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Monumentos prerromáticos y románicos asturianos, según Fortunato de Selgas. (página 5)


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      Consérvase todavía un trozo del primitivo alero en el muro del Mediodía del ábside central, que como casi todos los de aquella época está sostenido por salientes zapatas colocadas a conveniente distancia, labrados los frentes en curva, decoradas de estrías, como las de San Tirso,  teniendo eu la cara superior un encaje para apoyar las cabezas de las piezas sobre las que descansan los cabrios, las cuales aparecen talladas en forma de cable, apenas perceptible por la descomposición de la madera al cabo de tantos siglos. Las trabes que atirantaban la cubrición, visible por el interior, estaban decoradas de figuras geométricas como círculos que se intersecan, formando estrellas y folias trazadas con el compás y acentuadas con la gubia, contribuyendo a su embellecimiento los colores, pues no eran solos los muros y las bóvedas de los ábsides donde se empleaba la pintura, según cuentan los historiadores de la Restauración.

      La espadaña está situada en el piñón del muro que separa el vestíbulo de la nave central, en idéntica situación que la de Santa María del Naranco, y como aquélla tiene dos vanos cerrados de arquillos de medio punto y acaso otro pequeño en el frontón, donde se albergaban las diminutas campanas del siglo IX; y cuando se dio a estas mayores dimensiones, sobre todo del Renacimiento acá, sufrió una restauración que le ha quitado su primitiva forma.

      En el moderno cementerio entre tumbas y cipreses, se levanta el testero, que se conserva en su prístino estado, adonde no han alcanzado, por fortuna, las restauraciones de que ha sido víctima el im fronte, marcando perfectamente la separación de los ábsides, dos esbeltos contrafuertes de bien labrado sillarejo que rompen con su resalto la monotonía del muro y entre ellos y las esquinas se abren los tres vanos que alumbraban los santuarios; el central, mayor que los laterales, formados de jambas y dinteles de sillares rectangulares sin molduras ni ornatos que como los de la Cámara Santa están descargados por arquillos semicirculares de ladrillos separados por espeso lecho de cemento. Estas fenestras han sido tapiadas, y sólo la de Poniente conserva la lámina de piedra perforada para quebrar el aire y la luz, dibujándose la Cruz de los Ángeles y enlaces de secciones de círculos.

      Los muros del ábside central se elevan a la altura de la nave mayor, formando una cámara cuadrada sobre la bóveda del santuario, cubierta de un tejado de dos vertientes, habitada tan sólo por murciélagos y lechuzas, y a la que no se podía subir sino por escalera de mano, sirviéndole de ingreso un magnífico ajimez de tres arcos, el central de más anchura que los de los lados, cerrados por arquitosde medio punto de ladrillo, y las jambas laterales de sillares rectangulares lisos y sin ornatos.

      Los pequeños fustes que sirven de parteluces, están sostenidos por molduradas basas y coronados de abultados capiteles, que recuerdan por su forma y ejecución los de la época visigoda. La fábrica de los muros de esta basílica, aunque de estructura incierta como la de todas las iglesias ovetenses, es muy superior y de ejecución más acabada, estando las piedras bien encamadas y unidas por excelente cemento, empleándose en las esquinas y contrafuertes el sillarejo perfectamente labrado, con las juntas y aristas muy finas, atizonado y enlazado con la mampostería. Los paramentos interiores de los muros están enlucidos, y bajo las superpuestas capas de cal que los cubren deben hallarse restos de la pintura decorativa, empleada en los monumentos religiosos y civiles, cuyo ejemplo nos ofrecen la Cámara Santa y San Miguel de Lillo.

MONASTERIOS ANTE-ALTARES DEL SALVADOR

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San Vicente. Cuando Alfonso II reedificó la primitiva basílica del Salvador no restauró la iglesia del levita y mártir Vicente, a cuya sombra había nacido y desarrollado la ciudad, y ni siquiera le dedica ron un altar en el nuevo templo como a los santos Julián y Basilisa.

Aunque no quedan noticias de la existencia de este monasterio, en el largo período comprendido entre el reinado de Alfonso el Casto y el de Fernando I, sabemos que no fue suprimido, continuando su comunidad haciendo vida monástica bajo la regla benedictina, ejerciendo el cargo de capellanes reales adscriptos al servicio divino de la iglesia del Rey Casto, por lo que se le suele llamar en antiguos documentos monasterio de Santa María; lo mismo que los monjes de San Martín de Santiago, no teniendo templo propio ante el altar del Apóstol, iban a celebrar el culto en la corticella, pequeña basílica situada en el lado septentrional de la catedral compostelana. En esta venerable iglesia, que por ser el panteón de los reyes de Asturias era llamada Capella Regum, se reunían para cumplir sus fines religiosos los presbíteros del Salvador, que también hacían vida canónica, los monjes de San Vicente y las vírgenes del Señor del monasterio de San Juan. En sus humildes naves, aquellas corporaciones monásticas, y desde el siglo XIII los canónigos de la catedral, han elevado a Dios ante la tumba de Alfonso el Casto las oraciones que la iglesia ovetense le había dedicado, no interrumpidas un solo día en el transcurso de once siglos (1).

(1) En la lista de los altares que el Obispo D. Pelayo restauró e hizo de nuevo en la basílica ovetense y en sus inmediaciones, se cita el de San Vicente. Sin duda se refiere al erigido en el templo románico, construido en tiempo de dicho Prelado.

      En el largo tiempo que el monasterio estuvo incorporado a la basílica del Salvador no tuvo abad propio, cuyo cargo ejercía el obispo, lo mismo que la administración de sus bienes. Al iniciarse en Asturias la reforma de las ordenes religiosas en el siglo XI, realizada en la siguiente centuria, suprimiéronse los monasterios dúplices y de propiedad, transmitida y fraccionada por herencia, y se crearon, a imitación de los de Castilla, otros poco numerosos, bien dotados con los bienes de los suprimidos y las donaciones de los reyes y magnates. Entonces se separó el monasterio de San Vicente de la catedral, recuperó sus propiedades, adquirió otras, entre las que se contaban muchos de los pequeños conventos dúplices, que para conservar su recuerdo quedaron convertidos en prioratos. El primer abad que tuvo el monasterio después de su separación fue el monje Fuertes, del que hay noticias escasas, sabiéndose que falleció en 1066 en los comienzos del reinado de Alfonso VI. Al hacerse independiente la Comunidad cesó de prestar

servicio religioso en la capilla del Rey Casto, que en adelante lo ejercieron los ministros del Salvador, y entonces construyeron aquellos monjes un hermoso templo de tres naves con cripta, cubierta la cen tral de bóveda de medio cañón, alzándose sobre el crucero una cúpula o cimborrio y claraboyas en la capilla mayor, decorado el edificio con los primores del arte Románico que aparecía entonces en Asturias, el cual fue derribado a fines del siglo XVI, siendo abad el gran historiador de la orden Benedictina, el P. Yepes, alzando en su lugar la actual iglesia que no llama la atención por su belleza artística, sino porque guarda las cenizas de otro benedictino eminentísimo; el P. Feijó. En el antiguo claustro estaban las tumbas de los abades, cuyas inscripciones nos ha transmitido Tirso de Avilés.

San Pelayo. Hay quien afirma que este monasterio era el de San tianes de Pravia fundado por Silo, donde su esposa Adosinda, siguiendo el ejemplo de las reinas viudas de aquel tiempo, se retiró a hacer vida religiosa, siendo trasladada esta santa casa a Oviedo ante los altares del Salvador en el siglo IX; lo que no es cierto, pues en el testamento de Alfonso III de 905 consta que continuaba allí la institución monástica creada por el citado monarca en las pintorescas márgenes del Nalón, y si es verdad que este convento se anexionó al ovetense, fue siglos después, cuando se realizó en Asturias la supresión de los pequeños monasterios. Alfonso el Casto creó en Oviedo un asilo para las señoras de estirpe regia y de la alta nobleza, cuya situación era la misma que hoy tiene, separándole de la basílica catedral el cementerio, que por estar dedicado por aquella parte a enterramiento de las monjas se le conocía con el nombre de Cementerium Puellarum. Es muy extraño que el monasterio haya sido dúplice, es decir, de hombres y mujeres, si bien dominaría el elemento femenino, dado el motivo de la fundación, que era para albergar princesas y elevadas damas. Acaso aquellos monjes tendrían la misión de celebrar el culto en la iglesia de San Juan, viviendo allí con el carácter de capellanes como los presbíteros del Salvador (1).

(1) En una de las interpolaciones hechas por el cronista D. Pelayo en la Historia de Sebastián de Salamanca, dice: «subjungitur ibi ecclesiae Stse. Mariae templum in memoriam S. loannis Baptistae constitutum in quo traslatum est corpus Beati Pelagi martyris post multum annorum descursum qui sub rege Abderraman Corduba in civitate subiit martirium». También se refiere a este templo una escritura de dicho monasterio de la Era 1035 en la cual el rey Bermudo II, el Gotoso, dice: «Veremundus rex Magni Ordini proles parveni in provinciam asturiensem, ad dominos gloriosos Sanctum loannem Baptistam et Sanctum Pelagium quorum basílica sita est in Sede metropolitana Oveto in cimiterio Puellarum, etc. Yepes; Crónica de San Benito, centuria IV-342. Fernando I hizo una arca de cedro chapeada de plata dorada con imaginería, para guardar las cenizas de San Pelayo.

      La citada iglesia era de planta basilical, por consiguiente, debió tener tres naves y otros tantos ábsides; pero sufrió la suerte que la de San Vicente, siendo restaurada en el siglo XVII cuando la total reedificación del monasterio. Al finar la décima centuria adquirió esta casa gran importancia con la presencia en sus altares de las reliquias del niño mártir Pelayo de Córdoba, traídas de León, para evitar que los árabes las profanaran cuando aquella ciudad fue destruida por Almanzor, por la viuda de Sancho el Craso y las Princesas Teresa y Sancha, hijas de Bermudo II, que tomaron el velo en este monasterio. Atraídos por la devoción al santo Infante vinieron en romería Fernando I y su esposa Sancha, que viendo la humilde caja en que yacían sus cenizas hicieron otra de ricos metales, poniéndola en lugar alto para que la vieran los fieles, acaso colgada de la flecha del ciborio como otras arquetas de aquel tiempo, pendiente de argéntea cadena; pero no restauró el viejo altar, que lo fue por el obispo D. Pelayo a principios del siglo XII.

     El claustro era muy notable por contener las tumbas de las abade sas, cuyas inscripciones, como las del de San Vicente, están consig nadas en los manuscritos del canónigo Tirso de Avilés. Si pudiéramos dar fe a una leyenda de la Edad Media, diria con los cronistas del siglo XVI que allí estaba sepultada Sancha, la madre de Bernardo del Carpió, recluida en aquella casa por el rey Alfonso el Casto. Para regalo de los peregrinos que de todas partes acudían a orar ante las reliquias de San Pelayo y de la Cámara Santa, las monjas fundaron un hospital dependiente del convento, que no hay que confundir con el que del mismo nombre de San Juan y con igual objeto tenía el cabildo en el palacio de Alfonso el Magno (1).

(1) Yepes. Crónica de San Benito, tomo III, pág. 340.

      Una costumbre se conservaba a fines del siglo XVI que recuerda el tiempo en que las tres comunidades. Se reunían en la capilla del Rey Casto para orar en común. Cuenta el P. Yepes que en el aniversario de la muerte de Alfonso el Casto iban el cabildo, los monjes de San Vicente y el regimiento de la ciudad a cantar responsos por el alma de aquel gran monarca, y las monjas les contestaban desde su claustro, que estaba pared por medio, oyéndose sus cantos a través de un elevado luneto que perforaba el muro.

      La antigua puerta de comunicación por donde entraba la comunidad al templo estaba tapiada desde el pontificado de D. Gutierre de Toledo que obligó a las religiosas a vivir en absoluta clausura.

Monasterios de Herederos. Este era el nombre de unos pequeños conventos que había en el cementerio, de propiedad particular, donde los individuos de una familia hacían vida monástica bajo la regla de San Benito. A la muerte del fundador, el monasterio y sus bienes se dividían en tantas partes cuantos eran los herederos y sus descendientes, lo que daba lugar a querellas y litigios sobre la posesión de las minúsculas parcelas, que al fin terminaban con la cesión o venta a la sede ovetense. Únese a esto la relajación de las costumbres, que no debían ser muy edificantes viviendo juntos en estrechas y mezquinas celdas hombres y mujeres, lo que dio lugar a la supresión de estas casas justamente llevada a cabo por el Papa Pascual, siendo Arzobispo compostelano el célebre D. Diego Gelmírez (1).

(1) Decía el Pontífice romano al Prelado en 1103 sobre estos monasterios dúplices: «lud omnino incongruum est quod per regionem vestram monachos cum sanctis monialibus habitare audimus, ad quod resecandum inmiat est qui praesenciarum simul suut divisis longe habitaculis separentur». (Sandoval. Cinco Obispos.)

Santa Marina. A mediados del siglo XI, la Condesa Munia Domna, viuda de Gundemaro Pinioliz. era poseedora del convento e iglesia de la Virgen Marina, que padeció el martirio en Orense cuando las persecuciones paganas, y a quien en Galicia y Asturias se profesaba ardiente culto. Estaba situado este monasterio a espalda de la iglesia de San Tirso, hacia donde hoy está la capilla de Santa Bárbara, siendo donado por aquella señora  a su hijastro Gunterodo Gundemariz, con cláusula de que a su fallecimiento fuera devuelto a la sede ovetense, a la que había pertenecido en la anterior centuria (2).

(2) «…et alio monasterio Sanctae Marinae fundato in cimiterio suprafate sedis juxta ecclesiam beati Tirsi». (Libro gótico.)

      No debió realizarse totalmente esta cesión, porque en 1124, Osorio Peláiz y Gelvira Froilaz no donaron más que una parte, poseyendo las restantes sus hijos y nietos, hasta que al fin el Cabildo se hizo dueño absoluto del templo y del monasterio (3).(3) D. Gontrodo Osorez, conocida por D. Sol, donó las parcelas que tenía en este monasterio al Salvador. Era tal la subdivisión de la propiedad de los monasterios dúplices, o de familia y de sus bienes, que los dueños, dado el escaso valor de las partes que les correspondían, los dejaban abandonados. 

       Suprimido éste, como todos los de su clase, se trasladó el culto a la cripta de la iglesia de San Vicente, donde estaba su altar, y en la escalera de bajada aparecía incrustada en el muro la inscripción de la antigua capilla, copiada por el Padre Yepes que inserta en su Crónica de San Benito (4).

(4) Dice así la inscripción: «Hoc altare consecravit loannes episcopus ovetensis in honore Ste. Marinae in quo recondite sunt hec reliquiae Sti. Nicolai episcopi. Ste. Mariae Magdalenae, Ste. Agatae, Ste. Agnesi, Ste. Eulaliae Virginis, de pane cene domini, et multe aliae reliquiae Sanctorum». Era 1063 (1025.)

Santa Cruz. Este monasterio existía en el siglo X y debió ser de fundación real, pues la reina Velasquita, esposa de Bermudo el Gotoso, lo donó en la era de 1024 a la iglesia del Salvador, cuyo testamento fue confirmado por Urraca, la hija de Alfonso VI, que por las ambiguas frases del documento, parece que estaba situado en el cementerio, próximo a la basílica del Rey Casto.

      Existían en el atrio otros dos conventos bajo la advocación de Santa Ágata y Santa María, que fueron de los poderosos Condes don Fernando y D. Enderquina, quienes por convenio celebrado con el obispo D. Pelayo, reconocen pertenecer a la sede ovetense (1).

(1) «…monasterios qui sunt in Oveto in atrium Salvatoris nostri quos vocitant Sante Agathe martyris iuxta ecclesia et monasterium sante Marie secus Sanctus Andreas. (Archivo Catedral. Ciriaco M. Vigil, Epigrafía asturiana.)

      El primero se alzaba próximo a la iglesia de San Tirso, y el segundo al lado de San Andrés. No hay noticia de que hubiera en el cementerio ni en la ciudad un templo con ese nombre, y es probable que este monasterio estuviera cerca del ábside septentrional de la basílica del Salvador, donde se albergaba el altar de dicho apóstol.

 IGLESIAS ANTE-ALTARES DEL SALVADOR.

La Cámara Santa. Esta pequeña iglesia, como todas las que rodeaban la basílica catedral, fue construida después del año de 816, en que cesaron las irrupciones de los árabes en Asturias, que produjeron la destrucción de la mayor parte de los monumentos religiosos. Si el Rey Casto hubiera levantado los templos ante-altares con anterioridad a las donaciones de 812, de seguro que serían citadas en aquellos testamentos con los edificios civiles que para embellecimiento de la capital y regalo de sus habitantes había alzado en los primeros años de su reinado (2).

(2) «Altari meridiouali in ultima parte ecclesiae ubi ascensio fít per gradus Sti. Michaelia archangeiis ecclesiam rex beate memoriae possuit ubi securitatem loci adhibitis tamen multiplicate serrarum ferrl archam gloriosisimam transtulit. (Pelayo Ovetense. Historia del arca de las reliquias.)

      La Cámara Santa aparecía aislada como un tabernáculo en el atrio que circuye la catedral, y a su alrededor se inhumaban, a la sombra de las santas reliquias, los ministros adscriptos al culto, los cuales tenían sus viviendas en el inmediato claustro, donde hacían vida común.

      Desgraciadamente no se puede contemplar este venerable monumento exteriormente, ocultos y confundidos los muros de la facha da principal y laterales con los de la moderna basílica, pudiendo gozarse tan sólo de la vista del testero, aunque algo alterado por poste riores restauraciones.

      Púsose la Cámara Santa bajo la advocación de San Miguel, al que solían dedicar en aquel tiempo las capillas de los cementerios para orar ante su imagen — que no ante sus reliquias — por los muertos, cuyas almas pesaba el día del Juicio Final, y como arcángel guerrero ahuyentaba con su espada los espíritus malignos que querían turbar la paz de los sepulcros. El ilustre monarca, su fundador, la destinó para custodia de las reliquias que los cristianos venidos del interior de España habían traído y escondido en las asperezas de las montañas del Aramo, mientras duró la dominación de los árabes y sus excursiones por Asturias. A juzgar por el silencio de los historiadores contemporáneos y de los testamentos reales, no parece que se erigió en esta iglesia una ara dedicada al difunto titular, sirviendo de sagrada mesa el arca de las reliquias, ricamente decorada, más tarde, de interesantes relieves, representando al Señor en la Vesica piscis, los doce apóstoles y escenas de la vida de Jesús y de la Virgen.

      Para preservar el sagrado tesoro de la humedad se elevó la Cámara sobre una cripta, convertida en templo independiente con el titulo de la Virgen Leocadia, que padeció el martirio en la cuarta centuria, en Toledo, donde yacían sus cenizas en la iglesia que aún lleva su nombre en la ciudad imperial. No debió existir la inscripción votiva del tiempo de la fundación a que se refiere Cabrera de Córdoba, pues hubiera sido copiada por sus contemporáneos Morales y Tirso de Avilés. La planta de este oscuro antro es rectangular, de 12,25 metros de largo desde el ángulo saliente del coro, por 4,05 metros de ancho, y una altura de 2,60 metros desde la rasante del pavimento, que es la misma roca, hasta la clave de la bóveda, de medio cañón, sin torales ni resaltos, que arranca de un basamento que sirve de asiento, semejante al de la cripta de Santa María del Naranco. Álzase en el extremo oriental el Santuario elevado sobre el nivel del suelo, y a los pies el coro, en cuyo muro de cerramiento correspondiente al imafronte, se ve un arco semicircular, hoy tapiado, que parece ser el primitivo ingreso.

     Perforan la pared septentrional y la bóveda una puerta y dos ventanas, hoy sin uso por haber adosado al paramento exterior, en el siglo XVII, una de las capillas de la girola de la catedral. La entrada a la cripta se hace actualmente por un ingreso abierto en el muro del claustro, y en la arista del luneto se percibe la rosca de ladrillo de que está formada la bóveda. Es notable la pequeña ventana del ábside, único vano que tiene carácter arquitectónico, por donde penetra la escasa luz que ilumina esta lúgubre estancia. La forma por el interior un arquito de medio punto sostenido por dos fustes, albergados en ios codillos de las jambas, coronados de rectangulares capiteles, desnudos de hojas y tallos, y exteriormente afecta el hueco forma cuadrada, de robustos sillares sin molduras, cerrado de espesa reja de hierro.

     En la clave de la bóveda, sobre el ara, se ven unos férreos y gruesos anillos de los que pendían la paloma eucarística, cruces y la arqueta con las reliquias de la Virgen toledana, como en la Cámara alta estaba expuesta del mismo modo las de la Emeritense. La celosa Comisión de Monumentos históricos y artísticos de la provincia hizo en el año de 1899 notables investigaciones arqueológicas con excelente resultado. Después de la traslación de la reliquias de Santa Leocadia a Flandes, y las de los mártires de Córdoba a la Cámara superior, debió hacerse el altar que hoy existe, construido y restaurado en parte cuando se construyó la sala Capitular en el siglo XIII, y la reedificación del claustro en el XIV. El altar, por su forma, muestra ser posterior a la erección del monumento, pues las sagradas mesas de la primera mitad del siglo IX no eran de fábrica, macizas, sino que estaban sostenidas por una gruesa columna o pilar hincado en el suelo, cuyo ejemplo nos ofrece el de la iglesia de Santianes de Pravia de la anterior centuria.

      Así como la Cámara alta carecía de altar, tampoco lo tendría la baja, sirviéndole de ara el sarcófago, traído de Córdoba, donde yacieron las cenizas de los mártires del siglo IX, cual los arcasolia de las catacumbas. Esta suposición está sugerida por el silencio que guardan los primeros historiadores de la monarquía que no le citan jamás, ni posteriormente D. Pelayo, bajo cuyo pontificado fueron restaurados la mayor parte de los altares de la basílica del Salvador y de las iglesias de la ciudad, según cuenta un curioso documento ya citado del Archivo catedral. Los paramentos están formados de estructura incierta, como las paredes ordinarias, empleándose materiales pertenecientes a construcciones anteriores, confirmándose al demolerle que fue hecho en diversos tiempos. En el macizo se han encontrado trozos de una losa en la que aparecía grabada una inscripción notabilísima, cuyo texto ha llenado de confusión a epigrafistas e historiadores.

      La lápida es de piedra caliza, en la que se desarrolla la leyenda, de toscos caracteres, iguales a los que se usaban en la época de la monarquía,redactada en un estilo literario propio de aquella Edad. Tiene una longitud, contando con la parte que le falta a la derecha, de un metro, y una anchura de cincuenta centímetros. Sometida su difícil lectura al eminente profesor Hübner, de Berlín, suplidas con probabilidades de acierto sus muchas lagunas, dice así:

 PRINCIPUM [EGJREGIUS HANC AULAM VV[LFILA FECIT

HEC ORE HOC MAG[NO] EXIMIA MACINA [POLLET]

UNDIVAGUMQUE MARIS PELAGUM HABITA[RE SUETOS]

HAULA TENET HOMINES INMENSO [AEQUORE VECTOS].

          El P. Fita hizo de esta inscripción un notable estudio, publicado en el Boletín de la Academia de la Historia, que traduce así:

      «El Príncipe Egregio Vulfila hizo este hospicio. Su eximia fábrica ostenta esta gran portada, esta es el aula que alberga a los valientes marinos que suelen morar en el undoso piélago del Océano y volver a este sitio después de haber surcado la inmensa llanura de aquél.»

     El epigrafista español más conocedor de la historia de Asturias que el alemán no podía conformarse con la existencia de un príncipe Vulfilas o Gulfilas no citado jamás en nuestras crónicas, y se fijó, acertadamente, en el hijo de Alfonso I, Wimara, Vimarano, cuyo nombre empieza con VV, muy usado en este país en aquel tiempo, que aún lo lleva la villa de Guimarán, hoy parroquia del antiguo territorio de Gauzón, y en Portugal la ciudad de Guimaraens. Las crónicas de Alfonso III y del Albendense cuentan que, rebelados los gallegos contra el rey Fruela, temiendo este monarca que su hermano Wimara intentase usurparle el trono, le mató con sus propias manos, por lo cual los optimates, aplicándole la ley del Talión, le asesinaron, desposeyendo a su hijo Alfonso de la corona, que tuvo que ocultarse para salvar su vida en las provincias extremas de la monarquía durante los reinados de Aurelio, Silo y Mauregato. No es inverosímil que Wimarano haya llevado el título de Princeps que aparece en la inscripción, si bien, respetando la opinión de los citados críticos, me inclino a creer que el personaje de la leyenda no ha sido de estirpe regia, pues en numerosos documentos consta que este nombre era símbolo de dignidad y autoridad, y lo llevaban obispos y abades, y los tenientes o gobernadores de los territorios de Asturias, en la Edad Media (1 ).

(1) Dice Du Cange: «Princeps, Rex, Imperator» así llamado en el Código de los visigodos, lib. V, tomo VII. También puede significar dignidad. E Princeps dignitas ut videtur fuit Hispanos, Divisio Oxomonensis et Aucensis episcopatum anno 1088 sub Adefonso imperatore quae exstat post Concilium Bracarense I ab episcopis et Abbatibus deinde a Comitibus demum a Principibus hoc modo: Ego Martinus comes confirmo, Ego Albarus Diaz Princeps confirmo>. En una escritura del monasterio de San Vicente de Oviedo de 1175 confirman: «Fredenandus Ruderici principe in Asturiis, Fredenando Velaz Principe in Pravia Tenegio es Candamo. »

      Acepta el P. Fita con ligeras variantes los suplementos propuestos por Hübner; más aún al suponer que el asilo de viejos marinos pudiera haber estado en la célebre fortaleza de Gauzón, levantada sobre el mar, antes que la iglesia y el castillo fueran restaurados por Alfonso III, cambia el texto del postrer exámetro leyendo: «Aula tenet homines inmenso [próxima coelo]». Es probable que con anterioridad al siglo IX, en que fueron levantados estos propugnáculos para defender la ría de Avilés de las piraterías de los normandos, existiera en aquella colina, dada su estratégica posición, un castro romano, ajuzgar por el hallazgo de monedas, tejas y cerámica de aquella época, entre sus escombros, mas no es admisible la suposición de que dentro de su recinto hubiera un templo anterior al erigido por el rey Magno (2).

(2) El Sr. Fita ignora donde estaba el castillo de Gauzón al preguntar si estaría en Santiago del Monte. Su situación está perfectamente fijada desde fines del siglo XVIII por el canónigo González Posada, probando con irrebatibles datos en erudita disertación, que coronaba la colina de Raíces, según consta en varios documentos de la Edad Media citados por mí en el «Viaje histórico y arqueológico de Avilés a Cudillero>, publicado en la Revista de Asturias.

      Pudiera creerse que la letra V era la inicial de los nombres de Wamba y Witiza, bajo cuyo imperio ya estaba sometida Asturias a los visigodos; pero hay que advertir que su dominación fue sólo nominal, no habiendo penetrado aquí su civilización hasta la invasión de los árabes. Antes de ese suceso histórico no se erigieron en este país construccio nes monumentales, que si así fuera conservaríanse sus inscripciones conmemorativas en las basílicas de la época de la monarquía. Cuando en los muros de los viejos monumentos se encuentran englobados en la masa de la fábrica restos epigráficos y decorativos, empleados como materiales de construcción, es indudable que no lejos de allí existían las ruinas de un edificio más antiguo que sirvió de cantera para levantar el moderno.

Inscripción y lápidas sepulcrales de la Cripta de la Cámara Santa.

      El hallazgo de la lápida, hecha pedazos por el martillo del mampostero, muestra claramente que en las inmediaciones de la Cámara Santa estaba el asilo de navegantes, derribado probablenmente cuando se comenzó la reedificación de la basílica y sus dependencias del siglo XIII en adelante. Sólo se traían de lejanos países y en escaso número, por la dificultad de los arrastres, restos de subido valor artístico, como la tapa del sepulcro de Itacio que cobijaba las cenizas de un rey, pequeños fustes y capiteles marmóreos para exornar los ábsides de las basílicas; pero es absurdo suponer que viniera esta lápida de una localidad marítima como Gigia para ocultar sus fragmentos en el macizo de un muro.

      Al mediar el siglo IX la exaltación religiosa de los mozárabes cor dobeses excitó la intolerancia de los musulmanes, y esa terrible lucha produjo numerosos mártires, entre los que se contaban el gran escritor e ilustre Arzobispo electo de Toledo Eulogio y la virgen Leocricia. Cuando Alfonso III hizo la paz con el Emir Mohamad en 883, pidió que le permitiera la traslación de los cuerpos de estos santos a Oviedo, adonde fueron llevados por el monje Dulcidlo en 9 de enero del siguiente año y guardadas tan preciosas reliquias en la capilla de Santa Leocadia. Allí estuvieron expuestas a la adoración de los fieles hasta el año de 1340, bajo el reinado de Alfonso Onceno, en que, con motivo de las obras realizadas en aquella parte de la catedral, se llevaron a la Cámara alta, donde yacen en argéntea caja ofrendada por el obispo D. Fernando Álvarez. Al viejo claustro románico de sombrías galerías cubiertas de techumbre de madera, sustituye el bellísimo de arquitectura gótica que hoy se contempla, y al extenderse por aquel lado confundió su muro con el de la Cámara Santa, quedando convertida la cripta de Santa Leocadia en una dependencia de aquél, por donde tiene actualmente su ingreso.

      En la Memoria elevada a la Real Academia de la Historia por la Comisión de Monumentos, se dan interesantes noticias de las tumbas existentes en esta capilla, no reconocidas hasta ahora. Entre la mesa del altar y la pared del testero, bajo la ventana, se levanta un sarcófago de mármol blanco de dos metros de largo, 55 centímetros de ancho y 41 de alto, en donde, según la tradición, yacían los restos de los Santos Eulogio y Leocricia, cubriéndole una tapa de losas desnudas de adornos y de leyenda. El material marmóreo, no empleado jamás en los sarcófagos asturianos de aquel tiempo, como puede verse en el único que queda del panteón real de la capilla del Rey Casto, de tosca y mal labrada piedra, pudiera hacer creer que la urna vino de fuera, siendo acaso la misma en que los mozárabes de Córdoba sepultaron los cuerpos de aquellos mártires. La tumba estaba vacía, conteniendo tan sólo una pequeña y deteriorada imagen, en cuya vestidura se veían huellas de la estofa dorada, señal de que no debía ser muy antigua. Abiertas en la roca muéstranse tres sepulturas, una sin restos humanos y en las otras había dos esqueletos, que según los médicos pertenecían a individuos muertos a la edad de sesenta a sesenta y cinco años. No son cuerpos santos, pues con la exhumación y el trans porte del interior de España a Oviedo, aparecerían los huesos revueltos y confundidos dentro de las cajas de madera. Esos personajes no vivieron en los tiempos de la monarquía, porque entonces no se enterraban ni reyes ni obispos dentro de los templos, sino en los narthex, vestíbulos y pórticos de las basílicas y en los cementerios que las circundan, hasta que pasado el mlilenario comenzaron a hacerse las inhumaciones a los pies de los altares. Los que allí yacían, serían probablemente canónigos de la catedral que tenían sus enterramientos en el claustro del cual dependía esta cripta, según dicen las numerosas inscripciones incrustadas en los muros.

      Llaman la atención por su riqueza decorativa las dos tapas de estos sepulcros, cuyos relieves y molduras tienen un carácter artístico y una ejecución algo diferente de la que ofrecen los monumentos as turianos contemporáneos, reflejándose en ellas el arte mozárabe, por lo cual me inclino a creer que estas piedras han venido de Córdoba, en donde debieron cubrir los sepulcros de los santos mártires traídos por Dulcidio. La más grande y mejor exornada es más ancha por la cabeza que por los pies, plana, y está orillada de una ancha faja limi tada por un bocel en el borde y por un funículo en la parte interior, entre los que se desarrolla graciosamente un tallo de vid, serpeante, y entre sus ondulaciones se albergan, alternaudo, hojas y racimos, ofreciendo éstos la particularidad de que son imitados del natural, no encerrados en un estuche, como aparecen en el antepecho del altar de Santa Cristina de Lena y en el friso latino-bizantino de San Francisco en Avilés.

      El espacio entre las franjas está dividido en dos zonas, llenando la superior una palma, de cuyas raíces sube un tallo coronado de tres hermosas palmetas, bajo las cuales campea un ave monstruosa con dos cabezas, de pájaro la izquierda y de caballo, al parecer, la opuesta, pendiendo del pico y de la boca toscas guirnaldas. Sobre las raíces de la palmera y a los lados del tronco se ven un perro persiguiendo a una liebre o conejo, y una figura que no se puede apreciar su forma. Llena la zona inferior dos cenefas separadas por un funículo, compuestas de tallos serpeantes y flores treboladas. Cuando se hizo la restauración del claustro, uno de los artistas que ejecutó los ventanales y las iconísticas repisas de la crucería se entretuvo en relabrar mucha parte de los adornos de estas losas, transformando el cuerpo del ave en una media luna, exornada de arcos conopiales, círculos y cuadrifolias, y las hojas de vid en rizadas cardinas. La otra tapa es más sencilla, pero no menos interesante, formando su ornamentación dos fajas paralelas separadas por filetes, y entre ellas se desarrollan, como en la anterior, tallos serpeantes con extrañas flores, que parecen acuáticas, en las que se ve también la mano de un artista de la época ojival que quiso modernizar la tosca talla del siglo IX.

Cámara de las reliquias.  La escalinata por donde se ascendía al santuario, que el peregrino subía de rodillas, estaba fuera de la primitiva basílica del Salvador, en el cementerio; mas al extenderse el brazo meridional del crucero de la catedral Gótica por aquella parte, quedó dentro, hasta que en el año de 1722 se hizo la actual subida por el exterior del templo. Precede a la Cámara un espacioso vestíbulo construido en el siglo XV, que tiene una ventana que da a la basílica, desde donde los obispos muestran en aras solemnes el Santo Sudario. Una bella puerta de lujosa vestidura ojival da acceso, después de descender cinco escalones, al venerable habitáculo, donde se guardan, once siglos hace, las santas reliquias, ante las cuales se han postrado tantas generaciones. Desgraciadamente no se puede contemplar este monumento tal cual estaba en la novena centuria. El conquistador de Toledo hizo un viaje santo en 1075, cuya visita fue señalada con cuantiosas donaciones a la Iglesia ovetense, y al ver aquel ilustre Monarca la pobreza y desnudez de la nave, quiso decorarla con la fastuosa exornación del arte Románico introducido por aquellos días en Castilla por los monjes de Cluny. 

      No se reproduce en esta Cámara la planta de la cripta, sin arcos ni resaltos, sino que está dividida en nave y ábside, éste más estrecho, imitando la traza de las iglesias de aquel tiempo. Cubría antes la nave un techo de madera a dos aguas, pero en la citada restauración del siglo XI se hizo la bóveda de medio cañón con enormes arcos torales sostenidos por columnas, a cuyos fustes se adosan las estatuas pareadas de los doce Apóstoles, que sirven de contrafuertes para resistir el peso y el empuje de la bóveda que sobre ellos gravita. La circunstancia de estar confundidas las paredes laterales con las del claustro y de la catedral, imposibilita averiguar si existen estribos por la parte exterior, pues si asi fuera, podría creerse que eran para contrarrestar la bóveda, aunque más bien servía para robustecer los elevados muros de cerramiento. La nave tiene 11,50 metros de largo por 1,40 de anchura, y el ábside es más estrecho y bajo que aquélla, elevándose la altura de un paso sobre el nivel del pavimento, cerrado antes con férrea reja y hoy con una valla de madera. El arco triunfal recuerda por su forma los de los ábsides de las iglesias del tiempo del Rey Casto, y asi eran los que se alzaban en la basílica del Salvador.

      Está sostenido por dos fustes de buenos mármoles sin basas, o si las tenían no son visibles por la elevación del suelo. El tipo de los capiteles es marcadamente clásico y de una ejecución esmerada, lo que hace suponer que han sido traídos del interior de España cuando la invasión de los árabes. Agrúpanse, envolviendo el tambor, doble fila de hojas bien perfiladas y de acentuado relieve, curvándose con gracia, y haciendo de volutas las de los ángulos que se arrollan bajo el moldurado abaco de poco vuelo, campeando en los frentes rosas unidas por delicado contarlo. Contrasta la finura del capitel con la tosquedad de la imposta que lo corona, de la que arranca el arco de medio punto, liso y desnudo de exornación.

      El ábside está cubierto de bóveda de medio punto que descansa sobre el muro con la interposición de una imposta no visible en parte por la estantería de madera, donde se guardan los relicarios y las cruces. Sufren la presión de esta bóveda cuatro estribos a cada lado, ocultos los del frente meridional, y dos en el muro del testero, y cuando la restauración del siglo XI, para aumentar la resistencia, se voltearon entre ellos, bajo la cornisa, pequeños arcos que recuerdan las bandas lombardas o los de la Catedral de Santiago, ofreciendo la particularidad de que afectan la forma de ojiva, sin duda por la debilidad del estribo de la esquina sobre el que se acumula el empuje de los tres arquitos. Nada queda de la primitiva cornisa, a la que substituyó la bellísima de estilo Románico, de la que se ve un trozo del imafronte decorando la portada barroca de la catedral pegada a la vieja torre. Aquella magnífica fachada, en donde, como en la nave, se habían agotado los primores de la arquitectura borgoñona, fue en parte destruida en el siglo XIV, y totalmente a principios del XVIII, cuando se levantó sobre el claustro el feísimo cuerpo que agobia con su pesada mole los elegantes ventanales y la delicada crucería que lo sostiene.

        El único vano que presta luz a la Cámara es muy parecido al de la cripta, formando por la parte exterior una ventana cuadrada desnuda de exornación, descargado el dintel por un arco de ladrillo, cerrada como la inferior de una espesa reja de hierro, y decorada interiormente con un arco sostenido por columnas de buenos mármoles, que como las del arco triunfal arrancan del suelo. Son bellos los capiteles, con una sola fila de hojas de esmerada factura que cubren el tambor, y de entre ellas brotan los caulícalos, cuyas volutas se arrollan y se juntan en el centro y en los ángulos bajo el abaco aplanado del que se destacan pomas o discos. Estos capiteles, como los del ingreso del santuario, proceden también de monumentos visigodos, destruidos por los árabes o venidos de alguna ciudad marítima francesa. En el muro interior del imafronte y a gran altura aparecen incrustadas las cabezas de Jesús, la Virgen y San Juan, de relevada escultura, semejantes en dibujo y ejecución a las que se ven en la capilla del Rey Casto, que formaron parte de una vasta composición pictórica, que en aquella iglesia se exhibía sobre el arco toral que separaba la nave central del crucero.

      Las investigaciones arqueológicas hechas por la Comisión de Monumentos en la cripta alcanzaron también a la Cámara, descubriendo al levantar la capa de cal que ocultaba esta parte del muro la escena del calvario, pero estaba tan deteriorada la pintura por haber picado la pared para que se adhiriera el cemento superpuesto, que apenas se podia formar concepto del modo con que estaban agrupadas las figuras, y aunque en un principio se pensó en su restauración hubo que renunciar a tal propósito, porque más bien que reproducción, seria una nueva composición sin el carácter artístico de la primitiva. También la bóveda del santuario estuvo pictóricamente decorada, según cuenta Ambrosio de Morales en su Viaje, que vio allí representado al Señor rodeado de los cuatro evangelistas, de cuyo asunto no ha quedado más que el recuerdo, lo mismo que de la pintura decorativa de los muros laterales. El pavimento es de hormigón, como todos los de las iglesias de Asturias de aquel tiempo, y recuerda por su estructura, dureza y pulimento el de las construcciones romanas. Obsérvase en este monumento, antes de su restauración en el siglo XI, una unidad absoluta de arte y de construcción, como que cripta y Cámara han sido levantadas en el reinado del Rey Casto, en corto espacio de tiempo y por la traza de un solo arquitecto.

DEPENDENCIAS DE LA CATEDRAL

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Baptisterio. Las catedrales hispano-romanas y visigodas, si- guiendo el ejemplo de las basílicas constantinianas, tenían delante de sus fachadas, baptisterios, pequeños templos de planta cuadrada, circular o cruciforme, dedicados al Precursor del Mesías, en donde estaba la pila del bautismo. No nos quedan de ellas más que vagas referencias de Paulo Diácono, y otros autores de aquella edad, si bien algunos arqueólogos suponen que San Miguel de Tarrasa, en Cataluña, por la disposición del trazado semejante al de esas iglesias, era el baptisterio de la Sede Egarense.

      En el siglo VII, poco antes de la venida de los visigodos a Asturias, cayó en desuso el bautismo por inmersión, haciéndose por aspersión, para lo cual no eran necesarias grandes piscinas, susti- tuyéndo las cubetas o labros de antiguas termas, situados en los atrios o pórticos exteriores o albergándose dentro de los templos en las naves laterales al lado de los ingresos.

    Obedeciendo a esta nueva costumbre, no se levantó en la basílica ovetense un edificio especial destinado a este uso, pues si así fuera tendría un altar bajo la advocación del Bautista, que sería citado por Alfonso el Casto en su donación de 812, por los primeros historiadores y especialmente por el obispo D. Pelayo. La iglesia del Salvador, como la mayor parte de las catedrales construidas o restauradas en aquel tiempo, tenia delante de una de sus fachadas una pequeña plaza (platea) rectangular, limitada por un muro de altura de apoyo, llamada Paradisium, en medio de la cual se alzaba la fuente del baptisterio albergada en un templete sostenido por columnas.

      El culto que se rendía al Precursor era tan ferviente, que además de tener altares en los ábsides de las iglesias catedrales del tiempo de la monarquía asturiana, se le dedicaban pequeños templos aislados e independientes, situados en el cementerio que rodeaba la basílica, cerca de los ingresos de los cruceros. Entre los monumentos religiosos construidos por Alfonso el Casto, cita el obispo D. Pelayo en una de sus interpolaciones en la Crónica de Sebastián de Salamanca, la iglesia de San Juan Bautista en el lado septentrional, próxima a la basílica de Santa María.

     En el templo compostelano, levantado por Alfonso II y reedificado en más vastas proporciones por el rey Magno, no debió existir fuente bautismal, porque sólo las tenían las iglesias episcopales, y todavía no se habla hecho la traslación de la Sede Iriense; por consiguiente, la pequeña capilla dedicada al Bautista, situada junto al brazo meridional, citada en antiguos documentos, no puede considerarse como baptisterio, haciéndose posteriormente las abluciones en la hermosa fuente descrita por Aymericus, semejante a la ovetense, aunque superior en belleza artística.

        La disposición del baptisterio en la catedral de León era diferente de la de los demás templos episcopales. Los reyes de Asturias, como los monarcas francos de la época Merovingia, que moraban en las termas romanas de París, fijaron su residencia en las de la Colonia Séptima Gemina, cedidas por Ordoño I al obispo Legionense para iglesia catedral, dedicando tres grandes salas a albergar los altares: en la mayor, frigidarium, el de la Virgen María, y en las de los lados los del Salvador y de San Juan Bautista, donde probablemente estaría la pila bautismal. Después de la destrucción de la ciudad por Almanzor, tardó, como he dicho, en restablecerse el culto en la vieja catedral hasta el año de 1073, en que fueron restaurados los altares por el obispo D, Pelayo, trasladándose, dice este prelado, el lugar del baptisterio a la sala donde estaba el refectorio.

Claustro. En el lado meridional del atrio o cementerio estaban las numerosas dependencias de la basilica, entre las cuales se alzaban las habitaciones de los presbíteros afectos al servicio de los altares del Salvador, que como los monjes, hacían vida común bajo la regla Benedictina. Estos clérigos tenían un jefe, el abad, que no ejercía el cargo por elección, sino como delegado del obispo, que era una autoridad absoluta en la catedral. No existen referencias a la claustra del siglo IX, que debió ser pequeña y mezquina, habiendo sufrido reparaciones en tiempo de Alfonso VI cuando se construyó la antigua torre y se vistió la Cámara Santa con las galas del Románico, de la que sólo quedan escasos fragmentos de viejas tumbas y algunas inscripciones sepulcrales como la del obispo e historiador D. Pelayo, incrustadas en los muros del magnífico claustro gótico levantado en la décimatercia centuria. El Sr. Cabeda, en su Historia de Oviedo, duda de la existencia del claustro en los días de la monarquía, en la suposición de que los clérigos de la Sede no vivían en comunidad, cuando se sabe positivamente que las catedrales más próximas a la ovetense los tenían como el de la Iglesia compostelana, citado por el cronista Argaiz (1)

(1) Alfonso el Casto rodeó la iglesia de Santiago de construcciones religiosas, entre ellas un claustro con dependencias para que vivieran los monjes bajo la regla Benedictina. (Soledad Laureada, tomo III, pág. 333.) Una escritura otorgada por Alfonso VI relata las obras que aquel monarca hizo en Santiago.

Torre. Precisamente en la época de Alfonso II, cuando se construyó la basílica del Salvador, comenzaron a elevarse en Italia y en Francia torres para albergar los signos o campanas que llamaban a los  fieles a los oficios divinos. Aparecen primero en Rávena, Roma  y Verona; unas de planta circular, como las de los recintos murados, y otras cuadradas con pisos de arquerías que recuerdan las construidas más tarde durante el período Románico. Suponen algunos arqueólogos que ya existían en España en la época visigoda, apoyándose en los textos de los historiadores de aquellos tiempos, como Paulo Diácono y posteriormente en los de Elogios de Córdoba (1). Esas torres, según el sentido que a esta palabra daban los romanos, eran los cuerpos más elevados de los edificios monumentales y de los palacios de los reyes (regumque turres) como el célebre Septizonium del Palatino. Las basílicas visigodas, como sus sucesoras las de Asturias, imitando las constantinianas, solían tener el crucero más elevado que la nave central y ésta dominando las laterales, afectando el conjunto una forma piramidal, terminadas sus fachadas en agudos piñones, coronados de cruces de brazos iguales como la de los Ángeles; esas eran las torres, los arcos, los pináculos a que se refieren dichos historiadores.

(1) Dice Paulo Diácono en la vida de Fidel, que en la basílica de Santa Eulalia: «in ipso sacratísimo templo celsa fastigia sublimi produxit iu arce». (Vida de los Padres emeritenses.) San Eulogio en su apologético núm. 8, refiriéndose a la intolerancia de los árabes, dice: «Basilicarum turres everteret, templorum arces derueret, et excelsa pinaculorum prosterneret et quae signorum gestamina erat ad conventum canonicorum quotidie Cliristicolis innuendum». El Sr. Tubino, en sus «Estudios sobre el Arte en España», refiriéndose a la arquitectura visigoda, dice que el Obispo Fidel levantó en Santa Eulalia de Mérida, unido al edificio antiguo, «altos y bien dispuestos campanarios», traducción errónea del texto de Paulo Diácono.

      Los signos o campanas que había en aquellos templos eran de pequeñas dimensiones, como la que el abad Sansón donó a la basílica de San Sebastián en la sierra de Córdoba, hoy custodiada en el museo de aquella ciudad, y no se necesitaban elevadas construcciones para albergarlas (2). Las iglesias francesas de la época Merovingia solían tener sobre el crucero unos campanarios de madera terminados con flechas, citados con frecuencia por los historiadores de aquel país.

(2) En los testamentos más antiguos del siglo VIII, hechos por Alfonso I al monasterio de Covadonga y de Adelgastro, hijo de Silo, al de Obona, donan cada uno duas campanas de ferro. Las de los templos antiguos de Francia desaparecieron cuando la Revolución. La de Moissac, refundida en 1845, dice Viollet-le-Duc era del 1270. Supérale en antigüedad la célebre Wamba, hoy existente en la torre gótica de la Catedral, que lleva la fecha de 1219. Aún se ve en la torre vieja, en el centro de la bóveda, el hueco por donde la elevaron, cuya forma oval acusa su antigua procedencia.

       El poeta Fortunato cantó en verso la belleza de la basílica catedral de Nantes que el obispo Félix había construido en el año de 570, y dice que sobre los muros del crucero se elevaba una torre cuadrada de varios pisos que se iba estrechando y haciéndose redonda rematando en punta.  Alarico II, rey visigodo, quejándose un día de que la torre de San Félix de Narbona le impedia la vista de su palacio, uno de sus ministros se apresuró a demoler un piso del campanil. Un dibujo antiguo de la iglesia de Saint Riquier, construida en 799, le pinta con dos cruceros y sobre ellos dos torres con campanarios redondos de tres cuerpos de madera, a los que llamaban Machina. Pudiera creerse que los visigodos dominadores del Mediodía de Francia, en cuyas iglesias se alzaban esas extrañas torres, las hubieran reproducido en las iglesias españolas, lo que no es probable, porque en los edificios civiles y religiosos que entonces se hacian allende el Pirineo, el material de construcción preferido era la piedra, como en tiempo de los romanos, mientras que los francos empleaban la madera, abundante en aquel país, y de ahí la terminación de los cruceros con torres y chapiteles, que si no tenían carácter artístico no dejaban de ofrecer un aspecto pintoresco (1).

(1) El uso de materiales tan diferentes dio distinto aspecto a los monumentos religiosos de uno y otro país, lo que llamó la atención de los historiadores francos. En la vida de St. Ouen, obispo de Rúan, hacia la mitad del siglo VIII, se lee lo siguiente: «illo vero basílica in qua sancta ejus mcmbra quiescunt muvnm opus quadris lapidibus gothica manu a primo Clotario Fraucorum rege olim noviliter constructa fuit». Este mismo hecho cita Batissier referente a las actas de St. Ouen: «miro fertur opere constructa ab articibus gothis>.

       Aunque no sabemos fijamente el sitio que ocupaban los signos en las iglesias visigodas, es de suponer que tendrían el mismo que en las asturianas, sus sucesoras, en espadañas de uno, dos y hasta tres vanos elevados sobre los piñones de las fachadas como en las basílicas de Santullano y San Salvador de Valdediós, y si el templo tenía vestíbulo o narthex y coro alto, se alzaban sobre el muro interior, que parecían surgir del tejado, como en Santianes de Pravia y Santa María del Naranco. La iglesia del Salvador tenía seguramente una espadaña, cuyos vanos, a juzgar por las que nos quedan de aquel tiempo, estaban cerrados de arcos de medio punto, descansando sus arranques sobre impostillas, terminada en agudo frontón que remataba con el símbolo de la Redención. La espadaña se perpetuó en las iglesias asturiauas, especialmente en las rurales, donde apenas se ven torres, dado lo costoso de su construcción.

      Un arqueólogo moderno ha emitido la idea de que las torres han sido traídas a nuestros templos por los monjes cordobeses, venidos a Asturias en el siglo IX, que las harían en sus monasterios imitando los alminares de las mezquitas; lo que es un error, pues el de la aljama de Córdoba, que fue la primera que lo tuvo, se construyó en los comienzos de la siguiente centuria, por Abderramán III.

      Los monjes de Cluny, que tantas innovaciones introdujeron en nues tro país, desterraron de los templos monumentales las humildes espadañas, substituyéndoles con elevadas torres situadas a uno y otro lado del imafronte o sobre los cuatro arcos del crucero, y cuando la basílica era antigua, alzábase inmediata a una de las naves laterales. Esto sucedió en la del Salvador, tanto por cumplir las prescripciones de la nueva arquitectura importada por aquellos monjes, como por la necesidad que había de albergar las campanas, que adquirieron proporciones mayores, en edificios cubiertos, y de sólidos y resistentes muros.

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      Entonces se levantó la vieja torre de la catedral, hermosa muestra del arte Románico, severa y desnuda en su zona inferior, que recuerda las obras militares de que el Rey Casto circuyó la iglesia del Salvador para preservarla de las depredaciones de los árabes, y de las que acaso formaría parte; graciosa y elegante en las arquerías del último cuerpo, con sus arcos de herradura sostenidos por columnas coronadas de abultados capiteles, sus robustos contrafuertes que sufren el empuje de su bóveda, y su cornisamento exornado de graciosos canecillos.

Monumentos de Avilés

CONSTRUCCIONES RELIGIOSAS

INTRODUCCIÓN

      Las iglesias de Avilés llevan el sello del estilo Románico, la manifestación más religiosa de la arquitectura cristiana, y antes de estudiarlas en particular nos parece conveniente hacer una reseña histórica de la aparición y desarrllo de este arte en Asturias, y así se comprenderá mejor el carácter de los monumentos que vamos a describir.

      Cuando nuestros arqueólogos se fijan en las construcciones románicas de este país, al querer asignar la época de su erección, suelen remontarla al siglo XI en que aparecen en Francia, especialmente en Borgoña, cuna de este bello arte, nacido después del milenario, pasados los temores del fin del mundo. Castilla, más dispuesta que Asturias a recibir, por su mayor grado de cultura y de riqueza, las influencias del extranjero, adoptó pronto este nuevo estilo como se puede ver en la basílica de San Isidoro de León, erigida al finar el reinado de Fernando I, en la que se muestran todos los caracteres de este arte, traído por los monjes de Cluny, por los peregrinos que visitaban nuestros santuarios, en especial Santiago, y por los cruzados y gente de aventura que venían á ayudarnos en nuestra lucha con los árabes. Entonces se construyeron las grandiosas basílicas de Sahagún y de Compostela, en las que aparece en todo su esplendor el estilo románico, tanto por la riqueza de la exornación como por las gigantestas proporciones de las naves que igualaban las de las grandes iglesias monacales de Borgoña y de la Isla de Francia.

      Mientras en Castilla se verificaba rápidamente este cambio en el arte de construir, levantábanse los templos de Asturias, siguiendo las prescripciones de aquella arquitectura que los visigodos huidos de la dominación musulmana implantaron aquí, y en el período de dos siglos construyeron un número inmenso de monumentos religiosos, de los que si desgraciadamente quedan pocos, conservamos por fortuna los más notables. En las iglesias levantadas en el primer tercio de la undécima centuria vense empleados todavía los elementos de la arquitectura visigoda, como en San Salvador de Fuentes de Villaviciosa, y hubiera continuado imperando este estilo por largo tiempo a no mediar un hecho importante: el viaje santo que Alfonso VI hizo a Oviedo en 1075 con el fin de adorar las reliquias guardadas en la Cámara Santa.

      Había sido levantada esta venerable capilla por Alfonso II el Casto en los comienzos del siglo IX, y como casi todos los monumentos de aquella edad era de pobre construcción y desnuda de ornatos; pero el futuro conquistador de Toledo quiso decorarla con toda la riqueza que el nuevo arte podía prestar, y en efecto, nada más espléndido y suntuoso que el interior de la pequeña nave, con las pilastras que sostienen la bóveda, donde se ven adosadas a las columnas y a manera de cariátides las estatuas de los doce apóstoles bellamente esculpidas, abultados capiteles cubiertos de exuberante sobre los que cargan los arcos torales formados de gruesos toros en los que campean también ornatos vegetales tomados de plantas exóticas, cualidad característica de este estilo (1).

(1) Cuando en el siglo XVIII se alzó un piso sobre el claustro de la catedral, quedó oculta la fachada dé la Cámara Santa que debió estar ricamente decorada. Sin duda pertenece a ella un magnifico trozo de friso románico que corona la portada greco-romana de la catedral que se abre entre el claustro y la torre vieja y que contrasta ciertamente con las churrigue rescas y barrocas hojarascas que le rodean.

   Y mientras la Cámara Santa se vestía interiormente con las ricas galas del románico, alzábase al exterior una cuadrada y maciza torre, severa en su parte inferior, coronados sus cuatro frentes de graciosas archivoltas en las que se ve impreso el sello del nuevo artesano. Sin embargo estos monumentos no ejercieron ,al principio, gran influencia sobre las construcciones del país, ya por la tendencia que ha habido aquí siempre al no aceptar las innovaciones que venían de fuera, efecto del espíritu rutinario de sus habitantes, ya porque la vieja arquitectura estaba unida al pasado de la monarquía, o bien porque las nuevas construcciones exigían costosos y sólidos materiales, una ornamentación rica y dispendiosa de difícil ejecución por entrar en ella como principal elemento la escultura de la forma humana, monstruos y quimeras, asuntos prestados por la fauna y por la flora, tallados con acentuado relieve que contrastaba con la pobreza y desnudez que en general se ve en los monumentos aquí erigidos en los siglos IX y X.

     La falta de datos precisos nos impide fijar la época en que el nuevo estilo empezó a extenderse; pero casi se puede afirmar que debió ser en los comien zos del reinado de Alfonso el Emperador, sin que haya mediado en el cambio el período de Transición que se observa en la transformación de toda arquitectura durante la Edad Media, en el cual los elementos del arte naciente se confunden con los del que espira, hecho que no se encuentra en ningún monumento de aquel tiempo aquí erigido, cuyos caracteres son esencialmente románicos, en lo que a los ornatos se refiere. Un suceso acaecido en Asturias a fines del siglo XI y principios del XII fue causa de que la nueva arquitectura se extendiese rápidamente por el país. Los monasterios que hasta esa época eran generalmente dúplices y de propiedad particular carecían de carácter monumental; se componían de unas cuantas celias estrechas y mezquinas, agrupadas alrededor de una pobre capilla, donde monjes y monjas se reunían para orar en común. La vida que se hacía en estos conventos no debía ser muy edificante viviendo juntos hombres y mujeres, y a eso se debió su supresión, llevada justamente a cabo por el Papa Pascual (2).

(2) Decía este Pontífice al Arzobispo compostelano D. Diego Gelmírez, en 1103, sobre estos monasterios dúplices: «Illud omnino incongruum est quod per regionem vestram monachos, cum santis monialibus habitare audimus, ad quod resecandum inmineat est qui praesencia cum simul sunt divisis longe habitacuiis separentur». Sandoval. Cinco Obispos.

       La reforma que sufrieron entonces las Asociaciones religiosas en Asturias dio por resultado la desaparición de los antiguos conventos, y en su lugar se crearon otros poco numerosos, debidos a la piedad de los reyes y magnates, bien dotados con los bienes de los suprimidos y las donaciones de los fundadores, cuyas Comunidades necesitaban para el ejercicio de la vida monástica templos de mayores proporciones, claustros, refectorios y otras dependencias que había que decorar con los primores de la nueva arquitectura. De esta época datan las restauraciones o fundaciones de San Vicente de Oviedo con su basílica de tres naves coronadas de elevado cimborrio; la claustra de la catedral, de la que sólo se conserva alguna tumba e inscripciones; los monasterios de la Vega y San Pelayo; Valdediós con su magnífico templo; Villanueva con su notable basílica; Cornellana, que aún ostenta su mutilada iglesia los elegantes y curvos ábsides; Belmente, y algunos otros de los que no quedan más que la memoria o un montón de ruinas.

       Desgraciadamente, esos venerables monumentos sufrieron del siglo XVI al XVIII restauraciones que han borrado las primitivas formas románicas, o fueron totalmente reedificados, vistiendo sus muros la arquitectura greco-romana en su manifestación menos estética: el barroquismo. Los templos de estos monasterios, aunque no grandes, superaban en proporciones a las humildes construcciones religiosas del país. Los habitantes de Asturias vivían, como hemos dicho, diseminados por el campo en pobres y pequeñas aldeas, sin que existieran localidades importantes, villas y ciudades populosas, en las cuales, la cultura, la riqueza y el espíritu de asociación y la excitación del sentimiento religioso, producían magníficos monumentos arquitectónicos como se ve en las poblaciones de Castilla, que en la misma época se cubrían de grandiosas basílicas románicas. Las iglesias rurales siguieron bien pronto el ejemplo de las monacales, y desde mediados del siglo XII empiezan a vestirse sus fachaditas con las galas del nuevo arte, sus portadas de abocinadas arquerías, cuajadas de caprichosos ornatos, las columnas cilindricas de historiados capiteles, y los ábsides exornados de anillados fustes que sostienen los aleros o cornisas, con sus graciosos canecillos y metopas de folias y de animales fantásticos. En los tres siglos que imperó este estilo, del XII al XV, se restauraron la mayor parte de los templos de la época anterior que eran pequeños y mezquinos, y en su lugar se alzaron centenares de iglesias románicas, de las que quedan un número grande a pesar de las reedificaciones que a su vez sufrieron estos monumentos en la Edad Moderna.

     A pesar de haberse aceptado con entusiasmo la nueva manera de construir, no se rompió en absoluto con las tradiciones del pasado. Los templos de planta basilical con tres naves y otros tantos ábsides de la época anterior, no fue empleada más que en las iglesias monacales; en las demás, por grandes que fueran sus dimensiones, se hacían de una sola nave, cubierta de teja vana como en tiempo de la monarquía, no usándose la bóveda más que en los ábsides. En las basílicas asturianas de los siglos IX y X no aparecen jamás los testeros semicirculares, sino los de forma rectangular, preferida sin duda porque sobre muros rectos y paralelos se podía levantar fácilmente la bóveda más elemental y sencilla, la de medio cañón, y en los curvos había que hacer la de un cuarto de esfera o cascarón de difícil ejecución en aquellos tiempos, dado el atraso en que estaba el arte de construir. Y tanto se arraigó aquí esta forma de cerramientos cuadrados, que el románico fue impotente para desterrarlos, y persistió, no solo durante el dominio de este arte, sino en el período ojival y del renacimiento, de modo que desde los tiempos de Pelayo hasta hoy se ve predominar en nuestras iglesias el santuario rectangular, cuyo ejemplo nos ofrecen las iglesias de Avilés, en las que, a excepción de la de Sabugo, conservan la tradicional forma cuadrada.

     Otra particularidad se observa en los templos románicos rurales de Asturias. Mientras que las fachadas están enriquecidas con la ornamentación de este estilo, la nave carece de decoración, formando desagradable contraste con los muros lisos y desnudos, la techumbre de madera labrada, las luces altas y escasas, que penetran no a través de artísticos ajimeces, sino de estrechas saeteras, y solo se manifiesta esta arquitectura en el arco toral que da entrada al santuario, flanqueado casi siempre de pilastras, pocas veces de columnas, y en la ventana que se abre en el muro del ábside. Se pueden citar, sin embargo, algunas iglesias de aldea, cuyos paramentos interiores aparecen más exornados, si cabe, que los exteriores, como los de Amandi y Villamayor. Los miembros arquitectónicos que entran en las construcciones románicas asturianas son siempre los mismos, desde el siglo XII en que aparece sin mediar, como hemos dicho, el período de transición en que el viejo y el nuevo arte se aunan fraternalmente, hasta su desaparición a fines del siglo XV, cuando casi alboreaba el renacimiento. El único elemento ajeno que logró penetrar en las construcciones románicas, es el arco apuntado u ojivo, introducido acaso a mediados del siglo XIII, pero no consigió desterrar el de medio punto que coexiste con aquel hasta la venida del arte clásico. No es, pues, de extrañar, que apareciendo estos monumentos durante tantos siglos con los mismos caracteres, iguales formas y ornamentación, haya habido entre los críticos que se ocuparon en su estudio, como los Sres. Guerra y Cuadrado, tal divergencia de pareceres acerca de la época en que fueron erigidos.

   Ciertamente que no se ven aquí esas magníficas construcciones románicas, como las de Ávila, Segovia, Salamanca y otras ciudades monumentales de Castilla; pero no por eso las pequeñas iglesias rurales de Asturias dejan de producir en quien las contempla una profunda sensación estética, debida en parte a la hermosa naturaleza del país que se une en armónico consorcio con el arte. Están situadas generalmente en las alturas, desde donde se dominan espléndidos paisajes, y al lado se levantan añosos árboles, contemporáneos de su erección, que los cubren con su frondoso ramaje. Rodéanlas vetustos pórticos que preservan de las inclemencias del vendaval las archivoltas de las portadas, en cuyos tímpanos campean relevadas esculturas que representan los símbolos de los evangelios, y a veces se ven adosados a los fustes, toscos iconos, magros y estirados unos, macizos y pesados otros, pero siempre expresivos, con los ojos cerrados como absortos en la contemplación de lo infinito, que forman singular contraste con la vida y movimiento de los monstruos, vestiglos y diablillos traviesos que exornan los canecillos de los ábsides, los cornisamentos de los ingresos y los piñones de las fachadas. Las iglesias románicas son más numerosas aquí que en Castilla, porque allí, como los habitantes se agrupaban en villas y ciudades populosas, ricas y en constante progreso, hubo necesidad de reedificarlas en mayores proporciones durante el periodo ojival, y sobre todo, del renacimiento a nuestros días.

          En Asturias vivían sus habitantes esparcidos por el campo, asociados para sus fines religiosos en parroquias de escaso vecindario; de modo que los pequeños templos han sido siempre suficientes para satisfacer las necesidades del culto, y a eso se debe su conservación sin otra ingerencia de estilos posteriores que la del greco-romano en las espadañas y en los retablos de los altares, pertenecientes, casi todos, al más bárbaro y degradado churriguerismo.

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IGLESIA ROMÁNICA DE SAN ESTEBAN DE ARAMIL, SITUADA EN EL CONCEJO DE SIERO.

IGLESIA DE SAN NICOLÁS.

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