Monumentos prerromáticos y románicos asturianos, según Fortunato de Selgas. (página 3)
Enviado por Benedicto Cuervo Álvarez
Este monumento, el más antiguo en su clase que se conserva de los primeros tiempos de la Restauración, erigido setenta años antes que el de Santa María del Naranco, tiene subido valor histórico y arqueológico, porque ante él se postraron ilustres monarcas y nos da una idea de cómo eran los altares en aquella remota edad; pero carece de importancia artística, desprovisto de ornamentación, sin inscripciones, ni el más insignificante grafito, tanto más de extrañar cuanto que la piedra por su blandura se presta fácilmente a la talla. El altar está sostenido por un enorme pedestal, achaflanados los ángulos, y tiene un metro y medio de largo, cuya mitad o algo más estaba hincado en la tierra para mantenerse estable. En la cara horizontal sobre que descansa la mesa, se ve un hueco cuadrado muy profundo, en donde existía una caja de madera y dentro de ella había una arqueta pequeña de plata de forma rectangular sin adornos ni leyendas, en la cual yacían escondidas las reliquias de los santos (2).
(2) Consérvase esta caja en poder del párroco de Santianes con algunos vendajes en que estaban envueltas las reliquias. Es de temer su desaparición.
La sagrada mesa se compone de una gran losa cuadrilonga, de un metro y medio de largo por uno de ancho, más gruesa por su unión con el pedestal que por los cantos, y en la cara superior se ve un hueco de pie en cuadro y una pulgada de hondo, al que se adaptaba la pequeña piedra del ara.
Los altares de la basílica ovetense, principalmente el del Salvador, por su mayor importancia debieron estar decorados con toda la riqueza que el arte podía prestar, ostentando la sagrada mesa caprichosos dibujos, como círculos entrelazados, ñores y tallos, cruces, de cuyos brazos pendían las apocalípticas alfa y omega; los símbolos de los evangelios, leyéndose curiosas inscripciones de intrincados caracteres que decían los nombres de los obispos que las consagraran, la era de la fundación del templo, las reliquias escondidas bajo el ara y acaso terribles imprecaciones contra los violadores del santuario. Ricos frontales de lino y sérico cubrían los frentes de los altares, substituidos más tarde por pallas de plata, representando en relevadas esculturas el Cristo en la Vesica piscis , los Doce Apóstoles y escenas de la Pasión o de la Vida de los Santos, de las que nos ofrece hermosa muestra el arca de las reliquias de la Cámara Santa.
Sobre la mesa de cada altar se eleva un cuadrado templete, semejante en la forma, si no en el estilo arquitectónico, a los baldaquinos que aún se ven en las basílicas de Italia y a las modernas custodias de nuestras iglesias. Coronaba este cuerpo un cupulino, del que colgaba una cadena que suspendía la simbólica paloma con las alas abiertas, guardando en su interior el pan eucarístico.
Del cornisamento de este templete pendían las ricas ofrendas que los reyes, los obispos, los abades y los proceres hacían a los santos, bajo cuya advocación estaba el templo, exhibiéndose cruces votivas como las célebres de los Ángeles y de la Victoria, custodiadas hoy en la Cámara Santa, principal ornamento del altar del Salvador, que aún conservan las anillas que les suspendían; coronas, cual las del tesoro visigodo de Guarrazar; dípticos consulares, capsas o arquetas de reliquias y otras muchas joyas que hacían del sagrado lugar un rico museo de orfebrería, visible solamente durante la celebración de los divinos misterios, pues fuera de ese acto estaba oculto por los velos que envolvían el ciborio y el altar. Elevábanse los ábsides sobre el nivel del crucero la altura de un escalón, que servía de basamento a un podio o transenna de un metro de altura, que impedía a los laicos penetrar en el santuario reservado para los ministros del templo.
En la ornamentación de estas vallas de piedra se agotaba el genio inventivo de los artistas de aquella edad, con las múltiples combinaciones de líneas geométricas, tallos ondulantes y otros motivos tomados de la indumentaria, de las miniaturas de los códices y de los restos decorativos de los monumentos visigodos, como puede verse en algunas que aún se conservan, cual la de Santa Cristina de Lena o la de la basílica de Santianes de Pravia, hoy custodiada en la cripta de la citada iglesia de Jesús, cubierta de relevados dibujos que acusan la presencia del arte visigodo en sus mejores tiempos.
Suponen algunos arqueólogos que la basílica del Salvador no debió contener más que un solo altar, para lo cual interpretan torcidamente las muchas citas y referencias que se encuentran en antiguos documentos, contemporáneos algunos de la fundación del templo, que dicen terminantemente que eran trece (1).
(1) El historiador D. Pelayo refiriéndose a la erección de la catedral por el Rey Casto, dice: «Adjecit non humano sed potius divino hoc praemostrante consilio in parte ipsius principalis altaiis dextra apostolorum sena altarla totidem positis apostolorum aris in parte sinistra».
Esa errónea opinión ha sido, sin duda, sugerida por el hecho de que las basílicas latinas no tenían más que un sólo ábside, ante el cual se levantaba el único altar; pero en las iglesias asturianas de planta basilical, siguiendo el ejemplo de las visigodas, a cada nave correspondía un ábside, donde necesariamente tenía que albergarse una ara y a veces más, como sucedía en la ovetense, debido a estar dedicada al Salvador del Mundo y a los Doce Apóstoles (2).
(2) El citado obispo D. Pelayo, al describir la capilla de San Miguel o Cámara Santa se refiere a los altares del ábside del lado de la epístola «Altari meridionali in ultima parte ecclesiae Sti. Salvatoris, ubi ascensus fit per gradus »; es decir, junto a la escalinata de la Cámara Santa hacia donde está hoy el altar de Santa Teresa en el trozo meridional del crucero. Los primeros historiadores de la monarquía dicen que las iglesias del Rey Casto y San Julián de los Prados tenían cada una tres ábsides y otros tantos altares.
El Sr. Amador de los Ríos, en su monografía de la Cámara Santa, publicada en la magna obra Monumentos arquitectónicos de España, dice que la miniatura inicial del libro gótico, o de los testamentos que representa en la zona inferior el Cristo y sus discípulos, es copia exacta del retablo que Alfonso el Casto debió donar al Salvador y que probablemente desaparecería con las restauraciones llevadas a cabo en la catedral en tiempo de Pelayo Ovetense para ser sustituido por otro más rico y de mayores proporciones. No parece acertada la opinión de este anticuario, y por lo mismo que su autoridad y conocimientos en arqueología y orfebrería religiosa es grande, como lo ha demostrado en su erudito estudio sobre las coronas góticas de Guarrazar y el tesoro de la Cámara Santa, me detendré a combatirla.
En los siglos VIII y IX, en que fue erigido el altar del Salvador, no se conocían los retablos, tal cual aparece en la miniatura del citado Códice ovetense. Tenían estos muebles la forma de un arca, generalmente de madera, chapeada, como los frontales, de metales preciosos, y se colocaban sobre la mesa del altar en la parte posterior, y en ellos solían guardarse las reliquias de los santos, las actas de los mártires y las joyas que se exhibían en las solemnidades religiosas. Andando el tiempo cambiaron estos retablos de forma, se adosaron a los muros del testero, adquirieron proporciones colosales, elevando sus pináculos y cresterías hasta los arranques de las bóvedas; tan modesto origen tuvieron esas gigantescas máquinas que agobian con su mole los altares de nuestros templos. Los bizantinos fueron los primeros que los usaron, y de ellos los tomaron los occidentales, siendo el más antiguo que se conoce el de San Marcos de Venecia (976), que fue primero palla o frontal, monumento notabilísimo de orfebrería, cuyos caracteres arquitectónicos revelan su procedencia oriental. Le sigue en importancia el que Carlos el Calvo donó a la iglesia abacial de San Dionisio, y desde entonces empezaron a extenderse por Occidente, pero lentamente, porque se oponían a su introducción exigencias del culto, especialmente en las iglesias catedrales. Como se ve, la aparición de los más antiguos retablos en países que estaban más en contacto con los bizantinos que nosotros, tuvo lugar después del reinado de Alfonso el Casto, en cuyo tiempo mal podía erigirse el del Salvador cuando todavía no estaba en uso en las iglesias occidentales.
Los monjes de Cluny, que tantas innovaciones introdujeron en España, fueron, a mi parecer, los que importaron entre nosotros los retablos. Dos causas, general la una y particular la otra, impedían su admisión en los altares. Sabido es que en las primitivas iglesias el lugar que ocupaba el clero era el fondo del ábside, alrededor del cual y adosadas al muro se levantaban las sillas, descollando en el centro la del obispo o abad, que se elevaba, como ya he dicho, sobre la de los presbíteros o monjes. Cualquier objeto voluminoso que se pusiera sobre el altar tenía que impedir al clero la vista del pueblo que ocupaba las naves, a no ser que se alzaran desmesuradamente los sitiales del ábside, como en la catedral bizantina de Torcello, en Venecia, que parecen situados en las graderías de un anfiteatro. Este fue el motivo de que tardara en introducirse en nuestros templos el uso de los retablos.
Los monjes cluniacenses perfeccionaron en los siglos XI y XII la arquitectura, dando a sus monumentos proporciones más vastas que los erigidos por los seculares, en los cuales armonizaban las severas lineas del Arte latino con la risueña ornamentación de las basílicas de Bizancio. Fastuosos, como lo fueron más tarde los Jesuítas, decoraban suntuosamente los santuarios, y con el fin de contemplarlos de frente, trasladaron el coro, del ábside a la nave o crucero donde estaba la tribuna reservada a los diáconos, chantres y lectores.
Cuando a fines del reinado de Fernando I esta religiosa milicia invadió nuestro país y comenzó la reforma de la orden de San Benito, conservábase intacta la liturgia visigoda o mozárabe, compilada en el siglo VI por San Isidoro. Según las prescripciones de este rito, el preste decía la misa en la parte posterior del altar, mirando al pueblo; por consiguiente, si los fieles habían de ver los oficios divinos, era necesario que la mesa estuviera libre de objetos, como el retablo, que interceptaba la vista. Con la importación del ritual latino, realizada en tiempo de Alfonso VI por dichos monjes cluniacenses, y la traslación en esa misma época del coro al sitio que hoy ocupa en nuestros templos, desaparecieron los obstáculos que impedían la introducción de estos muebles, que empezaron a exhibirse entonces en los altares de las iglesias monacales primero, y después en las catedrales. Consérvanse datos precisos que confirman mi opinión.
De la época de Alfonso el Casto tenemos el célebre testamento de 812, en el cual se citan las alhajas y objetos del culto donadas por este monarca al Salvador con fecha posterior a la erección del altar, entre las que no se encuentra el retablo, que si existiera no dejaría de incluirse en aquel curioso inventario. No debió aparecer ni a principios del siglo XII, pues en Asturias se hizo sentir más tarde que en Castilla la influencia de los cluniacenses, introductores de estos muebles. Sugiéreme esta deducción la lectura del catálogo de las obras hechas en la basílica ovetense por el obispo D. Pelayo, que restauró de nuevo el altar del Salvador y los de algunos apóstoles, el cual guarda silencio acerca de los retablos, y en verdad que si aquel historiador tan celoso de transmitir a la posteridad cuanto hizo por su diócesis y por su basílica los hubiera eregido, no dejaría de decirlo en aquel curioso documento, en que cuenta el número de vigas que entraron en la restauración de la techumbre de las naves.
El estudio de las iglesias catedrales más cercanas a la ovetense confirman mi opinión. Sabemos positivamente que la de Santiago no tuvo retablo hasta muy entrado el siglo XI. Ni en la Crónica compostelana ni en otros documentos contemporáneos que nos dan algunas noticias de la antigua basílica de Alfonso III se encuentran datos que prueben su existencia. Al obispo Gelmírez, que levantó el grandioso templo que hoy se admira, se debe la restauración del altar, dándole la nueva forma francesa, sobre el cual se colocó un suntuoso retablo, digna ofrenda de aquel gran Pontífice. Fue destruida tan rica presea en el siglo XVII, pero sabemos de él por Ambrosio de Morales, que le describe cumplidamente en su Viaje Santo, poco antes de su desaparición. «Era — dice — como una arca formada de buen talle, en la frontera y tumbado de ella, tan larga como el altar, con figuras de medio relieve, todo plateado, y en medio una plancha grosezuela de plata, con historias, santos también de medio relieve, y en lo alto del tumbado remataba en frontispicio».
El conjunto del altar, y en especial el frontal, también de plata, con esculturas medio relevadas, representando escenas religiosas, recordaron al cronista cordobés el de la iglesia de Sahagún, erigido algunos años antes que el de Santiago por los monjes franceses, lo que prueba su procedencia cluniacense, y por tanto perteneciente al estilo románico, como todos los monumentos de arquitectura y orfebrería debidos a aquellos religiosos. Acaso la resistencia que opuso el cabildo compostelano a la restauración del altar del Apóstol, vencida por la tenacidad de Gelmírez, fue producida por el odio que el país en general profesaba a estos monjes destructores del rito nacional e introductores del monaquismo feudal francés, tan heroicamente combatido por los burgueses sahaguntinos y de Cárdena y por los de la misma ciudad compostelana.
Tampoco consta la existencia de retablos en la iglesia de León antes del reinado de Alfonso VI. Hallábase este antiguo templo, frigidarium de las termas de la romana Legio, en los primeros años del gobierno del Conquistador de Toledo, en estado de ruina, tal cual lo dejaron los árabes cuando fue desmantelada la ciudad por Almanzor. El obispo Pelayo, según dice una escritura del 1073, inserta en la España Sagrada, devolvió el culto al abandonado templo, haciendo de nuevo los altares de los ábsides, que fueron enriquecidos con valiosas ofrendas, entre las cuales no aparecen los retablos. Pocos años antes los reyes Fernando I y Sancha donaban a la Colegiata de San Isidoro en la misma ciudad, un rico tesoro religioso que recuerda los de Monza y Garrazar, del que se conserva un detallado catálogo, cuyo silencio respecto de estos muebles revela que no existían entonces en aquella basílica, a no ser que quiera considerarse como tal el arca argentina que guardaba las cenizas de San Isidoro, expuestas a la adoración de los fieles en sus altares (1).
(1) Existen algunas donaciones del tiempo de la monarquía que comienzan con las de Alfonso I y Adelgastro a los monasterios de Covadonga y Obona. Ni en ellas, ni en las de Ordoño I y Alfonso III que citan las alhajas ofrendadas al Salvador aparecen los retablos.
Sin embargo, el ejemplo de las grandes basílicas románicas construidas en los siglos XI y XII, cuyos altares ostentaban magníficos retablos, como los citados de Sahagún y Compostela, tenía forzosamente que ser imitado en la ovetense, pero el que exornaba la Sagrada Mesa del Salvador no debió ser una obra maestra de orfebrería, a juzgar por su escasa duración. El sucesor del obispo, Guillén de Monteverde, que levantó la actual capilla mayor, D. Diego Ramírez de Guzmán, hizo, según consta en documentos del Archivo catedral, un nuevo retablo, enriquecido con los metales preciosos del anterior, destacándose entre sus piedras un camafeo de cornalina, acaso romano, como los que embellecían las cruces votivas de la Cámara Santa, cobijados altar y retablo bajo un magnífico ciborio de madera tallada, cuajado de imaginería y de afiligranada crestería, construido en 1497, que fue ofrecido por el cabildo al maestro Giralte cuando contrató la estupenda máquina que se eleva hasta los ventanales del ábside (2).
(2) El Arzobispo de Valladolid, Sr. Cos, que me ha comunicado esta referencia al primitivo altar, siendo canónigo magistral de la iglesia ovetense, copió y extractó numerosos documentos de su rico archivo, formando un volumen solo a los que se refieren a la construcción del retablo. Es de sentir que este erudito trabajo histórico y arqueológico esté inédito, privando a los que se ocupan en investigar el pasado de la catedral y del obispado de datos valiosos que debieran ser publicados.
Acaso le sugeriría al Sr. Amador de los Ríos la idea de que la composición de la zona inferior de la miniatura de la donación del Rey Casto, que representa el Cristo en la Vesica piscis y los Doce Apóstoles, cada uno albergado bajo un arco, era tomada de la del primitivo altar del Salvador, por la semejanza del asunto con la del célebre retablo donado por el emperador Enrique a la catedral de Basilea, obra del siglo XI, hoy custodiado en el Museo Cluny. En efecto, era éste generalmente el motivo de la escultura de estos muebles, pero no se empleaba exclusivamente en ellos, apareciendo desde los primeros tiempos de la Iglesia en los mosaicos de los cascarones de los ábsides de las basílicas latinas, en los sarcófagos cristianos; y más tarde en frontales, relicarios, pinturas murales, y sobre todo en los códices, exornados casi siempre de arquerías con santos.
Idéntica composición que la del Libro gótico es la del arca de las reliquias de la Cámara Santa, en cuyo frente se ve al Señor en la Vesica piscis rodeado de sus discípulos, colocados en dos filas en vez de tres que aparecen en aquél . Este mismo asunto debió estar representado en los dos retablos que tuvo el altar de la basílica ovetense, dada su dedicación al Salvador y a los doce apóstoles, siendo el segundo, como ya dije, destruido a principios del siglo XVI, yendo sus repujadas esculturas al crisol del platero, para con su producto contribuir a la construcción de la monumental y aparatosa arquitectura Gótica que cubre los muros del ábside, debida a los entalladores Giralte y Balmaseda.
LA PRIMITIVA BASÍLICA DE SANTA MARÍA DEL REY CASTO DE OVIEDO Y SU REAL PANTEÓN.
Desde que el pontífice ovetense D. Gutierre de Toledo, al finar el siglo XIV, echó los cimientos de la moderna iglesia catedral, todos sus sucesores, imitando su ejemplo, dedicáronse con afán a la realización de tan magnífico monumento. A medida que las obras avanzaban, iban desapareciendo las venerables construcciones de la época del Rey Casto: primero, las tres capillas absidales que albergaban los altares del Salvador y los doce apóstoles; luego, las naves, crucero y vestíbulo, y después los edificios religiosos en que estaba envuelta la vieja basílica. Corriendo el siglo XVI alzóse la fachada, con su espaciosa lonja, coronada de una torre que vence en esbeltez y gentileza a las de Burgos y Toledo. En el transcurso del XVII, los prelados ovetenses rodean la gótica iglesia de construcciones greco-romanas de depravado gusto; D. Simón García Pedrejón erige la capilla de Santa Eulalia para guardar las cenizas de la mártir emeritense; D. Bernardo Caballero de Paredes, la de Santa Bárbara, bajo cuyas churriguerescas bóvedas quería esconder el sagrado tesoro de la Cámara Santa; y el obispo Vigil de Quiñones, la clásica capilla que lleva su nombre, con su bello altar esculpido por Luís Fernández de la Vega, el mejor de los escultores asturianos.
En medio de tantas renovaciones manteníase casi intacta la venerable iglesia de la Virgen del Rey Casto, panteón de los monarcas asturianos. Ya en el siglo XV perdió su primitivo ingreso, sustituyéndole el que hoy se contempla, hermosa muestra de escultura gótica, lo mejor que de este género se encuentra en Asturias. Al pontífice Fr. Tomás Reluz, no menos ilustre por sus virtudes que por su carácter, se debe la destrucción de la vieja basílica del siglo VIII y la construcción de la moderna. Mejor acierto tuvo el buen prelado en las causas de los supuestos hechizos de Carlos II que en la reedificación de este monumento, digno por tantos conceptos de pasar a la posteridad. Más sensible aún que su desaparición ha sido la bárbara profanación de las tumbas donde yacían los primeros héroes de la Reconquista, cuyos restos, hacinados y confundidos, hallaron miserable albergue en churriguerescas cajas impropias de un regio panteón. Apenas terminado el nuevo templo, como en castigo de haber turbado la paz de aquellos sepulcros, se vino al suelo la cúpula que le coronaba, costando muchos caudales su restauración. Falleció el obispo Reluz en 1706 sin tener el consuelo de consagrar su iglesia, ceremonia que se realizó seis años después, ardiendo la ciudad con tal motivo en fiestas durante ocho días, no faltando certámenes poéticos, espectáculos teatrales, procesiones, y, sobre todo, elocuentes y gongorinos panegíricos pronunciados por los más afamados oradores que contaba entonces la capital del Principado.
Afortunadamente tenemos algunas referencias de antiguas crónicas que nos dan una idea aproximada de su forma, y aun de su ornamentación. Cítanle los primeros historiadores de la monarquía al contar las construcciones religiosas con que Alfonso II embelleció su capital, aunque sin dedicarle las frases encomiásticas que a otras obras contemporáneas, como la de San Tirso y la Cámara Santa. Los escritores del siglo XVI, Morales, Carballo y Tirso de Avilés ocupáronse de este monumento, especialmente los dos primeros, a quienes debemos curiosas noticias. Por ellos sabemos que la primitiva basílica de Santa María estaba situada en el cementerio del Salvador, separada de las demás construcciones que rodeaban la catedral, y orientada como todos los edificios religiosos de aquel tiempo. Encerrada después entre el crucero de la Iglesia Mayor, las capillas de Santa Eulalia y de los Vigiles, el monasterio de San Pelayo y la antesacristía, al ser reedificada tenía que conservar necesariamente las dimensiones primitivas, levantándose los muros de la moderna, próximamente sobre los cimientos de la antigua. De sus ingresos se respetó el que actualmente da paso al brazo septentrional del crucero y el de la antesacristía, por donde entraban antiguamente los monjes de San Vicente. Se tapió la pequeña puerta que conducía al claustro del monasterio de San Pelayo, cuyas huellas aún se ven en el moderno panteón; y en la fachada frontera al altar mayor se abrió la entrada principal en el mismo lugar donde se alzaba el sarcófago de Alfonso el Casto. Afectaba su planta un cuadrilongo, cuyas dimensiones eran: 106 pies desde el fondo del panteón hasta el muro exterior del testero; 52 el largo del crucero, incluyendo sus dos brazos, y su mayor altura llegaba a 63 pies. Eran, pues, sus proporciones bastante vastas, dada la exigüidad de las iglesias de aquel tiempo.
Aunque los citados cronistas del siglo XVI no han dado en la descripción que de ella hicieron más que una idea del conjunto, fijándose solo con algún detenimiento en el panteón, podemos con el auxilio de la arqueología conocer cada una de sus partes, su estructura y el carácter artístico de su arquitectura. El maestro Tioda fue el autor de las trazas; célebre arquitecto que levantó todos los monumentos erigidos en Oviedo durante el reinado de Alfonso II, cuyo nombre aparece entre obispos y próceres, suscribiendo los testamentos reales. Tenía este templo la planta de basílica latina, cual las erigidas en Roma en los primeros siglos del cristianismo, con el narthex o vestíbulo, y el cuerpo de la iglesia dividido en tres naves, terminadas en otros tantos ábsides separados de aquellas por el crucero. El ingreso principal, en vez de estar en la fachada o imafronte, se le llevó al brazo meridional del crucero con el fin de dedicar exclusivamente el narthex a enterramiento de los cuerpos reales. Estaba este vestíbulo dividido en tres compartimientos, ocupado el central por el panteón, formando una pequeña estancia cuadrilonga de 20 pies de largo, o sea la anchura de la nave, y 12 de fondo, sin más comunicación con el templo que una estrecha puerta frontera al altar mayor y a un lado una ventanita, cerradas ambas con gruesas barras de hierro que apenas daban paso a la luz. La altura de este antro era de 8 ó 10 pies, y su techo, de madera, servía de suelo al coro alto que, como en San Miguel de Lillo y en San Salvador de Valdediós, se elevaba sobre el narthex. Los camarines que flanqueaban el panteón en donde terminaban las naves laterales, tenían los dos igual superficie que aquel, albergando uno de ellos la escalera que conducía al coro, y el otro serviría acaso para guardar el tesoro, libros y objetos del culto, cual los exiguos retretes que se ven en la iglesia de Santa Cristina de Lena. La nave central contaba 20 pies de ancho y 10 cada una de las laterales. Estaban estas naves separadas por seis arcos, tres a cada lado, y perpendiculares a ellos perforaban el muro a bastante altura seis pequeñas ventanas cerradas de arquillos de medio punto. Otros tres arcos, el del medio mayor que los colaterales, daban paso al crucero, el cual tenía de largo la anchura del edificio, unos 48 pies, descontando el grueso de los muros, y de ancho lo que la nave central. Desde el arco toral que daba ingreso al crucero se contemplaba todo el frente del santuario con sus tres altares, sobre los que se veían las figuras del Cristo, San Juan y la Magdalena, hechos a pincel los cuerpos y de bulto las cabezas, que afortunadamente se conservan incrustadas sobre la puerta principal de la moderna iglesia. En el ábside central se alzaba el altar de la Virgen; en el lateral de la derecha el de San Julián, y en el opuesto, el de San Estéban protomártir, uno de los cuales todavía se conservaba en tiempo del historiador P. Carballo.
Bajo sus aras se ocultaban las reliquias de estos santos según cuentan antiguos documentos. Decoraban los ingresos de los ábsides tres arcos torales y había otros tantos en el fondo adosados al muro del testero, los cuales estaban sostenidos por columnas, cuyos fustes de ricos mármoles pertenecieron a construcciones romanas de alguna ciudad monumental, como Legio Astúrica o Iria Flavia. Carballo supone que estas columnas fueron traídas de las ruinas de la vecina Lugo, pero tal suposición nos parece poco fundada, porque en aquella pequeña aldea no se han encontrado restos de edificios artísticos, y es de creer existieran allí tan solo algún castro y vilas o casas de labor. Eran doce los fustes que exornaban los ábsides, siendo de menores proporciones los que se albergaban en los ángulos entrantes de los muros de los santuarios que los de los ingresos. Alumbraban esta parte ventanas abiertas en el testero, distinguiéndose la del medio por sus tres arquitos separados por pequeñas columnas, como las que vemos en San Tirso y Santullano, y el crucero recibía luz por vanos semejantes a los de los ábsides. Como casi todas las basílicas de aquel tiempo, tendría encima del ábside central un camarín de las mismas proporciones que aquel, sin comunicación alguna con el templo, y al que no se podía subir sino por un hueco exterior que perforaba la pared del testero. Siguiendo las prescripciones del arte a que pertenecía este monumento, solo estaban cubiertos de bóvedas de medio cañón los ábsides, y las naves y crucero con un techo de madera a dos aguadas, decorados las trabes y cabrios de pinturas figurando enlaces de líneas geométricas y otros ornatos de estilo latino. El pavimento era de hormigón, formado de cemento y fragmentos de ladrillo y piedra caliza, igual al que hoy se ve todavía en la Cámara Santa y en uno de los ábsides de Santullano.
El carácter arquitectónico de este monumento era clásico, y tanto, que en el Renacimiento, época en que no existía crítica artística, sorprendióle a Morales el parecido de este templo, no ya con las obras similares visigodas de Hornija, Wamba y San Juan de Baños, sino con las romanas, recordándole las arquerías de estas naves, las que en aquellos días levantaba Juan de Herrera en los cláustros menores del Escorial. En efecto, cuantos elementos entraban en la composición de esta basílica, eran reproducción de los que decoraban los edificios romanos, si bien la ejecución era tosca y descuidada, pobres los materiales de construcción, y las líneas de las molduras sin la pureza y corrección que distinguen las obras clásicas. Los arcos de las naves y crucero eran de medio punto y los formaban robustas dovelas sin molduras en sus estrados, sosteniéndolos pilastras de planta cuadrangular con sus basas, y coronadas de una saliente imposta semejante a las que ostentan sus hermanas las iglesias de San Tirso y San Julián de los Prados. La riqueza decorativa la guardó el arquitecto para el santuario, el cual presentaría un bello efecto con los tres ábsides exornados de columnas de ricos jaspes sobre cuyos fustes se exhibían corintios capiteles con una o dos filas de hojas pobremente agrupadas y envolviendo el cilíndrico tambor.
II
La circunstancia de haber sido erigido este templo, según cuentan los más antiguos cronistas, para enterramiento de su fundador Alfonso II, nos mueve a exponer algunas observaciones acerca de la época en que empezaron a hacerse las inhumaciones de los primeros reyes de la restauración, dentro de las iglesias: observaciones que pudieran excusarse habiendo ya tratado este asunto extensamente el Sr.Madrazo en su excelente monografía de San Salvador de Leire. En las primitivas basílicas cristianas, como en las catacumbas, servía de altar para celebrar los divinos misterios la tumba de un mártir, y después el ara bajo la cual se guardaban sus reliquias. Hasta entonces hacíanse los sepelios fuera de los muros de las ciudades, a los lados de las vías o calzadas, pero desde el siglo IV empezaron a abandonar los cristianos aquellos lugares para enterrarse en cementerios situados delante de los templos donde yacían las cenizas de los santos. Los fieles, llevados de una ardiente devoción, querían abrir sus tumbas dentro de las naves, próximas al santuario, a lo que se opuso terminantemente la Iglesia. En España prohibiéronlo los concilios Iliberitano y Bracarense y la epístola del papa Pelagio, cuyos cánones fueron observados por la grey hispano-visigoda. Pudiera citarse en contrario el ejemplo del presbítero Crispino inhumado en Santa María de Sorbaces en Guarrazar, donde se descubrió el célebre tesoro, pero creemos que la reducida estancia en que descansaba aquel levita, ni por la planta, ni por sus exiguas dimensiones revela haber sido un templo, y sí solo una cámara sepulcral del inmediato cementerio. Menos obedientes los francos a las prescripciones canónicas a esto referentes, en especial las del Concilio de Nantes de 600, que solo permitía los enterramientos en los pórticos exteriores y en los atrios, hacían las inhumaciones de los grandes personajes, ya desde los primeros tiempos de la monarquía merovingia, no solo en el narthex, sino dentro de los templos, según dice una capitular de Teodulfo, obispo de Orleans, y otra de Carlomagno del 797, dada por este emperador para corregir semejante abuso, aunque sin resultado. Precisamente en los días en que aparecía esta capitular.
Alfonso el Casto labraba la capilla que lleva su nombre (793 a 812) para su enterramiento, siendo acaso el primero que aceptó entre nosotros la costumbre francesa, debido probablemente a la influencia que la Francia carolingia ejercía sobre el monarca asturiano; el cual, si hemos de atenernos a una tradición corriente en la Edad Media, consignada en nuestra poesía popular, hizo poco menos que feudataria su monarquía del Imperio franco.
Con Carlomagno consultaba los arduos negocios del reino: pidióle venia para la celebración del Concilio Ovetense; su esposa Berta era francesa, y acaso de esta afición a Francia, mirada con celos por la altiva e independiente monarquía asturiana, provino aquella enérgica protesta contra toda dominación extranjera que la leyenda ha personificado en la heróica figura de Bernardo del Carpio.
Se nos objetará que la tumba del Rey Casto no estaba bajo las naves como las de los reyes merovingios en San Dionisio, pero hay que tener en cuenta que si el narthex en las basílicas era una dependencia exterior, un vestíbulo para dar paso a las naves, destinado tan solo a penitentes y catecúmenos, en la de Santa María formaba parte del interior, pues ya hemos dicho que no tenía comunicación alguna por la imafronte, para dedicarle exclusivamente a panteón, cual las capillas sepulcrales anejas a las catedrales góticas erigidas del siglo XIII en adelante. La única entrada a esta cámara hacíase por la nave central, frente al altar mayor, de modo que cuando los capellanes reales decían misa por el alma de aquel monarca, al rezar las oraciones especiales que la iglesia ovetense le dedicaba, podían ver a través de la enrejada puerta el sarcófago donde yacían sus restos.
Los primeros cronistas de la Restauración y los historiadores del Renacimiento, tampoco dicen que los reyes asturianos que precedieron a Alfonso II fueran inhumados dentro de los templos. De Pelayo cuentan que estaba sepultado con su mujer Gaudiosa en Santa Eulalia de Abamia, fuera de la iglesia, es decir, en el cementerio; y cuando en el siglo XIII ó XIV se levantó el actual templo Románico, de mayores proporciones que el anterior, quedaron las tumbas de los reyes dentro y a los pies de la nave. A Favila le supone Ambrosio de Morales sepultado en el prehistórico dolmen sobre el que se alzaba Santa Cruz de Cangas, cuya cámara sepulcral servía de enterramiento al monarca. El cronista cordobés se hace eco de la tradición que así lo afirma. Carballo con mejor acierto lo niega, porque si bien los primeros cristianos se inhumaban, como la plebe y los siervos romanos en los columbarios y en las catacumbas, habíase olvidado esta costumbre en la época visigoda y de la monarquía restaurada, como lo prueba la carencia de criptas en los templos. No es, pues, de creer que perdida completamente aquella práctica, renaciera en el siglo VIII en Asturias, solo para un caso determinado. Además no contradice nuestra opinión, pues por las descripciones que se conservan de la primitiva iglesia de Santa Cruz, sabemos que se reducía a una pequeña cella de planta rectangular de unos 8 pies por lado, a la que se añadió andando el tiempo una nave, comprendiendo dentro de ella y haciendo de cripta la gruta del dolmen que antes estaba en el cementerio delante del ingreso del templo. Los reyes de Asturias anteriores a Alfonso II, llevados del espíritu religioso de aquel tiempo, fundaban en sitios de su predilección, monasterios que en vida les servían de corte y de tumba a su finamiento. El Católico yacía en Covadonga, y su hijo Fruela ante la basílica del Salvador de Oviedo. Tres monarcas, Silo, Adosinda y Mauregato moraron en el monasterio de San Juan Bautista de Pravia, donde descansan sus cenizas. El P.Yepes que visitó este monasterio, a fines del siglo XVI, consigna que los restos reales estaban a los pies y fuera de la iglesia, esto es, en el vestíbulo de la basílica, y Morales añade que las tumbas eran lisas sin inscripción alguna; pero se equivocan estos cronistas, porque el concienzudo Carballo, según cuenta en la descripción que hace del monumento, conservado intacto en su tiempo, no halló rastro ni reliquia de ellos, y lo mismo en el siglo pasado el ilustre Jovellanos y Bances el historiador de Pravia. Los datos expuestos nos autorizan para afirmar que los reyes asturianos de la octava centuria, desde Pelayo hasta Veremundo, fueron inhumados en los cementerios que circuían los templos, y en los pórticos y vestíbulos exteriores, siendo Alfonso el primero que alzó su tumba dentro del sagrado recinto de la basílica enfrente del santuario. No siguieron el ejemplo de este monarca los de Aragón y Navarra, teniendo aquellos su panteón en el atrio de San Juan de la Peña, y estos en el de San Salvador de Leire. Los reyes leoneses yacían en iglesias por ellos erigidas, ya en los narthex y en las naves, como Ordoño II y su sucesor Froila, de quienes dice Sampiro fueron sepultados "in aula sanctæ Mariæ Sedis Legionensis", ya en los cementerios, como Ramiro II, Ordoño III y Sancho I, inhumados en el atrio de la basílica del Salvador de León, fundado y espléndidamente dotado por la infanta Geloira o Elvira. Fernando I construyó para enterramiento suyo y de sus sucesores el magnífico panteón de San Isidoro, pero no le puso en el templo, sino en el cementerio, siguiendo antiguas costumbres nacionales.
III
Las exiguas proporciones del panteón y la pobreza de la fábrica revelan que su fundador lo destinó exclusivamente a enterramiento suyo y de su esposa Berta. A la fijación definitiva de la capital de la monarquía en Oviedo, merced al desarrollo que la ciudad adquiriera bajo el largo gobierno del Casto, y al respeto y veneración tributados a la memoria de este monarca, debióse que los que posteriormente ocuparon el trono, quisieran descansar en aquella pequeña estancia, haciéndola el Escorial de los reyes de Asturias. Su estrecho recinto albergaba once tumbas, de las cuales tres, por sus cortas proporciones, parecían ser de príncipes muertos en la infancia. Estaban tan juntas y apretadas, que no se podía andar sino por encima de ellas. En el centro, próxima al ingreso, se veía la tumba del fundador, alzada dos pies sobre el suelo, y la formaba una arca de piedra ordinaria más ancha por la cabeza que por los pies, cubierta de una tapa acofrada, sin adornos ni inscripción que dijera el nombre de la persona en ella sepultada, sabiéndose por tradición que pertenecía a este; y lo confirma el lugar preeminente que ocupaba entre las demás. El erudito Pellicer supone que las frases con que el cronicón Albeldense termina la historia de este monarca, son copiadas de la inscripción que cree existió en la tapa y que publica en la siguiente forma:
Qui cuncta in Pace egit, in Pace quievit. |
Bissena quibus hæc Altaria Sancta, Fundataque vigent, |
Hic tumulatus jacet. |
La leyenda tiene en efecto el carácter de las sepulcrales de aquella época y no habría dificultad en considerarla auténtica si los críticos del Renacimiento que alcanzaron y describieron el sarcófago no dijeran terminantemente que carecía este de toda inscripción. Los citados cronistas ignoraban si los restos de la reina Berta yacían en esta urna con los de su marido, o en una de las tumbas lisas próximas. Tampoco habían podido averiguar el sitio donde estaban sepultados Fruela y su mujer Mumia, trasladados como hemos dicho, por su hijo a este templo, después de profanadas sus cenizas por los árabes. Carballo, siguiendo la tradición, opina que se guardaban en el cuerpo de la iglesia en un sepulcro mural sin inscripción, cobijado bajo un arco en la pared del lado del Evangelio.
A la derecha de la tumba del Rey Casto había un sarcófago muy interesante desde el punto de vista artístico, único resto que ha sobrevivido a la vandálica destrucción de la Basílica. Tan notable debió parecer este monumento en el siglo pasado, que se le consideró digno de conservarse, trasladándole al moderno panteón. Nada de particular ofrece la urna que es de piedra ordinaria sin ornato de ningún género, lisos y rectangulares los paramentos, cual los arcosolia de las catacumbas; curiosa nada más, porque nos da una idea de cómo eran las demás tumbas reales. Pero en cambio la tapa que la cubre es uno de los fragmentos decorativos más bellos que de aquella edad han llegado a nuestros días. Fórmala una gran losa de rico mármol, más ancha por la cabeza que por los pies, toda cubierta de relieves pertenecientes al más puro estilo latino. Tiene la forma acofrada con tres bandas, próximamente de la misma anchura; la del centro, horizontal, y las laterales pendientes hasta morir en dos filetes que resaltan algo de la urna. Terminan los extremos perpendicularmente, y en ambos campean relevados los monogramas de Cristo, incluídos en una corona sostenida por una columnita, a cuyos lados aparecen las simbólicas letras alfa y omega. Vense a los lados de estas cruces dos palomas que pican un ramo, al parecer de vid, que brota de una jarra o crátera. Exornan las bandas laterales graciosos follajes formados de tallos serpeantes, orillados de menudos funículos, y por la central corre una bien ejecutada inscripción en caracteres de relieve, repartidos en dos renglones, que dice así:
El texto de la leyenda llamó tanto la atención de los críticos del siglo XVI, como a los modernos arqueólogos el carácter artístico de los ornatos que embellecen tan precioso mármol. Ignórase qué persona real ha sido sepultada bajo esta losa. Morales cree que el tenerum corpus era de Gimena, esposa de Alfonso el Magno, e Itacio el nombre del que esculpió el sarcófago. Carballo la supone de un príncipe muerto en la infancia, y en nuestros días el Sr. Assas se adhiere a esta opinión, añadiendo que pertenecía a un hijo de Ramiro I. Difícil, si no imposible, nos parece dilucidar este asunto y más con las razones expuestas por los citados cronistas; pero nos atrevemos a afirmar que el mármol no fue labrado para guardar las cenizas de ningún rey, ni príncipe asturiano, procediendo de una época anterior, como lo revela la exornación algo diferente de la usada en los primeros tiempos de la Restauración. Es extraño que el Sr. Assas, conocedor de la arqueología visigoda, no se haya fijado en los caracteres de los ornatos, que revelan la presencia del Arte cristiano de los primeros siglos. He aquí los fundamentos en que apoyamos nuestra opinión. 1.º El monograma tal cual aparece en este mármol, incluído en una corona, forma empleada en los sarcófagos y lápidas sepulcrales cristianas del siglo IV al VI, no se encuentra en las inscripciones funerarias y votivas de la monarquía asturiana, usándose únicamente el crismón compuesto de la cruz griega o latina, aisladas. 2.º El místico símbolo cristiano que representa dos palomas picando un ramo, tan prodigado en las catacumbas y en los monumentos visigodos, se había olvidado completamente en el siglo IX, época en que supone el Sr. Assas haberse ejecutado esta tumba. 3.º Los caracteres de la leyenda, por su forma relevada y por la pureza de los contornos, tienen más semejanza con los monumentales romanos que con los de la novena centuria, toscamente grabados, con siglas o abreviaturas, y entrelazados para ocupar poco espacio. 4.º La corrección del dibujo de los relieves y su buena ejecución recuerdan días mejores para el arte que los de la monarquía asturiana, en que se labran las bárbaras esculturas de Santa María del Naranco, tan encomiadas por los cronistas contemporáneos. Podemos añadir a las razones expuestas, que el contraste que ofrecen la urna y la cubierta, aquella por su pobreza y desnudez, y esta por su suntuosidad, muestran, a primera vista, distinta procedencia. Todas las tumbas del panteón, desde la del vencedor de Lutos, hasta la del de Clavijo, no revelaban, por su humildad y carencia de exornación, pertenecer a ilustres reyes, y no es de creer se agotaran los primores del arte para la de un tierno infante. Debió pues ser labrado en el siglo V o VI, y llevado de una ciudad monumental, acaso de Oporto, de donde Alfonso III -otro príncipe sepultado también por el obispo asturicense Genadio en un antiguo sarcófago,- llevó preciosos restos arquitectónicos para decorar los ingresos de la primitiva basílica compostelana.
Entre la tumba descrita y el muro que por aquel lado cerraba el panteón, levantábase apenas del suelo una pequeña sepultura que Carballo y Morales suponían ser la de Alfonso el Magno y su esposa Jimena, trasladados de Astorga a esta capilla cuando la destrucción de León por Almanzor. La exigüidad de sus proporciones hace sospechar que debieron yacer allí los restos de un infante, y no los de una persona adulta. Exornaban la cubierta algunos relieves que rodeaban la leyenda, viéndose en la cabecera una cruz semejante a la de la Victoria ofrendada por el citado rey al Salvador de Oviedo. La frecuencia con que se encuentran cruces de esta forma en monumentos y códices de la segunda mitad del siglo IX, hizo suponer a los historiadores del Renacimiento, que creían el uso del blasón entre nosotros anterior a la conquista de Toledo, que Alfonso III las pintara por armas, llevándolas en su escudo desde entonces la antigua monarquía y el moderno Principado. Decía de esta tumba en el siglo XIV el maestro Custodio, haciéndose eco de una tradición, que Alfonso el Magno puso una lápida sobre la puerta del Alcázar de Oviedo, y en ella la Cruz de la Victoria rodeada del versículo de la Biblia: «Signum salutis pone Domine in domibus istis et non permittas introire…..» dejando el texto truncado, y continuando la inscripción en la losa de su sepulcro:
Al lado derecho de la tumba del Rey Casto, según se entraba en el panteón, estaba la de Ordoño I, algo elevada del suelo, y en su tapa acofrada, cubierta de relieves, corría en toda su longitud la siguiente inscripción:
Pudiera hacer dudosa la autenticidad de esta inscripción la circunstancia de que el príncipe Ramiro, hijo de Alfonso el Magno, no se cuenta entre los monarcas asturianos; mas estas dudas se desvanecen al recordar que a la muerte de su hermano Ordoño II en 924 intentó ceñirse la corona de Oviedo, y aun la llevó algún tiempo, según dicen antiguos documentos. Engáñanse, pues, Ambrosio de Morales y el P. Flórez, atribuyendo el primero esta tumba unas veces a Alfonso IV, otras a D. García, hijo del Magno, y hasta a alguna reina de estirpe leonesa; y el segundo al suponerla perteneciente a Sancho Ordóñez, rey de Galicia, no conocido en la lista de nuestros reyes por no haberlo sido de León. Otra sepultura existía al lado de esta, más pobre y humilde que las demás, sin ornatos ni letras que dijeran el nombre del que allí yacía.
El panteón, por sus pequeñas dimensiones, no era bastante a contener los restos de los descendientes de Ramiro y Ordoño, y en el transcurso del siglo X hiciéronse los sepelios de las personas reales en la misma iglesia. En el crucero del lado del Evangelio, y junto al ingreso principal de la basílica, alzábase, adosada al muro y cobijada bajo un arco de medio punto, la tumba de la reina Urraca, en cuya tapa se veía una larga inscripción, que por estar algo maltratada no fue bien leída por los que lograron alcanzarla. Decía así:
Cuatro reyes de Asturias y León, contando entre ellos al hijo de Alonso el Magno, cuya tumba hemos citado, llevaban el nombre de Ramiro, y sus esposas el de Urraca. Todas estas reinas, siguiendo la costumbre de la época, tomaban uno, y a veces dos apelativos más, con los que indistintamente confirmaban las donaciones y testamentos, no dando preferencia a ninguno. Los cronistas del siglo XVI y los agustinos de la España Sagrada, en sus investigaciones sobre tan oscura época, viéronse confundidos con tal variedad de nombres, dándose el caso de suponer a un monarca casado tantas veces cuantos eran los apellidos de su esposa.
Urraca y Paterna se llamaba la del primer Ramiro; la del segundo, Urraca, Teresa y Florentina, y la del tercero, Urraca y Sancha. ¿Qué Urraca era la yacente en esta sepultura? Una tradición corriente en el siglo XVI asignaba esta tumba a la de Ramiro I, y así lo dice la inscripción puesta a principios del reinado de Felipe V en el panteón moderno.
No nos detendremos a refutar a estos cronistas, una vez demostrado que la tumba fue erigida a mediados del siglo X, ciento seis años después de la muerte de Ramiro I. Tampoco pudo yacer aquí la esposa del tercero, porque esta señora falleció con posterioridad al año de mil, y en este caso debía estar notada la era con una T o con el «Post millesima» de costumbre. Además, se sabe positivamente que fue sepultada con su marido en el panteón que Alfonso V erigió en el cementerio de San Juan, restaurado cual hoy se ve por Fernando I en San Isidoro de León. Sandoval y el P. Flórez, la atribuyen con fundamento a la Urraca de Ramiro II. Falleció este rey en León en 950, al retorno de su viaje santo a la iglesia ovetense. Su esposa, como toda reina viuda, se hizo monja -acaso en el monasterio del Salvador de León, fundado por ella y su marido para su hija Geloira, donde, como en el de San Juan de Oviedo, sólo entraban princesas y señoras de alta alcurnia- pasando a la otra vida seis años después de su cónyuge, en el de 956. Poco tiempo después de su fallecimiento fueron removidos y trasladados sus restos a la basílica de Santa María, y encerrados en esta sepultura. No deja de haber algunas razones para atribuir esta tumba a la esposa del pretendiente Ramiro, hijo de Alfonso el Magno. Murió aquel, joven aún, en 927; por consiguiente, su viuda, acaso de menos edad que él, bien pudo alcanzar el año de 956, en que falleció la Urraca aquí yacente.
Poco separado de este sepulcro, e incrustado también en la pared de la nave lateral bajo un arco de medio punto, estaba el de doña Geloira, Elvira o Munia Domna, esposa de Ordoño II, con una inscripción que así decía:
«Hic colligit tumulus regali ex semine corpus |
Geloyrae Reginae Ordonii secundi Vxor. |
Obiit Era DCCCC… Et hoc etiam loculo |
Regina Tyresia clauditur.» |
Cuando Morales copió esta inscripción, se hallaba tan deteriorada, que no logró leer más que unas cuantas palabras que apenas formaban sentido; pero en la Crónica general la inserta íntegra, sacada, como la de Ramiro hijo del Magno, de antiguos traslados entonces existentes, llegados a sus manos después de realizado el viaje santo. La reina Teresa, sepultada en este lucillo, era la esposa de Sancho el Craso. Ambas fueron traídas de León a fines del mismo siglo. Inmediata a esta tumba alzábase otra adosada al muro que, como las anteriores, la cubría un arco de medio punto, pero sin que en su acofrada tapa se leyera inscripción alguna que dijera el nombre del que allí yacía. Decíase en el siglo XVI, según Carballo, que la erigió Alfonso el Casto para guardar las cenizas de sus padres, sepultados, como hemos dicho, en el cementerio del Salvador. No todos los cuerpos reales yacían en tumbas levantadas y en sepulcros murales; muchos príncipes por pobreza y humildad fueron inhumados en el suelo, viéndose esparcidas por las naves y especialmente junto al panteón, modestas lápidas de piedra ordinaria sin ornatos y en general sin inscripciones. Cerca de la escalera que daba acceso al coro alto había, entre varias, una losa de mármol con una leyenda ininteligible por lo gastada, de la que solo se podían leer las palabras «Adepti… Regna Celestia potiti». Teníase en gran veneración esta tumba en el siglo XVI por creerse estaban guardadas en ella cuerpos santos, que Morales supone habían sido ya extraídos de allí para colocarlos en lugar más decoroso.
Temeroso Bermudo II de que Almanzor en la campaña de 986 se apoderara de la capital de la monarquía, hizo trasladar a esta basílica las cenizas de los reyes y príncipes sepultados en León, Astorga y otros lugares, para evitar su profanación por los árabes. Trajeron los cuerpos reales en siete cajas de madera, las cuales, no habiendo bastante espacio dentro del panteón, fueron colocadas delante en el cuerpo de la iglesia. La primera arca (techa), situada en el centro de la nave, contenía los restos de Alfonso III y su esposa Gimena; la segunda, y a la derecha, Ordoño II con sus mujeres Munia Domna y Sancha; la tercera, Ramiro II, Sancho I y Teresa, y Ordoño III y Elvira; la cuarta, Fruela II y Munia Domna; la quinta, la reina Elvira, llamada la Casta; la sexta, más alta que las demás, guardaba las cenizas de la Teresa esposa de Ramiro II; y por fin la séptima, que estaba dentro del panteón junto a la tumba de Alfonso II, contenía los huesos de los príncipes y princesas que no habían llevado el cetro. Después de la derrota y muerte de Almanzor y de su hijo Abdulmelic, pasados los temores de otra invasión, fue repoblada León en 1020 por Alfonso V, y entonces volvieron a esta ciudad la mayor parte de los cuerpos reales; pero no a sus vacías tumbas, sitio al panteón del cementerio de San Juan que aquel monarca, como hemos dicho, levantara para su enterramiento, restaurado pocos años después por Fernando I. En un cubo de la muralla antigua que formaba parte del atrio o cementerio, yacen hoy las cenizas de Ramiro II, Sancho I, Ordoño III y su segunda esposa Elvira, Ramiro III y Urraca y Alfonso IV, cuyas cenizas no fueron llevadas a Asturias, dejándolas expuestas a ser profanadas por los árabes en San Julián de Rioforco. Ordoño II volvió a ocupar su tumba en la iglesia catedral por él fundada, y cuando más adelante se levantó la actual basílica por el magnífico don Manrique de Lara, se le trasladó al bello sepulcro mural que hoy se contempla detrás del altar mayor. Quedaron en el panteón de Oviedo para siempre las reinas Gimena, Munia, Urraca, Elvira, Teresa, el rey Froila II, y aquel ilustre príncipe, émulo de Pelayo, y Alfonso el Casto, conquistador de Toro y Zamora, de Viseo y Coimbra, el último y más glorioso de los monarcas de Asturias, conocido en la Historia con el nombre de Alfonso III el Magno.
PANTEÓN DE LOS REYES. SAN SALVADOR. OVIEDO.
Cudillero, 20 de Mayo de 1887.
SANTA MARÍA DEL NARANCO
En la época romana, cuando la colina de Ovetao estaba cubierta de espeso bosque, existía en la falda de la sierra de Naurancio, a la mitad de su altura, una villa formada de algunos edificios, en cuyas inmediaciones se han encontrado inscripciones sepulcrales que dicen los nombres de los moradores de aquella pintoresca residencia, desde donde se contemplan hermosas vistas sobre la ciudad y el extenso valle de Plañera (1).
El rey Ramiro I, atraído por la belleza del lugar y por su proximidad a la capital, de la que dista dos millas, se estableció en esta villa que encerraba dentro de su recinto tierras de labor de 300 radios de sembradura y una gran pomarada (2).
(1) Ambrosio de Morales vio una lápida en el pavimento del coro de San Miguel, que decía: "Caesar domitat Lancia", que dio lugar a la errónea suposición de que la célebre Lancia donde los astures hicieron tenaz resistencia a los romanos, estaba en el vecino Pico de Lancia, situado sobre el río Nalón. Esta lápida medio borrada, no fue bien leída ni interpretada por dicho cronista. En nuestros días se ha encontrado otra estela sepulcral que dice:"Q. Vuidericus Agidii f". Quinto Vindirico hijo de Agido. El segundo y tercer nombre es de los abirígenes del país, como la mayor parte de los que se encuentran en las inscripciones romanas de Asturias.
(2) Dice el rey Alfonso Magno en su donación de 905: Ecclesiam Sti Michaelis cum pomario magao eircunvallato, cum senra capiente trócente modios sementé; cuyus terminus est a parte occidentis perterminum Januales; et a Biancos usque ad exitum montis Naurancii ab integro cum brancas prenominatas Pótales, Quamoneto, Cogullos, Obrias»
Boletín de Sociedad española de Excursiones 2.
Los edificios que formaban aquella colonia agrícola los había convertido el tiempo en un montón de ruinas, y en su lugar levantó el monarca unas termas, dos templos y las dependencias para la servidumbre y los cultivadores de la villa, y una hermosa fuente. El palacio donde Ramiro vivió y murió estaba cerca de la iglesia de Santa María; pasó poco después a poder de los obispos ovetenses; y en la segunda mitad de la Edad Media sirvió de cárcel de corona, hallándose en ruinas en el siglo XVI, conservándose entonces la puerta principal según cuentan los cronistas de aquel tiempo que alcanzaron a verla (1).
Un historiador del siglo XI, del Silense, que visitó Asturias en tiempos de Alfonso VI, sea por referencias equivocadas, sea por la mala interpretación de la inscripción del ara del altar, acaso no legible entonces, enunció en su crónica el grave error de que la iglesia de Santa María había sido construida para palacio de Ramiro, convertida poco después en iglesia (2). Un arqueólogo moderno, el Sr. Amador de los Ríos, en la monografía que publicó en los «Monumentos Arquitectónicos de España» de estas iglesias, acepta la opinión del Silense, y llevándola a la exageración, asigna las tres pequeñas cámaras que forman el templo al uso doméstico del rey y de su esposa, como si aquellos templetes de filigrana abiertos a los vientos y al agua pudieran ser habitables (3).
La citada leyenda del ara dice que en el mismo sitio existían las ruinas de una habitación (habitaculum) consumida por el tiempo, que Ramiro reedificó dándola la forma monumental que hoy tiene (4). Muy difícil, sino imposible, es averiguar si el derruido edificio era civil o religioso, aunque casi se puede asegurar que sería la cámara principal de la villa convertida acaso en templo.
(1)Multa non longea supradicta ecclesia condidit Palatium et balnea pulchra atque decora. Dice Morales de este palacio: "a cuarenta pasos de Santa María se ven unos palacios de tan poca dura que está casi ahora todo caído por tierra".
(2) Fecit quoque in spatio LX passum ab ecclesia, Palatium siuc ligao, miro opere inferius, superiusque cumulatum… Palatium Ecclesiam postea versum Beata Dei Genitrix Virgo Maria iuibi adoretur. At ubi, a prívalo tuniultu aimus quieverat ne per otium torperet, multa duobus milllariis remota ex múrice et marmore opere forniceo aedificia construxit.
(3) Supone el Sr. Amador de los Ríos que la nave servía de sala o estrado y los dos camarines de dormitorios, habitando acaso el oriental la reina Urraca y en el opuesto su esposo y en la cripta se acomodaba la familia, destinando el retrete de la derecha para guardar los tesoros y el de la izquierda para despensa (¿y la cocina?).
Dice interpretando el texto del Silense que Ramiro falleció en esta iglesia: "ubique a eculo recessit et Oveto túmulo quieverat. Sebastián dice solamente: "in pace quievit".
(4) Criste, filius nei qui in uterum Virginale Beata Mariae ingresus est sino humana conceptione et egresas sine corruptione qui per fauníulum tuuní Ranimirum principe gloriosum cum Paterna regina conx uge renovasti hoc habitaculum nimia vetustate consumptum et pro eis aeditícasti hancaram benedictionis gloriosae Sancta Mariae in locum hunc sanctum exaudí eos de celorum habitáculo tuo et dimitto pecata eorum qui vivís et regnas per inunita sécula seculorum. Amen; "die VIII, kalendas iulias era DCCC LXXXVI".
Ya he dicho que en Asturias durante las épocas romana y visigoda no debieron alzarse basílicas, dada la barbarie y postración en que cayó el país en tan triste período de su historia; y así como el caserío roma no era bastante a contener la escasa población, los templos serian humildes habitaciones para que los fieles cumplieran sus deberes religiosos. Que no debieron construirse templos, al menos de carácter monumental, antes de la invasión de los árabes, lo prueba la carencia que tenían en sus templos, ejemplo seguido fielmente en los tiempos de la monarquía asturiana, en cujas naves se veían numerosas leyendas, conservadas a pesar de las reedificaciones que sufrieron las iglesias del inscripciones votivas y lápidas de consagración que los visigodos pusieron en el siglo XI a nuestros días. En la magna obra epigráfica, tantas veces citada, del Sr. Vigil, no se encuentra ninguna inscripción visigoda, ni se refieren a ellas jamás los historiadores del Renacimiento que describen algunas iglesias hoy desaparecidas. La célebre inscripción de Santa Cruz de Cánicas, de los primeros días de la Restauración, dice que anteriormente a la erección, sobre aquel prehistórico dolmen, del pequeño santuario, de unos ocho pies en cuadro, bautizado por Favila con el pomposo nombre de Macina Sacra, descrito por Morales en su Viaje Santo, se dedicaron altares a Cristo por el obispo Astemo o Asterio, en la centuria trigésima (1).
Fuera sagrado o profano el edificio anterior a la iglesia de Santa María, se puede asegurar que no tenía carácter arquitectónico, porque si así fuera se verían incrustados en los muros de la actual restos decorativos, como capiteles, fustes y frisos, o siquiera fragmentos de materiales constructivos que no se ocultan al ojo del arqueólogo. Obsérvase en este monumento, desde los cimientos a la cornisa, una perfecta unidad artística e idéntica construcción, como que ha sido levantado por lo menos en el corto espacio de seis años, del 842 en que comienza el reinado de Ramiro I hasta el de 848, fecha de la consagración, según dice la leyenda del ara del altar.
(1) Favila se refiere indudablemente a una tradición corriente en su tiempo, y a la que no se puede dar fe. En la era 300 ni los astures estaban convertidos al cristianismo ni podían erigir altares dedicados a Cristo cuando en Roma no los había todavía. Los francos llamaban machina a la tristega o campanario de madera que se elevaba sobre el crucero; no es de creer que lo tuviera esta iglesia.
Las iglesias erigidas antes de la subida al trono, de este monarca, estaban cubiertas de techo de madera, conservando, casi sin alteración, la forma típica del templo cristiano, la basílica constantiniana, importada en Asturias por los visigodos huídos de la dominación musulmana. Las circunstancias especiales en que se hallaba el país al mediar el siglo IX, hicieron necesario el empleo de la bóveda en la cubrición de las naves, y su inmediata consecuencia fue la proscripción de la planta basilical, o por lo menos una alteración del trazado para preservar los edificios, especialmente los religiosos, de un posible incendio.
En todos los tiempos se ha procurado, pues,cubrirlos de bóvedas que impidieran prender fuego a las armaduras de la techumbre, y aun suprimirlas, haciendo descansar el tejado directamente sobre la fábrica abovedada. Los romanos, grandes maestros en el arte de edificar, habían logrado defender de las llamas algunas construcciones monumentales, como las grandes salas de las termas y los templos circulares, cubriéndolos de bóvedas de arista y de cúpulas hemisféricas, pero la basílica por su planta y por su construcción era imposible abovedarla por los débiles soportes de las columnas, que no podían resistir el enorme peso que sobre ellas gravitaba, ni era fácil contrarrestar su empuje con contrafuertes y arbotantes. Una basílica abovedada nos queda del tiempo de los romanos: la de Constantino; comenzada por Magencio, si bien no es más que de nombre, porque su planta y su construcción es similar a una sala de la terma, de la de Caracalla. En ella se sustituyen las columnas que separan la nave central de las laterales por grandes pilares, distanciados la anchura de aquella para levantar bóvedas de arista de planta cuadrada, y las naves bajas no tenían diafanidad, interrumpidas longitudinalmente por arcos que sostienen los grandes estribos que sufren el empuje de la nave mayor.
Un acontecimiento muy importante acaecido al mediar el siglo IX, vino a hacer indispensable la construcción de bóvedas en los templos, si habían de ser preservados del fuego que les amenazaba; calamidad que a un tiempo sufrían Asturias y Francia, por lo cual la construcción pasó en los dos países por iguales vicisitudes. Durante el reinado de Alfonso el Casto, su pequeño Estado disfrutaba de seguridad interior, defendido por la cordillera, pero no los Campos Góticos y las márgenes del Duero, teatro de la lucha entre árabes y cristianos, cuyos templos eran destruidos por aquéllos en sus rápidas algaradas. Al mismo tiempo aparecen en nuestro litoral los normandos, haciendo terribles depredaciones que los historiadores contemporáneos pasan en silencio, no queriendo transmitir los posteriores sucesos adversos. La Francia carlolingia veíase combatida, como Asturias, por los mismos enemigos. Los árabes, que no renunciaban a su dominación en una parte de la Galia Narbonense, hacían frecuentes invasiones por el interior del país, mientras que los normandos por el Norte y Occidente, remontando los ríos navegables, destruían a su paso basílicas y monasterios. En estas rápidas campañas los bárbaros del Norte y del Mediodía no tenían tiempo para destruir los templos con la piqueta, empleando la tea, que les daba mejor resultado, pues al arder la armadura de la cubrición, los muros, desprovistos de las vigas tirantes que los sujetaban, se desplomaban sobre los calcinados fustes y se convertía el edificio en un montón de ruinas. Sabemos el procedimiento de que se valían los normandos para prender fuego a las basílicas. Cuenta Dozy refiriéndose a un historiador árabe del siglo IX, que en el califato de Abderrhaman II, apenas se había terminado la gran aljama de Sevilla desembarcaron los normandos e intentaron incendiarla arrojando dardos incendiarios al techo y amontonando materias combustibles en una de sus naves. Entonces, cuando ya todo iba a arder, vino un ángel por el lado del Mirab en figura de un mancebo de peregrina hermosura y lanzó de allí a los incendiarios.
Como coincide la construcción de templos abovedados en Asturias al mismo tiempo que en Francia, podría creerse que esta manera de edificar nos vino de allá, por existir entonces relaciones de intimidad con el Imperio franco, y era natural que ejerciera éste influencia sobre el pequeño reino cristiano, alcanzando esta influencia a la arquitectura. En el estado en que hoy están los estudios arqueológicos no se puede afirmar ni negar esta suposición; sólo consignaré que las causas a uno y otro país, más que a moda o a capricho debemos atribuirlas a la apremiante necesidad de impedir su destrucción por la tea de los bárbaros. Sin embargo, hay la probabilidad de que las formas extrañas que afectan estos monumentos no son imitadas de las que entonces exhibían los edificios religiosos franceses, pues de lo contrario veríamos que originaron la cubrición de los templos con bóvedas eran iguales en nuestras iglesias el ábside semicircular, la bóveda de sección de esfera y la de arista, no fueron empleadas en la arquitectura asturiana.
Algunos arqueólogos ven en el domo de Aix-la-Chapelle, erigido en aquellos días por Carlomagno, el origen de estas construcciones abovedadas, lo que no es cierto, pues la célebre rotonda es un monumento que no tiene semejanza con los del tiempo de los reyes de la primera raza y con los visigodos, ni ha sido imitado después. Carlomagno reprodujo en el domo de Aquisgrán la octógona iglesia de San Vital, latina por su planta y cubrición, bizantina por su ornamentación; y así como aquel gran monarca fue impotente para resucitar el Imperio de Constantino, también lo fue para aclimatar en Francia la arquitectura de Justiniano, no la de Bizancio, sino la de Rávena, y su domo no fue reproducido más que una sola vez en la Alsacia, sin que aparezca su influencia en los monumentos erigidos posteriormente en Francia.
Los historiadores contemporáneos nos transmiten la admiración que producían estas construcciones tan diferentes de las de la época del Rey Casto. Sebastián de Salamanca, que vivió en tiempo de Ramiro I, y que probablemente asistió a la consagración de ambas iglesias, dice que si se quisiera hacer otras iguales no se encontraría en toda España un arquitecto que las imitara.
(1). El Albeldense la cita con encomio (2), y el Silense, aunque de tiempos posteriores, que vería acaso los albores del arte románico en Castilla, alaba sus peregrinas formas.
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