Pero estos hechos pueden desbordar eventualmente la legalidad física y ampararse dentro de leyes metafísicas de las que nada sabemos (aunque conjeturo que son también de orden matemático). Pero ni la causación metafísica pura ni estos desbordamientos de la legalidad física son milagrosos, porque "milagro es todo suceso que, al manifestarse, anula dentro de sí y/o de su entorno una o varias leyes naturales que, en condiciones normales, le hubiesen impedido acaecer, y aquí las que dejan de intervenir, o por mejor decir, las que, interviniendo como no pueden dejar de hacerlo, son anuladas o contrarrestadas por leyes metafísicas, no son las leyes naturales, sino las leyes físicas. Las leyes naturales no pueden ser anuladas o contrarrestadas por hechos con causación metafísica, pues estas leyes gobiernan todo, tanto la causación física como la metafísica". Por eso es que no existen los milagros: existen los metasucesos, que son aquellos sucesos que sólo pueden explicarse mediante leyes metafísicas.
Existen dos tipos de metasucesos, los metasucesos parasicológicos y los metasucesos intuitivos. Los metasucesos parasicológicos poseen la característica de poder quebrar o contrarrestar el principio físico de la conservación de la materia-energía, mientras que los metasucesos intuitivos contrarrestan dos tipos de principios psicológicos: el que afirma que todo conocimiento no lógico ni matemático deriva de la experiencia, y el que afirma que toda motivación está, conciente o inconcientemente, condicionada a un objetivo. El primer principio es contrarrestado por las intuiciones puras o intelectuales, el segundo por las intuiciones prácticas o éticas.
Estamos tocando el tema de la ética, así que no me detendré a describir ni analizar los metasucesos parasicológicos. Sólo diré que tales sucesos no quiebran el determinismo general del universo tomado en su sentido amplio, es decir, metafísico (ver a este respecto el apéndice de mis Citas y notas).
Las intuiciones puras o intelectuales tampoco se relacionan con la ética, pero derivan de ella en el sentido de que un comportamiento apegado a lo que la ética sugiere posibilita la concienciación de verdades de índole metafísica (irrefutables a través de la experiencia), que son las intuiciones puras una vez transplantadas, a través de leyes desconocidas, a la mente del hombre como fenómeno espaciotemporal (o mejor dicho como correlato del fenómeno espaciotemporal que representa el cerebro y sus conexiones –no se olvide nunca el lector que yo adhiero al paralelismo psicofísico). Cómo es que se opera la causalidad comportamiento éticamente deseable-captación de intuiciones intelectuales no puede saberse porque depende de alguna ley metafísica que jamás conoceremos[21]Es éste un principio irrefutable (pues nunca sabemos si una idea metafísica es verdadera, y aunque lo supiésemos no podríamos asegurar que apareció en una mente gracias al buen comportamiento ético, porque nada sabemos positivamente acerca de un comportamiento tal), de orden metafísico. O sea que, si es verdadero, proviene de una intuición intelectual, independientemente de que no haya sido yo el primero en reconocerlo y lo haya como vislumbrado en los escritos de otra gente. Puede que yo lo haya tomado de un libro y por ende de la experiencia, pero el primero que lo concibió lo hizo necesariamente por intuición (repito: si es verdadero). Yo mismo, incluso, por más que lo haya tomado de otro lado, no estaría tan persuadido de su realidad de no ser porque detrás hay una fuerza metafísica que me lo susurra al oído; o si no todo es mentira e ilusión. Pero supongamos que hay verdad en esto de que nuestras intuiciones puras mejoran en intensidad y cantidad conforme a nuestras mejoras conductuales; ¿significa esto que fue mi buen comportamiento el que posibilitó mi adhesión a esta idea o mi descubrimiento?[22] No necesariamente. Yo digo que el buen comportamiento es un medio a través del cual se captan intuiciones, pero no digo que sea el único. Posiblemente haya otros medios que desconozco y que sean los que utilicé para concienciar esta idea. Pero es este método el único que yo, personalmente, tengo como probable, de modo que intentaré valerme de él para clarificar mis intuiciones respecto de las tres cuestiones metafísicas fundamentales: la existencia de Dios como separado del mundo de los fenómenos, la vida después de la muerte corporal y el libre albedrío. Hoy me contesto, respectivamente, sí, sí, y no. Pero no doy por cerrado ninguno de los tres asuntos.
Los únicos metasucesos que se relacionan directamente con la ética son las intuiciones de orden práctico. Éstas funcionan a modo de impulso del más allá, que nos indica lo que hacer cuando nuestra voluntad en general, o algunas de nuestras subvoluntades (racional, instintiva o memética), se pone a favor de un comportamiento éticamente indeseable. El impulso intuitivo, en tanto que tal, se sirve del deseo, porque nada se puede hacer por voluntad propia si no se desea, pero no es un deseo de algo sino de sí mismo, un deseo de hacer lo que se desea sin la existencia de un por qué o para qué anexados a él. La razón, sin duda, puede imaginar que tal deseo obedece a una finalidad, pero será sólo una invención que ni posibilita la concreción del deseo intuitivo, ni la obstaculiza. Estos deseos, según hasta donde se me alcanza ver, es probable que trabajen sólo prohibiendo acciones más que incentivándolas. Deseamos, con nuestra voluntad racional, instintiva o memética, hacer algo malo, y entonces aparece la intuición práctica que nos impele a desechar ese acto. Esto se explicaría –si caben en este ámbito las explicaciones– por el hecho de que los resortes positivos de la bondad serían fácilmente controlables por el aparato racional de las personas nobles, de suerte que para esta gente comportarse bien es comportarse de acuerdo a lo que la razón ordena, mientras que los resortes negativos –los que impiden que hagamos maldades– no suelen estar todo el tiempo en concordancia con la razón ni aun en los individuos esclarecidos. Es como si para ir hacia el bien no necesitásemos más que la guía de nuestra razón… y unas intuiciones prácticas que hagan de anteojera toda vez que, hacia los costados del camino, aparezca el mal de la mano del orgullo y del deleite o escondido tras ellos.
La pregunta del millón es la que sigue: Estas intuiciones, que vienen del más allá e interfieren con el proceso volitivo ordinario y fenomenológico de algunas personas, ¿posibilitan que tales personas se liberen de las cadenas causales y decidan por sí mismas o por intermediación de lo que se da en llamar libre albedrío? Siempre no. La intuición práctica es la voz de Dios hecha carne, y cuando actuamos o no actuamos impulsados por esta intuición es Dios mismo quien, a través de las leyes metafísicas por él diseñadas, manipula la voluntad humana soslayando la razón, incluso atropellándola si fuera el caso, o atropellando a los demás resortes fenomenológicos. Así, somos incluso mejores títeres de Dios cuando actuamos (o no actuamos) por deber que cuando lo hacemos por mundanas determinaciones. Las cuerdas, en el primer caso, ya no son necesarias: mete Dios su mano misma dentro de nosotros y desde allí nos maneja[23]
TEXTOS CITADOS
DESCARTES, René: Principios de filosofía (1647); Buenos Aires, Losada, 1951.
GÓMEZ, José: El teísmo moral en Kant; Madrid, Cristiandad, 1983.
KANT, Immanuel: Metafísica de las costumbres (1797); Buenos Aires, CSIC, 1993.
–Fundamentación de la metafísica de las costumbres (1785); Madrid, Espasa-Calpe, 1981 (7ª).
—Crítica de la razón pura (1781); Buenos Aires, Alfaguara, 1998.
–Crítica de la razón práctica (1788); Madrid, Espasa-Calpe, 1984 (3ª).
–Lecciones de ética (1775 a 1785); Barcelona, Crítica, 2002.
–La religión dentro de los límites de la mera razón (1793); Madrid, Alianza, 1969.
LORENZ, Konrad: Consideraciones sobre las conductas animal y humana (1941 a 1963); Barcelona, Planeta, 1985.
MERTON, Thomas: Nuevas semillas de contemplación; Santander, Sal Terrae, 1993.
ORTEGA Y GASSET, José: El espectador (1916); Madrid, Espasa-Calpe, 1928 (3ª) (tomo I).
RUSSELL, Bertrand: El conocimiento humano (1948); Madrid, Revista de Occidente, 1950.
Autor:
Cornelio Cornejín
[1] Por ejemplo, es un deber amputar una pierna gangrenada por más que no dispongamos anestesia. En cambio, mentir por deber no creo que sea posible. Acá cometí un error, que será reparado en la siguiente nota a pie de página.
[2] Esta opción le causaba espanto a Kant; no podía entender la ética sino a través de máximas explícitas que no aceptaran excepciones. "Si se pudieran justificar el robo, el asesinato y la mentira por mor de la necesidad, el caso de necesidad vendría a sustituir a toda la moralidad, y quedaría a juicio de cada cual qué haya de considerarse como un caso de necesidad y, al no existir un criterio preciso para determinar eso, se tornan inseguras las reglas morales" (Lecciones de ética, p. 274). Y sin embargo, inexplicablemente considerando la inflexible consecuencia lógica con que suele manejarse, en ese mismo párrafo pone reversa justo contra su ejemplo predilecto de máxima moral: "El único caso en que está justificado mentir por necesidad se produce cuando me veo coaccionado a declarar y estoy asimismo convencido de que mi interlocutor quiere hacer un uso impropio de mi declaración". Y da un ejemplo: si alguien te pregunta por la calle si traes dinero con la clara intención de quitártelo, es éticamente lícito mentirle diciéndole que no. La metida de pata no podía ser más precisa, y es que justo eligió Kant al principio de veracidad para relativizarlo cuando en realidad es este principio ético el único que ostenta un carácter absoluto por provenir directamente de una virtud cardinal. Todos los demás principios éticos o morales admiten excepciones, pero éste no: nunca, absolutamente nunca es bueno mentir. En el ejemplo kantiano, si no miento me asaltan; ¿y qué? ¿Desde cuándo hay que modificar el concepto del deber para evitar perder la billetera? Nunca sabremos si actuamos motivados por pura bondad inteligente, o por pura humildad, o por puro esteticismo centrífugo y por eso sólo podemos sospechar que en tal o cual caso actuamos bien… excepto cuando somos veraces. Ahí sí que tenemos la certeza de haber actuado bien, porque ser veraz es actuar conforme a una virtud cardinal; y, por contraste, mentir es malo en cualquier circunstancia, por más que la billetera de Kant esté de por medio. (En el caso de los judíos escondidos, ante la pregunta de Hitler debemos responder lo siguiente si no queremos faltar a la ética: "Sí señor, yo sé dónde se ocultan, pero no se lo voy a decir".)
[3] No menciono a la inteligencia trascendente porque la misma es una virtud puramente contemplativa, incapaz de determinar acciones por sí misma (ver anotaciones del 16/8/7).
[4] Ya sobre el final del tratado (pp. 132-3) admite Kant que "para querer aquello sobre lo cual la razón prescribe el deber al ser racional afectado por los sentidos, hace falta, sin duda, una facultad de la razón que inspire un sentimiento de placer o de satisfacción al cumplimiento del deber". Si esta es su definitiva opinión, me disculpo por la crítica y pasó coincidir con él en este punto, sin interesar que en el mundillo filosófico se dé por sentado que según Kant hacer el bien por deber es desagradable.
[5] Seguramente pensaba Kant en Rousseau mientras escribía esto.
[6] "Para impedir que caigamos de las alturas de nuestras ideas del deber […], nada como la convicción clara de que no importa que no haya habido nunca acciones emanadas de esa pura fuente, que no se trata aquí de si sucede esto o aquello, sino de que la razón, por sí misma e independientemente de todo fenómeno, ordena lo que debe suceder y que algunas acciones, de las que el mundo quizá no ha dado todavía ningún ejemplo y hasta de cuya realizabilidad puede dudar muy mucho quien todo lo funde en la experiencia, son ineludiblemente mandadas por la razón" (op. cit., p. 51).
[7] "Para mí, ser santo significa ser yo mismo. Por lo tanto, el problema de la santidad y de la salvación es, en verdad, el problema de saber quién soy yo y de descubrir mi verdadero ser" (Thomas Merton, Nuevas semillas de contemplación).
[8] Kant no niega que haya querer, esto es, deseo, en una voluntad que obra por deber, pero dice que allí se desea por principios derivados de la ley moral y no por inclinaciones. Yo estimo que al obrar por deber el deseo parte de una virtud cardinal y no de la sensorialidad, pero no puedo dejar de llamar inclinación a ese deseo, porque lo siento así, siento que me inclina hacia una determinada resolución, y es irrelevante si me inclina por causas fisiológicas, psicológicas, espirituales, lúbricas, etc.
[9] Así lo explica Thoreau: "Cuando vivía en la laguna, a veces deseaba añadir pescado a mi dieta a fin de variarla. En realidad, pescaba por la misma necesidad que movió a los pescadores primitivos a hacerlo. Cualquier benevolencia que contra ello pudiera yo evocar sería totalmente ficticia, y tendría que ver más con mi filosofía que con mis sentimientos. […] No compadecía ni a los peces ni a los gusanos; simplemente era cuestión de costumbre" (Walden, o la vida en los bosques, cap. XI).
[10] Seguramente tomó Kant esta idea de Descartes, quien afirma en sus Principios de filosofía, primera parte, artículo XXIX, que a Dios le repugna engañarnos.
[11] (Nota añadida el 28/5/8.) Es mentira Kant no acepte la existencia de la causalidad extrafenoménica. Bien claro afirma que "nada impide que atribuyamos al objeto trascendental [la cosa en sí], además de la propiedad a través de la cual se manifiesta, una causalidad que no sea fenómeno, aunque su efecto aparezca en un fenómeno" (Crítica de la razón pura, A 539 y B 567 de la nomenclatura erudita). Y esta causalidad no desemboca en Kant en un determinismo metafísico porque, según él, la "causalidad inteligible" produce sucesos por sí misma, desligada tanto de lo externo (físico) como de lo interno (psíquico). Si esto de suponer que una decisión racional no depende, por ejemplo, de la constitución del cerebro y de sus interconexiones, es algo creíble o increíble, no viene al caso ahora; sólo interesa saber que Kant entendía que la razón práctica es en esencia metafísica y que tiene poder sobre los fenómenos físicos, y que por eso no queda encerrado en ningún callejón lógico como yo, con gran irresponsabilidad intelectual, así suponía. Si un tipo viene y me dice que es capaz de doblar una barra de acero macizo de 10 cm de diámetro con sus propias manos, yo lo acuso de ilógico (o de mentiroso) por entender que no existe hombre ninguno que pueda realizar esa proeza. Pero si luego me retruca que no estoy en presencia de un hombre común sino de Superman, ahí ya no puedo afirmar que sea ilógica su creencia de que puede doblar la barra. Pues bien: según Kant, todos los seres dotados de raciocinio son incluso más poderosos que Superman, son dioses, capaces de iniciar por su propia cuenta y riesgo cientos de cadenas causales diariamente, produciendo sucesos que no dependen más que de ellos mismos para su aparición en el espaciotiempo. Esto, según mi punto de vista, es una locura, pero las consecuencias que Kant extrae de dicha locura son perfectamente lógicas.
[12] (Nota añadida el 24/3/8.) Pero no es suficiente un tipo así de teleología para decir que hay aquí autonomía. La voluntad continúa siendo heterónoma, sólo ha cambiado la modalidad de la tiranía (en lugar de un tirano instintivo, cultural o psicológico, somos presa de un tirano divino).
[13] En cambio, según Kant "la ética es una filosofía de las intenciones" (Lecciones de ética, p.113). El contraste no podría ser mayor. Y sin embargo admite que no necesariamente las buenas intenciones concientes señalan que se ha obrado pura y exclusivamente por deber: "Solemos preciarnos mucho de algún fundamento determinante, lleno de nobleza, pero que nos atribuimos falsamente; mas, en realidad, no podemos nunca, aun ejercitando el examen más riguroso, llegar por completo a los más recónditos motores; porque cuando se trata de valor moral no importan las acciones, que se ven, sino aquellos íntimos principios de las mismas, que no se ven" (Fundamentación de la metafísica de las costumbres, p.50). La ética, pues, no es para Kant, desde luego, una filosofía de las acciones, pero tampoco una filosofía de las intenciones: es una filosofía de los principios.
[14] Cuando hablo de "leyes físicas" incluyo en ese término a todas las leyes que la ciencia pueda contemplar, incluidas las psicológicas, sociológicas y morales –pero no las éticas.
[15] Ambos mundos, el fenoménico y el nouménico, se rigen por leyes matemáticas, pero la matemática de las leyes nouménicas es incomprensible para la razón humana. Y las leyes metafísicas no trabajan en paralelo con las físicas, sino que las absorben, desbordan y rectifican.
[16] Si Kant apoyaba la hipótesis del paralelismo psicofísico esto se complica.
[17] "Es, en realidad, absolutamente imposible determinar por experiencia y con absoluta certeza un solo caso en que la máxima de una acción, conforme por lo demás con el deber, haya tenido su asiento exclusivamente en fundamentos morales y en la representación del deber. Pues es el caso, a veces, que, a pesar del más penetrante examen, no encontramos nada que haya podido ser bastante poderoso, independientemente del fundamento moral del deber, para mover a tal o cual buena acción o a este grande sacrificio; pero no podemos concluir de ello con seguridad que la verdadera causa determinante de la voluntad no haya sido en realidad algún impulso secreto del egoísmo, oculto tras el mero espejismo de aquella idea" (op. cit., p.50). O "quizá nunca un hombre haya cumplido con su deber –que reconoce y venera" (Lecciones de ética, pp. 83-4).
[18] Esto vale para quien observa desde fuera. El propio interesado sí percibe la influencia del instinto desde antes de su puesta en práctica, pero lo mismo percibe sus pensamientos antes de que lleguen a su voluntad. Es verdad que los instintos, así percibidos, afectan de un modo más carnal y sensible que los pensamientos, pero no hace falta tanta sensorialidad para justificar la inclusión de un suceso dentro del espaciotiempo, con que sea percibido de algún modo ya es suficiente. (Hay que notar, además, que lo que se percibe cuando somos presa de un instinto tiene muchas veces más relación con ciertas emociones anexadas al proceso que con el instinto en sí mismo, mientras que los pensamientos se perciben claramente aun en ausencia de emociones.)
[19] Los preceptos morales los elabora cada quien en su raciocinio, pero la sociedad involucrada contribuye no poco con este personal proceso.
[20] Hay una excepción: el precepto de decir siempre la verdad subjetiva. Es una intuición metafísica conceptual de orden práctico, porque depende directamente de una virtud cardinal. El caso del precepto "sé bueno" no puede contemplarse como válido porque uno no sabe a ciencia cierta qué hay que hacer para cumplimentarlo, cosa que no sucede con la veracidad.
[21] No interesa, a los efectos de mi postulado, que el comportamiento éticamente deseable sea motivado por objetivos egoístas o instintivos, o por sí mismo –intuitivamente–. Sólo interesa que las buenas acciones se realicen con regularidad. Esto último es lo único que hace decididamente improbable que un animal o una piedra tengan intuiciones (y no les servirían de nada, porque carecen de una mente capaz de representarse la verdad metafísica que en la intuición subyace).
[22] Si uno descubre una idea por sí mismo, tiene derecho a llamarse descubridor por más que la idea sea vieja. ¿Quién descubrió la teoría de la evolución, Darwin o Wallace? Los dos, porque ninguno sabía de la existencia del otro. El orden cronológico no interesa.
[23] (Nota añadida el 5/8/9.) Figura Kant entre los grandes profetas gnoseológicos que ha tenido la humanidad, pero no figura por lo expresado en su Fundamentación de la metafísica de las costumbres o en su Crítica de la razón práctica, sino por los revolucionarios aportes epistemológicos que aparecen en su Crítica de la razón pura. Él mismo tuvo conciencia de esto, y comentó en el prólogo de la segunda edición de este tratado que confiaba en que su método sería para las ciencias en general lo que el sistema de Copérnico fue para la astronomía en particular. "Kant habló de sí mismo –comenta Bertrand Russell– como autor de una revolución copernicana, pero hubiera sido más exacto si hubiera hablado de contrarrevolución ptolomeica, dado que puso de nuevo al hombre en el centro del que Copérnico lo había destronado" (El conocimiento humano, introducción). Esto es correcto en alusión al idealismo subjetivo que Kant propone al considerar al tiempo y al espacio como meras formas de nuestra sensorialidad, sin existencia propia fuera de ella, pero en lo que respecta a la idea principal y rectora de la Crítica de la razón pura, la de que la cosa en sí es de todo punto incognoscible para la mente humana, ahí sí estamos ante una verdadera revolución copernicana, porque como dice José Gómez (El teísmo moral en Kant, p. 27), este límite infranqueable para el conocimiento humano, conocimiento que se suponía, hasta Kant, que podría llegar hasta las verdades últimas, produce en el hombre un "descentramiento más radical" que el hombre-sujeto que Kant propugna y que no ha sido aceptado, como idea epistemológica, de modo tan abarcativo por los pensadores que lo sucedieron como sí fue aceptada en general su idea del impedimento intrínseco que posee nuestra facultad de conocer. Habiendo dejado en claro el auténtico motivo por el cual puede considerarse a Kant como uno de los grandes revolucionarios del pensamiento moderno, confeccionemos una lista humillacionista: la de aquellos hombres que, con sus ideas, descubrimientos, esclarecimientos o divulgaciones, han humillado a la siempre cogoteante dignidad humana y le han restringido de un modo u otro sus fueros. El primero, por supuesto, fue Copérnico, que presentó al mundo, con su De revolutionibus, la idea de que nuestro planeta no es el centro del universo. Esto fue en el siglo XVI; en el XVII, Galileo tomó esta idea para sí, esclareciéndola y masificándola como no se animó a hacerlo Copérnico en vida. Lo silenciaron, ciertamente, pero su mascullamiento final, ese ¡eppur si muove! que lo acompañó como grito de guerra hasta la sepultura, hace que figure, junto con Copérnico, dentro de esta exclusivísima y selecta lista, lista que continúa en el siglo XVIII con el ya mencionado Kant y su inconocible cosa en sí y en el siglo XIX con mi amigo Darwin y su teoría de la evolución, que dejó patas arriba el deseo supersticioso de los hombres de ser en esencia diferentes de cualquier otra criatura. ¡Grandiosa humillación, grandiosa y edificante humillación la de ser primos de un ignorante mono! Sólo dos jalones me quedan por nombrar, correspondientes a los dos últimos siglos que nos ha tocado vivir. En el siglo XX fue, sin dudas, ese jalón Sigmund Freud y su teoría de que la conciencia humana es sólo la punta del áisberg en comparación con el peso y el volumen de nuestros deseos subyacentes, esos que anidan por debajo de la línea de flotación del propio discernimiento. Esta idea, humillosa como pocas para el orgullo de quien se jacta de pensar detenidamente y actuar en consecuencia, no fue "descubierta" por Freud; Schopenhauer y Eduard von Hartmann, e incluso otros pensadores más remotos, ya habían reparado en ella. Pero tocó a Freud esclarecerla, divulgarla y sistematizarla como nadie lo había hecho hasta entonces, y por eso tiene Sigmundo todo el derecho de pertenecer al club de los revolucionarios copernicanos. (Lo mismo vale decir, respecto a Darwin, de Anaximandro, que ya en el siglo VI a. C. decía que los hombres proceden de los peces.) Me falta mencionar al último miembro, a la frutilla del postre. Pues ese… soy yo. Habiendo ya quedado establecido que no vivimos en el centro del universo, que nada se mueve en derredor de nosotros sino que somos nosotros quienes nos movemos, que nuestro pensamiento sólo puede detenerse en detalles menores y nunca penetra en la esencia de las cosas, que nuestro árbol genealógico no se remonta hasta los dioses sino hasta los gusanos y que nuestras grandes decisiones no las toma nuestra conciencia sino una fuerza interna oscura e inmanejable, establecido todo esto faltaba decir, simplemente, que aquello que llamamos libre albedrío no es más que un espejismo proyectado por el orgullo. Cientos lo han dicho antes que yo, miles quizá, empezando por los estoicos y haciendo centro, ya en los tiempos modernos, en Spinoza; pero ¿qué han logrado estos pensadores? ¿Han podido convencer a un buen número de gente de que el determinismo estricto gobierna sus vidas? Negativo: todos, o casi todos, siguen creyéndose libres. A partir de este milenio esta historia cambiará, y cambiará gracias a mí y a todos los que me sucedan.
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