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Las actitudes de los estudiantes: un indicador de la calidad universitaria (página 2)


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Para la primera creencia (la del profesor enemigo u obstáculo) habría dos actitudes posibles, una actitud de sometimiento al arbitrio de otra persona con independencia de que sea razonable o no (por tanto cabe también a la arbitrariedad), lo que en este nivel hace de quien lo practica un súbdito o un vasallo (suelen serlo cierta clase de meritorios…); y una actitud de desafío (más o menos larvado o encubierto dependiendo de las circunstancias …), que puede expresarse así como simple desacuerdo –bien manteniendo otra postura en un debate, bien con un gesto de desdén (irse de clase por ejemplo cuando el profesor entra o en mitad de la sesión con intención obvia)–, o como franca oposición, liderando acaso una protesta o denuncia sobre la actuación docente (muy pocos casos).

Naturalmente, en el contexto en el que nos movemos alumnos así serían considerados, según la intensidad, revoltosos, díscolos, rebeldes, o peligrosos.

Respecto a la segunda creencia (la del profesor que ayuda) yo destacaría una actitud de colaboración y de demanda, es la propia del estudiante que acepta como retos personales las tareas que le propone el profesor y que, a su vez, intenta que éste le proporcione cuanto sepa y que pueda serle útil. Mario Vargas Llosa hizo un retrato en prosa magnífico de lo que podría ser la conducta correspondiente a esta actitud en un artículo publicado en el diario El País titulado "Mi único alumno" (15):

"Yo le recomendaba libros, que se leía siempre de inmediato… Además de una monstruosa curiosidad estaba aquejado de una franqueza feroz escondía una inteligencia sobresaliente y una autenticidad moral sin mácula… Mi único alumno llevaba una grabadora, tomaba notas furiosamente y me sometía, al final, a una catarata de interrogantes acribillándome a preguntas leía con una agudeza y buen gusto que yo he visto en pocos críticos y, como además de entenderla amaba de veras la literatura, iba desbaratando en público las sandeces vanidosas de estructuralistas, nuevos marxistas, desconstructivistas y postmodernistas…"

Añadiré que, generalmente, este tipo de estudiantes se encuentran más (o acaso sólo) en los terceros ciclos, y de ahí tal vez la explicación de que sean cada vez más los profesores que pretenden atrincherarse en este nivel de enseñanza.

Por último, la tercera creencia (profesor ignorado) deviene en una actitud displicente, a veces acompañada de un gesto como de quien perdona la vida a otro, que puede ser extremadamente insultante –tanto más cuanto menos lo merece el profesor y menos tiene de qué presumir el alumno–; y que en este nivel hace de quien lo practica (por lo menos visto desde mi perspectiva de profesor), lo que en un lenguaje coloquial (y bien castizo) llamamos un "chuleta" (en el sentido de jactancioso, valentón, presumido y petulante).

(c.4) Respecto a los propios compañeros seré especialmente breve (acaso porque este tema me subleva de una manera especial). El caso es que en un contexto institucional que apenas atiende al desarrollo de un aprendizaje cooperativo, las creencias mejor asentadas en los estudiantes al respecto serían dos bien enfrentadas entre sí: la creencia de que aquí se impone el sálvese el que pueda, y la creencia en que o bien nos salvamos todos o no se salva ninguno. Y de ahí devienen dos actitudes diáfanas: Una actitud individualista, de quien asume el modelo competitivo del todos contra todos, y en consecuencia es muy egoísta de su trabajo e incluso de cualquier información que considere privilegiada y que le pueda beneficiar (por ejemplo, hasta de un cambio de fechas de un examen), y que en este nivel hace de quien lo practica o bien un realista (según él mismo y quienes son de su opinión), o bien otra cosa… –que por respeto no digo–, para la mayoría (incluyéndome a mí). La segunda actitud es una actitud de cooperación, esto es, de quien se siente solidario de sus compañeros y comparte generosamente con ellos su esfuerzo e información, y que en este nivel hace de quien lo practica –y ha hecho siempre– "un buen compañero"

(c.5) Respecto a la carrera y la cualificación profesional hay tres dimensiones bipolares que me gustaría destacar para identificar algunas creencias:

En primer lugar, lo que determinó que se cursara una y no otra y, en este sentido, nos encontraríamos con quienes cursan aquella para la que se sienten vocacionados y los que, por el contrario, siguen otra que no era de su plena preferencia o, incluso, que no querían cursar pero que fue la única "menos mala" que les dejaron seguir. Entonces, como puede imaginarse, las creencias acerca de la carrera se polarizan entre: esto es algo que hago porque quiero y me gusta, o esto es algo que realizo porque me obligaron las circunstancias y que no me gusta (aunque la capacidad de adaptación es tan grande que pueda llegar a gustar finalmente).

Relacionado con esto quisiera llamar la atención sobre la crudeza de un sistema (en permanente debate), que a través de las pruebas de acceso a la Universidad –por si mismas muy cuestionables dado el tipo de contenidos que valoran–, se orienta fundamentalmente a seleccionar a los estudiantes con el objetivo de poder distribuirlos por las diversas carreras conforme a algún criterio (Trillo y Rodicio, 1997b).

En segundo lugar, lo que se sabía sobre la carrera antes de iniciar sus estudios es también una dimensión relevante, pues nos podemos encontrar con los que tenían una información bastante ajustada de la realidad sobre su contenido, estructura, estilo de la Facultad, salidas profesionales, etc., y aquellos que no sabían nada en absoluto o bien tenían una información tergiversada (16). Las creencias entonces también se verán afectadas bipolarizadas de nuevo entre: los que cuentan con una visión realista y con expectativas ajustadas, y los que cuentan con una visión ingenua o no cuentan con ninguna y, en realidad, no saben qué esperar o esperan lo imposible porque no saben dónde se meten.

En este sentido, es preciso llamar la atención acerca del funcionamiento de los servicios de orientación profesional, y específica–mente de los canales de comunicación que se establecen (si es que se hace) entre las enseñanzas medias y la Universidad impresión de que aún habiendo hablado mucho al respecto en la práctica las cosas parecen no haber mejorado mucho.

Por último, la tercera dimensión tiene que ver con la proyección social de la propia cualificación y el código deontológico de la profesión elegida. Pues, en efecto, ambos criterios pueden estar presentes o ausentes para el alumno en formación. Así, las creencias se bipolarizan entre quienes creen que su formación universitaria es sólo un medio para un fin particular, el suyo, del estilo de situarse bien en el mercado laboral y obtener el éxito económico y social con rapidez sin hacer mucho caso de códigos morales (prejuzgados como obsoletos); y los que creen que su formación es algo que también compete a la sociedad de referencia (profesional y general): por cuanto su profesión es un fin en si mismo con una clara proyección de servicio social, porque es preciso además responder a las exigencias de una imagen corporativa o si se prefiere de un estatus de legitimación científica y psicosocial contribuyendo a mantenerlo o incluso mejorarlo con la propia aportación, y porque en definitiva su mejor o peor cualificación es la manera que el estudiante tiene de corresponder a la inversión que se ha hecho en él, de estar a la altura.

Vinculado a esto está el tema de las relaciones entre la Universidad con los colegios y asociaciones profesionales (tradicionalmente los más celosos de la identidad profesional y los más competitivos también sobre su estatus), así como el hecho de que cada vez más proliferan por iniciativa de estas instituciones profesionales los períodos de formación práctica: entre otros ejemplos, los muy institucionalizados como el caso de los Médicos Internos Residentes (MIR) en los Hospitales, o los que aún están dando sus primeros pasos como es el caso de las escuelas de práctica jurídica. Y en este sentido es de apreciar la colaboración institucional, pero también se debería reflexionar sobre su significado, sobre qué es lo que los profesionales en ejercicio echan de menos en la formación adquirida en la Universidad para entender que es precisa esa formación adicional (claro que también puede ser sólo una estrategia de dilación para su entrada en el mercado laboral).

Así las cosas, las actitudes que pudieran derivarse de una situación tan dispar son muy numerosas también, pero en un esfuerzo de síntesis las resumiría en tres: una actitud de compromiso, de compromiso con un proyecto personal de aprendizaje al servicio de un proyecto personal de profesión, y que en este nivel hace de quien lo practica un estudiante activo, y presente incluso para criticar las condiciones y la calidad de la formación que recibe, esto es, exigente; y una actitud de dejación de responsabilidad, de cierta indolencia y a veces hasta de desidia, en ocasiones incluso hasta de aburguesado y bien dramatizado nihilismo, en otras de simple y acaso estudiante pasivo y ausente, deseoso de no hacer nada o hacer lo menos, pero que si es inevitable lo tragara todo También hay, desde luego, una actitud de cinismo, de desprecio hacia las convenciones, pero suelen estos despreciar incluso la denuncia y el debate mismo, por lo que salvo por algún gesto de insolencia a la postre resultan igualmente acomodaticios.

(c.6) Finalmente, y respecto a la Universidad en su conjunto cabría sin duda referirnos a cuanto ha sido dicho, pero también es posible añadir esta nueva reflexión A grandes rasgos, yo diría que hay tres creencias muy extendidas entre la población que accede a la Universidad: o bien es un sitio al que hay que ir, y no tanto por las razones por las que se hacía antes, es decir, porque de otro modo se era de menos sino porque, realmente, no hay muchas otras alternativas para un estudiante de diecisiete o dieciocho años en la actualidad; o bien es una nueva oportunidad para aprender y una experiencia de desarrollo personal que, además, lleva asociada (según las titulaciones) cierta profesionalización; o bien es sobre todo eso, una formación profesional o de algún tipo de la que se dispensa un título que, en principio, le permitiría a uno situarse mejor en la vida.

Consecuentemente, las actitudes podrían ser igualmente tres:

Una actitud de paciente, que de acuerdo con Michavila y Calvo (1997) se corresponde con una acepción del alumno "como receptor de la acción educativa y sometido, por tanto, a la autoridad y al poder de sus profesores, no siempre ejercidos con justicia …" (1997 :206); a lo que añaden: que si bien esto es algo que "va difuminándose gracias al desarrollo de la democratización universitaria, al incremento de los representantes estudiantiles y a las costumbres de trato, más flexibles en nuestros días" lo cierto es que en cualquier caso aún perdura. Se trata en fin –añadiría yo–, de la vieja idea de la Universidad como "guardería" de jóvenes.

Una actitud de cliente, que según los mismos autores se identifica como la vivencia de la formación universitaria como parte de un derecho individual dentro del estado de bienestar,, y sobre lo que advierten: que esta percepción del estudiante como cliente ha alcanzado cotas que preocupan a los dirigentes universitarios ya que, como indica Muller (1996):

"El estudiante como consumidor, o como cliente, ha llegado a representar al que paga y elige la canción que hay que tocar.

Y aunque durante siglos se ha asumido que aprender requería esfuerzo y talento, y que la falta de una de estas condiciones llevaba al fracaso. El estudiante de hoy, como cliente, exige un rendimiento de su inversión y proclama, cada vez más que sus deficiencias en el aprendizaje no son en absoluto, o al menos no son principalmente, consecuencia de su falta de esfuerzo o de talento sino más bien el resultado de una formación inadecuada" (1996 :115–130).

Y una actitud "de estudiante" sin más, cuyo modelo me he atrevido a proponer hasta aquí y que ahora reproduzco, porque la caracterización que de la misma hacen Michavila y Calvo se me antoja escasa aún siendo interesante, puesto que ellos se refieren sobre todo a lo que sería la predisposición para asumir una mayor responsabilidad del estudiante sobre su vida académica. Pero dicho esto, veamos que es lo que he añadido: compromiso con un proyecto personal de profesión, crítica del conocimiento establecido, interrogación y posicionamiento personal en el aprendizaje, cooperación entre iguales, y colaboración y demanda en relación con el profesorado.

Es este último, pues, el modelo que propongo, desde luego incompleto y sujeto a revisión, pero un modelo en cualquier caso entre otros muchos posibles. Justo lo que a lo largo de todas las páginas anteriores he venido echando de menos, por causa de un inacabable debate sobre la naturaleza de las actitudes, uno más intenso aún sobre su correspondencia con una función socializadora, y aún otro sobre la pertinencia de su inclusión en un proyecto educativo del que, por otra parte, carecemos. Siendo así, sólo ahora estaríamos en condiciones de proceder a la evaluación de actitudes, pues contamos con un criterio de referencia; veamos ahora que nos resta decir al respecto.

(d) ¿Cuáles son los principios, criterios y estrategias para su evaluación?

Son cinco las ideas que muy concisamente quisiera plantear aquí, pues ya va siendo tiempo de terminar este trabajo.

La primera se refiere, como decía antes, a la necesidad de contar con un criterio explícito para hacer efectiva una evaluación; cuando menos una evaluación que no renuncia a emitir un juicio de valor bien directamente sobre algo bien sobre el grado de su consecución. Sin criterio al que remitirnos, cualquier juicio es arbitrario, sólo a partir de su conocimiento es discutible.

Siendo así, lo que ahora interesa destacar es que la Universidad, según parece, carece de ese criterio respecto a las actitudes. Se diría que su actuación como grupo de presión es muy poco efectivo: toda vez que no parece capaz de imponer ciertas condiciones a quienes quieren pertenecer a ella, esto es, la conformidad con ciertas normas y valores que son importantes para la consecución de sus objetivos y que, de este modo, indirectamente lo son también de sus miembros. Ni implícita, y mucho menos explícitamente hay un acuerdo, opinión o sentir general mínimamente compartido respecto de cuáles son las actitudes que se consideran correctas. Lo dicho antes sobre una cultura fragmentada en la que cada profesor se preocupa de lo suyo se añade así al hecho de la pervivencia de las actitudes en el ámbito del curriculum oculto.

La segunda recuerda el principio de que la evaluación sea coherente con lo que se ha enseñado y con la manera cómo se ha hecho, lo que proyectado al caso que nos ocupa me sugiere esto: si las actitudes no han sido enseñadas de manera deliberada y consensuada en el seno de la institución universitaria, no deben ser evaluadas.

Mi conclusión, por tanto, es que ante este estado de cosas no cabe hacer una evaluación de las actitudes en la educación superior, pues no se dan las mínimas garantías para que sea una evaluación contextualizada y democrática. No quiero decir, obviamente, que no fuera bueno el que se hiciera, sino simplemente que las condiciones no están dadas para hacerlo bien.

Otra cosa, desde luego, es recoger información: y si se quiere llamar a eso una evaluación diagnóstica no tendría nada que objetar. La tercera idea, por tanto, se refiere a que no hay porqué renunciar a saber cuáles son las actitudes que en realidad se están dando, pues ese conocimiento es por si mismo valioso para entender la realidad, pero no para formular un juicio sobre ella: salvo que hagamos norma de lo normal, es decir, de lo común o más extendido o bien, por el contrario, nos erijamos (quienquiera que pudiéramos ser) en medida de todas las cosas. Sin un acuerdo que surja de la participación activa de todos los sujetos implicados, cualquier intento de evaluación (como juicio de valor) deviene inexorablemente en manipulación.

La cuarta idea se refiere a las estrategias, y en coherencia con lo que vengo denunciando ahora mismo (y también con mucho de cuanto señalé antes sobre la teoría de la acción razonada o el modelo constructivista), sostengo que tales estrategias deben contribuir a la emancipación, también en esto de las actitudes – como ya tuve ocasión de decir–. La máxima de que todas ellas refuercen el protagonismo de sus agentes –estudiantes y profesores–, mediante el ejercicio de la reflexión y la negociación se impone. Por consiguiente, las estrategias que sugiero son del tipo de: la generación de dilemas, los grupos de discusión, los autoinformes, la evaluación cooperativa, etc.

Finalmente, la quinta y última idea es, en realidad, una confirmación de lo que dije justo al inicio de este trabajo pues, a la vista de lo dicho, me reafirmo en la idea de que la calidad de las instituciones de enseñanza está directamente relacionada con la calidad de los procesos de aprendizaje que promueve en los estudiantes.

Al respecto añadiré que mi experiencia, cada vez menos corta pero afortunadamente todavía bien intensa, me confirma en esta opinión; desde hace años introduzco mi trabajo con los estudiantes con un prólogo sobre la dimensión universitaria: la pregunta clave es si ellos creen que la Universidad debería educarles y no simplemente informarles, e incluso si ellos aceptan que yo, como su profesor, me preocupe entonces de evaluar sus actitudes y valores, por supuesto que con una intención puramente diagnóstica para generar, a continuación, un debate y una reflexión al respecto que facilite la elaboración de una síntesis personal del conocimiento adquirido, una especie de cosmovisión que aspira a la coherencia interna porque armoniza conceptos con afectos y vivencias, en suma, teoría y praxis. Su respuesta ha sido siempre afirmativa.

Lo contrario, en mi opinión nos lleva por la pendiente de lo que el ya citado Gual denominó "la degradación de la educación universitaria", algo cuyas consecuencias nos asaltan cada vez con más frecuencia hasta desde las mismas páginas de sucesos de los periódicos: abogados consagrados a la justicia que son famosos por su actividad como delincuentes; supuestos juristas que aplican mecánicamente la ley sin mediar interpretación conforme a derecho alguna; médicos de un burocraticismo kafkiano que ajenos al juramento hipocrático revisan si está en regla la cartilla de la seguridad social antes de hacer una intervención quirúrgica de urgencia; farmacéuticos que son tenderos; periodistas que escriben lo que les mandan, aunque no sepan o no sea verdad; economistas hipnotizados por las macrocifras que enajenados de su realidad más inmediata juegan con las haciendas de los demás y de paso, también, con sus vidas; ingenieros, arquitectos, químicos y físicos, obnubilados por la técnica, y carentes de cualquier consideración ética o estética; y también –aunque esto no sale en los periódicos–, gentes de mi gremio, profesores reacios al cambio educativo y pedagogos contrarios a colaborar con los maestros pues prefieren el control jerarquizado y la manipulación.

Y aunque sería posible alegar que todas esas son casuales desvsu parte, se ha planteado salirle al paso, prevenir, enseñar de modo deliberado en la dirección contraria a esa desviación.

Y como sea que yo soy de los que "creen" que hay algo más que información en la Universidad y que, aún a riesgo de ponerme excesivamente solemne, yo "creo" también que hay un mundo de valores consagrados al saber que nos mancipará a todos, lo cierto es que cuando pienso en la respuesta a la anterior pregunta "siento" (pues me enfada) que tal vez hayamos hecho del fraude nuestra razón de ser. Entonces, al contrastarlo con la "norma subjetiva" que supone considerar a la didáctica como un compromiso con la mejora de la enseñanza, desarrollo una decidida "predisposición" hacia el cambio educativo. Una resuelta "actitud" que, sin duda, recomiendo.

 

NOTAS

* Publicado originalmente en Revista Contextos (www.unrc.edu.ar)

1 – Y la universidad, hasta que se diga otra cosa, lo es, aunque a veces esto se eclipse por la hegemonía de la investigación.

2 – Y ello, bien con una finalidad estrictamente diagnóstica sobre cuál es esa predisposición de los estudiantes –hacia qué se orienta, cómo se organiza y cómo finalmente se expresa–, o bien con una finalidad educativa que oriente su resolución para cada una de estas cuestiones.

3 – Ahondando un poco más en el discurso sobre las actitudes, no cabe obviar el plantearse que estamos ante un problema de definición de las mismas, dada la dificultad de diferenciarlas del resto de los contenidos susceptibles de aprendizaje. Siendo así, en la literatura sobre el tema se sugiere que la "intencionalidad", que siempre se ha atribuido a las conductas motivadas/orientadas por las actitudes puede ser el criterio de diferenciación entre éstas y otros contenidos de aprendizaje. Cabe añadir que esta nueva dimensión ha gozado y goza de gran predicamento, y por lo que a mi respecta la he asumido sin reservas como podrá apreciarse; mas, para que pueda ser correctamente entendida es preciso que nos ocupemos de los componentes de la actitud.

Si hacemos caso a Rodríguez (1989), los esfuerzos por analizar las actitudes a través de sus componentes pueden clasificarse según dos posturas principales:

* La perspectiva clásica basada en la trilogía conocimienton / sentimiento / acción, y cuya idea básica es que "asociamos unos objetos sociales determinados con ciertas características positivas o negativas; tendemos a percibir o sentir como agradables o desagradables a dichos objetos en función de las características con las que los asociamos; por fin tendemos a actuar en consecuencia con lo que sabemos y sentimos respecto a dichos objetos (Rosemberg y Hovland, 1960; Krech et al., 1962; Secord y Backman, 1964).

*La perspectiva del valor instrumental, "para la que la estructura de las actitudes se describe como un conjunto de expectativas de utilidad (instrumentalidad) del objeto para las metas del sujeto. Percibimos que el objeto posee ciertos atributos que son útiles para ciertos objetivos; según que valoremos positivamente o no esos objetivos, tal será la actitud que desarrollemos hacia el objeto" (Fishbein, 1963, 1989; Fishbeim y Ajzen, 1975) e prima aquí la dimensión cognitiva y afectiva, e incluso se podría decir que especialmente la afectiva–evaluativa, pues tras el reconocimiento de que el objeto tiene ciertos atributos que guardan relación con las propias metas es, sobre todo, la valoración que se hace de éstas o de aquellos lo que configura la actitud. En consecuencia, la dimensión conductual tácitamente se obvia bien porque se da por supuesta, bien porque no se cree demasiado en ella al admitir una mayor presión de otras dimensiones, tales como la intención o la norma social y subjetiva para la determinación de la acción.

4 – A priori que en psicología social ha recibido diferentes denominaciones: "esquema", "estructura cognitiva", "constructos personales", etc., siendo el primero citado el que más aceptación ha tenido, y especialmente en el ámbito de la educación. Recuerdo aquí lo que ha dicho Aznar (1987) respecto a que los esquemas son estructuras cognitivas constituidas por representaciones de la realidad, que suministran hipótesis respecto a los estímulos que llegan al individuo, hipótesis que incluyen planes tanto para reunir e interpretar la información relacionada como para decidir sobre la propia conducta. Y también lo que dijo Coll (1986) respecto a que los esquemas "integran conocimientos puramente conceptuales con destrezas, valores, actitudes, etc."

5 – Factores de personalidad como el de "autoatribución de responsabilidad", o el de "autorregu–lación", que me interesa destacar aquí aunque sólo sea por lo que evocan.

6 – Por ejemplo a la hora de proponer estereotipos profesionales, o simplemente metas sociales y procedimientos para conseguirlos, como es el caso del "enriquecimiento rápido" mediante prácticas de dudosa legalidad y, sobre todo, moralidad (honestidad).

7 – Le cito directamente de unas notas manuscritas tomadas durante aquellas jornadas por lo que, a fuer de sincero, no sabría decir hoy qué es literal suyo y qué interpretación mía.

8 – En el sentido de "profesar" … una ética; es decir, no sólo ejercer una cosa, sino "sentir algún afecto, inclinación o interés y perseverar voluntariamente en ellos" (según definición del Diccionario de la Real Academia).

9 – Hasta tal punto, además, que la misma expresión "escolar" suena peyorativamente a menos en las aulas universitarias.

10 – Pienso que una exposición más extensa no tendría sentido en el texto, no obstante, no me resisto a explicar que se trata, en síntesis, de convertir a la escuela en un espacio donde racionalizar la propia experiencia, con la intención, sobre todo, de substraerse al influjo de otros agentes de socialización como son, por ejemplo, los medios de comunicación, cuyos intereses, "más o menos legítimos, se orientan en otras direcciones más cercanas a la inculcación, persuasión o seducción del individuo a cualquier precio, que a la reflexión racional y al contraste crítico de pareceres y propuestas"; ofreciendo para ello "el conocimiento público como herramienta inestimable de análisis para facilitar que cada alumno/a cuestione y reconstruya sus preconcepciones vulgares, sus intereses y actitudes condicionadas, así como las pautas de conducta, inducidas por el marco de sus intercambios y relaciones sociales" (Pérez Gómez, 1992 :31)

11 – Algo, por otra parte, que si se confirmara que está llegando a la Universidad, puede chocar con el repliegue social en los otros niveles hacia métodos y aspectos considerados "seguros" en el ambiente de revisión que los sistemas educativos de los países desarrollados están viviendo como consecuencia de la presión eficientista en educación, en una fase económica menos expansiva, que estimula los reflejos conservadores de la sociedad y de los responsables políticos, reduciéndose el optimismo propio de las fases de crecimiento acelerado (Gimeno, 1988 :84).

12 – Mantengo un tímido condicional porque, tal vez, no he sabido buscar bien esta información. Considérese que los planes de estudio de cada carrera, aprobados por Real Decreto, incluyen un perfil del profesional o especialista que se forma en cada titulación y que, incluso, los temas que configuran cada materia también pueden arrojar pistas sobre esto. Pese a ello, la mía ha sido una revisión apresurada de los que me son más próximos y, siendo así, me he encontrado sólo con una información muy burocrática. De cómo, por otra parte, han sido negociados tales programas, es mejor no decir nada: en ningún otro sitio hubo una visión menos compartida de algo.

13 – Me refiero a la tradicional distinción entre propaganda, manipulación e influencia o persuasión por un lado, e instrucción o educación y convicción, por otro.

14 – Conforme al modelo de desamparo aprendido, un sujeto expuesto reiteradas veces a una situación que no controla, desarrolla una expectativa de que no podrá hacerlo jamás, y con ello se acrecienta su ansiedad, disminuye su motivación para el éxito, y decrece igualmente su propia estimación. Seligman (1975) es el principal autor de esta teoría, que yo utilicé en mi Tesis Doctoral para explicar lo que les ocurría a los estudiantes del último curso de enseñanza primaria que tenían una historia continuada de fracaso escolar (Trillo, 1986)

15 – Véase El País del martes 11 de Agosto de 1992, página 7 de Opinión.

16 – En mi facultad se cuenta la anécdota del profesor que pregunta a sus alumnos de primer curso el primer día, y usted por qué estudia pedagogía, a lo que responde una alumna: porque me gustan los niños; atajándola el profesor: ¡Ah!, pues si es por eso tenga hijos. Y es que, acto seguido, el curso se inicia con Marx, y sigue con Weber, Durkheim y Bourdieu, y por ahí no hay niño que aparezca.

 

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Felipe Trillo Alonso

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