado a menos que ambos conceptos sean verdaderos. Pero este principio que sostiene Kant de que a la razón no le gusta enredarnos[10]¿es él mismo verdadero? Antes bien me parece ser verdadero su contrario, pues el propio Kant admite que los conceptos más trascendentes que la razón elabora son los morales, y ¿no vivimos en un perpetuo enmarañamiento en lo relacionado con nuestra conducta? Me dirá Kant que no, que él tiene muy en claro que la máxima a respetar es la del imperativo categórico y la que hay que subordinar a ésta es la de la felicidad personal, pero no se trata de él sino del común de la gente, que no termina de decidirse nunca entre cuál principio subordinar a cuál y transita por la vida zigzagueando entre ambos, si no es que cae de lleno en el principio de placer.

La opción del placer es "falsa": nos aleja de la bienaventuranza terrenal y celestial (según Kant, esta elección nos manda derechamente al castigo eterno; según yo, simplemente aminora la calidad de los goces terrenos y escatológicos). Y sin embargo, siendo la opción incorrecta, ¿por qué la razón una y otra vez la recomienda? Pues porque a la razón le fascina enredarnos. Y así como nos enreda en problemas morales, también nos tiende trampas metafísicas para ver cómo las solucionamos. Y así como a casi todo el mundo le parece obvio que si quiere ser feliz debe dedicarse a gozar de los placeres de la vida y no a comportarse buenamente –lo que es falso tanto para Kant como para mí–, así también casi todos los hombres persisten a través de los tiempos en creer que la causalidad del mundo (físico y metafísico) está subordinada a las decisiones de la razón, siendo que es la causalidad (física y metafísica) la que gobierna y la razón la que obedece. Pero la razón gusta de engañarse a sí misma, sobre todo cuando lo que está en juego es el placer (y es que el motor de la razón práctica, diga Kant lo que quiera, es la búsqueda del personal bienestar) o un instinto ligado desde siempre a la conservación del ser (que es el que despierta en nuestra conciencia la necesidad del derecho penal, que a su vez necesita del concepto de libre albedrío para legitimarse). Subordinar el propio beneficio al beneficio universal: he ahí la opción éticamente correcta. Subordinar las decisiones racionales a los designios divinos: he ahí la opción lógicamente correcta. Quien quiera seguir enredándose, enrédese bajo su propia cuenta y cargo.

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Jueves 11 de octubre del 2007/5, 30 p.m.

No hay la menor contradicción en que una cosa en el fenómeno (perteneciente al mundo sensible) esté sometida a ciertas leyes, y que esa misma cosa, como cosa o ser en sí misma, sea independiente de las tales leyes.

Kant, op. cit., p.128

No voy a ser yo quien despotrique contra la cosa en sí, porque me parece un descubrimiento platónico-kantiano formidable y verdadero en esencia, pero una cosa es la cosa en sí y otra muy distinta es el fenómeno espaciotemporal que percibimos merced a ella. Es evidente que mi esencia, en sí misma, no depende de ninguna cadena causal de orden físico o fisicoquímico, porque estas cualidades operan en el espaciotiempo y mi esencia no pertenece a esa esfera. Pero por ese mismo hecho, por no pertenecer al espaciotiempo, mi esencia está impedida de mover nada excepto a través de mi ser espaciotemporal, es decir, de mi cuerpo en general y de mi cerebro en particular. Aceptando que mi cerebro pertenece al mundo fenoménico lo mismo que una piedra o un ascensor, y aceptando que las mismas piedras y los mismos ascensores derivan cada uno de una piedra en sí o de un ascensor en sí, que corresponden al substrato metafísico, no perceptible, del objeto percibido, y sospechando como sospechan todos que tales objetos carecen de libre albedrío, tenemos que concluir una de tres cosas:(a) que cualquier movimiento de mi cuerpo está necesariamente determinado por las leyes del mundo físico, o (b) que al menos algunos movimientos de mi cuerpo (y de todos los cuerpos autoconcientes) están determinados o pueden en potencia determinarse a través de leyes que no pertenecen al mundo físico, o (c) que tienen la capacidad de acaecer espontáneamente, es decir, sin obedecer a ningún tipo de ley física o metafísica. La hipótesis de la espontaneidad absoluta es descartada por Kant, lo mismo que la del determinismo físico. Queda el determinismo metafísico, el cual se acomodaría muy a gusto dentro del sistema kantiano si no fuera porque su autor no se cansa de repetir que la causalidad es una "categoría a priori del entendimiento" y que por ello no puede operar fuera del mundo de los fenómenos. No existiendo la causalidad metafísica, los motivos que la razón extrae de sí misma cuando nos impele a obrar por deber tienen que provenir de la empiria o no existir. Como Kant no acepta ninguna de estas dos alternativas, queda encerrado en un callejón sin salida[11]

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Viernes 12 de octubre del 2007/3,58 p.m.

La razón práctica no traspasa sus límites por pensarse en un mundo inteligible; los traspasa cuando quiere […] sentirse en ese mundo. […] El concepto de un mundo inteligible es sólo un punto de vista que la razón se ve obligada a tomar fuera de los fenómenos, para pensarse a sí misma como práctica; ese punto de vista […] es necesario, si no ha de quitársele al hombre la conciencia de su yo como inteligencia y, por tanto, como causa racional y activa por razón, esto es, libremente eficiente. Este pensamiento produce, sin duda, la idea de otro orden y legislación que el del mecanismo natural referido al mundo sensible, y hace necesario el concepto de un mundo inteligible (esto es, el conjunto de los seres racionales como cosas en sí mismas); pero sin la menor pretensión de pensarlo más que en su condición formal, esto es, según la universalidad de la máxima de la voluntad, como ley, y, por tanto, según la autonomía de la voluntad […]; en cambio, todas las leyes que se determinan sobre un objeto dan por resultado heteronomía, la cual no puede encontrarse más que en las leyes naturales y se refiere sólo al mundo sensible.

Kant, op. cit., pp.129-30

Toda la confusión deriva de suponer Kant que la conciencia racional es la cosa en sí, cuando en realidad esta conciencia trabaja muy dentro del mundo de los fenómenos y obedece ciegamente a las leyes fisicoquímicas que le son pertinentes; y es, en el lenguaje de Kant, heterónoma: se determina sobre un objeto, no sobre sí misma, y ese objeto es el bienestar personal. Por eso Kant, cuando afirma que las máximas morales derivadas del deber son descubiertas por la razón a priori, dice algo que no se corresponde con la realidad, porque si son descubiertas por la razón, necesariamente fueron tomadas de la experiencia o elaboradas a partir de ella, y entonces podrán ser, sí, máximas morales (restringidas en un determinado espaciotiempo), pero nunca máximas éticas (invariables para todo tiempo y lugar); y si son descubiertas a priori, entonces no lo son por la razón sino por intuición metafísica, y no pueden ostentar el carácter de máximas inapelables porque, al ser interceptadas por la conciencia y traducidas a un lenguaje comprensible para ella, pierden en el proceso de traducción parte de la pureza que las hacía 100% verdaderas para todo tiempo y lugar y en cualquier circunstancia. Pero no pierden su autonomía: cuando se actúa influenciado por ellas, la teleología es inconciente y responde al bienestar universal antes que al personal, cultural o específico[12]La razón pura, sin auxilio de la intuición metafísica o intelectual, puede perfectamente determinar principios de acción no egoístas, es decir, principios morales (pero no éticos); pero la razón puesta al servicio de la voluntad, esto es, la razón práctica, sin auxilio de la intuición, nunca podrá determinar un comportamiento moral –no digamos ya ético– por más que tenga presente la máxima moral que la razón pura descubriera, a no ser que el comportamiento que dicha máxima sugiere coincida con los intereses particulares del individuo que razona, porque un individuo puede ser todo lo altruista que se quiera razones adentro, pero a la hora de actuar, si sigue razonando y la intuición no aparece, se comportará de manera egoísta, sépalo él o no lo sepa y pudiendo suceder –y les sucede muy frecuentemente a los individuos esclarecidos– que su comportamiento egoísta sea beneficioso para la sociedad en que vive o incluso para el universo espaciotemporal. Pero estará, en este último caso, obrando bien de casualidad o mejor dicho de rebote, pues la intención que tenía (quizá inconciente) era la de beneficiarse él mismo (material o espiritualmente) con ese acto. Si: intención inconciente. Si uno actúa motivado por la razón, podrá suponer lo que quiera, pero sus resortes motivacionales internos estarán buscando la propia satisfacción y secundariamente la del prójimo. Dice Kant que "de toda acción conforme a la ley, que, sin embargo, no ha de ocurrir por la ley, puede decirse que es moralmente buena sólo según la letra, pero no según el espíritu (la intención)" (Crítica de la razón práctica, p.108). Para él, la intención lo era todo: quien actuaba con intenciones altruistas era altruista por más que el acto resultase fallido. Yo creo que podemos actuar por deber (impulsados por una intuición práctica o por un principio racional derivado de una intuición teórica) suponiendo que actuamos por propio interés, y si actuando así logramos nuestro cometido, algo bueno hicimos y algo bueno somos, pues somos lo que hacemos: lo único que importa en la ética es el acto[13]Si es deseable que una persona tenga buenas intenciones, lo es más que tenga buenas intuiciones, y todo esto es deseable sólo en función de los actos que tales personas acostumbran realizar.

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Sábado 13 de octubre del 2007/1,39 p.m.

No podemos explicar nada sino reduciéndolo a leyes, cuyo objeto pueda darse en alguna experiencia posible. Mas la libertad es una mera idea, cuya realidad objetiva no puede exponerse de ninguna manera por leyes naturales, por tanto, en ninguna experiencia posible; por consiguiente, […] no cabe concebirla ni aun sólo conocerla. Vale sólo como necesaria suposición de la razón en un ser que crea tener conciencia de una voluntad, esto es, de una facultad diferente de la mera facultad de desear (la facultad de determinarse a obrar como inteligencia, según leyes de la razón, pues, independientemente de los instintos naturales). Mas dondequiera que cesa la determinación por leyes naturales, allí también cesa toda explicación y sólo resta la defensa, esto es, rechazar los argumentos de quienes, pretendiendo haber intuido la esencia de las cosas, declaran sin ambages que la libertad es imposible. Sólo cabe mostrarles que la contradicción que suponen haber descubierto aquí no consiste más sino en que ellos, para dar validez a la ley natural con respecto a las acciones humanas, tuvieron que considerar al hombre, necesariamente, como fenómeno, y ahora, cuando se exige de ellos que lo piensen como inteligencia, también como cosa en sí, siguen, sin embargo, considerándolo como fenómeno, en cuya consideración resulta, sin duda, contradictorio separar su causalidad (esto es, la de su voluntad) de todas las leyes naturales del mundo sensible, en uno y el mismo sujeto; pero esa contradicción desaparece si reflexionan y, como es justo, quieren confesar que tras los fenómenos tienen que estar las cosas en sí mismas (aunque ocultas), a cuyas leyes no podemos pedirles que sean idénticas a las leyes a que sus fenómenos están sometidos.

Kant, Fundamentación de la metafísica de las costumbres, pp. 131-2

Kant no duda en calificar a los engranajes instintivos de los animales y de los propios seres humanos como pertenecientes al mundo de los fenómenos, al mundo sensible, y por ende sujetos a las leyes deterministas del mundo físico, pero cuando habla de los engranajes racionales afirma, en primer lugar, que los animales no humanos están desprovistos de tal mecanismo (algo que a estas alturas, después de tanta investigación etológica, aparece como decididamente falso), y en segundo lugar dice que la razón no pertenece al mundo de los fenómenos ni se rige por sus leyes. Yo digo que las leyes que gobiernan la parte racional de la mente son tan fenoménicas como las que gobiernan su parte instintiva, pero no estoy negando con esto la existencia de otro tipo de leyes además de las físicas[14]Yo digo, con Kant, que el mundo de las cosas en sí existe y se rige por medio de otro tipo de leyes[15]pero niego que este mundo sea un mundo inteligible, racional, y que la causalidad no tenga en él jurisdicción. Habla Kant a veces de cierta "causalidad de la razón", lo que resulta incomprensible dentro de su sistema… a menos que se refiera a una determinación no causal, a cierto resorte que activa el movimiento de la voluntad sin ser él mismo un movimiento. Esto sería parecido a lo que yo pienso respecto del proceso intuitivo, sólo que yo sostengo que aquí sigue habiendo causalidad, porque para mí la causalidad no es una categoría del entendimiento y por lo tanto puede continuar trabajando fuera del espaciotiempo, sin echar mano de ningún movimiento para producir efectos. Suponiendo entonces que Kant admite la posibilidad de "determinarse" a realizar un acto voluntario por medio de la razón, se sigue de esto que no puede ser el cerebro el que dé la orden, porque la neurobiología ya dejó bien claro que las conexiones sinápticas, junto con los neurotransmisores, se mueven y mucho cada vez que tomamos una decisión, y ningún movimiento, según Kant, puede formar parte del mundo de las cosas en sí mismas y mucho menos determinar un acto libre[16]

Si Kant viviera hoy día y no quisiera rectificarse, tendría que argumentar que cuando los neurobiólogos ven moverse algo en el cerebro que decide, es un cerebro que está tomando una decisión instintiva, un cerebro gobernado por las "inclinaciones" y no por la voluntad. Y si los neurobiólogos le retrucasen que toda vez que observan el cerebro de un hombre a punto de actuar, ven en su interior algo que se mueve, y que han visto ya incontables cerebros en ese trance, diráles Kant muy suelto de cuerpo que eso es perfectamente previsible, pues es probable que ningún ser humano haya obrado nunca por deber en ningún momento[17]o tal vez todas esas personas cerebrizadas actuaban por deber liso y llano, pero sus movimientos neurales no eran la causa ni el correlato paralelo del accionar libre sino que obedecían a otras variables que se manifestaban simultáneamente. Llegada la discusión a ese punto, los neurobiólogos, como hombres de ciencia que son, poco afectos a este tipo de disputas que se salen de madre, tirarán la toalla y se alejarán de su oponente mirándolo de reojo. ¡Y todo por querer sostener que la razón no está relacionada, ni directamente ni en paralelo, con los procesos cerebrales! Yo soy el primero en reconocer las bondades del sano raciocinio, pero divinizarlo ¡jamás! Si hay algo que nos aleja de Dios es la razón, porque nunca comprenderemos las razones divinas por medio de la razón humana, y la metafísica y la ética, libradas a los postulados de la pura razón, jamás cobran altura, incluso jamás nacen. Los pueblos que idolatran la razón –los franceses en la época de la ilustración, los ingleses desde siempre– carecen de metafísica y su ética no es ética sino moral mal digerida. Por suerte los continuadores de Kant en Alemania –Schopenhauer sobre todo– pusieron a la razón en su lugar, lo mismo que los que sucedieron a los positivistas franceses –Bergson sobre todo. La libertad de la voluntad podrá ser una idea verdadera o falsa, pero si es verdadera no creo que se active por medio de decisiones racionales. Sería como pretender que una mina personal sea detonada por el paso de una hormiga.

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Lunes 15 de octubre del 2007/12,50 p.m.

Acepto la protesta de Kant en relación a la razón animal: diría él que ciertos animales poseen un pequeño entendimiento, pero que ninguno se guía por preceptos y máximas, médula ésta de una voluntad enteramente racional.

3,11 p.m.

Para querer aquello sobre lo cual la razón prescribe el deber al ser racional afectado por los sentidos, hace falta, sin duda, una facultad de la razón que inspire un sentimiento de placer o de satisfacción al cumplimiento del deber, y, por consiguiente, hace falta una causalidad de la razón que determine la sensibilidad conforme a sus principios. Pero es imposible por completo conocer, esto es, hacer concebible a priori, cómo un mero pensamiento, que no contiene en sí nada sensible, produzca una sensación de placer o de dolor; pues es ésa una especie particular de causalidad, de la cual, como de toda causalidad, nada podemos determinar a priori, sino que sobre ello tenemos que interrogar a la experiencia. Mas como ésta no nos presenta nunca una relación de causa a efecto que no sea entre dos objetos de la experiencia, y aquí la razón pura, por medio de meras ideas (que no pueden dar objeto alguno para la experiencia), debe ser la causa de un efecto, que reside, sin duda, en la experiencia, resulta completamente imposible para nosotros, hombres, la experiencia de cómo y por qué nos interesa la universalidad de la máxima como ley, y, por tanto, la moralidad.

Kant, op. cit., pp. 132-3

El anterior pasaje revela la incoherencia kantiana que surge cuando admite que los instintos pertenecen al mundo fenomenológico y la razón que motiva voluntades a través de preceptos elaborados por sí misma no. "Es imposible –dice– conocer cómo un mero pensamiento, que no contiene en sí nada sensible, produzca una sensación de placer o de dolor". Reemplácese la palabra "pensamiento" por "instinto" y se verá que la oración continúa teniendo sentido y siendo verdadera. Los instintos no son sensibles, no pueden percibirse sino a través de sus efectos en la conducta, lo mismo que los pensamientos[18]y quien está controlado por un determinado instinto siente la necesidad de actuar conforme a él, o sea que el instinto le inspira un sentimiento de placer o de satisfacción cuando es llevado a la práctica. "La experiencia –continúa Kant– no nos presenta nunca una relación de causa a efecto que no sea entre dos objetos de la experiencia". ¿Cómo debemos interpretar esta frase si deseamos explicar el comportamiento instintivo? Los instintos, en sí mismos, no son objeto de la experiencia, pero son hijos de la experiencia en el sentido de que han sido desarrollados a través de las experiencias que cada especie vivenció durante su filogenia. Es, pues, la experiencia de la especie la que determina, instintos mediante, el comportamiento no racional de los animales. Y algo similar ocurre con las ideas provenientes de la razón (sin auxilio de la intuición metafísica): no contienen en sí nada sensible, pero fueron desarrolladas a partir de observaciones, experimentos, lecturas, etc., o sea que provienen de la experiencia y es ella la que, a través de conceptos racionales, posibilita la conducta moral. No hay nada misterioso, ni queda en suspenso ninguna ley del mundo físico, cuando entran en juego los instintos o cuando entra en juego la razón. Kant niega, desde luego, que la razón obtenga sus conclusiones a partir de la experiencia; de ahí que postule una "causalidad de la razón" que no trabaja de igual modo que la causalidad ordinaria. Ahí nos vamos, sí, del mundo de los fenómenos y entramos en el mundo de la intuición metafísica, pero no podemos entrar en este nuevo y desconocido ámbito cargando con el aparato de la razón ni con ninguno de sus componentes, por puro que sea. "Resulta completamente imposible para nosotros, hombres, la experiencia de cómo y por qué nos interesa la universalidad de la máxima como ley y, por tanto, la moralidad [eticidad]". Esta experiencia nos resulta completamente imposible por la sencilla razón de que no existe. Nadie conoce ninguna máxima de la ética que sea universal, es decir, no hay ni puede haber preceptos éticos absolutamente verdaderos en ninguna mente finita (como tampoco pueden existir en una mente finita enunciados correspondientes a leyes del mundo físico que sean absolutamente verdaderos); y no pudiendo nadie conocer los preceptos del puro deber, nadie puede obrar por deber impulsado por un precepto que concientemente conoce o por una máxima derivada de aquel precepto. Si le preguntásemos a una polilla por qué se dirige al fuego y ella pudiese contestarnos, nos diría "porque sí, porque siento la necesidad de ir hacia allí". No hay preceptos ni máximas que determinen al instinto: son sólo impulsos que se sienten. Y de parecida forma trabajan las intuiciones prácticas que posibilitan que cumplamos con nuestro deber: nos impulsan a ello por sí mismas, sin que sean necesarias las ideas (que a veces aparecen junto con el cumplimiento del deber o antes de cumplirlo, pero son un fenómeno accesorio que no lo determina). El deber, al igual que el instinto, se cumple irracionalmente –en ausencia de razones–, pero se diferencian en que nacen, el uno, fuera del mundo físico, y el otro muy dentro de él. La razón trabaja en base a experiencias individuales –y por eso es fenoménica–, el instinto en base a experiencias específicas –adquiridas por la especie a lo largo de su evolución— y la intuición en base a experiencias divinas –y por eso es nouménica. Cualquier precepto que determine por sí mismo nuestro accionar lo estará determinando en vistas a procurarnos algún bienestar personal o a evitarnos algún malestar personal, es decir, no estaremos obrando por deber, por más que supongamos que así lo hacemos y por más que los efectos de nuestro accionar concuerden con los efectos que se habrían producido de haber sido nosotros, verdaderamente, impulsados por el deber. Voy entonces a rectificarme y a decir que no existen las intuiciones metafísicas conceptuales en el plano de la ética. Yo ya dije que no existen los preceptos éticos ciento por ciento verdaderos; ahora profundizo este punto de vista con el simple recurso de abreviar el aserto: no existen los preceptos éticos. Los que hasta el momento suponía como tales, y que derivaban, pensaba yo, de una intuición conceptual, no son más que preceptos morales, válidos solamente para un determinado sector del universo espaciotemporal, y derivan de la experiencia, al igual que cualquier otro enunciado científico (la moral es una ciencia). Pongamos por caso el siguiente precepto: "Mientras tengas a tu alcance otro tipo de alimentos, no mates animales para devorarlos". Yo pensaba que derivaba de una intuición conceptual y que por ende tenía rango ético; ahora digo que sólo es un precepto moral. Posiblemente sea un precepto moral ampliamente abarcativo, esto es, que no sólo a mi sociedad, sino a casi todas las sociedades existentes hoy en el planeta, y quizá también a las que vendrán con los siglos, les conviene y les convendrá comer vegetales. Pero esto no alcanza para decir que tal precepto es ético.

Ajustar la conducta de acuerdo a este tipo de normativas es en general saludable para el espíritu y lo más probable es que tal conducta sea en verdad correcta desde el punto de vista ético, pero no siempre, y en rigor casi nunca (en esto coincido con Kant) lo que se hace a favor de la ética se hace por causa de la ética, por más que los efectos, que son lo que realmente interesa (en esto discrepo con Kant) sean iguales en ambos casos. Sólo actuamos por deber cuando somos impulsados por una intuición metafísica práctica, y ésta sólo aparece cuando la tentación de ir contra la ética es grande, la decisión a tomar es importante, y el precepto moral, por sí mismo, carece de la fuerza suficiente para impulsarnos o va en contra del designio ético, lo que sucede con mayor frecuencia cuanto más corrompida esté la sociedad en que habitamos[19]

Las únicas intuiciones metafísicas conceptuales aparecen en el plano teórico, en las cuestiones metafísicas propiamente dichas[20]La existencia de un Dios separado del mundo, la vida después de la muerte, el libre albedrío…; eso se dilucida por medio de intuiciones conceptuales. Atendiendo a todo esto, tengo que concluir que cuando nos comportamos (bien o mal) motivados por preceptos, la raíz de tal motivación es en todos los casos egoísta: buscamos en el bien ajeno (o en el mal ajeno) nuestra propia satisfacción; por caritativo que sea nuestro acto, lo realizamos porque sospechamos que así nos sentiremos mejor que si no lo hiciéramos. Esto no tiene nada que ver con el hecho de que los preceptos aplicados sean verdaderos o falsos (o sea, que contribuyan o no al bienestar de la sociedad en que se aplican). Sea el precepto moral verdadero, sea falso, nadie puede aplicarlo sin atención a su propio beneficio. Si damos dinero a un pobre no por impulso intuitivo sino por un precepto moral que nos lo recomienda, lo hacemos porque suponemos (tal vez inconcientemente) que nos sentiremos mejor luego de aquello, o que si no lo hiciéramos nos sentiríamos peor. Todo precepto moral (o inmoral) se aplica por interés personal y por tanto queda fuera de la esfera del deber. Si hay quien tome tal afirmación como una denigración hacia la parte racional de nuestro ser, puede que acierte, pero no se olvide de que lo que a mí me interesa, y creo que a la ética también, son los hechos y no las motivaciones, y fundamentalmente téngase presente la siguiente afirmación: los santos actúan, la mayor parte del tiempo, motivados por preceptos morales y por eso son, la mayor parte del tiempo, egoístas. Actúan con bondad y con humildad, pero como esas entidades metapsicológicas van, por lo general, a favor de los actos que aconseja la moral, y los instintos y los memes están en ellos como dormidos, resulta que no se sienten constreñidos al comportarse conforme a la ética, y si no hay constricción no hay deber (nueva concordancia con mi maestro).

Esta idea que me acaba de amanecer en la cabeza, esto de la inexistencia de las intuiciones éticas conceptuales, ¿de dónde ha salido, de una intuición o de la experiencia? Si es falsa salió de la experiencia o de un presentimiento trucho, pero si es verdadera salió de una intuición, porque tal idea, si bien se relaciona con la ética, no es preceptual, no sugiere ni prohíbe ningún comportamiento, y es metafísica precisamente porque se relaciona con la ética y ésta no es refutable por vía experimental.

El mundo de las intuiciones ha quedado reducido a sólo dos casos posibles: las intuiciones metafísicas, que son conceptuales, y las intuiciones éticas o prácticas, que son impulsivas. Lo que acabo de descubrir hace unas horas, si es verdadero, pertenece al primer caso.

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Martes 16 de octubre del 2007/3,44 p.m.

Antes de seguir con Kant debo corregir, a la luz de mi nueva doctrina de las intuiciones, algunos pasajes escritos en estos días que ya no pueden tomarse como válidos dentro de mi sistema. (De más está decir que tendría que comenzar las correcciones desde una fecha muy anterior, pero sería engorroso para todos y de poco provecho, pues estaría machacando una y otra vez sobre lo mismo.)

Este 3 de octubre afirmé que las virtudes cardinales y la humildad se apoderan de nuestro espíritu (como impulsos, no como conceptos) debido a un proceso intuitivo. Me parece ahora que no, que lo que posibilita la percepción y el crecimiento de los impulsos virtuosos es nuestro buen comportamiento, nuestras acciones acorde con –aunque no necesariamente motivadas por– el deber. Son estas acciones las que posibilitan el ingreso a nuestra conciencia de las intuiciones, tanto de las prácticas como de las metafísicas, y las primeras, a su vez, se valen de alguna o de varias virtudes cardinales para impulsar nuestra conducta hacia el lado correcto, formándose así un círculo virtuoso del que ya no se puede salir, característico de los hombres que van directo hacia la santidad, la sabiduría o el heroísmo. Dije también ese día que la razón trabaja, "en el terreno ético y metafísico, partiendo de premisas obtenidas por intuición". Ahora discrepo: en el terreno ético, la razón no trabaja en absoluto.

Cuatro días después, el 7 de octubre, insinué que no es correcto "desechar los principios racionales a la hora de tomar una resolución ética". Acá no me rectifico, pero al tomar esa decisión hay que ser concientes de que aquellos principios racionales, si bien pueden ser la causa de la ejecución de buenas acciones en sentido ético, no pertenecen ellos mismos al ámbito de la ética sino a la moral, con todo el relativismo que implica esa condición. Y terminando ya la entrada correspondiente a esa fecha, dije lo siguiente: "Las intuiciones, como impulsos, podrán aparecer muy de vez en cuando, pero permanecen todo el tiempo en nuestra conciencia sosteniendo aquellos principios rectores que, merced a ese sostén metafísicamente frío, marcan el rumbo general de la conducta diaria de aquellos hombres que ansían elevarse". Queda claro que ya no creo en la existencia de un sostén así. Estamos mucho más librados a lo que nuestra mera razón nos indique que lo que yo, esperanzado, suponía. (Pero ¿es que hace falta poseer un conocimiento tan avanzado en cuestiones de comportamiento? ¿Para qué, si ni siquiera somos capaces de cumplir con las normativas morales más elementales?)

Por último, corregiré lo dicho este 12 de octubre: las máximas que responden al ideal ético no existen. Existen máximas morales, y su puesta en práctica es egoísta en todos los casos (egoísmo inconciente a veces). El único caso en donde la teleología (inconciente en el momento de actuar) responde al bienestar universal se da cuando nos impulsa una intuición práctica.

5,22 p. m.

El interés lógico de la razón [por aumentar sus conocimientos] no es nunca inmediato, sino que supone siempre propósitos de su uso.

Kant, op. cit., p. 132

Nueva discrepancia. Está claro que la mayor parte de la gente estudia y piensa en función de algún objetivo (recibirse de ingeniero, ser aplaudido en una conferencia, etc.), pero no todos los estudiosos caen en esa descripción. Hay quienes aumentan sus conocimientos porque les resulta placentera esa maniobra; sin embargo, éstos tampoco estudian por deber, pues lo hacen con un claro propósito: gozar con el estudio. Sólo se actúa por deber cuando somos impulsados por una virtud cardinal y no por la teleología; en este caso, la virtud impulsora es la veracidad. En un sentido estricto, la veracidad es la entidad metapsicológica que nos impulsa a decir la verdad, pero esta es la fase final, catabólica, de un proceso que requiere materia prima para iniciarse. Ser veraz es un gran logro de por sí, pero esto se potencia si las verdades que se manifiestan son originales, trascendentes o incómodas (tanto para el que las dice como para el que las recibe). La incomodidad va por otro lado, pero la originalidad y la trascendencia dependen mucho de los conocimientos adquiridos. De ahí que la veracidad trabaje a dos bocas: escupiendo verdades por un lado y chupándolas por el otro. El virtuoso que dice la verdad por deber no piensa en ese momento si eso lo beneficiará o le traerá desventajas: necesita decirla como quien necesita ir al baño. Y a los conocimientos los adquiere como quien adquiere una pizza luego de tres días de no probar bocado.

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Miércoles 17 de octubre del 2007/10,37 a.m.

Regreso al tema específico del libre albedrío.

Leyendo la Fundamentación de la metafísica de las costumbres uno se queda con la duda de si el libre albedrío no era para Kant asimétrico. A mí, personalmente, me parecía que, según él, somos libres solamente cuando actuamos por deber, y que siempre que no actuamos por deber lo hacemos por "inclinación" y entonces la libertad desaparece. Esto no es verdaderamente lo que Kant conjeturaba, pero tuve que abandonar su Fundamentación e ingresar a otra obra suya para comprender de qué modo justificaba el castigo (terrenal o eterno) de los hombres malos. Me refiero a La religión dentro de los límites de la mera razón. Allí, en la página 210, se lee lo siguiente:

El primer bien verdadero que el hombre puede hacer es salir del mal, el cual no ha de buscarse en las inclinaciones, sino en la máxima pervertida […]. Las inclinaciones son sólo adversarios de los principios en general (sean buenos o malos).

Actuar por deber es actuar conforme a una normativa que antepone los mandatos de Dios al amor a sí mismo (egoísmo), pero también somos libres cuando elegimos anteponer el egoísmo a los mandamientos, y en esa trastocación de valores reside la raíz del mal moral. Toda vez que actuamos conforme a una motivación egoísta derivada de una máxima pervertida somos libremente malos y nos hacemos merecedores de castigo, sin importar que las consecuencias de nuestro accionar sean beneficiosas para otros o para el mundo en general. Los animales no son malos porque se guían por impulsos de la sensibilidad y no por máximas, y

el fundamento del mal no puede residir en ningún objeto que determine el albedrío mediante una inclinación, en ningún impulso natural, sino sólo en una regla que el albedrío se hace él mismo para el uso de su libertad, esto es: en una máxima. […] si este fundamento no fuese él mismo finalmente una máxima, sino un mero impulso natural, el uso de la libertad podría ser reducido totalmente a determinaciones mediante causas naturales, lo cual contradice la libertad (ibíd., p. 31).

Aclarado este asunto, se plantea una nueva duda. La escolástica bifurca el mal moral en: (a) pecados de orgullo, y (b) pecados de concupiscencia. Los pecados de orgullo, tanto para la teología católica como para Kant, son, lejos, los más perniciosos. Pareciera incluso que Kant debería negar a la concupiscencia, a los pecados de la carne, la categoría misma de pecados teniendo en cuenta que muchas veces (si no todas) son las "inclinaciones naturales" las que incitan al hombre a este tipo de perversión. Pero no: hay pecado. Las inclinaciones, libradas a sus propias fuerzas, no pueden degenerar y se mantienen como en los animales. Sólo degeneran en vicios cuando son puestas al servicio de una máxima pervertida, que subordina el deber al amor a sí mismo. Sobre tal disposición –dice Kant refiriéndose al instinto animal—

pueden injertarse vicios de la barbarie de la naturaleza y son denominados en su más alta desviación del fin natural vicios bestiales: los vicios de la gula, de la lujuria y de la salvaje ausencia de ley (en relación a otros hombres) (ibíd., p. 35).

Quien, por ejemplo, somete sexualmente a una mujer contra su voluntad, es, de acuerdo a lo que sostiene Kant, totalmente punible, porque lo que motivó la violación no fue una inclinación natural sino un vicio de la barbarie, que depende de la elección de una máxima contraria al deber. No sé qué opinaría Kant de las violaciones que algunos machos de ciertas especies animales ejecutan, de vez en cuando, sobre sus hembras… A mí me parece que si existe algo como el libre albedrío, no puede tener jurisdicción sobre la conducta concupiscente y tiene que circunscribirse al terreno del deber y del orgullo. Y si me apuran, digo que sólo es factible cuando hablamos del deber cumplido, pues adoptar máximas que subordinen el deber al propio interés es lo característico de la razón práctica, y ésta nos inclina de un modo tan natural y fenomenológico como los instintos. Somos libres, pues, únicamente cuando hacemos el bien por deber… o no lo somos nunca en absoluto. Y de estas dos posibilidades, la segunda me sigue pareciendo la más verosímil.

o o o

Jueves 18 de octubre del 2007/12,33 p. m.

Si aceptamos que Dios deja de cuando en cuando y en casos especiales que la naturaleza se aparte de sus leyes propias, entonces no tenemos el menor concepto ni podemos jamás esperar obtener alguno de la ley según la cual Dios procede en la realización de un suceso tal […]. Aquí la Razón resulta, pues, como paralizada por cuanto es detenida en los negocios que realiza según leyes conocidas sin ser, sin embargo, instruida mediante ninguna ley nueva ni poder esperar que sea jamás instruida en el mundo acerca de tal ley.

Kant, La religión dentro de los límites de la mera razón, p. 89

Todo determinista que se precie de tal niega la existencia de los milagros o los considera de todo punto increíbles. Yo no soy la excepción, pero sí afirmo, en contra de los deterministas ortodoxos, que las leyes del mundo físico pueden ser contrariadas y quedar en suspenso ante determinados hechos fenomenológicos. ¿Me contradigo? "De ningún modo –digo yo mismo, autocitándome–. Para mí, todo lo que sucede sucede naturalmente, pero las causas de los sucesos naturales pueden ser, o bien físicas, o bien metafísicas. La metafísica es como una dimensión paralela en cuyo seno descansa la física y que les sirve de atajo a los sucesos cuando éstos desean liberarse de las trabas espaciales y temporales" (Citas y notas, apéndice). Lo único que hoy corregiría en este párrafo es el excesivo antropomorfismo: no son los sucesos quienes desean liberarse, sino las mentes que los manipulan. "No veo por qué deban llamarse naturales los sucesos cuya causación es puramente física y sobrenaturales los de causación metafísica, siendo que tanto los unos como los otros se manifiestan en este nuestro mundo de naturaleza física. Los (mal llamados) milagros que no pueden ser explicados mediante resortes puramente físicos […] se explican metafísicamente, pero no dejan por esto de ser sucesos de lo más naturales, como que cualquiera puede percibirlos mediante sus órganos sensitivos, órganos que nadie afirmaría que trabajan metafísicamente o que son capaces de vislumbrar mundos no espaciales ni temporales". En un sentido estricto y no problemático, todo lo que sucede y todo lo que se percibe, acontece y aparece ante nuestros sentidos debido a una causa metafísica: la cosa en sí. Pero una vez transformada en fenómenos, la cosa en sí se vuelve temporal y espacial y se somete a las leyes que gobiernan este universo… excepto en ciertos casos límite cuya naturaleza escapa al molde fenoménico y se dirige hacia la dimensión metafísica. La única causación metafísica pura es, entonces, la de la cosa en sí sobre los hechos del mundo físico.

Partes: 1, 2, 3
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