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El Carácter Problemático de la Situación Penitenciaria Venezolana: hacia una Solución de Fondo (página 2)

Enviado por Jorge D�vila


Partes: 1, 2

2. EL AFÁN JUSTICIERO MODERNO COMO POSIBLE FUNDAMENTO DEL CARÁCTER PROBLEMÁTICO DE LA "PROBLEMÁTICA PENITENCIARIA"

Pudiera pensarse, en un primer momento, que se trata de una investigación sobre el tipo de pensamiento que le da sentido al modelo moderno de la cárcel. Esta primera hipótesis surge como la opción más probable porque solemos suponer que

el orden en el cual transcurren nuestras vidas es, en buena medida, un orden moderno. En efecto, no hay duda de que el pensamiento moral y político moderno se horrorizaría ante las cárceles venezolanas. Pero, nuestra indignación y nuestro rechazo, ¿tienen realmente su origen en un pensamiento moderno?

El lenguaje usado por nosotros para calificar y referirnos a la situación carcelaria parece indicar que es así. Hablamos de "libertad", "dignidad", "derechos humanos", "legalidad", "justicia", etc. Todas estas palabras, en efecto, corresponden a nociones modernas. Pero, por otra parte, si nuestro pensamiento es moderno, ¿por qué no nos horrorizamos igualmente ante, por ejemplo, la pobreza crítica presente en el país, o ante la violación de los derechos a la educación y a la salud? Quizás sea por el gran énfasis que se le ha dado al tema de la debacle carcelaria en los medios de comunicación. Es posible. Pero la pregunta sigue allí intacta: ¿que es lo que permite que se haga tanto énfasis en la problemática carcelaria, mientras que otras situaciones en el país —terribles a juicio del pensamiento moderno— no lucen tan problemáticas? Más aún: ¿por qué esta situación en las cárceles, que lejos de ser nueva, ha sido prácticamente la norma desde que las cárceles existen en Venezuela, se ha vuelto problemática precisamente ahora?

Todas estas preguntas son lo suficientemente inquietantes como para tomarnos en serio la tarea de examinar más a fondo el orden moral moderno y su discurso normativo sobre las cárceles. Veamos, entonces, cómo es pensado el tema de la acción correcta hacia el delincuente y la función de la cárcel, por uno de los filósofos que contribuyó más significativamente con el nacimiento de la Modernidad: Immanuel Kant4.

2.1. La moralidad racional5

La "libertad" y la "dignidad" del ser humano, son, en efecto, los temas centrales de la Modernidad desde sus mismos orígenes en el siglo XVIII. Sin embargo, éstos no son dos elementos independientes que, reunidos, producen el discurso moral y político moderno. Más bien, la libertad y la dignidad humanas aparecen como dos caras de una misma moneda que podríamos llamar "moralidad racional". En efecto, la libertad es pensada por Kant como la capacidad que posee el ser humano de guiar racionalmente su propia conducta —sin atender a lo que le es dictado o impuesto "desde afuera" de su propia racionalidad. La libertad, entendida en ese sentido, no es otra cosa que autonomía. Pero, ¿cómo es posible la autonomía en el hombre?

La autonomía sólo puede descansar en la facultad de la Razón de ser práctica por sí sola, es decir, en la facultad que tiene la Razón de producir por sí misma principios para la acción y producir por sí misma un interés en guiarse por tales principios. Esto trae dos importantes consecuencias. La primera es que estos principios se le presentan al ser humano como incondicionalmente necesarios. La segunda es que, dado que la Razón es Razón Universal, estos principios se presentan como absolutamente universales, válidos para todo ser racional. Estos principios racionales constituyen, por tanto, una moral racional que es pensada, simultáneamente, como el último fundamento ontológico de todas las moralidades existentes en las sociedades humanas.

Ahora bien; ya hemos visto que la libertad es pensada, modernamente, como

la facultad del ser humano de guiarse por una moral racional. Pero, ¿cómo entra el tema de la "dignidad" humana en todo esto? La "dignidad" es pensada como un concepto generado por la misma moral racional. La moral racional, tal como lo muestra Kant, gira en torno al respeto a la naturaleza racional como un "fin en sí mismo". La naturaleza racional es un fin en sí mismo en el sentido de que está predestinada para la realización plena de su racionalidad —que no es otra cosa que la autonomía. De manera que la moral racional "privilegia" al hombre, como ser racional, por encima de todas las demás cosas. Esta condición privilegiada del ser humano constituye, precisamente, su "dignidad". Vemos, entonces, cómo la libertad, entendida como autonomía, es, simultáneamente, la fuente de la dignidad humana y la fuente de la necesidad de respetar tal dignidad: el respeto a la racionalidad y la autonomía del otro constituye el ejercicio de mi propia racionalidad y autonomía.

De este respeto al otro nace la necesidad de una unión civil bajo leyes comunes garantizadas por un ente con el poder y la autoridad suficientes: el Estado.

En el estado pre-civil, o estado de naturaleza, nadie está seguro de las acciones de los demás, todos hacen lo que les parece correcto y el daño a la humanidad no puede ser impedido ni produce consecuencia alguna. La razón de ser del Estado radica, entonces, en hacer efectiva la justicia, es decir, hacer efectivo el respeto a la dignidad humana. Desde esta perspectiva el Estado luce como un "representante" de la Razón: aquel ente que traduce los principios morales racionales en leyes jurídicas y ejerce el poder necesario para hacerlas efectivas. De este sentido del Estado —como autoridad jurídica última que decide acerca de lo correcto y lo incorrecto— se desprende la obligación moral de respetar sus leyes a toda costa6.

Pero, bajo esta concepción moral, ¿cómo luce la cuestión del delito, el delincuente y el modo correcto de tratar a éste último? Ya podemos suponer, a estas alturas, que el discurso penal moderno tiene que usar el lenguaje de la "dignidad", de los "derechos", de la "justicia", etc. Pero no nos apresuremos a decir que nuestro modo de pensar y sentir sobre las cárceles tiene su fuente en una sensibilidad moderna. Si examinamos con detenimiento el discurso penal moderno, tal como éste fue producido por los mismos autores del discurso moral correspondiente, encontraremos ciertos elementos sorprendentes y francamente ajenos a nuestras intuiciones morales actuales. Quizás lo más sorprendente y ajeno a nosotros sea lo siguiente: los filósofos del siglo XVIII concuerdan en que aquel que deliberadamente transgrede la normativa legal vigente, debe ser castigado según la ley del talión. Pero veamos cuáles son las ideas con las que estos pensadores sustentan semejante afirmación.

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4 Se ha escogido a Kant como representante del discurso moderno por la completitud y coherencia de su planteamiento filosófico. Hay que resaltar, sin embargo, que la revisión de cualquier otro filósofo europeo del siglo XVIII —ej.: Rousseau (1762) o Hume (1751)— nos conduciría a las mismas conclusiones sobre las cárceles.

5 Para una exposición más detallada de los temas presentados en esta sección, consúltese a Kant (1785, 1788)

y a Suárez (1996).

6 Es necesario destacar que el deber de obediencia a la ley jurídica, al poseer un carácter moral (ser incondicionalmente obligatorio) no puede ser nunca contingente, es decir, no puede depender, por ejemplo,

de la opinión privada del ciudadano acerca de la justicia o injusticia de esta ley.

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2.2. La justicia penal racional7

Si la "libertad" y la "dignidad" son los temas centrales del discurso moral moderno, la "responsabilidad" y la "justicia" lo son para el caso del discurso penal.

Si el ser humano es pensado como libre gracias a la existencia de una moral racional, entonces, es necesario, también, pensarlo como responsable de sus acciones. "Responsable" significa, ante todo, que cada individuo es "causa" de sus propias acciones, que las realiza consciente y deliberadamente, es decir, a voluntad8. Pero esta clase de responsabilidad implica, también, algo más. Dado que la Razón siempre le presenta al ser humano ciertos principios morales incondicionalmente obligatorios, una transgresión de tales principios no puede ser explicada ni justificada sobre la base de una ignorancia moral por parte del transgresor9. El que transgrede un principio moral lo hace con plena consciencia del sentido de su acción y, por tanto, es movido por una mala voluntad. Al contrario, el que obedece el principio moral racional y actúa en consecuencia, es movido por una buena voluntad. Como vemos, la noción de "responsabilidad" no hace referencia, simplemente, al hecho de que el hombre posee una voluntad. La responsabilidad, en el fondo, radica en que esta voluntad puede ser buena o mala, es decir, en que es siempre una responsabilidad moral.

Ahora bien; si hay individuos que muestran tener buena voluntad y otros que muestran tener mala voluntad, parece evidente que no todos deberían recibir el mismo trato por parte del Estado. Veamos por qué.

Por un lado, la mala voluntad es intolerable para la buena voluntad porque atenta contra la libertad y dignidad de los seres humanos. Por tanto, aquel que posee una buena voluntad se siente obligado a evitar que otros puedan sufrir las consecuencias de las acciones guiadas por una mala voluntad. El problema que se presenta es: ¿cómo evitar las malas acciones? Este problema, a su vez, nos remite a otro: ¿por qué alguien actúa incorrectamente? Si la buena voluntad consiste en guiarse por principios racionales necesarios y universales, simétricamente, la mala voluntad consiste en guiarse por principios que no pueden ser ni necesarios ni universales —principios, por tanto, arbitrarios que sólo valen para el individuo que los sigue y que, por lo general, le convienen a sus intereses particulares. El egoísmo, entonces, es el móvil de la mala voluntad. Siendo así, el modo más efectivo de evitar una mala acción es alojar en la conciencia de los hombres la certeza de un sufrimiento inminente que sobrevendría a consecuencia de su mala acción. De este modo el individuo egoísta, al ponderar los pros y los contras de su posible mala acción, resolvería a favor de no cometerla. Y aquí es donde radica la utilidad del castigo que sigue la ley del talión: el individuo que pretenda robar, sabrá que le robarán a él, el que quiera matar, sabrá que lo matarán a él, etc., etc. Nótese que esta mecánica del castigo exige que éste sea un acto público.

Sin embargo, la justificación que hasta ahora hemos presentado del castigo retributivo no es completamente satisfactoria. Según ella, el castigo sería un simple medio para asegurar un estado de respeto a la dignidad humana, es decir, la justicia. Pero notemos que, siendo así, estaríamos utilizando a los individuos castigados también como meros medios y no como fines en sí mismos. (Por ejemplo, la muerte de un asesino sería tan sólo un medio para mantener el orden social). Por otra parte, habría otros medios —menos radicales y más efectivos— con los que se podría lograr el mismo fin, como, por ejemplo, la re-educación. Estas críticas apuntan hacia la necesidad de justificar el castigo sobre un piso más firme. Ese piso más firme lo constituirá una noción racional y moral de justicia sobre la cual se funda, más allá de su mera utilidad, una moralidad del castigo.

Si todos los seres humanos, como seres racionales, estamos predestinados hacia la realización de nuestra racionalidad, también es cierto que todos, como seres biológicos, tenemos necesidades naturales que satisfacer. Si la realización de nuestro destino racional nos hace buenos, la satisfacción de nuestras necesidades naturales nos hace, a su vez, felices. Estos dos propósitos que concurren en el hombre no son, en absoluto, idénticos entre sí. Cumplir con el mandato moral muchas veces nos obliga a contrariar lo que exige nuestra constitución biológica, mientras que satisfacer nuestras necesidades naturales con frecuencia es contrario a lo exigido por la moral. La moralidad y la felicidad son, pues, dos bienes claramente distintos para el ser humano. Entre ellos, el que sin duda es superior, es el de la moralidad, pues la felicidad puede considerarse plenamente buena sólo en la medida en que va precedida por una buena voluntad. De aquí surge, entonces, una idea de justicia que relaciona la moralidad con la felicidad: la felicidad en un ser humano es moralmente aprobable sólo en la medida en que éste se ha hecho merecedor de ella por sus méritos morales. Simétricamente, cuando un hombre tiene deméritos morales, se hace merecedor de una sustracción de su felicidad. Resulta claro, entonces, que el castigo —cuando es aplicado según la ley del talión10 y por una autoridad competente— no es solamente bueno por las consecuencias beneficiosas que pueda traer en el mantenimiento de un orden social.

Es bueno por sí mismo, independientemente de sus consecuencias, porque constituye un acto moral de justicia.

Como vemos, dentro del ámbito del pensamiento ilustrado, la cárcel no puede ser considerada como el medio más adecuado para tratar al delincuente. Por una parte, porque la privación de libertad sólo puede constituir un castigo justo —es decir, equipararse a la naturaleza del delito— en ciertos casos excepcionales, como el delito de secuestro. Pero por otra, también, porque la cárcel, como un espacio de encierro y aislamiento, no se adecua a la indispensable publicidad del castigo. Finalmente, esta ausencia de la mirada pública hace que la cárcel se preste, muy fácilmente, al abuso de poder por parte de los funcionarios encargados de administrar estas instituciones.

La breve (e inevitablemente incompleta) revisión que acabamos de hacer del problema del delito y el delincuente desde la perspectiva moderna, nos muestra claramente que nuestras intuiciones morales con respecto a las cárceles venezolanas no emergen de este tipo de pensamiento. Si rechazamos las condiciones en que se encuentran las cárceles actualmente, no es porque estemos a favor de que se castigue a los delincuentes según la ley del talión. Al contrario, este modo de tratar al delincuente nos luce, hoy en día, francamente bárbaro e irracional —quizás hasta lo ubicaríamos al mismo nivel de irracionalidad que el trato que, de hecho, reciben los reclusos en Venezuela. Pero, entonces, la pregunta sigue abierta: si nuestros juicios sobre la situación carcelaria no tienen su asiento en un discurso moderno, ¿dónde lo tienen?

Quizás, después de todo, nuestra perspectiva sí sea moderna, sólo que "más moderna" que la de la Ilustración. Si nos resistimos a la idea del castigo —es decir, a la idea de que se le cause daño voluntariamente a una persona— es precisamente por un sentimiento de respeto a la "dignidad humana". Pero no sólo eso. El discurso del siglo XVIII con respecto al delincuente es, evidentemente, un discurso "moralista": el malo debe ser castigado. Ese moralismo, como sabemos, ha sido superado por el avance de las ciencias humanas (como la medicina, la psiquiatría, la sociología, la criminología) que nos ofrecen una perspectiva más racional —un conocimiento positivo— de las causas del delito y de los medios más idóneos para evitarlo. Pareciera, por tanto, que nos inclinaríamos más por un modo, simultáneamente, "más humano" y "más científico" de tratar al delincuente. Un modo que le evite el sufrimiento (para no lesionar su humanidad y no crearle resentimientos sociales) beneficiándolo a él, tanto como a la comunidad. Revisemos, entonces, con mayor detalle, esta posibilidad y sus implicaciones.

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7 Para una exposición más detallada sobre los temas presentados en esta sección, consúltese a Kant (1781,

1797) y a Suárez (1996).

8 A excepción de aquel que no tiene "uso de razón", por ejemplo el demente o el niño.

9 Aun aceptando que el mandato moral, por sí solo, no siempre es fácilmente aplicable en una situación de vida particular, la ley jurídica cumple, precisamente, la función de "concretar" los principios morales abstractos.

10 La ley del talión encarna esta idea de justicia que liga, proporcionalmente, la moralidad a la felicidad. La gravedad de una mala acción (su demérito moral) se mide, aquí, por el daño (sufrimiento) que ésta causó.

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3. EL AFÁN DE REHABILITACIÓN COMO POSIBLE FUNDAMENTO DEL CARÁCTER PROBLEMÁTICO DE LA "PROBLEMÁTICA PENITENCIARIA"

El discurso de un trato "más humano" y "más científico" del delincuente, pertenece al modelo "rehabilitador" —también conocido como "readaptador", "regenerador", "reeducador" o "resocializador"— de la cárcel. Según este modelo, la función de la cárcel no es castigar a los individuos, sino aplicarles una terapia que les devuelva una normalidad ausente y les permita incorporarse nuevamente a la sociedad. La sospecha de que éste es, efectivamente, el piso desde el cual nos molesta lo que ocurre actualmente en las cárceles, se ve reforzada por el hecho de que las leyes penales venezolanas declaran su apego a este modelo. Así, por ejemplo, la Constitución de Venezuela dice claramente: "las medidas de interés social sobre sujetos en estado de peligrosidad […] se orientarán en todo caso a la readaptación del sujeto para los fines de la convivencia social" (art. 60, °10). Pero veamos, entonces, cuál es, exactamente, el piso teórico y moral que sustenta a este modelo.

3.1. La verdad bio-psico-social del ser humano

El nacimiento del modelo rehabilitador, en el siglo XIX, está estrechamente vinculado al discurso científico positivista11. Es en esa época que emergen, por primera vez, unas disciplinas del conocimiento que pretenden estudiar científicamente al ser humano, considerándolo en los tres niveles que lo conforman: el biológico, el psíquico y el social. Las nuevas ciencias pretenden oponerse, superar y reemplazar el conocimiento que se había articulado en épocas anteriores sobre el hombre, principalmente el de la religión y la filosofía. Tales formas de conocimiento, dominantes hasta ese momento, lucirán, a partir de ahora, como discursos arbitrarios, carentes de fundamento empírico y, por tanto, irrelevantes para una auténtica comprensión de la naturaleza humana y de sus leyes. Pero esta "superación positiva" —que, en principio, es sólo teórica— constituye, también, un proyecto práctico de superación en el plano social y político. No se trata, simplemente, de obtener un conocimiento auténtico acerca de la naturaleza humana.

Se trata de constituir un orden de convivencia acorde con tal conocimiento. Así como el orden político y social de épocas pasadas encontraba su justificación en los discursos teológicos o metafísicos dominantes, también el positivismo pretende convertir el conocimiento científico en el fundamento de un nuevo orden de vida — esta vez, plenamente adecuado a la verdad sobre el ser humano12.

Pero, ¿cuál es la verdad científica acerca del hombre? Como ya dijimos, el hombre es considerado, científicamente, como un ente conformado por tres "capas": la biológica, la psíquica y la social. De estas tres, la biológica resulta ser la más fundamental, pues sobre ella se construye la psíquica (la mente es resultado de los procesos físico-químicos del sistema nervioso), y sobre ésta, a su vez, la capa social (las relaciones sociales son resultado de las interacciones entre mentes individuales). De manera que el sentido de la presencia de lo psíquico y de lo social en el ser humano viene dado, necesariamente, por lo biológico. En otras palabras, el verdadero propósito de la mente y de la sociedad sólo es aprehensible cuando los consideramos desde la perspectiva de su subordinación al propósito biológico. Ese propósito biológico, común a todos los seres vivos, es, por supuesto, la supervivencia. Veamos, entonces, brevemente, cómo lucen la mente y la sociedad humanas, consideradas biológicamente.

La mente aparece como una facultad que le permite al hombre sobrevivir con mayor efectividad en su entorno13. La actividad central de la mente humana es, en ese sentido, el diseño de estrategias de acción con miras a la supervivencia. Esta actividad es "central" en el sentido de que todas las demás actividades de la mente —como la conceptualización, la comprensión, el planteamiento de posibilidades, el cálculo de consecuencias, la memoria, la actividad subconsciente etc., etc.— resultan ser sub-actividades de esta primera. La mente, entonces, es una facultad que le retribuye al ser humano, con creces, la enorme carencia de instintos naturales que éste presenta en comparación con otros animales. Como veremos a continuación, esta atrofia de los instintos naturales, acompañada de la hipertrofia de la actividad mental, tienen importantes consecuencias para el modo en que se constituyen las sociedades humanas.

En un sentido muy amplio de la palabra "sociedad", la conformación de sociedades no sería una característica exclusiva del ser humano, pues existen muchas otras especies de animales cuyos individuos viven en grandes grupos o manadas. Todas estas sociedades —incluida la humana— obedecen a un mismo propósito: maximizar las posibilidades de supervivencia de los individuos que las conforman mediante la organización cooperativa de las fuerzas y capacidades de cada individuo14. Sin embargo, en el caso de las sociedades no humanas, las conductas sociales de sus individuos son instintivas, mientras que, en el caso de las sociedades humanas, sus individuos no poseen un instinto social que les dicte de antemano el modo de conducirse con respecto a los demás. Esto trae dos importantes consecuencias. La primera es que el orden social de las sociedades humanas tiene que ser establecido y mantenido no mediante instintos, sino mediante construcciones mentales. La segunda es que esta carencia de instintos sociales hace que el orden social humano siempre peligre, pues éste —a diferencia de lo que ocurre con los órdenes sociales de otras especies— puede ser transgredido e, incluso, destruido por uno o varios de sus miembros. Esta situación social del ser humano origina los patrones morales en las sociedades y el control de la moralidad de la conducta del individuo por parte de la sociedad.

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11 Para un examen detallado de la relación entre el discurso rehabilitador y el nacimiento de las ciencias positivas del hombre, consúltese a Foucault (1975).

12 Con respecto a este punto, el lector puede revisar la filosofía de la historia de Comte (1830) y sus planes

de constituir una sociología científica que proporcione los principios necesarios para ordenar científicamente

a la sociedad.

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3.2. Moralidad y control social

Desde la perspectiva biológica que estamos discutiendo, los patrones morales son construcciones mentales indispensables para ordenar las sociedades humanas en torno a la maximización de las posibilidades de supervivencia de sus miembros15.

Es por eso que una conducta "buena" es, en todas las sociedades, una conducta cooperativa o pro-social, mientras que una conducta "mala" es una conducta conflictiva o anti-social. Es por eso, también, que distintas sociedades construyen distintos patrones morales. Dado que los patrones morales no están predefinidos biológicamente —como ocurre con los instintos— tienen que obedecer a las circunstancias ambientales particulares en las cuales se desenvuelve una sociedad y de las cuales depende su supervivencia. (Así, por ejemplo, el desnudo estará permitido en regiones tropicales, pero estará prohibido en regiones con climas fríos.) Pero, ¿cómo asegura una sociedad la observación de los patrones morales por parte de sus miembros?

Los patrones morales funcionan en las mentes individuales como "frenos" a aquellas conductas que atentan contra el orden social. El principal modo mediante el cual las sociedades intentan asegurar la adquisición de tales frenos por parte de los individuos es mediante el proceso de socialización al que éstos son sometidos desde su nacimiento. Cuando este proceso tiene éxito y el individuo logra ser socializado adecuadamente, los patrones morales funcionan en él como cuasi- instintos, es decir, actúan de manera semi-refleja produciendo un sentimiento inmediato de rechazo ante la sóla idea de una conducta inadecuada. Sin embargo, precisamente porque los patrones morales nunca llegan a funcionar de manera completamente automática (es decir, nunca se convierten en instintos), la socialización no es suficiente para asegurar plenamente el respeto al orden social. Hace falta un segundo modo de control de la conducta individual por parte de la sociedad. Ese segundo modo es el que, en la mayoría de las sociedades, se ha establecido mediante la puesta en marcha de sistemas penales.

Los sistemas penales de las distintas sociedades, vistos desde la perspectiva biológica, tienen por misión el mantenimiento del orden social mediante la atemorización intimidante de los individuos, lograda a través de un sistema de castigos. El castigo va dirigido hacia la mente de los individuos para imponerles un freno adicional ante sus posibles conductas inapropiadas; ese freno es la certeza de un sufrimiento inminente que sobrevendría a consecuencia de tal conducta. En ese sentido, el castigo aplicado a un transgresor del orden social siempre tiene por blanco más a la sociedad en general que al individuo castigado —por lo cual, también, su aplicación constituye, por lo general, un acto público. Notemos, finalmente, que el éxito de los sistemas penales descansa en que el castigo siempre constituye una desmejora en las condiciones de supervivencia del individuo castigado. Esto demuestra, una vez más, que es la misma naturaleza biológica del hombre lo que constituye la condición de posibilidad —no siempre reconocida explícitamente como tal— de la existencia de los sistemas penales.

Hasta ahora nos hemos dedicado a bosquejar cómo luce el ser humano, conformado bio-psico-socialmente, según la ciencia positivista. Pasemos ahora a examinar el sentido del modelo rehabilitador de la cárcel sobre este fondo que hemos preparado.

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13 Dos de los pensadores más importantes que han contribuido con el desarrollo de esta concepción son

Nietzsche (1903) y Freud (1930).

14 Una versión detallada de esta visión biológica de la sociedad humana la podemos encontrar, por ejemplo,

en Maturana (1987), Fuenmayor (1993), Freud (1930), Giner (1976).

15 Una exposición de este sentido biológico de los patrones morales lo conseguimos en Nietzsche (1903), Freud (1930) y Taylor (1989).

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3.3. El control social científico16

Así como el discurso positivista surge en oposición a los discursos teológicos

y metafísicos de épocas anteriores, también el discurso rehabilitador nace oponiéndose a las formas de control social del pasado, a saber, al discurso penal en su totalidad. La crítica fundamental lanzada en contra de los sistemas penales es doble: en sentido teórico, porque éstos no se adecuan plenamente a la naturaleza del ser humano y de su sociedad, y, por tanto, en el plano práctico, son inefectivos e, incluso, dañinos. Hemos visto que el propósito fundamental de la sociedad es la maximización de las condiciones de supervivencia de sus miembros. Tal maximización es asegurada, a su vez, mediante la contribución ordenada de las fuerzas y capacidades de cada individuo a este propósito común. Los sistemas penales —aunque movidos por el afán de preservar el orden que hace posible la cooperación— atentarían contra estos fines naturales, tanto de los individuos como de la sociedad. Pero examinemos más de cerca en qué consiste esta doble crítica.

El castigo constituye, como ya lo hemos dicho, una desmejora de las condiciones de supervivencia del individuo castigado. Nótese que tal desmejora le es ocasionada al individuo por la sociedad, lo cual, de por sí, se opone a la relación natural entre individuo y sociedad. Pero, adicionalmente, al desmejorar las condiciones de supervivencia de uno de sus miembros, se desmejoran inevitablemente las condiciones de supervivencia de toda la sociedad. Finalmente, los sistemas penales pretenden asegurar la obediencia al orden social sobre la base del temor. Y esto es a todas luces contrario a la relación natural, cooperativa, que da origen a la sociedad. Puesto todo lo anterior de manera muy simple, los sistemas penales estarían esencialmente atrapados en una paradoja que podríamos formular del siguiente modo: la maximización de las condiciones de supervivencia de los individuos requiere desmejorar estas mismas condiciones. De aquí la crítica de la inadecuación de los sistemas penales a la naturaleza del ser humano.

Pero el castigo, además, trae otras consecuencias perniciosas para la sociedad. El castigo, como un acto contrario a la naturaleza humana, no sólo resulta inefectivo como medio para frenar las conductas socialmente destructivas, sino que, incluso, tiende a fomentarlas. Y esto en dos sentidos. Por una parte porque la aplicación del castigo genera actitudes anti-sociales en los individuos castigados. Esto ocurre como consecuencia natural e inevitable del hecho de que las condiciones de supervivencia del individuo se vean amenazadas por la misma sociedad. Por otra parte, porque un orden social sostenido en base al temor de los individuos es, por naturaleza, inestable. Los individuos, a la larga, inevitablemente encuentran tal orden insoportable y absurdo, hasta el punto de asumir, finalmente, una conducta destructiva con respecto a él. De aquí la crítica de la inefectividad y perniciosidad de los sistemas penales.

A partir de estas críticas es posible entender, ahora, el fundamento del discurso de la rehabilitación. A partir de una comprensión biológica de lo que es una relación natural (o normal), cooperativa, entre el ser humano y su sociedad, la preservación de tal naturalidad se erige en ideal17. "Rehabilitar" significa: reconstruir la relación normal entre individuo y sociedad. Por este motivo, el sujeto predilecto de la rehabilitación no es el transgresor ocasional o esporádico, pues este tipo de transgresión no puede ser considerado, propiamente, una anormalidad18. El sujeto predilecto de la rehabilitación tiene que ser el transgresor consuetudinario, aquel individuo cuya conducta demuestra que su proceso de socialización ha sido particularmente deficiente, que no ha logrado asimilar adecuadamente los patrones morales y que, por consiguiente, carece de los frenos necesarios para desempeñarse normalmente en la sociedad. Por eso la rehabilitación es, también, resocialización, readaptación o reeducación. Notemos que, vista así, la rehabilitación es beneficiosa tanto para el individuo como para la sociedad, pues la relación de cooperación que se pretende reconstruir es conveniente para ambos. Es por eso que la rehabilitación es "más humana".

De todo lo anterior se desprende, finalmente, que la rehabilitación procede bajo la forma de una terapia aplicada al delincuente. La cárcel, bajo esta concepción, no es una institución penal, sino una institución terapéutica. En tal sentido, la cárcel tiene que ser controlada por médicos, psiquiatras, psicólogos, criminólogos, sociólogos, antropólogos, etc. La misión de estos científicos del hombre es la de diagnosticar la anormalidad presente en la personalidad del delincuente, diseñar el tratamiento apropiado para él, aplicarlo y controlar sus resultados. Una vez culminado exitosamente el tratamiento, el individuo puede reincorporarse a la sociedad19. Por eso la rehabilitación es "más científica."

Preguntémonos, ahora, una vez más: nuestras intuiciones morales, ¿tienen su origen en el tipo de discurso que acabamos de bosquejar? Me parece que no. El discurso de la rehabilitación nos resulta molesto en varios niveles. Primero, por su afán de controlar las mentes individuales, de transformar la personalidad de los individuos, como si éstos fueran unas máquinas averiadas que hace falta reparar. Este es el tipo de molestia y de rechazo que ha encontrado su expresión cinematográfica en "La Naranja Mecánica" de Stanley Kubrick. La rehabilitación, en ese sentido, parece atentar gravemente contra la libertad humana. Segundo, porque, tal proceso de transformación parece tener por meta la homogeneización total de los fines y valores de los individuos que conforman una sociedad. Pareciera que, de acuerdo con el discurso rehabilitador, el mismo hecho de pensar de un modo distinto al socialmente establecido hace surgir la sospecha de una "anormalidad" que hay que "corregir". Esto nos luce como un atentado contra la variedad interpretativa que le es esencial a toda relación humana. Finalmente, porque esta transformación homogeneizante de la personalidad de los individuos puede obedecer —y solemos suponer que, de hecho, obedece— a los intereses de ciertos grupos de poder que controlan y mantienen un orden social que les conviene.

Empieza a aparecer ahora una cierta unidad, anteriormente invisible, en nuestros juicios relativos al ámbito penitenciario. Esta unidad se manifiesta en que los motivos por los cuales rechazamos el castigo retributivo, son, aparentemente, los mismos por los cuales nos resulta inaceptable la rehabilitación y por los cuales nos resulta inaceptable la situación actual de las cárceles venezolanas. Como veremos a continuación, el camino que hemos recorrido nos permite empezar a poner al descubierto algunos elementos del piso que hace posible nuestras intuiciones morales sobre las cárceles venezolanas.

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16 Existe una abundante literatura sobre los principios de la rehabilitación. Una panorámica de este campo la podemos encontrar en Kaufmann (1976).

17 Nótese que esto implica, también, un ideal biológico de sociedad.

18 No es anormal porque las transgresiones ocasionales simplemente son inevitables dado que los patrones morales no actúan como meros instintos. En estos casos el transgresor, por lo general, reconoce genuinamente haber actuado incorrectamente y está dispuesto a reparar el daño causado.

19 Sin embargo, en casos de extrema desadaptación, cuando el tratamiento no produce ningún tipo de resultados positivos, el discurso de la rehabilitación tiene que reconocer la necesidad de otras medidas, como, por ejemplo, el aislamiento de por vida del delincuente.

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4. HACIA EL DESOCULTAMIENTO DEL FUNDAMENTO DEL CARÁCTER PROBLEMÁTICO DE LA "PROBLEMÁTICA PENITENCIARIA"

Si volvemos a examinar con cuidado las razones por las cuales rechazamos el

castigo, la rehabilitación y la situación penitenciaria actual, encontramos que, en los tres casos, lo que en el fondo nos molesta es el hecho de que sobre algunos individuos recaiga un poder opresivo ejercido por parte de los grupos sociales dominantes. En el caso de la situación de las cárceles venezolanas, esto es evidente. Nuestra mirada, al dirigirse hacia las cárceles, ve una represión brutal de los reclusos —provenientes, en su mayoría, de los estratos sociales más bajos— por parte de un sistema político que se hace llamar democrático pero que está al servicio de un sector muy reducido de la sociedad. En el caso del castigo retributivo vemos lo siguiente: sobre los individuos se ejerce un poder brutal y represivo por parte de los grupos dominantes que ocultan sus verdaderos intereses tras un discurso filosófico moralista con pretensiones de validez universal. Finalmente, cuando miramos la rehabilitación, vemos en ella el ejercicio de un poder refinado y sutil (y, por tanto, aún más temible) sobre los individuos, que pretende homogeneizar sus mentes y encauzar su conducta en una dirección predefinida por los grupos dominantes.

Ahora bien; es evidente que este rechazo al ejercicio de poder sobre los individuos no puede tener su origen inmediato20 ni en un pensamiento ilustrado ni en un pensamiento positivista. Ambos tipos de pensamiento, en efecto, se oponen al ejercicio de un poder arbitrario. Pero esta actitud en contra del poder arbitrario es, simultáneamente, una actitud a favor de un poder considerado como legítimo, justificado sobre la base de un discurso con pretensiones de verdad. Así, el pensamiento ilustrado del siglo XVIII se opone al poder ejercido, en su época, por la Iglesia, porque encuentra que tal poder es arbitrario, es decir, irracional. Nótese que la arbitrariedad del poder ejercido a partir de la autoridad la Iglesia sólo puede revelarse como tal sobre el fondo de la legitimidad del poder ejercido a partir de la Razón. Del mismo modo, el pensamiento positivista considerará como arbitrarios tanto el poder ejercido a partir de discursos teológicos, como aquel ejercido a partir de discursos metafísicos (incluido el de la Ilustración). Esta arbitrariedad, a su vez se revelará sobre el fondo de la legitimidad asegurada por el conocimiento científico.

Pero nuestro rechazo al poder es de otra índole. Es un rechazo que parece no venir acompañado de ninguna concepción teórica sobre lo que es un ejercicio legítimo del poder. Más aún, el nuestro parece ser un rechazo que, esencialmente, no puede venir acompañado de ninguna idea de legitimidad. La razón de esto es que, tal como lo ha mostrado la reflexión que hemos adelantado, todo discurso teórico con pretensiones de validez universal, sobre el cual pretenda justificarse un cierto ejercicio de poder, luce, hoy en día, como una máscara que oculta intereses particulares. Si el pensamiento ilustrado pretendía superar la falsa legitimidad del discurso teológico y, el pensamiento positivista, la falsa legitimidad del discurso teológico y el metafísico, nuestro modo de pensar no sólo superó a ambos, sino que superó la misma noción de legitimidad. En otras palabras, la verdad, para nosotros, en su misma esencia, es un instrumento de poder.

Sin embargo, el asunto no es así de simple. No se trata de un total desvanecimiento de toda legitimidad posible, sino, más bien, de que toda legitimidad se ha vuelto ilegítima. Un total desvanecimiento de la legitimidad significaría la desaparición de toda intuición moral y de todo discurso normativo — cosa que, hasta ahora, no ha sucedido. En cambio, el que la legitimidad se haya vuelto ilegítima implica aún la presencia de algo parecido a la legitimidad, desde lo cual, precisamente, la legitimidad puede aparecer como ilegítima. Esa especie de proto-legitimidad nunca puede aparecer explícitamente como plena legitimidad (en tal caso se autodestruiría inmediatamente) y, por tanto, tiene que permanecer en la sombra, en el dominio de lo tácito. Tratemos, sin embargo, de exorcizarla, y desocultar algunos de sus elementos.

Hemos dicho que la molestia de fondo que guía nuestras intuiciones morales es la que surge ante el ejercicio del poder sobre los individuos. Siendo así, la proto- legitimidad que les sirve de base tiene que girar en torno a una idea de libertad. Esta libertad habría que definirla, en principio, como la condición de no sometimiento (físico ni mental) al poder de otro. Sin embargo, a esta definición inicial se le pueden agregar más elementos. El estar sometido al poder de otro siempre implica no poder hacer lo que se quisiera hacer, es decir, no poder actuar de acuerdo con mi voluntad. Mi libertad consiste, entonces, en ejercer mi voluntad. Pero, ¿cómo se ejerce la voluntad?21 Si el apego a los discursos con pretensiones de validez universal es una manifestación de sometimiento al poder de otro, entonces la libertad consiste en desprenderse de estos discursos, falsamente legítimos, para vivir de acuerdo con concepciones escogidas individualmente —no universales y no impuestas— del mundo. Esto, a su vez, implica disponer de una amplia variedad de opciones entre las cuales escoger (por lo cual, también, sólo un hombre bien informado puede ser libre). Libertad, por tanto, consiste en poder escoger a voluntad —entiéndase: arbitrariamente— la verdad según la cual vivir22. Y aquí ocurre algo extraño, pues notamos ahora que, bajo esta concepción, no sólo la legitimidad se torna ilegítima sino que, simétricamente, al erigirse la arbitrariedad en modo superior de vida, la ilegitimidad se legitima.

Esta proto-legitimidad, ya no a nivel individual sino a nivel social, establece como superior un modelo de convivencia signado por el aplanamiento de las relaciones de poder y el pluralismo de fines y valores23. La jerarquía y la autoridad se justificaban, en épocas anteriores, por la idea de que éstos constituían entidades necesarias para conducir a los seres humanos por el único y verdadero camino del Bien: los hombres podían ser obligados a pensar y actuar del modo correcto. Las jerarquías, en ese sentido, eran del interés de todos, aparecían como representantes y ejecutoras de un Bien colectivo. Por ejemplo, en el caso del pensamiento ilustrado, ese Bien colectivo era la racionalidad, mientras que, en el caso del pensamiento positivista, era la maximización de las condiciones de supervivencia.

En el presente decimos que, al contrario, los discursos justificadores aparecían por la necesidad que tenían los grupos de poder de turno de mantener su jerarquía y su autoridad. En una sociedad que se proponga no imponer sobre los individuos una única concepción del Bien no hay lugar para las jerarquías y la autoridad. De aquí el inevitable matiz anárquico de nuestro pensamiento político y social en el presente.

Si aceptamos que no puede existir un Estado desprovisto por completo de jerarquías, pareciera que el Estado está eternamente condenado a ser sospechoso de estar en manos de grupos de poder24.

Hemos intentado darle cierta forma y unidad a lo que hemos denominado la proto-legitimidad que condiciona nuestras intuiciones morales referentes al ámbito penitenciario en el presente. Hay que resaltar que estamos muy lejos aún de lograr una visión clara y completa sobre este tema. (Para esto habría que realizar una investigación exhaustiva del sentido del presente en términos históricos). Sin embargo, el camino recorrido nos permite, ahora, retomar, finalmente, la pregunta con la que cerrábamos la introducción al presente artículo, a saber: ¿qué significa solucionar la problemática penitenciaria?

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20 Sin embargo, es de suponer que nuestro rechazo actual a toda manifestación de poder si proviene, históricamente, del discurso positivista, del discurso ilustrado, y, probablemente, de más atrás aún, de los mismos orígenes de Occidente. Esto, por supuesto, ameritaría una investigación mucho más extensa que la que cabe en el presente artículo.

21 Nótese que la respuesta ilustrada a esta pregunta sería: "mediante el apego a los principios prácticos puros

de la Razón".

22 Algunos autores —como MacIntyre (1985), Heidegger (1943, 1950, 1954, 1955)— ya han señalado el surgimiento de este modo de vida y de pensamiento en las sociedades occidentales del presente.

23 Algunos autores como, por ejemplo, Rawls (1971) ya se han pronunciado a favor de este tipo de sociedad.

24 Revísese a Suárez (1994 y 1996) para una exposición más detallada sobre este punto.

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5. ¿QUÉ SIGNIFICA "SOLUCIONAR LA PROBLEMÁTICA PENITENCIARIA"?

La pregunta por las condiciones de posibilidad del carácter problemático d

la problemática penitenciaria ha sido planteada. Nuestra reflexión ha mostrado qué es lo que esta pregunta trata de averiguar y cuáles son algunos de los principales aspectos del problema en cuestión. Hay pues, una mesa de trabajo preparada para iniciar la exploración de posibles respuestas a esta pregunta. Sin embargo, debemos hacer mayor énfasis ahora en la importancia práctica de iniciar una investigación sobre este tema. Como lo habíamos anunciado en la introducción, es el mismo imperativo de solucionar la problemática penitenciaria lo que determina la urgencia de desocultar el fundamento de nuestras intuiciones morales sobre esta problemática.

Cuando escuchamos el clamor generalizado por solucionar la problemática penitenciaria nos damos cuenta fácilmente de que lo que se exige es, por lo general, una serie de actuaciones administrativas por parte del Estado que ataquen una lista de "problemas" dentro de las cárceles (de aquí el apelativo de "problemática" penitenciaria). Por qué tales problemas son problemas es una cuestión que nunca, o casi nunca, aparece sobre la mesa de discusión. Uno de los motivos de esto es que se suele suponer que existe una cierta visión unánime en la sociedad en torno a qué deberían ser las cárceles y cómo deberían funcionar. La reflexión que hemos adelantado muestra que, incluso si tal unanimidad existe, su naturaleza permanece completamente invisible para la misma sociedad. Además, si tal unanimidad existe, ésta no se construye en torno a un afán penal ilustrado, ni en torno a un afán rehabilitador, sino en torno a un vago e indistinto rechazo hacia las manifestaciones de poder. Y de ser este el caso, la posibilidad de solucionar la problemática penitenciaria se aleja infinitamente de nosotros. Porque si es cierto que nuestras intuiciones morales sobre las cárceles tienen su origen en esa proto-legitimidad que se opone al ejercicio del poder sobre los individuos, el Estado, como hemos dicho, parece estar condenado a ser un ente eternamente ilegítimo. Por tanto, en la medida en que la acción contra el delito siga siendo dominio del Estado, la problemática penitenciaria no podrá ser plenamente "solucionada"; las cárceles siempre nos resultarán molestas y problemáticas25.

Pero, si revisamos con detenimiento los distintos discursos que se tejen en la sociedad en referencia al ámbito penitenciario, notamos que tal unanimidad es ilusoria. Lo que hemos denominado la proto-legitimidad es un modo de pensamiento que va cobrando fuerza en algunos sectores de nuestra sociedad, pero éste convive aún con los vestigios del pensamiento ilustrado y el positivista26. Así, por ejemplo, como mencionamos anteriormente, la Constitución de Venezuela está apegada al discurso rehabilitador, mientras que el Código Penal le rinde tributo a la penalística clásica, de corte ilustrado27. A su vez, la Ley de Régimen Penitenciario se orienta claramente hacia la rehabilitación y niega todo elemento de castigo en las cárceles. Pero también en nuestras reacciones cotidianas ante el delito podemos observar un desorden conceptual de gran magnitud. Nuestra actitud ante la delincuencia "común", relacionada, por lo general, con los sectores más pobres de la sociedad, no es la misma que frente a los delitos de corrupción, relacionados con los más altos sectores políticos del país. Para el primer caso solemos inclinarnos más por la rehabilitación, mientras que, para el segundo, por el castigo ejemplar. Adicionalmente, estas actitudes suelen variar dependiendo del sector social del cual provienen28.

Nos encontramos, pues, en una situación de total desorientación con respecto a qué hacer, de fondo, con las cárceles del país. Esta situación se agrava por el hecho de que tal desorientación le resulta invisible a la sociedad en general, imposibilitando la articulación de una discusión profunda acerca del futuro del sistema penitenciario. El gran peligro de esto radica en la dirección en la que nos puede llevar a todos, como sociedad, la inercia del modo cómo se ha venido "solucionando" la problemática penitenciaria hasta ahora. Simplemente no sabemos con qué estamos contribuyendo cuando participamos en el clamor generalizado por solucionar, mediante unos cuantos ajustes administrativos, la situación carcelaria en Venezuela. Por eso hace falta, urgentemente, dedicar el mayor esfuerzo posible para pensar el sentido de nuestra condición "desorientada" en el presente. Su exposición a la luz pública puede constituir un primer paso para el reencuentro, no sólo con el sentido de las cárceles, sino, en general, con el sentido de nuestra sociedad. Y esto último es lo único que podemos considerar, con toda propiedad, como una solución de fondo a la problemática penitenciaria venezolana.

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  1. 26 ¿Qué relación hay entre esta situación de desorden conceptual, de convivencia de concepciones incompatibles en una misma sociedad, y la proto-legitimidad emergente en nuestros tiempos? Esta es un pregunta que puede impulsar una reflexión más a fondo sobre el fundamento de nuestras intuiciones morales.

    27 Sobre este punto, revísese a Quintero, Quintero y Vivas (1996).

    28 Revísese a Arias y Chacín (1996) y a Plaza, Pernía y Conti (1996).

  2. La única solución definitiva sería la de despojar completamente al Estado de sus prerrogativas en el ámbito del control social. Pero, ¿estaremos preparados para dar este paso sin precedentes?

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AGRADECIMIENTOS

Deseo expresarle mis agradecimientos a mi colega del Centro de Investigaciones en Sistemología Interpretativa, el Prof. Hernán López-Garay, por sus valiosos comentarios y observaciones referentes al texto de este artículo.

REFERENCIAS

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Roldan Tomasz Suárez Litvin

Departamento de Sistemología Interpretativa, Facultad de Ingeniería, Universidad de los Andes, Mérida, Venezuela.

Frónesis, Vol. 6, No. 1, 1999

Partes: 1, 2
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