A propósito del lugar de la filosofía en el fin de la cultura (página 2)
Enviado por Sergio Espinosa Proa
CUATRO
Una reserva, en todos los sentidos del término. Y también un desplazamiento. Toda filosofía se sitúa en el extremo de la memoria y en el desahucio del saber. A la filosofía sólo le interesa el afuera de la filosofía.
A despecho de sus encarnaciones académicas, funcionales, convencionales, la filosofía no es (sólo) contemplación desinteresada; no es (sólo) reflexión metódica; no es (sólo) comunicación discursiva. Quizás a nada sea finalmente más alérgica que a la pedagogía, y esto puede asustar. Si su objeto es el afuera de la filosofía, tendrá que aceptarse que no se encuentra, en modo alguno, frente a un mundo poblado de objetos. Lo que piensa la filosofía no son objetos. Ella, permítaseme repetirlo, no es el espejo ante el cual, con o sin distorsión, se reconocería un mundo —objetivamente— preconstituido.
Hay una mezcla de pasión —de padecimiento— y de acción en la filosofía. ¿Pensamiento puro? Más bien, según escribían Deleuze y Guattari, invención: de modos de existencia, de posibilidades de vida. Y si su objeto no es propiamente un objeto, tampoco su sujeto es propiamente un sujeto. Nadie que busque ser dueño de sí, o cerciorarse, confirmarse y asegurarse en cuanto sujeto, puede adivinar el carácter disruptivo de la experiencia del pensamiento.
A menos que aquello que desea en o a través del sujeto sea lo otro del sujeto, y no "su" deseo.
La filosofía, vuelvo a ello, designa la reserva del pensamiento. A saber, aquello que no puede aplicarse —que, en todo caso, no puede agotarse— en la construcción de un saber, en el trazado de un orden de positividades. No remite ni a un sujeto (pensante, deseante) ni a un objeto (real, imaginario, simbólico). La filosofía remite "en general" —remite al Ser. Por eso es legítimo afirmar, en particular, que el pensamiento de la filosofía excede a la cultura. A esa insidiosa forma de olvido que es la cultura. Procede de una ruptura o una fisura o un traslape o un plegamiento de planos. Los planos son las formas actuales o vigentes de una cultura: el lado comunicativo del lenguaje, la dimensión prescriptiva y proscriptiva de las palabras: su poder. Su doble poder: de sujeción, de objetivación.
La filosofía puede ocurrirle a la cultura; pero prácticamente nada la obliga a ello.
En ese mismo sentido, Bertrand Russell ponía el acento, en uno de sus últimos escritos, sobre su carácter indomeñable: "Los hombres temen al pensamiento más de lo que temen a cualquier otra cosa en el mundo; más que la ruina, incluso más que la muerte. El pensamiento es subversivo y revolucionario, destructivo y terrible; el pensamiento es despiadado con los privilegios, las instituciones establecidas y las costumbres cómodas; el pensamiento es anárquico y fuera de la ley, indiferente a la autoridad, descuidado con la sabiduría leal del pasado". A lo cual añadía, en el mismo tono apocalíptico: "El pensamiento pone sus ojos en el pozo de infierno y no se asusta".
Resumiendo todo esto: lo propio del pensamiento filosófico es, para bien y para mal, lo inapropiable. En su doble, simétrica manifestación: como exceso y como residuo. El pensamiento no desea algo pensable, sino, obvio, algo que se le resista. De lo contrario, habría sólo espacio para un saber. No se trata, si es pensamiento, de comer. Tiene mucho más que ver, ahora se comprende, con el espacio del deseo, de la seducción, del acontecimiento, del azar y de la gracia. Parece, a estas alturas, y tras infinitas piruetas, una simple cuestión de gusto.
¿Es pensable esta reluctancia de "la cosa" de la filosofía a su apropiación? ¿No será, en compensación, lo único que mueve a pensar?
CINCO
El pensamiento abstracto es para muchos una fatiga;
para mí, en los buenos días, una fiesta y una embriaguez.
Fr. Nietzsche
¿Fundar comunidad o abrirla a su flanco incomunicable? ¿Aproximar el pensamiento a la experiencia (trágica) del arte, o retomar el sendero (luminoso) de la política? ¿Clínica o crítica, apocalipsis o integración? ¿Lucidez o redención? Tal parecen ser, para la filosofía, ayer y hoy, los persistentes términos de la alternativa.
Es más que probable que la petición dirigida a la filosofía en el sentido de que "tome partido" será por ella provechosamente desoída. Pues podrá sospecharse que la verdad de la filosofía se aloja justo en esta indecisión, en esta perpetua vacilación. Después de todo, la filosofía no puede operar como lo hacen las ciencias, y tampoco como lo hace el arte. Imitar, aquí también, es sinónimo de traicionar. Es más que probable que el proyecto de la filosofía contemporánea (¿de toda filosofía?) consista, como insinúa el poeta, en apoyarse en las inconsistencias.
Hacer pie en ellas, ¿para eliminarlas, o para hacerlas productivas? La verdad de la filosofía ocurre entonces en ese espacio abisal y limítrofe, en ese exceso errante, según la expresión de Alan Badiou, en la apertura de una indiscernibilidad y una indecibilidad que no necesariamente habrán de confundirse con la irracionalidad. El suelo de la filosofía no es ni puede ser el suelo de las ciencias, puesto que su verdad jamás podría ser la certeza, ni la mensurabilidad, ni la manipulación.
Ese suelo es, en otro acercamiento, lo innombrable.
Estas palabras, lógicamente, sólo pueden aludir al exceso y a la inadecuación del lenguaje para decir su afuera. Decirlo sería absurdo. Ni saber, ni creencia: su campo específico inicia allí donde estas magníficas prendas de la cultura cesan. La filosofía dramatiza esa cesación, esa cesión, esa inter-cesión.
Todo esto, lo confesaré sin el menor pudor, suena francamente insensato. ¿Desde dónde, si tal fuese necesario, tendríamos que justificar a la filosofía? No, por supuesto, desde la cultura. Menos aún desde la ciencia-técnica. Ya sabemos que lo que ambas buscan es, por encima de cualquier otra cosa, la seguridad. Afán de cohesión, de estabilidad. ¿Qué son sino estrategias de autoconservación? Ahora bien, sería sospechoso que la filosofía se justificara a sí misma. No hay un dónde, ése es el riesgo que tiñe de insensatez semejante esfuerzo.
Se me dirá: ese dónde no puede ser más que la verdad. La cultura —regida por los mitos, las religiones, las ciencias— podrá ser un consciente o inconsciente, eficaz o ineficaz entramado de prejuicios, pero a la filosofía le interesa lo que hay detrás de ese escenario. Vale.
Sólo que, ya se adivinará, el detrás del escenario siempre ha resultado, para desdicha o regocijo de la misma filosofía, otro escenario.
SEIS
Para plantear debidamente la cuestión del nexo de la filosofía con las ciencias es necesario remitirse en un primer momento, recién se advierte, al problema de la verdad. Éste brota de una aporía: la verdad, ¿pertenece a las cosas, o a las palabras?
La solución tomista, dominante por centurias, es la del ajuste entre las partes. Las cosas se adecuan a las palabras, las palabras se ajustan a las cosas. Pero la premisa lógica de esta correspondencia es teo-lógica: las cosas son inteligibles porque han sido creadas por un Supremo Intelecto. Si hay ajuste, es porque cosas y palabras son, en su origen divino, exactamente idénticas.
La verdad es, en esta lógica, conveniencia. "El convenir de los entes entre sí como una creatura con el creador, un concordar según la determinación del orden de la creación", dice Heidegger. La verdad filosófica coincide, según esto, con la verdad teológica. Que las palabras coincidan o convengan con las cosas sólo puede ocurrir manteniendo firmemente el supuesto de la presencia de un Intelecto Divino.
Mas, ¿qué pasa si no admitimos ese supuesto? Se puede hablar, como hacen los griegos, no ya de un ajuste o conveniencia, sino de una "concordancia" —homoiosis— entre la cosa y la palabra. La concordancia es una representación (verbal) de la cosa. Es la solución platónica. Pero —advierte Heidegger— esta representación tiene como premisa o condición de posibilidad no la existencia de un Supremo Intelecto, sino la de una "apertura" o un "estado de abierto".
Hay verdad —puede haberla— porque el Dasein —la existencia indeducible de alguna esencia— está arrojado y expuesto a dicha abertura. La verdad no es ya adaequatio ni homoiosis, sino aletheia. Ni conveniencia ni concordancia: desencubrimiento, des-ocultamiento. La verdad consiste, así, en provocar la manifestación de las cosas. en hacer que salgan a lo abierto. La verdad no es resultado de una pacífica —angélica— correspondencia, sino producto de una violencia; de un "robo", dirá el Heidegger de Ser y Tiempo.
El paso de la verdad-alethéia (característica de la reflexión presocrática) a la verdad-homoiosis (concordancia entre el juicio y el aspecto del ser —eidos, idea—) se produce en Platón. Es una estación en el camino que conduce —¿que desciende?— a la teología. No es todavía el Supremo Intelecto de Santo Tomás, pero es el "Sol", es decir, la Idea: en su luz, las cosas comienzan a ser lo que son. A coincidir consigo mismas. Por eso, la verdad en Platón no se concibe ya como desencubrimiento, sino como rectitud (orthotés) de la mirada. Y algo muy similar ocurrirá en Aristóteles.
Para Heidegger, después de su famoso "giro" (Kehre), la verdad se relaciona más con la libertad que con la existencia de un fundamento último. La verdad no es apropiación del ente, sino todo lo contrario: desapropiación. Desalojo. Pero esto es así porque la libertad no es algo que "posea" el hombre. Es al revés. "Ser libre", explica el filósofo, "esto es, crear un mundo desembarazado y franco, donde quepan los entes en su nitidez inviolada". La verdad no es imponer una representación, o forzar un ajuste, sino dejar ser al ser. Pues el ser se da en su propia apertura.
Sólo que —y esto hace de la filosofía una empresa constantemente en riesgo, en perpetuo riesgo de desfondamiento— el ser no se revela en su integridad. "La revelación del ente en su totalidad no coincide con la suma del ente de hecho conocido". La verdad del ser consiste en este doble movimiento. El ser se abre, pero al hacerlo también se ofrece —se guarda— en su misterio. La mentira de la cultura —de la ciencia, de la teología, de la política— consiste, exactamente, en la ocultación de lo oculto.
La filosofía, desde Heidegger, se reconoce y se orienta por esta cualidad. En ella se deja ser el misterio del ser. El resto no es silencio, sino mundanal ruido.
Contrastando con ello, los saberes se rigen enteramente —y por necesidad sin apenas saberlo— por esta mentira.
SIETE
Las ciencias —naturales y sociales o humanas, ciencias del espíritu divino o del demonio terrestre— son productos naturales (es decir: artificiales) del despliegue de la modernidad, concomitantes a ella, mientras que la filosofía ocupa un estatuto que podríamos calificar, una vez más, de excéntrico o residual o liminar respecto de este despliegue.
La filosofía antecede, excede, quizá sucede y, en muchos respectos, transgrede, las líneas maestras que marcan la formación y el despliegue del mundo moderno.
La pregunta por lo propio de la modernidad no puede, en consecuencia, confiarse de manera inocente o acrítica o exclusiva a uno o a varios de sus legítimos engendros. Tampoco, desde luego, podrían de antemano y sin plena justificación excluírseles de aquella interrogación. El concurso de las ciencias es indispensable para formular en sus justos términos el problema por abordar.
Pero es sobre todo a la filosofía —a su fracturada y extrañamente vigente historia, al carácter pretendidamente incondicional de su interrogación— a quien debe recurrirse una y otra vez a fin de mantener la distancia necesaria para no perder de vista ni confundirse con el objeto general de toda esta indagación.
En este orden de ideas, la filosofía es muy similar al teatro. Ambos son productos de la descomposición de la religión. Ambos se afirman en esa ruina, viven de su decrepitud. Por eso, filosofía y teatro, en Occidente, han tenido que inventarse dos veces: en Atenas, cinco o seis siglos antes de Cristo, y en Inglaterra, España y Francia, dieciséis o diecisiete siglos después. Shakespeare, Calderón, Hobbes, Descartes. La vida es sueño, afirma el dramaturgo, pero, ¿podríamos —se pregunta el filósofo— un día despertar?
Veamos, con la máxima brevedad, unos cuantos ejemplos.
El detrás del mundo era, para Descartes, a fin de cuentas, otro mundo. Un mundo medible. Tras el (incierto) mundo que nos ofrece la sensibilidad, o la costumbre, o la conveniencia, o la ignorancia, existe una tramoya: un mecanismo. Tras el escenario, un sistema de cables, de resortes, de poleas. La verdad es la verdad matemática. Para adivinar esta verdad, el hombre René Descartes ha debido despojarse de sí, quedándose literalmente solo con su alma. El hombre es un (el) ser que duda. El ser que duda de ser. La consecuencia de esta refundación de la filosofía (durante toda la Edad Media sólo servía para dar razón de lo que ya se sabía, de lo que se debía creer) es un corte más o menos radical entre el pensamiento y el espacio. Y ya sabemos quién manda en esta dualidad.
Que el detrás del mundo sea (objeto de) una ciencia —la matemática, la mecánica— implica seguir otorgándole la supremacía al sujeto pensante. Pero, bien mirado, este sujeto no tiene en realidad cómo defenderse. Eso que le permitió conquistar su verdad se vuelve en determinado momento contra él. También el pensamiento está sujeto, también él es resultado de la necesidad. Pensar es asociar; la mente no está fuera del reino de la causalidad. ¿Libertad? El sujeto es solamente, como sostendrá Thomas Hobbes, un precario equilibrio entre el miedo y la ambición.
Respuesta: detrás del mundo hay un mundo que funciona como funciona una máquina.
OCHO
Es indudable: de estas y similares experiencias han nacido las ciencias, las ciencias que hoy dominan la acción y la imaginación de los hombres como sólo la teología pudo hacerlo durante centurias. Pero debe notarse que Descartes y Hobbes, en cuanto filósofos, han tenido que exponerse en su momento al mayor de los descréditos, por no decir a la ira colectiva. Se han opuesto a su cultura, así lo hayan hecho bajo la nobleza de algún ideal, de un ideal compartible. So capa de otra cultura.
El enfrentamiento de Hobbes con su cultura fue por cierto más brutal. Lo que descubrió fue justamente el peligro, la perversidad de la moral. No es poco. "La verdad" —su posesión— ha sido la responsable de la criminalización del rival y, en el extremo, de la justificación de su eliminación. Entre guerra y verdad se tensa una desastrosa línea roja. La guerra es la verdad de la verdad, y la verdad es la verdad de la guerra. Por eso defendió la exigencia de separar la religión del Estado, por eso la moral habría de convertirse en asunto privado. Por eso el Estado, mientras las facciones continúen enfrentadas, debe ser absoluto y actuar como un árbitro capaz de imponer la paz.
Pues detrás del mundo sólo está el violento e insensato juego de las pasiones.
Cuando digo "el mundo" está claro, supongo, a qué me refiero: al sentido. Pero imaginar una máquina detrás del escenario —detrás del sentido— sigue siendo dotar de sentido algo que quizás no lo tenga. La filosofía, repito, busca siempre su afuera, pero afuera de la filosofía, afuera o detrás del sentido encuentra una y otra vez los rescoldos de la cultura. ¿Habría un detrás del detrás? ¿Una retracción al infinito?
O la experiencia o la razón; durante mucho tiempo, el pensamiento habría vacilado entre semejante polaridad. Hoy día quizás diríamos: o la fuerza o la significación. El modelo mecanicista descuida en cierta forma el antes del movimiento: a saber, la fuerza. ¿Es solamente fuerza? La exploración de Leibniz delinea un mapa que se asemeja en parte al que, siglos después, trazará Freud. La mónada es pura pulsión: pura apetencia. Pero la mónada se relaciona con el cuerpo, con la extensión, siguiendo los planos de una armonía preestablecida. Esta concordancia entre percepción y precepto, entre sensación y movimiento, entre alma y cuerpo, vuelve a quedar garantizada, como en Santo Tomás, por la Mónada Suprema.
Detrás del sentido, no hay más que El Garante del Sentido.
Antes de proseguir, recordemos sólo de pasada a Rousseau. Para él, el suelo firme del pensamiento apenas podría ser otra cosa que (el orden de) la naturaleza. El teatro es el teatro de la sociedad: ámbito de la maldad, de la simulación, de las convenciones, de la hipocresía. Lo espontáneo, lo auténtico, lo bueno, es lo natural. Antes del teatro, el saboyano imagina otro teatro, el teatro naturalista de la inmediatez y la virginidad.
Y allí podrá encontrar la ciencia del hombre, si no su verdad última, por lo menos su profunda bondad.
NUEVE
Filosófica, pues, es esa búsqueda de un orden de inteligibilidades bajo las desviantes y dispersivas manifestaciones del azar. Invariablemente le ataca la manía de fijar un principio de organización situado más allá de lo aparente, que con frecuencia se presenta en forma caótica y discordante.
Este principio conoce algunas variantes. En general, se diría que su esfuerzo se reduce a proponer algo que no existe: los Números, las Ideas, el Alma, Dios… Que no existe, al menos, para la experiencia.
Es posible que estas figuras de la nada —de la nada de experiencia— deriven todas de una especie de molde o arquetipo común: el Destino, el Fatum. Es posible que el resultado de esa pesquisa, siempre en trance de comenzar y de perderse, no sea otra cosa que una colección de íconos de la ley.
Determinar y establecer un orden de inteligibilidad tras el desorden no parece, digámoslo sin poder detenernos en ello, privativo del empeño filosófico. Los mitos y las religiones se han propuesto, desde el fondo de los tiempos, algo semejante. La narración fija para la memoria un antes y un después, un cómo y un porqué: un sentido.
Pero esta configuración del orden necesita reactualizarse periódicamente; no hay mito que pueda prescindir de un soporte ritual. Necesita una figuración, una presentación, un estuche. Nacimiento del arte.
Sin embargo, en cuanto ícono de la ley, la filosofía tiende a la supresión o, en todo caso, a la absorción de lo particular. ¿Quién habla, qué importa quién habla? La voz de la filosofía es una voz venida de ninguna parte. Venida de la muerte.
La ley —la filosofía— es también la imposibilidad y la transgresión de la ley. El pensamiento, que quiere darle su justo lugar a lo particular, tiene que, en principio, sobreponerse a su poderoso encantamiento. En primer lugar: que no siga engañando, desviando a la inteligencia.
Seguimos no obstante sin saber muy bien dónde comienza y dónde termina este ejercicio del pensamiento. Schopenhauer, es sabido, sitúa el nacimiento de la filosofía en la distinción —muy anterior a Sócrates— entre "lo percibido" —lo fenoménico: material de la experiencia— y "lo pensado" —lo nouménico: "material" del intelecto—. La percepción se refiere a lo presente, a "lo empíricamente dado": a todo eso que no se sostiene, que muta, que aparece y desaparece, que cambia y se dispersa. Debajo, o detrás de este circo, quedaría el óntos ón, lo verdaderamente real.
Observemos el gesto inaugural: la filosofía decreta que lo verdadero no puede en modo alguno ofrecerse a los sentidos. La "cosa en sí", el óntos ón, lo "nouménico" es rigurosamente imperceptible. Es, y no hay vuelta de hoja, lo pensable. En esta distinción reposa una profunda y duradera segmentación del mundo. Los sentidos reportan fenómenos físicos; son el correlato de la presencia. La inteligencia (noûs) está expuesta, prendada de la cosa-en-sí; eso que se encuentra más allá de la física, la metafísica.
En un lugar que no es un lugar y en un presente que no está en el tiempo.
El ademán inaugural de la filosofía representa, desde este punto de vista, la caída en un régimen ilusorio cuyo objetivo final, paradójicamente, es librarse de las ilusiones.
El debido contrapunto a esta concepción lo proporciona Heráclito: para el oscuro pensador de lo oscuro, no hay más que physis. Afirmación que Schopenhauer adscribirá, sin titubeos, a una especie de profesión de fe "fenoménica". Porque la oposición que va a interesar a Schopenhauer —metafísico al fin— es la que se verifica entre Anaxágoras (el noûs es aquello que introduce orden en las cosas) y Empédocles (el principio de orden es pasional: philía kai neikos, amor y odio, o atracción y repulsión, es decir, para Schopenhauer: voluntad). Anaxágoras piensa la(s) sustancia(s) como resultado de una "razón ordenadora"; Empédocles, schopenhaueriano avant la lettre, como producto de un "impulso ciego", de una "voluntad inconsciente".
La oposición se halla, pues, en el pesimismo de uno y el optimismo del otro. Empédocles sabe que la vida es, en su conjunto, una miseria, un encierro, un destierro. Es un griego que en esto coincide con la sabiduría brahmánica, con la budista, y con la "auténticamente" cristiana. Esta sabiduría viene a ser algo así como la matriz de la filosofía: "La opinión de que el cuerpo es una cárcel, de que la existencia es un estado de padecimiento y de purificación, del cual nos libra la muerte".
DIEZ
El fuego de los sacrificios nos libera
de las cadenas del devenir.
Jámblico,
De mysteris, IV
Según se advierte, Schopenhauer, a quien seguiremos un tramo más, no establece ningún corte radical entre la especulación filosófica y la sabiduría arcaica, esa que se remonta al Oriente misterioso y lejano. Pitágoras y Platón cumplen, a su modo, con las exigencias básicas de la tradición sapiencial. Los presocráticos, en particular, recogen y coronan una herencia ancestral cuyo manantial no se halla en Occidente.
El antagonismo, la cesura, tiene lugar más bien entre el "panteísmo" indostánico y el "teísmo" judío.
Tampoco es apreciable, por lo demás, una discontinuidad de fuste entre los presocráticos y Sócrates mismo. Sólo que la posición de este último —que, en términos generales, dice Schopenhauer, es la misma que la de su venerado Kant— es infinitamente más destructiva. Para el ateniense, no hay más virtud del pensamiento que la de disolver los castillos de humo —los mundos de palabras— que él mismo construye. Ante las edificaciones de la metafísica, lo más sabio es hacer votos de ignorancia, y actuar en consecuencia. Por eso Sócrates es el reverso de un sofista: a saber, un maestro del no-saber.
Aquella dualidad alma/cuerpo que —de acuerdo con Schopenhauer— se sitúa en la base de la empresa filosófica recibirá en Platón un tratamiento magistral, de efectos extremadamente potentes y duraderos. Lo habíamos encontrado ya en Descartes: nada que provenga del cuerpo es digno de confianza. El pensamiento consiste, precisamente, en una purificación, en una emancipación del alma respecto de esa "rémora" que es el cuerpo. Sostenida sobre ella, el alma es el fin de la naturaleza. En consecuencia: el verdadero conocimiento sólo se alcanza después de morir.
Admítase o descártese la inmortalidad del alma, Platón establece para toda la posteridad un inquietante principio: el espacio propio del pensamiento es la muerte. Por eso no ha de extrañar que su "suelo" sea tan radicalmente inconsistente.
Desde entonces, ello no obstante, la polémica se ha deslizado por la pendiente —muchísimo menos inquietante— de la oposición entre la forma y el contenido. El alma —o el intelecto— se ha imaginado como una forma vacía, y el cuerpo —o la experiencia— como un contenido privado de forma. Será el criticismo kantiano el que, según esto, clavará la puntilla a la metafísica racionalista de Platón. Paradójicamente, Schopenhauer rechazará la pretensión platónica conservándola al mismo tiempo a fin de proponer su propia hipótesis de la dualidad o antagonismo entre conocimiento y voluntad.
Un paso más. El giro hacia lo que hoy llamamos ciencia, por su énfasis en la observación empírica, se encuentra asegurado por Aristóteles. Schopenhauer no duda en reconocerle esto —que él llama su "sagacidad"—, pero tampoco se priva de reprocharle extrema dispersión y superficialidad. El estagirita es "como un niño, que suelta un juguete para coger otro que ve de repente". Aristóteles es brillante pero también confuso, reiterativo e insuficiente —excepción hecha de su Retórica, modelo de arquitectónica que retomará Kant.
El empirismo de Aristóteles, empero, nunca llegará tan lejos como podría haberlo hecho. Su deseo es por cierto comprender los objetos de la naturaleza, pero procede deductivamente: desde conceptos y procedimientos apriorísticos. Lo cual equivale a describir no a la naturaleza en su modo de ser, sino en aquello que debería ser. Tal es, principalmente, la razón de su fracaso. Porque "la muerte de Dios" es ante todo, para Schopenhauer, obra del empirismo. "Si la astronomía suprime el cielo", anuncia el filósofo, "ha suprimido al mismo tiempo a Dios". La Iglesia le debe a Aristóteles esa tempranera defensa —filosófica, racional— del cielo.
De cualquier manera, Aristóteles conecta con dos grandes tradiciones, aparentemente antagónicas: la escolástica y la ciencia. Por su inclinación empírica, Aristóteles resulta sumamente afín a Copérnico, a Kepler, a Galileo, a Bacon, a Hook, a Newton; pero, por su apriorismo, se vincula y sirve de sustento a toda la teología medieval.
Destaquémoslo por penúltima vez: tan sólo aparentemente antagónicas.
ONCE
Todas estas escaramuzas y devaneos se traen aquí menos con intención didáctica que a título de mera insinuación. La vena metafísica de la filosofía —allí donde, según Nietzsche, anida toda la mala fe y todo el resentimiento del nihilista— también da a su modo testimonio de aquel carácter espasmódico y casi flagrante del pensamiento con el que iniciamos este alegato: como diría Adorno, enigmáticamente, "lo que es, no es todo".
Con base en los ejemplos hasta aquí aducidos, convengamos al menos en esto: la filosofía se remonta desde lo sensible —reduciendo su campo, limitando su poder— para alcanzar el límpido espacio de lo pensable —única garantía de su verdad—. Sin embargo, "lo pensable" no ha sido, en cada caso, y según sus flexiones y condicionamientos, otra cosa que una representación —más o menos sensible, más o menos prejuiciada— de lo verdadero.
Lo que hasta ahora sabemos —porque tal es el saber o el dogma originario de la filosofía— es que la verdad no es para los sentidos. ¡Pero, por lo visto, tampoco es para el pensamiento!
La constante, por otra parte, ha sido la siguiente: algo ha de poder sobreponerse a la muerte y a la caducidad, algo desde cuya plataforma nos encontraríamos (¡¿quiénes?!) en posición de valorar y juzgar el mundo como un todo. Logos spermatikós para los estoicos, forma substantialis para los escolásticos… "Algo que hace que la muerte", explica Schopenhauer, "que destruye al individuo, no alcance a la especie, en la cual de nuevo existe el individuo, a pesar de la muerte". Nombres para el alma.
La historia de la filosofía nunca es la historia de la filosofía. Cada filósofo hace de esta historia un relato más o menos ordenado y más o menos sesgado a fin de encontrar ejemplos, contraejemplos, argumentos y contraargumentos susceptibles de darle fuerza o credibilidad a su propia propuesta. Es impracticable —por no decir: improcedente— una lectura "objetiva". Así se han leído los filósofos entre sí desde que el género entró en circulación. Es, claramente, el caso de Schopenhauer: sólo puede leer aquello que sirve para confirmar su idea. De la filosofía sólo es importante seguir la pista a una experiencia que ya estaba en los brahmanes, a saber: la emancipación final, la salvación del alma, la liberación definitiva de la cadena del devenir.
Nombres para el nihilismo, acotará Nietzsche.
Por supuesto que hay muchas más cosas en la filosofía, pero será difícil negar que esta exigencia de emancipación —esta superación del mundo, esta relativización de la cultura, este repudio de la existencia— puede reconocerse como un ostinato de toda la tradición.
A esta suerte de bajo continuo se le escucha en el estoicismo, en el neoplatonismo, en el gnosticismo. Se le discierne con claridad en Escoto Eriúgena y en la escolástica, por más que en ellos el monoteísmo judaico distorsione y con frecuencia conduzca al absurdo las pautas del discurso.
Esto es, creo, lo esencial: que el pensamiento emerge y retorna una y otra vez a una misma fuente: la experiencia del azar, del sinsentido del mundo.
Por este motivo, Schopenhauer aborrece al monoteísmo judeocristiano: porque introduce, con falsedad y mala fe, un insostenible principio de optimismo. Un principio de negación y de incomprensión del mal. "El mal no tiene causa, (…) hasta en lo más hondo no tiene causa ni sustancia", escribía ese "hombre admirable" que fue Escoto Eriúgena. En este sentido, el judeocristianismo es un oxímoron, pues niega el mundo en el mismo movimiento en que querría justificarlo, y lo condena con la misma energía con la cual querría salvarlo.
Los desvaríos y las lamentables confusiones en las que ha incurrido la filosofía proceden de esta única causa: el pensamiento pierde su tensión, su dignidad y su nivel al tratar de eludir o disimular la existencia del mal. Cosa que ocurre cada vez que todo lo que existe —y lo que no— se hacen depender de un acto racional, consciente, meditado y voluntario, de un Ser Supremo todo poder y todo bondad.
DOCE
No hay pensamiento que no sea pensamiento del mal. Dicho de otra manera: no hay pensamiento que no sea pensamiento de la ausencia de pensamiento.
La apretada reconstrucción de Schopenhauer que hasta aquí he seguido nos ha sido de gran utilidad para distinguir algunos rasgos esenciales de esa actividad o experiencia que al parecer se relaciona con todo el pensamiento filosófico. Por ejemplo, que no hay forma de evitar la formación de una especie de residuo, un "precipitado insoluble" en el interior de los sistemas filosóficos. Y es que algo de lo real no encuentra acomodo en ellos, algo termina siempre por no cuadrar.
En virtud de ello, filosofar consiste en comenzar cada vez por el principio. Pues un sistema filosófico es como un juego: es mejor comenzar otro nuevo que enmendar los errores del primer jugador, o simplemente adornar sus aciertos.
Es verdad que ningún pensador parte de cero. Señalemos que Schopenhauer encuentra su propio hilo de Ariadna —la voluntad, o, con una expresión acaso menos equívoca, el deseo— en el interior del laberinto. El "fenómeno del mundo" es comparable a un ovillo enredado con multitud de hilos falsos. Su pensamiento se configura así a partir de los residuos inasimilables dejados por otros sistemas.
El residuo del cartesianismo, o uno de los más recalcitrantes, es la dificultad para explicar la conexión entre la sustancia pensante —el alma— y la sustancia extensa —el cuerpo—. Por lo demás, no sólo el pensamiento no es una sustancia, sino que la extensión, como enseñará Kant, sólo existe para el pensamiento. El residuo de Malebranche: las "causas ocasionales" resultan innecesarias si se admite, como debería serlo según sus propias premisas, que un Dios-espíritu creó un Mundo-cuerpo. El residuo de Spinoza: al borrar la distinción entre Dios y el Mundo, eliminó las bases sobre las que edificar una ética "verdadera"; con su panteísmo, terminó por darle la espalda al mal. El límite de Spinoza es precisamente el concepto que le sirve de guía: la sustancia. Un concepto tomado en préstamo de los eléatas, que complica innecesariamente al identificar con Dios.
¿Y el sistema de Schopenhauer estaría libre de residuos? Ahora podemos comprender que su concepto guía no es tanto la voluntad (el deseo), sino el mal. Es el reconocimiento o el desconocimiento del mal lo que le permite leer o descifrar los distintos sistemas filosóficos. El mal es la clave de su coherencia o incoherencia. Justamente aquí Nietzsche hallará su inevitable residuo: pues el mal no es ninguna "sustancia"; el mal es relativo, tiene que ver con una determinada perspectiva. La posición de Schopenhauer pretendería no ser eso, una perspectiva, una posición, sino el juicio emitido desde el lugar mismo de la verdad: desde el más allá de la muerte.
No hay Dios, pero Schopenhauer juega a juzgar el mundo desde su inaccesible altura.
TRECE
De Spinoza damos un salto, nuevamente, hasta Leibniz. En el pensador alemán, debido a su incurable optimismo, prácticamente todo es residuo. Lo cual significa que el mal —teodicea mediante— ha sido completamente erradicado.
Un milagro verificado, cosa notable, merced a la espiritualización de la materia. La sustancia de Leibniz se revela como puramente mental: grumos cerrados —mónadas— de percepción, pensamiento y apetito. Como corolario, el mundo fenoménico —el de los cuerpos— no tiene realidad alguna. El problema es, una vez más, y como en el cartesianismo, que si las mónadas —no todas, pues la mayoría "duerme"— perciben ese mundo fenoménico, lo hacen gracias a una "armonía preestablecida", una armonía impuesta por la mónada central. Nótese: Matrix es casi más Leibniz que Platón.
El mérito de Leibniz es —con lo cual estremeció el viejo antagonismo entre espíritu y materia— el de haber "desamortizado" la materia. Ella ya no es algo inerte, explicable por leyes mecánicas o matemáticas. La materia está dinamizada. Empero, su dinamismo se halla garantizado por esas "almas minúsculas" que son las mónadas, cuya hipótesis no sólo paga un alto precio al atomismo, sino que arrastra el prejuicio que está en la base de todo optimismo: lo propio de esas mónadas es menos el apetito —es decir: la voluntad— que el conocimiento.
Estamos por fin frente al error decisivo de toda la tradición filosófica. En su versión moderna, la filosofía se ha extraviado a causa de una distinción practicada por Descartes: de un lado, Dios; del otro, el mundo. Con su consecuencia humana: de un lado, el espíritu, del otro la materia. Pero el error de toda la filosofía es, a juicio del gran pesimista, el de haber decidido que lo humano consiste en el conocimiento, cuando lo principal, lo soberano, es la voluntad. Primero somos homo volens, luego homo sapiens.
Descartes debió escribir: Quiero, luego existo. O, más bien: [Hay Voluntad], luego quiero, luego (pienso) existo.
Esta inversión o subversión o hegemonización de lo inconsciente ocasiona que Schopenhauer se autoconciba como otro Copérnico del pensamiento. Porque el pensamiento mismo gira en torno del deseo. Con este desplazamiento, todo el andamiaje ptolemaico de la filosofía se cimbra y se viene abajo.
Y es que, con el concepto de sustancia, jamás podría llegarse a las costas de la cosa-en-sí. La sustancia es un concepto objetivo, es decir, mediato. La sustancia, como mostró Kant, es únicamente una categoría, una forma a priori del pensamiento. Por allí no es posible empezar. Lo objetivo jamás podría ser el origen del conocimiento, porque es una representación, es decir, algo segundo y derivado. La representación reposa en el principio de razón, que nunca puede dejar de preguntar ¿por qué?, ¿de dónde?, etc. No hay origen para la razón, todo absoluto termina disuelto.
A este respecto, Descartes —correctamente— comenzó por lo inmediato —por la autoconciencia— pero sólo para de inmediato trocarlo por lo mediato —por la idea de Dios—. Comenzó dudando de todo para terminar creyéndoselo todo.
Veremos enseguida, aproximándonos al final, los poderosos efectos de la especulación de Kant, pero podemos señalar desde ya su "residuo": la impenetrabilidad e incognoscibilidad de la cosa-en-sí.
CATORCE
¿Es justificable, para nuestra actualidad, la existencia, la presencia, la participación de la filosofía? ¿Nos ayuda a fundar o refundar la cultura, a encontrar su principio —o a alcanzar su fin? ¿Tiene presente, tiene futuro? Volvemos, como en un cuento, al comienzo.
Durante un buen tramo de esta reflexión nos limitamos a seguir de cerca los pasos no de un manual o de una historia escolar al uso (que por otra parte los hay de gran calidad), sino los de un filósofo leyendo filosofía: menos una historia que una confrontación con ella. ¿Porqué éste y no otro? Pues precisamente porque, más acá de su misticismo, o de su irritante resentimiento, Schopenhauer es un pensador apestado de los establecimientos escolares. "Enseñar" filosofía, dedicarse laboralmente a ella, fue para él sinónimo o manifestación de la prostitución del pensamiento. Puede uno preguntarse entonces porqué siguió escribiendo, pero está claro que jamás habría escrito una "justificación" de la filosofía, una justificación institucional. Tanto más valiosa su lectura de lo propio del pensamiento filosófico como para abandonar toda veleidad o compromiso con la conversión técnica o política de semejante experiencia.
Lo hemos insinuado ya: el pensamiento filosófico es una forma de alpinismo. Intenta remontar la pronunciada pendiente que va de lo particular —de la percepción sensible— a lo universal —a lo inteligible—. Pensar es hacer de la experiencia un objeto. Pensar es formar un concepto de la experiencia. Pero, al mismo tiempo, pensar es una experiencia. Pensar es la experiencia de la nulidad del mundo. Es lo que se desprende de las Críticas de Kant: los seres humanos se relacionan con el mundo partiendo siempre de sí mismos, pero tanto el mundo como el sí mismo son la mitad de lo que es. Para el sujeto que conoce el mundo, el mundo y él mismo pertenecen a la manifestación fenoménica.
Cómo sea el "detrás del mundo" permanece —para el conocimiento— sin decidirse.
Para Schopenhauer, ese detrás o ese antes o ese en lugar del mundo es, con todo, accesible, puesto que el ser humano no es solamente un cerebro pensante, sino un cuerpo viviente (y sufriente). Es decir: a pesar de todo, a pesar de la filosofía y de la religión, a pesar de la técnica y de la política, a pesar de la razón y su teatro, a pesar de todos los procesos civilizatorios, seguimos siendo animales. Para añadir enseguida, por mi parte, que esta animalidad es menos la presencia de una violencia sin freno que, justamente, la ausencia del sentido.
Lo fundamental, hablando de la parte animal del hombre, es la inexistencia del tiempo: "En conformidad con este punto de vista", resume Schopenhauer, "pueden sentarse las tres proposiciones siguientes: 1ª La única forma de realidad es la actualidad: sólo en ella puede encontrarse lo real inmediatamente, y siempre contenido íntegra y completamente. 2ª Lo verdaderamente real es independiente del tiempo, es decir, en cualquier momento es uno y lo mismo. 3ª El tiempo es la forma de percepción de nuestra inteligencia, y por tanto extraño, a la cosa en sí". Gracias a Kant, descubrimos que el tiempo no es algo, un monstruo exterior que nos devora, sino una propiedad de la mente humana. "Porque si yo no existo, tampoco existe ya tiempo alguno".
¿Qué quiere decir esto sino que pensar es remontarse —inalcanzablemente— a la ausencia de pensamiento?
Para la parte animal del hombre, en realidad, nunca ha pasado nada, nunca llegará a ser nada. Eternidad del instante.
QUINCE
La verdad es un error
exiliado en la eternidad.
E. M. Cioran,
El crepúsculo del pensamiento, IV
Retornemos ya, fieles a la curvatura del texto, a nuestras fórmulas iniciales: el suelo de la filosofía es el fin de la cultura, y su espacio propio la reserva del pensamiento. Siguiendo, en buena medida por simple azar, los pasos de un filósofo del crepúsculo de la filosofía, o de su lado "salvaje", hemos aprendido algunas cosas.
Por ejemplo, que el más allá o el fundamento del mundo no se alcanza gracias a las prestidigitaciones de la razón (mucho menos merced a las de la fe). El más allá del mundo, el más allá de la cultura, es el más acá del cuerpo. En consecuencia, la vía fuera del mundo no es celeste sino subterránea. Esta vía no es, adviértase, la relación del sí mismo con un cuerpo bajo la especie de la propiedad; no es una relación de sujeto a objeto. Y no lo es por la simple y sencilla razón de que a ese lugar no lo alcanza el principio de razón.
Hay, pues, y ese saber que en el mismo movimiento eleva y hunde a la filosofía es en verdad bastante poco, un más allá del mundo, un más allá del lenguaje, un más allá de la representación. Hay, efectivamente, en cada inflexión del tiempo histórico, un fin de la cultura. Para Platón, en su raíz, o, mejor, en el punto en el que el pensamiento pareciera emerger de la tierra, ese más allá es el cielo, el purificado reino de las Ideas. Para Kant, ese más allá es lo nouménico, el impoluto espacio de la ley moral. Para Schopenhauer, último aunque impertinente vástago del idealismo, ese más allá es el violento infierno de la Voluntad.
De conformidad con los dos primeros, el velo de Maia, el mundo de los sentidos y del entendimiento sólo puede rasgarse y traspasarse mediante el ejercicio de la razón. De acuerdo con Schopenhauer, prolongando y torciendo hasta cierto punto esta venerable tradición, este acceso a la verdad —una verdad, cuando menos, no lastrada por el interés particular— sólo se alcanza en virtud del genio, es decir, del arte.
Primado de lo epistémico en Platón, primado de lo ético en Kant, primado de lo estético (y lo ascético) en Schopenhauer. Tres vías convergentes en su última meta: la revelación de lo profundo.
El mundo, o la cultura, en conclusión, es una fable convenue. Es verdad que la filosofía contribuye a ella con astucia y capacidad de solapamiento, e incluso de fundamentación y justificación, pero, al hacerlo, ¿sigue siendo filosofía de verdad? Después de todo, y tal y como se puede adivinar sobre las sendas abiertas —entre otros pensadores— por Heidegger, sólo se puede preguntar por aquello que se pierde.
Estamos a punto de confirmarlo: no hay nada más falso que la verdad. Rara enseñanza de la filosofía, a su turno planta rara de la cultura. Lo advertía Nietzsche desde sus borroneos para La Voluntad de Poder: "No quiero convencer a nadie a que se dedique a la filosofía: es necesario, quizás también deseable, que la filosofía sea una planta rara. (…). La filosofía tiene poco que ver con la virtud". Y así mismo tiene poco que ver con la ciencia, pues pensar es, en su ademán siempre inaugural —¿qué más podría ser?—, dejar espacio a ese residuo (o exceso) inasimilable por el pensamiento.
No es nada fácil decidir ahora si ese "dejar espacio" es bueno o malo, justificable o injustificable. Al menos, concedámoslo, tendría que poder ser encarado, aporías y paradojas mediante, como un asunto de cordialidad —menos cerebro que corazón: una inteligencia que sabe de sus límites, un saber del cuerpo—, pero también de relativa impertinencia, de sentido del humor y de franca ironía.
Henos aquí, al término del recorrido, de vuelta con Sócrates: la filosofía es un saber del no saber, un saber de (o desde la asunción de) la muerte.
Y esto, a fin de cuentas, proponiéndonoslo o no, provechosamente o no, algo tendrá que ver con la salud.
Sergio Espinosa Proa
Universidad Autónoma de Zacatecas, México
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