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A propósito del lugar de la filosofía en el fin de la cultura

Enviado por Sergio Espinosa Proa

Partes: 1, 2

    UNO

    Porque no sirve para nada,

    no está aún caduca la filosofía.

    Theodor W. Adorno

    Tratar de justificar la importancia o, más modesta, más económica, más vulgarmente, la mera existencia de la filosofía, hoy, aquí, desde el interior o, si se quiere, en el incierto extremo de cierta institución educativa (todas son por ley casi iguales), y aun exponiéndonos al inevitable equívoco, es prácticamente lo mismo que traicionarla. ¿Justificar es traicionar? Desasosegante paradoja, aun si excelente principio. Probemos a justificar la existencia de las nubes. O de los ojos grises. Observemos: no es que falten los elogios, las autodefensas, los panegíricos, los santiguamientos, los ensalmos. También, en justa reciprocidad, abundan las defecciones y desbandadas, los sermones funerales, las despedidas más o menos eficaces y más o menos teatrales.

    Adelantemos que a la actividad filosófica en cuanto tal toda esta floración poco le afecta.

    Porque, hablando en plata, la verdadera pregunta no es: ¿qué sentido tiene la filosofía en el momento presente?, sino, de modo preeminente, decisivo, la opuesta: ¿qué sentido tiene todavía el presente para la filosofía? Aquí, al parecer, se comienza a pensar. ¿Porqué ha de ser siempre esa abstracción masiva de "lo presente" aquello que en última instancia juzgue, dictamine y blanda la última palabra? ¿De dónde le viene al presente semejante autoridad? Incómodo, mas también fecundo enroque.

    Esta inversión no se relaciona necesariamente con una superioridad del pensamiento sobre la acción —en el supuesto de que la acción sea externa o se halle subordinada al pensamiento. Estamos frente un vínculo nada simple. Veo, sin embargo, que lo esencial es comprender que la filosofía, quiéralo o no, actúe o no en consecuencia (en general, por desgracia, no lo hace), ocupa un lugar excéntrico o marginal o heterogéneo en el interior de la cultura. En el interior de las culturas, allí donde lo propiamente filosófico puede brotar, sobrevivir, enraizar, fructificar. Dejar huella, imponer un ritmo. O bien, de manera prematura, desfallecer.

    Se arrancará a tal respecto de la siguiente premisa —una premisa que, según se verá, es en realidad un resultado: una fórmula—: la filosofía es, vocacionalmente, o tendencialmente, o congénitamente, o irremediablemente, o culpablemente, crítica: crítica de la cultura. En el límite, faltaba más, y en esto es prenda del logos, crítica o descreimiento de sí.

    Esto equivale a afirmar que se da, se puede dar (acaso se debería dar), en el ejercicio filosófico, una relación cuando menos problemática con la cultura. No es poco. Tampoco, frialdad lógica mediante, mucho. La escritura filosófica no nace por fuerza contra la cultura, pero, siendo por fuerza parte integrante de ella, no es a su respecto una porción enteramente "homogénea" o completamente "funcional". ¿Se podría decir lo mismo del arte? ¿No será el arte artesanía infectada por la filosofía? Ya lo discutiremos después. La filosofía, forma extrema y en cierta medida ilegítima (¡) del pensar, brota de un residuo, o de un suplemento. De una disfunción, o de una función extra. ¿De la extinción de la función? No es poco, tampoco demasiado.

    Allí radica el problema, allí el pensamiento funda, sin poder legalizarla (no del todo), su emergencia. La filosofía aparece cuando algo en la cultura no anda bien, o, al contrario (y esto es notable), cuando en ella todo parecería incluso andar demasiado bien. Lo cual significa que la filosofía no está sometida de manera absoluta a las exigencias, normas y expectativas de la cultura en la que, más o menos trabajosamente, ha advenido al mundo. La filosofía —y en esto, repárese, se parece bastante a la cultura— en absoluto es algo "natural".

    Pero la filosofía, si es en efecto filosofía, y esta sería la tesis central por desarrollar, habita y se sostiene en el límite, en el borde, en el filo, en la retracción, en el compás de espera, en el desmayo, en el fin de la cultura.

    DOS

    En el fin de la cultura. Circunstancia que, como es de esperarse, hace de la filosofía una empresa en extremo ambigua. Por añadidura —¿quién podrá perder la oportunidad, resistir la tentación?—, particularmente vulnerable. ¿Ahora se comienza a ver porqué justificarla es traicionarla?

    Porque estamos haciendo referencia a una singular actividad que, por así decirlo, mantiene un pie en la cultura y otro fuera de ella. La experiencia del pensamiento es, en tal sentido, la experiencia de la ruptura, de la interrupción o de la falta de la cultura.

    Si, por inclinación o por cortesía, hemos de hablar claro, la filosofía es la parte de la cultura que se encuentra expuesta a la extinción de la cultura. O con otra expresión: la filosofía es la parte del pensamiento que se encuentra expuesta a la extinción del pensamiento. Por lo mismo, la filosofía es, por encima de cualquier otra misión o experiencia, una crítica de sí. Su espacio propio va de la demolición a la reconstrucción y de regreso al hundimiento. Es, a la vez o sucesivamente, y para decirlo como Hegel, la reconciliación de la ruina y la ruina de la reconciliación.

    Búsqueda, extravío, encuentro, extravío, búsqueda… Nada se sostiene por mucho tiempo ante o bajo la experiencia del pensamiento. Y no porque éste sea absoluto y todo lo demás relativo. Al contrario: el pensamiento es esa relación que se expone a aquello con lo cual ninguna relación se antoja verdaderamente posible. Ni, a la verdad, apetecible.

    "Si la filosofía es necesaria todavía", advierte T. W. Adorno, "lo es entonces más que nunca como crítica, como resistencia contra la heteronomía, que se extiende como si fuese impotente intento del pensamiento permanecer dueño de sí mismo y convencer de error a la mitología tramada y a la parpadeante acomodación resignada a su medida. Propio de ella sería, mientras no se la declarase prohibida como en la Atenas cristianizada de la antigüedad tardía, crear asilo para la libertad". La filosofía es, pues, crítica de la cultura, pero debemos ahora preguntarnos en qué suelo hunde sus propias raíces. ¿Se trata, realmente, de un suelo, o de su ausencia, de su impracticabilidad, de su interminable sustracción? ¿Desde dónde extrae y en qué sentidos ejerce su potencia crítica, su poder disolvente, su fuerza de conmoción? ¿En dónde reside su verdad?

    El filósofo tiende a suponer que el ejercicio filosófico es el modo mejor y más alto del pensamiento. Podría ser también el más profundo, pero ¿hay un arriba y un abajo, un centro y una periferia del pensamiento? Y, si los hubiera, ¿de qué forma determinarlos, admitiendo que es el propio movimiento del pensar el que en principio abre y cierra sus espacios, sus ritmos, sus velocidades, sus cadencias, sus pausas?

    Una posible respuesta: la filosofía es crítica porque su suelo está, y no puede dejar de estarlo, en crisis. El suelo es la crisis. En otros términos: no hay suelo, y no por casualidad su primer palabra, en el umbral del tiempo mítico, es la de un milesio: ¡todo es agua!

    Si todo es agua, a la filosofía no le queda más opción que la de aprender a nadar.

    No parece existir una tierra firme a la que la filosofía se encamine o sobre la cual podría hacer pie. No de manera definitiva ni concluyente. Su norte ha sido, abierta o solapadamente, la palabra Ser, pero ese norte la ha llevado más bien a preguntarse, en circunloquio, por el ser de la palabra. Es decir: no la tierra (firme), sino eso que vibra momentáneamente, frágilmente, en, digamos, la palabra tierra.

    Por eso la filosofía no piensa propiamente el ser —acaso porque el ser nunca acaba de ser propio—, sino que se precipita en la experiencia de su continua desaparición. Si piensa, es ante un ser que ya de siempre y para siempre se ha ido.

    De ahí, entre otros rasgos, su carácter marginal, de ahí su extraña o paradójica irrelevancia. De ahí, también, y no en último lugar, su exigencia de cordialidad.

    TRES

    La filosofía, tal y como utilizamos la palabra,

    es una lucha contra la fascinación que las

    formas expresivas ejercen sobre nosotros.

    Ludwig Wittgenstein,

    El libro azul

    ¿Hay una, o muchas filosofías? ¿Una, o muchas ciencias? He aquí un par de preguntas típicamente filosóficas. No sé si sirve de mucho afirmar —como hoy lo hacen algunos— que la filosofía es múltiple pero "el filosofar" único. Puedo pensar prácticamente cualquier cosa; pero pensar es una actividad siempre reconocible, siempre unificable, siempre identificable. Pensar es pensar, y sanseacabó.

    Este modo de enfocar el problema termina admitiendo justamente aquello que procura evitar. Objetando a Hegel, se llega a decir: "Pero si en lugar de hacer metafísica hacemos verdadera historia…". El suelo firme de la filosofía aparece así como la historia, la historia humana. No el "cielo donde habitan los espíritu puros", sino la "móvil tierra" donde moran y trabajan seres humanos de carne y hueso. No parecen percatarse, quienes así razonan, y a pesar de lo atractivo de la inversión, que da exactamente lo mismo postular, para rastrear la singularidad de la filosofía, o su raro sitio en el interior de las culturas, el Cielo de las Ideas que el Infierno de las Prácticas: después de todo, tendrían que reconocer que "la historia" es también una idea. Una idea histórica.

    Quiero decir que a la versión metafísica de la historia de la filosofía no se le escapa ni se le engaña por el desvío de la versión histórica. El enfoque "objetivo" que pretende hacer descender las ideas al terreno de las condiciones históricas de su producción no está, por más que presuma de pureza, libre de pecado. Lo que, en particular, no puede ver, es esta situación marginal y ambivalente del pensamiento a la que ya hemos hecho referencia.

    La filosofía no es producto de la cultura (ni de la historia), si por ello entendemos un rígido nexo de solidaridad, de extensión o de funcionalidad. En absoluto se trata de una "superestructura", ella no es el "tejado" del edificio social. No es el reflejo, fantasmático o no, de una realidad preexistente. El historicismo —la metafísica de la historia, la historia en cuanto suelo o raíz de la metafísica— está privado de la lucidez que echa de menos en, qué ironía, la dialéctica de Hegel.

    La filosofía emerge, cuando emerge, de la suspensión de la cultura, de la suspensión de la historia, de la suspensión del saber. Suspensión, entendámonos, de su poder de conformación (y de confirmación). Aparece, de aparecer, en el declinar de una cultura. En su decaer: en su cumplimiento. En la Grecia antigua, la filosofía emerge con la decadencia/consumación del mito. En la modernidad, emerge con la decadencia/realización de la religión. En el tiempo actual, tan fácil de bautizar, tan difícil de conceptuar, aparece junto con la decadencia —la saturación cultural universal— de la ciencia y de la técnica. Un decaer al cual aquella siempre, con éxito desigual, contribuye.

    La filosofía hace acto de presencia precisamente allí donde la cultura ha llegado a saturar, a clausurar todo el espacio de lo pensable. Ella designa algo así como la reserva del pensamiento.

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