Comunicación, cultura y educación (una genealogía) (página 6)
Enviado por Ing.Licdo. Yunior Andrés Castillo S.
5/ Algunas consideraciones sobre la cultura y lo educativo en los discursos genealógicos de comunicación /educación
Los discursos de Sarmiento y de Taborda se constituyen en dos tradiciones constitutivas del campo de Comunicación/Educación, no tanto por representar una construcción orgánica del campo, sino más bien por los proyectos generales y las notas indiciarias particulares de cada uno de ellos, referidos a las vinculaciones entre educación, cultura y política. Esas características serán resignificadas y rearticuladas en los discursos específicos del campo como tal. Nos encontramos frente a dos tipos de formaciones discursivas: una hegemónica y la otra alternativa, ambas haciéndose, tramándose, rearticulándose como tradicionales; y en este sentido, ambas son tradiciones residuales (cfr. Williams, 1997: 137).El discurso de Sarmiento representa una formación hegemónica que se prolonga en una ideología oficial acerca de las vinculaciones entre educación y cultura. Su pensamiento es un pensamiento nítidamente estratégico: su interés es producir una formación hegemónica a partir de la oposición binaria «civilización y barbarie». La «oposición binaria» se constituye en categoría analítica de lo sociocultural, desde la cual se producen sentidos elaborándose una cadena de sucesivas oposiciones (1). Los pares binarios, de este modo, son altamente generadores de sentidos ideológicos: sentidos naturalizados que contribuyen, a lo largo del tiempo, a estructurar las percepciones sobre el mundo sociocultural (cfr. O"Sullivan y otros, 1997: 247-248). Además, sabemos que una formación hegemónica se conforma como totalidad a partir de la conciencia/configuración de sus propios límites (cfr. Laclau y Mouffe, 1987: 165), producidos en el propio discurso. Si la realidad en cuanto referencia empírica (o como formación social) es variable, procesal y conformada por diferencias, la formación hegemónica se distingue por ser una totalidad articulada de diferencias. En este sentido, una formación hegemónica logra significarse a sí misma o constituirse como tal, sólo en la medida en que transforma los límites en fronteras y en que construye cadenas de equivalencias que producen la definición de aquello que ella no es; sólo a través de esta división es capaz de constituirse como horizonte totalizante. El soslayo del polo bárbaro, sin embargo, no implica su ignorancia absoluta en cuanto referente empírico de una formación social; más bien la totalización discursiva tiene efectos de poder en la medida en que divide: el «otro» de la oposición binaria está más allá de las fronteras producidas y es el objeto de pánico moral. El pánico moral es el efecto más inmediato de la totalización discursiva hegemónica, que hace que el soslayo del «otro» sea a la vez productivo: es la producción de un imaginario de amenaza, y por tanto de rechazo, de una condición sociocultural, de acontecimientos o episodios, de grupos o personas, frente a los cuales la ideología pretende sensibilizar moralmente a toda la sociedad (2). La trampa de la oposición binaria, precisamente consiste en reforzar el propósito del lenguaje, interpretativo de lo sociocultural, que es el de imponer cierto orden moral a través de cierta imposición de coordenadas semióticas de lectura del mundo. De modo que la manera en que el lenguaje se relaciona, designa, interpreta la experiencia, los procesos, los acontecimientos de la formación sociocultural, está de antemano sobredeterminada por el lenguaje mismo, que estructura el horizonte de las experiencias y la dirección de los deseos; es decir, sería imposible distanciarse hacia una plataforma extralingüística para reflexionar esa situación dentro del lenguaje (cfr. Zizek, 1992; McLaren, 1998a). Es el lenguaje, en este caso binario, el que produce la otredad que luego construye como amenaza. Con lo que la acción estratégica encuentra no sólo su justificación, sino su necesidad, a causa de la percepción generalizada de miedo al «otro» (a la barbarie, al dejarse estar, al atraso, al desierto). En adelante, lo comunal y facúndico será objeto de pánico moral.El discurso de Taborda, en cambio, representa una formación alternativa posible de visualizar no sólo en la percepción de lo preexistente (en la formación social), sino también en los esfuerzos de desnaturalización del discurso ideológico hegemónico. Lo «preexistente», sin embargo, no se refiere a una suerte de mitología del orden anterior (3), sino que pretende resaltar en el proceso histórico de producción de una determinada política cultural-educativa, la construcción de un orden discursivo (el de la política oficial) en base a la exclusión diacrónica y sincrónica de las diferencias, construidas (en virtud de la necesidad de establecer fronteras de la «totalidad») y unificadas, lo que significa aplanadas, como «otro». Y es una formación alternativa en la medida en que no se inscribe en la construcción de otro tipo de totalización estratégica (propia de una racionalidad instrumental) sino en la poiesis o apuesta a la creación, la imaginación y la autonomía, pero sobre un «campo poblado» de sentidos, y no sobre una desertificación sociocultural. Al hablar de «alternativa», entonces, no hacemos referencia a lo original en cuanto «anterior», fundacional o fijado en un pretérito sustancial, ni lo hacemos sólo en el sentido de Michel Foucault (cfr. Foucault, 1991: IV, Cap. II) acerca de «lo original» como lo nuevo. Conviene recordar la distinción de este autor entre lo regular y lo original, como polos axiológicos de los discursos: de un lado lo antiguo, repetido, tradicional, conforme a un tipo medio, derivado de lo ya dicho; del otro, lo nuevo, lo inédito, lo desviado incluso, que aparece por primera vez. No es alternativo en cuanto a novedoso, ni en el sentido de resaltar el polo opuesto de la oposición binaria; porque, en tanto discurso alternativo, el de Taborda es otro discurso entre otros posibles, y no un discurso acerca de un «otro» sustancializado, en definitiva producido por la totalización hegemónica. Acaso es alternativo en cuanto pone en el centro de su interpretación, como un nudo olvidado y excluido, una formación cultural tradicional (en su sentido residual) pero a la vez emergente en los escenarios y las prácticas culturales de comunicación y educación. Pese al soslayo impuesto por la oposición binaria y a la unificación de la multiplicidad que contiene, esta formación cultural, que podríamos denominar popular, comprende múltiples movimientos y tendencias efectivos que tienen influencia significativa en el desarrollo cultural, y que mantienen relaciones variables y a veces solapadas con las instituciones formalizadas (cfr. Williams, 1997: 139). Taborda asume la variabilidad de lo particular desbordando el estatuto cultural y educativo producido por las estrategias hegemónicas.El modo de proceder en la construcción de sus discursos también es diferente. Si bien ambos autores asumen (en cada caso y en cada época) marcos de pensamiento hegemónicos europeos, los llevan por el camino de perspectivas fuertemente diferenciables. En el caso de Sarmiento, deslumbrado por los procesos políticos y pedagógicos europeos (exceptuando a España) y norteamericanos, surgidos a partir de acontecimientos revolucionarios o independentistas y articulados con nuevas ideas predominantemente vinculadas a una matriz jurídico-política liberal, construye una enorme estrategia por superposición respecto a las prácticas culturales preexistentes (que llevan la marca y la carga de lo hispánico). Esto lo lleva a que necesariamente deba construir una oposición binaria, con el objeto de resaltar el progresismo civilizatorio, lo que no invalida que produzca un minucioso análisis (aunque intencionado) de aquellas prácticas culturales populares. Sarmiento no hace una copia exacta de «moldes» de pensamiento, pero sí adopta en su estrategia los «remedios» civilizados, apropiándose de ellos. Su pensamiento se articula (por ser binario y quedar signado por un paradigma conceptual) a partir de una serie de equivalencias, de modo que se presenta a sí mismo (y para el futuro), como representante de luchas populares, en cuanto éstas se construyen a partir de la división de un espacio político en dos campos opuestos (cfr. Laclau y Mouffe, 1987: 158). De allí que haya sido necesario construir discursivamente al hostis, al enemigo, en el mismo espacio social: la figura del bárbaro (el extranjero de los griegos) representa al incapaz de comprender y vivenciar la civilización; por lo cual es necesaria la superposición de una cultura que coincida con una idea de civilización, aunque no coincida con la cultura que caracteriza la propia nación. De paso, construyendo al hostis, se autoidentifica y se autoproduce un «civilizado», que como referente empírico en esta formación social es casi inexistente. En este sentido, el discurso estratégico es productivo de una imagen que niega lo existente y produce una idea de pueblo como «pueblo en la política» (activo, racional, deliberativo) con una alta carga utópica y progresista.En el caso de Taborda, en cambio, se trabaja registrando el carácter educativo de diferentes procesos histórico-culturales particulares, vinculados a lo comunal; para conceptualizarlos, se vale de ideas filosóficas europeas que reflexionan lo particular, lo concreto, la poiesis, aún lo irracional, y esto para repensar aquellos procesos diferentes (que podemos ya denominar «multiculturales») y otorgarles un sentido político. Más que sólo «el pueblo en la cultura» (contra el «el pueblo en la política»), la perspectiva tabordiana propone reconectar lo que la ideología dominante había segregado: la cultura y lo político, como formas ligadas ya en lo popular. Esta línea de pensamiento, lo lleva necesariamente a entrar en pugna con la política oficial, cuya ideología intenta silenciar y excluir lo comunal, en la medida en que su investigación revela críticamente el sentido ideológico de las políticas totalizadoras oficiales. Taborda desnaturaliza los absolutos de la ideología oficial: en especial, uno de los polos del paradigma conceptual producido como «en sí», como «ab-soluto»; los descongela; al menos lo hace frente a dos «en sí»: la civilización y la democracia. Lo dice de este modo: (1) El civilizado es un primitivo revestido de equipamientos culturales, envuelto en la espesa couche de la cultura (Taborda, 1936: 78); (2) "La democracia, en cuanto negación del absolutismo, señala el grado extremo en que el individuo se independiza del dios" (Taborda, 1936: 95); pero cuando priva "a una parte de la población de las gestiones de la cosa pública, se comporta, respecto de esa parte, como absolutismo" (Taborda, 1936: 94). En este caso, su discurso es posible articularlo con el sentido de las luchas democráticas ya que, excediendo las series de oposiciones binarias construidas por la «ideología democrática burguesa», reconoce y subraya la multiplicidad de espacios políticos que a la vez conforman culturalmente una modalidad de educación.En su proyecto estratégico general, Sarmiento pone énfasis en las instituciones encargadas de la transmisión de saberes, prácticas y representaciones acordes con la ideología «civilizada» y que posibilitan la habilitación para la vida social deseada. Por eso, el orden de las acciones estratégicas está centrado en la escolarización, en el disciplinamiento y racionalización de la vida social cotidiana. Si la vida cotidiana, la multiplicidad de prácticas culturales, las particularidades comunales o territoriales configuran modos de vida confusos y opacos, no es esa la cultura acorde con la vida civilizada (4).Saúl Taborda, en cambio, en lugar de poner énfasis en las instituciones pretende comprender los procesos de articulación entre lo cultural y lo político, lo que lo lleva a observar el carácter comunicacional y educativo de diferentes polos de identificación. Sabe que las instituciones cargan con antagonismos instituyentes, y además reconoce que las instituciones copiadas cargan con las marcas de antagonismos producidos en otros contextos sociales. Comprende que la desarticulación entre instituciones y situación político-cultural, provoca una crisis de reconocimiento e identificación, un vacío de referenciamiento para la constitución de sujetos. Es en aquellos polos, antes y después de la escolarización y de cualquier construcción discursiva de oposiciones binarias, donde en muchos casos se produce la integración social y se forjan y forman los sujetos. La vida sociocultural comunal, precisamente, con su carga de nomadismo (ahora sedentarizado) y con sus formas de generación de lo político, es el lugar donde múltiples polos especialmente incorporativos vienen a constituirse en sedes de encuentros, en ámbitos de copresencia, donde se conforma cierto «cuerpo común» (producto en la actualidad, acaso, de la inseguridad ontológica de la sociedad depredadora). En ellos se producen sentidos, a la vez que se forman sujetos, haciéndose imprecisas las fronteras construidas entre éstos y las instituciones (tanto la escuela como los medios), de modo que los horizontes, las prácticas y los lenguajes provenientes de cada «sede» se confunden y pugnan.A esta altura, es posible conectar algunas de las tesis de Taborda con algunos elementos del posmarxismo (cosa que no creo ni ilusoria ni forzada: considero en este sentido que Taborda preanuncia muy tempranamente una reflexión posmarxista avant la lettre). En primer lugar, nos encontramos frente a un pensador de la revolución profundamente articulada con la cultura, donde «articulación» alude a toda práctica que establece una relación entre elementos, de modo que la identidad de éstos resulta modificada como resultado de esa práctica (cfr. Laclau y Mouffe, 1987: 119). No un «anti-marxista», sino un crítico de cualquier postulado determinista que omitiera dar cuenta de los rasgos diferenciales de las culturas particulares (cfr. Roitenburd, 1998: 167). Cabe aquí recordar la crítica de un stalinista a Saúl Taborda; en su momento Rodolfo Ghioldi (dirigente central del Partido Comunista argentino), un «marxista ortodoxo», señaló que Taborda era extraño ya que políticamente era de izquierda y asesor de gremios obreros, pero ocupaba posiciones de derecha en su pensamiento (Ghioldi, 1932: 67). En verdad, Taborda rehusó entramparse en una lectura que sólo pusiera énfasis en la lucha de clases o en otro análisis dicotómico del antagonismo social; tal como en el rasgo básico del posmarxismo, que no se centra ya en la noción tradicional del antagonismo social (burgueses-proletariado), sino en cualquiera de los antagonismos que, a la luz del marxismo, parecen secundarios y que, sin embargo, pueden adueñarse del papel mediador de todos los demás (cfr. Zizek, 1992: 25-26). He aquí cómo su comprensión y su pedagogía adquiere nuevos sentidos como rastro tradicional (residual) de las luchas democráticas (en el sentido de Laclau y Mouffe), sustentadas por el reconocimiento y el acento puesto en una multiplicidad de formas culturales, en una multiculturalidad como referente empírico.En segundo lugar, nos encontramos ante un reconocimiento de polos múltiples de formación de sujetos y producción de sentidos; polos de formación subjetiva relacionados con una articulación entre lo político y la cultura. El polo central de formación de sujetos e identidades había sido, en el marxismo, casi exclusivamente el clasista: en general, las instituciones, las prácticas y los contenidos educativos aparecen centrados en torno a la identidad de clase, aunque eventual y secundariamente a la identidad racial, sexual o nacional. En Taborda nos encontramos con múltiples polos de formación de sujetos, en general ligados a las variaciones culturales comunales, pero articulados con lo nacional y lo global. Además, está en Taborda el reconocimiento de que las prácticas educativas no se llevan a cabo sólo en torno a las instituciones escolares (5), sino también en otras agencias que pueden no tener el carácter de institución, desbordando una concepción restrictiva proveniente del marxismo ortodoxo y presentando una situación más inasible para el análisis según los parámetros tradicionales (cfr. Buenfil Burgos, 1992: 115). Más aún: Taborda, como los posmarxistas (véase Buenfil Burgos, 1992: 116), pone en cuestión el carácter absoluto y fijo del sujeto educador, personificado en la figura del docente, como referente necesario para el sujeto de la educación; los referentes educativos, lejos del postulado docente unilateral y estático, no están prefijados ni son invariables, sino que se asumen como referentes que se constituyen en la misma práctica comunicacional-educativa. De este modo se hace posible pensar cualquier relación social y en cualquier espacio, como susceptible de convertirse en práctica y agencia educativa[6].En fin, con Taborda nos hallamos con un pensador del antagonismo original (comunitario) y originario de la vida social y de lo político. Un antagonismo que escapa a la posibilidad de ser aprehendido por el lenguaje, por lo que, "lejos de ser una relación objetiva, es una relación en la que se muestran (…) los límites de toda objetividad". Es el límite mismo de un orden "y no el momento de una totalidad más amplia respecto a la cual los dos polos del antagonismo constituirían instancias diferenciales -es decir, objetivas- parciales" (Laclau y Mouffe, 1987: 145-146). Hay un núcleo que resiste la integración-disolución simbólica: el antagonismo como núcleo fundamental, como división social traumática; frente a él, la ideología (como fantasía) no ofrece un punto de fuga, sino que nos ofrece la mismísima realidad social como huida precisamente de ese núcleo traumático, real (cfr. Zizek, 1992: 25; 76). Taborda ha mostrado de qué manera el antagonismo originario (en el sentido de «traumatismo nuclear»), lejos de superarse a través de un orden sociocultural y político oficial, es el fundamento de ese orden: el orden político «civilizado» pretende abandonar las formas comunales para alimentar la fantasía de su superación. Pero Taborda también sabe que lo simbólico de la gran estrategia civilizatoria, no logra ni integrar ni disolver el antagonismo comunitario: la política, en definitiva, no logra en la historia integrar-disolver lo político como expresión (como muestra imposible de decir, de ser aprehendida por el lenguaje) de aquél antagonismo. Comprende, finalmente, que la ideología oficial ofrece una sociedad «civilizada», a construir, como fantasía canalizadora del antagonismo. Porque también interpreta que el «trauma» original es un núcleo resistente a la totalización estratégica. Todo intento de suturar la hendidura original, toda acción estratégica que pretenda disolver/integrar el antagonismo que emerge en las prácticas culturales, está condenado al fracaso: es sólo una manera de posponer una imposibilidad fundamental (cfr. Zizek, 1992: 29).BibliografíaBuenfil Burgos, Rosa Nidia (1992), El debate sobre el sujeto en el discurso marxista: Notas críticas sobre el reduccionismo de clase y educación, México, DIE-IPN.Cohen, S. (1972), Folk Devils and Moral Panics, Oxford, Martin Robertson; en O"Sullivan, T. y otros (1997), Conceptos clave en comunicación y estudios culturales, Buenos Aires, Amorrortu.Curran, James (1998), "Repensar la comunicación de masas", en J. Curran, D. Morley y V. Malkerdine (comp.), Estudios culturales y comunicación, Barcelona, Paidós.Foucault, Michel (1991), Arqueología del saber, México, Siglo XXI.Ghioldi, Rodolfo (1932), "Los partidos en filosofía", en Escritos, T. I. Citado por S. Roitenburd, "Saúl Taborda: la tradición entre la memoria y el cambio", en Rev. Estudios, Nº 9, Córdoba, Centro de Estudios Avanzados (Universidad Nacional de Córdoba), julio 1997-junio 1998.Hall, Stuart (1980), "Encoding/Decoding in television discourse", en S. 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Pese al propósito estratégico, resultará clave observar que las oposiciones binarias dejan un espacio intermedio (que hace las veces de límite entre los polos) que se puede caracterizar como ambiguo. Entre la civilización y la barbarie hay una categoría ambigua, que es simultáneamente lo uno y lo otro, y no es ni lo uno ni lo otro. Si la escolarización es considerada, ahora, no ya como una estrategia de pasaje sino como categoría ambigua, será posible comprender cómo en ella (en tanto escenario y proceso a la vez) aparece como fenómeno y simultáneamente tanto la civilización como la barbarie; como espacio y como práctica, la escolarización no es -en definitiva- ni civilización ni barbarie, sino frontera, pasaje y confusión de ambos polos.(2) Sobre la noción de «pánico moral», véase S. Cohen (1972). El concepto es sumamente importante en los estudios culturales. En este marco, se ha sostenido que los medios de comunicación son capaces de movilizar un pánico moral alrededor de determinadas cuestiones o grupos, a los que se los hace depositarios de un síntoma de conflicto social; en definitiva, la producción de pánico moral opera como reforzamiento de la ideología, en la medida en que naturaliza determinadas situaciones o condiciones que aparecen en procesos, sectores o personas (cfr. J. Curran, 1998; S. Hall y otros, 1978). Por otra parte, las escuelas reproducen y promueven representaciones generadoras de pánico moral y percepciones correspondientes a una cultura del miedo al «otro», que lleva a justificar la vigilancia sobre las posibles prácticas «desviadas» (cfr. McLaren, 1998a), porque siempre el otro quiere robar nuestro placer, quiere echar a perder nuestro estilo de vida (cfr. McLaren, 1998b).(3) La idea de «mitología de un orden anterior» está tomada de Susana José (1988). En ella se pretende resaltar un tipo de orden asociado al origen y fijado en el pasado, en el principio de la historia. En este sentido, representa lo arcaico en la tradición (cfr. Williams, 1997). La fuga al pasado, como recurso también estratégico, es característica de las corrientes de pensamiento folklóricas y románticas, que subrayan al «pueblo en la cultura» con el fin de refutar ideológica y políticamente a las posiciones liberales e iluministas que resaltan al «pueblo en la política» (cfr. Martín-Barbero, 1989: Capítulo IV). En los románticos, el «orden anterior» representa lo esencial, el fundamento, lo sustancial y lo original.(4) Podría interpretarse la estrategia sarmientina como un proyecto de educación para la comunicación, en cuanto transmisión de modos «civilizados y racionales» de comunicación coherentes con un habitus civilizado también producido a través de la institución escolar. La apuesta a la institución escolar como forma de escolarizar (en su sentido amplio de disciplinamiento, racionalización y orden) las prácticas culturales y comunicacionales desordenadas, ha de ser -más tarde- apuesta a los medios en general para lograr los fines políticos de la hegemonía. Por eso, como sentido hegemónico, «educación para la comunicación» contiene una idea de comunicación transparente (que es la comunicación que logra experimentar el educado), en la medida de la transparencia del sujeto. Aquí está en ciernes tanto el ideal de la comunicación intersubjetiva universal y transparente, donde el sujeto es el sujeto de la reflexión trascendental (como en Habermas), como su contrario: el sujeto, también transparente, capaz de construir su propio modo de autodominio, capaz de inventarse, de producirse como sujeto a través de estilos de vida marginales que construyen su particular modo de subjetividad (como en Foucault). En ambas líneas, está el sujeto transparente, la personalidad acabada que domina las pasiones y hace de la vida una obra de bien o una obra de arte (cfr. Zizek, 1992: 24).(5) En rigor de verdad, Sarmiento también considera el carácter formativo de sujetos del desierto, del campo, del territorio sin límites. Pero la formación del habitus por la naturaleza, sin embargo, no puede denominarse (al menos en las ideas de Sarmiento) «educación». En su sentido político, la educación indica el proceso de formación de ciudadanos y productores; lo cual se hecho evidente el sometimiento del sentido pedagógico de la educación, para dejarlo a merced de la idología política oficial (tal como lo denuncia Taborda).(6) Cabe mencionar, en este sentido, que el proceso educativo ha sido definido por el Grupo APPEAL (Alternativas Pedagógicas y Prospectiva Educativa en América Latina) como un "proceso de producción (reproducción o transformación), circulación y recepción o consumo de prácticas y sentidos específicos" (Puiggrós y otros, 1988: 25); se evidencia aquí como notable la conceptualización del proceso educativo como un proceso comunicacional, si nos atenemos a la noción de comunicación de Stuart Hall (cfr. Hall, 1980).
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