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Expedición Vilcabamba: romanticismo, ciencia y aventura (página 3)


Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7

Después de una hora de forzada marcha, arribamos a una planicie repleta de rocas desperdigadas. Tomamos agua, nos comimos las naranjas (de ahí el nombre "Los Naranjales", con que bautizamos el sitio) y, rodeando un gran corral hecho de piedras, retomamos un sendero que parecía bajar hacía el otro lado del cerro. Enfrente de nosotros, la inmensidad de una pared montañosa, totalmente cubierta de árboles y plantas, nos creaba una falsa perspectiva, dando la impresión de que el camino se terminaba decenas de metros por delante nuestro.

Seguimos caminando. El sendero descendía de manera no muy pronunciada; y de pronto, sin ningún aviso, vimos desplegarse debajo de nuestras botas un llano amarillento y pelado, de no más de 600 metros de largo por 200 de ancho. Había restos de construcciones antiguas por todos lados. Bloques de granito perfectamente cortados y pulidos; "asientos" líticos; muros a medio enterrar en el piso y una gigantesca roca de color blanco, tallada con la maestría que sólo los incas pudieron haber desarrollado. Habíamos llegado a Yuracrumi (o Yuraqrumi), la gran "Piedra Blanca".

Saqué el cuaderno de notas que traía y leí en voz alta el testimonio del Padre Calancha, escrito a principios del siglo XVII. Fue una especie de "ritual" que siempre había querido practicar.

"Junto a Vitcos, en un pueblo que se dice Chuquipalpa estava una casa del sol, i en ella una piedra blanca encima de un manantial de agua, donde el demonio se aparecía visible i era adorado de aquellos idólatras siendo el principal mochadero de aquellas montañas […]. En esta piedra blanca de aquella casa del sol, llamada Yuracrumi, asistía un demonio capitán de una legión; éste y su caterva mostraba grandes cariños a los indios idólatras; grandes asombros a los católicos y daba a los bautizados que no le mochaban espantosas crueldades, i muchos morían de los espantos horribles que les mostrava"[40].

Más allá de las connotaciones ideológicas y de los juicios de valor de la crónica, todo lo dicho por Calancha era cierto. Ahí estaba la piedra blanca y el manantial de agua, por más que éste ya estuviera seco y sin las funciones ceremoniales de entonces [41]y también rondábamos muy cerca de las ruinas Vitcos.

Si el documento estaba en lo correcto (como lo creen casi todos los historiadores), estábamos caminando por uno de los sitios más sagrados de la cordillera de Vilcabamba, por el adoratorio y oráculo más significativo de la época post-española. En él no sólo se practicaron ritos relacionados con el agua, sino que allí descansaron las momias de los incas que Manco pudo rescatar del Cusco. También en este lugar se adoró a Punchao, el Sol Resplandeciente, que parece haber sido la modalidad colonial de la divinidad inca. Si algo había suplantado al Coricancha (Templo del Sol) del Cusco, el Yuracrumi era un buen candidato al respecto.

En 1911, Hiram Bingham había llegado a este lugar, identificándolo como el gran adoratorio de los incas rebeldes y convirtiéndolo en un mojón muy importante para la correcta ubicación de la fortaleza de Vitcos que, como se señalan en las crónicas, estaba cercana a la gran piedra blanca.

El sitio es conocido con diferentes nominaciones: Yuracrumi, Choquepalta (Chuquipalpa, para el padre Calancha) y Ñusta Ispana. Este último nombre, según indica Edmundo Guillén, es de inventiva popular y deviene de las palabras quechuas Ñusta, "princesa", e Ispana, "orinal". Recuerdo que Pancho nos ilustró mejor al respecto: "Si usted se para arriba de la gran piedra podrá ver claramente un asiento tallado en la misma y justo debajo de él una rajadura, a modo de angosto canal, que desciende siguiendo la inclinación del monumento. Siempre me han dicho que en ese pequeño trono el Inca sentaba a sus ñustas, o vírgenes del sol, obligándolas a que orinaran. Si su castidad se mantenía intacta, la orina se deslizaba perfectamente por la rajadura. En caso de haber perdido su virtud, su pecaminosa violación a las reglas quedaba de manifiesto al orinar fuera del canal. Entonces, era sacrificada".

Estábamos sorprendidos ante la magnificencia de semejante pieza lítica: 22 metros de largo por 8 metros de alto. Una masa imponente que denotaba la trascendencia que la piedra tenía dentro de la cosmovisión andina. Ante ella (como ante cualquier otro resto pétreo del pasado) uno se siente insignificante, finito, vulnerable. Porque la piedra es, justamente, lo que el hombre no es: incorruptible. Resiste el tiempo, y "su realidad está equiparada con lo perenne".

En 1569, ese "Templo del Sol" había sido "destruido" por los frailes agustinos. Por lo que veíamos, muy mal habían practicado su extirpación de idolatrías. De hecho, uno de ellos había sido expulsado de Vilcabamba, el otro asesinado y la gran piedra blanca se mantenía en pie, más de cuatrocientos años después.

Recorrimos el yacimiento durante un par de horas, fotografiando y dibujando sus diversos sectores[42]siguiendo las líneas de los cimientos y tratando de imaginar las construcciones que antes complementaban el adoratorio. Detectamos los restos de una media docena de habitaciones alrededor de la piedra ceremonial y al menos dos pequeños muros rodeando toda el área. A pesar de todo, no nos fue posible imaginarnos cómo lucía el sitio en épocas de los Incas.

Hacia el mediodía, la figura menuda de un hombre se recortó en el cielo, justamente por el camino que habíamos usado para ingresar a la planicie. Terminó siendo don Genaro Quispikusi, encargado del cuidado y mantenimiento de las ruinas y representante del INC en la región de Vilcabamba.

Don Genaro es con seguridad el personaje que mejor conoce toda la zona. Ha sido guía y confidente de muchísimas expediciones anteriores y colaborador de grandes arqueólogos. Debía tener unos sesenta años de edad, pero su caminar y ritmo era de un hombre de veinte. Hacía años que habitaba en Huancacalle y a poco de conversar con él advertimos que sus conocimientos se debían a la práctica, al andar por esos montes y selvas, machete en mano.

Nos recibió con amabilidad y al rato estábamos enfrascados en una interesante conversación que nos conduciría a vivir uno de los momentos más emocionantes de toda la expedición.

En este lugar (Yuracrumi), tenemos un claro ejemplo de los trabajos incas que todavía no se han podido descifrar. Están en estudio, y quizás en unos cinco o más años, o tal vez nunca, se podrá descubrir la verdad de todo esto.

(Pregunta: ¿Qué funciones tuvo Yuracrumi?).

Este fue un centro de santuario (sic) y, según algunos arqueólogos, un observatorio astronómico para poder medir y fijar las épocas de siembra y de cosecha, pero son meras interpretaciones…

(Pregunta: Tenemos referencias de que usted fue el guía de la Expedición española Betanzos "97 el año pasado, y que descubrieron dos de las ciudades perdidas que aparecen nombradas en varias crónicas del siglo XVI, Pampaconas y Rangalla, ¿Podría usted contarnos la experiencia, por favor?)[43].

¡Pero esas no eran ciudades nuevas! Pampaconas estaba descubierta desde hace mucho tiempo. En ese mismo lugar hay una posta médica y un centro educativo desde hace cuarenta o cincuenta años. Además hay gente que ha vivido en el sitio los comuneros. Ese equipo (el español) encontró una terraza y dijo después que nunca había sido descubierta, pero mintieron. ¡Lo han conmovido al mundo diciendo de que habían encontrado una ciudadela y es mentira! Además, tengo entendido que no presentaron ningún informe. Cuando yo llegué al INC, fui tomado por varios periodistas que me dieron a conocer y cuando se me acercaron yo les dije: "La verdad es que no ha habido ningún descubrimiento". ¡Son unos intrépidos!

(Pregunta: ¿Pero cómo es posible? ¿Armaron todo un "circo" de la nada?).

Sí, señor. Cuando salimos de aquí fuimos a Ututo, y desde allí subimos a Pampaconas. En Pampaconas hemos estado todo el día y les dije que no siguieran subiendo porque estaba por caer un temporal y al cabo comenzaron a caer relámpagos. Y como ese sitio está a 4.000 m.s.n.m. comenzó a enfriarse la atmósfera, se largó a llover y la neblina tapó todo. Y se perdieron. Empecé a llamar y llamar, "¡Doctor Santiago, doctor Santiago!", y nada. Sucede que en vez de bajar, se habían ido hacia el camino que va para Ayacucho. ¡Para otro lado!, ¡Totalmente perdidos!…Casualmente me encontré con un peatón que venía de Villa Virgen y le pregunté por los cuatro caballeros. Me dijo que estaban allá arriba. Cuando me reuní con ellos me dijeron que habían encontrado una ciudadela. ¡Y eran piedras naturales lo que habían tomado!

Yo llegué desesperado, porque eran la una de la tarde. Llego todo mojado, chorreando agua, y le digo: "Doctor, ¿qué pasa? No vamos a alcanzar a los arrieros. Ellos siguieron y tenemos que apurarnos". Y él me dice: "Encontramos cosas maravillosas, que nunca se han visto". Cuando las vi le contesté: "¡Doctor, son piedras naturales, rocas!". Y eso no es todo: cuando nos veníamos, llegamos a una casa abandonada, la casa de Cabrera, un morador que la había dejado ahí (un galpón), ¡y también la descubrieron! ¿Pero en qué cabeza entra?…

Llegamos a Ututo a las cinco de la tarde. Los arrieros se habían ido, y como teníamos que caminar unos 20 Km. para alcanzarlos se nos iba a hacer de noche. Felizmente le había dicho al arriero que si veía que se nos hacía tarde, se detuvieran en el río Zapatero y no avanzaran muy rápido. ¡Menos mal! Pero la noche nos sorprendió igual al comienzo de la selva y ¡llevaban una sola linterna! Cuando se quemó la lámpara seguimos a tientas. Desesperados, por la noche, tuvimos que caminar hasta que llegamos, a la una de la mañana, donde estaban los arrieros. ¡Esta es la famosa expedición Betanzos! Nada estaba organizado, ¡ni linternas! ¡Es una vergüenza que un profesional diga "hemos descubierto", cuando no lo hicieron!

(Pregunta: ¿Ésta ha sido la última expedición, o ha habido otra anterior?).

No, fue la última. Anterior así, no, no han venido. Lo que sí les digo es que eso que han dicho, que han encontrado una ciudadela en el corazón de la selva es una mentira.

Salimos de la planicie en donde se levantaba Yuracrumi y descendimos a un valle de reducidas dimensiones. Se lo conocía con el nombre de Viracochapampa y pudimos observar los muros de varias terrazas agrícolas, construidas por los incas, pero aún en uso. Un sinnúmero de piedras talladas se veían desperdigadas por la zona y Don Genaro nos explicó sus posibles significados. No eran demasiado impresionantes, por lo que decidimos no perder más tiempo y dirigirnos hacia Vitcos, antes que se nos hiciera demasiado tarde… como a los españoles.

No recuerdo bien en qué momento fue, pero lo cierto es que cuando menos lo esperamos nos encontrábamos escalando la ladera de un cerro cubierto de árboles y ramas. Seguíamos una senda estrecha que daba directamente al vacío. De no haber sido por la espesa vegetación que nos impedía ver el fondo, la sensación de vértigo nos habría impedido avanzar.

Don Genaro se habría camino con su machete, delante de mí. Teníamos las camisas y las mochilas cubiertas de ramas y espinas, y estábamos un tanto fatigados. La excitación nos impulsaba hacia delante. Seguramente intuíamos algo.

Entonces, don Quispikusi nos comentó que recorríamos un sendero recientemente descubierto, y que ningún "gringo" había pasado por él. Que la ruta tradicional a Vitcos estaba varios cientos de metros por encima nuestro y que por la zona existían edificios sin catalogar; verdaderos edificios sin catalogar.

Sentí una fuerte taquicardia, no sabía si era producto de la altura y el esfuerzo, o de la emoción.

Hacia las dos o tres de la tarde, una forma sombría y totalmente cubierta de ramas, árboles y lianas, apareció sobre nuestra izquierda. Nos costó identificar en un primer momento qué cosa era. Pero cuando nos aproximamos a ella, contemplamos atónitos una prolija superposición de piedras de regular tamaño. Era un muro.

Don Genaro empezó a machetazo limpio contra las enredaderas que aprisionaban la pared. No se veía turbado ni demasiado sorprendido; en cambio, nosotros, no lo podíamos creer. Ayudamos torpemente con nuestros bastones a correr las ramas más gruesa y al cabo de unos minutos, que no conté, pudimos distinguir una abertura en el muro. Cuando nos colamos por ella, entramos en un recinto casi cuadrado (19 metros de largo por 20 metros de ancho) y dividido en dos sectores o habitaciones. Carecía de techo (derrumbado, seguramente hacía siglos) y llegamos a contar cuatro portadas trapezoidales y varias hornacinas, incrustadas en la pared misma del edificio. Todo el interior estaba cubierto de follaje.

Le preguntamos a Quispikusi qué lugar era ese y nos contestó que no estaba seguro, pero que si la memoria no le fallaba, seguramente estábamos en lo que los antiguos vilcabambinos llamaban el Quipuhuasi, o "Casa de los Quipus", un sitio en donde los incas enseñaban el arte de hacer e interpretar los cordones anudados (quipus), que utilizaban para contabilizar ganado y objetos.

Era un lugar no catalogado, y por más que su "descubrimiento" no agregara ni quitara nada a la historia de los Incas, nos sentimos tan felices y reconfortados como debió haberse sentido Bingham al encontrar Machu Picchu.

Se hacía tarde y la sombra del Wiracochán crecía conforme pasaban los minutos. Teníamos una hora más de caminata hasta Vitcos y como no estábamos autorizados, ni capacitados, para practicar ninguna excavación (a menos que uno desee convertirse en huaquero), decidimos dejar "nuestro templo"; comprometiéndonos, eso sí, a declararlo al INC una vez terminada la expedición[44]

Continuamos subiendo durante media hora más por esa enmarañada y angosta senda, semicubierta de hojas, hasta llegar al pico del cerro (de unos 300 metros de altura). Allí entroncamos con el camino principal, que previamente se conocía, y vimos que, en la cima de la montaña que teníamos enfrente, se elevaban construcciones regulares de piedra. Sólo distinguíamos sus contornos, en una zona completamente deforestada. Encaminamos nuestros pasos por el sendero de tierra que unía ambos picos y, recibidos por un sorpresivo chaparrón, arribamos a Vitcos.

Numerosos cronistas mencionan la existencia de una fortaleza llamada Vitcos (Pitcos, o Viticos), cercana a un adoratorio prehispánico y muy próxima al pueblo de Puquiura. Según Baltazar Ocampo Conejeros, un aventurero español que vivió en la zona durante el siglo XVI,

"La fortaleza de Pitcos está en una alta montaña cuya vista domina gran parte de la provincia de Vilcabamba".

¡No pudo haber hecho mejor descripción!

Efectivamente, desde los restos de edificios y plazas en los que estábamos, podíamos apreciar todo el valle del río Vilcabamba, en dirección al puente de Choquechaka. Una vista estratégica de primer orden que nos llevó a recordar (y leer) otro testimonio español, esta vez dejado por Fray Marcos García:

"[…]La fortaleza principal estaba en una elevada eminencia, rodeada de ásperos peñascos y selvas, muy peligrosos para ascender y casi inexpugnable".

Cuando nos asomamos al vacío, buscando el cauce del río que corría al pie del cerro, observamos el caserío de Puquiura, cientos de metros por debajo nuestro.

Todo coincidía a la perfección y no pude entender por qué algunos investigadores se resisten todavía a identificar este complejo arqueológico con la Vitcos de los escritos españoles. Según he leído (y escuchado de informantes serios), muchos siguen creyendo que la "verdadera Vitcos" permanece perdida en la selva, en algún otro lugar. Pero las descripciones de la época colonial, y la factura de las construcciones que teníamos delante de nosotros, evidenciaban que ese había sido "un sitio principal" y que era muy probable que fuera el lugar elegido por Manco Inca para iniciar su resistencia.

Hoy conocidas como Rosaspata ("El Lugar de las Rosas"), las ruinas de Vitcos están compuestas por construcciones varias, restos de una muralla (que dan hacia el Wiracochán) y bellos canales. Posee una gran plaza central y los remanentes de suntuosos edificios, de los que sólo quedan algunas pulidas puertas de doble jamba, hechas de granito (signo inequívoco de que allí había residido un dignatario de alto rango).

Los planos hechos por Vicent Lee, hace diez años, nos facilitaron la identificación de los diferentes sectores.

Vitcos fue durante mucho tiempo una leyenda, hasta que Hiram Bingham la descubrió en 1911. En ella se protagonizaron muchos de los acontecimientos más importantes y trágicos de la historia de los Incas de Vilcabamba. Allí buscaron asilo los soldados almagristas que más tarde asesinaran a Manco Inca en la Plaza Central; allí se alojó Diego Rodríguez de Figueroa (1565), en su camino hacia Pampaconas; por allí predicaron los frailes agustinos y también, más tarde, se libraron encarnizadas batallas.

Vitcos era el primer candado que se debía abrir para poder llegar, después de tres largos días de viaje, a los límites de la protegida y secreta capital del exilio: Vilcabamba "La Vieja".

Agotados, decidimos terminar con el reconocimiento del área. Nos despedimos de don Genaro Quispikusi y después de cuarenta y cinco minutos de descenso, bajo una fina lluvia intermitente, llegamos a Puquiura.

Pancho organizó la cena: un conejo al horno con papas y rocoto. Celebramos con vino fino (cuya botella salió, como por arte de magia, de una de las mochilas) y para las nueve de la noche estábamos los cuatro dormidos.

DIA 4

Cuando nos levantamos, los cuatro caballos ya estaban ensillados. Pancho había dispuesto todo porque consideraba necesario que nos familiarizáramos previamente con los animales ya que, al día siguiente, nos esperaban unas cuantas horas de viaje sobre ellos.

Por mi parte, hacía más de doce años que no montaba y ninguno de mis compañeros era ducho en el arte de la equitación. Pero, guiados por los consejos del señor Quintanilla (propietario de las bestias), pudimos rememorar las lecciones aprendidas en la infancia y, media hora después de ocupar las monturas, ya nos animábamos a arriesgar trotes y galopes, por el camino que nos llevaba a Lucma.

Entre bromas y carcajadas, bautizamos a nuestros caballos con los nombres de "Stanley", "Livingstone" y "Fawcett", en memoria de los tres grandes exploradores ingleses, cuyas historias nos habían hecho pasar momentos de maravillada admiración, durante la adolescencia. Eran animales muy sufridos. Habían sido criados y adaptados para andar por la montaña y muy lejos estaban de parecer los "pura sangre" de los hipódromos. Eran más bien bajos, y por más que no tenían genes extraños en su ADN, de lejos, semejaban mulas. Les tomamos cariño rápidamente y conforme aumentaba nuestra confianza en ellos, pudimos hasta sacar buenas fotografías sin necesidad de apearnos. Blanco ("Stanley"), marrón ("Fawcett"") y negro ("Livingstone") eran sus colores.

Estábamos volviendo sobre nuestros pasos, es decir, en camino al puente de Choquechaka, pero nuestra intención no era llegar tan lejos. Queríamos alcanzar el vecino poblado de Lucma por dos motivos fundamentales: el primero, porque era nombrado por las crónicas españolas y era nuestra obligación conocerlo, ya que había sido parte de la ruta seguida por incas durante la huida en el siglo XVI; y el segundo, porque en dicha localidad (capital del Distrito de Vilcabamba) vivía un profesor que conocía bastante sobre leyendas e historias locales.

Nos estaban esperando.

Recorrimos el pequeño poblado y, por ser domingo, fuimos invitados a escuchar un acto litúrgico en la vieja iglesia de la localidad. Recuerdo que no había sacerdote. Sólo una niña entonaba una melodiosa canción, alentando a una docena de personas a imitarla. En el altar de madera, semidestruído, la vigilante mirada del "Niño de Lucma" (adorada imagen del valle) veía que nadie desentonara; y un cartel de papel madera apuntaba a la concurrencia la letra del tema, que hacía referencia a Don Bosco. Estábamos en territorio salesiano.

Cuando la ceremonia terminó, nuestras poco convencionales estampas (sombreros, filmadoras, máquinas de fotos) llamaron la atención de dos muchachos jóvenes, que tampoco concordaban físicamente con el resto de los fieles. Se acercaron a nosotros y se presentaron. Eran italianos, "laicos consagrados" enviados por la orden de los salesianos a las selvas y montañas del Perú para ayudar y evangelizar a la gente. Nos invitaron a tomar café en un amplio chalet, que también desentonaba con el contexto de casas de barro que lo rodeaban. Era un diminuto mojón de Europa en medio de la cordillera vilcabambina. La tarea iniciada en 1568 por los padres agustinos, García y Ortíz, continuaba.

El peso e influencia de la orden de Don Bosco en la zona es muy fuerte. "Los italianos", como se los conoce en todas partes, han podido levantar un importante bastión en Lucma, ayudando a la educación de muchos niños que, gracias a ellos, podrán tener un oficio con que ganarse la vida en el futuro.

Debo confesar que no soy muy afecto a ese tipo de "paternalismo religioso", pero creo que en este caso particular, en el que la ayuda del gobierno es inexistente y nula, el trabajo de esta gente es un acto de encomiable solidaridad. Aunque, de todos modos, nunca dejé de percibir cierto tufillo de "superioridad europea" en el discurso de esos voluntarios.

A media mañana nos reunimos con Samuel, profesor y director de la única escuelita de Lucma y coordinador de un proyecto que pretende rescatar las tradiciones orales de la zona. Sus generosos comentarios nos reconfirmaron que en el cerro Idma Colla existían "caseríos Incas" y que la gente se niega ir hasta el lugar por temor a los "espíritus protectores". También nos hizo saber sus necesidades, que son muchas, y el ciclópeo esfuerzo que hace, junto con sus colegas, para mantener en pie esa escuela de frontera, que es su orgullo. Hablamos de la supuesta competencia con los salesianos y del absoluto olvido del gobierno nacional, respecto de la educación oficial en esa región. Como puede verse, "en todas partes se cuecen habas".

Nos despedimos de Samuel y montamos hasta la siguiente localidad, Yupanca, donde almorzamos un churrasco e hicimos descansar a los caballos.

No había mucho para ver. Yupanca es un simple caserío de casas de adobe y buena cerveza. Para las dos de la tarde ya estábamos de regreso hacia Puquiura, disfrutando de un paisaje maravilloso.

Teníamos el resto del día libre y decidimos ir a relajarnos un poco a orillas del río Vilcabamba. Fue una tarde inolvidable. Escribimos, dibujamos y pudimos darnos el primer baño (muy frío), después de casi cinco días. Nos sentíamos como nuevos y con un cúmulo de experiencias que enriquecían nuestros intereses comunes. Ahora se venía la etapa más dura de la expedición, podría decirse, la expedición propiamente dicha. Pero decidimos no adelantarnos a los hechos y sacar provecho de esos instantes que vivíamos, a los pies del cerro Rosaspata. Cuando cayó el sol y nos refugiamos en la casa de don Quintanilla, una muy rica sopa de vitina con papas fritas fue nuestra única cena. Era la última noche que pasábamos en Puquiura.

DIA 5

Amanecimos con la casa rodeada de caballos. A los cuatro que habíamos utilizado el día anterior, se le habían sumado otros ocho, que empezaban a ser cargados con las provisiones y el equipo. Era un espectáculo digno de admirar. Toda mi vida había esperado por un momento así y finalmente había llegado.

Pancho nos presentó a los dos arrieros que iban a venir con nosotros. Uno de ellos, primo de nuestro guía, era Jorge "Coco" Quintanilla Pérez, un muchacho de unos treinta años, sumamente colaborador y siempre preocupado de sus animales. El segundo, Renato Pampañaupa Paniagua, de edad incierta, era una mestizo con fuertes rasgos quechuas, siempre ensimismado, callado y, hasta podría decir, sumiso. El grupo ya estaba completo, sólo restaba ponerme en marcha; cosa que hicimos, a las 7; 30 horas, rumbo el abra de Qollpaqasa, a más de 4.000 m.s.n.m.

Una vez más empezamos a subir. Dejábamos para siempre los centros poblados del valle, y tras rebasar la aldea de Huancacalle, tomamos por un camino de herradura desde el que era posible admirar los nevados de Colpa y decenas de montañas que nos eran desconocidas. El paisaje se fue tornando seco a medida que avanzábamos y para las diez de la mañana transitábamos por plena puna.

Al ir montado sobre un animal, uno está, de alguna manera, librado al azar del terreno y a la experiencia de la bestia. Se puede percibir cómo cambia el entorno, no sólo por medio de la mirada, sino en carne propia, en el rostro, que sufre con el aire que se enfría y en los músculos de las piernas, que se afirman a los lados del animal cuando el camino sube o baja. Es una experiencia física que, en caso de prolongarse mucho, puede transformarse en tortura.

Mi caballo, "Stanley", era fiel a las órdenes, pero el esfuerzo de escalar esos cerros tan altos hizo que en más de una oportunidad se detuviera y yo empezara una ridícula danza de saltitos sobre su lomo, con el objeto de motivarlo a seguir la marcha. Eugenio y Juan veían muy graciosas mis habilidades ecuestres, hasta que en cierta parte del trayecto "Stanley" me desobedeció y se metió en una ciénaga. Tuve que levantar las piernas para no empapármelas, y por un instante creía que me iba a caer. Sentí los gritos de don Quintanilla, que me decía que le soltara las riendas y noté un cierto dejo de preocupación en su tono. Nunca supe si era por mi seguridad o por la del caballo.

Salvado ese inconveniente, la caravana arribó al último centro poblado del camino: San Francisco de la Victoria de Vilcabamba, más conocido como Vilcabamba "La Nueva".

El pueblo colonial de San Francisco es una aldea pobre, de adobe y paja; con una antigua iglesia (de idénticos materiales) que se yergue sobre una lomada, señoreando el valle que conduce al abra. Una calle de tierra, poblada de cerdos; una nueva residencia salesiana y un aire frío, que nos calaba los huesos, fueron los únicos atractivos del lugar; en el que permanecimos más de lo previsto por habérsenos escapado unos caballos, que don Quintanilla recuperó al cabo de una hora, o más.

Según teníamos entendido el pueblo había sido fundado en 1572, tras la derrota de los incas; pero como la ubicación exacta del mismo no está del todo clara (ya que muchos sostienen que se levantó en el valle del río Vilcabamba, cerca de la actual Hoyara), no podíamos afirmar taxativamente que ese conjunto de chozas hubiera sido la histórica ciudad de la victoria peninsular.

Después de abandonar el humilde villorrio proseguimos nuestro ascenso y para el mediodía llegamos al Abra de Qollpaqasa.

Almorzamos. Entonces, don Quintanilla tomó los seis caballos que habíamos montado y pegó la vuelta para Puquiura. Nos quedaba otra media docena de animales, pero completamente cargados con el equipo y las provisiones. De ahí en adelante no nos restaba más que caminar por la senda que nos conduciría de la puna a la selva tropical.

Coco y Renato se adelantaron con los animales. Nosotros nos cargamos las mochilas y bien abrigados empezamos el descenso, alejándonos de la civilización.

El Abra de Qollpaqasa es un nudo montañoso, a 4.000 m.s.n.m., que hace las veces de divisoria de aguas entre dos ríos. Dejamos atrás la cuenca del Vilcabamba y, encolumnados, bajamos en busca del cauce del Pampaconas. De tanto en tanto, oteábamos el paisaje divisando la larga cadena de cerros que se perdían en el horizonte. Allá, en el fondo, las ruinas de la última capital de Manco nos esperaban. Pero teníamos todavía tres largos días de caminata por delante.

Pequeños pero torrentosos arroyos corrían desde de los glaciares, y por puentes de palos y tierra debíamos cruzarlos, balanceándonos como si camináramos sobre un colchón de agua. Delante nuestro, una planicie seca y amarillenta se extendía, permitiéndoles a las fuertes ráfagas de viento sacudirnos los sombreros y hacernos sentir que estábamos lejos de la selva tropical, a la que nos dirigíamos.

¡Qué contrastes maravillosos! En menos de veinticuatro horas era posible experimentar casi todos los pisos ecológicos; ésos que en nuestro país nos llevarían semanas conocer. La altura, y sus archipiélagos verticales, condicionan la vida y la naturaleza en todo el Perú.

En momentos como esos, las lecturas hechas se arraciman en la mente. Uno admira el panorama traduciéndolo a partir de los textos devorados cómodamente en el sillón del escritorio; sintiéndose parte de una aventura cien veces leída, pero nunca sufrida. Nos internábamos en una región poco o nada transitada y sabíamos que, de suceder algo malo, a partir de ese momento estaríamos encomendados a las suerte y a la pericia de nuestro guía.

Tras pasar por un lugar conocido como Mollepunko, retomamos las huellas de un antiguo camino incaico, hecho de piedras, y nos abrimos paso al valle del río Pampaconas. Era una escalinata irregular que descendía contorneando la montaña; y ya para entonces, podíamos advertir que el paisaje empezaba a tornarse verde/sepia. Seguimos la senda hasta la quebrada de Maukachaka, en donde encontramos una solitaria choza de piedras. Era el hogar de un tal Gregorio Díaz y su familia. Allí descansamos unos minutos y advertí, entre preocupado y dolorido, que tenía la palma de mi mano derecha en carne viva.

El peso de mi cuerpo y el roce de la piel, sobre el mango del bastón que portaba, habían desgastado la epidermis, produciéndome una ampolla molesta y lacerante. "Es la primera herida de guerra", bromeó Eugenio, al tiempo que disfrutaba de un reconfortante café caliente, gentileza del lugareño.

No podíamos detenernos mucho más tiempo. Ya era la media tarde y teníamos un par de kilómetros por recorrer. Nos despedimos, agradecidos, de esos ermitaños andinos y proseguimos el camino. Un par de horas después la puna había desaparecido y majestuosos cerros, cubiertos de vegetación, enmarcaban la trocha por la que andábamos. El bosque templado anunciaba sus dominios.

Llegamos a la explanada de Ututo (o Hututo), justo a orillas del Pampaconas, casi a las seis de la tarde. El sol se escondía por detrás de los cerros y, abandonado el ajetreante deambular, empezamos a sentir frío. Pancho, junto a Coco y Renato, armaron el campamento, tras liberar a los caballos de su peso; y para las ocho de la noche, en una marmita caliente, se preparaba nuestra cena.

Me desinfecté la herida de la mano y comprobé que mi pie derecho también había sufrido las consecuencias del andar: otra pulposa ampolla de agua adornaba el espacio que iba del dedo gordo al dedo medio. Era el "bautismo de fuego" a unas extremidades que habían pasado treinta y cinco años de vida sedentaria.

En Ututo, según consta en la Razón enviada al virrey Toledo, el 16 de junio de 1572, el ejército español descansó, antes de lanzarse contra la ciudad de Vilcabamba. Posiblemente, Loyolas o Arbieto habían dormido en el mismo lugar en el que yo estaba en ese momento: una explanada abierta y fría que, contrariando todo pronóstico (estábamos en la época seca del año), se cubría de pesados nubarrones, amenazando llover. Las dos únicas carpas que teníamos se levantaban insignificantes ante la naturaleza, y me vino a la mente un viejo dicho que dice: "respétala, porque ella nunca te respetará a ti".

Al cabo de unos minutos, un manto denso de niebla tapó todo el campamento. Los haces de luz de nuestras linternas se veían compactos, casi sólidos, en su intento por horadar las penumbras. Inclusive nuestras propias sombras se reflejaban, fantasmagóricas, en la inquietante presencia gaseosa, que nos impedía ver el paisaje.

Cenamos, y aunque todos estábamos cansados, permanecimos despiertos hasta la medianoche, relatando anécdotas, contando chistes y esperando que las manecillas del reloj anunciaran el nuevo día. Había un motivo para todo ello: queríamos recibir al 28 de julio (aniversario de la Independencia del Perú) como es costumbre por aquella latitudes: festejando con brebajes espirituosos.

Cuando me metí en la carpa, el ron, la caña y la ¡champagna! que había tomado aceleraron mi entrega a los brazos de Morfeo, casi instantáneamente.

Los arrieros y el guía, por decisión propia, insistieron en dormir a la intemperie… y en seguir festejando.

DIA 6

La mañana siguiente nos encontró ya en pie, dispuestos a continuar la marcha.

Como de costumbre, los arrieros se nos adelantaron y, a poco de abandonar Ututo, los perdimos de vista, detrás de peñolerías y barrancos.

Íbamos a seguir el curso del río Pampaconas escalando el camino Inca de los fuertes, así denominado por haberse detectado, en las serranías vecinas, restos de pucarás, fortalezas y puestos de vigías. Todos ellos, indicios de que nos encontrábamos más cerca de Vilcabamba.

La fragosidad de la topografía es raramente imaginable mirando un mapa y únicamente transitándola se puede tomar conciencia de lo que significa estar fatigado. Fue, sin duda, la jornada más dura de toda la expedición y también la más peligrosa. En más de una oportunidad estuvimos apunto de despeñarnos por los precipicios; y en más de un momento nos preguntamos qué demonios nos había llevado a ese sitio. Pero, para entonces, rodeados de montañas y ceja de selva, y a casi dos días del último poblado, no nos quedaba otra opción que seguir hacia adelante. Era impensable retroceder.

Las maltratadas y semienterradas escalinatas incas subían y bajaban por empinados falderíos, atravesando quebradas y numerosos riachuelos que bajaban, vaya a saber uno de dónde. Las ramas, las rocas y el barro hacían que esos pasajes fueran verdaderas torturas musculares, obligándonos a vencer varios umbrales de fatiga en pocos metros.

El esfuerzo físico nos mantenía calientes y transpirados, pero no eran sólo esos accidentados cerros los únicos culpables del sudor que corría por frentes y espaldas: la temperatura ambiental subía con el paso de las horas, y para cerca del mediodía llegaba a los 33º C. Lo único que aliviaba nuestra marcha eran las frescas sombras que brindaba el interminable manto de selva que nos envolvía por todas partes.

Recién entonces comprendí las palabras escritas por un anónimo soldado español, en 1572: "ese era una camino más para demonios que para cristianos".

Los desfiladeros caían a plomo en dirección del Pampaconas, que corría cientos de metros más abajo.

Caminábamos en fila india y con todos los sentidos puestos en la senda. No exagero un ápice al decir que la más mínima distracción podía acarrear una torcedura de tobillo o un "vuelo", en caída libre, por el barranco. Millones de piedras sueltas se arremolinaban por la trocha y debíamos tener en cuenta a cada una en particular, para saber en dónde pisar correctamente. Dicen que el mejor amigo del hombre es el perro; aunque en situaciones como esas no me cabe la más mínima duda de que el proverbio es falso; porque cuando se transita por lugares escarpados, quien se convierte en el mejor amigo de uno es su bastón.

Él es nuestra tercera pierna, que mantiene el equilibrio; nuestro tercer ojo, que detecta huecos y grietas, escondidas en el suelo por el follaje muerto de los árboles. Sin nuestros bastones dudo mucho que hubiéramos podido llegar a Vilcabamba sanos y salvos. A ellos y a Pancho, les debemos el pellejo.

Jamás olvidaré la soberbia imponencia de la selva; ni la de los picos verdes de los Andes, que parecen querer alcanzar al sol. Es un espectáculo maravilloso, indescriptible, que, como las mujeres bellas, demanda del caminante toda su atención. Es imposible avanzar y mirar al mismo tiempo. Si uno quiere sentir la insignificancia del ser humano en ese entorno poderoso, debe buscar, primero, un lugar seguro, después detenerse y, recién entonces, admirarlo con los ojos y con el alma.

Pero de todos los inconvenientes con los que puede uno toparse a lo largo del camino, dos constituyeron nuestras más negras pesadillas: los puentes de palos y los "conos de deslizamiento".

Uno de los lugares comunes, en los que caen casi todos los manuales de arqueología peruana, consiste en alabar la maravillosa capacidad que los incas tenían como ingenieros civiles; colocando como ejemplo de tales destrezas a los puentes colgantes y de piedras, que los españoles admiraron al momento de la conquista. Todo ello es cierto, pero sucede que hoy en día ninguna de esas obras se mantiene en pie. Actualmente, la seguridad con que los incas cruzaban los ríos, se ha convertido en una aventura angustiante, mucho más teniendo en cuenta nuestra condición de citadinos.

En más de media docena de oportunidades tuvimos que poner en práctica nuestras dotes de equilibristas para cruzar a la orilla opuesta. Eran simples troncos atados con lianas que, al momento de pisarlos, se balanceaban como una hamaca. Los pies, colocados transversalmente, sobresalían a ambos lados, denunciando a gritos la inconsciencia de estar en ese lugar; máxime cuando se miraba para abajo y veíamos al río correr, literalmente, debajo de nuestras suelas.

Pancho, habituado desde niño a tales peripecias, hasta se tomaba el tiempo de pararse en el centro y ejercitar movimientos cortos de péndulo. ¡Qué locura! Pero a la hora de ayudarnos (o mejor dicho, ayudarme) su actitud socarrona desaparecía y ponía todo de sí para terminar con éxito la operación. Confieso que en dos oportunidades, las rodillas me empezaron a temblar de tal modo que tuve que tomarme unos minutos para calmarme y probar suerte. El hecho de poder escribir estas líneas prueba que la tuve.

La otra amenaza a nuestra seguridad, mucho más esporádica, pero amenaza al fin, fueron los deslizamientos de piedras que bajaban desde las cumbres, arrasando todo cuanto encontraban en su camino. No tenían un movimiento continuo, es decir, no eran cataratas de rocas en permanente caída, sino verdaderos toboganes que parecían estar esperando que alguien los tocara para poder cobrar vida. A su paso, la selva, los peñones y la propia senda por la que caminábamos, desaparecía dejando un espacio perpendicular que variaba su inclinación según el cerro, o la fuerza del arrastre inicial. El grosor también era fluctuante. Estaban aquellos que se podían cruzar con sólo un largo paso, y los otros, los que demandaban dos o tres rápidas zancadas sobre un terreno inestable, en el que producía una cascada de piedrecillas muy resbalosas, que terminaban por caer en el río Pampaconas, unos cuatrocientos metros más abajo.

Fue en uno de estos "conos" en donde casi pierdo la vida.

Recuerdo que venía último en la fila, agotado y con los reflejos aletargados, de tanto observar el piso irregular por el que marchábamos. Delante de mí iban Eugenio, Pancho y Juan (los arrieros caminaban a casi una hora y media de distancia, adelante del grupo). Cuando se toparon con el "tobogán", éste se veía firme y, sin mucho esfuerzo, uno tras otros lograron pasarlo…y "aflojarlo". Para cuando llegó mi turno, una delgada capa de arena y piedras parecía buscar descanso en la base del cerro.

Sin pensarlo demasiado me largué a dar los dos pasos que se necesitaban para estar del otro lado. Pero algo anduvo mal. De improviso, y a medio camino, un pánico visceral se adueñó de todo mi cuerpo y resbalé. Ante la desesperación, me tiré contra la pared de la montaña, con tanta mala suerte, que reboté en ella y me vi despedido hacia atrás.

No sé en qué momento, o cómo, la mano firme de Pancho me sujetó con fuerza de la muñeca derecha; y ahí quedamos, mirándonos a los ojos y dando gritos. No me podía mover, y contrariando las ordenes del guía, de tanto en tanto, miraba hacia abajo.

Tenía un pie en el aire y el otro apoyado en una piedra, ridícula en tamaño. Gritaban para que me impulsara con la pierna en la que tenía base, pero era imposible, estaba paralizado. Fue entonces cuando Pancho, con tono calmo, me dijo: "Haga el intento, jefe, porque nos vamos abajo los dos". No sé de dónde saqué fuerzas, supongo que fue el tirón que me dio el guía, pero para cuando abrí los ojos el maldito cono de deslizamiento estaba a mis espaldas.

Desde ese momento el camino no fue el mismo. En cada curva me imaginaba un escollo parecido, o peor, al que había tenido la suerte de superar.

La montaña quiso que ése fuera el último.

Finalmente, hacia las seis de la tarde llegamos a Urpipata ("El Lugar de la Paloma"),una reducida uña pelada de terreno, completamente rodeada de picos saturados de vegetación. Era la selva en su máxima exponencia.

Levantamos el campamento y cenamos, a poco de caer la noche. Tomé nota de los sucesos del día y me metí en la carpa, liviano de ropas porque hacía calor. Recuerdo haberme dormido pensando en mi familia y en una frase dicha por el guía, en tono de broma: "Dios en el cielo y Francisco Cobos en la Tierra".

DIA 7

Desde muy temprano empezamos a desgastar nuestras botas, "devorando" lo que quedaba del camino a Vilcabamba "La Vieja".

Veníamos cansados, sucios, transpirados y, en mi caso particular, con una experiencia no del todo agradable, que convertía, imaginariamente, cada recodo de la senda en un infierno de posibilidades inciertas.

Añoraba un buen baño de agua caliente, mis pijamas, mi cama y, por sobre todo, a mi familia. Pero aquello estaba muy lejos… "más allá de las montañas".

Transitábamos ya por plena selva tropical y el calor se volvía por momentos insoportable. El sonido del canto de los pájaros y el ruido de los insectos hacían las veces de telón musical y los mosquitos (¡los malditos mosquitos!) pasaron a ser nuestra peor pesadilla.

"Buscan la sangre nueva", nos decían sonriendo los arrieros, insensibles a los ataques. Y algo de cierto debe haber en ello, porque esa noche llegué a contar más de treinta y cinco picaduras en sólo uno de mis brazos.

Si con algún mito antiguo puedo comparar esa séptima jornada, es con el de Sísifo; personaje griego condenado a arrastrar una gran piedra hasta la cima de una montaña, y cuando casi estaba llegando, la piedra volvía a caer hasta el llano, y debía volver, así eternamente, a empezar su trabajo.

Aquel día, nosotros fuimos los "Sísifos".

El sendero subía, bajaba, volvía a subir y volvía a bajar, y cuando en un descenso creíamos haber terminado…subíamos otra vez. Era una lucha, entre el hombre y la montaña, que parecía eterna; y a muy a pesar de los insultos y la bronca exteriorizada… seguíamos subiendo y bajando.

Estábamos en el límites de nuestras fuerzas, y para las tres de tarde le pedí a Coco el favor de montar en uno de los caballos, que venía a medio cargar. No le gustó mucho la idea. Cuidaba a sus animales como si fueran oro; y lo eran de alguna manera, ya que el sustento de su familia dependía del buen estado de las bestias. Incluso, en cierta oportunidad, escuché cómo le recriminaba a Pancho el no haberle advertido sobre lo difícil y trabado del trayecto (que tanto para él, como para Renato, era nuevo).

Finalmente, logré conmoverlo de algún modo y accedió a cargar al caballo con el peso de mi cuerpo.

Monté aproximadamente unos cuarenta y cinco minutos, consiguiendo salvar dos o tres cuestas que me hubieran demandado días remontar a pie, cansado como estaba. Así, pues, relajé mis músculos, aunque no mi corazón, que se mantuvo acelerado con cada paso que el caballo daba al borde del abismo.

Marchábamos todos juntos. La consigna dada por Pancho la noche anterior había sido "no separarse", ya que los miles de recovecos que tiene la selva podían convertirse en verdaderos laberintos. Y no se equivocó.

En determinado momento, Juan Carlos se adelantó más de lo conveniente y, sin conocer el terreno, tomó por un atajo indebido. El resto, confiado de que nos precedía en la marcha, seguimos por el sendero correcto, que era otro, y nos separamos.

Al cabo de unos quince minutos, Coco nos anunció, con tono preocupado, que no había huellas, y que por donde andábamos hacía mucho tiempo que nadie transitaba. ¿En dónde estaba Gasques?

Como teníamos sólo tres horas de luz por delante y (según Coco) un puma rondaba por el lugar, decidimos seguir el camino hasta Vilcabamba mientras Pancho, que sabía como moverse en la noche, en caso de que ésta cayera antes de encontrar a nuestro compañero y arriero, regresó, linterna en mano, tras sus pasos.

Durante la siguiente hora y media, se conjugaron sentimientos de alegría y preocupación.

Eugenio, y yo proseguimos la marcha hasta arribar a lo que parecía un mirador, con un camino de piedras que descendía a un valle exuberante, de cerrado follaje. La panorámica nos cautivó. Sabíamos que finalmente habíamos llegado.

Hicimos el último gran esfuerzo y a las 18:00 horas del 29 de julio de 1998 nos desplomamos sobre la única planicie pelada del lugar. Una roca blanca, de regulares dimensiones, dominaba el sitio. No nos quedaba ninguna duda: habíamos arribado a Vilcabamba "La Vieja"[45].

Una hora más tarde, las siluetas de Juan Carlos y Pancho se recortaron en el camino que bajaba. Afortunadamente, los dos estaban a salvo y el sol daba sus últimas puntadas al día. Llegaron con muy poca luz natural. Fue entonces cuando supimos que, cansado y abstraído con las formaciones geológicas de la zona, Gasques había perdido el rumbo y que a causa de unas sachavacas (vacas cimarronas de gran cornamenta que merodean la selva) se había visto impedido de regresar. Sólo la pericia de Panchito lo salvó de una cornada o de tener que soportar, solo, los peligros de la selva nocturna.

Aquella noche, debajo de un magnífico cielo estrellado y sabiendo que a escasos dos kilómetros se levantaban las ruinas de Vilcabamba, me fumé el cigarro que, desde hacía meses, tenía reservado para esa ocasión.

DIA 8

La antigua capital del exilio se levanta en medio de un valle absolutamente cubierto de árboles, plantas trepadoras y lianas. Desde el lugar en donde acampábamos era imposible ver construcción alguna y, según nos comentara Pancho, muchos aventureros solitarios, que pretendían conocerla, seguían de largo sin percatarse de que, a muy pocos metros, los muros Vilcabamba luchaban contra la humedad y las raíces.

Actualmente, en la zona habitan dos familias campesinas, los Zaka Puma y los Wilka Puma, sufridos colonos que, sustentados por una economía de subsistencia, pasan sus días ignorando la relevancia simbólica de las construcciones, que conocen desde siempre.

Ninguno de los miembros de esas familias sabían algo sobre la historia del valle. Nunca habían escuchado hablar de Manco Inca, de Sayri Túpac, Titu Cusi o Túpac Amaru. El legado arquitectónico de los incas era, para ellos, un mero conjunto de "piedras", sin valor alguno. Muy de vez en cuándo se internaban en la arboleda, y si lo hacían era para "buscar tesoros", para huaquear; es decir, desenterrar piezas de cerámica que, sólo ocasionalmente, podían ser suplantadas por pequeños ídolos de oro y plata, que más tarde cambiaban en Chaullay por arroz y otros productos.

Pero, a pesar de este "saqueo al pasado", la actitud general de los moradores es de respeto y temor. Como ya hemos señalado en más de una oportunidad, el nombre con el que hoy se conocen las ruinas es "Espíritu Pampa", la "Pampa de los Espíritus" o "de los fantasmas", puesto que se asocian con ellas historias de "aparecidos" (vistiendo indumentarias indias) y de extraños sonidos y lamentos de dolor. Nadie se aventura por las ruinas, especialmente de noche.

Es probable que estos relatos tenebrosos[46]no hagan otra cosa que revelar, de un modo inconsciente, el sentimiento de pérdida por un mundo (el incaico), del que tanto los Zaka como los Wilka Puma son sus directos herederos. Y hasta podría llegar a pensarse que los "lamentos" lúgubres, provenientes del "roquedal", son el signo de la permanencia de un pueblo que se resiste a desaparecer, o perder su digno prestigio. Todo, envuelto en forma de leyendas.

No obstante, ese solapado respeto se ve muchas veces contrariado por la lucha que constantemente libran los campesinos contra los restos arqueológicos de Vilcabamba, que pierden construcciones y terreno ante el avance destructor de palos, picos y arados de mano. Las rudimentarias actividades agrícolas de la zona atentan contra la preservación del patrimonio arqueológico, especialmente en los sectores periféricos de las ruinas

Ya teníamos todo listo. Las mochilas cargadas de rollos fotográficos; los flashes con pilas nuevas, para poder vencer lo umbroso de la selva; los fragmentos de las crónicas en la mano y todo el cuerpo rociado con repelente, a fin de espantar las legiones de mosquitos que nos rondaban.

Íbamos a internarnos en un sector sin sendas definidas y, por esa razón, Pancho nos había recomendado que marcháramos siempre juntos. Para mayor seguridad, le pidió a uno de los moradores del lugar que nos acompañara (a cambio de medicamentos) y así, con nuestro guía encabezando la fila y el otro cerrándola, nos dirigimos a observar lo que quedaba de la legendaria capital de la resistencia incaica.

A principios de siglo, cuando Hiram Bingham encontró la ciudad de Vilcabamba "La Vieja" (sin identificarla correctamente), toda la región era un sector olvidado e inaccesible para la mayoría de los peruanos. Sólo las tribus de los Campas y de los Machiguengas (hoy retirados más adentro en la selva) conocían las ruinas y llamaban al lugar con el nombre de la Pampa Eromboni [47]Pero, actualmente, más allá de los rumores que circulan en Cusco sobre supuestas comunidades aborígenes "protectoras" del lugar, ningún grupo de chunchos hizo acto de presencia durante nuestra exploración y nadie, ni siquiera las autoridades del gobierno, protegían los restos de la ciudad. Sólo la violencia clandestina de la vida vegetal ejercía su soberanía sobre los muros y plaza, invadidos por la maleza.

Gracias a los movimientos, secos y efectivos, de los machetes nos fuimos abriendo camino por la espesura. En un primer momento no pude distinguir nada, a excepción de los troncos y ramas entrecruzadas que impregnaban cada una de las direcciones en las que miraba.

Me estaba desilusionando. El esfuerzo de los últimos días había sido enorme y esperaba encontrarme con algo que me impactara, que me dejara sin aliento, como lo había hecho Machu Picchu, o Chan Chan, años atrás.

Durante casi una hora avanzamos por aquel mundo, pululante de mosquitos, incapaces de identificar ninguna roca que nos anunciara al antigua presencia del hombre en la zona. El silencio era prácticamente absoluto, señalando que la vida salvaje de la tierra sólo subía con la noche. Pero mi ansiedad fue recompensada poco tiempo después.

Para las nueve de la mañana, una estructura larga de piedras irregulares, pero perfectamente ensambladas, emergió de la selva a nuestra izquierda. Fue una experiencia mágica. Vilcabamba empezaba a resucitar de entre las ramas.

¿Qué función había cumplido ese recinto?, ¿Quién lo había construido?, ¿De qué fiestas y batallas había sido testigo?, ¿Qué era, en realidad?.

Las preguntas empezaron a acumularse en mi mente y trataba de esforzar la memoria, reconstruyendo la historia que conocía de esos últimos incas rebeldes. Pero ese primer muro permaneció callado y yo ciego ante él, hasta que mis mitos sintonizaron con los suyos. Recién entonces, la "ciudad perdida" empezó a cobrar vida.

En su crónica, Fray Martín de Murúa escribió:

"Tiene el pueblo, o por mejor decir tenía, de sitio media legua de ancho a la traza del Cuzco y grandísimo trecho de largo, y en él se crían papagaios, gallinas, patos, conejos de la tierra, pabos (…) y otros mil géneros de pájaros de diversos colores y mui hermosos a la vista; las casas y buhíos cubiertos de buena paja; ai gran número de (…) diversos árboles frutales y silvestres"[48].

Cuatrocientos veintiséis años después de esta descripción, las paredes de bloques irregulares, que teníamos a nuestro frente, carecían de los techos alabados por Murúa; no distinguíamos ninguno de los animales domésticos que aparecen en la crónica y los árboles silvestres les habían ganado la batalla a los frutales, cultivados por el Inca. Las construcciones se confundían con la tierra y los sedimentos, acumulados durante siglos. Aún así, pudimos apreciar el exquisito trabajo realizado y, poco a poco, ese muro, de casi sesenta metros de longitud, empezó a mostrarnos sus escondidos detalles: una escalinata, canales para el agua y lo que parecían piletones líticos en los que, seguramente, se practicaban baños ceremoniales antes de ingresar a la ciudad sagrada; aquella que el Padre Calancha describiera como "ciudad principal y donde se encontraban la Universidad de la idolatría y los profesores de hechicerías, maestros de abominaciones".

Continuamos caminando por el sector que ya identificábamos como la "entrada principal". Fue maravillosos advertir cómo unas pocas "piedras" nos permitían reconstruir mentalmente el antiguo esplendor de Vilcabamba, y cómo la imaginación (que nunca está ausente en momentos como ese) recomponía el sitio, dándole la vida que los españoles le quitaran en 1572.

A medida que nos internábamos por aquellas indetectables sendas, pude comprobar que la ciudad era mucho más grande de lo que pensaba, y para cuando terminamos la exploración, sus denunciados 20 Km2. de superficie eran prácticamente un hecho. No había dudas: eran las ruinas más extensas e importantes de toda la provincia.

Arribamos a las orillas de un arroyo angosto y canalizado artificialmente, que cruzaba la ciudad con dirección Norte/Sur. Sus aguas estaban estancadas, obstaculizadas por piedras despeñadas, ramas y barro; pero aún así, detectamos rápidamente un puente de rocas, el mismo en el que Hiram Bingham se fotografiara en 1911, y que es uno de los pocos ejemplos gráficos que de Vilcabamba se han publicado hasta la fecha.

Andábamos por el mismísimo núcleo urbano de la ciudad y, una vez más, advertimos que Murúa estaba en lo cierto al escribir que Vilcabamba "(…) poseía la traza de Cuzco", puesto que, de idéntica manera al Ombligo del Mundo, la última capital de Manco estaba dividida por un riacho, en dos bien definidos sectores,.

Proseguimos la marcha observando, aquí y allá, restos de paredes, hornacinas trapezoidales y construcciones con grandes bloques de piedras, redondeados en sus vértices. Los muros en talud (es decir, inclinados hacia adentro) y las puertas pétreas de granito claro, testimoniaban la factura incaica de esos monumentos, prisioneros por las raíces de árboles altísimos, que crecían encima de los muros.

"Tenía la casa el Ynga con altos y bajos, cubierta de tejas y todo el palacio pintado con grande diferencia de pinturas a su usança, que era cosa mui de ver; y tenía una plaza capaz de un gran número de gente, donde ellos se regocijaban y aún corrían caballos. Las puertas dela casa eran de mui oloroso cedro, que lo ay en aquella tierra en suma (…), de suerte que casi no echaban de menos los Yngas en aquella tierra apartada (…) la grandeza y sumptuosidad del Cuzco, porque allí todo cuanto podían aber de fuera les trayan los yndios para sus contentos y placeres y ellos estaban allí con gusto"[49].

Los detalles enunciados en este párrafo fueron corroborados en su totalidad. Si bien, hoy en día, la "casa de altos" ya no existe, en el sector que suele identificarse con el "palacio" de Titu Cusi, observamos restos de tejas diseminadas por el piso y manchas blancas de estuco sobre algunas piedras de las paredes de la construcción. Paradójicamente, Bingham no había leído la crónica de Murúa; y al detectar las tejas y señales de pinturas que nombramos, llegó a la errada conclusión de que esas ruinas eran de fabricación tardía y que no correspondían a la Vilcabamba que tanto buscaba.

El hecho de encontrar estas señales "decorativas" en el casco urbano de una ciudad incaica (señales que, como las tejas, son claramente de origen español), nos habla a las claras del alto grado de asimilación que desarrollaron los últimos Hijos del Cusco en la selva. Por otra parte, Murúa habla del uso del caballo, herramienta de guerra que, en esencia, también era peninsular.

La felicidad, "contentos y placeres", que refiere la crónica, tampoco podían sentirse; y la plaza, otrora escenario de fiestas y ceremonias, es hoy un bosque de apretados troncos.

El estilo de construcción es variado y ecléctico. Se mezclan los edificios de grandes piedras pulidas, con los de pirca o de lajas finas y alargadas. El llamado "estilo imperial" (aquel que ha hecho famosos a tantas calles del Cusco) se presenta en Vilcabamba de manera más esporádica y sin la magnificencia con que se lo puede apreciar en Machu Picchu. Es probable que las futuras excavaciones le devuelvan a la ciudad un esplendor que hoy sólo cabe imaginar.

De los 300 edificios que denuncian los cronistas, las terrazas o andenes agrícolas son los que mejor se conservan, manteniéndose firmes sobre un terreno en el que ya nadie cultiva nada. Muy cerca de allí, frente a otra plazoleta, está instalada una gran roca sagrada (muy semejante a otra que hay en Machu Picchu), de tres metros de altura, varias toneladas de peso y sin señas de haber sido tallada por la mano del hombre (aunque sí huaqueada recientemente). Teniendo en cuenta el alto valor simbólico que tenían las grandes piedras para los incas, es muy posible que ésa haya representado uno de los lugares más sagrados de la ciudad.

Proseguimos el reconocimiento durante horas, mirando las piedras como queriendo que ellas nos transmitieran su historia. Pero aquel taller lítico invadido por la selva se guardó muchos secretos. Para las seis de la tarde, cansados y picados por los insectos, regresamos al campamento, en donde Renato nos esperaba con la comida lista.

El objetivo propuesto por la expedición (seguir la ruta de Manco Inca hasta alcanzar la ciudad de Vilcabamba) se había cumplido y, como testimonio de ello, hoy flamea entre las ruinas la moderna bandera del Tahuantinsuyu, dejada por el grupo tras una emotiva ceremonia.

DIA 9

Amanecimos con las carpas húmedas. Durante la noche había caído un pequeño chaparrón que nos intranquilizó un poco, al imaginar cómo quedarían los caminos que ese día debíamos empezar a transitar. El cielo estaba cubierto. Seguramente soportaríamos lluvias en el trayecto. No nos equivocamos. A poco de dejar "Espíritu Pampa" empezó a llover.

La jornada se inició a las siete de la mañana. Me había mentalizado muy bien en soportar la caminata de diez horas que tenía por delante, escuchando una cassette de Frank Sinatra mientras me mojaba las piernas en un arroyo de aguas muy frías. No hay nada mejor para los miembros cansados que un baño con agua helada. Reconforta y quita el cansancio. Fue un buen consejo dado por Coco.

El primer gran escollo que tuvimos que pasar fue, una vez más, un puente. Éste no era de palos, sino de troncos y tierra superpuesta y con un grosor aproximadamente de metro y medio. De todas formas su altura, a casi treinta metros del río que corría abajo, fue suficiente como para inquietarse y no sacar la vista de la tierra agrietada que soportaba la estructura. ¿Cómo hacían los caballos y los arrieros para traspasar esos lugares? ¿Cómo era posible que esas bestias, cargadas y cansadas, hubieran transitado por los senderos antes descriptos? La habilidad de Coco y Renato era admirable. Conocían a sus animales y los manejaban como querían. Sólo en una oportunidad, mientras cruzábamos un puente colgante moderno, pero que se balanceaba de izquierda a derecha de una manera un tanto agradable, casi pierden uno de los caballos.

No están acostumbrados a estos puentes, nos dijo Coco; y a pesar de taparles los ojos, los caballos sintieron el balanceo y uno, color blanco, corcoveó a mitad de camino. Sólo la insistencia de Renato logró calmarlo y pasarlo al otro lado con todo éxito.

Durante ese largo y caluroso día (la temperatura llegó a los 39º C.) transitamos por cerros, cañadas, quebradas y campos de cafetales. Las cuestas se nos hicieron insoportables a causa de los rayos del sol, que caían en picada sobre nuestras cabezas. Seguíamos el cauce del rió Pampaconas rumbo al poblado de Changuire, levantado en la confluencia con el río San Miguel, al que llegamos promediando la noche.

Changuire no posee más de cincuenta casas en su haber. Es un pueblo, típicamente selvático, muy pobre, humilde, sucio y con una cancha de fútbol (¡Oh, bendita religión laica!) en el predio central. Un mercado desvencijado, de toldos raídos y vendedores ensimismados, anunciaba que allí se comercializaba el café que los desperdigados colonos cultivan en la selva. Chanchos, pollos y perros hambrientos se arremolinaban en las esquinas, buscando en la basura algo que comer. Pero a pesar de todo, ¡Changuire era París!

Después de los días transcurridos, tan alejados de la civilización, fue en ese villorrio maloliente en el que experimentamos el sentimiento de seguridad, que sólo un conjunto de casas pueden dar, especialmente a un grupo como el nuestro, nacido y criado en un ámbito urbano.

Nos ofrecieron, muy gentilmente, pasar la noche en el interior de una casa de adobe que tenía por uso cotidiano el ser una cocina. Allí degustamos una sopa de gallina con chuño, en compañía de Pancho, los arrieros y tres hombres más de la comunidad. Las mujeres comieron aparte y paradas, atendiéndonos.

La cena fue memorable. Y aún hoy, lamento no haber sufrido de amnesia.

Esa habitación era amplia y oscura (no había luz eléctrica);con tres colchones tirados sobre el piso de tierra: nuestros aposentos. Cuando nos acostamos, linterna en mano, la perspectiva desde el ras del piso fue terrible. La suciedad que se acumulaba parecía centenaria y un entomólogo podría haber descubierto especies no clasificadas de insectos caminando por el lugar. Y, efectivamente, algo caminaba. Pudimos escucharlo.

Es común en el campo que se críen a los cuy en la cocina de las casas. En más de una oportunidad habíamos visto en Puquiura ese inusual espectáculo. Pero dormir con la perspectiva de despertase con un roedor sobre la cabeza fue demasiado.

Cuando terminó de anochecer, levantamos la carpa en plena calle. A nadie pareció molestarle.

DIA 10

Finalmente había llegado el día de la despedida. Coco y Renato debían regresar a Puquiura y muy temprano prepararon los caballos. Les quedaban por delante cuatro días de viaje por esas tortuosas sendas, que ellos mismos calificaron como muy peligrosas. Pero estaban acostumbrados. Eran peregrinos natos.

Intercambiamos regalos y abrazos. Nos deseamos suerte mutuamente y me quedé mirándolos fijamente hasta que se perdieron detrás de los árboles. Probablemente, jamás vuelva a encontrarme con ellos, ni sepa nada de sus vidas; pero de lo que estoy seguro es que ni Eugenio, Juan o yo mismo los olvidaremos. Habían dejado de ser nuestros arrieros para transformarse en nuestros amigos.

Permanecimos en Changuire hasta el mediodía. Nuestra primera idea era partir a pie rumbo a la aldea de Yubeni, pero tuvimos la suerte de encontrar una camioneta que llevaba productos, una vez cada quince días, a esa localidad. Pagamos y nos "embarcamos", junto con sendas bolsas de café.

Para los dos de la tarde la temperatura ascendía hasta los ¡43º C.! Nos estábamos deshidratando, achicharrados bajo los rayos del sol.

Tardamos cinco horas en hacer unos treinta kilómetros; lo que indica las condiciones del "camino", que demás está decir, era de peligrosa cornisa y semiabandonado

Rocas y troncos se interponían ante la camioneta y debíamos bajar para retirarlos y proseguir la marcha. Los choferes, verificaban las condiciones del las ruedas y de los ejes cada media hora. El zarandeo era permanente y en más de una ocasión estuve a punto de vomitar lo ingerido en Changuire, antes de la partida. El único consuelo que tenía era que ya no caminaba más, pero estaba a merced del chofer y esa sensación de no poder controlar uno mismo la situación me producía una profunda ansiedad. Por otra parte, las ramas y hojas, que chocaban contra la camioneta desde sus costados, dejaban caer una peculiar lluvia de exóticos frutos desconocidos, arenilla e insectos. En una ocasión un araña pollito de grandes dimensiones se desplomó sobre una de las mochilas, produciendo una verdadera estampida en todos los que viajábamos en la caja. Supongo que el pobre bicho debió sentirse amenazado por nuestros gritos y espasmódicos movimientos porque, tan rápido como había llegado, se esfumó de nuestra vista buscando algún recoveco seguro en los oxidados hoyos que la movilidad poseía.

Yubeni es otro pueblo miserable, mucho más pequeño que Changuire. Podría decirse que es sólo una calle de tierra muy roja, atestada de gente que comercia sus productos. Pero ese no era nuestro destino final. Seguimos viaje hasta Kiteni (600 m.s.n.m.), en la confluencia con el río Urubamba (¡otra vez el sagrado río!) y desde allí, en otro camión tan incómodo como el anterior, viajamos a Quillabamba, a la que arribamos a medianoche, hechos polvo.

Con diez kilos menos, los músculos agarrotados y completamente cubierto de tierra colorada, me di el primer baño con agua tibia después de casi once días.

DIA 11

Dedicamos toda la mañana a escribir y presentar un reporte de la expedición al municipio, tras entrevistarnos con el regidor y un importante funcionario local.

Por la tarde descansamos.

DIA 12

La conferencia acordada debió suspenderse a raíz de un inconveniente que demandó la atención del alcalde de Quillabamba. Fue un alivio, porque en realidad no teníamos ganas de exponer ninguna de nuestras apreciaciones, sin procesar previamente y con más tiempo la información recopilada.

Deambulamos por Quillabamba. No había nada para hacer. Empecé a añorar desesperadamente a mi mujer y mis hijos. Pancho también extrañaba a los suyos.

A las 19:00 horas tomamos el colectivo que nos trasladaría al Cusco, y en la madrugada del 4 de agosto arribamos a la querida ciudad.

Permanecimos en Cusco cuatro días más, aprovechando la oportunidad para consultar la biblioteca, leer artículos muy difíciles de conseguir en Argentina y recorriendo los sitios arqueológicos vecinos. Estábamos relajados y felices.

Cuando subimos al avión, le eché mi último saludo a la ciudad, prometiendo volver.

La aventura había terminado

EXPEDICIÓN VILCABAMBA

ROMANTICISMO, CIENCIA Y AVENTURA

ENSAYO

La noticia rica del Paititi

POR

FERNANDO JORGE SOTO ROLAND

PROFESOR EN HISTORIA

DIRECTOR DE LA EXPEDICIÓN Vilcabamba "98

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El Perú encierra todavía muchos misterios. Algunos son de muy corta data y producto de la moderna moda esotérica que invade los mercados del desesperanzado mundo actual en que vivimos; otros, se remontan en el tiempo hasta alcanzar la época de los conquistadores españoles y sus crónicas, siendo éstos los que revisten mayor prestigio, manteniéndose firmes, permanentes, a pesar del inexorable paso de los siglos. El misterio del Paititi combina las dos variantes nombradas de un modo por cierto revelador, puesto que en dicha leyenda podemos observar la mezcla de elementos nuevos y antiguos en una yuxtaposición que se nos antoja sumamente interesante. Ejemplo claro de la perdurabilidad de un imaginario de estructuras duras, el Paititi denota la permanencia de los mitos de frontera; ésos que abren las posibilidades de una manera que, sólo estando en la selva, puede uno considerar con un espíritu tan amplio como subjetivo.

En el presente apartado intentaré describir, explicar y entender toda la información recabada, a lo largo de la EXPEDICION VILCABAMBA "98, respecto de la legendaria ciudad perdida del Paititi, excitante realidad que nos acompañara a lo largo de toda la exploración practicada por la selva peruana.

EL IMPACTO DE UNA LEYENDA

Dicen en el Cusco que más allá de los límites con la selva se levantan, majestuosas y olvidadas, las ruinas del Gran Paititi, una supuesta ciudad incaica que conserva, entre sus mohosos muros, los tesoros que los últimos miembros de la elite inca escondieran ante la conquista española. Tan evanescente como El Dorado, la leyenda del Paititi sigue poseyendo febriles creyentes, como también escépticos detractores que, en un debate no oficializado por la ciencia, mantienen viva la presencia de la mítica ciudad en el imaginario colectivo de todo el Perú.

Mi primer contacto con la leyenda lo tuve hace ya varios años cuando, en un viaje al Perú, practicado en julio de 1985, un joven arqueólogo, destacado como guía turístico en el Museo de Arqueología y Antropología de Lima, me refirió sobre la existencia de una ciudadela incaica, protegida por la selva, en la que aún se conservaban, manteniendo sus más tradicionales y ancestrales costumbres, los últimos miembros de la dinastía inca, derrocada en el Cusco en 1532. Como por aquel entonces ningún libro de arqueología o de historia, que yo hubiera leído, explicaba con detenimiento qué era en realidad ese tan mentado Paititi, empecé a recabar información oral por todos los pueblos, caseríos y grandes ciudades por las que anduve. Fue recién entonces cuando entendí que su presencia, más allá del conocimiento libresco que había yo adquirido en mis primeros años de universidad, estaba profundamente arraigada y presente en todos los sectores sociales y culturales del país andino. Casi todo el mundo tenía algo que decir respecto de la perdida ciudad. Muchos "conocían" a personas que se habían adentrado en sus calles, sin poder conseguir las pruebas objetivas necesarias para certificar su presencia en ella; otros, se disponían a organizar la búsqueda, impulsados por intereses que excedían lo meramente arqueológico, para transformarse en simples huaqueros o ladrones de tumbas. Finalmente, estaban aquellos que, imbuidos de un espiritualismo que me resultaba extraño, mezclaban técnicas esotéricas y marihuana con el fin de comunicarse con los "Hermanos Superiores" que habitaban el Paititi.

Debieron pasar trece largos años para que yo mismo, junto a mis compañeros de viaje, nos viéramos envueltos en una búsqueda que no exagero en definir como obsesionante. La leyenda del Paititi me acompañó durante casi una década y media, y a lo largo de ese tiempo pude acceder a las crónicas del siglo XVI que hablaban de la maravillosa ciudad, como también a las emocionantes descripciones de modernos exploradores peruanos, que invirtieran dinero y salud en pos de lo que muchos dicen es una quimera.

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Mi primera opinión sobre el tema estuvo empapada de un fuerte racionalismo, ateniéndome, en parte, a la hipótesis que sostuviera, años más tarde, el historiador peruano Víctor Angles Vargas en su libro El Paititi no Existe [50]y en el que explica porqué motivo es un delirio seguir sosteniendo que la existencia empírica de la ciudad incaica, con su fortuna en oro y plata, es un hecho histórico comprobado. Debo confesar que, aunque ese libro satisfizo muchas de mis dudas intelectuales, sus frías y documentadas opiniones derrumbaron gran parte de las románticas fantasías que albergaba en mi corazón. Muy dentro de mí me resistía a descartar la posibilidad de que, perdidas en la selva de la Amazonia peruana, pudieran seguir escondidas ciudades incas sin descubrir, siendo una de ellas el famoso Paititi. Fue entonces cuando orienté el ángulo de mis investigaciones hacia el campo de la historia de las mentalidades e intenté analizar la leyenda como parte del imaginario peruano. A través de este renovado enfoque historiográfico pretendí encontrar una solución a la lucha interna en la que me debatía: ¿fantasía o realidad?. Mi respuesta fue contundente: fantasía; pero una fantasía actuante, movilizadora y tan presente como las piedras mismas de Machu Picchu. Armado, pues, con un arsenal teórico que encajaba perfectamente con los cánones académicos considerados "serios", me convertí, sin saberlo, en un detractor del Paititi y negué de plano su existencia.

Hoy las cosas han cambiado. Ya no niego categóricamente. Hoy dudo, dejando abierta la puerta a posibilidades que antes jamás hubiera permitido que entraran. A diferencia de hace trece años, la rendija es mayor, y el hecho de haber estado en plena jungla peruana ha modificado la manera de percibir muchos hechos del pasado que antes no me habría animado a discutir. La selva es tan inmensa, tan llena de magia y con tantos bolsones sin explorar que, ante la pregunta de si el Paititi existe o no, debo decir que no me parece descabellado contestar afirmativamente.

Pero, ¿qué es el Paititi? ; ¿cuáles son las diversas versiones que circulan sobre él? ; ¿qué elementos de realidad y de fantasía se conjugan en su historia? ; ¿por qué está tan difundida su leyenda? ; ¿en dónde, supuestamente, se ubican sus ruinas? ; ¿quiénes las protegen y por qué?

Estas, y otras preguntas, son las que intentaré responder en las páginas que siguen.

EN LA RUTA HACIA EL PAITITI

Cuando en setiembre de 1997 empezamos a organizar la expedición que nos llevara hasta las ruinas de la ciudad de Vilcabamba La Vieja, éramos conscientes de que íbamos a internarnos en una región en donde el Paititi no es leyenda, sino una realidad que muy pocos discuten. Por ese motivo decidimos tenerlo como un objetivo secundario y recabar, a lo largo del camino, toda la información posible que circulara oralmente entre los pocos colonos y campesinos que habitan los valles de los ríos Vilcabamba y Pampaconas. Obvio es que no pretendíamos encontrarlo, pero su presencia en cada fogón nocturno, en cada choza selvática, en cada anécdota relatada por los porteadores, nos obligaba a desviar nuestra atención, alejándonos del mundo concreto de la arqueología, para adentrarnos en una realidad tan mágica como atrayente; una realidad en la que los tesoros ocultos y las ciudades perdidas parecían ser tangibles, y el concepto de imposibilidad se desdibujaba abriendo un sin fin de factibilidades que, analizadas desde la ciudad en la que escribo estas líneas, parecerían ser sólo delirios, producto de la excitación emocional que acarrea la selva.

Aún no habíamos despegado de suelo argentino cuando, en la sala de embarque del Aeropuerto Internacional de Ezeiza (Buenos Aires), entramos en contacto con un gentil caballero peruano que, a poco de iniciar la conversación y enterarse de nuestra expedición a las selvas de Vilcabamba, nos relató una historia que, escuchada una y otra vez por boca de otros informantes, terminó resultando arquetípica. De alguna manera, con don Felipe Gutiérrez Sevilla, se iniciaba una larga cadena de rumores, profundamente arraigados en tierras peruanas, y que definieran, desde hace más de cuatrocientos años, la búsqueda de sitios tan maravillosos como El Dorado, El Candire, el reino de Omagua y el mismísimo Paititi. La leyenda y la realidad empezaban a mezclarse en el principio mismo del viaje, y por más que nos propusiéramos sopesar críticamente las historias que escucháramos, fue casi imposible no dejarnos llevar por el folklore local.

En cierta ocasión, el explorador inglés Percy Harrison Fawcett escribió: "no hay día, en el Perú, en el que uno no escuche historias sobre tesoros, oro y ciudades perdidas"; y es una de las pocas cosas ciertas que pudo haber escrito. Nosotros lo hemos comprobado empíricamente, conversando con la gente; con personas que, como don Gutiérrez Sevilla, nos relataran sucesos como los que a continuación consigno:

"Tengo un amigo que vive en el Callao (Lima), un amigo personal, que tiene en su poder un dedo de oro que procede de la ciudad perdida que usted llama Paititi, y que nosotros denominamos Paykikin. Yo mismo lo he visto, lo tiene en su casa, y me contó que hace unos años, mientras se internaba en las selvas más allá de Paucartambo, se topó con una ciudad de grandes piedras y una amplia avenida. A lo largo de esa calle había estatuas, en tamaño natural, hechas íntegramente de oro. Como estaba solo y no podía cargar con semejante tesoro, le cortó con su machete el dedo pulgar a una de las estatuas. Tiempo más tarde me lo mostró. El Paykikin no es una leyenda, existe; pero no es la única fuente de oro que encontraran en el Perú. Todo el país tiene tapados escondidos en cerros y lagunas. Mi hermano se ha dedicado durante mucho tiempo a buscar esos tapados, y de hecho, a lo largo de toda su vida encontró tres; uno de ellos en el piso de una pequeña iglesia [los tapados son tesoros, o pertenencias personales de gran valor, enterradas o escondidas en las paredes y pisos de las antiguas casonas coloniales; según el folclore, tanto los españoles como los incas, tuvieron la recurrente costumbre de esconder sus tesoros para luego olvidarlos o dejarlos abandonados]. Hay mucha riqueza en el Perú, caballero. Mire, sin ir más lejos, hace unos cuatro meses tres personas (dos peruanos y un inglés) se metieron en la selva en búsqueda de ruinas. Uno de ellos era el prefecto de un pueblo y tuvo la mala suerte de morir ahogado. Bueno, eso es lo que denunciaron sus dos compañeros cuando regresaron, pero lo cierto es que se piensa que descubrieron el Paykikin y que ellos mismos mataron al funcionario para que no anunciara públicamente el descubrimiento y quedarse ellos solos con las riquezas"[51].

Son relatos como el precedente los que nos auguraban una experiencia exploratoria fascinante. Las claras referencias a leyendas, que datan de épocas pretéritas, y la natural personalización que la gente hace de los mitos, nos indicaban que el Paititi permanecía enquistado en la cosmovisión andina contemporánea. Faltaban todavía varios días para que encamináramos nuestras botas por la selva; recién entonces, nosotros mismos, nos veríamos arrastrados por los comentarios referentes a la legendaria ciudad.

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