Esta enorme masa de imágenes sería intervenida, a continuación, por cuatro fotógrafos que, aprovechando técnicas digitales de edición de imagen, seleccionarían aquellas que, siguiendo a la tradición expresiva antes citada, hubiera impresionado a cada uno, guiados por su intuición o su «conciencia». Esta nueva imagen, modelada por las lecturas de las filmaciones practicadas por el fotógrafo, aparece literalmente abstraída del fluir narrativo autónomo de la filmación, y es contrapuesta a su «origen», al filme, casi como un símil del ojo deambulante y sus recuerdos. Establecer si estas imágenes, así seleccionadas, se corresponden con la gratuidad o decisión del continuo de lo filmado en el cuadro a cuadro, me parece inútil. Es más, pienso que lo relevante de este aspecto del trabajo, es la formidable metáfora del tránsito del ojo y sus recuerdos. Lo relevante aquí, es la equivalencia en el procedimiento: la abstracción. La cualidad sustractiva de toda imagen. Ahora, las imágenes digitalizadas de las filmaciones y de sus «abstract» inmóviles se exhiben en una estructura que remeda, a escala, una cámara oscura. Este dispositivo se constituye en el espacio-reino de una imagen que, en su aparente inmaterialidad, se asemeja aún más a una metáfora de la memoria. Como si el negro abisal de la cámara oscura se reencontrase con la condición imaginaria y la cualidad luminosa del espejo y, la selectividad ya gratuita ya domesticada de la imagen-recuerdo. Esta vez no es una memoria humana; no somos tú o aquél… recordando. Es un recuerdo que acaece, autónomo, maquinal. Automático, como aquello que se recuerda y no reconoce función o sentido, al igual que aquello que fue filmado o fotografiado a pesar del fotógrafo, a pesar del proyecto, cuya posibilidad proviene precisamente de la operación sustractiva de toda imagen y que han institucionalizado las tradiciones más arraigadas sobre la fotografía.
Para cuando se inventa la cámara oscura, remota antecesora de la cámara fotográfica, América está siendo conquistada y rehabitada. Como se sabe, las ciudades americanas iniciaron sus procesos fundacionales al interior de una renovada ideología de la frontera, estrechamente vinculada con la de la ecumene. Un famoso párrafo de Mariano Picón Salas resume la circunstancia: en bula papal de 1493, los Reyes Católicos heredaban la obligación de extender la ecumene a través de la evangelización de los habitantes de las nuevas tierras. Imbuidas en esta misión, las huestes conquistadoras avanzaban acompañadas de sacerdotes e indígenas asimilados que fungían de traductores. Leían a los lugareños un extenso documento que se iniciaba en el Génesis, proseguía con la constitución del Papado, el ascenso al trono de los Reyes Católicos y la bula en cuestión, y concluían, acto declarando a los «naturales» como súbditos de la corona española. Concluido este procedimiento, y si era el caso, se desencadenaba la batalla. Una vez concluido el enfrentamiento inicial, los conquistadores establecían la fortaleza y la guarnición, o como se decía entonces, el presidio. Presidiar era «hacer frontera frente al enemigo». Junto a ellos, se iniciaba la erección del convento que, a su vez, señalaba la frontera religiosa. Esos tres elementos, fuerte, presidio y convento, constituían la frontera: el límite entre la ecumene y el inhóspito no-mundo del bárbaro y del salvaje. A cada ciudad levantada, le seguía y precedía un plano, una imagen estructural, sometida, con el correr del tiempo, al refaccionamiento actualizador de su historia. Las ciudades no sólo enfrentaban al enemigo en cuanto salvaje, si no la propia modificación en nombre del gusto, la necesidad, la posibilidad, y por qué no, el capricho.
Entre los siglos XV y XVII, la cartografía contó con un auge extraordinario. El mapa puso al alcance de las manos y volvió manejables las enormes extensiones que se abrían en los hechos y en la imaginación. Mapas y planos, de continentes y mares, ciudades y puertos, van constituyendo la expresión geográfica del imaginario ecuménico a lo largo del siglo XVI. Desplazarse en el mundo supuso un mantenerse recluidos al interior de los límites de una frontera en constante traslación y expansión. En estas condiciones, el mapa será necesariamente un instrumento sometido a permanente renovación y actualización. Pronto la imaginación barroca convertirá esos mapas en imagen de la muerte: vanitas. Donde hubo ciudades espléndidas, hay ahora ruinas y desierto. Donde hubo tierras vírgenes, populosas ciudades, y en su interior, toda una gama, penosamente rica y fértil, de condiciones que testimonian la caída. El sentido militar y moral que emerge de la pérdida del Paraíso, como también de la pasión de Cristo, habitó la erección de ciudades e impregnó buena parte del sentido místico y alegórico de la urbe a lo largo de los siglos XVI y XVII. La racionalidad urbanística que se impuso a partir de la primera modernidad, no escapará a la positividad bélica de la tradición de la caída y de la que se apropió la imaginación clásica, hecha y rehecha a lo largo de los siglos, como momento constructivo de la ecumene. De hecho, podría incluso alegarse que el signo redentor de la ecumene encarnó en mapas y planos, y que si estos iniciaron el abandono de su esfera -canónicamente a fines del siglo XVIII-, lo hicieron para refrendar la posesividad afirmativa de la racionalidad del dominio.
El carácter segregante de mapas y planos quedará precisado en sus estrategias expositivas. Si discursivamente ambos se inscriben en la lógica proyectiva del espacio tridimensional y de la racionalidad del dominio, en su aspecto alegórico ambos permitirán vehicular -a través de la tradición de las marginalia, las viñetas y la misma alegoría con que se revistieron océanos y continentes, montañas, palacios y templos-, la reafirmación de la ecumene-frontera y la incertidumbre sobre la completitud del mundo en su interior. A veces bastan marcos, ornamentos o lemas para intuir esta incertidumbre (Yo misma cuento con una reproducción de un mapa veneciano del siglo XVI que enmarca el globo terráqueo con guirnaldas de nubes y angelotes de suaves y rosados labios). A veces es el ligero temblor de la mano que dibuja la que nos permite intuir el origen deshonroso de la existencia de este tipo objeto, es decir, como instancia que perpetúa la marca de la caída.
La literatura, siempre generosa en toda suerte de circunstancias, da numerosos ejemplos de operatividad y funcionamiento del mapa como recurso de consecusión y exclusión comunitaria. Lo hará, de preferencia, al interior de la lógica iniciática o descriptiva del viaje. Pienso, por ejemplo, en Sábato, cuyo Sobre Héroes y Tumbas quiero imaginar como transcurriendo sobre un diálogo de siglos -eminentemente occidental, por lo demás-, entre el propio Sábato, Dante y el Marqués de Sade. En un impúdico alarde descriptivo, Sábato perpetúa en el Informe sobre ciegos la tradición de la experiencia urbana como desarraigo, como delirio, como sinrazón. Evidentemente ninguno de los debatientes habrán objetado este aspecto. Premunido de un angustiante catolicismo medieval, Sábato postuló una Buenos Aires surcada subterráneamente por pasadizos y habitáculos, donde la ceguera se oculta de la alarma diurna que despierta su condición, indicando, simétricamente, una ecumene negativa y paralela: un no-mundo de ciegos. Está claro que la Buenos Aires diurna puede crecer en diversas direcciones en la superficie; el carácter negativo de la ecumene del submundo, por el contrario, impide su expansión. No basta el hecho de que la ecumene refiera principalmente a una comunidad espiritual; la desviación de la norma que representa la ceguera no permite su expansión geométrica, si no su eventual expansión al interior de una subjetividad abisal, sobre todo en cuanto asunción y revancha. Desde un punto de vista cuantitativo, el no-mundo de los ciegos está condenado a la dismimución proporcional con respecto a las dimensiones que alcanza la ecumene de la superficie. Aún cuando pueda extenderse, lo hará de un modo tal que será imposible definir todo mapa de sí misma y de sus dominios. Pero esto no obsta para establecer vínculos entre una y otra. En el marco alegórico dibujado desde ya por los propios debatientes, el vínculo por excelencia será la lectura. Para Sábato, la lectura inaugura el horror. Una porosidad perversa y que le es propia, permite en la lectura de los «signos» urbanos el tránsito de un plano del mundo hacia su otro. En el plano de la ciudad, de un modo inadvertido para el profano, bocas comunicantes admiten la penetración y eventual libre tránsito del iniciado por el desconocido submundo de la ciudad; pero una vez hecho esto, una vez asumida la transitividad entre un aspecto solar y uno nocturno de la existencia urbana, se habrá perdido la capacidad de leer la carta de ciudadanía expuesta en el mapa de la Buenos Aires externa, luminosa y aséptica; se habrá perdido todo sentido de pertenencia al mundo, a la ecumene; sus mapas se habrán vuelto pura exterioridad, garabatos horrendos que sólo cobran sentido como desarraigo y soledad, como caída, como extrema otredad. Ni la linealidad progresiva del Dante ni la extensión del horizonte de Sade. No hay redención ni emergencia posible. Sólo la soledad y la muerte.
Más allá del hecho de que podría afirmarse que esta novela se erige sobre un cúmulo de lugares comunes, cuestión que no está de más indicar ante el hecho de que estamos hablando de un Mapa Imposible -abstracción de la abstracción de la imagen-, también habría que afirmar que esta novela, se construye como alegoría. El Informe mismo es una estructura que posibilita la visibilidad de la condición alegórica de la novela en cuanto digresión, esto es, destacando el hecho que la digresión es sólo posible al interior de la forma novela. Si en el plano simbólico de una experiencia de la caída, el Informe sobre ciegos se constituye en una parábola aterradora de la condición humana en la urbe moderna, no es menos cierto que esa estructura alegórica fagocita su propia lógica al convertirse ella misma en objeto de su lectura: aquel alarde descriptivo se trueca en denuncia del mismo combate experimentado ahora por la representación. Sábato no deja espacio alguno para el hedonismo. En El Mapa Imposible, en tanto, el hedonismo es posible sobre la base del procedimiento abstractivo con que opera la representación yque hace evidente la imagen fotográfica. En el Informe sobre ciegos la soberbia y optimismo aséptico de la racionalidad dominadora expresada como representación, se opone, sin solución de continuidad, a la evidencia desgarradora de la imposibilidad de realización plena de sentido implícita en la representación: el submundo de Sábato es, por definición, inasequible. Solo se hace presente como lógica de sí, invisible, negativa, indescriptible. Es más, habría que afirmar que, en cuanto experiencia, es auténticamente gratuita, indecible. Para ello el truco de la metáfora. Las bocas comunicantes entre planos mundanos diurnos y nocturnos, permiten vislumbrar la función comunicativa de las fisuras de la lógica representacional. Esas bocas suponen, esperanzadas, una salida positiva para la gratuidad de la imagen, una gratuidad que constituye uno de los lugares comunes sustantivos del concepto de arte a través de los siglos. En cuanto momento metodológico, la representación ni reproduce ni crea: sólo puede operar al interior de un horizonte alegórico, convencional. Es ese límite el que parece generar el horror intrínseco a la representación como extensión, por ejemplo, del temor a la muerte. El mapa, como paradigma del método, como momento expositivo del método, como encarnación instrumental de la racionalidad del dominio, es delatado como vulgar impostor. Mapa y representación, que en cuanto métodos, expresión e instrumento de dominio, de absorción, de redención, ya nos era inútil en la ecumene negativa del no-mundo de los ciegos, ahora, en cuanto pura exterioridad, deshecha toda certidumbre, se nos ofrece balbuceante, unidimensional, incapaz de acoger, abrigar, seducir, conducir… ¿Cuánto de la fisura de la imagen no es también, convención?
Algunos años más tarde, y en un contexto que nos es más próximo, ese encapsulamiento del yo, de un yo irremediablemente fracturado en cuanto imposibilidad de redención, fue aprovechado una vez más por la filosofía, esta vez por Jameson. En un ensayo apresurado, pero ya clásico y que ha devenido en consulta obligatoria en el submundo académico, Jameson apela a otro tipo de mapa, a uno inscrito en un nuevo «espacio» representacional: el mapa mental. Mapas mentales abundan en la historia de la filosofía, pero sin duda, las primeras imágenes de un mapa mental, propuestas en el siglo XX, nos la proveyeron Freud, con su topografía de la psique, y el optimismo irónico del Surrealismo, por boca de su oráculo, Breton. Alegando en contra del crecimiento desmesurado de la ciudad de Los Angeles, California, Jameson se apoya en la tradición intelectual que materializa en las configuraciones urbanas, un cierto momento y condición del espíritu. Algunos años antes, José Luis Romero había publicado su inolvidable Latinoamérica, las ciudades y las ideas, en el que aparecía aludido dicho mapa mental como memoria y momento identitario. Para Jameson, los trazados en espiral de las ciudades premodernas, o en damero, característicos de las utopías de la primera modernidad, han sido suplantadas, en los hechos, por un crecimiento «gestual» que se ha visto posibilitado, sobre todo, por la «lógica» en la que se inscriben los nuevos medios de transporte. Dicha lógica habría ofrecido la ciudad satélite o la ciudad-dormitorio. Para Romero, las dinámicas de crecimiento urbano van acompañadas y protagonizadas por hombres y mujeres, luchas, ideas y amores que se desgajan en los diversos planos, comunitarios por definición, de la ciudad. Tránsitos de intelectuales y comparsas varias a lo largo de líneas imaginarias tendidas por los bares y cafés, testimonian e integran, o mejor, religan al humilde ciudadano; podemos evocar la demanda de justicia y humanidad, en el palimsesto de carteles y banderas que visten edificios y tendidos eléctricos, mismas calles y tendidos eléctricos que indican un agitado, perenne comercio intersubjetivo; podemos también intuir las evidencias de más de alguna competencia del tipo «quien lanza el pipí más lejos»; el anonimato o la expectación que alguna congénere alimenta con un mayor o menor cuidado en la selección de vestidos y perfumes; o algún arrebato escriturario de índole forestal; experimentar esa extraña alegría que produce la visión distante de un automóvil nupcial, o incluso la solidaridad que despierta una ruptura sentimental. Aquí cobrará importancia la «forma» de la urbe en el sentido de que ésta concretiza las diversas instancias humanas. En la misma orientación, pero con sentido inverso, el crecimiento no dibujístico de la ciudad de Los Angeles sólo es parangonable, según Jameson, con las excrecencias desbordantes e impredecibles en orientación, volumen y dirección, de los cultivos de esporas y otros agentes patógenos. Se corre el riesgo, claro está, de suponer que esa imagen lo es también acusadora del aspecto irracional de la existencia como su única y esencial realidad: de pretender que lo que llamamos racionalidad no es más que mero sueño utópico, reducido al ámbito aséptico y selectivo de una dinámica generadora de instrumentos de observación, construcción y reflexión, que poco tienen en común con sus objetos. No por escamotear este punto, sino porque entendemos que lo considera como condición de los modos de la experiencia en el orden del capital tardío, Jameson conducirá esa imagen hacia la visión exacerbada del desarraigo y la caída. Desarraigo comunitario, desarraigo con el pasado, soledad, vacío, desesperanza. Las vías de comunicación y sus instrumentos ya no son más vehículos de religación, si no prepotencia e individualismo. En esa atmósfera tecnológica que pareciera, por momentos, reencontrarse con una de cualidad prehistórica de emergencias y extinciones, sólo resta ejercer un hedonismo histérico, incapaz de articular un yo sólido y unitario. Oponiéndose a las ambiciones redentoras de las vanguardias heroicas, herederas quizá de la «forma» ecumene, no hay obscuridad posible, no habría tal cosa como una ecumene negativa, un no-mundo condenado, latente, incluso resistente. La ciudad de Romero nos reconoce y nos reconocemos en ella. El no-mundo de Sábato era todavía un lugar. El no-mundo de Jameson es pura literalidad: no mundo. Sólo la operatividad maquinal de las vías de transporte, de las convenciones comunicacionales, del mero dato, inconexos de todo horizonte de sentido, tienen carta de ciudadanía. En este no-mundo que se ha desecho de todo oponente, del arte restaría sólo su exterioridad, sus despojos, su reducción neurótica a gesto maquinal y repetitivo.
Si todo mapa es dibujo y, citando el momento de génesis del concepto moderno de espacio, la perspectiva es el dibujo -cuestión que, entre paréntesis, podría conducirnos a la idea de que a cada nuevo concepto de espacio debiera seguirle un nuevo dibujo-, no es de extrañar, por otro lado, que el mapa haya eclosionado en el momento mismo de sacralización del espacio tridimesional de la representación pictórica. Por supuesto que la teorización del arte en los siglos XVI y XVII, como hermenéutica de la pintura, pronto encontró lugar para el mapa en al menos tres ámbitos. Organizados en niveles de explicitación, se podría afirmar que uno lo expone en la representación, otro lo realiza en la contemplación y el tercero lo oculta en la operatividad instrumental que la generó. De los dos primeros prosiguen la teoría de los géneros y la asunción barroca de la analogía fúnebre entre la pintura y la muerte, espiritual o corporal, como metáfora de la representación. El tercero, en cambio, estrechamente ligado al segundo, se introduce en la intimidad del taller, en la dinámica productiva del ensayo y del error. Su condición pecaminosa se expresa en la dualidad de un requerirla al tiempo que delata la presunción de su inexistencia. Un mapa, por cierto, superpone y opone, a la vez, diversos órdenes de discurso: una extrañeza en parte análoga a la que experimentábamos en nuestra infancia cuando contrastábamos una partitura de, pongamos por caso, la Marcha Turca de Mozart, a nuestra experiencia auditiva de esa misma pieza. En este sentido, un mapa superpone aspectos políticos, económicos, corográficos, etc., que yuxtapone a nuestra propia experiencia limitada del entorno. El horizonte no necesariamente es el límite último de nuestra mirada, más aún cuando, siguiendo los términos de este razonamiento, oponemos la condición factual del horizonte a una mirada que se ejerce en el ámbito urbano. En un sentido metafórico o incluso procesual con «finalidad», esta oposición puede llegar a disolverse. Como sea, está claro que un auténtico abismo se abre entre un mapa de la araucanía y nuestra experiencia de la araucanía. Es la asombrosa correspondencia y trasposición sintética practicada por el mapa lo que lo distingue. Su exclusión de las individualidades. De igual forma, el plano de Santiago no coincide, salvo en un aspecto exageradamente referencial, con nuestra experiencia de Santiago. Los mapas y planos de Santiago hacen visible un aspecto utilitario e instrumental de la ciudad y eliden, en cambio, la complejidad de su vivencia. Pienso en Kuitka y su interés por los mapas políticos o urbanos, tratados con la relativa monocromía que caracteriza sus telas, o por medio de su impresión en viejos colchones que aún exhiben la hendidura dejada por perdidos botones. De la misma manera, ese mapa-plano de lo representado en la representación, en sus momentos articulante y expositivo, no «contienen» a la imagen, ni mucho menos, en su trasposición representacional, a la representación. Viceversa, aun cuando el mapa-plano de la imagen sea necesaria a la imagen, lo es fundamentalmente para que la imagen se articule como tal. Por ello la teorización de los géneros como hermenéutica de la pintura, como se sabe, se apropió e hizo coincidir con la propia superficie pictórica, no sólo marcos, puertas y ventanas, sino mapas. La propia condición mutable del mapa y del plano, no sólo en virtud de la transformación de los instrumentales epistémológicos con los que habrían de construirse, sino ante la propia mutabilidad urbana, y por extensión, la de su experiencia, habría de constituirse en instrumento privilegiado de concreción de la política de la vanitas. En este sentido, no podemos si no convenir en que la retícula, en tanto intervenida por la materialidad misma de la representación y sus formatos, necesariamente iría acogiendo, como residuo, el campo en que se debatía, y se debate aún hoy, el carácter eminentemente abstracto de la representación y de su imagen. La densidad semántica de este aspecto del mapa-retícula se dilata ante la naturaleza de los instrumentales con los cuales se construían tanto el mapa como las imágenes. Por otra parte, no olvidemos que diversos procedimientos mecánicos se elaboraron entre los siglos XV y XVI para lograr la construcción fidedigna del objeto representado al interior de la lógica perspectívica. Como es comprensible, la retícula se constituía en un momento estructural y medianero del proceso de construcción de la imagen. De ellos, la cámara oscura encarnaría con mayor fuerza el carácter abstracto, virtual de la representación. Más aún cuando consideramos el hecho de que la cámara oscura, la mismo tiempo que encarnaba el éxito de la racionalidad del dominio, ofrecía una imagen invertida de los objetos que se le confiaban, violando los ejes convencionales, arriba, atrás, abajo, adelante, con que ordenamos el espacio…
Santiago de Chile es una de las ciudades más grandes del mundo. No lo es en virtud del número de sus habitantes si no de su extensión. Su crecimiento constante iniciado en la década de los años treinta del siglo XX, se ha visto acelerado hasta la exasperación en los últimos veinte años. Lentamente, y desde su fundación, Santiago, como todas, es una ciudad que se transforma. Desastres naturales y embellecimientos sucesivos se alegan para justificar las modificaciones en su apariencia… y su extensión. Si esas modificaciones tendieron en mayor o menor medida a definir un centro urbano, desde los años treinta del siglo XX ese crecimiento se desplegó hacia afuera de ese centro.
Más allá de la suposición planimétrica y regular de las configuraciones en forma de damero, lo cierto es que en la lógica moderna las ciudades crecieron irradiándose sobre el espacio circundante. Expresada la racionalidad del dominio en la cuadrícula, la ciudad moderna buscaba, sin embargo, definir nítidamente un centro urbano a la vez económico y espiritual. En ese ordenamiento, cada estamento social encontraba su ubicación en relación al centro. El crecimiento santiaguino a lo largo del siglo XX se ha resuelto como expansión incontenida, apenas articulada por ejes irregulares en su linealidad proyectiva, que a la vez seccionaban a la población materializando una fragmentación social e individual, que ha sido en parte la expresión de un anhelo aristocrático experimentado casi como caída, como deshonra que hay que borrar. Las políticas de acción de emergencia ante el hacinamiento generado por las migraciones de fines del siglo XIX, crearon entre otras a las cités que, como hoy, mantenían discretamente invisibles las miserias de esos grupos humanos. El crecimiento incontenible y las dinámicas contemporáneas de experiencia urbana en el Gran Santiago, han derivado en toda clase de problemas sanitarios, en particular mentales. En la lógica del capital, cada «pedacito de naturaleza» se ha vuelto atractivo en demasía, desde un punto de vista económico, que no sólo amenaza con destruir uno de los territorios más ricos del país, desde la perspectiva agrícola, sino que se restringe cada vez más a una población acomodada que verifica en la huida su legitimación como estamento social. A mediados de siglo, Santiago retumbó con las movilizaciones. Banderas, insubordinación y esperanza, en forma de columnas humana, atravesaron una y otra vez el centro urbano. Plazas, parques y avenidas de anchas veredas -y un conveniente sistema de identificación de calles- alojaron a un número cada vez mayor de santiaguinos dispuestos a «caminarse» la ciudad. Modernización, burocracia, pololeo, discusión y reflexión fueron constituyendo aquellas tramas de bares, cafetines y burdeles a través de los cuales, acalorada y subterráneamente fueron descolgándose nuestros habitantes. Si los diversos momentos del «proyecto pedagógico», incluidas las universidades, participaron activamente en el proceso de ascenso social, también la locomoción colectiva hizo su aporte. Raudas e incesantes, llegaban a todos los puntos urbanos; a menos, claro, que se tratara de la «población»; probablemente, en ese caso, habría que caminar, desde el «terminal», con frío, con barro, con sed.
Mientras la locomoción colectiva de la ciudad de Santiago iba bosquejando un mapa mental de la ciudad que incorporaba en sí la distinción entre trabajo, como espacio social, y hogar, como espacio privado, por otra parte esos medios de transporte iban testimoniando, en silencio, las crecientes dimensiones urbanas. Ese mapa mental no parecía solicitar su clara distinción de aquel otro mapa configurado por nuestras permanencias en la mutitud de lugares que la ciudad nos ofrecía. El centro urbano, por su parte, fue incrementando a grandes pasos el número de edificios, de varios pisos, laborales y habitacionales, alterando tanto una percepción retórica de la ciudad como la naturaleza misma del ejercicio de su percepción. Así por ejemplo, el proyecto de resemblanza vienesa de los edificios públicos inmediatos al Palacio de La Moneda, fue consolidando una cierta imagen política y urbana del país y de la ciudad en el más amplio sentido ciudadano, los residentes y oficinistas de estos mismos edificios fueron confirmando, a su vez, la visión de «vuelo de pájaro» sobre calles y transeúntes, que se venía instalando por largo tiempo. De la misma manera, la permanencia transitoria en esa trama de bares y cafetines nos ofrecía la oportunidad de apropiarnos de esos espacios, entre medianeros y definitivos, que ocupaban el suspenso entre aquellos puntos en los cuales nos consolidábamos como trabajadores o estudiantes, y aquellos en los que nos realizábamos como amigos o miembros de un núcleo familiar. No cabe duda de que esos lugares de tránsito participaban, y participan, de una cierta cualidad teatral en el sentido de que presenciaban y verificaban ese cambio de roles.
Si la ciudad fue creciendo, no por ello las señales modernizadoras alteraron su organización estamentaria. Cada ascenso social fue seguido de un conveniente traslado de los sectores urbanos ocupados por las clases dominantes. En este sentido, a la carga política, construida en el pasado reciente de nuestro país, habría que añadirle a esa cruz trazada por los ejes viales que desgajan la Plaza Baquedano, aquél de su función discriminadora en términos de clases sociales. Estoy atenta al hecho de que el rótulo «clases sociales» ha devenido problemático en cuanto a que múltiples transformaciones, tanto políticas como científicas, han denunciado la dificultad de su aplicación al entorno social, sin descontar el hecho de que retrotraen la conciencia a un pasado relativamente distante y traumático. Sin embargo, estoy convencida de que aún en ese caso, sigue resultando eficaz para designar, en sociedades como la nuestra, inscrita en la sociedad del capital, el sinúmero de condiciones y condicionamientos sociales que distinguen a los grupos que la conforman. Uno de los ordenamientos sociales que con mayor violencia la caracterizan, es aquél que distingue entre capas tradicionalmente -o recientemente- dominantes, de aquellos innumerables conciudadanos -entre los que nos contamos- cuyo nombre no tiene ni lugar ni poder, y cuyos niveles de educación no permiten tampoco augurar una transformación, a corto plazo, de su situación. En esta suerte de «corre que te pillo», la cruz de la Plaza Baquedano marca, por ahora, un límite que se percibe como definitivo. La misma orfandad del lugar parece refrendarlo. Escasa, por no decir nula posibilidad de residencia, salvo en cuanto transeúnte o desde la distancia de los edificios circundantes, la Plaza Baquedano es el escampado mismo en forma de cruce, nudo neurálgico, si acaso, punto de encuentro móvil de esos estamentos. Su misma vastedad permitió alojar a las masas en demanda de democracia. Fue esa seguidilla de eventos multitudinarios -además de las insistentes manifestaciones en honor de su majestad el fútbol– el que le asignó su carácter de lugar político. Y esa condición se veía reforzada, como hoy, por el hecho de que la Plaza Baquedano es uno de los pocos lugares de nuestra ciudad en el que el mapa mental, como discurso social, se encuentra materializado en la desembocadura y giro de nombres de los principales corredores viales urbanos. Pero este mapa mental luce aquí desasido de toda carga íntima y propia. En pocas palabras, la demanda de democracia se verificó en uno de los enclaves más inhóspitos y precarios de Santiago. Dificulto que alguien quiera invertir, por placer, más del tiempo que tarda el descenso y ascenso de un medio de locomoción o, por comodidad o falta de otras opciones, para facilitar y asegurar el encuentro con los otros. Es indudable que la selección e institución de la Plaza Baquedano como lugar político se fundamentó en su carácter transitivo. Y si todos estos aspectos son relevantes a la hora de hablar de nuestra experiencia urbana, no lo es menos el hecho de que ese cruce de vías que es la Plaza Baquedano, materializa a fuego, troquela, la ciudad en bloques tales que, progresivamente, los santiaguinos sólo habitan, en el sentido más amplio de la palabra, las inmediaciones de la propia residencia. Es más, el crecimiento desbordante de la ciudad asociada también a esa división estamentaria, ha creado situaciones ajenas a la lógica del casco central, a saber, la profusión de prolongadas avenidas carentes de aceras apropiadas, o incluso, cuando las hay, la renuencia de sus comunidades a caminarlas.
La operación fotográfica fundamental que hemos destacado es aquella de la abstracción de la imagen a partir de un fluir continuo de visualidad, como asunción de la tradición de verosimilitud de la imágen fotográfica. Pero esta imagen así producida, ha sido intervenida, alterada, explotada, destacada, con procedimientos análogos a la materialidad que la conforma. Explotando la autorreferencialidad que hace evidente hoy la peculiar relación corporal con la pantalla del computador y sus instrumentos -autorreferencia que propone una relación con el propio cuerpo distinta de aquella de la escritura, espalda encorvada y lápiz en mano- el fotógrafo ha hecho posible poner de manifiesto ese carácter abstracto, frágil y volátil de la imagen mecánica. Allí, en la autorreferencialidad hedonista, en el goce de la propia intimidad propiciada por este instrumento, la imagen se encuentra con el fotógrafo y nos es devuelta como nostalgia.
Ahora bien, la misma precariedad y fugacidad de las imágenes sometidas al desamparo, a la orfandad de este punto de partida, se ha vertido en una cámara oscura. La circunstancia de estar encajonados difiere del descampado que define el punto de partida y más bien revierte sobre su condición de «arranque» de cuatro recorridos. Ese mismo encajonamiento en el cual las imágenes no tienen continuidad -en la medida en que se proyectan segmentos de las filmaciones, pero también, y sobre todo, las abstracciones realizadas por los fotógrafos-, alude a esa división en cuatro grandes ciudades de Santiago, espolvoreadas, aquí y allá, por algunos parques y plazas, e incipientes ciudades satélite que son más bien el resultado de la incorporación de zonas rurales al área urbana. Cuatro grandes ciudades que pretenden ser una sola, que ofrecen imágenes definitivamente diferenciadas de las formas y condiciones de vida de sus habitantes y que sólo se unifican abstractamente en el mapa o en el plano. Por su parte, la opacidad evidente de los cuerpos encajonados, contrasta con la luminosidad que hace posible la imagen. ¿En qué otro lugar podrían, la imagen-recuerdo y el ojo-máquina encontrarse con el ojo-cuerpo? ¿Cuál es la condición requerida para ese encuentro?
Si algo compone el campo connotativo de una cámara oscura, ello es la asepsia: la asepsia como anhelo, como ocultamiento y negación de la caída. Sin embargo, la metáfora redentora de la luz, de la que se ha apropiado la racionalidad dominadora, alcanza en la cámara oscura de El Mapa Imposible su polo opuesto. La condición inicial de esta subversión reside en la inclusión de los cuerpos de los espectadores como soportes de la imagen fotográfica. La imagen ya no se constituye en los confines de su espacio, mudo y vacío, sino que lo hace sobre los cuerpos, a través de los cuerpos. A primera vista pareciera que esos cuerpos, uniformados en la luz hubieran desaparecido. Sin embargo, pronto se harán presentes en la convocatoria de silencio ante la oscuridad y la luz. Lo harán en el encuentro obligado de esos cuerpos, su disolución en la oscuridad, el reconocimiento de su opacidad. Si el encuentro es confirmado por la luz proyectiva de la imagen, así también lo hará la conciencia de su distancia, la conciencia de su conversión en imagen refractante de su propio aislamiento y que le es recitada por un fluir incontenible de imágenes que le recuerdan su propia condición dispersa, automática y solitaria. La cámara oscura, con su resonancia aséptica y dominadora, se ofrece como espacio compuesto de retazos. En este sentido, El Mapa Imposible optó por una edición digital, una fotografía, entendida como cuadro-a-cuadro e intervenida, a su vez, con procedimientos digitales. La metáfora que ha quedado impresa, en la intervención de esas imágenes, es la del ejercicio interpretativo en dos direcciones realizado por el fotógrafo: el de la operación selección y aquél de la intervención de lo seleccionado. Tanto una como la otra pertenecen al acervo tradicional con que se han asumido las funciones y operaciones fotográficas. La segunda, en particular, explicita esa tradición en el sentido de un someterse la fotografía a una mirada antes que a un ojo-máquina.
La explotación, la glorificación, hasta el paroxismo, de las convenciones en torno a la fotografía, le ha permitido a este proyecto convertir a esas mismas convenciones en auténtico momento material de la obra. Su asunción en cuanto materialidad de la obra invita al fotógrafo a un recorrido heroico por esas convenciones con la urgente expectativa de evidenciar su carácter domesticador y restrictivo. Así como la opacidad de los cuerpos exhibía su conversión especular en la luz, así también la metáfora de la caída ha encontrado su imagen en la clausura del poder religante de las convenciones en torno a la imagen mecánica. Una imagen que, por cierto, se ha deshecho de todo sentido militar, de toda promesa de Paraíso, de toda ambición de perdón en lo «políticamente correcto». Es más, si alguna imagen sugiere este Mapa Imposible, no cabe duda de que se trata de una que niega, sustantivamente, la falsa oposición instalada entre una domesticación plebeya y una pretendida autosuficiencia y que pregunta en cambio, por el sentido profundo de toda nostalgia, de nuestra nostalgia.
La operación fotográfica fundamental que hemos destacado es aquella de la abstracción de la imagen a partir de un fluir continuo de visualidad, como asunción de la tradición de verosimilitud de la imágen fotográfica. Pero esta imagen así producida, ha sido intervenida, alterada, explotada, destacada, con procedimientos análogos a la materialidad que la conforma. Explotando la autorreferencialidad que hace evidente hoy la peculiar relación corporal con la pantalla del computador y sus instrumentos -autorreferencia que propone una relación con el propio cuerpo distinta de aquella de la escritura, espalda encorvada y lápiz en mano- el fotógrafo ha hecho posible poner de manifiesto ese carácter abstracto, frágil y volátil de la imagen mecánica. Allí, en la autorreferencialidad hedonista, en el goce de la propia intimidad propiciada por este instrumento, la imagen se encuentra con el fotógrafo y nos es devuelta como nostalgia.
Ahora bien, la misma precariedad y fugacidad de las imágenes sometidas al desamparo, a la orfandad de este punto de partida, se ha vertido en una cámara oscura. La circunstancia de estar encajonados difiere del descampado que define el punto de partida y más bien revierte sobre su condición de «arranque» de cuatro recorridos. Ese mismo encajonamiento en el cual las imágenes no tienen continuidad -en la medida en que se proyectan segmentos de las filmaciones, pero también, y sobre todo, las abstracciones realizadas por los fotógrafos-, alude a esa división en cuatro grandes ciudades de Santiago, espolvoreadas, aquí y allá, por algunos parques y plazas, e incipientes ciudades satélite que son más bien el resultado de la incorporación de zonas rurales al área urbana. Cuatro grandes ciudades que pretenden ser una sola, que ofrecen imágenes definitivamente diferenciadas de las formas y condiciones de vida de sus habitantes y que sólo se unifican abstractamente en el mapa o en el plano. Por su parte, la opacidad evidente de los cuerpos encajonados, contrasta con la luminosidad que hace posible la imagen. ¿En qué otro lugar podrían, la imagen-recuerdo y el ojo-máquina encontrarse con el ojo-cuerpo? ¿Cuál es la condición requerida para ese encuentro?
Si algo compone el campo connotativo de una cámara oscura, ello es la asepsia: la asepsia como anhelo, como ocultamiento y negación de la caída. Sin embargo, la metáfora redentora de la luz, de la que se ha apropiado la racionalidad dominadora, alcanza en la cámara oscura de El Mapa Imposible su polo opuesto. La condición inicial de esta subversión reside en la inclusión de los cuerpos de los espectadores como soportes de la imagen fotográfica. La imagen ya no se constituye en los confines de su espacio, mudo y vacío, sino que lo hace sobre los cuerpos, a través de los cuerpos. A primera vista pareciera que esos cuerpos, uniformados en la luz hubieran desaparecido. Sin embargo, pronto se harán presentes en la convocatoria de silencio ante la oscuridad y la luz. Lo harán en el encuentro obligado de esos cuerpos, su disolución en la oscuridad, el reconocimiento de su opacidad. Si el encuentro es confirmado por la luz proyectiva de la imagen, así también lo hará la conciencia de su distancia, la conciencia de su conversión en imagen refractante de su propio aislamiento y que le es recitada por un fluir incontenible de imágenes que le recuerdan su propia condición dispersa, automática y solitaria. La cámara oscura, con su resonancia aséptica y dominadora, se ofrece como espacio compuesto de retazos. En este sentido, El Mapa Imposible optó por una edición digital, una fotografía, entendida como cuadro-a-cuadro e intervenida, a su vez, con procedimientos digitales. La metáfora que ha quedado impresa, en la intervención de esas imágenes, es la del ejercicio interpretativo en dos direcciones realizado por el fotógrafo: el de la operación selección y aquél de la intervención de lo seleccionado. Tanto una como la otra pertenecen al acervo tradicional con que se han asumido las funciones y operaciones fotográficas. La segunda, en particular, explicita esa tradición en el sentido de un someterse la fotografía a una mirada antes que a un ojo-máquina.
La explotación, la glorificación, hasta el paroxismo, de las convenciones en torno a la fotografía, le ha permitido a este proyecto convertir a esas mismas convenciones en auténtico momento material de la obra. Su asunción en cuanto materialidad de la obra invita al fotógrafo a un recorrido heroico por esas convenciones con la urgente expectativa de evidenciar su carácter domesticador y restrictivo. Así como la opacidad de los cuerpos exhibía su conversión especular en la luz, así también la metáfora de la caída ha encontrado su imagen en la clausura del poder religante de las convenciones en torno a la imagen mecánica. Una imagen que, por cierto, se ha deshecho de todo sentido militar, de toda promesa de Paraíso, de toda ambición de perdón en lo «políticamente correcto». Es más, si alguna imagen sugiere este Mapa Imposible, no cabe duda de que se trata de una que niega, sustantivamente, la falsa oposición instalada entre una domesticación plebeya y una pretendida autosuficiencia y que pregunta en cambio, por el sentido profundo de toda nostalgia, de nuestra nostalgia.
Alvarez de Araya Cid Guadalupe –
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