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El rol del receptor y su participación como público literario en la construcción de nuevas sociedades (página 2)


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El modelo informacional entra entonces a adueñarse del campo abonado como estaba por el funcionalismo, que sobrevivió en la propuesta estructuralista.

En las dos miradas de análisis se propone la existencia de un circuito donde se define la comunicación como un procesos lineal donde un emisor, a través de un mensaje, provoca un efecto en un receptor. Pero este receptor se presenta como un receptáculo vacío, estático y pasivo que sólo reproduce los mensajes.

Segundo momento: La ruptura

Simultáneamente, entre la década del setenta y del ochenta, comienzan a insinuarse ciertas rupturas con la idea de la comunicación pensada desde el funcionalismo.

Jesús Martín Barbero, Armand Mattelard y Héctor Schmucler, señalan en sus obras, una clara intención de problematizar, de plantear rupturas en la comunicación como objeto científico. Estos escritores se proponen además cambiar el lugar desde donde preguntar la comunicación, configurar nuevos espacios teóricos, pensar nuevas lógicas de articulación de los saberes e inscribir la comunicación en la cultura.

  • En 1980 Jesús Martín Barbero escribe un artículo, Retos a la comunicación en América Latina, publicado luego en su libro Procesos de Comunicación y matrices de Cultura. Itinerario para salir de la razón dualista.

En este trabajo Barbero reflexiona sobre la comunicación y señala con contundencia lo persistente de "la teoría negada –el funcionalismo- y la esquizofrenia que alimenta" Dice que esta teoría es uno de los aspectos claves de la dependencia pero que "la dependencia no consiste en asumir teorías producidas "fuera", lo dependiente es la concepción misma de la ciencia, del trabajo científico y su concepción en la sociedad. Como en otros campos, también aquí lo grave es que sean exógenos no los productos sino las estructuras de producción"[1] Y agrega que la ruptura con el funcionalismo en la investigación crítica en América Latina ha sido más "afectiva que efectiva".

  • Armand Mattelart plantea dos cuestiones para tener en cuenta a la hora de pensar la comunicación:

1ª La idea de asumir una actitud genealógica, es decir preguntarse por los orígenes de la comunicación y por las prácticas y sentidos que la han ido configurando. "Necesitamos un acercamiento histórico a los medios de comunicación"[2]

2ª La necesidad de construir una teoría crítica de la comunicación que no debe ser atemporal, ni universal, que no debe ser vista como un modelo explicativo sino como un modelo de pensar situado. Y este "pensar situado" implica que no debe quedar encerrado en los esquemas con que, desde la teoría funcional se miraba la comunicación sino que debe ser libre, abierta.

"Las nuevas redes de comunicación nacerán de manera liberada solamente si acompañan redes de organización sociales."

  • Héctor Schmucler escribe un artículo llamado "Un proyecto de comunicación/cultura" en la revista "Comunicación y Cultura" y en él critica la "estrechez" del modelo científico funcionalista.

En su análisis tiene en cuenta la coyuntura histórica y afirma que el conocimiento es un proceso de construcción.

Él piensa en un proyecto de comunicación/cultura como en un nuevo espacio teórico, una nueva manera de entender, estimular las prácticas sociales e individuales.

"La comunicación no es todo, pero debe ser hablada desde todas partes, debe dejar de ser un objeto constitutivo para pasar a ser un objeto a lograr. Desde la Cultura, desde ese mundo de símbolos que los seres humanos elaboran con sus actos materiales y espirituales, la comunicación tendrá sentido transferible a la vida cotidiana"[3]

Desde estas primeras rupturas con unos saberes sobre la comunicación centrados en metáforas orgánicas, en lo mecánico, en la linealidad, en el modelo emisor-mensaje-receptor propuesto por el funcionalismo norteamericano, comienzan a aparecer, a mediados de la década del ochenta, ciertos planteos teóricos y políticos que inscriben los procesos de recepción en la Cultura como urdimbre de significaciones.

En estos años, dentro del enorme movimiento acaecido en las ciencias, que afectan los modos de percepción de lo social, surgen las llamadas teorías de la recepción. Entre estas teorías que se nutren de distintas vertientes teóricas se encuentran: Modelos de los efectos, Corriente de Usos y Gratificaciones, Estudios Culturales Ingleses, Pensamiento Graciano, Estética de la recepción. Hacia esta última encausaremos la segunda parte de este trabajo.

Segunda Parte

Los públicos literarios

La existencia de lectores es un hecho social, caracterizado por relaciones específicas entre ellos, las obras literarias y un campo cultural donde se imparten o imponen las destrezas y disposiciones necesarias para la percepción de la lectura.

La relación literaria es una relación triádica (autor-obra-lector) cuyas formas son diferentes en el curso de la historia y crean sistemas de producción y reproducción de textos y de su propio público. E inversamente un tipo de lectura y de lector, cuando se estabiliza en una sociedad, es parte de las fuerzas que están presentes en la producción de las obras literarias. Por lo tanto si la producción literaria tiene como objetos no sólo obras sino también lectores, el lector no es sólo un producto sino además una presencia ideológica y económicamente activa.

El hecho de que el destinatario lea, arroja consecuencias sobre la producción y sobre el tipo de texto.

Ejemplo de ello es La gran repercusión que tuvo en las calles de la Inglaterra victoriana, la narrativa policial, hábilmente manejada por Sir Arthur Conan Doyle. "A tal punto fue el éxito que los lectores no le permitieron al autor que premeditadamente o no, matara a su célebre personaje Sherlock Holmes." La fuerte demanda de ese público, ávido de seguir leyendo las historias de este famoso detective y los constantes reclamos de los editores hicieron que el autor tuviese que resucitar al entrañable protagonista de su serie de novelas."[4]

Durante años el destinatario de la literatura sólo escuchaba. Con la alfabetización, se establece la relación directa entre las obras y el lector.

Antes de mediados del siglo XIX, en que la industria editorial lo difunde, el libro no resultaba un objeto de fácil circulación de modo que su acceso imponía un tipo de lectura y una tensión peculiar de placer.

Las memorias y autobiografías de los siglos XVIII y XIX están llenas de anécdotas y aventuras y proporcionan a la lectura un deleite y una atracción hasta ese momento desconocidos.

Tal es el caso de "Recuerdos de Provincia" publicado en 1850 que relata, en veinticuatro capítulos, anécdotas e historias sobresalientes en la vida de Domingo Faustino Sarmiento.

"Tejía mi madre doce varas por semana, que era el corte de hábito de un fraile, recibía seis pesos el sábado, no sin trasnochar un poco para llenar las canillas de hilo que debía desocupar al día siguiente."[5]

El placer que surge del acto de la lectura es también un dato social; de ahí que la necesidad social de la literatura y la necesidad literaria de un público lector se empleen mutuamente.

A partir del siglo XVIII, la producción literaria aumenta como así también varía la forma de escribir los textos.

La relación de esta nueva literatura y los nuevos públicos trae aparejado otros procesos sociales como la alfabetización femenina o el auge de las bibliotecas circulantes.

Auerbach en su ensayo La cour et la ville[6]nos habla de una relación ideológica entre público literario y texto. En la medida en que los escritores y el público pertenecen al mismo medio y su habitus se ha conformado según regulaciones y prácticas semejantes, las destrezas para manejar los objetos literarios se suponen de la misma naturaleza que aquellas empleadas en su producción. Esta disposición es una matriz donde el público y el escritor piensan sus respectivos lugares, se miran unos a otros y se consideran mutuamente. Nadie desciende a ninguna parte y a nadie es preciso enseñarle más de lo que quizás ya sabe para que enfrente exitosamente y con placer un texto.

Cabe destacar también las palabras de Beatriz Sarlo en su análisis de las novelas regionales:

"Escrito a medida de sus lectores, el discurso de estas narraciones proporcionaba a la vez la ilusión de la literatura y la facilidad de un sistema basado en un elenco reducido de principios estéticos, que una frecuentación de los textos permitía captar de manera rápida. Gustaban porque estaban construidas para gustar."[7]

Estas narraciones llegaban al público en entregas semanales a través de quioscos y vendedores ambulantes.

Pero esta comunidad de códigos, que es la condición ideológica a través de las cuales se viven entonces las relaciones literarias, registra, en ocasiones, ciertos ajustes o concesiones en los textos por parte de los autores, en función de las necesidades de los nuevos públicos.

"Me di cuenta, escribe Corneille, que lo que había pasado por milagroso en los siglos pasados, podía parecer horrible al nuestro, y que esta elocuente y curiosa descripción del modo en que ese desdichado príncipe (Edipo) se revienta los ojos causaría repulsión a la delicadeza de nuestras damas […] y traté de remediar esos desórdenes."[8]

Q.D.Leavis[9]señala otro nivel de esta relación: la relación lingüística. Para Leavis una de las claves es tener una lingüística común. Ello genera una relación interna-externa en la que no sólo el lenguaje, sino también el mundo ideológico como mundo discursivo, proporciona las bases de un reconocimiento mutuo. En la medida en que el público lector y el escritor no se consideran separados por un abismo cultural o del lenguaje, comparten un conjunto de formas lingüísticas, normas de comportamiento y regulación de gustos. De ese modo el vocabulario, los modismos y otros giros seleccionados por el autor son comprendidos por su público lector. Son presupuestos lingüísticos traducidos en presupuestos ideológicos que garantizan la comunicación literaria entre el autor y su público.

Tal es el caso de las Novelas de Caballería que se extendieron por toda Europa en el siglo XV y su público estaba muy familiarizado con las tramas como con el tipo de vocabulario y frases estereotipadas que las caracterizaban.

"La Caballería es una institución de carácter religioso: el caballero es admitido en la Orden, después de haber velado sus armas, es armado solemnemente caballero y jura poner todas sus fuerzas al servicio de Dios, de la mujer y de los débiles.

La literatura caballeresca se multiplica prodigiosamente por toda Europa. Cada caballero andante es jefe de una dinastía. Sus hijos, nietos, sobrinos son héroes de nuevas aventuras nacidas en nuevos libros, a cual más inverosímil y absurdo, pero responden a los públicos de la época y cierran su ciclo con Don Quijote de la Mancha.[10]

Cervantes, en el prólogo de su libro, dice que está escrito para terminar con el gusto de los "caballerescos, libros, aborrecidos de tantos y alabados por tantos otros también."[11]

Sin embargo no debemos caer en esta simetría aparente entre el autor y el lector porque la seguridad de estos lazos de relación lingüística e ideológica se quiebra tan pronto como se quiebra la homogeneidad de ese público.

No existe una relación plena entre "toda la literatura" y "todo el público", sino que ese vínculo se establece entre un texto y una franja socio-cultural de lectores.

Si tomamos en cuenta estas relaciones ideológicas y lingüísticas de las que nos hablan Auerbach y Q.D. Leavis para analizar comparativamente y, desde una perspectiva diacrónica, el efecto que producen las "Redondillas" de Sor Juana Inés de la Cruz,[12] por un lado, en el lector de su época y, por otro, en el lector actual, comprobamos que realmente su poema adquiere mayor fuerza significativa y mayor valoración estética cuanto más se aleja de la época en la que fue producido y por consiguiente del público-lector para el que fue dirigido.

Hombres necios, que acusáis si con ansia sin igual

a la mujer sin razón, solicitáis su desdén,

sin ver que sois la ocasión ¿por qué queréis que obren bien

de lo mismo que culpáis. si las incitáis al mal?

Comenta Alfonso Reyes que en su época la rodeó el aplauso, pero también la hostilidad; pues, de uno u otro modo, todos querían reducirla a su tamaño.

Por otra parte, también la comparación entre el Fausto de Goethe y el Fausto de Estanislao del Campo nos permite ver cómo la comunidad de código varía frente a un mismo tema pero con diferentes públicos.

El Fausto de Goethe, claro exponente del romanticismo alemán en sus diferentes facetas, representa la concepción del mundo y el modo de pensar del poeta. Situó a Fausto entre Dios y el demonio y exhibió su destino entre estas dos fuerzas primordiales en torno al hombre. De sólida fundamentación estética, este extenso poema dramático resulta ser la obra más encumbrante del eximio escritor alemán.

"Mefistófeles: -No soy yo de los grandes; pero si unido a mí, quieres abrirte paso en la vida, de muy buen grado me avendré a ser tuyo desde ahora. Tu compañero soy yo y si te agrada, seré tu criado, tu escudero."

El poema gauchesco de Estanislao del Campo centra su argumento en la ópera de Charles Gounod, que a su vez estaba inspirada en la obra de Goethe.

En contraposición al Fausto alemán, esta obra, destinada a un público diferente, y con otra intención, está cargada de burla, crítica y humor y sus protagonistas transitan por un mundo donde las creencias y supersticiones se confunden con la realidad. El lenguaje gauchesco, empleado por el autor, posee la frescura e ingenuidad de las poesías populares.

"Aquí estoy a su mandao,

cuenta con un servidor.

le dijo el Diablo al dotor

que estaba medio asonsao."[13]

En relación con los públicos, Weinrich dice: "Será necesario estudiar al público que lee una obra literaria no sólo desde el punto de vista empírico, sino también de describir, con los métodos de la interpretación literaria, el rol cumplido en la obra misma: toda obra literaria lleva en sí la imagen de su lector, que se convierte si se nos permite la expresión, en un personaje de la obra.[14]

Weinrich confecciona un programa para analizar las experiencias típicas de un grupo de lectores con los métodos empíricos de la sociología literaria.

Y, en él, establece dos puntos fundamentales que presentan metodologías y objetos diferentes:

  • La sociología del público que tiene como objeto a la lectura, en el sentido exterior del término y sus condiciones: dispositivos y requisitos, listas de autores conocidos, la memoria del público y la conformación de una selección actual de la literatura basada en la memoria colectiva a la que se accede por encuestas de carácter cuantitativa y métodos estadísticos.

  • El registro del lector en el texto literario, su representación lingüística e ideológica, las condiciones formales y culturales que Sartres denominó "pacto de generosidad" entre autor y lector.

En relación con ese pacto Sartre dice "El escritor recurre a la libertad del lector para que ella colabore con la producción de la obra"[15]. El libro, como objeto, no puede por sí mismo culminar el movimiento que lo convierte en estético; es portador de la condición de su esteticidad; pero sólo por intermediación del lector esta esteticidad puede objetivarse.

Un texto literario es significativamente bello en tanto y en cuanto exista un público lector con un grado de sensibilidad estética y capacidad interpretativa que le permita valorarlo como tal.

Nos dice Gustav A. Bécquer en una de sus Rimas:[16]

IV

No digáis que agotado su tesoro,

de asuntos falta, enmudeció la lira:

podrá no haber poetas pero siempre

habrá poesía.

Mientras la ciencia a descubrir no alcance

las fuentes de la vida,

y en el mar o en el cielo haya un abismo

que al cálculo resista;

Mientras la humanidad siempre avanzando

no sepa a do camina;

mientras haya un misterio para el hombre,

¡habrá poesía!

En la siguiente rima, define la poesía personificándola:

V

Yo, en fin, soy ese espíritu.

desconocida esencia,

perfume misterioso

del que es vaso el poeta.

El poeta es el vaso que contiene la esencia mientras que el destinatario es quien tiene el libre albedrío de beber y gozar o no de su contenido.

La obra literaria proporciona indicaciones para su propia lectura que Weinrich denomina "señales". Estas instrucciones actúan como flechas que indican el camino a seguir; de modo que la utilización, por parte del lector, de estas señales aseguran u obstaculizan la realización del sentido.

En el cuento D.Q. de Rubén Darío, existe un sistema de señales, a partir del título, que presuponen a un lector capacitado social y culturalmente para decodificarlo y trabajar el contenido semántico estructurado.

En este relato, Darío recrea al personaje de Cervantes y, con la presencia de un narrador testigo en primera persona, tiende a lograr la credibilidad en el lector.

El desarrollo cronológico y lineal del cuento esconde, tras de sí, otro que insinúa la vuelta al presente y en América, de un personaje literario que se supone vivió en La Mancha hace más de trescientos años.

Con los primeros datos "Tendría como unos cincuenta años; mas también podría haber tenido trescientos", el autor va otorgándole al lector las señales que le permiten progresivamente ir armando la figura del protagonista.

Más adelante otras pautas configuran la personalidad propia del Quijote de La Mancha. "Su mirada triste parecía penetrar hasta lo hondo de nuestras almas y decirnos cosas de siglos; sonreía melancólicamente…" Los otros le hacen burlas. Dicen que debajo del uniforme usa una coraza vieja."[17]

E incluso para dar mayor testimonio del parecido, Darío cita un fragmento textual de Don Quijote, en el que Cervantes lo describe. "Frisaba la edad de nuestro hidalgo por los cincuenta años, era de complexión recia, seco de carnes, enjuto de rostro…"[18]

El cuento presenta un final abierto, donde Rubén Darío con una oración aseverativa y una pregunta retórica: [19]Era el abanderado. ¿Cómo lo llamaban?", compromete al lector para que revele el nombre del protagonista.

D. Q. es un cuento que exige la presencia de un lector preparado con las destrezas culturales necesarias para realizar una lectura estética y poder interpretar y valorar, como dice Weinrich, su significación literaria.

La semiótica y, especialmente, los trabajos de Eco proponen una sistematización de las diversas imágenes del lector, partiendo de la comprobación de que el caso de simetría absoluta entre el autor y el lector no puede funcionar como supuestos teóricos de un análisis del lector implicado en el texto o fuera de él.

Eco nos dice "Un texto, tal como aparece en su superficie lingüística, representa una cadena de artificios expresivos que el destinatario debe actualizar."[20]

En este sentido el lector se postula como operador (no necesariamente empírico) capaz de captar el sentido del texto. Ese texto que está incompleto y plagado de "espacios en blanco", como los llama Eco, necesita, por consiguiente de un lector con la destreza o competencia suficiente para abordarlo.

De ahí surgen los conceptos de "autor modelo" y "lector modelo" que, independientemente del escritor real y el lector empírico, se presentan como estrategias discursivas.

Por otra parte, el autor, para organizar sus estrategias textuales, debe referirse a una serie de competencias que den contenido a las expresiones que utiliza y debe presuponer que ese conjunto de competencias son compartidas por ese lector modelo capaz de cooperar en la actualización del texto de la manera prevista por él de moverse interpretativamente de la misma manera que él se mueve generativamente.

Eco manifiesta que en algunas situaciones, sobre todo si se hace referencia a novelas históricas, el marco de referencias del escritor puede no coincidir con el del lector y, en ese caso, propone que el autor debe fijar de antemano qué información es pertinente dar y cuál dejar que el lector infiera.

Señala como ejemplo, su propia experiencia al escribir El nombre de la rosa. Eco, gran estudioso del medioevo, decide ubicar la acción de la novela en la Edad Media y esto lo enfrenta a esa dificultad mencionada: ¿Qué información dar a su lector y cómo hacerlo para que pueda comprender la historia?

La complicación se acentúa porque el narrador que elige para la obra mencionada, Adso, es un personaje de la época, quien se dirige a personajes contemporáneos suyos y por lo tanto no puede brindar directamente, al público literario, información alguna.

Por consiguiente el autor decide construir un marco referencial a través de una figura retórica denominada la preterición y así evitar caer en explicaciones redundantes o interruptoras de la acción.

"El estilo narrativo de Adso se basa en una figura del pensamiento llamada preterición […], se declara que no se quiere hablar de algo que todos conocen muy bien y al hacer esa declaración ya se está hablando de ello. Aproximadamente así procede Adso cuando alude a personas y acontecimientos que da por conocidos y, sin embargo explica. "[21]

El texto, a su vez, construye a su destinatario y esa construcción presupone la actualización del lector real.

En Lector in fabula, Eco propone entender el texto como una construcción compartida entre escritor y lector, como fruto de la" cooperación" entre ambos.

No obstante comenta que hay textos más cooperativos que otros. En general, los más cooperativos son textos que prevén una determinada competencia en su lector y se ajustan lo más posible a ese cálculo. Eco los llama "textos cerrados", porque orientan la lectura en un sentido. Tal es el caso de las obras didácticos, que tienen la función de enseñar y, por lo tanto despliegan una serie de recursos tanto lingüísticos como paratextuales para facilitar la comprensión. Ejemplo de ello son las fábulas y apólogos.

Los "textos abiertos", por el contrario, admiten una cierta diversidad de interpretaciones y, por ende, exigen una mayor participación del lector más experimentado.

En la literatura de Tlòn, donde los libros filosóficos huyen de lo universal, Borges dice "un libro que no encierra su contra libro es considerado incompleto."[22]

Junto a la insistencia en desarrollar preocupaciones estéticas y filosóficas, los textos borgianos exhiben de mil modos la desconfianza ante cualquier certeza. En ellos circula permanentemente la conjetura, bajo la forma de la hipótesis, de la atenuación, de la duda que lleva a la participación permanente del lector, a la construcción de un lector modelo capaz de desentrañar las hipótesis, suposiciones, o enigmas más complejos como así también ampliar el espacio de las conjeturas.

Un recurso constantemente repetitivo que apuntala de modo engañoso la invención es el repertorio de citas y referencias que remeda la erudición y remite a nuevas invenciones: al libro inexistente, al autor supuesto, a la cita falsa.

Más allá de referencias teóricas o filosóficas, convierte la cita en una de las ironías de la intertextualidad, una de cuyas más significativas interpretaciones sería Pierre Menard, autor del Quijote. Allí se sostienen que el sentido del texto está en el lector. "El sentido de los libros está delante de ellos, no detrás; están en nosotros."[23]

Borges nos habla de una fusión de identidades entre el autor y el lector. En el Aleph nos dice "Todo lenguaje es un alfabeto de símbolos cuyo ejercicio presupone un pasado que los interlocutores comparten."[24]

Remitiéndonos nuevamente a las citas, encontramos ejemplos en que la cita es anunciada en el contexto que lo incluye por indicios que van apuntalando la relación con el texto anterior. Tal es el caso en la Biografía de Isidoro Tadeo Cruz, cuando al final del texto, se cita en estilo indirecto un pasaje de Martín Fierro: "gritó que no iba a consentir el delito de que se matase a un valiente"[25]

De este modo la cita se incorpora al discurso como un signo de complejidad para el lector avisado.

En este cuento, la realidad representada, aunque de procedencia literaria (Martín Fierro), es concreta y física. Borges la registra fidedignamente de manera fotográfica o de crónica. La inclusión de datos históricos confiere mayor verosimilitud al relato. "El seis de febrero de 1829, los montoneros que hostigados ya por Lavalle, marchaban desde el Sur…"[26]

Sin embargo si bien los hechos de ficción pueden ser leídos directamente, suponen la presencia de un lector activo, adiestrado en el manejo de valores simbólicos o genéricos.

El cuento revela el destino de un hombre en un momento decisivo de su vida, que sólo es considerado en el instante esencial que la cifra y lo simboliza.

"Comprendió que un destino no es mejor que otro, pero que todo hombre debe acatar el que lleva adentro. Comprendió que las jinetas y el uniforme ya le estorbaban. Comprendió su íntimo destino de lobo, no de perro gregario; comprendió que el otro era él."[27] Un hecho individual adquiere así valor de verdad sustancial, de arquetipo.

De este modo, el relato conjuga lo fantástico-metafísico y lo real.

Dentro de la Escuela de Constanza, cabe destacar los trabajos de Iser y de Jauss. Este movimiento cuestiona los paradigmas estructurales por considerarlos ahistóricos y afirma que un texto sólo puede ser comprendido como un hecho social.

Desde estos autores, los modos de producción literaria no sólo tienen que ver con los textos sino también con los modos de leer esos textos.

El destinatario de un texto puede aparecer desdoblado en un destinatario interno que Iser llama lector implícito y lo define de la siguiente forma: "Resume todas las predisposiciones necesarias para que la obra literaria ejerza su efecto, predisposiciones supuestas no en la realidad empírica exterior sino en el texto mismo. En consecuencia el lector implícito, como concepto, está firmemente implantado en la estructura del texto; es una construcción y no debe ser identificado con ningún lector real."[28]; y un lector explícito, colocado fuera del texto cuyo habitus puede coincidir o no con el destinatario interno.

La distancia entre el destinatario interno y el externo es una variable que no puede definirse a priori, sino frente a cada situación histórica y cada texto en particular. Cuando esta distancia tiende a ampliarse, la lectura del texto obviamente resulta más difícil.

En ensayos posteriores, Jauss nos habla de dos horizontes: el horizonte de expectativa literaria y el horizonte de expectativa social.

El primero se define como código primario y corresponde a la estructura formal e ideológica de la obra, el segundo es el código secundario, producto y productor de la experiencia del lector.

La lectura es el proceso por el cual ambos horizontes se relacionan y, a través de esta relación, es posible la comprensión del texto, la construcción (por parte del lector) de su sentido.

La recepción del texto, para Jauss, es una experiencia estética y a la vez social. La noción de doble horizonte permite diferenciar el efecto y la recepción de una obra. El efecto depende del texto, es su producto; y la recepción se origina en la actividad del destinatario. La experiencia estética es la articulación de ambos.

"El efecto de una obra, dice Jauss, y su recepción se articulan en un diálogo entre un sujeto presente y un discurso pasado."[29]

Si para ilustrar esta teoría de Jauss, tomamos a modo de ejemplo la novela histórica Amalia de José Mármol, podemos señalar que el primer horizonte formal e ideológico de la obra tiene como efecto la crítica y denuncia de los abusos de un régimen político (el rosismo) a través de una trama novelesca, donde los personajes reales se entremezclan con los ficticios.

Mientras que el segundo horizonte, que está en relación estrecha con la experiencia literaria del lector, alude a la repercusión que ese efecto tiene en el público según la interpretación que éste le haya dado.

Necesariamente la construcción del sentido del mensaje se corresponde con la época a la que pertenece el receptor.

El efecto que la obra produjo, al poco tiempo de ser publicada en 1851, determinó dos públicos antagónicos.

"Amalia fue publicada en forma de folletín por "La Semana" de Montevideo, ante la curiosidad angustiada de quienes en esas aventuras episódicas veían sus propias dolorosas experiencias de desterrados, y las persecuciones de que habían sido objeto durante la "época de Terror."[30]

Por otra parte la publicación de la novela y la permanente identificación del "yo" del autor con el "yo" del relator produjeron un incidente entre Mármol y Lucio V. Mansilla. Éste último, autor de Una excursión a los indios ranqueles, como sobrino de Juan Manuel de Rosas, retó a duelo al senador José Mármol el 22 de junio de 1856 según sus propias palabras "por haber injuriado a su familia en la novela Amalia"[31]

Además por haber sido publicada en forma de folletín, destinada a lectores de diarios y periódicos, Mármol emplea nuevas técnicas y procedimientos conformes con la realidad de su época para mantener vivo el interés del público lector en cada entrega. Y lo notable es que estos recursos aún siguen vigentes a la hora de abordar una nueva lectura.

El rosismo, por otro lado, se constituye en un tema que, a partir de Amalia, repercute hasta nuestros días. Así lo señala Jorge Luis Borges en estos versos de Fervor de Buenos Aires en los que Rosas, de un plano histórico, pasa a un plano metafísico.

"No sé si Rosas

fue un ávido puñal como nuestros abuelos

decían;

creo que fue como tú y yo"[32]

Comprender una obra significa por lo tanto la captación de los presupuestos que la originaron y, en consecuencia, la reconstrucción de su horizonte interno.

La literatura y el lector: Un nuevo enfoque de la crítica literaria

La crítica literaria contemporánea deja, paulatinamente de ver la obra literaria como un producto histórico y al lector como un agente pasivo y enfoca su atención en la relación existente entre el texto y el lector.

Valery, un sociólogo existencialista, dice que el público literario está presente en el acto creador porque la obra nace –sea o no consciente de ello el autor- para complacer el gusto ya formado y preexistentes de sus lectores y para formar lectores con nuevos gustos.

En relación con este tema, Jean-Paul Sartre expresa que "si bien delante de nuestra obra somos siempre esenciales porque construimos su finalidad, porque conocemos su desarrollo, porque abolimos las sorpresas, también es verdad que la creación no puede encontrar su conclusión más que en la lectura, ya que el artista debe confiar a otro el cuidado de terminar lo que él ha comenzado y la operación de escribir supone la de leer como su correlativo dialéctico."[33]

De esta premisa, también parte Arthur Nisin, un crítico existencialista, para establecer las relaciones entre la literatura y el lector.

"Mientras la obra permanezca en el libro, el hecho estético no será tal, no se totalizará, ni la creación habrá cumplido su destino. Una obra literaria sólo completa cabalmente su existencia bajo la mirada de un lector que recorre en sentido inverso el camino de creación. El proceso no lo remata el autor, sino el receptor."[34]

"El hecho literario queda consumado si hay lectura. El artista debe confiar a otro el cuidado de terminar lo que el ha comenzado. "[35]

Sobre la base de esta interpretación del fenómeno estético literario, Nisin elabora un modo diferente de comprensión de la literatura que abre nuevas y sugerentes vías a la crítica, a través de las cuales, tanto el lector como el crítico dejan su pasividad para asumir, en cierta medida, el carácter de colaboradores del artista. Este nuevo enfoque, en el estudio de la relación literatura-lector, parte de la premisa de que la noción de arte es inseparable de la experiencia de las obras, siendo las obras de arte un objeto que permanece virtual hasta que una mirada la actualiza. [36]

Tomando en cuenta este precepto, Nisin opone la estética a la historia pues la historia, donde se sitúan las obras de arte, es lo contrario de la historia de los historiadores y la obra sólo entabla diálogo con la conciencia estética viviente y ninguna puede interceptarlo.[37]

La historia de la literatura, particularmente, suele olvidar que las obras literarias existen y son sólo presente y presencia, que entablan un diálogo directo, individual e intransferible con el lector de cada época. La historia podrá enmarcarla dentro de un contexto, señalar ciertos referentes pero sólo abordándola se llega a un conocimiento cabal de la misma, se captan las vibraciones directas que manan del texto.

"Sólo cuando el lector se allegue a él, dice Nisin, el texto totaliza su existencia."

Y cada sensibilidad descubrirá aspectos inéditos, otras vías para alcanzar la facticidad del hecho estético que comporta.

La obra literaria es presente. No hay referencia temporal ni para el texto ni para el hombre. La obra, al no existir sino como presente, entabla con los lectores un diálogo a través de los siglos, diverso cada vez, pero no menos auténticos en cada caso. Siglos diferentes admiran la misma obra desde perspectivas distintas, valorizan en ella aspectos también diferentes. Tal vez obras, consideradas de menos jerarquía en épocas de su autor, son revalorizadas en épocas futuras o viceversa.

La historia tiene un sentido irreversible que no anula el valor del texto literario, sino que lo somete a nuevos juicios que lo consagran o lo desechan. Un nuevo contexto temporal puede descubrirle reflejos hasta el momento desconocidos en él.

La estética del lector

La capacidad de comprensión del lector con respecto a una obra determinada depende no sólo de su cultura y erudición, sino de su mayor o menor afinidad temperamental con el autor de la misma.

"Los sentimientos que mejor comprendemos son aquellos análogos a los que nosotros mismo experimentamos." dice José Clemente.[38]

De los tres procesos anímicos fundamentales distinguidos por la psicología elemental: representación, sentimiento y volición, el más importante, en este caso, es el segundo, porque el sentimiento se corresponde directamente con el concepto de valoración.

Tanto en la valoración como en el conocimiento, la intuición, dice Clemente, juega un papel preponderante. El conocimiento se adquiere por intuición intelectual y la valoración por la intuición emotiva. Esta última capta inicialmente los valores afines a los sentimientos del receptor.

La relación primera entre el lector y las cualidades estéticas de una obra está en relación directa con su mayor o menor afinidad hacia ella. Logrado este punto de apoyo, la intuición evoluciona sobre sí misma hasta adquirir la sensibilidad que le permita la adherencia de los matices estéticos no afines.

Tanto la lectura de una obra literaria (belleza creada), como la contemplación de un paisaje (belleza natural), contienen valores que al proyectarse en el receptor hacen resurgir sentimientos estéticos que aguardan su oportunidad liberadora.

El público lector goza con el verso que lo emociona, sonríe con la comedia que lo divierte. Reconoce su propia emotividad en el objeto, sin advertir si pone en él su emoción (proyección sentimental) o la saca del mismo (introyección sentimental)

Un ejemplo del primer caso sería la nostalgia que despierta en el lector, la lectura de unos versos y, sin pensarlo, los envuelve con su emotividad.

LXXXV

Bajo ese almendro florido,

todo cargado de flor

-recordé- yo he maldecido

mi juventud sin amor.

Hoy, en mitad de la vida,

me he parado a meditar…

¡Juventud nunca vivida,

quien te volviera a soñar!

Antonio Machado (fragmento)[39]

Otras veces, si tomamos en cuenta el segundo caso, la esencia poética que atesora el poema destila un halo de emoción que atraviesa la sensibilidad del lector bien entendido.

"Puedo escribir los versos más tristes esta noche.

Pensar que no la tengo. Sentir que la he perdido.

Oír la noche inmensa, más inmensa sin ella.

Y el verso cae al alma, como al pasto el rocío."

Pablo Neruda (fragmento)[40]

Sentimiento y cultura apuntan hacia un mismo logro: la formación del concepto de belleza en el receptor tanto natural como creado que, si bien requiere de la intuición, también necesita de un largo entrenamiento para hacer de ese receptor un ser de sensibilidad exquisita capaz de captar y valorar plenamente la obra de arte.

Cada lector tiene una sensibilidad particular, personal, que lo hace distinto de otros, de ahí que algunos críticos hablen de "estilos de lectores" y de "múltiples interpretaciones de una obra literaria."

Así como cada autor estampa su sello en el idioma, el lector debe hacer lo propio para valorarlo. El lenguaje dinámico del autor se transforma en estático cuando es detenido dentro de la forma literaria, cuando es circunscrito al texto. Para que esa obra literaria recobre su dinamismo debe ser re-pensada por el lector. Tanto la inspiración (espontaneidad creadora) como la comprensión (espontaneidad re-creadora) resulta ser por consiguiente un proceso siempre dinámico.

Por otra parte, el lenguaje, en relación directa con el temperamento del autor, puede ser introspectivo, pasional con el que se identifican, por ejemplo, los poetas del Romanticismo.

Mi amor

era mi vida el lóbrego vacío;

era mi corazón, la estéril nada;

pero me viste tú, dulce amor mío

y creóme un universo tu mirada.

Rafael Pombo[41]

Y también el lenguaje puede ser objetivo, en cuyo caso girará alrededor de la realidad que describa en ese momento y el autor será más espectador que protagonista. Buscará giros más directos, evitando ambigüedades y subterfugios. Los escritores de Realismo y del Naturalismo dan cuenta de ello.

"Pero los segundos, los minutos se sucedían y la muerte asimismo no llegaba… Un chorro de sangre y de excremento saltó, le ensució la cara y la ropa y fue a salpicar el cadáver de su hija mientras él, boqueando, rodaba por el suelo."

Sin rumbo (fragmento)[42]

Cabe destacar que un lector entrenado en "el arte de leer" sabe captar la subjetividad de un lenguaje pasional e introspectivo, frente a las descripciones minuciosas, detalladas y, a veces excesivamente desgarradoras de la realidad que un autor quier mostrar.

Conclusión

Es realmente importante reflexionar y valorar el papel del receptor en esta práctica social que es la comunicación y tener en cuenta que, por el carácter diferido de la comunicación escrita, emisor y receptor no siempre comparten la misma situación comunicativa.

El escritor por lo tanto, debe imaginar a su lector para destinarle el texto y el lector, a su vez, imaginar la intencionalidad del autor a partir de las señales que le brinda el texto. Ambos construyen un interlocutor virtual, que guía tanto el proceso de composición como el de comprensión.

Los textos por su parte pueden ser más cerrados o más abiertos, según el margen de interpretación que dejen al lector: a mayor libertad interpretativa, más abierto será el texto y su lector modelo dependerá menos de un cálculo estratégico previo.

Finalmente quiero destacar que la lectura es un acto concreto y social por el cual cobra vida la obra literaria (aludiendo a ese género particular).

Sentimiento y sensibilidad son dos características que siempre deben acompañar al lector en el momento de abordar un texto literario. El sentimiento es un factor interno que está en relación directa con su afinidad y su temperamento; mientras que la sensibilidad se relaciona con su valoración estética.

Una obra literaria es producto no sólo de la inspiración de su autor, sino también de la valoración de sus múltiples y sucesivos lectores. Y, por consiguiente, si estos lectores hacen a la literatura, es importante evitar que ésta se extinga, es necesario despertar o mantener vivo el interés por ella sobre todo en las jóvenes generaciones.

Susana B. González

Bibliografía general

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Autor:

Susana B. González

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[2] Mattelart, Armand, Hacia una teoría crítica de la comunicación, en Memorias de la semana internacional de la comunicación, U Javeriana, Bogotá, 1980

[3] Schmucler, Héctor, Un proyecto de comunicación/cultura,Revista Comunicación y Cultura, número 12, México, Editorial Galema, 1984

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[19] Darío, Rubén, ob. cit.

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[21] Eco, Umberto, ob.cit

[22] Borges, Jorge Luis, Cuentos, Bs.as. Centro Editor de América Latina, 1981

[23] Borges, Jorge Luis, ob. cit.

[24] Borges, Jorge Luis, ob. cit.

[25] Borges, Jorge Luis, ob. cit.

[26] Borges, Jorge Luis, ob. cit.

[27] Borges, Jorge Luis, ob.cit.

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[31] Veiravé, Alferdo, ob. cit.

[32] Borges, Jorge Luis, Obras Completas, Bs. As. Emecé , 1974

[33] Nisin, Arthur, La literatura y el lector, Bs. As. Nova, 1962

[34] Nisin, Arthur, ob. cit.

[35] Nisin, Arthur, ob. cit.

[36] Nisin, Arthur, ob.cit.

[37] Nisin, Arthur, ob.cit.

[38] Clemente, José, Psicología y estética del lector, Bs. As. Corregidor, 1983

[39] Machado, Antonio, Poesías completas, Madrid, Espasa-Calpe, 1985

[40] Neruda, Pablo, Veinte poemas de amor, Madrid, Alianza, 1995

[41] Poesía latinoamericana del siglo XIX, Bs.As. Centro Editor de América Latina, 1979

[42] Cambaceres, Eugenio, Sin rumbo, Bs. As. Huemul, 1966

Partes: 1, 2
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