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Legitimidad, eficacia y participación: la gestión pública en procesos de cambio


    1. Resumen
    2. Legitimidad y reforma de la Administración Pública
    3. Participación ciudadana y descentralización administrativa
    4. Eficacia y legitimidad de la gestión local
    5. Conclusiones
    6. Bibliografía

    Resumen.

    La llamada "crisis de legitimidad" del Estado moderno se asocia, entre otros factores, al problema de la eficiencia, la eficacia y la participación ciudadana. Enfrentados a nuevos y complejos problemas de política pública, los gobiernos de muchos países han intentado mejorar en los últimos años la calidad de los servicios públicos a partir de supuestos criterios de eficiencia con una lógica de mercado, lo que para algunos autores y críticos ha ido en detrimento de la dimensión democrática de la gestión pública. En el trabajo se analiza la participación ciudadana como realización sustantiva de la democracia y su condicionamiento al entorno local para alcanzar una efectividad real. Se reflexiona además sobre factores como la legitimidad y la educación cívica, considerados factores importantes por el autor para alcanzar eficacia real en la gestión local, incluyendo algunas experiencias en cubanas en este campo.

    Introducción.

    Hoy día es ampliamente reconocido por políticos y especialistas que las administraciones públicas contemporáneas se enfrentan a necesarios procesos de cambio, como exigencia de una dinámica del mundo contemporáneo que ha puesto en crisis la legitimidad de muchos Estados. Las reformas del Estado y de las administraciones públicas en los últimos años han sido justificadas desde diferentes perspectivas en diversos países y regiones del mundo: desde el reconocimiento de la presencia de una "crisis de legitimidad" ante la sociedad y la necesidad de tomar medidas para "recobrar la confianza ciudadana", hasta el reconocimiento de una supuesta "ineficiencia innata" del aparato del Estado, incapaz de dirigir el desarrollo económico del país, o bien porque constituye un obstáculo para la puesta en marcha de determinadas políticas económicas, encaminadas a promover procesos de desarrollo.

    Desde estas perspectivas, las administraciones públicas enfrentan los nuevos retos, aunque con diversos niveles de eficacia, según analistas.

    En cualquier caso, con frecuencia se argumenta por académicos y especialistas la necesidad de desburocratización del gobierno, el mejoramiento de su eficiencia, la descentralización de las decisiones y la desconcentración político-administrativa, la optimización en el uso de todo tipo de recursos, la puesta en práctica de sistemas de evaluación de políticas y programas, así como una mayor apertura hacia la participación de otros agentes, incluyendo la sociedad civil y los ciudadanos. Entonces se manifiesta un aparente consenso de las necesidades actuales y hasta se incorporan nuevos términos al debate público, para algunos desconocidos o "intraducibles", como es el caso de "governance", empowerment", "accountability", "responsiveness" y otros, aunque sólo sea por el afán de "entonar melodías de moda".

    Sin embargo, fuertes corrientes de pensamiento económico conservador imperantes en muchos países desvalorizan, entre otras cosas, el papel que puede jugar la sociedad civil en los procesos de desarrollo y en la solución de problemas sociales. (Iglesias, Pérez, 2003).

    El acento se pone en el mercado, en los incentivos económicos, como motor impulsor del desarrollo, por lo que se alienta la tendencia en los servicios públicos de maximizar utilidades e incrementar eficiencia de los programas a contrapelo de necesidades o intereses ciudadanos. Mientras tanto, la sociedad civil se percibe como un mundo secundario, que requiere de un apoyo limitado, en el que no se depositan responsabilidades relevantes, lo que alimenta a su vez gruesos errores en políticas públicas.

    Sobre este particular, la propia CEPAL alerta acerca de que muchos aspectos del accionar público son de carácter intangible, conceptual, que no se prestan a medición, así como que el sector público debe intermediar, conciliar, equilibrar objetivos (de eficiencia, equidad, estabilidad, crecimiento) e intereses ciudadanos o sociales de diversa índole que compiten con los escasos recursos disponibles, lo que requiere con frecuencia de una valoración política de las opciones disponibles. (CEPAL-ILPES, 2000).

    Legitimidad y reforma de la Administración Pública.

    Muchos especialistas en la última década fundamentan desde diferentes planos de análisis la necesidad de reforma de la Administración Pública como una respuesta a la crisis de legitimidad del estado contemporáneo (Cabrero, 1995). Si se parte de una perspectiva de eficiencia, para dar respuesta prioritariamente a problemas de crisis fiscal, las propuestas se han encaminado ante todo al redimensionamiento del aparato del Estado ("downsizing") y la racionalización de todo tipo de recursos, por lo que se recomiendan, políticas de recortes de plantillas de personal, de proyectos y de presupuestos; se promueven procesos de privatización de empresas y "terciarización" de servicios públicos, descentralización y desregulación, entre otras.

    Sin embargo, si bien podemos coincidir en la necesidad ineludible de incrementar la eficiencia de la gestión pública y hacer un uso más racional de los escasos recursos disponibles en la mayor parte de los países subdesarrollados, este elemento por sí solo no puede resolver la crisis de legitimidad del aparato estatal. La práctica en muchos países ha demostrado que "achicar" y "recortar" no necesariamente generan eficiencia. Con frecuencia los "ajustes" presupuestales y la interrupción de proyectos en curso tienen un costo asociado y un efecto negativo, tanto económico como social. (Cabrero, 1995:20)

    La implementación de este tipo de reforma en países de diferentes niveles de desarrollo ha mostrado el fracaso de este modelo, al no producirse un desempeño económico y social satisfactorio, equilibrado, especialmente en los menos desarrollados: si bien en algunos casos se han registrado avances en indicadores macroeconómicos, su efecto social ha resultado muy negativo, con el incremento de índices de pobreza, desigualdad y corrupción. (Oszlak, 2002). Evidencias empíricas demuestran que un gobierno "empresarial", sin frenos ni mecanismos fiscalizadores confiables, transparentes y responsables desde el punto de vista ético, puede acarrear consecuencias impredecibles a la sociedad y poner en crisis la legitimidad política.

    De ahí que se haya comenzado a retomar la necesidad de reforzar el rol de Estado, partiendo de que "sin un Estado eficaz, el desarrollo es imposible". (Banco Mundial, 1997). Desde esta perspectiva la Administración Pública se ha convertido en un aparato ineficaz, incapaz de alcanzar objetivos, metas, programas o proyectos. Se enfatiza entonces en la necesidad de un Estado renovado y eficaz, equidistante tanto del antiguo Estado Benefactor, sobredimensionado, burocrático, lento y centralizador, como del Estado mínimo y mutilado que proclama el radicalismo neoliberal.

    Sin embargo, como señala Cabrero (1995), sólo con identificar y proponerse alcanzar las metas estatales no se resuelve la crisis de interlocución Estado-sociedad: se puede contar con un aparato más eficaz, aunque no necesariamente más legítimo ni sensible a las demandas sociales.

    En otras palabras, "la eficiencia económica y la eficacia gerencial…no constituyen los únicos valores que orientan las decisiones y acciones administrativas en el sector público" (Santana, 2003: 63). Se evidencia que, por su propia naturaleza, el Gobierno tiene que funcionar en un ambiente de transparencia, abierto y sujeto a escrutinio de la opinión pública y el electorado. Junto a la eficiencia y eficacia deben primar valores de justicia, equidad, responsabilidad social, representatividad, rendición de cuentas, honradez y austeridad en la gestión pública.

    En el documento aprobado por la VII Conferencia Iberoamericana de Ministros de Administración Pública y Reforma del Estado celebrada en Madrid, España, en junio de 2005 se reconoce que "la innovación en la gestión estatal para satisfacer las necesidades de los ciudadanos y especialmente de los grupos más vulnerables constituye un desafío singular y urgente. Las relaciones entre el Estado y el tercer sector, así como las demás formas de promoción y participación de las organizaciones, son mecanismos de emprendimiento social que pueden contribuir significativamente a la equidad, la integración e inclusión social." (Consenso de Madrid, 2005).

    No es fortuito entonces que otro de los prerrequisitos indispensables que debe estar presente en los procesos de modernización de la Administración Pública en América Latina, según analistas, sea el elemento de la legitimidad. Aquí de lo que se trata en esencia es del cambio de las formas de interlocución Estado-sociedad, empleando diversos mecanismos que permitan un diálogo fluido, comunicación, concertación y, sobre todo, participación real de la comunidad. Esto, por supuesto, no se limita a la participación política de los ciudadanos vía elecciones o a la posibilidad de presentar demandas, sino, sobre todo, a los procesos de gestión y seguimiento de políticas y proyectos que se desarrollan, a las formas colectivas locales de solución de problemas de la ciudadanía.

    Dicho en otros términos, participar es "tomar parte" o "ser parte" de algo (Briceño, 2002), tener acceso a espacios de poder, lo que implica que junto con la capacidad de participar debe existir la posibilidad de decidir, no sólo de manifestar intereses o plantear demandas, sino de influir en la conformación y manejo del bien común.

    Al mismo tiempo, no se trata de recobrar legitimidad a toda costa, con acciones populistas o demagógicas, en búsqueda de apoyo político de grupos sociales. El proceso deviene mucho más complejo, de interacción sostenida con la comunidad, del que puedan generarse valores compartidos, reconocidos por todos y aceptados como formas auténticas de participación. Esto parece surgir como una exigencia creciente de nuestra época, a la vez que se reconoce cada vez más ampliamente la superioridad, en términos de efectividad, de la participación comunitaria sobre las formas organizativas tradicionales de corte vertical.

    Participación ciudadana y descentralización administrativa.

    Otro problema frecuentemente analizado es el relacionado con la llamada crisis de representatividad del Estado contemporáneo. Se afirma que los centros de decisión se alejan cada vez más de los electores, es decir, de los interesados, creciendo de forma intempestiva el número de actores políticos organizados y de niveles intermedios de gestión y solución de las demandas populares, lo que provoca como consecuencia oleadas de insatisfacción, descrédito y desinterés político.

    De ahí que uno de los retos más acuciantes del Estado moderno sea crear vías, espacios, que propicien la participación real de la ciudadanía en el ejercicio del poder y, consecuentemente, lograr eficacia en la gestión para la solución de los problemas comunitarios, acercar a la base la toma de decisiones sobre aquellos temas que afectan directamente a la comunidad y convertir a los vecinos en sujetos de control directo de la gestión, es decir, del poder. (Pérez, 2003)

    Se trata entonces de un proceso de descentralización de las decisiones a favor de los órganos locales, los municipios, y con ello, de acercar el poder a la base, como necesidad ineludible para el logro efectivo de fines estatales con frecuencia reconocidos jurídicamente.

    Si embargo, el análisis de este tipo de descentralización se extiende más allá del acceso al poder, que como se ha señalado más arriba, no se debe reducir a las vías electorales, sino que se basa en la acción ciudadana consciente, en los procesos de formulación de políticas y en la toma de decisiones, a partir de la consulta popular y de la elaboración de agendas que contemplen las demandas ciudadanas. Ello, por supuesto, no excluye la pervivencia de la representación para los niveles intermedio y superior de decisión, en especial, para la atención de aquellos asuntos de interés más general, sino que supone en esos casos estrechar el vínculo representante-ciudadano, activando o creando los mecanismos de control sobre la autoridad delegada o el mandato conferido.

    Por consiguiente, la descentralización debe estar dirigida a propiciar el poder del pueblo a través de la institucionalización de mecanismos concretos de participación, a fin de que el ejercicio del poder sea realmente un derecho popular. De poco sirve una conformación de voluntades si no se cuenta con canales de expresión institucionalizados constitucional y jurídicamente.

    En tal sentido, la práctica cubana en este campo muestra que, más allá del ejercicio directo o a través de representantes que se haga del poder, resulta imprescindible reconocer jurídicamente los vínculos representante-ciudadano, incluyendo los mecanismos de control, a saber: determinación de la responsabilidad individual, rendición de cuentas, posibilidad de revocación en cualquier momento del mandato otorgado por incumplimiento, por que se defraude la confianza o se excedan las cuotas de decisión reconocidas o establecidas. (Pérez, 2003).

    Por su parte, en su aspecto subjetivo o ideológico, se exige la acción consciente del Estado en la educación del ciudadano sobre su función de autogobierno, lo que presupone la formación de una conciencia política activa que le permita conocer cómo, dónde, por qué y para qué participar. No se trata de un proceso expedito ni exento de obstáculos. Investigaciones desarrolladas en varios gobiernos locales de países de América Latina que se han propuesto crear espacios institucionales para la participación popular, han chocado con escepticismo y apatía de los ciudadanos, "acostumbrados al populismo, al clientelismo, a no razonar políticamente, a pedir cosas". (Harnecker, 2000: 5). Esta experiencia llevó a la conclusión de que no toda asamblea era sinónimo de participación, que las asambleas no eran productivas si la gente no tenía la información adecuada, si no estaba politizada, por lo que se decidió comenzar por allí, por informar, politizar y desarrollar capacidades para tomar decisiones.

    Ahora bien, descentralizar funciones y decisiones no significa reducir el papel del Estado, separarlo del control económico ni de las funciones sociales que debe desarrollar. Tal descentralización supone la distribución de los asuntos públicos en dos niveles, para lo cual resulta imprescindible armonizar el proceso descentralizador con la unidad de fines del Estado y su fundamento. Es decir, ha de tenerse en cuenta que para el logro de esa armonía, las relaciones funcionales entre los órganos superiores y locales deben desarrollarse partiendo del principio de que los inferiores estén bajo el control de los superiores y que éstos últimos garanticen la unidad estatal a través de políticas y normas de carácter general y obligatorio que, lejos de limitar, estimulen la iniciativa y responsabilidad de los órganos locales en un actuar más autónomo. (Pérez, 2003).

    En realidad, uno de los serios problemas no resueltos de las democracias modernas es cómo conjugar el sistema representativo con formas de participación popular que mantengan permanentemente el flujo y el contacto entre gobernantes y gobernados, que no quede limitada a las campañas electorales, caracterizadas a su vez en muchos países por altos índices de abstencionismo que ponen en crisis la legitimidad de los gobiernos.

    De ahí la importancia que le concedemos a la necesidad de ampliar la capacidad decisoria de los gobiernos locales, no solo en asuntos propios de su competencia, sino en problemas más generales, de carácter provincial o nacional. Para ello se hace imprescindible alcanzar determinado equilibrio centralización-descentralización, que permita la activa participación de los entes locales en las decisiones de los superiores, eleve el papel del ciudadano como centro de poder y consolide el consenso activo como expresión real de legitimidad de los gobiernos.

    Múltiples experiencias demuestran que en la misma medida en que la participación se fortalece y se redimensiona el control popular, la efectividad de las decisiones, así como lo eficacia en la solución de los problemas y la satisfacción de las necesidades, tenderán a aumentar. No es fortuito que organismos internacionales insten a todos los Estados a fomentar una democracia que "facilite el desarrollo de la equidad y la justicia y aliente la participación más amplia y plena de sus ciudadanos en el proceso de toma de decisiones y en el debate sobre diversos problemas que afectan la sociedad". (ONU, 2003).

    Es evidente que la participación es un elemento sustantivo de la democracia. Entonces la crisis de la democracia y la gobernabilidad no pueden verse como fenómenos aislados: uno presupone invariablemente al otro. Los Estados no pueden satisfacer las demandas populares, las crecientes expectativas de los pueblos, si no mantienen una retroalimentación constante, si el gobierno no está obligado a tener en cuenta los planteamientos de los ciudadanos. Por ello se dice que si quisiéramos saber cuál ha sido el desarrollo de la democracia y de la soberanía en determinado país, no se debiera comprobar si ha aumentado el número de aquellos con derecho a participar en las decisiones que les afectan, sino si han aumentado los espacios en los que pueden ejercer este derecho. (Pérez, 2003).

    Dicho en otros términos, la democracia puede convertirse en una realidad si fortalecemos la vida política a partir de los órganos locales de gobierno y, desde ellos, estrechamos los vínculos con los ciudadanos y el Estado. La efectividad de la gestión de los gobiernos locales está vinculada directamente con la capacidad de cubrir expectativas y necesidades de la población local y de involucrar a la propia comunidad tanto en la implementación como en el control de las políticas sociales.

    Eficacia y legitimidad de la gestión local.

    Mientras tanto, es en el municipio, parroquia, comuna u otra forma de organización de base, el área político-administrativa donde actúan directamente las diferentes instituciones y entidades locales, donde puede concretarse la representación de intereses y la participación política de la población en su heterogeneidad. La efectividad social que alcance la gestión del gobierno local se convierte con frecuencia en parámetro evaluador del desempeño estatal, del consenso popular, así como del grado de legitimidad del poder. Y es que el gobierno municipal es irremplazable para conocer las necesidades, actuar con rapidez en su gestión y lograr eficaz y responsablemente una solución a problemas de la comunidad.

    La eficacia puede verse también incrementada con la activa participación ciudadana que física, política y estructuralmente está en mejores condiciones para contribuir a la realización colectiva de los fines del órgano de poder local, con la satisfacción de determinadas necesidades de la comunidad a partir de iniciativas propias y potencialidades. Ello incentiva la responsabilidad ciudadana en la gestión de su propio desarrollo, lo que en Venezuela actualmente identifican con frecuencia como "desarrollo endógeno".

    Desde otra perspectiva de análisis, el desarrollo de muchos pueblos se ve frenado por la presencia de instituciones representativas en crisis, por la existencia de sistemas electorales viciados o por el incumplimiento de los compromisos asumidos, que distorsionan la voluntad popular, deslegitiman los sistemas y sus gobernantes. Ha quedado históricamente demostrado que los proyectos sociales y políticos son más sostenibles en la medida en que sus beneficiarios se comprometen con su formulación y puesta en práctica, ya que no basta con una supuesta finalidad popular de la democracia, es necesario perfeccionar también las vías y métodos para alcanzar esos fines. De ahí la necesidad de que cada país deba adoptar un sistema institucional propio, que garantice el pleno ejercicio democrático, a tenor de su propia cultura y tradiciones.

    En la mayoría de los países de nuestra área geográfica hoy es ampliamente reconocida la existencia de un importante potencial de trabajo voluntario que, de crearse las condiciones y encauzarse adecuadamente, podría resolver muchos problemas acuciantes. Se cuenta con múltiples ejemplos positivos de iniciativas desarrolladas por sectores de la sociedad civil en la solución de problemas locales, aunque se consideran aún muy reducidos los avances reales en la implementación efectiva de programas con altos niveles de participación ciudadana en la gestión de sus propios asuntos. (Harnecker, 2000). Siguen predominando las decisiones impuestas desde arriba, donde los diseñadores y decisores son "los que saben" y la comunidad acata y es objeto de la acción. No faltan tampoco los casos en que se habla de programas supuestamente participativos y en los que la intervención comunitaria en la toma de decisiones es mínima. Como apunta Kliksberg (2001): "El discurso dice sí a la participación en la región, pero los hechos con frecuencia dicen no".

    Por último, si bien es cierto que la democracia presupone la participación ciudadana, de los electores, en los asuntos propios de la comunidad y de toda la sociedad, también es imprescindible para ello desarrollar vías que pongan a su alcance los conocimientos y habilidades necesarios para hacerlo posible. Como regla, estas habilidades se obtienen como resultado de una encauzada, sistemática y progresiva educación que contenga entre sus objetivos una amplia y sólida formación cívica.

    En esta dirección, la experiencia cubana ha demostrado que el fortalecimiento de políticas públicas que estimulen la participación comunitaria, requiere a su vez del desarrollo de una conciencia cívica ciudadana. Si se analizan de forma integral las diferentes dimensiones que puede alcanzar su contenido y su estrecha relación con la formación de valores y el fortalecimiento de la legalidad, su importancia se multiplica. Por su esencia, la educación cívica entraña la preparación de los ciudadanos para el cumplimiento de sus deberes y el reconocimiento de los derechos propios y ajenos, la promoción de los principios que rigen la sociedad, su organización sociopolítica y funcionamiento, así como el sentido de responsabilidad individual y colectiva ante esa sociedad. (Pérez, 2003)

    Desde hace algunas décadas ha quedado demostrado con la práctica cubana que muchos de los logros alcanzados en el plano social, cultural, económico, educacional o asistencial, no hubieran sido posibles sin una amplia participación de la comunidad. Desde la Campaña de Alfabetización en 1961, que permitió erradicar el analfabetismo en el país, el desarrollo de campañas sanitarias, los programas masivos de vacunación contra enfermedades infecto-contagiosas, donaciones de sangre, recogida de materias primas, censos de población, ayuda a ancianos y discapacitados, lucha contra el delito, hasta los más recientes programas sociales y para el desarrollo de un alto nivel de Cultura General Integral en la ciudadanía, involucran activamente a amplios sectores de la población en su ejecución, desde la comunidad hasta el nivel nacional.

    Se ha demostrado además que los programas sociales hacen mejor uso de los recursos, logran mejor sus metas y crean autosustentabilidad si las comunidades implicadas participan desde el inicio y comparten tanto la planificación y la ejecución, como el control y la evaluación de los resultados alcanzados. En nuestro caso se ha hecho evidente que la comunidad multiplica los recursos escasos, sumando a ellos incontables horas de trabajo voluntario, y es generadora de continuas iniciativas innovadoras.

    La presencia de la comunidad y del control social puede además ser un medio efectivo de prevención de la corrupción, mal que atenta permanentemente contra las "buenas prácticas" de gestión en nuestra área geográfica.

    Conclusiones.

    Por supuesto, aún queda mucho por hacer en el campo de la participación y la legitimidad de la gestión local. No siempre es conveniente estandarizar formas y vías de resolver los problemas sociales que incumben a colectivos y situaciones diferentes. La estandarización puede llevar a la burocratización de los procesos, en detrimento del desarrollo de la iniciativa y la innovación.

    En cualquier caso, la práctica en los últimos años indica que en la medida en que la participación ciudadana se fortalece, se descentraliza poder, se incrementa la formación en gestión de los funcionarios públicos, la formación cívica de los ciudadanos, la cultura política y el control populares, la efectividad de las decisiones de los gobiernos locales, así como la eficacia en la solución de los problemas y la satisfacción de las necesidades de la comunidad, tienden a crecer, lo que a su vez, hace más legítimos los Estados ante sus ciudadanos.. Ejemplos tenemos en Latinoamérica. El caso venezolano es una elocuente muestra reciente de ello.

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    Datos del autor.

    Antonio Iglesias Morell

    Dr. en Ciencias Económicas.

    Profesor titular del Centro de Estudios de Técnicas de Dirección del la Universidad de la Habana.

    Coordinador de la Maestría en Administración Pública.

    Enero de 2006.