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Historia de China (página 2)

Enviado por Gregorio Caraballo


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En la frontera norte, los rusos se abrían camino a través del río Amur -Yoyarkov lo había explorado entre 1643 y 1646, y se fundó en sus riberas la ciudad de Nertchinsk en 1658-, lo que inquietaba a los manchúes, preocupados por la posible pérdida de los accesos a la China. Este contencioso ruso-chino se resolvería con la firma del tratado de Nertchinsk (6 de septiembre de 1689), por el cual, aparte de la füación de fronteras comunes, se establecían unas cláusulas de reciprocidad comercial. Mientras los chinos se beneficiarían de las pieles rusas, mejores que las de Mongolia y Manchuria, los rusos extraerían pingües beneficios por este comercio.

Segregación y asimilación

Para el control de estos inmensos territorios, los manchúes conquistadores no sobrepasaban el exiguo número de doscientas mil personas. De ahí que se vieran obligados a ejecutar una política dominadora y segregacionista con el fin, no ya de establecer un gobierno fuerte, sino incluso de sobrevivir como grupo étnico distinto. El dominio absoluto del timón del nuevo orden manchú lo aseguraron colocando las unidades militares o banderas en la propia capital, en las ciudades más importantes y en todos aquellos puntos estratégicos del país. La eficacia de este despliegue militar consistía en que a los soldados de estas banderas se les entregaban tierras sobre las que vivían y se les encomendaban tareas administrativas fundamentales. De esta manera, no se hacía recaer la subsistencia del soldado sobre el depauperado campesino chino y tampoco se prescindía de los mandarines, sino que simplemente se les controlaba. Esta política dominadora se reforzaba por otra complementaria de carácter segregacionista, según la cual estaban terminantemente prohibidos los matrimonios mixtos y se obligaba a la población china a llevar trenzas distintivas a partir de 1645.

Ahora bien, esta imposición -militar y racista a la vez-, que mantendría incólume el control sobre todo el imperio, estuvo acompañada, paralelamente, de una acción política asimiladora en los terrenos interrelacionados de la cultura, la administración y la socioeconomía. Los manchúes hicieron suyo el confucionismo chushista y dieron continuidad a esta filosofía de corte autoritario manteniendo íntegramente el selectivo y duro sistema de los exámenes tradicionales. Incluso, se revalorizó la carrera de los funcionarios-letrados, en la medida en que estos cualificados burócratas tenían en sus manos los puestos más elevados del aparato administrativo del Estado, liberado ya de los temidos eunucos.

En el campo de las instituciones, pues, los nuevos señores manchúes respetaron el viejo sistema del li-jia y los mandarines continuaron manejando los resortes de la administración, aunque bajo la vigilancia atenta del oficial manchú. Sólo en la cúspide del Estado, el Gran Consejo del imperio estaba en manos exclusivas de los conquistadores. Con la dinastía Tsing, las añejas instituciones chinas recobraron fuerza en un doble sentido: se las liberó de la esclerosis paralizante de las intrigas de los eunucos y de los señores feudales -al apartar a aquéllos de los negocios públicos y al privar a éstos de su apoyatura económica-, pero también se las impulsó, yuxtaponiéndoles la acción vigilante y disciplinada del oficial-administrador.

En el terreno de la socioeconomía, la dinastía manchú aproximó la oferta económica a la demanda de la población, restaurando la paz social. Para ello, suprimió los grandes dominios de los señores feudales y eunucos, y trasvasó aquellas tierras liberadas a los soldados de las banderas y, sobre todo, a los antiguos aparceros chinos, expulsados anteriormente por los Ming. Esta impresionante redistribución de la tierra -cuyo beneficiario ya no era un señor feudal sino un rentista- y un sistema impositivo más equitativo propiciaron un despegue de la agricultura, que adoptaría las características modernas de una «jardinería)> intensiva, y el incremento de la población, que pasaría de unos cien millones de habitantes en 1661 a ciento dieciséis en 1710. Cuando, a finales del siglo XVIII, reaparecieron la miseria rural y las revueltas campesinas, la causa fue la ruptura del equilibrio óptimo entre población y recursos, pero no una apropiación abusiva de la tierra por parte de la dinastía Tsing.

China: nacionalismo y revolución

El siglo XX se inició en China con la prolongación del desarrollo de dos procesos históricos previos: la potenciación de la penetración imperialista (británica, francesa, alemana, rusa y japonesa) y la evidente desarticulación de las estructuras políticas del Imperio Manchú.

La expansión imperialista extranjera

El desfavorable desenlace de la guerra con el Japón (1894-1895) favoreció la expansión imperialista: la paz de Siminoseki (1895) estipulaba que China cediera Formosa, Port Arthur y las islas Pescadores, además de reconocer la independencia de Corea, entonces bajo influencia nipona, y pagar una importante indemnización de guerra.

Sin embargo, el recelo de las potencias occidentales ante la expansión imperialista nipona en el Pacífico puso límites a las ambiciones de los Meiji, sucediéndose una serie de arreglos diplomáticos y el aumento del asentamiento occidental en la zona: en 1897, Alemania ocupó Tsingtao, obteniendo así mismo el arrendamiento de la bahía de Kiaochou y concesiones territoriales para la construcción del ferrocarril de Shantung; Francia, por su parte, consiguió igualmente parte del trazado ferroviario de Tonkín; Gran Bretaña llegó a colocar bajo su influencia una amplia franja central del imperio chino en la ruta del río Yang Tse-kiang, mientras que Rusia logró nuevas concesiones ferroviarias y mineras en Manchuria, y el arrendamiento de la península de Liaotung (tratado de Dairen, 1897), origen de futuras discordias con Japón que condujeron directamente a la guerra ruso- japonesa (1904-1905).

Otra gran potencia imperialista, los Estados Unidos de América, desarrolló un criterio colonial diferente: la política de «puertas abiertas» y la defensa de un programa comercial de igualdad de oportunidades para todos los países que obtuvieran concesiones, manteniéndose en su opinión, por consiguiente, la integridad territorial china.

La xenofobia antiimperialista.

Los bóxers

Naturalmente, esta escalada en la penetración imperialista occidental y de Japón iba a desencadenar una ola de xenofobia. Su expresión más importante fue la revuelta de los bóxers (1900) contra las misiones cristianas, los intereses comerciales y ferroviarios de las potencias imperialistas y las delegaciones diplomáticas, desarrollando igualmente un nacionalismo todavía embrionario que, más adelante, sería uno de los componentes ideológicos del proceso de modernización de China.

El aplastamiento de la revuelta de los bóxers por un ejército conjunto imperialista tuvo como consecuencia inmediata la firma de un protocolo en el que China se comprometía a aceptar el status anterior (política de «puertas abiertas» en el ámbito comercial, presencia en su territorio de tropas extranjeras, mantenimiento de las concesiones comerciales y ferroviarias) y el pago de unas fuertes reparaciones de guerra.

Todo ese estado de cosas tendría una repercusión inmediata: por una parte, la creciente debilidad política del gobierno de la dinastía manchú y, por otra, el recelo entre las diferentes potencias coloniales instaladas, en el fondo única razón que, en esta coyuntura, permitió el mantenimiento de la dinastía hasta 1912. Y ello porque, tras el fracaso de los bóxers, se plantearon desde el poder un conjunto de reformas (militar, administrativa, jurídica) de sesgo occidentalista que, en el fondo, resultaron absolutamente insuficientes o desajustadas y que contribuyeron también a la caída de los manchúes.

El nuevo régimen republicano

La acción de la oposición nacionalista fue mucho más eficaz desde que en 1905 se fundó el Kuomintang (partido Nacional del Pueblo), dirigido por el Doctor Sun Yat-sen, que elaboró un programa sobre la base de tres principios: nacionalismo antimanchú y antiimperialista, demócrata (soberanía del pueblo) y económico (mejora del nivel de vida y redistribución más equitativa de la riqueza y de la tierra, de cierto contenido socializante).

La rebelión, promovida por el Kuomintang, de oficiales jóvenes y estudiantes en octubre de 1911 acabó con la dinastía manchú, instauró un gobierno provisional en Nankín y proclamó la república (12 de febrero de 1912), cuyo primer ministro fue el propio Sun Yat-sen.

Tras la proclamación del nuevo régimen republicano, sobrevino un período complejo en el que se enfrentaron las tendencias democráticas y parlamentarias del Kuomintang con posiciones autoritarias y dictatoriales de determinados sectores militares. Ello facilitó el aumento de la confusión política y el desarrollo de las tendencias centrífugas, nada ajenas a la historia de China, que con frecuencia dejaban el poder en manos de «señores de la guerra», generalmente enfrentados entre sí por la coalición de posesiones territoriales.

Este vacío de poder unificado contrasta con la dimensión expansiva imperialista del vecino Japón, que en 1915 obligó a China a aceptar las 21 reclamaciones que prácticamente dejaban la zona norte bajo control japonés. El régimen de los señores de la guerra, por consiguiente, provocaba el aumento de la inseguridad política, la potenciación de la inseguridad social y la continuidad de la influencia de los países occidentales, una vez acabada la Primera Guerra Mundial.

Precisamente, la frustración de China, que había intervenido al lado de la Entente, al finalizar el conflicto, cuando fueron desoídas sus pretensiones de que se anularan los acuerdos anteriores con Japón y se devolvieran los territorios arrendados a Alemania, provocó el importante movimiento xenófobo «del 4 de mayo» de 1919 en el que se unían tendencias nacionalistas y, en menor grado, socialistas. Desde entonces, el Kuomintang dirigido por Chang Kai-shek tomaba la dirección política de la nueva China.

Del hundimiento de la república al triunfo del socialismo

La historia social y política de China entre el fin de la Primera Guerra Mundial y el triunfo definitivo del socialismo en 1949 presenta tres etapas:

La primera (1919-1928), iría desde el ((movimiento del 4 de mayo» hasta la crisis del Kuomintang, el enfrentamiento entre nacionalistas y comunistas. La segunda (1928-1937) sería el «decenio de Nankín», que contempla procesos históricos tales como la «Larga Marcha» y la agudización de los enfrentamientos anteriores, finalizando con la invasión japonesa de Manchuria. Finalmente, la etapa entre 1937-1949 sería el proceso de transformación revolucionaria que incluye la guerra contra el Japón, la guerra civil y la definitiva implantación del socialismo.

El «movimiento del 4 de mayo»

El «movimiento del 4 de mayo» fue la respuesta de algunos de los sectores más dinámicos de la sociedad china a los acuerdos de la paz de Versalles que concedían a Japón las ex-colonias alemanas, frustrando las aspiraciones nacionalistas. También era un movimiento de modernización y renovación política y cultural -extraordinariamente crítico con la tradición confucionista-, que colocó al Kuomintang en la dirección política de China hasta el cambio socialista. En esta primera etapa, nacionalistas y comunistas colaboraron en el seno del Kuomintang, desarrollando fundamentalmente una acción antiimperialista y antifeudal sobre la base del programa democrático de los tres principios de Sun Yat-sen. Esta colaboración concluyó en 1927, cuando Chang Kai-shek unificó desde Cantón, prácticamente todo el país, estableciendo la capital en Nankín. Los planteamientos radicales de los comunistas, así como el recelo de la dirección del Kuomintang hacia el partido Comunista Chino por su continuo ascenso organizativo generaron esta ruptura, que llevó aparejada la ex- pulsión de los consejeros soviéticos y la durísima represión de los comunistas de Cantón.

Desde Nankín, el régimen autoritario de Chang Kaishek se apoyó en la burguesía china y en la colaboración de algunas potencias occidentales (Estados Unidos, Gran Bretaña) e inició un intento de modernización y desarrollo económico, que fue obstaculizado por la acción de los comunistas establecidos en la región de Kiangsi y, sobre todo, en un primer momento, por el imperialismo nipón.

El «decenio de Nankín»

Durante la etapa conocida como el «decenio de Nankín», se produjo un auténtico fracaso político del Kuomintang, puesto que, para lograr sus objetivos económicos y antiimperialistas, tenía que hacer frente a un tema primordial en la China contemporánea: la reforma agraria, base de las necesarias transformaciones sociales que debían estabilizar el sistema político republicano. Por consiguiente, la sociedad china siguió siendo eminentemente rural, con una estructura social que contribuía al estancamiento económico y con un sector burgués desarrollado exclusivamente en las grandes ciudades portuarias e industriales, cuya situación se vería afectada no sólo por la evolución de la economía capitalista de los años veinte, sino por la continuada presencia imperialista del Japón y las potencias occidentales.

Desde el punto de vista político, el Kuomintang desarrolló un programa cada vez más conservador, que evolucionaba hacia actitudes autoritarias e incluso fascistas, encarnadas en la personalidad del máximo dirigente Chang Kai-shek. Todo lo anterior facilitó la progresiva penetración de los comunistas -en principio reducida a determinados núcleos de Yunnan o Kiangsi-, que, a pesar de ser continuamente hostigados por el gobierno del Kuomintang y de iniciar la epopeya de la «Larga Marcha» (1937), terminaron obligando a Chang Kai-shek y a la dirección del Kuomintang a hacerse eco de las presiones del movimiento nacionalista, que exigía como tarea prioritaria frenar la penetración japonesa en el continente y, por consiguiente, el cese de la re- presión sobre los comunistas. El nacionalismo chino impuso a los máximos dirigentes de la nación, la sustitución de la guerra civil (contra los comunistas) por la guerra nacional (contra los japoneses) necesaria tras la creación del Estado de Manchukuo.

El proceso de transformación revolucionaria

En julio de 1937, como no podía ser de otra forma, el incidente (ataque japonés) del puente de Marco Polo, cerca de Pekín, supuso el inicio de la guerra chino-japonesa, que precipitó el desarrollo del proceso revolucionario y la consiguiente quiebra del Kuomintang.

En la fase comprendida entre 1937 y 1949 se pueden distinguir dos subperíodos: el primero, desde 1937 hasta el fin de la Segunda Guerra Mundial con la rendición japonesa en agosto de 1945, tras el lanzamiento de las bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki; el segundo, entre 1945 y 1949, contempla el desarrollo de la guerra civil entre nacionalistas y comunistas, que re- legaron a Chang Kai-shek y a sus seguidores nacionalistas a la isla de Taiwan.

Entre 1937 y 1938 Japón dominó la mayor parte de China, si no de forma efectiva y definitiva, sí controlan- do grandes extensiones territoriales, las ciudades más importantes, los núcleos económicos y las vías férreas y puertos fundamentales, situación que se mantuvo desde 1944, mientras que Chang Kai-shek continuaba con un gobierno independiente en el alto curso del Yang Tse-kiang negándose a todo tipo de negociación. Por su parte, los comunistas, desde sus bases en la China del norte, intentaron extenderse hacia el centro e interior del país, consolidando los efectivos del ejército rojo, realizando repartos de tierras y hostigando a los japoneses utilizando la «guerra de guerrillas». La mayor parte de los analistas han detectado a lo largo de la invasión japonesa la existencia de un nacionalismo de masas entre los campesinos -alentado por los comunistas-, que relacionaban la necesidad de expulsión del invasor con los planteamientos de la revolución social. El reparto y asentamiento de colonos en las tierras liberadas, opuesto al saqueo a que, con frecuencia, eran sometidas las tierras bajo control de japoneses o nacionalistas, aumentó el apoyo a las tropas del ejército rojo. Simultáneamente, la retirada del Kuomintang hacia el sudoeste (retrasado y de estructuras feudales) lo colocaba muy próximo a los intereses políticos de la oligarquía rural, potenciando de esta manera su política con- servadora y desarrollándose un proceso de desarticulación política que sólo el fin de la guerra mundial detuvo provisionalmente. La guerra civil y la creación de la república popular

Nacionalistas y comunistas estuvieron enfrentados prácticamente desde 1945. Mientras que el apoyo de los vencedores (Estados Unidos, Gran Bretaña e incluso la Unión Soviética) al Kuomintang era total, los comunistas, que controlaban extensas regiones de la China norte y central, en donde vivían aproximadamente unos 100 millones de personas, sólo podían ofrecer una mayor disciplina, organización y funcionamiento político democrático de las zonas bajo su control.

El VII congreso del Partido Comunista Chino, celebrado en Yenán (abril-junio de 1945), ofreció una alianza con la burguesía nacional, representada por los minoritarios partidos políticos de centro y con el ala izquierda del Kuomintang, para oponerse a la oligarquía propietaria de tierras, financiera e industrial. Este enfrentamiento civil provocó diversos intentos de mediación de la diplomacia estadounidense (comisión Marshall), que fracasó, a pesar de un inicial acuerdo sobre la base de la reorganización del gobierno nacionalista, la aceptación del programa democrático de Sun Yat-sen, la revisión de la Constitución de 1936, la consolidación de un sistema pluripartidista y la convocatoria de una Asamblea Nacional para mayo de 1946.

El inicial apoyo de las potencias occidentales (Esta- dos Unidos mantuvo una fuerza militar al mando del general Wedemeycr) parecía decantar la guerra en favor de los nacionalistas, mucho mejor pertrechados, con objetivos militares que culminaron con la toma de Yenán, auténtica capital del comunismo chino, el 19 de marzo de 1947, mientras que los efectivos del ejército rojo se retiraban a las zonas montañosas del Shensi. Los dos últimos años de guerra se centraron en el control y conquista de las regiones del norte, las más industrializadas de China, vitales para el futuro de los acontecimientos, objetivo que culminó el ejército de Lin Piao. Tras la ocupación total de Manchuria, las fuerzas políticas y militares de los nacionalistas se desmoronaron. A pesar de que la ayuda estadounidense continuó prácticamente hasta el final de la guerra civil, el control de todo el territorio chino era ya sólo cuestión de tiempo. En efecto, los comunistas, que simultáneamente a la ocupación de territorios, realizaban un radical y progresivo programa de reforma agraria (confiscación de tierras de los propietarios que habían apoyado al Kuomintang, obligándoles a reducir el precio de sus arrendamientos y los intereses de los préstamos; limitación de la propiedad agraria a la extensión que se pudiera trabajar directamente; instalación de miles de familias), continuaron asentándose en áreas cada vez más amplias.

La respuesta del gobierno nacionalista ahondó la crisis, dando continuas pruebas de descontrol de la situación económica y financiera (inflación, caos monetario) o política, en el sentido de continuar el proceso de concentración de poder, que adquirió progresivamente caracteres dictatoriales más acusados (eliminación de los pequeños grupos políticos de centro). La guerra civil, por consiguiente, tomó un sentido más claro: la caída (enero de 1949) de Suchou, Tientsin y Pekín provocó la renuncia a la presidencia de la república del primer mandatario Chang Kai-shek, fracasando un último intento de acuerdo entre nacionalistas y comunistas (convencidos ya de la victoria en la guerra civil). En abril, las columnas del ejército rojo cruzaron el Yang Tse, tomando las últimas ciudades en poder de los nacionalistas (Shanghai, Nankín, Nanchang, Cantón) entre los meses de mayo y octubre, y obligando al gobierno derrotado a refugiarse en Formosa.

El día 21 de noviembre de 1949 se reunió una conferencia de 622 delegados que aprobó un texto constitucional, vigente hasta 1956, que reconocía a China como una República Popular Socialista -en adelante, uno de los obligados ejes de referencia de la política mundial.

Una evolución peculiar

Acabado el período de «reconstrucción» al mismo tiempo que la guerra de Corea, a China de Mao inició su consolidación institucional y económica. La constitución defines de 1954 consagraba, una vez liquidados los últimos núcleos de los antiguos partidos progresistas y moderados, la hegemonía absoluta del partido comunista, integrado por varios millones de afiliados. Dicho texto otorgaba al país un margen institucional muy semejante al soviético, pero con el reforzamiento de las tendencias centralizadoras -tan arraigadas en el Estado chino del pasado-, aunque se concedía un cierto grado de autonomía a las minorías nacionales. La designación de Mao como presidente de la república y Chu En-Lai como primer ministro acabaría por rematar todo el edificio de la nueva China.

Al mismo tiempo que la tarea aludida, se acometió otra no menos importante en el campo de la economía. Transformado el país-continente en una inmensa colectividad de pequeños campesinos tras la reforma agraria de 1950 y acabado el período de coexistencia de diversos modos de producción, en 1953 se emprendió el primer plan quinquenal, que acrecentó considerablemente la producción industrial y agrícola. Pero no tardarían en aparecer las primeras nubes de inquietud con la resistencia al acelerado ritmo de la colectivización económica y las criticas a la prioridad absoluta de las industrias de base, que dejaba peligrosamente desatendidas las ligeras. La incertidumbre ante el futuro nacida de tal coyuntura propició un amplío debate en las filas del partido, que cristalizaría en la aparición de dos corrientes enfrentadas respecto al camino a seguir por la revolución. El modelo ruso inspiró a los partida- ríos de reforzar el aparato del gobierno para llegar de facto a un burocratismo omnipotente, que encuadraría y dirigiría férreamente las próximas etapas. En posición opuesta se alineaban los que, liderados por Mao, apostaban por la imaginación y el poder creativo como motores de un movimiento en permanente renovación y refractario a cualquier idea o sector encastillado en un dogmatismo estrecho o en el autoritarismo de las castas funcionariales.

De las «Cien Flores» a la Revolución Cultural

En la segunda mitad de 1957 se impuso una campaña de discusiones públicas conocida como las «Cien Flores», de efímera duración. La idea de Mao de radicar el progreso de la revolución en la actividad de los intelectuales y de los sectores más vanguardistas no dio los resultados previstos, al descubrirse la autocrítica exacerbada y el revisionismo a ultranza como los elementos menos aptos para impulsar la necesaria transformación económica. Abandonados todos los proyectos respecto al segundo plan quinquenal, las cifras del trienio 1958-1961 denunciaban el fracaso de la economía.

Algo eclipsado transitoria y tácticamente Mao, el ejército y la burocracia volvieron a tomar las riendas del país. Aun sin retornar al pasado, eran muchos los síntomas que denotaban en la nueva etapa el deseo de sus inspiradores de contar más con el aparato del partido que con la espontaneidad revolucionaria para con- seguir el salto cualitativo de su economía que la nación– continente demandaba de manera cada vez más apremiante. El régimen de comunas se limitó considerable- mente y se introdujeron cambios en el rumbo de algunas industrias, estimulando a éstas con el aumento en extensión e intensidad de los salarios.

La revolución no se encaminaba hacia su «Termidor», pero Mao creyó verlo así y pasó a una decidida ofensiva con el refrendo caluroso de las jóvenes generaciones. Después de un tiempo de profundos debates y controversias ideológicos, el hombre de la «Larga Marcha» decretó la reactivación revolucionaria. La lucha de clases debía imponerse a sangre y fuego hasta conseguir la completa eliminación de todos los sectores reacciona- ríos, entre ellos, el integrado por los altos burócratas que fosilizaban al Estado

La Revolución Cultural

En junio de 1966, la Revolución Cultural emprendió su andadura bajo el impulso y la protección de los jóvenes «guardias rojos». Guerra ideológica y propagandística, la Revolución Cultural se tiñó en numerosas ocasiones de sangre con actos y manifestaciones de violencia a cargo de sus adictos. El inmenso país fue zarandeado, de un extremo a otro, por una ola de hipercriticismo contra todo lo establecido, conforme deseaba Mao.

Dos años más tarde, Liu Shao-Shi, el hombre que simbolizaba la línea opuesta, caía de la presidencia de la república en la que había sustituido a Mao una década atrás.

Sin embargo, tanto Mao como sus colaboradores más directos, en particular Chu En-Lai, sentían vivamente en aquellos momentos la necesidad de retornar a la normalidad. La Revolución Cultural se había desautorizado con sus excesos y la anarquía comenzaba a expandirse por campos y ciudades. Por otra parte, su final venía exigido por el destacado papel crecientemente representado por China en la escena internacional y el grado de tensión a que se había llegado con la Unión Soviética.

En efecto, en las postrimerías de los años sesenta el contencioso chino-soviético alcanzó su punto crítico, aunque no imprevisible. Enfrentados territorial e ideo- lógicamente ambos estados, las fricciones comenzaron a apuntar nada más desaparecido Stalin. A fines de la década de los cincuenta, la Unión Soviética denunció el tratado de cooperación militar que le unía a China, al mismo tiempo que se negaba a entregar armas atómicas a Pekín y criticaba su política interna, basada en el absorbente papel de las comunas.

La respuesta de Mao no se hizo esperar, acusando a Moscú de revisionismo burgués y derrotista por sus intentos de coexistencia con Occidente. La retirada de los técnicos soviéticos y la entrega de importante ayuda bélica a la India durante los días de la extremada tensión entre Pekín y Nueva Delhi en 1962 cortó los últimas lazos entre las dos naciones guías del comunismo mundial, que durante los años siguientes se disputarían enóarnízadamente su primacía sobre éste.

Desde la sobresaliente intervención de Chu En-Lai en la conferencia de Bandung de 1955, la irradiación de la China Popular no había hecho sino crecer. Dentro del propio campo occidental, las consignas de asfixia diplomática lanzadas por los Estados Unidos no habían sido secundadas por algunos de sus principales aliados, como la propia Gran Bretaña. Tras el logro de su primera explosión atómica en octubre de 1964, la «vía china"> deslumbró a todos los grupos y países comunistas del Tercer Mundo y hasta a algunos sectores de las democracias populares europeas, sin contar con el ascendiente del carismático Mao sobre la juventud y círculos intelectuales de las mismas naciones occidentales. Para contrarrestar ese clima, Moscú creyó llegada la hora de convocar un «concilio» comunista, la Conferencia Mundial de Partidos Comunistas, en junio de 1969. Sin embargo, la pretensión soviética de condenar la vía china no llegó a materializarse ante la fría acogida -e incluso el rechazo- con que en las sesiones preparatorias y entre bastidores fue recibida.

Los últimos años de Mao

Descorazonado con las experiencias de la Revolución Cultural y minada su robusta salud, Mao concentró sus últimas energías en avanzar decididamente por la sen- da del equilibrio social y político, a fin de asegurar la transformación económica del país y darle el puesto que se merecía en el concierto mundial. Aunque tanto él como sus colaboradores desmintieran siempre rotundamente las intenciones que le atribuía la propaganda estadounidense y soviética de asesorar a hacer de su pueblo una superpotencia, la obtención de la bomba de hidrógeno en 1967 y la entrada en la carrera espacial -lanzamiento del primer satélite en abril de 1970- pondrían de manifiesto el deseo de los dirigentes chinos de introducirse en el club de las grandes potencias.

Tales planes llenaron de temor a la Unión Soviética, que no ahorró medios para lograr la continuidad del aislamiento diplomático de Pekín. Por el contrario, los Estados Unidos siguieron una línea opuesta, confiando en que el fin del aislamiento chino contribuiría decidida- mente a la solución del conflicto vietnamita. Así, en octubre de 1971, la China comunista ingresó en la O.N.U., y a principios del año siguiente se produjo la espectacular visita del presidente Nixon, que daría un giro sensacional al planteamiento de toda la política internacional. El acercamiento del año siguiente entre Tokio y Pekm puso fin al distanciamiento entre los antiguos y tradicionales rivales, aumentando aún más los recelos y suspicacias soviéticos. Convertida en su bestia negra, todas las intervenciones de los representantes chinos en la O.N.U. se dirigirían a atacar a las resoluciones y propuestas de la Unión Soviética, cuyo «social-imperialismo» sería denunciado en el congreso del partido comunista chino como la principal amenaza para la paz mundial -agosto de 1973-. En la misma trayectoria se inscribirían las medidas adoptadas por Pekín para favorecer el término de la guerra del Vietnam a fin de eh- minar la poderosa influencia de Moscú en Hanoi.

Cuando la posición internacional de China era más firme, su forjador volvió a sentirse atraído por el cambio incesante y la perpetua renovación. La Constitución de enero de 1975 rehabilitó con los máximos honores a los protagonistas de la Revolución Cultural, y volvió a dejar caer una sombra de sospecha y censura contra los defenestrados en dicho período. En el instante mismo en que a consecuencia de la reaparición de esa corriente, Zhou Enlai (Chu En-lai) veía eclipsarse su ascendiente, se produjo su muerte -9 de enero de 1976-, seguida del golpe de efecto de su sustitución por Hua Guofeng (Hua Kuo-feng), en lugar del preconizado Deng Xiaoping (Teng Hsiao-ping).

La China de Deng Xiaoping

Antes de que Mao falleciera -9 de septiembre del mismo 1976-, tuvo lugar la ofensiva lanzada bajo su impulso por su tercera mujer, Jiang Qing (Chiang Ching), y por la más tarde denominada «banda de los cuatro», figuras radicales del politburó del partido comunista con gran actividad en la Revolución Cultural.

Como en los primeros tiempos del nuevo Estado, éste atravesó durante un lustro una etapa caracterizada por las feroces luchas internas y las espectaculares mudanzas entre los detentadores del poder. A causa de su fuerza en el ejército y la burocracia, Deng Xiaoping se vio repuesto en su cargo de viceprimer ministro en agosto de 1977 por el XI congreso del partido. En 1980 se registró la renuncia al cargo de primer ministro de Hua Guofeng. En eh mismo año tendría lugar el famoso juicio contra la viuda de Mao y la «banda de los cuatro», en e que la primera sería condenada a muerte, pena conmutada más tarde por la de cadena perpetua.

Desde que en el mencionado año logró colocar como primer ministro a Zhao Ziyang, el avance hacia el control de todos los resortes del Estado por Deng Xiaoping y sus burócratas, era imparable. En 1983 su hegemonía se consolidó definitivamente con el nombramiento de Li Xiannian para la presidencia de la república, una vez aprobada -en diciembre de 1982- la cuarta constitución de la China Popular.

Como es lógico, esa trayectoria moderada fue apoyada por Estados Unidos y todos sus aliados: tratado de amistad entre Pekín y Tokio en 1978, establecimiento de relaciones entre Pekín y Washington en 1979, admisión de China Popular en el Fondo Monetario Internacional y en el Banco Mundial.

A estas alturas, quedaba, sin embargo, en pie el interminable contencioso con la Unión Soviética. En 1983 la oposición entre ambos países estuvo a punto de traducirse en un conflicto abierto al orientarse varios misiles SS-20 hacia la China Popular. Pese a todo, los intentos de reanudación diplomática comenzaron a tomar cuerpo por las mismas fechas, gracias en un primer momento a los esfuerzos soviéticos, rechazados por la permanencia de sus tropas en Afganistán, y, más particularmente, por su apoyo a la invasión de Camboya por el gobierno vietnamita, muy alejado ahora de la onda de Pekín. En 1986, ya con Gorbachov en el Kremlin, tanto por una parte como por otra se hicieron votos por una conferencia en la cumbre así como por la normalización de las relaciones entre ambos países. Dos años más tarde, con la retirada soviética de Afganistán y la prevista salida de las tropas vietnamitas de Camboya, Deng Xiaoping confirmaba la reunión en la cumbre para 1989, treinta años después de celebrada la última.

En su conjunto, las líneas abiertas por la reforma estuvieron sometidas a una constante tensión entre un orden antiguo condenado a desaparecer y otro que no acabó de esbozarse, tensión que se expresaría no sólo en dos frentes político-ideológicos en el seno del PCCH sino también en las entrañas de la sociedad.

Partido único y economía de mercado

La política de «reforma económica y apertura al exterior» impulsada por Deng Xiaoping no encontró en China serías oposiciones, a lo largo de los años ochenta, pero en el plano político el régimen se mantuvo inflexible. Ello quedó patente durante las manifestaciones de la primavera de 1989, que desembocaron en la trágica represión estudiantil de la plaza de Tiananmen. Tras la revuelta, encarcelados o muertos sus protagonistas, los partidarios de la reforma política fueron apartados del poder, al tiempo que China pareció quedar sumergida en un prolongado aislamiento internacional. Sin embargo, no fue así y el Gobierno inició la década de los noventa afianzando su línea hacia el «socialismo de mercado», eufemismo que enmascaraba la adopción del capitalismo, cada vez de forma más abierta. El gran cambio de rumbo experimentado supuso el abandono de los postulados comunistas sobre la libre empresa, giro que ha catapultado el crecimiento del país, impulsando una transición moderada hacia la apertura económica. Así mismo, se inició la conversión de las compañías públicas en sociedades anónimas que cotizan en Bolsa (Shanghai reabrió su mercado bursátil, por primera vez desde la entrada del ejército de Mao en 1949) y se impulsó la modernización tecnológica. Por su parte, el XIV Congreso del Partido Comunista Chino, celebrado en octubre de 1992, aprobó el camino de las reformas económicas, pero no dio luz verde a la democratización política. No obstante, en 1993 fueron liberados algunos presos políticos, lo que se interpretó como un intento de China por mejorar su imagen internacional.

Deng Xiaoping, que realizó su última aparición en público en 1994, mantuvo el control sobre la política china hasta su muerte (1997). En los últimos años se encargó de aupar a los principales puestos a sus hombres de confianza, como Jiang Zemin, secretario general del Partido Comunista desde 1989, que fue designado presidente de la República Popular en 1993.

 

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