Pero; ¿Y si no estamos consagrados? Lo tenemos un poco más difícil, pero no mucho más, porque Jesús sí que está soñando contigo. Solo tienes que dejarte llevar, no darle patadas. Y cuando se las des, (que todos se las damos) agacha la cabeza, te humillas, te confiesas mediante el sacramento de la reconciliación y cuando llegues al Juicio ante Dios, ¿qué pesarán más en la balanza: tus pecados o el amor que Jesús te tiene?
¡ANIMO QUE NOS LO HA PUESTO FACIL!
Esta idea del cielo creo que está totalmente ligada a la Pascua. Podemos pensar un poco más. Hay algunos que no creen en la otra vida. Piensan que no existe o que se reencarnan. Lo tienen difícil. Si hacen el balance de felicidades y sin sabores, no sé qué les dará, pero en todo caso, no tienen ilusión, no tienen futuro. Nosotros sí. Llevémosles la alegría de que estamos hechos para ser felices muchos años. Que sonrían.
De San Pablo: Queridos hermanos: les anunciamos el mensaje que hemos oído a Jesucristo: Dios es luz sin tiniebla alguna. Si decimos que estamos unidos a él, mientras vivimos en las tinieblas, mentimos con palabras y obras. Pero, si vivimos en la luz, lo mismo que él está en la luz, entonces estamos unidos unos con otros, y la sangre de su Hijo Jesús nos limpia los pecados. Sí decimos que no hemos pecado, nos engañamos y no somos sinceros. Pero, si confesamos nuestros pecados, él, que es fiel y justo, nos perdonará los pecados y nos limpiará de toda injusticia. Si decimos que no hemos pecado, lo hacemos mentiroso y no poseemos su palabra. San Pablo dice les escribo esto para que no pequen. Pero, si alguno peca, tenemos a uno que abogue ante el Padre: a Jesucristo, el Justo. Él es víctima de propiciación por nuestros pecados, no sólo por los nuestros, sino también por los del mundo entero.
Dar gracias al Señor por nuestra fe, porque hemos sido de aquellos a los que el Hijo, por medio del Espíritu, nos ha querido revelar al Padre. Traer a la memoria momentos especiales de fe, nuestros inicios de relación íntima con Jesús y ocasiones que se nos presentarán para vivirlas desde la fe.
Confiar en el Señor. La fe nos lleva a ello: confiar, saber esperar y actuar cuando Él nos necesita.
Contemplar el amor de la Trinidad, percibir al Padre Amante amando al Hijo amado y al Espíritu Santo como la fuente de ese Amor. Amor Amado.- Hch 1, 1-11; Ef 1, 17-23; Mt 28,16-20 Los dos relatos pascuales que nos presentan san Lucas y san Mateo en sus respectivas obras, exhiben la nueva conciencia surgida entre los discípulos y seguidores de Jesús. Ha terminado un tiempo, el de la presencia visible y terrena del profeta de Nazaret. Ahora no volverán a tocarlo ni a compartir la mesa con Él. Ahora Él vive en otra dimensión, que no logramos descifrar del todo. Es el viviente que vive resucitado a la diestra del Padre, lo que implica reconocer que participa de su autoridad. Haciendo uso de ella, congrega a los once discípulos en Galilea y los reenvía a misionar. Habrán de ser testigos del camino discipular que Jesús implantó, por medio del bautismo los incorporarán a la comunidad eclesial que habrá decidido a vivir conforme a los mandamientos que el Señor Jesús les había enseñado: amor fraterno, solidaridad, compasión y perdón sin límites.
Apareciéndoseles durante cuarenta días, les habló del reino de Dios. Jesús resucitado comparte durante cuarenta días con los primeros católicos a los que les decían como a nosotros Cristianos y que en verdad los somos, les habla de los misterios del reino de Dios –Dios que actúa en el mundo-. El evangelista Juan nos relata el sermón de la cena; para mí son palabras que en su mayoría podrían ponerse en estos días cuando celebramos la pascua. "Yo soy la vid, vosotros los sarmientos", esa unión vital se comprende mejor desde Jesús resucitado fuente de vida y santidad, sin él no podemos nada.
Algunos dicen que sus sociedades son ramas del Cristianismo no del Catolicismo, pero no si cortas una rama de un árbol y la trasplantas se seca, solo de la Vid no, por eso si tan solo quisieran ser parte de esa Vid que es Cristo serían Católicos como lo fueron sus ancestros, no estaría secos cada uno en su rama sin vida, algunos con liturgias de fantasía, otros con canticos y danzas huecas.
"Vayan en el Nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo" La unión con Jesús es una unión vital que nace "del principio sin principio", el Padre, y se realiza por el Espíritu Santo que actúa de forma discreta. Todo lo que hacemos lo hacemos en nombre de Jesús y así debemos esforzarnos continuamente por hacerlo. Continuamente decimos: "en el Nombre " como queriendo ir a la fuente y sacar de ahí inspiración y fuerza para cada decisión y acción que realizamos.
"Yo estoy con vosotros todos los días" La Ascensión del Señor no nos lo aparta sino que realiza una presencia mayor y mejor. "Yo estoy con vosotros" es la gran promesa de Dios a lo largo de toda la historia de la salvación. El ángel dice a María "el Señor está contigo"; sí, es la gran promesa y realidad: Dios está alentando la vida de sus hijos, Jesús alienta la vida de la Iglesia.
Pidamos la gracia de escuchar a Dios para saber leer la acción de Dios en nuestra vida; así podremos decidir en cada momento lo que más conviene y por fin actuar de acuerdo a su voluntad para cada uno de nosotros; Jesús está con nosotros. Hch 2,1-11; 1 Co 12, 3-7. 12-13; Jn 20, 19-23 En el principio del relato que nos refiere el cuarto Evangelio, los discípulos siguen atolondrados, el miedo a terminar sus días de manera violenta como su Maestro, los paraliza y los mantiene encerrados a piedra y lodo y turbados en su espíritu. Por eso mismo el Señor Jesús les ofrece el don de la paz. El saludo es reiterado un par de veces para ratificar el valor fundamental que Jesús les quería entregar.
El nexo que vincula ambos relatos es la efusión del Espíritu Santo. Cada evangelista lo refiere de manera distinta. San Juan lo hace sin mencionar ningún evento extraordinario; en cambio san Lucas registra un ruido y un viento tan llamativo que atrajo la atención de numerosos curiosos, que advirtieron la manifestación del fuego divino, en la comunicación del mensaje cristiano en una diversidad de códigos y lenguas.
Tras los cincuenta días de la Pascua se apagaba el cirio Pascual. Quizás pudiste estar en una ceremonia en la que se realizó esta sencilla liturgia. En ella se decía: "Hoy en día, el día de Pentecostés, para cerrar el tiempo de Pascua, apagaremos el cirio, ahora somos nosotros esta luz de Cristo, también porque educados en la maestría de la escuela del Resucitado, nos hemos llenado del fuego y de los dones del Espíritu Santo, vivamos ahora esta, "Luz de Cristo", que como testigos suyos, irradiaremos como una columna de luz que atraviesa el mundo, entre los hermanos, para guiarlos en el éxodo hacia el cielo, la "tierra prometida" y definitiva.
Ahora vamos a ver, en el curso del año litúrgico, brillar la luz del cirio pascual, sobre todo en dos momentos importantes del camino de la Iglesia: En la primera Pascua que sus hijos vivirán con la recepción del bautismo, y en la última Pascua, cuando, la muerte, entrará en la vida verdadera. Pidamos al Espíritu Santo que su luz ilumine a los nuevos bautizados y que aquellos se pasaran a la patria del Padre puedan ser fundidos en la luz de la luz" Nos dice San Pablo: Hay diferentes dones, pero el Espíritu es el mismo. Hay diferentes servicios, pero el Señor es el mismo. Hay diferentes actividades, pero Dios, que hace todo en todos, es el mismo.
En cada uno se manifiesta el Espíritu para el bien común. Porque así como el cuerpo es uno y tiene muchos miembros y todos ellos, a pesar de ser muchos, forman un solo cuerpo, así también es Cristo. Porque todos nosotros, seamos Católicos fervientes o no fervientes, esclavos o libres de sus propias decisiones, hemos sido bautizados en un mismo Espíritu para formar un solo cuerpo, y a todos se nos ha dado a beber del mismo Espíritu.
1.- Ven, Dios Espíritu Santo y envíanos desde el cielo tu luz, para iluminarnos.
2.- Ven ya, padre de los pobres, luz que penetra en las almas, dador de todos los dones.
3.- Fuente de todo consuelo, amable huésped del alma, paz en las horas de duelo.
Eres pausa en el trabajo briza en un clima de fuego, consuelo en medio del llanto.
5.- Ven luz santificadora y entra hasta el fondo del alma de todos los que te adoran.
6.- Sin tu inspiración divina los hombres nada podemos y el pecado nos domina.
7.- Lava nuestras inmundicias, fecunda nuestros desiertos y cura nuestras heridas.
8.- Doblega nuestra soberbia, calienta nuestra frialdad, endereza nuestras sendas.
9.- Concede a aquellos que ponen en ti su fe y su confianza tus siete sagrados dones.
10.- Danos virtudes y meritos de una buena muerte y contigo el gozo eterno.
A propósito de pedir buena muerte no se que decir, mejor me uno a Gabriela Mistral y digo.
En esta tarde, Cristo del Calvario, vine a rogarte por mi carne enferma; pero, al verte, mis ojos van y vienen de tu cuerpo a mi cuerpo con vergüenza.
¿Cómo quejarme de mis pies cansados, cuando veo los tuyos destrozados?
¿Cómo mostrarte mis manos vacías, cuando las tuyas están llenas de heridas?
¿Cómo explicarte a ti mi soledad, cuando en la cruz alzado y solo estás?
¿Cómo explicarte que no tengo amor, cuando tienes rasgado el corazón?
Ahora ya no me acuerdo de nada, huyeron de mí todas mis dolencias.
El ímpetu del ruego que traía se me ahoga en la boca pedigüeña.
Y sólo pido no pedirte nada, estar aquí, junto a tu imagen muerta, ir aprendiendo que el dolor es sólo la llave santa de tu santa puerta. Amén, UNA REFLEXIÓN PARA NUESTRO TIEMPO.- La fiesta judía de Pentecostés era una celebración agrícola que conmemoraba el término del ciclo de la cosecha. Esta se celebraba 50 días después de la Pascua y estaba asociada al don de la ley en el Sinaí, simbolizando que la liberación de Egipto iba encaminada a salvaguardar dicha libertad por mediación del cumplimiento de la ley. Para los católicos, la mediación de la ley de Moisés queda superada por la ley del Espíritu, es decir por la renovación interior. El comienzo de la vida católica no es resultado de la buena voluntad del creyente. El movimiento decisivo lo cumple Dios, que a través de su gracia, renueva el corazón de la persona. Confesarse necesitado de salvación parece desusado en una sociedad ufana de sus conquistas, segura de sus terapias y liberada demasiado rápido de la conciencia de ser pecadora. La oferta de salvación no se impone a nadie. Quien la valore, la podrá buscar y acoger con apertura de corazón.
En momento de crisis y confusión generalizada parece que se paraliza el dinamismo social y cada individuo está ensimismado en sus propios asuntos. El miedo y la desesperanza paralizan los ánimos de renovación y progreso. Así nos retrata el evangelista a los discípulos: "plantados y mirando al cielo", es decir, desentendiéndose de la responsabilidad histórica. Los padres de familia que hemos descuidado la tarea de la transmisión de valores, nos volvimos omisos ante la nueva generación. No tiene sentido quejarnos de sus defectos y excesos. Son "nuestra creación educativa". Nosotros los influimos de manera decisiva. Nadie más. Es necesario retomar la misión evangelizadora, justamente al interior de nuestra propia familia, revigorizando el testimonio de congruencia, creando un clima de afectuosa calidez, imponiendo límites que preserven la dignidad de todos los miembros, animándonos a vivir conforme a los mandamientos de Jesucristo. El relativismo es algo que inventamos para hacer lo que nos place sin dar cuentas a Dios, debemos guiarlos a la Verdad que es Jesus, VERDAD QUE SALVA.
Hch 19,1-8; Jn 16, 29-23 Jesús se apartará de los suyos. No lo volverán a ver ni a tocar. Será necesario que aprendan a deletrear su presencia resucitada a través de otras señales y otro tipo de experiencias. La realidad es mucho más de lo que aparece. La fuerza de Dios que reivindica a Jesús se hará manifiesta de forma nueva. Esa experiencia del resucitado colmará de alegría y seguridad a sus seguidores. Los discípulos que Pablo y Apolo encuentran en Éfeso han vivido el camino católico desde el entusiasmo y la buena voluntad. Las altas exigencias del Reino de Dios no se pueden concretar con las puras capacidades humanas. Pablo les impone las manos, los bautiza en el nombre de Jesús, reciben la fuerza del Espíritu Santo y quedan habilitados para recorrer el camino nuevo que Dios ha abierto a través de la muerte y resurrección de su Hijo.
Desde el domingo de pascua la Iglesia ha entrado en Cenáculo con María la Madre de Jesús… Ha entrado la Iglesia y hemos entrado nosotros con ella, pues somos Iglesia. Esto significa que esa semana tiene que ser una semana especial.., distinta.., si es que queremos recibir la fortaleza de lo alto, y poder salir al mundo como hombres y mujeres renovados…
¿Qué hizo la primera comunidad católica para que bajara sobre ellos el Espíritu Santo?
Permanecieron en la ciudad.
Se recogieron junto a María.
Experimentaron su necesidad y pobreza.
Intensificaron su oración.
Y esperaron con confianza su venida.
Permanecieron en la ciudad:
Jesús les dijo: "Miren, yo voy a enviar sobre Ustedes la promesa de mi Padre; Ustedes por su parte, quédense en la ciudad hasta que los revista de la fuerza que viene de lo alto." (Lc. 24,49).
La ciudad es el lugar donde Dios quiere que estemos para nuestra propia santificación, y para la evangelización de los demás. Descubramos que es en el mundo donde Dios nos quiere santos, y nos quiere santos para santificar el mundo…
Venzamos la tentación del miedo y de la huida…, pues la victoria de Cristo es nuestra victoria… Recordemos orando, cómo nos dice Jesus: "Les he hablado de esto, para que encuentren la paz en mí. En el mundo tendrán luchas; pero tengan valor: yo he vencido al mundo." (Jn.16,33).
Se recogieron junto a María:
"Entonces se volvieron a Jerusalén, desde el monte que llaman de los Olivos, que dista de Jerusalén lo que se permitía caminar en sábado. Cuando llegaron, subieron a la sala superior, donde se alojaban. Todos ellos perseveraban unánimes en la oración, junto con algunas mujeres y María, la madre de Jesús…" (Hch. 1,12-14).
La Madre de Jesús es mi madre, y nunca tan madre como cuando esperamos la venida del Espíritu Santo sobre cada uno de nosotros… Dejémosla que nos prepare, como solo ella sabe hacerlo… Solo nos pide permanencia
Experimentaron su necesidad y su pobreza:
Pentecostés es también hoy, aquí, y ahora…, pero no siempre experimentamos sus dones..; y es que para que se dé su plenitud, es necesario constatar nuestro vacío…
Intensificaron su oración:
¿Cómo no orar? ¿Cómo no orar más..? ¿Cómo no orar siempre.., si es que queremos experimentar su paz, en medio de nuestra turbación y miedo..? "La paz les dejo, mi paz les doy; no se las doy yo como la da el mundo. Que no se turbe su corazón ni se acobarde." (Jn. 14,27).
Como aceptamos su paz? La tomamos? La vivimos? La experimentamos? La disfrutamos? La compartimos? Todo esto debemos hacerlo y vivirlo.
Y esperaron con confianza su venida:
¡Cómo nos cuesta esperar, tanto en lo humano como en lo divino..! ¡Pero que necesaria es la espera…, cuando de Dios se trata…! ¡Solo quienes saben esperar, demuestran que saben amar…, y entonces Dios los colma! Esperemos con confianza un nuevo Pentecostés y la venida de Jesus.
Hch 20, 17-27; Jn 17,1-11 En la oración sacerdotal Jesús presenta buenas cuentas al Padre: su misión está cumplida. Jesús ha manifestado la gloria del Padre a los discípulos, les ha enseñado a vivir en libertad, distanciándose del poder opresor que dominaba a la gente menuda en Israel. Jesús no se reservó nada de cuanto el Padre le transmitió. Fue un testigo fiel. Ahora puede dejarlos solos, porque el Padre que los llamó a la fe, se mantendrá al pendiente de su proceso. En esa misma tónica, san Pablo rinde cuentas a los presbíteros de la iglesia de Éfeso y les comparte su enorme satisfacción: él ha realizado todo lo que debía hacer para incorporarlos a la amistad íntima con el Señor Jesús. Con la frente en alto, el apóstol puede partir a donde Dios lo destine, porque ha realizado su labor misionera, ateniéndose al criterio del máximo esfuerzo en aras de la salvación de sus hermanos.
Libro de los Hechos de los Apóstoles 20,17-27. Y ahora me dirijo a Jerusalén, forzado por el Espíritu. Por eso declaro hoy que no soy responsable de la suerte de nadie: nunca me he reservado nada; les he anunciado enteramente el plan de Dios.
Heroica fidelidad de Pablo al Espíritu que no omite nada para anunciar PLENAMENTE el Reino de Dios
Salmo 68(67),10-11.20-21. Se hizo para nosotros un Dios que libera, con Yahvé, el Señor, escapamos a la muerte.
Cristo Jesus es el Dios con nosotros que nos da la libertad segundo tras segundo; con ella, nos ayuda a escapar de la muerte
Evangelio según San Juan 17,1-11a. Esta es la Vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a tu Enviado, Jesucristo.
Gracias, Señor, por ayudarme a conocer la identidad y la misión del católico: Que todos te conozcan. Como he escuchado de los anarquistas de antaño: No concebían ser libres si había esclavos. Nosotros, Católicos, no podemos vivir si hay alguien que no te conoce. Que no es obediente a tu palabra.
Hch 20, 28-38; Jn 17,11-19 Estar en el mundo, sin ser del mundo, es desafiante y altamente demandante. La presión social y la fuerza de la opinión pública nos condicionan y hasta cierto punto, nos dejamos influir en demasía por criterios ajenos. Jesús y san Pablo vivieron en sociedades que ofertaban diversas opciones para encontrar el sentido de la vida; tanto el Maestro como el apóstol vivieron en congruencia con sus ideales y consolidaron en torno suyo, comunidades de discípulos que practicaron la comunión de vida, de creencias y de recursos materiales. La vivencia de la Verdad que da vida los consagra como discípulos de Jesús. Así, los discípulos de Éfeso y el grupo de los Doce, quedarán custodiados por la guía de la Palabra del Señor.
La tradición católica nunca muere, aunque Jesús o san Pablo hayan desaparecido físicamente, la vida del Señor Jesús, continua y continuará a través de la Palabra proclamada que siempre es en presente, de la fracción del pan y de la comunión fraterna para con todos las personas del mundo.
El gesto de solidaridad que despliega la viuda de Sarepta a favor de Elías la constituye en una mujer ejemplar. Su condición de viuda la convertía en una mujer vulnerable, carente de la protección legal que le ofrecería su marido en una sociedad patriarcal. Como campesina pobre, debía conseguirse el sustento trabajando en el campo. Habituada a pasar necesidades, había sobrevivido a situaciones adversas. Cuando Elías la desafía a compartir sus escasos bienes, se dispone a hacerlo, porque su vida es la manifestación patente de que Dios no abandona a sus fieles. Esta mujer prefiguró la espiritualidad de que nos habla el Evangelio de san Mateo. Fue sal de la tierra y luz del mundo para sus prójimos. En la hora del aprieto se animó a compartir sus bienes, confiando en la fidelidad del Señor, Dios de Israel.
Al cabo de algún tiempo, el torrente donde el profeta Elías estaba escondido se secó, porque no había llovido en la región. Entonces el Señor le dijo a Elías: "Anda y vete a Sarepta de Sidón y quédate ahí, pues le he ordenado a una viuda de esa ciudad que te dé de comer".
El profeta Elías se levantó y se puso en camino hacia Sarepta. Al llegar a la puerta de la ciudad, encontró allí a una viuda que recogía leña. La llamó y le dijo: "Tráeme, por favor, un poco de agua para beber". Cuando ella se alejaba, el profeta le gritó: "Por favor, tráeme también un poco de pan".
Ella le respondió: "Te juro por el Señor, tu Dios, que no me queda ni un pedazo de pan; tan sólo me queda un puñado de harina en la tinaja y un poco de aceite en la vasija. Ya ves que estaba recogiendo unos cuantos leños. Voy a preparar un pan para mí y para mi hijo.
Nos lo comeremos y luego moriremos".
Elías le dijo: "No temas. Anda y prepáralo como has dicho; pero primero haz un panecillo para mí y tráemelo. Después lo harás para ti y para tu hijo, porque así dice el Señor de Israel: 'La tinaja de harina no se vaciará, la vasija de aceite no se agotará, hasta el día en que el Señor envíe la lluvia sobre la tierra'".
Entonces ella se fue, hizo lo que el profeta le había dicho y comieron él, ella y el niño. Y tal como había dicho el Señor por medio de Elías, a partir de ese momento ni la tinaja de harina se vació, ni la vasija de aceite se agotó.
Jesus dice orando por los que no son del mundo.
Padre santo, cuida en tu nombre a los que me has dado, para que sean uno como nosotros.
Cuando estaba yo con ellos, yo cuidaba en tu nombre a los que me habías dado. He velado por ellos y ninguno se ha perdido, salvo el hijo de perdición, para que se cumpliera la Escritura.
Pero ahora voy a ti, y digo estas cosas en el mundo para que tengan en sí mismos mi alegría colmada.
Yo les he dado tu Palabra, y el mundo los ha odiado, porque no son del mundo, como yo no soy del mundo.
No te pido que los retires del mundo, sino que los guardes del Maligno. Ellos no son del mundo, como yo no soy del mundo.
Santifícalos en la verdad: tu Palabra es verdad.
Como tú me has enviado al mundo, yo también los he enviado al mundo.
Y por ellos me santifico a mí mismo, para que ellos también sean santificados en la verdad.
Podemos imaginarnos que estamos en el corredor de la muerte, en la celda de un amigo íntimo al que le van a quitar la vida en la mañana siguiente. Está en un triste país donde existe la pena de muerte con tortura y le condenan a muerte por ser católico. Se podría salvar renegando de su fe o de alguna otra mala forma, pero no quiere. En su última cena nos han dejado pasar a varios de sus amigos para que estemos con él.
Curiosamente está tranquilo y con paz y más se preocupa de mí que de él mismo. Esa es la última cena del SEÑOR. Habla con su Padre y le pide algo así como "por lo que más quieras, por ti mismo, por tu nombre, cuida a mi hermano".
Sentado frente a Él, un poco intranquilo, le oigo. ¿Tendrá eficacia su oración que puede cumplir su Padre. Tranquilidad, esperanza en el buen desenlace de todo? Es como el último deseo que un condenado expresa a su Padre y es un deseo. Él me cuida y llegaré al abrazo final. Es cierto que hay algún problema: mi libertad y por tanto mi maldad (pecado original) puede jugarme una mala pasada. Está claro que a poco que lo intente, gana la oración de Jesús.
Ahora falta decirle que necesitamos su ayuda. En otros momentos nos prometió el apoyo del Espíritu Santo, pero tengo que colaborar. No me llega totalmente por si. Tengo que apoyar un poco. ¡QUIERO SEÑOR, QUIERO! Pero ayuda a mi incredulidad. Santa María, ayúdame.
Puedes caminar por las alturas de esta esperanza, aunque vislumbres alguna que otra grieta en el terreno, pero gana lo positivo. Si te apoyas en María, ella te lleva a Jesús y este al Padre. Porque sin María no hay Jesús y sin Jesus no conoceríamos al Padre.
Pero no seas tímido ni apocado. Si te ha invitado a esta última noche a que cenes con él y aún a que cenes de su cuerpo, es que te quiere mucho, acércate a él, le abrazas, te pones en su hombro, ¡Sagrado Corazón de Jesús, en Ti confío! ¿A Él le gustará esto? Ten en cuenta que está fuera del tiempo y cuanto tu le hagas ahora, lo siente (lo sintió y lo sentirá, siempre en presente) en esta su cena final.
"Como Tú me has enviado al mundo, yo también los he enviado al mundo". Estoy en el mundo como representante de Jesús, o mejor como enviado de Él. Cuando voy a mi puesto de trabajo, por ejemplo de guardia de la circulación situado en un cruce, estoy ahí enviado por Él.
¿Cómo realizaré mi trabajo? Lo hago por su mandato, no solo porque me da paga, o mejor Él también quiere que gane la paga. Luego, al atardecer, concluyo mi trabajo, estoy fuera de servicio, ¿qué hará un enviado de Jesús fuera de sus horas de trabajo en la profesión? ¿Me atreveré a decir o hacer algo para o que he sido enviado para los demás, para el mundo?
Hch 22,30-23, 6-11; Jn 17,20-26 Detrás de esta aspiración no se esconde ningún discurso monolítico o totalitario. La unidad de la que habla el Señor Jesús radica en la construcción de relaciones interpersonales marcadas por la caridad, el respeto mutuo y la reconciliación. No es una unidad impuesta de manera autoritaria o vertical, sino es más bien la armonía resultante del diálogo, la discusión civilizada, el intercambio razonado de opiniones y sobre la búsqueda colegial de la voluntad de Dios.
En la comunidad cristiana no está prohibido diferir en lo accidental o transitorio (opiniones políticas, gustos o preferencias estéticas) siempre y cuando prevalezca la unidad en la caridad. En el libro de los Hechos, san Pablo aprovecha la radical intransigencia de fariseos y saduceos en relación a la resurrección, para quitarse de encima la presión que el Consejo judío ejercía en contra suya.
"Y los has amado a ellos como me has amado a Mí" (Jn 17, 23)
El Padre, que ama al Unigénito, ama también a sus miembros, adoptados en El y por El. Amando al Hijo, no podía dejar de amar a sus miembros, ni tener otra razón para amarlos sino la de amarle a Él. Ama al Hijo según la divinidad, por haberle engendrado igual a Sí mismo, y le ama también en cuanto hombre, porque el mismo Verbo unigénito se hizo carne, y por el Verbo le es muy querida la carne del Verbo; mas a nosotros nos ama porque somos miembros de su Amado, y para que lo fuésemos nos amó antes de que existiésemos.
El amor con que Dios ama es incomprensible y, al mismo tiempo, inmutable. Porque no comenzó a amarnos desde cuando fuimos con El reconciliados por la sangre de su Hijo, sino que nos amó antes de la formación del mundo para que, juntamente con su Hijo, fuésemos hijos suyos, cuando nosotros no éramos absolutamente nada. Pero, al decir que hemos sido reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo, no debemos oírlo ni tomarlo como si el Hijo nos haya reconciliado con El para comenzar a amar a quienes antes odiaba, al modo que un enemigo se reconcilia con otro enemigo para hacerse amigos, amándose después los que antes se odiaban; sino que fuimos reconciliados con el que ya nos amaba y cuyos enemigos éramos por el pecado. De la verdad de ambas cosas da testimonio el Apóstol, diciendo: Recomienda Dios su amor hacia nosotros porque Cristo murió por nosotros cuando aún éramos pecadores.
Nos amaba aun cuando nosotros obrábamos la maldad valiéndonos de la enemistad en contra suya, y, no obstante, con toda verdad se dijo de El: Odiaste, Señor, a todos los que obran la maldad. Y así, de un modo admirable y divino nos amaba cuando nos odiaba, porque odiaba en nosotros lo que Él no había hecho; mas, porque nuestra iniquidad no había destruido por completo su obra, en cada uno de nosotros odiaba nuestra obra y amaba la suya. Y en este sentido debe entenderse aquello que con toda verdad se ha dicho de El: No has tenido odio a nada de cuanto has hecho. De ningún modo hubiese querido que existieran las cosas por El odiadas ni hubieran existido las que el Omnipotente no hubiera querido, si en las mismas cosas que odia no hubiera algo que El pudiera amar.
Con razón tiene odio al vicio y lo reprueba como ajeno al canon de su arte; pero ama en las mismas cosas viciosas, o su beneficio en enderezarlas, o su juicio en condenarlas. Y así Dios no tiene odio a ninguna de sus obras, porque, siendo el Creador de las naturalezas, no de los vicios, odia los males, que Él no ha hecho; y buenas son las mismas cosas que El hace, ya corrigiendo el mal por su misericordia, ya permitiéndolo por sus secretos juicios. No teniendo, pues, odio a cosa alguna de las que Él ha hecho, ¿quién podrá medir con exactitud el amor que tiene a los miembros de su Unigénito, y mucho menos el que tiene al Unigénito mismo, por el cual fueron creadas tanto las cosas visibles como las invisibles, a las que ama rectísima-mente según la ordenación de sus naturalezas? (S. Agustín – Tratado sobre el evangelio de san Juan)
Hch 25, 13-21; Jn 21, 15-19 El dilema lo formula acertadamente Festo delante de Agripa; san Pablo está preso por denuncia de las autoridades judías; en el proceso, ha advertido cuál es el asunto de fondo: "se trata de un difunto llamado Jesús, que Pablo sostiene que está vivo". Desde la perspectiva externa del procurador romano es una controversia religiosa que divide a los judíos y nada más. Para san Pablo, san Pedro y los demás seguidores cristianos es mucho más que eso. La victoria de Jesús resucitado pavimenta el camino a la plenitud de la vida. Si Pedro había renegado una y otra vez de Jesús, poniendo a salvo su propia vida, ahora ha descubierto que Dios resguarda y sostiene a los que le son fieles. La obediente fidelidad de Jesús fue ratificada por el Padre. Cuantos vivan como Él, llegarán a la plenitud.
Mientras tanto, Pedro y sus sucesores los PAPAS, tendrán que alentarlos a mantenernos fieles al Señor Jesús.
Como siempre al comenzar la oración, nos ponemos en la presencia de Dios:
En los días, a las puertas de Pentecostés, invocamos al Espíritu Santo con su himno para que guíe nuestra oración: "Ven Espíritu Santo, ilumina nuestra inteligencia y mueve nuestra voluntad," La idea en el mes del Corazón de Jesús: Corazón de Jesús formado por el Espíritu Santo en la tierra. La Santísima virgen María, nos pide nos acojamos a ese Corazón, comprensivo y lleno de ternura y que de sus manos nos venga ese don, manantial de agua viva que salta hasta la vida eterna.
Guiados por este Espíritu que guió a María, seremos santos. Nos guiaremos desde hoy en la oración por Él y experimentaremos sus gozos y sus dones como los recibe María, la mejor obra suya de la creación.
La segunda nos la ofrece una oración de estos días de la misa. Si nos fijamos, en todos estos días, no deja la Iglesia de hacer presente al Espíritu Santo. Estemos atentos:
"Te pedimos Dios de poder y misericordia que envíes tu Espíritu Santo, para que, haciendo morada en nosotros, nos convierta en templos de su gloria".
¡Qué atrevida y con qué fe viva dirige la Iglesia su oración! De forma directa que nos envíe su Espíritu Santo. Tiene claro su acción en nosotros que es la misma que fue en María y está segura que ocurre también en cada uno si con fe acudimos a la oración en estos días. Es quién guía a la iglesia, impulsa a los predicadores, misioneros, pone en sus labios las palabras oportunas y los gestos certeros, empuja a la fe, fecunda las aguas bautismales, se derrama por la imposición de manos, llena de gracia a María, hace unidad, alma que da vida, belleza espiritual, guía hasta la verdad, aporta su luz a todo pensamiento de la Iglesia y del hombre, es el corazón de ese Corazón de Jesús, horno ardiente de caridad.
La tercera la tomamos de un texto que se ha confeccionado para cada día de cada mes como se hace para el de la fiesta de Pentecostés, en la que celebramos la consolidación del nacimiento de la Iglesia Católica reunida en oración con María en el cenáculo: "Si no os hacéis como niños no entraréis en el reino de los cielos". (Mt 18,3) y cuenta dos anécdotas:
Una del niño que quería darle al botón del ascensor y su madre le decía que no podía y el niño le dice: "Si tú me ayudas". Es la confianza en la madre que nos hace llegar hacia ese Corazón por medio de su Espíritu.
Y la otra parecida en la que el niño estaba como ausente de la conversación de la madre contando los problemas de los mayores y de pronto se vuelve sobre el niño y le dice "¿Y tú no tienes problemas?". "No"- responde el niño- y le vuelve a preguntar: "¿Y por qué?" y el niño responde: -"Porque soy un niño".
Vamos a orar con humildad, como niños, esa sencillez que lo espera todo de la Madre. Por su intercesión se lo pidamos al Espíritu Santo en estos días.
¡Cuántos problemas nos evitaríamos!
Hch 28,16-20. 30-31; Jn 21,20-25 La función de testimoniar a Jesús resucitado era una de las acciones que daban sentido a hombres tan dispares como Juan, el pescador de Galilea, convertido en dirigente renombrado de numerosas comunidades católicas, que lo reconocían como "el discípulo amado" y a Pablo, "intelectual judío versado en las Escrituras". Los firmantes del cuarto Evangelio, aquilatan el testimonio de Juan y acreditan la confiabilidad del mensaje de vida. Por su parte, en el cierre de los Hechos de los Apóstoles, san Lucas nos reporta la comparecencia de Pablo en la sinagoga romana. Su llegada a la capital del imperio fue discreta. No pretendía llamar la atención para no contravenir las órdenes que le impusieron los jueces. Sin embargo, aún desde la prisión domiciliaria, testimoniaba el reinado de Dios ante las personas de buena voluntad que buscaban salvarse.
Este es el texto del Aleluya" antes de iniciar la lectura del Evangelio: "Les enviaré el espíritu de la verdad –dice el Señor-; Él les enseñará la verdad plena". Estamos suplicando a lo largo de esta semana con insistencia de enamorados y mendigos los siete dones del Espíritu Santo. Que se celebran en multitud de Iglesias, parroquias y comunidades la Vigilia de Pentecostés. Estos siete dones brotan del corazón abierto de Jesús. Nos los quiere regalar para que se haga realidad el encuentro deseado a lo largo de los años, en un abrazo del que ya nadie nos podrá separar. "Nada ni nadie nos separará del amor de Dios "( G.K. Chesterton se atreve a acotarlos y dice si cumplen con tal condición lo son si no la cumplen no lo son). No se dio cuenta que viene de DIOS y por tanto quien los obedece SON y para quien No, NO.
La vida moral de los católicos está sostenida por los dones del Espíritu Santo. Estos son disposiciones permanentes que hacen al hombre dócil para seguir los impulsos del Espíritu Santo. Los siete dones del Espíritu Santo son: sabiduría, inteligencia, consejo, fortaleza, ciencia, piedad y temor de Dios. La sabiduría es un carácter que se desarrolla con la aplicación de la inteligencia en la Experiencia propia, obteniendo conclusiones que nos dan un mayor entendimiento, que a su vez nos capacitan para reflexionar, sacando conclusiones que nos dan discernimiento de la verdad, lo bueno y lo malo. La sabiduría y la moral se interrelacionan dando como resultado un individuo que actúa con buen juicio. Algunas veces se toma sabiduría como una forma especialmente bien desarrollada de sentido común.
La Sabiduría constituye el vértice de la pirámide constituida, de menor a mayor complejidad, por dato, información, conocimiento y sabiduría.
En la Sabiduría se destaca el juicio sano basado en conocimiento y entendimiento; la aptitud de valerse del conocimiento con éxito y el entendimiento para resolver problemas, evitar o impedir peligros, alcanzar ciertas metas, o aconsejar a otros. Es lo opuesto a la tontedad la estupidez y la locura y a menudo se contrasta con éstas.
Santo Tomás de Aquino define la sabiduría como "el conocimiento cierto de las causas más profundas de todo" (In Metaphysica, I, 2). Por eso, para él, la sabiduría tiene como función propia ordenar y juzgar todos los conocimientos.
La sabiduría toma sus referencias de lo que se denomina memoria a largo plazo. En otras palabras, lo vivido ha de haberse experimentado con suficiente frecuencia o intensidad como para que no se borre de nuestro recuerdo, se inserte en los esquemas de lo que consideramos bueno o malo (sin relativismos o sea a tu gusto) y se tome en cuenta como parte de los procesos de supervivencia del individuo. El papel que juega este concepto en la selección natural es de vital importancia; aunque también impone una carga cuando el medio cambia y la memoria a largo plazo sólo rescata recuerdos que ya no son actuales, por lo que la edad, el envejecimiento y el desgaste neural suponen una desventaja en la readaptación del individuo en cuestión, dificultando la inserción de los nuevos datos en dicha memoria, dilatando los tiempos de respuesta y poniendo en grave peligro la supervivencia del individuo en el medio cambiante como en la filosofía en los que se aplican los medios cuánticos.
La inteligencia es la capacidad de pensar, entender, comprender, razonar, asimilar, elaborar información y emplear el uso de la lógica para resolver problemas. Sin embargo, de acuerdo con los especialistas no existe una definición universalmente aceptada de qué es inteligencia, por lo que no resulta fácil reducir el campo de estudio a una definición simple.
Por otra parte, es un hecho bien establecido que la inteligencia también está ligada a otras funciones mentales como la percepción a través de los sentidos como la percepción o capacidad de recibir la información, y la memoria o capacidad de almacenarla.
Un consejo es una manera de relacionar opiniones, creencias, valores, recomendaciones u orientaciones personales o institucionales acerca de ciertas situaciones retransmitidas en algún contexto hacia otra persona o grupo a menudo ofrecido como una guía para acción y/o conducta.
Poniéndolo un poco más simple, un mensaje de aviso es una recomendación acerca de lo que podría pensarse, decir, o de otra manera hacer frente a un problema, tomar una decisión, o manejar una situación y es frecuentemente atribuidos a la resolución de problemas búsqueda de estrategias y encuentro de soluciones, ya sea desde un punto de vista social o personal.
La fortaleza es una de las virtudes cardinales que consiste en vencer el temor y huir de la temeridad. Para los católicos, la fortaleza asegura la firmeza en las dificultades y la constancia en la búsqueda del bien, llegando incluso a la capacidad de aceptar el eventual sacrificio de la propia vida por una causa justa.
La fortaleza se describe como la virtud que da valor al alma para poder afrontar con coraje y vigor los riesgos, moderando el ímpetu de la audacia. Su fin es ordenar el apetito a la razón, de modo que la voluntad siga la razón cristiana ante los peligros o dificultades.
El don de ciencia es un hábito sobrenatural, infundido por Dios con la gracia santificante en el entendimiento del hombre, para que por obra del Espíritu Santo, juzgue rectamente, con lucidez sobrehumana, acerca de todas las cosas creadas, refiriéndolas siempre a su fin sobrenatural. Por tanto, en la consideración del mundo visible, el don de ciencia perfecciona la virtud de la fe, dando a ésta una luminosidad de conocimiento al modo divino (STh II-II,9).
Según esto, el hábito intelectual del don de ciencia es muy distinto de la ciencia natural, que a la luz de la razón conoce las cosas por sus causas naturales, próximas o remotas. Es también diverso de la ciencia teológica, en la que la razón discurre, iluminada por la fe, acerca de Dios y del mundo.
El don de ciencia conoce profundamente las cosas creadas sin trabajo discursivo de la razón y de la fe, sino más bien por una cierta con naturalidad con Dios, es decir, por obra del Espíritu Santo, con rapidez y seguridad, al modo divino. Ve y entiende con facilidad la vida presente en referencia continua a su fin definitivo, la vida eterna.
El don de ciencia, pues, trae consigo a un tiempo dos efectos que no son opuestos, sino complementarios. De un lado, produce una dignificación suprema de la vida presente, pues las criaturas se hacen ventanas abiertas a la contemplación de Dios, y todos los acontecimientos y acciones de este mundo, con frecuencia tan contingentes, tan precarios y triviales, se revelan, por así decirlo, como causas productoras de efectos eternos. Y de otro lado, al mismo tiempo, el don de ciencia muestra la vanidad del ser de todas las criaturas y de todas sus vicisitudes temporales, comparadas con la plenitud del ser de Dios y de la vida eterna.
No es fácil encarecer suficientemente hasta qué punto es necesario para la perfección el don de ciencia. Y hoy más que nunca. Todos los católicos y seres humanos, los niños y los jóvenes, los novios y los matrimonios, los profesores, los políticos, los hombres de negocios, los políticos, los párrocos y los religiosos, los obispos y los teólogos, necesitan absolutamente del don de ciencia para que sus mentes, dóciles a Dios, queden absolutamente libres de los condicionamientos envolventes del mundo en que viven.
Si pensamos que un cirujano que padece ofuscaciones frecuentes en la vista o que un conductor de autobús que sufre de vez en cuando mareos y desvanecimientos, no están en condiciones de ejercer su oficio, de modo semejante habremos de estimar que aquéllos que reciben importantes responsabilidades de gobierno, si no poseen suficientemente el don de ciencia, causarán sin duda grandes males en la sociedad y en la Iglesia. En el instante mínimo de la creación, Dios creo absolutamente todo, El que es toda perfección y amor no deja nada para después. Creo la ciencia descubierta y no descubierta hasta el momento actual, también las artes y cuanto la razón puede entender y no entender. En el comprensión humana. La ciencia (del latín scientia = conocimiento") es el conjunto ordenado de conocimientos estructurados sistemáticamente. La ciencia es el conocimiento que se obtiene mediante la observación de patrones regulares, de razonamientos y de experimentación en ámbitos específicos, a partir de los cuales se generan preguntas, se construyen hipótesis, se deducen principios y se elaboran leyes generales y sistemas organizados por medio de un método científico.
La ciencia considera y tiene como fundamento distintos hechos, que deben ser objetivos y observables. Estos hechos observados se organizan por medio de diferentes métodos y técnicas, (modelos y teorías) con el fin de generar nuevos conocimientos. Para ello hay que establecer previamente unos criterios de verdad y asegurar la corrección permanente de las observaciones y resultados, estableciendo un método de investigación. La aplicación de esos métodos y conocimientos conduce a la generación de nuevos conocimientos objetivos en forma de predicciones concretas, cuantitativas y comprobables referidas a hechos observables pasados, presentes y futuros. Con frecuencia esas predicciones pueden formularse mediante razonamientos y estructurarse como reglas o leyes generales, que dan cuenta del comportamiento de un sistema y predicen cómo actuará dicho sistema en determinadas circunstancias.
Piedad: Sana nuestro corazón de todo tipo de dureza y lo abre a la ternura para con Dios como Padre y para con los hermanos como hijos del mismo Padre. Clamar ¡Abba, Padre! Un hábito sobrenatural infundido con la gracia santificante para excitar en la voluntad, por instinto del E.S., un afecto filial hacia Dios considerado como Padre y un sentimiento de fraternidad universal para con todos los hombres en cuanto a hermanos e hijos del mismo Padre.
S.S. Juan Pablo II, Catequesis sobre el Credo, 28-V-1989.
La reflexión sobre los dones del Espíritu Santo nos lleva, hoy, a hablar de otro insigne don: la piedad. Mediante este, el Espíritu sana nuestro corazón de todo tipo de dureza y lo abre a la ternura para con Dios y para con los hermanos.
La ternura, como actitud sinceramente filial para con Dios, se expresa en la oración. La experiencia de la propia pobreza existencial, del vació que las cosas terrenas dejan en el alma, suscita en el hombre la necesidad de recurrir a Dios para obtener gracia, ayuda y perdón. El don de la piedad orienta y alimenta dicha exigencia, enriqueciéndola con sentimientos de profunda confianza para con Dios, experimentado como Padre providente y bueno. En este sentido escribía San Pablo: «Envió Dios a su Hijo…, para que recibiéramos la filiación adoptiva. La prueba de que sois hijos es que Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama: Abbá, Padre! De modo que ya no eres esclavo, sino hijo…» (Gal 4, 4-7; cfr Rom 8, 15).
La ternura, como apertura auténticamente fraterna hacia el prójimo, se manifiesta en la mansedumbre. Con el don de la piedad el Espíritu infunde en el creyente una nueva capacidad de amor hacia los hermanos, haciendo su Corazón de alguna manera participe de la misma mansedumbre del Corazón de Cristo. El católico «piadoso» siempre sabe ver en los demás a hijos del mismo Padre, llamados a formar parte de la familia de Dios, que es la Iglesia. Por esto el se siente impulsado a tratarlos con la solicitud y la amabilidad propias de una genuina relación fraterna.
El don de la piedad, además, extingue en el corazón aquellos focos de tensión y de división como son la amargura, la cólera, la impaciencia, y lo alimenta con sentimientos de comprensión, de tolerancia, de perdón. Dicho don está, por tanto, en la raíz de aquella nueva comunidad humana, que se fundamenta en la civilización del amor.
Temor de Dios es temer de no agradarle, si no le agradan a Dios nuestros hechos estamos separados de El.
Temor de Dios: Espíritu contrito ante Dios, consientes de las culpas y del castigo divino, pero dentro de la fe en la misericordia divina. Temor a ofender a Dios, humildemente reconociendo nuestra debilidad. Sobre todo: temor filial, que es el amor de Dios: el alma se preocupa de no disgustar a Dios, amado como Padre, de no ofenderlo en nada, de "permanecer" y de crecer en la caridad (cfr Jn 15, 4-7).
S.S. Juan Pablo II, Catequesis sobre el Credo, 11 -VI-1989.
Hoy deseo completar con vosotros la reflexión sobre los dones del Espíritu Santo. El Último, en el orden de enumeración de estos dones, es el don de temor de Dios.
La Sagrada Escritura afirma que "Principio del saber, es el temor de Yahveh" (Sal 110/111, 10; Pr 1, 7). ¿Pero de que temor se trata? No ciertamente de ese «miedo de Dios» que impulsa a evitar pensar o acordarse de El, como de algo que turba e inquieta. Ese fue el estado de ánimo que, según la Biblia, impulsó a nuestros progenitores, después del pecado, a «ocultarse de la vista de Yahveh Dios por entre los árboles del jardín» (Gen 3, 8); este fue también el sentimiento del ciervo infiel y malvado de la parábola evangélica, que escondió bajo tierra el talento recibido (cfr Mt 25, 18. 26).
Pero este concepto del temor-miedo no es el verdadero concepto del temor-don del Espíritu. Aquí se trata de algo mucho más noble y sublime: es el sentimiento sincero y de búsqueda que el hombre experimenta frente a la tremenda presencia de Dios, especialmente cuando reflexiona sobre las propias infidelidades y sobre el peligro de ser «encontrado con culpa» (Dn 5, 27) en el juicio eterno, del que nadie puede escapar.
El creyente se presenta y se pone ante Dios con el «espíritu contrito» y con el «corazón humillado» (cfr Sal 50/51, 19), sabiendo bien que debe atender a la propia salvación «con temor y temblor» (Flp, 12). Sin embargo, esto no significa miedo irracional, sino sentido de responsabilidad y de fidelidad a su ley.
El Espíritu Santo asume todo este conjunto y lo eleva con el don del temor de Dios. Ciertamente ello no excluye la trepidación que nace de la conciencia de las culpas cometidas y de la perspectiva del castigo divino, pero la suaviza con la fe en la misericordia divina y con la certeza de la solicitud paterna de Dios que quiere la salvación eterna de todos. Sin embargo, con este don, el Espíritu Santo infunde en el alma sobre todo el temor filial, que es el amor de Dios: el alma se preocupa entonces de no disgustar a Dios, amado como Padre, de no ofenderlo en nada, de "permanecer" y de crecer en la caridad (cfr Jn 15, 4-7).
De este santo y justo temor, conjugado en el alma con el amor de Dios, depende toda la práctica de las virtudes católicas, y especialmente de la humildad, de la templanza, de la castidad, de la mortificación de los sentidos. Recordemos la exhortación del Apóstol Pablo a sus católicos: "Queridos míos, purifiquémonos de toda mancha de la carne y del espíritu, consumando la santificación en el temor de Dios» (2 Cor 7, 1).
De el Rey David. Salmo 50 A un corazón contrito, Señor, no lo desprecias.
Por tu inmensa compasión y misericordia, Señor, apiádate de mí y olvida mis ofensas. Lávame bien de todos mis delitos y purifícame de mis pecados.
A un corazón contrito, Señor, no lo desprecias.
Puesto que reconozco mis culpas, tengo siempre presentes mis pecados. Contra ti solo pequé, Señor, haciendo lo que a tus ojos era malo.
A un corazón contrito, Señor, no lo desprecias.
Tú, Señor, no te complaces en los sacrificios y si te ofreciera un holocausto, no te agradaría. Un corazón contrito te presento, y a un corazón contrito, tú nunca lo desprecias.
A un corazón contrito, Señor, no lo desprecias.
Pertenecen en plenitud a Cristo, Hijo de David (cf Is 11, 1-2). Completan y llevan a su perfección las virtudes de quienes los reciben. Hacen a los fieles dóciles para obedecer con prontitud a las inspiraciones divinas. Que tu espíritu bueno me guíe por una tierra llana (Sal 143,10).
Todos los que son guiados por el Espíritu de Dios son hijos de Dios… Y, si hijos, también herederos; herederos de Dios y coherederos de Cristo (Rm 8,14.17 El Evangelio nos relata esa escena entrañable tras la última aparición de Cristo resucitado en el lago de Tiberiades a sus discípulos.
Jesús toma a parte a Pedro y comienza un diálogo con él. "Pedro, volviéndose, vio que los seguía el discípulo amado a quien Jesús tanto amaba " Al verlo, Pedro dice a Jesús: -"Señor, y éste ¿qué?".
Jesús le contesta: – "Si quiero que este se quede hasta que yo venga, ¿a ti qué? Tú sígueme".
Pero lo importante, es que Jesús te ha llamado a ti y a mí, y él lo que te pide es que seas tú el que le sigas. "Tú, sígueme". Lo que haga el Señor con tus amigos, con tu familia no te debe preocupar porque para todos se queda Él y le seguirán cada uno a su manera. "Tú, sígueme, aquí y ahora".
Recuerdas también este texto: "Yo estaré con vosotros todos los días hasta el fin del mundo". Y efectivamente se queda en la Sagrada Eucaristía, Cuando dice antes de ir al monte de los olivos. Esto es mi cuerpo (pronombre demostrativo neutro, se emplea para indicar cercanía en espacio o tiempo, así El quiere quedarse con nosotros hasta el final de los tiempos y El está vivo presente en el Sagrario o expuesto) y Esta es mi sangre, no dice este porque solo serviría para ese momento entre El y sus Apóstoles, El, Jesus Señor y Dios nuestro, verdadero Dios y verdadero hombre y con su Espíritu Santo, (Padre en tus manos encomiendo mi Espíritu), (Indica o señala algo que está cerca, en el espacio o el tiempo, de la persona que habla, y también se usa para referirse a una persona o cosa mencionada anteriormente, Indican la distancia relativa entre dos objetos, entre una persona y una cosa o entre dos personas. dice Esto porque es para estar con nosotros hasta el final de los días. Primero quiere mi cercanía e intimidad para que le sienta presente realmente todos los días de mi vida. Y además toda nuestra vida vivirá de esperanza porque siempre estará cerca de nosotros, no podremos ponernos fuera de su alcance.
"Entremos en esta locura del amor divino. Cuando Jesús estaba para salir de este mundo, fue cuando más mostró el fuego de su amor. En el momento de morir, cuando el hombre se agarra más a la vida y se olvida de todo, Jesús se desprende de la suya y se acuerda de nosotros. Y hecho pan se dio a los suyos en alimento. Y los suyos comieron para tener vida. Él muere, nosotros vivimos".
Hch 2,1-11; 1 Co 12, 3-7. 12-13; Jn 20, 19-23 En el principio del relato que nos refiere el cuarto Evangelio, los discípulos siguen atolondrados, el miedo a terminar sus días de manera violenta como su Maestro, los paraliza y los mantiene encerrados a piedra y lodo y turbados en su espíritu. Por eso mismo el Señor Jesús les ofrece el don de la paz. El saludo es reiterado un par de veces para ratificar el valor fundamental que Jesús les quería entregar. El nexo que vincula ambos relatos es la efusión del Espíritu Santo. Cada evangelista lo refiere de manera distinta. San Juan lo hace sin mencionar ningún evento extraordinario; en cambio san Lucas registra un ruido y un viento tan llamativo que atrajo la atención de numerosos curiosos, que advirtieron la manifestación del fuego divino, en la comunicación del mensaje del Espíritu Santo, de Jesús, de Dios, en una diversidad de códigos y lenguas.
* Dejamos la palabra a san Juan Pablo II en su homilía de la Solemnidad de Pentecostés (Basílica de San Pedro,1980): "Venerados hermanos y queridísimos hijos:
He aquí que ha llegado de nuevo para nosotros, de acuerdo con el orden del calendario litúrgico, "el día de Pentecostés"… (Act 2, 1), día de particular solemnidad que, por dignidad de celebración y riqueza de contenido espiritual, se equipara al día mismo de la Pascua. ¿Es posible establecer un parangón entre el Pentecostés, de que hablan los Hechos de los Apóstoles, que tuvo lugar 50 días después de la Resurrección del Señor, y el Pentecostés de hoy? Sí, no sólo es posible, sino que es cierta, indudable y corroborante esta conexión en la vida y para la vida de la Iglesia, a nivel tanto de su historia bimilenaria, como de la actualidad del tiempo que estamos viviendo, como hombres de esta generación. Nosotros tenemos el derecho, el deber y la alegría de decir que Pentecostés continúa. Hablamos legítimamente de "perennidad" de Pentecostés. Efectivamente, sabemos que cincuenta días después de la Pascua los Apóstoles, reunidos en el mismo Cenáculo que había sido antes el lugar de la primera Eucaristía y, luego, del primer encuentro con el Resucitado, descubren en sí la fuerza del Espíritu Santo que descendió sobre ellos, la fuerza de Aquel que el Señor les había prometido repetidamente a precio de su padecer mediante la cruz, y fortalecidos con esta fuerza, comienzan a actuar, esto es, a realizar su servicio. La Iglesia apostólica se consolida en los apóstoles y nace para todos universalmente. Pero hoy también —he aquí la conexión— la basílica de San Pedro, aquí en Roma, es como una prolongación, es una continuación del primitivo Cenáculo jerosolimitano, como lo es todo templo y capilla, como lo es todo lugar en el que se reúnen los discípulos y los confesores del Señor: y nosotros estamos aquí reunidos para renovar el misterio de este gran día.
Este misterio se debe manifestar de modo particular —como sabéis— mediante el sacramento de la Confirmación que hoy, después de la preparación conveniente, van a recibir los numerosos muchachos y jóvenes católicos de la diócesis de Roma, que se han reunido aquí. A estos hijos, precisamente porque son los destinatarios del "don de Dios Altísimo" y beneficiarios de la acción inefable de su Espíritu, se dirige esta mañana mi primer saludo, que quiere significar la predilección y la confianza que siento por ellos. Y mi saludo se extiende, después, a sus padrinos y madrinas, a sus padres y familiares y a cuantos participan en esta significativa y sugestiva celebración, en unión de intenciones y de sentimientos.
Ahora debemos reflexionar que Pentecostés comenzó precisamente la tarde misma de la Resurrección, cuando el Señor resucitado —como ha referido el Evangelio que se acaba de proclamar (Jn 20, 19-20)— vino por vez primera a sus discípulos en el Cenáculo y, después de saludarles con el deseo de la paz, alentó sobre ellos y dijo: "Recibid el Espíritu Santo; a quien perdonareis los pecados, les serán perdonados…" (ib., 22-23). Este es, pues, el don pascual, porque estamos en el primer día, es decir, como en el elemento generador de esa serie numérica de días, en la que el día de Pentecostés es exactamente el cincuenta; porque estamos en el punto de partida, que es la realidad de la resurrección, en virtud de la cual, según una relación de causalidad más que de cronología Cristo ha dado el Espíritu Santo a la Iglesia como el don divino y como la fuente incesante e inagotable de la santificación. En otras palabras, debemos considerar que, la tarde misma de su resurrección, con una puntualidad impresionante, Cristo cumple la promesa hecha tanto en privado como en público, hecha a la mujer de Samaria y a la multitud de los judíos, cuando hablaba de un agua viva y saludable, e invitaba a ir a El para poderla sacar en abundancia y apagar con ella para siempre la sed (cf. Jn 4, 10. 13-14; 7, 37). "Esto dijo —comenta el Evangelista— del Espíritu, que habían de recibir los que creyeran en El, pues aún no había sido dado el Espíritu, porque Jesús no había sido glorificado" (Jn 7, 39). Así, pues, apenas llegó la glorificación, esa misma promesa del envío-venida (quem mittet; cum venerit) del Espíritu Paráclito, confirmada formalmente "pridie quam pateretur" a sus Apóstoles (Jn 14, 16. 26; 15, 26; 16, 7-8. 13) fue inmediatamente cumplida.
"Recibid el Espíritu Santo…", y este don de santidad comienza a actuar enseguida: la santificación empieza —según las palabras mismas de Jesús— por la remisión de los pecados. Primero está el bautismo, el sacramento de la cancelación total de las culpas, cualquiera que sea su número y su gravedad; luego, está la penitencia, el sacramento de la reconciliación con Dios y con la Iglesia, y todavía la unción de los enfermos. Pero esta obra de santificación siempre alcanza su culmen en la Eucaristía, el sacramento de la plenitud de santidad y de gracia: "Meas impletur gratia". Y en este admirable flujo de vida sobrenatural, ¿qué lugar corresponde a la confirmación? Es necesario decir que la misma santificación se manifiesta también en el robustecimiento, precisamente en la confirmación. Efectivamente, también en ella está en sobreabundante plenitud el Espíritu Santo y santificante, en ella está el Espíritu de Jesús para actuar en una dirección peculiar y con una eficacia totalmente propia: es la dirección dinámica, es la eficacia de la acción interiormente inspirada y dirigida de Dios en nuestra vida. También esto estaba previsto y predicho: "Pero habéis de permanecer en la ciudad hasta que seáis revestidos del poder de lo alto" (Lc 24, 49); "Pero recibiréis el poder del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros" (Act 1, 8). La naturaleza del sacramento de la confirmación brota de esta concesión de fuerza que el Espíritu de Dios comunica a cada bautizado, para convertirlo —según la conocida terminología catequística en católico y seguidor como perfecto soldado de Cristo, dispuesto a testimoniar con valentía su resurrección y su virtud redentora: "Y vosotros seréis mis testigos" (Act 1, 8).
Si éste es el significado particular de la confirmación para vigorizar más en nosotros "al hombre interior", en la triple línea de la fe, de la esperanza y de la caridad, es fácil comprender cómo la confirmación tiene, por consecuencia directa, un gran significado también para la construcción de la comunidad de la Iglesia, como Cuerpo de Cristo (cf. II lectura de 1 Cor 12). También es preciso dar el debido realce a este segundo significado, porque permite captar, además de la dimensión personal, la dimensión comunitaria y, propiamente, eclesial en la acción fortificante del Espíritu. Hemos escuchado a Pablo que nos hablaba de esta acción y de la distribución, por el Espíritu, de sus carismas "para utilidad común". ¿Acaso no es verdad que en esta elevada perspectiva se encuadra la amplia y tan actual temática del apostolado y, de modo especial, del apostolado de los laicos? Si "a cada uno se le da una manifestación particular del Espíritu para utilidad común", ¿cómo podría un católico sentirse extraño o indiferente o exonerado en la obra de edificación de la Iglesia? De aquí se deriva la exigencia del apostolado laical y se define como respuesta debida a los dones recibidos. A este respecto, pienso que será bueno volver a tomar en la mano —me limito a una simple alusión— ese texto conciliar que, sobre los fundamentos bíblico-teológicos de nuestra inserción por medio del bautismo en el Cuerpo místico de Cristo, y de la fuerza recibida del Espíritu Santo por medio de la confirmación, presenta el ministerio que corresponde a cada uno de los miembros de la Iglesia como una "gloriosa tarea de trabajar". "Para el ejercicio de este apostolado —se añade—, el Espíritu Santo da a los fieles también dones particulares", de modo que se deriva de ellos correlativamente la obligación de trabajar y de cooperar a la "edificación de todo el Cuerpo en la caridad" (cf. Apostolicam actuositatem, proem. y núm. 3).
La confirmación —como todos sabemos y como se les ha explicado, queridos jóvenes y muchachos, a quienes se les confiere hoy— se recibe una sola vez en la vida. Sin embargo, debe dejar una huella duradera: precisamente porque sella indeleblemente el alma, jamás podrá reducirse a un recuerdo lejano o a una evanescente práctica religiosa que se agota enseguida. Por tanto, es necesario preguntarse cómo el encuentro sacramental y vital con el Espíritu Santo que hemos recibido de las manos de los Apóstoles mediante la confirmación, pueda y deba perdurar y arraigarse más profundamente en la vida de cada uno de nosotros. Nos lo demuestra espléndidamente la Secuencia de Pentecostés Veni Sancte Spiritus: ella nos recuerda, ante todo, que debemos invocar con fe, con insistencia, este don admirable, y nos enseña también cómo debemos invocarlo. Ven, Espíritu Santo, envíanos un rayo de tu luz… Consolador perfecto, danos tu dulce consuelo, el descanso en la fatiga y alivio en el llanto. Danos tu fuerza, porque sin ella nada hay en nosotros, nada hay sin culpa.
Como aludí al principio, Pentecostés es día de alegría, y me place expresar una vez más este sentimiento por el hecho de que podemos de tal manera renovar el misterio de Pentecostés en la basílica de San Pedro.
Pero el Espíritu de Dios no está circunscrito: sopla donde quiere (Jn 3, 8), penetra por todas partes, con soberana y universal libertad. Por esto desde el interior de esta basílica, como humilde Sucesor de ese Pedro, que precisamente el día de Pentecostés inauguró con valentía intrépidamente apostólica el ministerio de la Palabra, encuentro ahora la fuerza para gritar Urbi et Orbi: "Ven, Espíritu Santo, llena los corazones de tus fieles, y enciende en ellos el fuego de tu amor". Que así sea para toda la Iglesia, para toda la humanidad". ORACIÓN: Dios todopoderoso, que derramaste el Espíritu Santo sobre los apóstoles, reunidos en oración con María, la Madre de Jesús, concédenos, por intercesión de la Virgen, entregarnos fielmente a tu servicio y proclamar la gloria de tu nombre con testimonio de palabra y de vida. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.
Autor:
Arquitecto Roberto Saldivar Olague
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