Descargar

La mediación cultural del desarrollo social (página 2)


Partes: 1, 2

Esto trae aparejado la posibilidad de afirmar que el estudio de la identidad es una necesidad del trabajo y la gestión comunitarias, por cuanto nos indica, entre otras cosas, el nivel de coherencia que tiene la comunidad en cuanto a tal y nos permite descubrir, en la medida que se modifica aquella, la eficacia de nuestra gestión de transformación en y con la comunidad en cuanto sujeto social activo que se identifica con lo que hace.

A mayor nivel de este compartir, mayor definición, madurez y coherencia de la comunidad y por tanto más efectivamente se expresa esta última en determinadas características que se convierten en condiciones socioculturales que la identifican.

Entendemos por condiciones de la identidad comunitaria aquellos aspectos socioculturales, compartidos y realizados en el quehacer social de la comunidad que hacen posible, en su interacción, la identidad de la comunidad dada.

Desde este punto de vista, asumimos que esta identidad comunitaria esta presente en la medida que tales condiciones, expresiones ellas mismas de la vida social del grupo que les da origen y sentido, se ponen de manifiesto en mayor o menor grado de intensidad y coherencia. Existe por tanto una relación de correspondencia directa de tales factores con la primera, convirtiéndose por ello estos en indicadores y referentes para poder hablar de niveles de coherencia comunitaria y de efectividad o no de las acciones dirigidas a lograr el desarrollo de la misma.

Tales condiciones socioculturales de la identidad son cuatro: La comunidad de códigos culturales, la comunidad de tradiciones, la continuidad ceremonial y la autoidentificación comunitaria.

La comunidad de códigos culturales se configura por los modos de hacer y de pensar, ejecutados por cada pueblo, comunidad o grupo social diferenciado, de una manera específica, en base a valores, criterios y puntos de vista codificados, asumidos por dicho grupo humano no solo como una vía para ser como es sino para distinguirse a sí mismo, en cuanto grupo, de los demás.

Los códigos culturales son múltiples, pero resultan específicamente importantes entre ellos: el lenguaje y los modos de decir, las normas de convivencia y comportamiento social, las costumbres, la interacción familiar y grupal, así como el sistema de creencias, criterios y procederes mágico-religiosos. La no codificación de estos y otros aspectos de la vida del grupo impediría no solo el establecimiento de la comunicación sino la estabilidad que le es indispensable a este para mantenerse como tal, ya que los códigos garantizan la capacidad de responder, con el "automatismo" necesario, a las alternativas que se presentan a cada uno de los integrantes del grupo y, por tanto, la existencia misma de este último.

Resulta increíble la repercusión de aspectos diversos, inclusive aquellos que frecuentemente se subvaloran o consideran "insignificantes", en los códigos culturales de una comunidad determinada. No importa lo diverso que sean, lo realmente diferentes que puedan ser estos o cuan incomprensibles puedan parecer a aquellos que, desde fuera de la comunidad, se acercan a la misma.

Esto constituye un factor de extraordinaria importancia en las acciones interventivas socioculturales, especialmente en el trabajo comunitario, por cuanto, el estudioso implicado no debe nunca olvidar que el sistema de códigos que resulta propio de la comunidad con la que interactuamos, por "incoherente" que puedan parecernos, es lo suficientemente significante como para cumplir la función de proteger a esta ultima de condiciones y acciones hostiles, ingerentes y disociantes, independientemente de las buenas intenciones con que pretendamos realizarlas.

En relación con este aspecto hace falta tener en cuenta, en el marco de cualquier proceso interventivo, que si de cambiar actitudes y comportamientos se trata, hay que lograr que esto sea el resultado del cambio en los aspectos codificadores de tales conductas o actitudes. Por ello, si la intervención sociocultural es constructiva y se propone la transformación de la comunidad o grupo de referencia, o se hace propiciando la actividad consciente de los integrantes de la misma, lo que sería lo único coherente con la gestión de propiciar el protagonismo comunitario logrando así que dichos procedimientos y acciones de intervención para el desarrollo sean en realidad un proceso de autodesarrollo, o será impositivo, y por tanto mercenario y enajenante. Es por ello, si queremos lograr que nuestra acción transformadora contribuya al desarrollo social, que las personas que integran la comunidad que pretendemos ayudar a transformar se conviertan en cuestionadores de la validez de sus propios códigos culturales, en la medida que estos puedan obstaculizar dichos cambios necesarios, como vía para lograr modificar lo que debe ser modificado pero sin romper todo el sistema de códigos culturales propio de la comunidad.

La comunidad de códigos culturales presupone la comunidad de tradición por cuanto no solo la repetición funcional sino la transmisión "hereditaria" de tales códigos de unas generaciones a otras sería la vía mediante la cual se fijan aquellos elementos que quedarán asumidos definitivamente. Es sin dudas la tradición la encargada de extender en el tiempo, de "cronificar", determinados modos de ser, hacer y pensar, y de esta forma, sin negar la dialéctica ineludible que marca todo andar, se modula la continuidad de un grupo, comunidad, pueblo o nación determinados.

La tradición es el mecanismo conformador y trasmisor del sistema de códigos culturales y por tanto de la cultura misma. Es la vía de fijación de aquellos que tienden a ser los más consecuentes con la existencia y la coherencia social de los diversos grupos que se convierten en sus protagonistas de la primera. Esto hace que, a pesar de ser potencialmente conservadora, lejos de lo que algunos estudiosos reduccionistas creen, la tradición no es inmutable sino dinámica.

Resulta que, en el contexto de una misma tradición, se logra trasmitir una variabilidad coherente de aspectos que hacen posible la diversidad de los elementos propios de toda cultura que nunca resulta homogénea.

Precisamente las nuevas exigencias de la vida y del andar da los diferentes grupos humanos concretos son los que modifican las tradiciones culturales, capaces, sin lugar a dudas, de adecuarse a tales exigencias y por ello propiciar la supervivencia de los grupos de los cuales son patrimonio. Estos cambios en la tradición ocurren unas veces imperceptibles y otras violenta y traumáticamente. Al respecto resulta indispensable que, si de salud comunitaria se trata, los cambios en la tradición sean lo más coherentes y lo menos agresivos posibles, lo cual no siempre es realizable. Y he ahí otra situación en que resulta indispensable la concientización, por parte de la comunidad, de los cambios y sus efectos en la tradición cultural que se afecta. Si es conciente, si se tiene visión de la inevitablidad del cambio y de la necesidad de modificar la forma tradicional de hacer, entonces la comunidad, sabia como nadie, podrá encontrar la vía menos traumática y efectiva para que se produzca el mismo.

Contribuir a ello con su gestión resulta la acción más coherente del estudioso implicado y comprometido en poner sus saberes al servicio del desarrollo de una comunidad determinada.

Así toda intervención es sociocultural en la medida que afecta el decursar espontáneo de un factor de tanta importancia como lo es la tradición. Contra la repetición automática e irreflexiva de la conducta tradicional de implicación negativa se hace necesario entonces, sin enfrentar la tradición por si misma, cuestionarla mediante la autovaloración crítica de los propios portadores y darle a ellos la capacidad para encontrar la solución a este difícil problema. Solo así puede lograrse conciliar tradición y cambio en el marco del desarrollo comunitario.

La comunidad ceremonial es otra faceta de los procesos humanos que resulta insoslayable en cualquier análisis dirigido a entender la identidad de los grupos sociales.

Cada acto humano, desde un simple apretón de manos o un gesto de saludo hasta la ejecución colectiva de una boda o un funeral, son ceremonias que requieren una secuencia de acciones, de una duración y de un sentido, con un margen establecido socialmente, de variables posibles (BUENO: 1984). La violación de cualquiera de estos elementos convierte el acto en un sin sentido, en un disparate incomprensible para todos en el mejor de los casos, y causante de equívocos serios y preocupantes en otros (BORDIEU: 1980).

Las ceremonias, entendidas así, son la cara visible de la cultura del grupo o comunidad. Estas, en su realización, son las que distinguen a un miembro de un colectivo de los que no lo son. En ello se evidencian los prejuicios, las limitaciones y los valores contenidos en la comunidad. Son estas precisamente las que nos indican como y con que rapidez cambia esta última en los procesos interventivos. Los cambios ocurridos en esta dirección son generalmente espontáneos e inconscientes por ser estos aspectos ceremoniales más sentidos que pensados, más vividos que proyectados.

Resulta por ello más frecuente de lo deseable que los cambios operados en la dinámica propia del desarrollo de una localidad traigan consigo la confrontación en primer lugar con las ceremonias que sirven de referencia identitaria a los grupos implicados.

Resultan ser precisamente determinadas ceremonias, consideradas retrógradas o negativas por algunos, las que se convierten en blanco de la acción que pretende desencadenar las transformaciones necesarias. Tales comportamientos y actitudes sociales cuestionables, independientemente de cuan negativos puedan ser considerados, se han convertido en parte de la comunidad ceremonial vigente, al menos para determinados grupos de esta y, por tanto, la intervención proyectada tendrá que propiciar que tales acciones tradicionales e identificadoras del hacer colectivo se modifiquen, de la manera menos traumática en que ello pueda ocurrir para todo el sistema del patrimonio sociocultural comunitario. Nuevamente nuestro análisis nos conduce a subrayar que el logro de este reto sería imposible sin concientizar en la comunidad la negatividad de determinadas conductas y comportamientos, la necesidad de modificarlos y por tanto, de la sustituirlos o corregirlos en el mejor sentido para la misma. Ello trae consigo una participación activa, consciente y protagónica de la comunidad en el proceso de intervención, que resulta más importante en si mismo para el desarrollo comunitario que el simple cambio de una u otra manera de actuar.

Lo anterior nos permite asegurar que, sin dudas, el desarrollo traerá consigo la asunción por la comunidad de nuevas ceremonias y la pérdida consiguiente de otras, lo que siempre resulta traumático y desestabilizador, y por ello, con más razón, solo la comunidad consciente puede ser la protagonista de dichos cambios o la estamos condenando a desaparecer.

En todo ello se hace patente que la concientización de los cambios que deben ocurrir resulta extraordinariamente importante y, aunque lograr ello siempre es difícil de proyectar por parte de los facilitadores y ejecutantes de la intervención, ya que no hay recetas prefijadas que garanticen su consecución adecuada, o se logra la misma o perdería todo sentido el hablar de desarrollo comunitario.

Por último, entre estas características socioculturales de interés, tenemos a la autoidentificación comunitaria. Tal atributo puede verse, ante todo, como el resultado de la consolidación de los procesos anteriores, la "conciencia" de la identidad, aunque sea el resultado no de meditaciones y reflexiones teóricas, sino más bien, en la mayoría de los casos, una aceptación de la pertenencia individual al grupo y de la distinción de este de los otros grupos existentes. Es de esta forma, como conciencia de la "mismidad", el resultado más genuino y colectivo de la existencia social, incluidos los macroprocesos que tienen por referente y sujeto a las agrupaciones étnicas y las naciones, como a los menos extendidos y localizados que incluyen a comunidades y grupos, y a los cuales aportan su núcleo, su fuerza, su alma (DE LA TORRE: 1995).

Los recursos de la autoidentificación son increíbles y poseen una capacidad de potenciación extraordinaria. Así se toman figuras, naturales o artificiales, que sirven de "imagen" aprehensible de idealizaciones generalmente aceptadas, pero difíciles de conceptualizar, por los miembros de los grupos.

Una nación se representa por determinada bandera, un escudo, un himno, pero también por un ave, una flor o un árbol. Una comunidad puede identificarse o ser representada usando idénticos recursos. Animales o plantas emblemáticos que representan barrios, elementos naturales o culturales que sirven de referentes identitarios para la comunidad, especialmente para la realización de ciertas ceremonias (fiestas y actos) de convivencia social.

En todo ello juega un papel especial la llamada cultura popular tradicional que suele convertirse en el recurso identitario más frecuente y por tanto en la clave fundamental para entender los modos de pensar y hacer de diferentes grupos y sectores sociales.

La cultura popular tradicional posee atributos que la convierten en un recurso de gran significación para la coherencia comunitaria. El primero de ellos es su característica de ser anónima, al menos funcionalmente. La mayoría de sus componentes son creados y recreados continuamente, haciéndolos patrimonio genuino del grupo que los asume como propios. Cuando un elemento posee una autoría delimitada en un individuo específico, cuando se hace popular deja de tener importancia este hecho en sí y se hace anónima en la práctica.

Este último aspecto remarca por tanto a la cultura popular como de creación colectiva en su sentido más genuino, lo que le da mayor significación comunitaria.

La forma de su transmisión y realización es esencialmente oral, es decir, salvo excepciones, no utiliza las vías de comunicación escritas que si son propias de las formas profesionales y más sistematizadas de la cultura, como la escritura fundamentalmente. Esta cultura es cotidiana, trasmitida en el contexto de la vida rutinaria y vivencial del día a día, desde el nacimiento hasta la muerte, de una generación a la otra, lo que la hace tradicional, utilizando la valides del uso sostenido en el tiempo, en su capacidad de ser cambiante pero garantizando una tendencia a conservar lo más valioso que cada generación aporta a la misma.

Es por ello que en todo proceso de desarrollo debe atenderse a la cultura popular tradicional como recurso insustituible de la coherencia comunitaria y asumir las potencialidades que la misma ofrece para el cambio y atender intensamente los puntos en que aquella puede resultar conflictiva con la proyección transformadora.

Especial atención habría que prestar al estudio de las figuras encargadas de sostener, conservar y trasmitir el discurso cultural propio de la comunidad. En este repartimiento de roles tradicionales, la conservación y transmisión de los "saberes" atesorados por cada sistema cultural, queda en manos diversas.

Unos, como en el caso de los gritos africanos, o esos contadores de historias que todos conocemos y alrededor de los cuales siempre se encuentra algún oyente ensimismado, se convierten en una especie de "sacerdotes de la oralidad", otros, como los cabildos, cofradías, agrupaciones de barrios, agrupaciones musical-danzarias, etc resultan sus protagonistas colectivos preferenciales.

Estos trasmisores de la tradición son también, frecuentemente, los elementos capaces de propiciar el consenso comunitario para el cambio. Su detección y atención resulta clave en cualquier proceso de transformación social.

Tales actores presentes en la comunidad podríamos denominarlos gestores socioculturales.

Preferimos usar el término gestor en su sentido de quien produce la gestación de algo y no, como lamentablemente algunos lo usan, como el que hace cierta gestión. Este gestor no es necesariamente un líder por cuanto este último término se usa para identificar a personas que asumen roles dirigentes en determinados grupos y estructuras sociales. El verdadero gestor es ante todo promotor, facilitador, motivador de acciones colectivas. Su capacidad es sociocultural en la medida en que su actuar en un entorno social determinado genera acciones y por tanto criterios, concepciones y saberes colectivos diversos que se materializan en contextos culturales, deportivos, recreativos o cualquier otro de significación conformadora de identidad grupal o comunitaria. Una anciana que trasmite saberes artesanales a un grupo de niñas, una persona que, con habilidades profesionales o no, logra conformar un grupo de amigos que disfrutan de la música o del baile, o aquel que, amante del deporte, genera una peña deportiva o la conformación de un "equipo" determinado en el marco del cual se invierte beneficiosamente el tiempo libre de un grupo de miembros del la comunidad, son todos gestores socioculturales.

Estos, pueden ser intracomunitarios (cuando se trata de sujetos, individuales o colectivos que, desde dentro de la comunidad y como miembro efectivo de esta actúan y al hacerlo contribuyen a incrementar la participación-relación-implicación de los otros miembros con la comunidad y a fortalecer las características socioculturales de la misma) o extracomunitarios (cuando estos actúan dentro de la comunidad pero no pertenece a la misma, tiene cierto sentido de contraparte para con ella, como sucede con figuras tales como el maestro, el médico, trabajador social, etc que, cuando no son miembros de la comunidad propiamente, se integran fuertemente a los objetivos y características de la misma).

Resulta una tarea especialmente importante del colectivo que conduce el proceso de intervención, el lograr una identificación adecuada de los gestores socioculturales presentes e indispensables en su gestión, especialmente los intracomunitarios, que son los que más efectivamente inciden sobre las redes de relaciones internas de la comunidad y sobre el proceso de conformación de opiniones y puntos de vistas colectivos en la misma. Solo con la participación de estos es posible darle a la intervención el énfasis en el autodesarrollo comunitario que se pretende.

El trabajo con estos gestores, realizado a nivel individual o logrando formar con ellos grupos de reflexión y especialmente grupos gestores de acciones, resulta ser la vía más efectiva de concientización del proceso transformador por parte de la comunidad. Las experiencias acumuladas nos indican que siempre nos sorprenderemos de cuanto talento y genialidad tienen estos gestores, y por tanto la comunidad, para asumir los retos de protagonizar su propio desarrollo.

Todo lo anterior viene a subrayar una vez más la significación de las mediaciones culturales en la existencia misma de la comunidad por cuanto un gestor lo es solamente en la medida que este se incluye efectivamente en el sistema de la vida comunitaria, es decir en su cultura.

La trascendencia de lo cultural en cuanto mecanismo de mediación podríamos apreciarla mejor a través de algunos ejemplos que ayuden a comprenderla.

Frecuentemente muchas comunidades con las que interactuamos en el trabajo social encuentran un mecanismo propiciador de su realización cotidiana en la interacción del mito (el intento de explicar el mundo que nos rodea y sorprende, de darle sentido al universo al que pertenecemos) con la magia (la acción que, sustentada en una visión mítica fundamentalmente, persigue dar solución a los problemas que nos afectan, generalmente "complementando" y "asegurando" las acciones directas de búsqueda de soluciones concretas).

El mito se nos presenta como el resultado de una manera de comprender la realidad por una comunidad determinada (TAIPE CAMPOS: 2004). Es por ello que podemos hablar sin dudas de un discurso mítico (VEGA-CENTENO: 1990) en la medida que el mismo da sentido y fundamenta, con independencia de los niveles de instrucción alcanzado por sus pobladores, determinadas conductas sociales (GUANCHE: 1992; 62).

Como complemento de lo anterior la magia, pragmática por excelencia, se encarga, al ejecutarse los rituales (ceremonias) que correspondan y que contienen la aceptación implícita de la comunidad, de validar, en la cosmovisión colectiva, el sentido que encierra el mito y a su vez, a reafirmar los procedimientos mágicos más "efectivos", todo ello como mecanismo cohesionador del grupo humano en que este discurso transcurre.

El estudio de este modo de pensar y actuar se hace indispensable en ciertas ocasiones, en especial cuando el mismo se pone de manifiesto en el marco de comunidades y grupos humanos cuyos nexos e interacciones aún son entendibles en gran medida a partir de relaciones donde la oralidad y la tradición conservan su vigencia primordial, como sucede aún en numerosas comunidades campesinas y rurales de todo el mundo, y, hecho que va evidenciándose como significativo hoy en día, en diversos contextos "urbanos", especialmente cuando en ellos se pone de manifiesto con intensidad la presencia de condiciones de vida adversas, marginaciones y gettificaciones físicas y mentales, que producen un importante fenómeno de reanimación de la resistencia a los discursos culturales hegemónicos como alternativa y como camino indispensable para buscar sus propias soluciones.

Otro de los aspectos de la cultura popular tradicional de mayor significación en el contexto de la configuración y desarrollo comunitarios lo es la religiosidad.

En su expresión cotidiana una misma religión puede asumir una gama increíblemente amplia de manifestaciones regionales, locales, comunitarias, grupales e individuales.

Esto obliga a distinguir al interesado en estos temas entre religión, en el sentido de lo común de una fe, es decir el sistema de creencias , rituales y normas de convivencia propios de una iglesia o denominación religiosa determinada (como sucede cuando hablamos de la religión católica, o del presbiterianismo, judaísmo, el Islam, el budismo, etc) y religiosidad, entendiendo por ello al conjunto de las manifestaciones de la religión (en el sentido de la fe en lo sobrenatural) en la vida cotidiana de los diferentes individuos y grupos sociales (RAMÍREZ CALZADILLA: 1996; 14).

La religiosidad no posee una esfera de existencia específica y exclusiva sino que se puede manifestar y se manifiesta en cualquier actividad, proyección o concepción humanas en que participen los portadores de la misma.

La experiencia en el trabajo de interacción con las comunidades para contribuir a su desarrollo nos permite asegurar que, si de religiosidad se trata, más que la extensión de determinada creencia o sentido de pertenencia a una u otra denominación religiosa, resulta importante estar en condiciones de caracterizar el tipo de religiosidad que predomina en una colectividad dada, a partir del grado de elaboración del contenido de las ideas y prácticas religiosas que le son propias (pudiéndose así hablar de religiosidad estructurada o de religiosidad difusa), o por la caracterización de la "pureza" o mezcla de elementos religiosos componentes de esa religiosidad (hablándose entonces de religiosidad ortodoxa o sincrética por ejemplo).

En los análisis más consecuentes con el trabajo a favor del desarrollo comunitario se nos pone de manifiesto que más importante que la clasificación de los miembros de una comunidad dada atendiendo a que creen o a cual iglesia o grupo religioso pertenecen, resulta el apreciar como lo que creen y hacen aquellos contribuye o no a la coherencia comunitaria y a los cambios sociales necesarios.

También resulta frecuente la necesaria distinción entre la religiosidad más consecuente con doctrinas y posturas sociales de una u otra iglesia o agrupación religiosa, que se corresponde generalmente con los intereses de grupos y sectores predominantes, muchas veces no genuinamente populares, y la correspondiente a los sectores populares, comúnmente no tenidos en cuenta por los primeros, que asumen su religiosidad de manera muy diferente. En este caso resulta más consecuente hablar de una religiosidad popular o comunitaria que en no pocos casos juega un papel importantísimo no solo en la cohesión sino en la proyección social de una comunidad determinada.

Tal religiosidad adolece por lo general de sistematización, no posee un cuerpo doctrinal homogéneo, se trasmite espontáneamente por vías tradicionales que coexisten con independencia suficiente de las vías oficiales, y carece generalmente de elaboraciones teóricas complejas que hacen que aquí predomine la conciencia religiosa masiva y la psicología religiosa (GRAZDAN: 1970).

Resulta importante tener en cuenta que si mitos, magia y religiosidad resultan factores frecuentemente dadores de significado a la existencia de determinados grupos humanos y sus actividades en cuanto son codificadores y simbólicos por excelencia, se pueden producir dos procesos diferentes en lo que a la coherencia comunitaria se refiere.

Cuando la creencia que se profesa por determinados grupos de individuos es la establecida socialmente (cuando forma parte de la religión mayoritaria o que ha logrado una visión tolerada por la sociedad de referencia) tiende a compartir su discurso con el resto de la sociedad, con la que puede diferir en términos de cómo es asumida en el grupo religioso su religiosidad, pero que como regla, se convierte en un condicionante que hace posible una expresión abierta de las concepciones religiosas y las prácticas rituales correspondientes, un ritual exotérico y unas proyecciones sociales en armonía, no necesariamente compartidas pero si toleradas, con la colectividad a la que pertenece, caracterizándose por asumir un rol "integrador" o "no disociador" en la media que pretende coexistir y mantener la armonía con el resto de la sociedad.

Otra actitud es mantenida por el individuo y el grupo religioso cuando estos son portadores de mensajes "distintos" e incluso "incompatibles" con el asumido por la colectividad en la que se enmarca. A diferencia del caso anterior en este se tiende a producir una potencial fragmentación de la comunidad, en la medida que el grupo portador de las concepciones heterodoxas, es señalado, ridiculizado, marginalizado, y discriminado en la medida que es asumida su existencia como agresiva por la comunidad en el seno de la cual se enmarca. No pocas veces tales situaciones desencadenan conflictos entre unos y otros, lo que puede expresarse, lamentablemente siempre, en agudizaciones cíclicas de ello, estimulando la incomunicación, el desprecio e incluso no pocas veces la violencia.

Este tipo de confrontación, muy frecuente en la historia, es comúnmente utilizado para justificar las contradicciones en el seño de una sociedad dada, con lo que se tiende a ocultar que, en realidad, la causa y esencia de tales conflictos habría que buscarlas en intereses mucho más terrenales que nada tienen que ver con los dioses y las devociones humanas.

En estos casos, aún en aquellos con niveles menos críticos de la contradicción que puede establecerse entre el grupo religioso y el resto de la sociedad, el primero asume un discurso desconocedor y por tanto "desintegrador" de las normas sociales que no son asumidas por el, contribuyendo, de echo, a dividir las comunidades, los grupos sociales e incluso a las familias existentes.

Este carácter cismático con relación a la comunidad en la que se mueve el individuo o el colectivo que comparte estas ideas religiosas, es fuente de agresividad en el trato y la convivencia. Incluso el proselitismo que tales grupos desarrollan se caracteriza muchas veces por ser contestatario de las normas sociales asumidas por los otros grupos, destacándose por su militancia apostólica, por la persistencia prácticamente fanática. Si bien ello puede frecuentemente ahondar las barreras entre el grupo religioso y el resto de la comunidad, sus procedimientos emocionales "salvacionistas" no dejan de hacer mella en aquellos individuos necesitados de atención y apoyo, que le es brindado, al menos espiritualmente y no pocas veces también en otros órdenes, por el grupo religioso proselitista. A ello contribuye la cohesión interna de estos grupos religiosos, el ritual emotivo de carácter carismático, el pretendido contacto directo con Dios, la "eticidad" de su comportamiento, la preocupación colectiva intensa por cada uno de sus miembros y sus problemas, todo lo cual conforma una alternativa que suele convertirse en la vía más importante de crecimiento de estas denominaciones religiosas.

En los casos de mayor intensidad de la mística puede desembocarse en fundamentalismos condicionados por actitudes fanáticas que nos permiten hablar de una función enajenante que puede cumplir la religión (que por cierto, no es ni exclusivamente propiciada por la religión, por cuanto también existen en política, en filosofía e incluso en la "ciencia", ni es necesariamente provocada por la religión, como lo demuestran los muchos casos de personas y grupos religiosos que no solo han evitado la enajenación sino que han luchado contra ella), aunque ello no resulta necesariamente una regularidad[1]

Esta apreciación ha creado más enemigos a las religiones que todos los otros aspectos que las mismas hayan podido asumir. Se ha utilizado contra las creencias religiosas en general la consideración de que la religión "es el opio del pueblo"[2].

Esta idea, que tanto se ha repetido entre todos aquellos que se han propuesto luchar contra la enajenación humana, en la medida que aquellos consideraran a la religión como fuente inexorable de tal condición, implica, casi inevitablemente, una actitud hostil ante cualquier manifestación de religión. El propio Marx nos daba su visión consecuentemente revolucionaria cuando subrayaba que la crítica a la religión no podía hacernos olvidar que en realidad de lo que se trata es de destruir el "valle de lágrimas" que conduce a la necesidad de conformismo y resignación a los desesperados.

A lo anterior se añade que frecuentemente los estudiosos y promotores del desarrollo social, no ajenos a las pasiones humanas, cuando se acercan a la comunidad de su interés sin darse cuenta de que son portadores de criterios prejuiciados en torno a temas tan sensibles como este de la religiosidad (en una clara interpretación "etic"), contribuyen no a facilitar sino a entorpecer la gestión que se realiza.

Por suerte, y a pesar de lo que muchos creen, la existencia de patrones confesionales de comportamiento entre los miembros de una determinada agrupación religiosa, no resulta suficiente para definir ineludiblemente la conducta individual de los creyentes. Ello hace más versátiles y complejas las manifestaciones religiosas, sobre todo si de conducta humana se trata.

No puede dejarse de tener en cuenta que suelen existir individuos portadores de cierta religiosidad cuyo comportamiento no se corresponda con la misma por razones muy diversas (ocultamiento, persecuciones, prejuicios, libre albedrío, etc) e igualmente pudieran existir otros cuyo comportamiento nos parezca "sin dudas" religioso sin serlo realmente. En este último caso es válido hablar de pertenencia sin creencia, que es resultado generalmente de la existencia de una relación patrimonial respecto a la tradición religiosa, que se encuentra inscrita en la memoria social (la gente se sigue bautizando, celebrando primera comuniones y casándose por la Iglesia por ejemplo), y no necesariamente ello implica una creencia u observancia religiosa determinada (se deja de ir a misa, se cree a "su" manera o incluso no se cree).

Es por ello que, si pretendemos acercarnos a estas realidades, debemos mostrar no solo respeto por tales aspectos en la medida que son parte de una determinada concepción del mundo, por integrarse a un sistema dador de sentido a las cosas y acciones de las personas y grupos implicados como única forma de establecer el diálogo que exige el trabajo y la acción comunitarias.

Nos hemos detenido en este aspecto de la mediación cultural, que dependerá de la actitud que unos y otros de los implicados en la gestión del desarrollo comunitario asuman con respecto a la religión, por cuanto resulta condicionado frecuentemente por un clásico prejuicio que puede actuar desde una u otra posición y ello, como otras expresiones diversas de los prejuicios, resulta frecuentemente un elemento mediatizador de la concepción y la acción consecuente con el desarrollo social.

Los prejuicios son manifestaciones de las representaciones sociales presentes en los diferentes sujetos, individuales o colectivos, que inciden en la vida comunitaria y que contienen un evidente "pre-juzgar" que conduce a un juicio sobre el determinados aspectos de la vida colectiva antes de determinar la preponderancia de la evidencia, constituyendo siempre un juicio sin experiencia directa o real o resultante de una experiencia distorsionada.

Pero lo que hace importante para nosotros los prejuicios es precisamente la capacidad de los mismos de propiciar conductas y desencadenar actitudes negativas socialmente.

De estas conductas y actitudes prejuiciados, las más importantes podrían serlo las diversas manifestaciones de discriminación que pueden estar presente en cualquier contexto social.

Aún cuando cotidianamente el prejuicio actúa automáticamente, con la conformación de estereotipos de valoración y juicio, y ello lo hace inconsciente muchas veces, funcionando en la esfera de la psicología social, está demostrado que surge orientadamente, como expresión de actitudes conscientes proyectadas ideológicamente atendiendo a que se conforma como recurso conveniente a ciertos sectores para favorecer la segregación, la dominación o la explotación de otras personas o aceptarlas preferentemente, sin tener remordimientos y sin enjuiciamientos críticos sobre lo correcto o no de hacerlo.

El prejuicio es funcional y se agudiza por el ambiente o medio social: El racismo, la homofobia, los puntos de vista políticos, religiosos o espirituales firmemente sostenidos, el desprecio a otro porque vive o procede de tal localidad, pertenece a tal comunidad o asume tal o cual estilo de vida.

En la medida que se insertan en el sistema de códigos comunitarios, se evidencian solapadamente en las ceremonias compartidas y se trasmiten mediante la tradición, los mismos inciden decisivamente en la vida de la comunidad y resultan aspectos sobre los cuales es inevitable trabajar.

Los propios "afectados" por los prejuicios suelen aceptarlos y reproducirlos (el ejemplo más claro puede ser la mujer que como madre tiende a reproducir en sus hijos varones los atributos machistas que tanto la agobian en cuanto mujer segregada) y ello los hace más catastróficos si de desarrollo social se trata.

Es por ello que para enfrentarlos es necesario primero visualizarlos, evidenciar su existencia para aquellos que los portan pero no lo saben, no se han dado cuenta o no han asumido la dimensión negativa de su presencia.

La visualización es el primer paso que posibilitaría remitirnos a su presencia como parte de las representaciones sociales vigentes en el grupo y, en el marco de la reflexión colectiva, propiciar la comprensión de sus verdaderas implicaciones y localizar sus manifestaciones. Solo tras haberlo logrado podríamos estar en condiciones reales de empezar a actuar por su eliminación, siempre con la participación activa de la comunidad que, o asume este enfrentamiento como protagonista de los cambios que tienen que ocurrir, o nunca lograremos ver desaparecer tales prejuicios.

Hemos podido ver como solo en sus interacciones cotidianas los hombres plasman y se apropian de las estructuras sociales, rasgos, pautas y hábitos colectivos y los sistemas simbólicos que les son propios, conformador todo ello de una praxis cultural que se hace específica de cada comunidad. En la medida que tal praxis se consolida pone de manifiesto su capacidad de mediación en la vida social, especialmente importante cuando de transformar a sus portadores se trata.

Tales mediaciones se convierten en factores claves para modelar por un lado las maneras de actuar de los diversos sujetos individuales o colectivos presentes, y al mismo tiempo descubrir los significantes de tales actuaciones, configurar las formas tradicionales de su realización, y, lo que es más importante, establecer las formas en que deberán ocurrir los cambios necesarios.

Lo anterior resulta indispensable especialmente desde la perspectiva en la que se concibe el desarrollo social en el marco de un proyecto social participativo, capaz de propiciar que la presencia de diversas e indispensables instituciones coparticipantes las conviertan en facilitadoras del autodesarrollo comunitario a lograrse solo como consecuencia del protagonismo consciente de los sujetos sociales implicados, todo ello marcado por mediaciones culturales diversas sin las cuales el desarrollo no podría tan siquiera ser concebido.

BIBLIOGRAFÍA:

  • Acosta Matos, E (2009). Imperialismo del siglo XXI: Las Guerras Culturales.La Habana. Casa Editorial Abril.

  • Bordieu, P (1980). Le sens pratique. Paris, Ed. Minuit.

  • Bueno, G (1984). Ensayo sobre una teoría antropológica de las ceremonias. EL BASILISCO. Oviedo. No. 16. 1983-1984.

  • Bueno, Gustavo (1990). Nostros y ellos. Oviedo. Pentalfa Ediciones.

  • Carpentier, A (1998). Concienca e identidad de América. En: Visión de América. La Habana. Ed. Letras Cubanas.

  • De la Torre, C (1995). Conciencia de la mismidad: identidad y cultura cubana. TEMAS. La Habana. No.2.

  • Friederici, G (1973). El carácter del descubrimiento y de la conquista de América. México. FCE.

  • Grazdan, V (1970). La religión como forma de la superestructura social La Habana. Ed. Ciencia y Religión.

  • Guanche, Jesús (1992). Etnicidad cubana y seres míticos populares. ORALIDAD. No.4. La Habana. ORCAL.

  • Ichikawa Morin, E (1998). La escritura y el límite. La Habana. Ed. Letras Cubanas.

  • Martínez Casanova, M. La mítica y la mística del horror: "justificación" antropológica de la guerra. ISLAS # 137. Santa Clara. 2003, p: 34-44.

  • Martínez Casanova, M. Una reflexión sobre cultura popular e identidad. ISLAS # 130. Santa Clara. 2001, p: 49-58.

  • Pike, Kenneth L. (1980). On the Extensión of Etic-Emic Anthropological Methodology. To Refenrential Units-In-Context. University of Nebraska Press. Lincoln.

  • Quintero Rivera, A (1998). ¡Salsa, sabor y control! La Habana. Casa de Las Américas.

  • Ramírez Calzadilla, J. y col (1996). La religión. La Habana. Ed. Academia.

  • Ramírez Calzadilla, J. y col (2006). Religión y cambio social. La Habana. Ed. Ciencias Sociales.

  • Santana Castillo, J (2008). Utopía, identidad e integración en el pensamiento latinoamericano y cubano. La Habana. Ed. Ciencias Sociales.

  • Taipe Campos, N.G (2004). Los mitos: consensos, aproximaciones y distanciamientos teóricos. GAZETA DE ANTROPOLOGÃA Granada. No 20. 2004. Texto 20-16.

  • Valdés Gutiérrez, G (2007). Movimientos sociales y emancipación social humana ¿Identidades encapsuladas o articulación de lo "diferente" en América Latina? En: Diversidad, identidad y articulación: construyendo alternativas desde los movimientos sociales. La Habana. Ed. Ciencias Sociales, p: 1-36.

  • Vázquez Arcón, J (2007). Culturas, voces, lenguajes y perspectivas alternativas al modelo excluyente. En: Diversidad, identidad y articulación: construyendo alternativas desde los movimientos sociales. La Habana. Ed. Ciencias Sociales, p: 141-148.

  • Vega-Centeno, Imelda (1990). Tradición Oral: extirpación y represión. ORALIDAD No2/1990. La Habana. ORCALC, p: 34-37.

 

 

 

 

 

 

 

Autor:

Manuel Martínez Casanova

Doctor en ciencias Filosóficas, Profesor Titular. Se ha venido especializando en el área de la Antropología Sociocultural, especialmente en temas relativos a la cultura popular y la religiosidad. Es Presidente de la Comisión Nacional de Carrera de La Licenciatura en Estudios Socioculturales.

[1] Resulta suficiente mencionar solo, algunos nombres bien conocidos que de ninguna constituyen excepciones en lo que a asumir concepciones religiosas se refiere, como es el caso de Varela, Martí, José A. Echeverria, Frank País y el padre Sardiñas en el caso de Cuba y los de el padre Las Casas, Hidalgo, Morelos, Bolívar, Camilo Torres, Monseñor Arnulfo Romero y más recientemente el presidente venezolano Rafael Chávez y el boliviano Evo Morales.

[2] Esta frase, utilizada por Marx, ha sido descontextualizada y se ha repetido como referente digno de cualquier fanatismo fundamentalista, lo que tiende a dar al ateismo marxista una imagen dogmática. Recordemos que el creador del marxismo afirmaba que "La religión es el suspiro de la criatura oprimida, el corazón de un mundo sin corazón, así como el espíritu de una situación carente de espíritu. Es el opio del pueblo", apuntando con ello a que ha sido más una válvula de escape al sufrimiento humano que un recurso criminal como podría entenderse el uso de drogas alucinantes.

Partes: 1, 2
 Página anterior Volver al principio del trabajoPágina siguiente