En la región selvática que divide la actual República Democrática del Congo y Angola, un niño cuyo padre, el Soba de la tribu ha fallecido de forma repentina y sin nombrar heredero, se ve inmerso en un complejo y violento torbellino de acontecimientos que lo obligan a valerse por sí mismo, solo en el medio de la peligrosa jungla, mientras es perseguido y acorralado por hombres y fieras salvajes, poniendo a prueba la resistencia de la naturaleza humana en las condiciones más adversas y difíciles posibles.
La guerra por asumir el poder en la aldea del recién fallecido Mkemba IV comenzó tan pronto los ojos del viejo Soba se cerraron muerto de forma repentina al atravesársele una gran espina de "peixe" en la garganta. Su mujer favorita Mkamba, sus otros hijos y el gran fetichero de la tribu, presentes en el yantar, hicieron todo lo posible por extraerle la maldita espina sin resultado alguno; esto provocó que se asfixiara y falleciera en una muerte poco agradable.
El momento no podía ser peor, no se había tomado decisión alguna sobre la designación de su sucesor y la región atravesaba una difícil situación política con limitadas garantías y desestabilizada totalmente por los movimientos opositores independentistas que luchaban por la liberación de Angola del decadente imperio, o más bien del colonialismo portugués.
Precisamente en ese yantar se encontraban las autoridades portuguesas locales necesitadas de pactar y llegar a acuerdos con el viejo Soba sobre el apoyo de la tribu a las autoridades colonialistas, lo que traería grandes ventajas para el Soba, más que para la tribu, traicionando las aspiraciones libertarias de la población del país. Ya de hecho uno de sus hijos el astuto Mkeba colaboraba estrechamente con los portugueses y era su guía de mayor confianza cuando tenían que incursionar en las selvas en busca de los guerrilleros.
Sin dar tiempo para el sepelio, ni ofrecer las honras fúnebres tradicionales al distinguido jefe para su reunión en el más allá con sus ancestros, y mucho menos para que se reuniera el venerable Consejo de Ancianos, Ekeba, el mayor y menos agraciado física y mentalmente de los numerosos hijos del Soba arrebató el bastón de las manos de su difunto padre y comenzó una persecución despiadada sobre sus medios hermanos, madrastras y todo el que opuso algún elemento razonable a aquella manifestación de barbarie.
Así las cosas, perseguida por los hombres del Soba usurpador, Mkamba consorte preferida de éste y su pequeño hijo de unos diez años Mkombo, ayudada por algunos venerables ancianos abandonó la aldea internándose en la peligrosa floresta a merced de las fieras carnívoras, que acechan constantemente en aquellos remotos parajes. El ser una hermosísima morena no le sirvió de nada y a poco fue encontrada y ensartada por las lanzas de los guerreros subordinados de Ekeba y al final macheteada por estos con sus afiladas catanas hasta estar plenamente convencidos de su muerte.
La suerte del pequeño Mkombo fue diferente, pues su madre atrajo hacia sí a los perseguidores y depositó a su hijo en el hueco del tronco semiseco de un árbol en cuyas altas ramas chillaban los monos como en una orquesta completamente desafinada para el martirio de cualquier oído humano.
Viendo los sanguinarios guerreros que no daban con el pequeño y que ya amanecía decidieron regresar con la cabeza de la soba consorte enganchada a un palo, pues pensaron, como era de esperar, que el pequeño no pudiese sobrevivir solo en el medio de la floresta llena de peligros y de múltiples fieras salvajes al acecho. Por otra parte, les preocupaba el estar a tiempo en el Kimbo para obtener recompensas del nuevo Soba y puestos relevantes en la tribu. Así que sin continuar la búsqueda partieron de regreso confiando a la vorágine de la selva el destino de la crianza.
Durante toda la noche, Mkombo asustado, no pudo dormir ni un instante sin conocer el cruel martirio de su madre que hasta el último momento había suplicado piedad y rogado por la vida de su hijo.
Con las primeras luces del alba, el pequeño salió en busca de su madre gritando su nombre y llamándola, hasta que dio con el cuerpo mutilado y ensangrentado de ésta. De más está narrar la reacción del niño que lloró desconsoladamente sobre su cuerpo hasta entrada la tarde en que sintió el aullido de las hienas y de otros depredadores carroñeros y carnívoros, que olfateaban la muerte y la sangre desde grandes distancias. Solo pudo cubrir el decapitado cuerpo con ramas y hierbas secas, que arrancó con sus manos y que aunque no serían un obstáculo para las garras de los sanguinarios mamíferos sí le darían el consuelo de haberla enterrado aunque fuese provisionalmente.
Al caer la noche buscó de nuevo refugio en el tronco de aquel árbol donde había estado la noche anterior, pero éste ya había sido descubierto por los carnívoros que rugían muy cerca por lo que se vio obligado a trepar hasta donde le permitieron sus fuerzas disminuidas y evitar una muerte segura abajo.
Más alto, en el árbol, los monos gritaban y emitían lo que para él eran horrendos chillidos hasta que se fue acostumbrando y logró conseguir un sueño de cansancio y lleno de horribles pesadillas, aunque no más macabras que las de la vida real. Al despertar se vio sacudido y rodeado por los macacos, cuyas intenciones no pudo comprender en ese momento sin darse cuenta si era un juego o una amenaza.
Y en verdad al parecer había de las dos cosas o los monos interpretaban las muestras de afecto por fuertes sacudiones y gestos feos en sus rostros con las mandíbulas abiertas mostrando sus afilados dientes o realmente significaban signos agresivos. Aunque no se asustó porque conocía las costumbres de los simios y que estos en particular no eran carnívoros, sí, lo estaba y también temeroso por una posible caída o que lo lastimaran aquellos largos miembros fuertes y flexibles.
Por mucho que protestó y gritó no logró nada y a punto estaba de bajar cuando el fuerte rugido de un leopardo hizo que sus molestadores vecinos se dispersaran y subieran a lo alto de las copas del árbol. Entonces se percató de que se trataba de una fiera trepadora y que podía llegar fácilmente a la rama donde se encontraba por lo que trató de subir aun más, pero perdió el equilibrio porque sus fuerzas le fallaban y ya a punto de caer se encontró con un fuerte y flexible brazo que lo elevó por los aires saltando por las ramas hasta lejos de las fauces grandes y abiertas del depredador, que aunque se mantuvo un tiempo desafiante y rugiendo con fuerza, a poco abandonó el árbol en busca de otra presa más asequible martirizado por los chillidos y gritos de los simios.
Quien lo agarró fue una vieja chimpancé casi ciega por los años que lo había confundido con uno de los suyos y lo siguió confundiendo mientras vivió como un simio más integrado a aquel grupo salvaje.
Aquello fue su salvación y permitió la integración del niño como un miembro más de la manada de chimpancés y su liberación de una muerte segura en la intrincada selva africana.
Y no es que la vida del niño fuese fácil entre aquellos simios, algunos de los cuales lo zarandeaban y le pegaban fuertes manotazos convencidos de que era un extraño entre ellos, pero la autoridad de aquella mona, madre del mismísimo jefe macaco y abuela, bisabuela y tatarabuela tal vez de aquellos simpáticos y para él crueles chimpancés garantizó su supervivencia entre ellos y la posibilidad de aprender y asimilar las buenas y malas costumbres de los monos y sobretodo cómo alimentarse de forma variada de múltiples frutos, hojas y retoños tiernos que garantizaron su manutención en aquellas difíciles condiciones.
Pero tal vez lo más importante fue, la posibilidad de sobrevivir a las peligrosas fieras carnívoras amparado en el dominio de la altura, su agilidad y el grupo numeroso de simios, y también sus espantosos e insoportables chillidos. Por otra parte, el carácter nómada de la manada lo alejó del infierno en que se había convertido la tribu.
La guerra por el poder duró meses hasta que fue derrocado Ekeba. Éste y sus hombres más allegados sufrieron igual suerte que la desdichada Mkamba y puede que aun peor pues sus cuerpos arrojados al río fueron presa de los cocodrilos y los grandes y feroces peces que habitan las oscuras aguas de los afluentes del Congo. El Soba usurpador fue derrocado por su medio hermano Mkeba, apoyado por los portugueses y con el auxilio de armas de fuego relativamente modernas a las que no pudieron enfrentarse los nativos fieles a su medio hermano.
Si cruel había sido el corto reinado de Ekeba, el de Mkeba fue peor pues a más de la dictadura tribal se sumó la injerencia portuguesa y la sed de riquezas de funcionarios y militares corruptos que sólo buscaban enriquecerse rápidamente con la sangre y el sudor de los nativos.
Por su parte, Mkombo no sólo aprendía las artes de vida y supervivencia de los simios, también a interpretar su lenguaje sonoro, las señales de aviso, de odio, de temor, de alegría y las notables habilidades acrobáticas de éstos, aunque siempre como era de esperar, seguía siendo el último y más inepto en la manada. A pesar de esto, logró hacer algunos amigos que le ayudaron a soportar sus frecuentes penurias y a familiarizarse de la rica y abundante flora y fauna de la floresta, a conocer el entorno, los caminos y senderos, los lugares más recónditos y a moverse con libertad en un mundo desconocido para el resto de los humanos, además su pelo crecido y abultado y sus ademanes lo hacían parecer un simio desde lejos.
Todo hubiese transcurrido así por siempre, hasta que un día falleció su protectora, haciéndosele más difícil convivir con sus compañeros de viaje continuo por la selva. Pero una vez más acudió en su ayuda la providencia y se encontró, de repente, con un grupo de comerciantes de diversas etnias, incluyendo algún europeo que viajaban en grupo por la selva buscando caminos desconocidos por donde eludir a las autoridades coloniales, cada vez más exigentes y rapaces, sobre todo para individuos como ellos que estaban casi al margen de la ley comerciando a ambos lados de la frontera.
Como era de esperar, de inicio casi lo confunden con un mono, pero él no había olvidado su idioma a pesar de que no lo practicaba y a poco lo reconocieron como un ser humano y lo integraron a su grupo puede que más por necesidad que por humanismo, pues este sentimiento tiene un valor relativo cuando se está al margen de la ley y acechado por numerosos peligros.
Era realmente una persona así a quien necesitaban aquellos comerciantes, capaz de guiarlos por la floresta y cruzar cuantas veces quisieran la frontera eludiendo a las autoridades coloniales, así como de las zonas que frecuentan las fieras peligrosas. Con ellos Mkombo completó su compleja educación pues estos hombres aventureros natos, muchos de ellos prófugos de las leyes de sus etnias o países, viajaban por extensas regiones llanas o selváticas intercambiando ropas, diamantes, armas, marfil y hasta un ser humano si era necesario.
Viajó por extensas regiones del norte y el este de Angola, visitó numerosas aldeas, aprendió las lenguas chowke, lunda, ambundo, etc. Conoció también el amor y el desengaño de una preciosa o fea joven morena, de algún burdel, que le arrancó la virginidad en el primer encuentro.
Pero sobretodo aprendió a negociar, a ganar siempre, aunque fuese un mínimo en cualquier transacción, a engañar, a engatusar, a emplear el arte de la diplomacia más que el de las armas, sin darse cuenta que estaba reuniendo las dotes de un estadista que no demoraría mucho en lucir.
Después de una década andando con los comerciantes conoció la noticia de la muerte de Mkeba a manos de un grupo de guerrilleros, a quienes había hecho mucho daño, traicionándolos y sirviendo a los intereses colonialistas.
No lo dudó mucho y acompañado por algunos de sus nuevos amigos, deseosos de correr una nueva aventura, se presentó de improviso en la aldea a reclamar sus derechos como Soba de la tribu, por ser hijo de Mkembe IV. De más está decir que tuvo la oposición de de inmediato de sus parientes lejanos, incluso que dudaban o querían hacer creer que no era este su linaje ni su identidad, tampoco recibió el apoyo, de inicio de las autoridades portuguesas, pero el poder de éstas se encontraba muy debilitado no sólo por la situación política en la región y los movimientos de opositores, cada vez más difíciles de reprimir, sino también por el nuevo escenario internacional; donde el colonialismo era reconocido como uno de los males mayores de la humanidad. Día a día se sucedía la declaración de independencia de diversas naciones africanas y ya el poder portugués no aguantaba más.
De todas formas el ansia de poder de sus parientes era muy grande y trataron incluso de asesinarlo, de lo que se salvó gracias a sus acompañantes, que estaban muy bien armados.
Mkombo, aunque mostraba rasgos, cicatrices y otros elementos físicos que lo asemejaban a su padre, no podía convencer a nadie de su parentesco y mucho menos la historia de supervivencia en la selva durante más de cuatro años.
Pese a todo dialogaba hasta con sus más recalcitrantes enemigos, pero no lograba nada, hasta que un día le pidió a todos que lo acompañaran a la floresta y aun sin entrar lanzó agudos gritos que fueron respondidos por criaturas lejanas, estableciéndose un dialogo de chillidos cada vez más alto por el acercamiento de los animales que respondían a su llamado. A poco, pese a la presencia de los humanos, asomaron sus rostros simios que se comunicaban con él, y hasta puede que algunos de sus antiguos compañeros de la manada. Esto fue suficiente para convencer a todos y hacer pensar que los fetiches que protegían a Mkombo eran obra divina o directamente de ancestros poderosos, por lo cesó toda resistencia. Pero para ser más convincente, uno de los pequeños macacos amigos, permaneció a su lado y se negó a entrar de nuevo en la selva.
A la fiesta de coronación asistieron los sobas de todas las tribus cercanas, no así las autoridades portuguesas que abandonarían en pocas semanas el territorio pues se habían producido importantes acontecimientos en un movimiento militar pacífico que derrocó a la dictadura militar existente en Portugal; lo que se dio en llamar la Revolución de las Flores. Asistieron de forma disimulada combatientes de los grupos opositores, con los que Mkombo había comenzado a negociar antes de empezar su gobierno.
Durante su investidura prometió muchas cosas, algunas cumplió durante su largo mandato y otras no, pero fueron importantes la abolición de la servidumbre, los castigos corporales y la pena de muerte, el perdón a los delitos cometidos con anterioridad, el comercio libre con las demás tribus y etnias y otras más necesarias para acercar la vida un tanto primitiva de su pueblo a los progresos de la civilización. Reinstauró el Consejo de Ancianos como especie de parlamento tribal, incluyendo sus compañeros comerciantes, convertidos en distinguidos funcionarios tribales y en hábiles consejeros. Acogió favorablemente la llegada de nativos de otras etnias y su asimilación gradual en la comunidad, lo que posibilitó el incremento de la población diezmada por los conflictos internos relacionados con el proceso de sucesión. Por último, organizó una fuerza pública de orden y creó una especie de pequeña y primitiva flota mercante con canoas de grandes dimensiones que surcaron los afluentes del Congo y hasta el mismo río facilitando la pesca y el comercio.
Sin embargo, no triunfó su proyecto de prohibir la cacería de monos pues nadie compartió la idea y aunque fue dispuesto se incumplía con frecuencia, pero él en lo particular respetó la vida de los macacos y pese a que en los yantares se servía este tipo de plato con frecuencia, rechazaba este bocado. Tampoco estableció la igualdad tribal y mucho menos con las mujeres que siguieron siendo víctimas de una cruel servidumbre, mantuvo la poligamia, el rapto de doncellas y otras medidas arcaicas que afearon su mandato. Tampoco se preocupó de inicio, por la educación de los niños, aunque hechos sucesivos, para mantener las buenas relaciones con el nuevo sistema de gobierno lo hicieron ceder en este punto tan necesario para el desarrollo tribal en la época moderna.
En resumen, aunque afianzó y elevó el poder de su tribu, hasta convertirla en una de las más importantes del norte, no superó los moldes de la época al menos de forma espontánea, aunque sí se hizo costumbre el negociar todo y llegar a tomar acuerdos sin violencia; aunque en ellos trataba de obtener algún beneficio personal.
Cuentan por último, que en los atardeceres penetraba en la floresta acompañado del pequeño simio que se había negado a permanecer en la selva y que siempre se mantenía a su lado incluso en las sesiones de gobierno. Se les veía entrar emitiendo chillidos como si mantuvieran una animada conversación o recordaran importantes sucesos en que el poderoso Mkombo I era uno más de una bandada de monos, e incluso, el menos importante de todos.
El Soba de la tribu no dejaba de mostrar su enfado, de momentos los ojos se le agrandaban y se enrojecían motivados por la furia y el enojo, mientras que sus amplias fosas nasales absorbían y respiraban aire como si de la chimenea de una locomotora de vapor se tratase. No era para menos, las autoridades locales le habían informado, que al día siguiente un enviado de educación del gobierno, y por más un cooperante que no sabia ni de que país era, visitaría el "kimbo" con el objeto de discutir el asunto de la incorporación de los niños a la escuela local cercana. Esto no tenía precedentes en la historia de la aldea, ni ningún anciano recordaba algo semejante, incluso, en los tiempos en que gobernaban los portugueses. Siempre se había considerado que las crianzas estaban destinadas a aprender lo mismo que sus padres, sin asistir a clases y eso se trasmitía de generación en generación desde la época de los reyes del Congo.
Mkombo I gobernaba una de las aldeas más grandes e importantes del norte de Angola cerca de la frontera con Zaire (actual República Democrática del Congo), rigiendo sobre la vida y el destino de cientos de personas. Su linaje era muy antiguo y se remontaba a la época de mayor esplendor del reino del Congo, ahora prácticamente extinguido en la pequeña ciudad de Mbanza Congo. Era como casi todos los jefes tribales de la región, con muchos kilos de peso, panza abultada y siempre rodeado por cuatro o cinco mujeres semejantes a él físicamente, que hacían las veces de reinas madres de los pequeños príncipes sobas, llamémoslos si se quiere "sobitos", que algún día tratarían de "cargarse" al viejo Soba y disputarse entre ellos el pequeño reino de la aldea.
La labor de un soba no solo se restringía a apropiarse de los productos de los aldeanos, sino también impartir justicia a como le pareciese, distribuir con aparente equidad los bienes comunes de la aldea, acostarse con cuantas hermosas jóvenes de la tribu quisiese, con sus torsos de ébano desnudos por los que sobresalían hermosos y robustos senos encumbrados en pezones semejantes a techos de volcanes, a diferencia de los de las consortes del Soba pues estos semejaban corrimientos de montañas o llanos con un pequeño y lánguido promontorio final. Sin embargo, es justo valorar que una de las tareas más difíciles e importantes de los sobas era negociar, sí, negociar con astucia, con todos, sus súbditos, las autoridades locales y del gobierno, los cazadores, los pescadores, los comerciantes y todo aquel que asomara las narices por sus condominios; y hay que reconocer que a Mkombo I esto se le daba muy bien.
El Soba también tenía sus consejeros, un círculo de ancianos con más años que el dios Matusalén y donde se acumulaba toda la experiencia vivida por la tribu, y en momentos como este resultaban de mucha utilidad, a más de los consejos de las obesas sobas reina, que esos, buenos o malos, los recibía a todas horas del día y de la noche, quisiese o no.
Una vez oído el criterio del venerable Consejo, el Soba decidió hacer lo que le pareció y lo que siempre hacía, organizaría una cacería en honor al invitado para que éste valorara la destreza de los hombres de la tribu y sobretodo se atemorizara de la oscura y densa selva africana, poblada de animales y llena de peligros; mientras escuchaba historias de las cobras o víboras venenosas que aparecían de repente en los arbustos, de las moscas del sueño del que nunca se despertaba, salvo con los milagros y curas de los hechiceros, de los mosquitos portadores de la malaria, que afectaban más a los extranjeros que a los nativos, de los leones extraviados de las llanuras de la tierra de los Lundas, que a veces se adentraban en esos parajes, de los elefantes pequeños, de los leopardos trepadores que cazan de día y de noche y de los pigmeos en selvas lejanas, que podrían llegar a comer hasta carne humana, si fuese necesario. Todo eso exagerado en lo posible para al final regalarle lo verdaderamente preciado, un fetiche o amuleto que lo protegería de todos los males habidos y por haber. Por último, ofrecería un gran yantar con las presas cazadas, cerdos, peces, cabras, con un excelente funche caliente, mandioca y dulce de ésta, bananas cumplidas cuyo tamaño sobrepasaba el de cualquier plátano del mundo y que solo se producían en la región de los bakongos y otros muchos manjares tropicales, incluyendo el fuerte aguardiente y el vino de palma.
Al día siguiente el Soba se dispuso a poner en práctica todo el plan diseñado. En efecto, sobre las 10 de la mañana se sintió el ruido del motor de un Land Rover, conducido por el Delegado de Educación y Cultura de la zona, personaje bien conocido por éste, al que siempre, por navidad o cuando él precisaba, se le enviaba de regalo animales domésticos, peces, viandas y otras especias para mantener las buenas relaciones. A su vez el funcionario correspondía y nunca se metía en los asuntos de la tribu por lo que ésta era una conducta correcta y decorosa, según él valoraba.
Junto al Delegado venía otra persona, delgada, con el pelo lacio y desaliñado por el viento durante el viaje y vistiendo un pantalón vaquero y una camisa de mangas cortas, fue presentado como el camarada Humberto cooperante cubano de educación asignado a la localidad.
Las primeras impresiones del Soba sobre el recién llegado no fueron realmente buenas. -¿Qué jefe que se respetase podía ser tan delgado?-, por otra parte, había tenido noticias de los cubanos y esperaba alguien más moreno o tal vez "preto", descendiente de aquellos congos que fueron llevados a la fuerza para América como esclavos en tiempos de sus antepasados remotos. Quizás con una persona así podría negociarse; pero éste por su aspecto, parecía uno de sus subordinados, que solo están para recibir ordenes y no para darlas. De todas formas, no tenía porque apresurarse, pues en su vida también había recibido sorpresas y siempre respetaba el viejo consejo de que "el pez solamente está pescado cuando esta servido en la mesa".
Después de las presentaciones y conocido por el Delegado los métodos del Soba, éste se marchó alegando asuntos urgentes que resolver y que recogería al cooperante en la noche, en que vendría con su familia para participar en el yantar.
La visión de Humberto de todo esto era totalmente diferente a la de Mkombo I, para él todos los hombres eran iguales sin distinción de raza, color, razón social, etc.; y la educación era la forma de preparar al hombre para la vida, en lo que la escuela jugaba un rol fundamental. Con una formación marxista utópica según los tiempos actuales, no le interesaban los halagos, ni en mucho valoraba los bienes materiales y por lo demás, esta forma de explotación tribal de los sobas era un mundo destinado a desaparecer cuanto antes, y la educación era la mejor arma con que lograr éste propósito; y como los principios no se cuestionan ni se discuten, "sí o sí", y a partir de la semana próxima, los niños de la aldea tendrían que asistir a clases. Pero sus planes iban aun más lejos. Pensaba organizar una pequeña campaña de alfabetización de adultos, por lo que le echó el ojo a la enorme choza del Soba como el mejor lugar para realizar esta tarea. Pero eso sería más adelante. El problema ahora eran las crianzas.
En resumen, se avecinaba un choque de trenes de alta velocidad que corrían en sentidos opuestos.
Humberto, en principio rechazó el desayuno que le propuso Mkombo I, pero no el recorrido por la selva, esto le pareció mejor al Soba pues ahí era donde quería impresionarlo.
Se adentraron por la espesura de la floresta, y aunque la ropa del Maestro no era la apropiada, no tuvo obstáculos en desplazarse entre la vegetación y la maleza, pues en épocas anteriores había participado en cuantas movilizaciones se habían realizado en su país con el objeto de llevar la educación a los lugares más remotos de aquella lejana isla. Aunque parecía ser de complexión débil, muy por el contrario, se desplazaba a la par de de los hombres de la tribu que se reían sin malicia con lo que ocurría y disfrutaban de las penurias de su jefe, no tan joven, para moverse soltando chorros de sudor, que caían como una cascada por su enorme panza. Pese a esto, al Soba comenzó a agradarle la actitud a veces tímida y respetuosa, pero resolutiva del cooperante.
En un claro de la selva, al lado de un arroyuelo cristalino y de un árbol altísimo que necesitaría los brazos de varios hombres para abrazarlo, el Soba se detuvo a saciar la sed con el agua de un charco, Humberto hizo lo mismo. La floresta se hallaba repleta de todo tipo de ruidos: de insectos, aves y monos que saltaban en lo más alto de las ramas de los árboles. A prudencial distancia, se sentaron los nativos. Allí ambos personajes comenzaron a hablar, primero pausadamente y observándose detenidamente, como dos jugadores de ajedrez, pero pronto llegaron a puntos de desencuentro, al parecer difíciles de solucionar.
La discusión entre el Soba y el Maestro parecía resultar interminable, a veces hablaban muy alto, como gritando o insultándose, otras en un susurro, dando la falsa impresión de que trataban temas muy secretos, también gesticulaban y realizaban cuantas acciones podrían inferir un total desencuentro y la imposibilidad de llegar a acuerdo alguno.
En un momento acalorado de la discusión, el Soba hizo un gesto como para sacar algo de su morral, por lo que podría pensarse que era una catana, un cuchillo o un arma semejante, pero no, muy por el contrario, extrajo con ademán brusco una botella de aguardiente de palma, con la que se dio un largo y prolongado trago. A su vez, el Maestro ejecutó lo mismo con una botella de ron que sacó de su mochila. En breve intercambiaron tragos, la conversación siguió su curso, ahora relajada y más sociable. En breve aparecieron las risas, después carcajadas, y un par de horas después emergieron de la floresta apoyándose entre ambos, igual que dos buenos amigos, tras dejar atrás los frascos de licor semivacíos.
En la noche, cuando llegó el Delegado con su familia para participar en el yantar, encontraron al Soba y el Maestro, tirados, el uno junto al otro, sobre una estera tejida de hojas de palma en la gran choza principal.
Una vez recuperados, el Maestro le explicó al Delegado que había sido una reunión interesante y provechosa, con grandes e importantes acuerdos para la educación y la comunidad, y que el lunes, compromiso del Soba, los niños estarían en la escuela.
Por su parte, el Soba le comunicó al Delegado que el Maestro era "muito boa pessoa" por lo cual le haría algunos favores a él y a la comunidad, por lo que para ayudar a ambos, enviaría las "crianzas" a la "escola", pero esperaba que ellos comprendiesen el enorme sacrificio que representaba para la aldea el prescindir del valioso servicio de los niños, y en correspondencia supiesen compensar aquello con la satisfacción de una serie de pedidos que con anterioridad él le había hecho a las autoridades locales, como eran mejorar el camino de acceso a la aldea, el envío de materiales de construcción destinados a ampliarla choza real y como no, unas prendas de vestir destinadas a las reinas sobas y los príncipes "sobitos", y si era posible un reproductor de música, con algunos casetes, pues él se sentía frecuentemente abrumado con todas las responsabilidades que tenía encima y las tareas que diariamente debía realizar.
La "segunda feira", el lunes de la semana siguiente, la escuela se encontró repleta de niños de la aldea, curiosos por aprender y entrar en el nuevo mundo que se les abría, también los príncipes "sobitos", que tuvieron que aceptar estar a la par de sus pequeños súbditos y frecuentemente, al terminar las clases, el Soba los esperaba, debajo de un árbol cercano.
Mkombo I nunca entró en la escuela, sin embargo, hay quienes cuentan que si visitaba al Maestro y éste a él y a escondidas aprendió, con mucho esfuerzo, a leer y escribir y las reglas aritméticas básicas, por lo que en el trueque en las fronteras y el intercambio con los comerciantes locales los resultados le fueron más ventajosos.
Dos años después, el Maestro concluyó su misión, la aldea en plena acudió a despedirlo, así como las autoridades locales incluyendo también las corpulentas reinas sobas y los príncipes "sobitos", todos elegantemente vestidos con telas alegres y coloridas; y soberbio e inmenso en su tamaño, el viejo Soba, quien le susurró al oído:
-Recuerde que aun me debe un favor.
La noticia corrió por el "kimbo" (aldea) como reguero de pólvora, e incluso por las aldeas vecinas, Mkombo Junior, hijo del Soba Mkombo I y próximo a coronarse como Soba de la tribu más extensa y poderosa del norte de Angola, no mostraba la más mínima erección y esto lo decían las voluptuosas morenitas de la aldea, que habían estado bañándose con él en el río con la vestimenta que Dios las trajo al mundo.
Mkombo I se sintió indignado y herido en lo más profundo de su corazón de padre y comenzó a sentirse el hazmerreír de todos. Él siempre había estado preocupado, pues notaba algunos rasgos de debilidad en su hijo que próximo a cumplir los 30 años no estaba casado y no se avecinaba compromiso alguno. A estas alturas se encontraba viejo y cansado y dudaba en que pudiese gobernar durante mucho tiempo la tribu con sus extensos territorios, a más que temía una rebelión sangrienta por parte de sus otros hijos deseosos por asumir el poder, pero antes de tomar consejo de los ancianos quería hablar con su heredero de tu a tu y de hombre a hombre.
De esta forma, en la orilla del gran río, en medio de la floresta, alejados de todos, conversaron largamente padre e hijo sobre tan complejo y delicado asunto, y en efecto, Mkombo Jr. le confesó entre manojos de llantos, que no sentía deseos ni erección ante ninguna de las hermosas y voluptuosas mujeres de la tribu. Pero -¿cómo podría ser eso? – le preguntaba el Soba, – y si ¿no había sentido deseo alguno por alguna otra mujer?, – entonces Junior le expresó que sí, pero que esto solo ocurría cuando estaba viendo en la sala de cine del pueblo películas protagonizadas por hermosas mujeres blancas y rubias.
Todo aquello dejó desconcertado al viejo Soba, era algo que nunca había imaginado en su vida, enajenante, enfermizo y más en su príncipe heredero. Pensó entonces que con todo el dolor de su alma desterraría a su hijo, no sabía a que lugar de la selva, o lejos al sur con los Ovimbundos o tal vez más allá con los Kuanyama, pero comprendió que su corazón de padre no lo permitiría, y se crearía además un conflicto tribal de enormes proporciones, pues todos los príncipes desearían ascender a la categoría de Soba Rey con sus grandes privilegios.
No quedaba más remedio que buscarle otra solución a este problema y si tantas cosas habían cambiado en el entorno en los últimos años, entre ellas la explotación maderera con sus grandes camiones y equipos pesados, la presencia de sus operarios con sierras que acallaban el los chillidos de los monos, el inicio de las prospecciones petroleras en zonas cercanas, las carreteras que suplían los senderos en la selva, y hasta las líneas eléctricas que un día llegarían a la aldea para dar luz en las noches oscuras; entonces él, que era el Soba más liberal y progresista de toda la región ¿por qué? no iba a tener una nuera blanca que un día sería la reina principal entre las demás sobas morenas, y aunque esto no era de su agrado, no quedaba otra alternativa que hacerlo y cuanto antes mejor.
Siguiendo el protocolo de siempre, Mkombo I, Gran Soba de las tribus del norte, reunió su Consejo de Ancianos, aunque en los últimos tiempos también había incorporado algunos jóvenes de talento que habían adquirido instrucción en las escuelas del pueblo y un par de ellos, incluso en la ciudad de Mbanza Congo. Mkombo, como siempre, escuchó a todo el mundo e hizo al final lo que estimó conveniente. Su hijo se casaría con una mujer blanca y rubia, gústasele o no a quienquiera. Quedaba, sin embargo, un problema por resolver.
¿Dónde encontrar una mujer digna con estas características para Junior? En Angola y en la fronteriza República Democrática del Congo no abundaban, tampoco en Guinea Bissau, Zambia o los países cercanos, y ni pensar en Sudáfrica, que allí había, pero que con una tranquilidad tremenda podrían echarle los perros a su hijo. Europa estaba muy lejos, era un continente con demasiadas libertades y por equivocación podría llegarles alguien con el sexo cambiado, un travestí o hasta un rubio masculino.
El viejo Soba, entonces trató de recordar aquellas personas blancas que a lo largo de su vida se había relacionado con él y sobretodo las que le debían favores; y como por arte de magia apareció la imagen de Humberto, el profesor cubano que había educado a sus hijos y cuya ayuda sería vista con buenos ojos por toda la aldea. Pero ¿dónde estaba Humberto?, de aquello habían pasado más de 20 años. No obstante, si esa era la única solución, había que encontrarlo donde estuviese, ya que al fin y al cabo éste le debía un gran favor, pues él como Soba permitió, contra todo criterio, que los niños fueran a la escuela ocasionando tantos trastornos en la vida doméstica de las familias y en el entorno cultural de la aldea. El maestro tendría que ayudarle a resolver ese problema, sí o sí.
Al día siguiente, muy de mañana, en el primer camión cargado de madera que pasó cerca de la aldea, Mkombo I partió para la ciudad acompañado de su hijo. Allí y después de muchas indagaciones, de prometer cuantos animales habitan selva y de cobrar no se cuantos favores, al fin dio con el funcionario que había sido Delegado de Educación en los tiempos en que Humberto trabajó en el pueblo. Éste le comentó que después que él maestro regresó a su país se habían escrito sólo un par de veces. Él conservaba su dirección, era en un pueblo llamado Baracoa, muy alejado de la capital y podría, pero con "muchas dificultades" localizarlo a través de la dirección de Educación de aquel lugar. El Soba le dejó suficiente dinero en kwanzas, también un par de diamantes candongueado con los comerciantes de la zona de los Lundas y un fetiche de buena suerte contra todos los males que pudieran acarrearle.
Las gestiones de Mkombo I como buen negociante dieron resultado y un par de días después se comunicó por teléfono desde la casa del funcionario con Humberto, ahora profesor jubilado en Cuba, que aceptó sin dilación la petición del Soba. Pues si a un buen cubano usted le plantea la necesidad de ir al Cosmos sin cohete, despreocúpese que él hallará la forma de hacerlo, aunque sea subiendo por una escalera. De manera que en menos de una semana se preparó el viaje de Junior a la lejana isla caribeña, llevando más fetiches que ropa de equipaje y con todos los recursos necesarios, tanto en dinero de todas las divisas que se intercambiaban bajo la ley o clandestinamente por la zona tales como: kwanzas, dólares estadounidenses, francos suizos, euros, libras esterlinas y hasta rublos rusos y coronas danesas, y especies, como mandioca en polvo para hacer funche, "peixe" seco y carne salada de cuanto animal anda por la selva, entre otras.
Bajo las circunstancias en que se dio el viaje a Cuba de Mkonbo Junior y cuando éste abandonó el avión de alas decoradas con una "palanca preta" como símbolo de las aerolíneas angolanas, se encontró un universo diferente, el de un complejo y animado ambiente caribeño, formado por personas sencillas y humildes con los cuales compartió las penas, rigores y emociones de quienes tienen o se aventurar a atravesar la isla de punta a punta, en una trayectoria de cerca de 1000 Km. y empleando los más variados y originales medios de transporte.
Así que cuando aquel moreno con más de 6 pies de altura y sus doscientas libras de peso golpeó la puerta de la casa del profesor Humberto, en Baracoa, la primera villa fundada en Cuba y por donde algunos hasta dicen que desembarcó Colón, venía un Dios de ébano en busca de su princesa rubia, al lugar mas inadecuado para encontrarla.
¿Qué cómo fue ese primer encuentro en que profesor y alumno se abrazan después de tantos años, y el maestro sin nada que ofrecer a su pupilo, salvo su amistad, hospitalidad y cariño?, son cosas que nadie puede imaginarse, pero lo cierto es que Mkombo Jr., heredero de una de las tribus más importantes del norte de Angola, entró y fue bien recibido en casa de Humberto, ex maestro internacionalista y ahora propietario de una de las pizzerías con menos venta de Baracoa y con un punto de "prus" (bebida elaborada con raíces fermentadas de determinados árboles en la zona oriental de Cuba, que bien hecha es una delicia y mal sabe a rayo).
En la casa, con Humberto, vivían además, su mujer Eloisa y su sobrina Clara, venida desde Maisí, punto más oriental del extremo este de la isla de Cuba con su forma de caimán. Nuestro príncipe fue acogido con el mayor afecto posible, también por los vecinos, costumbre natural de atender a cualquier visitante, sea cualquiera su categoría o distinción social, en las provincias orientales del país.
De manera también natural, Mkombo Jr. se adaptó a las condiciones de vida locales y pronto en "portuñol" (dialecto extraoficial con vocablos portugueses y españoles al mismo tiempo) se comunicó afablemente con los vecinos y aprendió con rapidez el juego de dominó de seis fichas en que se convirtió en un verdadero experto y una que otra tarde comenzaban partidas que duraban hasta bien entrada la noche, acompañados por un aguardiente de caña muy fuerte y aromático sin refinar conocido habitualmente como "chispa e tren", el cual le recordó al aguardiente de palma que bebían en su aldea.
Al parecer todo se desarrollaba en total armonía menos el propósito principal de su viaje que era la susodicha rubia de las películas. En Baracoa casi no habían y las que encontraba no eran las adecuadas para sus elevadas exigencias, una era un poco desteñida, otra pecosa o muy blanca o con pocas caderas y las que no, peor aun, tenían marido y Humberto eso si se lo había advertido muy claro al llegar, en esto ni entrar, porque un oriental comparte todo generosamente menos la mujer, porque de ahí a sacar su machete no faltaba nada.
Humberto entonces viajó con el africano a la capital de provincia, Guantánamo, donde la situación fue semejante y al ver por la calle a una verdadera rubia cinematográfica, ésta le espetó en el mejor de los cubanos: -"Yo no quemo petróleo", – con lo cual nuestro visitante quedó en un estado anímico deplorable, que impidió que de momento incursionaran en otras provincias, como Holguín, Camagüey y Villa Clara.
Así las cosas, nuestro príncipe languidecía, el tiempo se le acababa, pues temía no llegar de forma oportuna antes que su padre muriese y se entablara una terrible y sangrienta guerra por la sucesión entre sus hermanos y demás parientes cercanos y lejanos.
En Baracoa había, sin embargo, mujeres bellísimas, de un color de piel canela claro que hubiesen vuelto loco a cualquiera que no fuese Mkombo. La misma Clara, sobrina de Humberto, era una joven hermosísima, de rostro ovalado y labios voluptuosos, busto firme y de anchas caderas que se contoneaban lo mismo al ritmo de la música que de una leve brisa, pero Junior y ella, aunque simpatizaban entre si y mostraban algunos elementos comunes, no se tomaban en serio una posible relación, o al menos eso pensaban.
El joven africano, seguía pensando en su añorada mujer rubia, aunque ya demostraba ser menos exigente y había puesto sus pardos ojos sobre alguna que otra de pelo más oscuro. Clara, por su parte, en ese momento no pensaba en amores, había concluido recientemente una relación sentimental con un chico del pueblo y dedicaba todo el tiempo a sacar adelante la pizzería de su tío, que dicho sea de paso, no era muy bueno en los negocios. De lo cual se percató en seguida Mkombo, que tal vez para enfriar su atormentada cabeza, comenzó a colaborar con la joven y en breve nació entre ambos una total empatía que contribuyó a poner a flote el negocio y comenzar a pagar deudas e impuestos atrasados. Humberto con esto se encontraba encantado.
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