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El sujeto artificial y la mistificación de la experiencia: de la tecnología del conocimiento a las industrias culturales (página 2)

Enviado por Juan Miguel Aguado


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7. El individuo se devora a sí mismo

Desde los orígenes de la psicosociología, tanto desde la perspectiva hermenéutica característica del interaccionismo simbólico, como desde el enfoque semántico de Vygotski o desde la perspectiva sistémico-experimental de Piaget, se ha venido poniendo de relieve la importancia radical de la doble condición de la experiencia (sensorial y simbólica) en el proceso de constitución de la identidad individual. La intuición vygotskiana respecto de la dinámica de internalización de procesos interpsicológicos a través de herramientas cognitivas como prácticas sociales que ponen en juego la sedimentación de la cultura se ofrece aquí como un marco idóneo para la comprensión del alcance de la experiencia individual en la constitución de la complementariedad característica entre el yo y lo otro, en primera instancia, y entre el yo y el otro, en segunda instancia. Por otra parte, para el psicoanálisis la experiencia constituye el territorio del conflicto que define el mapa psicológico de la conciencia. En contraposición, la cultura mediática invierte la concepción vigotskiana al externalizar los procesos internos, tanto como invierte la concepción psicoanalítica al desubicar el conflicto respecto del deseo y al externalizar el principio de realidad como condición de la experiencia.

Cualquiera que sea el enfoque adoptado, las condiciones sociales y culturales de la experiencia individual, en tanto remiten, por un lado, al imaginario sociocultural que establece las posibilidades de producción y reproducción de sentido y, por otro, a la configuración de las identidades individuales y colectivas, constituyen una muestra sintomática de la forma en que se realizan los procesos sociales. A cada tejido social, en virtud de la naturaleza de las interacciones dominantes y de las trayectorias prevalentes de su imaginario sociocultural, le corresponde un sujeto social característico en tanto que viable. No se trata, pues, de apuntar tanto una formalización del sujeto como algoritmo resultante de las condiciones sociales de la interacción, como de señalar en qué medida las prácticas socioculturales realizan efectivamente unas determinadas condiciones de posibilidad de la identidad y, al mismo tiempo, cómo esa forma de identidad prioritariamente posible sienta las condiciones de posibilidad de las prácticas socioculturales que la engendran.

Es, precisamente, en este sentido en el que se viene proponiendo la convergencia de las lógicas económica, epistemológica y tecnológica de la cultura occidental moderna como marco de transformación de las condiciones de producción de identidades individuales y colectivas (Touraine, 1993). Una transformación que, en la línea inaugurada por aquellos que asistieron a principios del siglo XX al nacimiento de la cultura de masas, aparece caracterizada por un proceso de formalización en cuyo vórtice se halla la idea de experiencia. Si, como ha señalado Touraine (Ibid.),

«…hay que buscar el principio de integración del mundo instrumental y técnico en el mundo de las identidades, que tienden a replegarse en la personalidad individual o en la herencia cultural colectiva, puesto que ya no se forman a partir de los roles sociales y de la representación de las expectativas de rol, según la concepción de George Herbert Mead y de Talcott Parsons…» la experiencia se nos presenta como el contexto en que la identidad individual y la memoria histórica se integran en el dispositivo social de naturaleza a un tiempo tecnológica y económica que son los media. En este sentido, los medios electrónicos se prefiguran como la encarnación procedimental de la modernidad –construida sobre las ideas de individuo, racionalidad y proporcionalidad– que, al viabilizar el sueño de un sujeto trascendental, generan una segunda naturaleza colectiva e individual con fuertes connotaciones contraproductivas. En ese exceso se encuentra la sensación de fractura que caracteriza a la reflexión posmoderna.

Si bien resulta difícil delimitar como ruptura lo que en realidad constituye un frenesí, el pensamiento posmoderno identifica con frecuencia esa ruptura que le otorga sentido al prefijo con la contradicción y la paradoja como negaciones de la dinámica de la modernidad (Touraine, Ibid). El término woltoniano de sociedad individualista de masas (Wolton, 1999) o la idea misma de simulacro apuntan en esa dirección. Bell (1987) o Baudrillard (1998) parecen compartir la premisa común de que la sociedad contemporánea funciona sobre la negación de sus propios principios, en el sentido de que la tardomodernidad es, al fin, un contraproducto de la modernidad. La idea latente de una sociedad que se devora a sí misma en una suerte de paroxismo delirante recibe su contrapartida psicosocial en la concepción de un individuo que se niega a sí mismo los caracteres sobre los que se constituye y diferencia, un individuo, a la postre, que se devora a sí mismo.

Las paradojas contraproductivas de la modernidad tardía han sido señaladas desde las más diversas perspectivas, tanto en lo que concierne a las dinámicas macro como a su acomplamiento con la cotidianidad del individuo. Así, por ejemplo, en el contexto del individuo postindustrial el cuerpo (Aguado y Zamora, 2000) pierde su naturaleza recintual (signo, soporte, primera linde del yo y del otro) por la vía de la descomposición (genómica), de la sustitución (biónica) o de la disolución simbólica (virtualidad); la personalidad, la unidad psicosocial que denominamos yo se disgrega por la vía del tiempo (historia en tiempo real, multiplicación del pasado, arreferencialidad temporal), del simulacro (virtualidad), o de la multiplicación y la simultaneidad de contextos experienciales asociada a la pluralidad de simulacros; la propiedad, la posesión del objeto por la exclusión del otro, desaparece progresivamente a favor del uso, del acceso, los cuales se extienden a la comercialización de la experiencia (Rifkin, 2000), ofreciendo la inusitada oportunidad del acceso a uno mismo, del uso y disfrute, previo pago, de lo que uno es y vive; la voluntad consciente y racional, herida de muerte por la concepción manipulatoria y conductista de la comunicación social, reducida a gráficos de frecuencias y porcentajes, renquea sobre las muletas de las tendencias del consumo y la opinión pública, tentada bien por la disolución en la indiferencia hacia lo público, bien por el giro hedonista del consumo relajante. «Ya no hay Sujeto –dice Duque (2000:63)–, sino hombres que están "sujetos" a prácticas tecnológicas, mediáticas […], el Sujeto posmoderno son las prácticas».

Tampoco el concepto de sociedad posindustrial como comunidad de individuos autónomos capaces de articular el interés particular y el general resulta mejor parado: El espacio público como foro de confluencia (conflicto/convergencia) de intereses se disuelve desde abajo (por la crisis narcisista del individuo racional egoísta) y desde arriba (por la transformación del foro en un mercado de intercambio del poder de decisión basado en el valor emocional del producto) (7); la elección racional se devora a sí misma: lo más racional es elegir no elegir; la representación, convertido el foro público en mercado y la elección en accidente, deviene más signo de legitimación que acción legitimadora (8); el mercado, es decir, el espacio de las relaciones comprador/vendedor, sufre una transformación radical (la llamada "nueva economía") por la redefinición de la propiedad en deseo y de éste en acceso a la experiencia como goce, en virtud de la cual el mercado deviene espacio (virtual) de relaciones proveedor/usuario (Rifkin, 2000).

La cultura de masas se nos ofrece así desde un principio como un territorio extraordinariamente proclive a la paradoja y, sin embargo, perfectamente coherente con esa lógica de la modernidad llevada a sus extremos; un territorio donde lo que antes constituía pares opuestos deviene ahora mestizaje: individualismo y gregarismo, contención y exceso, realidad y ficción, privado y público, razón y emoción, relato y espectáculo, proximidad y distancia, ciencia y economía, política y publicidad, participación y contemplación. Lo característico de las sociedades mediáticas no es, sin embargo, la mera fusión de dinámicas opuestas como crisol de una reiterada ‘pérdida de sentido’, sino, por el contrario, la estrecha relación entre términos ataño excluyentes y que, en el nuevo contexto, devienen el uno causa necesaria del otro y a la inversa. En otros términos, lo característico de las sociedades mediáticas no es tanto la fusión –y consecuente pérdida de sentido– entre, por ejemplo, individualismo y gregarismo, sino más bien la relación por la cual el individualismo deviene condición de lo gregario al tiempo que el gregarismo deviene condición de individualidad.

En virtud de la colonización de la experiencia individual que los define, las condiciones que el simulacro y el espectáculo mediáticos imponen a la identidad del sujeto contemporáneo son, a grandes rasgos, las de una actitud contemplativa: el sujeto mediático es, en esencia, un sujeto espectador. La naturaleza del espectador es la de una pulsión escópica –en el sentido lacaniano de apropiación visual del objeto como deseo– que se agota en sí misma, que se vierte hacia fuera y, en definitiva, otorga al sujeto su condición delegatoria en cuanto propone la construcción de identidad sobre la identificación y la proyección antes que sobre la realización. El medio deviene así no sólo vía permanente y excluyente de acceso individual a un simulacro de entorno social, sino, por ello, vía de acceso del sujeto a sí mismo en tanto que parte de ese entorno social –sujeto mediático– y en tanto que instancia de experiencia tecnológicamente mediada.

«La conciencia moderna es, en primer lugar, un sujeto virtual negativo. Es un yo que contempla el mundo y se contempla a sí mismo como otro» (Subirats, 1997:206).

La descentralización mediática del individuo, como hemos señalado, forma parte de una dinámica más amplia y compleja cuyo origen, de acuerdo con Bell (1987), puede situarse en la transición de la economía productiva a la economía de consumo. La convergencia de las posibilidades tecnológicas de producción de realidad con la dinámica del consumo hizo posible el paso de la comercialización de los objetos a la comercialización de los deseos. La presentización de la vida social, la implosión de los espacios y tiempos de consumo y la sustitución de la vivencia por el goce de su reproducción dibujan así un sujeto marcado por el narcisismo (el yo como fuente de socialidad), el hedonismo (el deseo como fuente de identidad) y el nihilismo (el goce como horizonte temporal) tantas veces señalado (Cfr. por ejemplo, Lipovetsky). La condición técnica de la hipervisibilidad (Imbert, 1999) o la transparencia (Baudrillard, 2000) converge con el requisito narcisista de la obscenidad (Baudrillard, 1998) en el sentido de un mostrar excesivo (hiperrealista, ubicuo, permanente) que responde –al tiempo que genera– a una demanda excesiva. El sujeto mediático es, en esencia, un voyeur, un sujeto cuya identidad y cuya experiencia provienen radicalmente del goce de la mirada anónima (González Requena, 1995). Así, si en tanto más ve tanto más es, el sujeto mediático eleva la pulsión escópica a la categoría de condición existencial y, con ello, consuma el simulacro: suprime la distancia entre los signos y las cosas. Queda de este modo trazado el vínculo tardomoderno entre experimentar, vivir y recordar, según el cual, la memoria vivencial –lo que uno puede demostrar ser– es una acumulación de experiencias, y las experiencias son imágenes vividas (lo cual nos coloca a no mucha distancia del disco duro de nuestro ordenador).

En este sentido no parece casual la genealogía etimológica que identifica Narciso como raíz de narcosis (Gubern, 2000:45). Pasividad, descentramiento, externalización y autonegación se perfilan como los caracteres del individuo espectacular como espejo de su yo mediático. El espectáculo, en tanto que seducción, se revela aquí como una forma de poder: la seducción, como ha señalado González Requena (1995), es la exhibición de la capacidad de satisfacer un deseo y, al mismo tiempo, la promoción de ese deseo. El espectáculo es, pues, una tecnología del sujeto por la vía de la sustitución experiencial (simulacro) y una tecnología del poder por la vía de la seducción fascinadora: el poder sobre la mirada del otro, cuando ese otro se construye sobre su mirada, es un poder con ambición totalizadora.

No extraña así que la cultura mediática evolucione hacia una característica claustrofilia (Gubern, 2000:155) definida por la implosión del espacio público en el espacio privado, por la anonimización de las interacciones codificadas y por la subordinación de la interacción social al goce espectacular. El sujeto urbano se recluye voluntariamente en nichos tecnológicos (el automóvil, el despacho, la casa) caracterizados por la multifuncionalidad y la conectividad, al tiempo que reproduce los entornos perdidos en su nostalgia estética (las plantas o los cuadros como memoria del entorno natural, las antigüedades y la rusticidad del mobiliario como melancolía de formas de vida), en las posibilidades técnicas (la conectividad como posesión controlada de la plaza pública), o en los productos culturales (las novelas como sustitutivos del viaje, la música folk como fantasma de un otro cultural inaccesible). La claustrofilia actúa, además, como garantía del control de la distancia y el anonimato en el ejercicio de la pulsión escópica, de modo que se reproduce en los espacios abiertos y en los trayectos (el viaje turístico es un ‘preparado’ icónico-simbólico que recuerda a una mezcla del museo con el relato de viajes decimonónico, pasada por el tamiz de la comercialización en masa). La claustrofilia deviene así la condición de representabilidad y, en consecuencia, maximiza las tecnologías de la memoria: nuestro viaje al caribe mexicano, codificado en un recinto ad hoc, es vivido a través del visor de la cámara, que, de hecho, reproduce lo que viviremos del viaje en la pantalla de nuestro salón, improvisado templo de la realidad donde el registro corresponde a la vivencia.

El resultado de la confluencia entre espectáculo y simulacro no es sólo la vivencia del yo como otro, al modo de una proyección sin punto de partida, sino, por ello mismo, la supresión del otro como sujeto en beneficio de una otredad subordinada a la propia vivencia. La experiencia del otro desaparece del mundo social y, con ella, la interacción sobre la que éste se constituye. El medio deviene así metáfora del otro –antigua fuente de experiencia vivida– y el rito del medio –su contemplación, su interpretación– sustituye al rito-con-el-otro como rito social preferente.

«Los medios electrónicos de comunicación son también los medios de liquidación del reconocimiento intersubjetivo. El diálogo entre el yo y el tú, constitutivo de la conciencia individual y de lo social como proceso de intercambio simbólico, reaparece en la comunicación electrónica como la construcción ficcional de una identidad subjetiva y una comunidad artificial en el interior del flujo mediático. […] En el interior de ese mundo invertido del espectáculo se congela la posibilidad de reconocimiento del otro como un yo en beneficio del valor absoluto del medio. […] La definición de la masa electrónica se desprende del aislamiento y la separación estructurales de los individuos, y de su fijación cognitiva en una realidad que escapa enteramente a los límites de su experiencia cognitiva y de su control […]. El voyeurismo es la consecuencia necesaria de esta emancipación del sujeto moderno del reconocimiento social dialógico, y de su redefinición como ficción semiótica. El otro, en la pantalla, ya no es el tú individual que me contempla en la relación específica de dos personas reconociéndose. En los medios electrónicos de comunicación, el otro, incluso o precisamente allí donde exhiba la expresión emocional más intensa, es una reduplicación del carácter ficcional y residual bajo el que el propio medio confina nuestra existencia» (Subirats, 1997:179-180).

Ciertamente la experiencia individual y la interacción cotidiana, aun mediatizada por las prácticas económicas y formalizada por las condiciones de la vida urbana post-industrial, mantienen aún una amplia esfera de acción. La preocupación no consiste, pues, tanto en la consumación de esa sustitución anunciada, cuanto en la inadvertencia de que ese proceso tiene actualmente lugar y que, aquello que en el discurso público se prefigura como suplemento (en los términos de la lógica derrideana) constituye en realidad una alternativa excluyente. Lo cierto es que la revisión del concepto de experiencia como territorio del encuentro entre el sujeto mediático y el sujeto contemporáneo constituye lugar de paso necesario para la aproximación a la dimensión sociocultural de la tecnología y los media. Los nuevos entornos tecnológicos, antes que un triunfo del progreso o una oportunidad para la celebración inconsciente del desarrollo indefinido en la forma de un salto evolutivo largamente acariciado, constituyen una radical transformación de las condiciones sobre las que el individuo se alza como sujeto social.

 

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Notas

[1] – En este punto parecen converger tanto los idealismos como los empirismos de la premodernidad: no parece haber mucha distancia entre la concepción cartesiana de la visión como introproyección de imágenes externas (construida al hilo de sus investigaciones sobre óptica) y la metáfora lockeana de la mente como una habitación oscura a través de cuyas grietas –los sentidos– penetran las imágenes del mundo exterior. La distinción interior/exterior constituye en este sentido la condición de posibilidad para una ulterior formalización del mundo exterior, del proceso perceptivo y, finalmente, de los procesos internos del sujeto cognoscente. Tal parece, al fin, la distancia que separa el cogito cartesiano –como intento impermeabilizador de la irreductibilidad no formalizable del yo– del sujeto trascendental kantiano –como proyecto esencialmente formalizador del yo–.

[2] – La tecnología es a la idea de civilización lo que el pacto es a las teorías del contrato social: el medio a través del cual se garantiza el equilibrio entre las libertades individuales y sus condiciones de realización. En el fondo de las teorías del contrato social late al fin una instrumentalización de la libertad del otro como condición de posibilidad del individuo. En el fondo de la idea de civilización late una instrumentalización de lo otro como garantía del equilibrio social. La idea de propiedad ejerce de nexo entre ambas perspectivas: la propiedad transforma el objeto en producto y, con ello, en signo, en medio de negociación intersubjetiva.

[3] – Conviene, en este punto, recordar que la tradición científica se asocia en sus orígenes con la esquizofrenia clásica del conocimiento como contemplación y como intervención. De ahí no sólo la duplicidad semántica de la tejné griega o del ars latina, sino también la duplicidad medieval de raigambre platónica entre el sabio y el artesano, que se traslada a la propia idea de máquina como dispositivo lógico (conocimiento contemplativo) y como herramienta de intervención. Esta duplicidad comienza a romperse, precisamente, cuando los protocientíficos (al estilo de Leonardo o Galileo) incorporan a la actividad lógico-contemplativa las destrezas de la tradición artesanal que les permiten producir sus propios instrumentos de observación y experimentación (Cfr, Aguado, 2001).

[4] – La fenomenología husserliana o el psicoanálisis constituyen en este sentido intentos de reconciliar la irreductibilidad de la experiencia individual con la observación externa que, sin embargo, desembocan por diferentes vías en el cul de sac epistemológico de la legitimación auto-observadora (Varela, 1997).

[5] – Ambos autores coinciden en atribuir a la experiencia mediada (en especial a través de los medios y tecnologías de la comunicación) una función de placebo que consistiría en llenar aquellos huecos existenciales que la confiscación institucional de la experiencia produce en el individuo contemporáneo. Así, por ejemplo, las representaciones mediáticas de la sexualidad, la violencia, el crimen o la naturaleza vendrían a sustituir de forma segura y ordenada la experiencia efectiva de esos ámbitos de la socialidad particularmente generadores de incertidumbre.

[6] – La articulación obedece al principio de expulsión del espectador del universo narrativo de la obra como condición interpretativa de la misma. Genéricamente, en el relato cinematográfico, el principio de exclusión se cumple mediante la ausencia de miradas de los personajes a cámara (en el sentido de la equivalencia ‘mirada a cámara’ como ‘mirada al espectador’). La excepción a esta norma se observa en dos casos característicos: la cámara subjetiva (donde quien mira no es el espectador, sino el sujeto del relato) y la mirada a cámara como ‘mirada a otro sujeto dentro del universo narrativo’ (donde quien mira es el actor interlocutor del sujeto narrativo que mira a cámara).

[7] – Duque (1999:95) cita un significativo pasaje de Feenberg en Alternative Modernity en torno a la transformación de la relación público/privado en el nuevo entorno tecnológico: «El ámbito privado del hogar asume funciones antes asignadas a espacios públicos […], pero con un giro importante: la pantalla en blanco no se limita a vincular interlocutores, sino también a proteger su identidad».

[8] – Esto es, la diferencia entre concebir la representación como la causa de la legitimidad y concebirla como la expresión de la legitimidad.

 

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Juan Miguel Aguado

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