Al ponerse de pie, su vista alcanza la arboleda que dibuja el Arroyo del Corral, manso por ahora, pero con su color pardo borrasca, escondiendo crecidas que han metido miedo al más bravo. Pastando a sus orillas, el poco ganado que los peones han conservado a fuerza de corral; animales cerriles, juntados de los tantos que solían multiplicase sin dueño por doquier, y antes de que se perdieran en la arisca selva del Montiel.
Que él se acuerde, muchos vecinos, en sus pretensiones por poblar, aprovecharon esta situación y lograron importante rodeos. Claro, que eso fue hace bastante tiempo. Las guerras (¡siempre las guerras!), iban diezmando de poco esos esfuerzos. El mismo General Ramírez trató de anticiparse al desastre con una serie de mandatos, estimulando el procreo de animales y prohibiendo la matanza en escasez. Pero Ramírez había muerto en el 21…
El descanso ha mejorado su imagen. Lo dice su porte erguido, su cabellera ondulada y renegrida, sus ojos pardos de mirada dura… lo dicen las chinitas nuevas que lo miran a escondidas.
– Acercáte Froilán y cebá unos buenos amargos. ¡El de las mujeres me ha sabido muy flojón!
– Con gusto mi Comandante pero no las culpe a ellas; es la yerba, sin duda mejor que la de campaña.
– No te ha de faltar razón, pero yendo a lo nuestro, ¿qué ha pasado durante mi ausencia que tenga alguna importancia?
– Y… de todo un poco. Se hizo de marido la última de mis muchachas… un buen hombre al parecer. Quedamos solos con la patrona y mandé buscar a la Flora… ¿se acuerda de la huérfana del Gaudencio? Ya tiene trece años y para los quehaceres menores…
– Está bien, comprále algo, si necesita.
– Los que anduvieron cerca fueron hombres de la otra banda…
-¿Y…?
– Siguiendo sus instrucciones me arrimé hasta donde me habían noticiado andaban. Buena gente. Preguntaban por Ud. Solo pasaron la noche y siguieron viaje al amanecer. Les hice arrimar unos costillares y algunos panes.
-¿Eran muchos?
– Como treinta, armados hasta los dientes y en su mayoría mozos jóvenes y bien hablados. Hicieron referencia a que no desconocían que Ud. respondía al Gobernador, que había luchado contra Hereñú, Piris y López Jordán… que bien conocidos eran sus prestigios aquí, en Las Raíces y en el Tigre…
– Y a tu entender, ¿qué intenciones traían?
– Las que Ud. conoce y me ha confiado, mi Comandante. Saben que Ud. responde a Mansilla sin dejar de simpatizar con las ideas revolucionarias. Por mi parecer, no esperan mucho. Que los dejen hacer, que no los bombeen ni los traicionen. Ellos están jugados pero no esperan tanto de Ud… al menos para las apariencias.
-¡Te sobran mañas, viejo ladino!
– Gracias, mi Comandante pero lo que me están faltando son unos cuantos ríales…
-¿ Y a quien no…? Mandá ensillar el zaino y recorramos el vecindario. En el camino seguimos viendo como armamos toda esta historia. ¡Ah… ! y decíle a las mujeres que apronten pluma y papel, que van a hacer falta varias misivas y otros tantos mensajeros.
El trote corto prolonga un recorrido que no es tan largo; apenas el de algo menos de una legua, poblada entre distancias por un rancherío uniforme y descolorido. La gurisada menor, con algunos que apenas gatean, inventa juegos que conjugan gritos y grescas preparatorias. Cada tanto, aparece una mujer secándose las manos y llamándolos a la cordura con una vara de sauce. ¡Es grande el desparramo!
– Poco de pueblo tiene esto, Froilán.
– Nadie pone en duda su empeño Señor, pero…
– ¡Mansilla no lo entiende! Estos pagos están llenos de historia. ¡Merecen, carajo, un lugar en el tiempo!… aunque más no sea por las cruces sembradas en tanta mitad del campo.
– Capaz más adelante, en otros Gobiernos…
– No sé Froilán. A veces pienso que solo se acuerdan de nosotros cuando necesitan carne para el cañón.
El viejo capataz conoce mucho de estos diálogos. Se ha ido acostumbrado, de la misma forma que a las arengas improntas, ante el menor aviso de una partida. ¡Todo un soldado su Comandante! Y un verdadero caudillo en el solaz nativo.
– Como se lo anticipé con el Nemecio, la última remesa alcanzó apenas a veintitrés cabezas. ¡Bastante menos de media red por día para toda la tropa!
– Ni me hagás acuerdo de eso. ¡Sangrantes, algunos semi muertos, peleándose por un pedazo de carne! ¡ Te aseguro que eso no es vida! Se lo diré al Gobernador en cuanto lo vea.
-¿Se irá Ud. mi Comandante?
– Por pocos días. Veré que puedo hacer por esta tierra olvidada…
-¡Si casi no ha descansado!
– Necesito ir, además, en Paraná debo cumplir con cierto compromiso pendiente…
-¡Ese es otro cantar!
– ¡Calláte lenguaraz, que podes saber vos!
– Si digo nomás… lástima que solo tenga ojos para los de afuera. A veces hay que mirar pa" adentro.
-¡Que me estás queriendo decir! ¡Largá ese entripao" de una vez!
– Ya lo va a ver… y no diga después que le soy descomedido.
Y siguieron en silencio hasta esa curva que hace el Corral de Lucas antes de ensancharse y aquietar sus aguas, cada tanto conmovidas por el zambullir de algún sábalo traído de aguas arriba.
La repentina presencia, conmueve al hombre. Apoyada en el brocal del pozo, balanceando la cabeza en aptitud de arreglar su larga y negra cabellera, ella lo observa avanzar como si hubiera estado esperándolo desde siempre. En nada se asemeja a las mujeres del lugar; una figura esbelta, piel blanca, ojos almendrados encubiertos por largas e inquietas pestañas.
-¡Ave María Purísima!
– Sin pecado concebida.
– Disculpe Ud. la molestia… es que pasábamos por aquí…
-¡Faltaba más Comandante, sírvase desmontar, la sombra es grande y con gusto puedo preparar unos mates!
– Un convite así no se desprecia y menos viniendo de una mujer como Usted…
– Adulación que se agradece, Señor…
– Pero… ¿ de donde me conoce Ud.?
– Por lo que me han contado, solamente.
-¡Froilán, has de ser tan descortés que no me presentarás!
El capataz, con más cara de inocencia que de reprendido, salta de su caballo y con las palabras ensayadas desde hace tiempo, se disculpa.
– Perdóneme Comandante, élla es Candelaria, hija del portugués, que Dios lo tenga en la gloria… se vino del Brasil en cuanto se enteró de su muerte.
– Mis condolencias…
– Gracias Señor… pero son cosas que llegan aunque no se las espere.
La charla sigue por un rato, mientras el mate gira entre miradas furtivas y otras desentendidas. Froilán se acomoda el cinto, busca su chambergo que ha colgado de una rama y haciendo como que mira a lo lejos, halla el pretexto adecuado. –Con su permiso mi Comandante, voy a volver a la casas. Algo me dice que me están necesitando.
– ¡Adelantate Froilán, en un rato te alcanzo!
Ya se ha ido la noche cuando regresa. Mil ojos lo han visto y otras tantas orejas han seguido su andanza. ¡Es el Jefe! Por la mañana será un secreto a voces que no molestará a nadie y menos a Candelaria. ¿La llevará a la Estancia? No, seguramente la seguirá visitando hasta que otra guerra lo llame.
En la cocina hay lumbre nueva. Pese a lo temprano, Dominga la cocinera, anda rezongando con sus trastos. ¡Ni la habla! La conoce más que a su propia madre y sabe que si le da lugar, no le mezquinará protestas sobre la hora y la cena con que la dejó plantada.
En su dormitorio, una habitación grande con poco mobiliario y dos ventanas enrejadas por donde ya se filtran los olores de un nuevo día, la tinaja de baño lo espera.
Sin llamar ni esperar que la llamen, Dominga entra con un par de toallas blancas, un balde y dos pavas de agua hirviendo. Sigue gesticulando cosas… y se va.
Al quedarse sólo, se desnuda lentamente y se sumerge en la tina. Allí dormita un rato mientras su rostro con barba de muchos días, dibuja sonrisas incomprensibles. Afila una navaja y se rasura hasta que el agua le devuelve un rostro que desconoce.
¿Cuántos años tiene… veintiocho, treinta? ¡Ni un músculo blando! ¡ Si se parecen a un cuero recién curtido! Se siente joven. Las cicatrices lo enorgullecen; son sus más preciados blasones.
Una camisa blanca, de hilo, complementa su mejor atuendo elegido para el viaje. En el patio retoza su monta, ya ensillada y lista para partir.
Antes, se acomoda en la mesa que le sirve de escritorio, y de puño y letra, escribe y sella algunos mensajes urgentes.
"Arroyo del Corral, marzo de 1822
Eximo. Sr. Gobernador
D. Lucio Mansilla
A pocas horas de haber llegado me apuro a mandarle un chasque con algunas novedades, que de seguro, serán del interés de su excelencia.
Por buenas fuentes he sabido que acaba de pasar por esta Jurisdicción el Coronel Piris al mando de unos 50 hombres bien armados, y al parecer en esa dirección.
Me supongo que el hombre anda tratando de componerse pues desde que recaló el Gualeguay, me han dado cuenta de sus marchas y paradas, insinuando que deseaba comunicarse conmigo.
Yo llegué tarde para afrontar la situación pero no he dudado un momento a informar a V. S. para que sea de su debido conocimiento.
En pocos días estaré en esa ciudad. Espero ser recibido por su excelencia.
Dios Guarde a Ud."
Leyó y releyó la carta esperando ser convincente. Sin más trámites la copió con destino al Comandante General de Concepción del Uruguay, pero agregando algunos asuntos de su competencia.
"…sobre esta cuestión acabo de mandar un mensaje al Sr. Gobernador, porque todo indica que Piris lleva Rumbo a Paraná. En cuanto pueda reunirme con V. S. lo pondré en conocimiento de todo este embrollado asunto, pero es importante sepa Ud. la imposibilidad que tengo de alentar cualquier persecución, pues de no llegarme municiones, me encuentro sin un tiro para la tropa…"
-¡Suficiente! Es hora de emprender viaje; de seguro no llegaré hoy. Le haré una visita de sorpresa a mi compadre Juan. De allí estoy a mitad de camino…
En la puerta lo espera Dominga con su poncho bien doblado, alforjas con algunas provisiones y una azumbre de agua fresca recién sacada del pozo. ¡Para que discutir! Ella sabe bien que sobran ranchos en el camino que no le negarán auxilio y mucho menos albergue. ¡Cosa de vieja caprichosa y consentida!
Froilán lo espera sosteniendo las riendas de su caballo.
-¿No ordenaste otra monta para resuello?
– Si, mi Comandante, la encontrará a la salida con algunos hombres que mandé lo acompañaran.
– ¡Fijáte vos! ¡Resulta que ahora mi capataz decide ponerme niñeras sin consultarme!
Froilán, agacha la cabeza y espera que se le arrime para hablarle en un tono tan bajo que ni la Dominga escucha.
– El Coronel Piris anda por la zona y se ha enterado de su partida. ¡Seguro que quiere hablarlo! Pensé que no sería bueno lo hallara sólo…
-¡Y pensaste bien otra vez viejo zorro! ¿Van provistos los hombres…?
– Vaya tranquilo Señor, y tenga buen viaje.
-¡Hasta la vista, en una semana estoy de vuelta!
Capítulo Il
Montado, y hecho el saludo militar a subalternos que se han congregado para despedirlo, inicia un trote corto hasta donde lo esperan los hombres que le harán de guardia durante las treinta leguas que lo separan de la capital de la provincia.
En la marcha, cruza algunas palabras con quien lo sigue, respetuoso, a un tranco de distancia. Es el Sargento Martínez, hombre de las Raíces, aquerenciado en la comandancia desde que un malón lo dejara sin un perro que le ladre. Valiente hasta el desprecio, ha ido ganando sus jinetas en arremetidas hechas a la lanza, sable, cuchillo y puro coraje.
– Más de tres horas andando y nada que anuncie la presencia del Coronel Piris…
– En cuanto crucemos el Quebracho, capaz…
– De ser así, será un buen lugar para echarnos un descanso.
– Como Ud. ordene, mi Comandante.
El sol del mediodía le ha puesto un poco de calor a la mañana. Casi no hay viento y pocos son los árboles que conservan su follaje. El paisaje, por momentos desnudo y hasta inhóspito, conserva de todas formas la belleza de lo agreste.
El arroyo ya se avista. El Sargento Martínez da una orden y un baquiano se adelanta, dejando una huella en el agua que siguen confiados los restantes.
Vadeado el Quebracho, los sorprende una columna de no más de diez hombres. La aptitud del Sargento y sus esbirros cambia, las manos aprietan sus armas, los rostros se endurecen… el silencio parece una consigna.
Sin volver la mirada, el Comandante levanta su diestra y eso basta para continuar la marcha hasta el encuentro casi solemne de los dos bandos.
Una o dos ordenes bastan. Los soldados buscan un reparo y con los caballos de las riendas todavía, alientan un fuego para el mate o para tirar un costillar si se acomoda.
Ambos Jefes se apartan de la tropa, se dan la mano y se acomodan sobre unos troncos que ha petrificado el tiempo.
– Gusto en saludarlo, Coronel Piris…
– El gusto es mío, Comandante, desde hace un tiempo que ando tratando de entrevistarlo, pero…
– Me había noticiado, pero Ud. sabe, estas cosas de la guerra no dejan mucho tiempo para las palabras.
– No le falta razón, pero convendrá conmigo que a veces resultan necesarias.
Nada parece conmover a los hombres. Sin embargo, todo vaticina una charla larga y sin apuros.
-¡Martínez!… ¿va a cebarse unos amargos? ¡Diga a sus hombres que se acomoden, haremos mediodía antes de seguir nuestro camino!
De lo que hablaron, solo la historia podrá encargarse de revelarlo más tarde.
Sin embargo, nunca faltan los comentarios lenguaraces, una oreja oportuna, el mismo rumor y hasta la imaginación para reconstruir la significación de un diálogo casi adivinado.
-¿Y como andan sus asuntos, Coronel?
-¡Lo que sobra es entusiasmo! Sabemos que la causa por la que peleamos es justa, aún desde el destierro. ¡Mansilla es un déspota! ¡Solo los ideales que legara el General Ramírez mantienen vivo el espíritu de estas tierras!
– Uds. saben que simpatizo con ellos pero que me debo a un Gobierno al que me une el sentimiento por lograr la pacificación de este suelo y el momento de empezar a luchar por su progreso. No le discuto Piris, ciertos procederes del Gobernador, pero hay que reconocerle que trabaja por la organización provincial.
Mucho de cierto encerraban esas palabras. Mansilla había dividido en dos Departamentos a Entre Ríos, haciéndola más gobernable, impuso a rajatablas la veda de venta de esclavos, respetó la libertad de prensa… ¡su porteñismo era el mayor problema!
Yo creo que es hora de parar este andar guerreando todos los días del año. No queda ganado en pie… la gente esta cansada, deserta, se vuelve chúcara y prefiere los montes a ser reclutada para luchas que a veces ni entiende.-
– Comandante, sus palabras son las mismas que alientan nuestras esperanzas pero queremos hacerlas realidad entre todos, sin hijos fuera de la patria. En la otra banda viven hombres y mujeres ilustres que fueron despojados y exiliados por el poder omnipotente que no admite otra verdad que la suya. ¡Hasta cuando tendremos que seguir estrechando nuestras manos en la obscuridad de la noche, dialogando a caballo o en el resuello de una batalla entre hermanos!
– Coronel, en mí siempre contará con un amigo, lo aprecio y sé de sus sanos ideales. Creo que pronto llegará el momento que proclama. Mientras tanto, debemos dejar que se vayan dando los acontecimientos, fortaleciendo los lazos que nos unen, aunque marchemos en filas diferentes. De mis respetuosos saludos a quienes viven este bochornoso exilio en la otra banda y sepan que en mi persona, y en tanto me lo permitan las circunstancias, tendrán un auxilio desinteresado y sincero.
Los hombres se levantan y se unen en un abrazo. Ya la soldadesca está montada, y en instantes cada bando desaparece con distintos rumbos. El humo de fogatas recién apagadas y algunos restos de comida, constituyen ahora el único testimonio del encuentro.
El viaje continuó sin ninguna otra sorpresa. Pocas palabras, las necesarias, cruzaron Martínez y el Comandante hasta avistar la casa de su compadre. La tarde ya se hacía noche cuando llegaron.
– í Buenas y santas… !
-¡Pero Compadre, que gustazo, tanto tiempo sin verlo…!
El abrazo caluroso no fue otra cosa que el remate de una escena que se había iniciado doscientos metros antes, cuando al distinguir el pequeño contingente, familia, peones y criados se apiñaron en el patio para recibirlos.
-¿Acaso me daban por muerto…?
-¡Dios lo libre Comandante! – fue la respuesta de Doña Anuncia mientras le daba cortésmente la mano, no sin antes persignarse.
-¡Bueno, dejemos la charla que sobra tiempo! Rezongó el dueño de casa – ¡Vos, Nemecio, ocupáte de los paisanos que han de venir cansados! ¡Que no les falte nada mientras dure su estada! ¿Y Uds., muchachas (dirigiéndose a sus hijas), no piensan presentar sus respetos al Comandante?
Atribuladas por una situación a la que no están acostumbradas, se acercan, se inclinan, y las más pequeñas, le piden la bendición.
– ¡Vaya con mi compadre! ¡Sigue en la senda de hacer las cosas bien y en abundancia! ¡Lindas mozas, Juan… !
La riza de Don Juan, rompe la ceremonia de bienvenida. Doña Anuncia, que acusa el golpe, disimula su rubor dando algunas órdenes oportunas.
– ¡Bueno, a trabajar ! – María, Rosario y Mercedes, a la cocina, que esta visita merece una buena cena; las demás, a preparar el cuarto del Comandante y un baño caliente. Todas se desparraman diligentes y dicharacheras mientras Don Juan introduce en la casa al visitante…
Es una típica casa de campo, arranchada, amplia, cómoda. La sobriedad de su interior apenas si la visten algunos muebles rústicos y sólidos y las manos femeninas en carpetas, visillos y manteles tejidos al croché, o bordados en atardeceres de invierno.
La gran mesa se viste en un santiamén. Vasos y algunas copas conservadas desde siempre, se llenan de buen vino, fresco y espirituoso; de la cocina llegan olores que hacen agua en la boca: carne al horno, batatas fritas… y empanadas.
El Comandante ríe de los desvelos en que se han puesto por él.
– Anuncia, no es para tanto, caramba…
– Déjese de cumplidos Comandante, si es un gusto tenerlo entre nosotros, aunque sea por unas horas…
Los hombres quedan solos. La charla se encamina sin querer a la política, las guerras, la organización nacional… la pobreza.
Vaciada la primera copa, el Comandante es avisado que está listo su baño. Al Volver, ahora vestido de paisano: bombachas, botas, camisa de seda y pañuelo al cuello, encuentra la mesa poblada por toda la familia que lo espera silenciosa, casi expectante.
En una punta, como corresponde, la figura patriarcal de Don Juan; a sus lados: la esposa y una hija de las mayores; al medio los más jóvenes, rigurosamente vigilados. En la otra punta, una criada lo espera para arrimarle su silla.
La escena lo conmueve. Piensa en sus padres que ya no están, y de quienes recuerda tan poco (apenas los ojos claros de su madre, heredad que lleva consigo como una marca de fuego), en los hermanos que no tuvo, en esos "bastardos", que hubo según las mentas, pero que nunca conoció. ¡La familia! ¿Cuándo hallaría tiempo para hacer la suya? ¡Cuándo para gozarla como su compadre, ostensiblemente orgulloso en su sencillez campesina!
En cuanto las criadas colocan las fuentes en la mesa, aparecen las voces y hasta cierta algarabía; también las preguntas de los mocetones más audaces, pese a las seguras prevenciones anticipadas por sus padres.
– Comandante, ¿es cierto que los partidarios del General Ramírez andan rondando estos pagos…?
– Así comentan. Yo no los he visto, todavía…
-¡De puro atrevidos, nomás! ¿Acaso no saben de su celo en el cuidado de estas tierras?
El Comandante sonríe, ablandando su mirada para contener los impulsos de su compadre, ya bastante incómodo ante tanta osadía.
Repentinamente, una voz medio infantil se hace escuchar entusiasta.
-¡Yo simpatizo con esa gente que lucha desde el exilio! ¡Algo debe animarlos para seguir en tan corajuda patriada !
-¡Cállese, mocoso atrevido! – interviene Don Juan – ¡Que puede saber Ud. de esas cosas para meterse a opinar!
– Pero, tata…
– Déjelo compadre. ¡Quién no ha tenido quince años y celebrado el coraje! Los ideales vienen después… con los años.
El silencio se instala momentáneamente. Para unos es la reprimenda encendiendo sus rostros, para otros la ansiedad por lo desconocido. Para el Comandante y su compadre, los recuerdos; esa porción de historia que han vivido juntos y el porvenir que no quieren adivinar, pero alientan en la esperanza.
– Compadre –dice el Comandante rompiendo la mágica incomodidad de ese silencio- no quiero ser entrometido, ni mucho menos irrespetuoso pero hasta el momento no me ha dado noticias de mi ahijado. ¿Ha hecho rancho aparte, acaso…?
A Don Juan parece que lo han sentado en el fuego. Su tez medio agringada, se llena de colores. Los demás bajan la cabeza; Anuncia busca en el escote un pañuelito como si hubiera estado prevenida para la circunstancia.
-¡No me hable de ese tarambana que ha desonrao" esta casa.
– Pero compadre, que pudo haber hecho Juan, tan buen muchacho y su mano derecha en el campo…
Recobrada medianamente la calma, un montón de años más parecen aflorar del patriarca.
-¡Se enloqueció, lo abandonó todo!…se unió a las fuerzas jordanistas.
Nadie anima agregar otra palabra. Solo se escucha el gimoteo de Anuncia que no ha podido contener el llanto.
El Comandante se siente observado, aunque ha permanecido con la cabeza gacha… por respeto. ¡Están esperando su palabra!… lo presiente.
– Juan, somos amigos desde niños – el tuteo sonará extraño y hasta dulzón en su lengua de soldado- Vos, como yo, sabemos de lo que son capaces las ideas. No te apurés a juzgar al muchacho; es su vida y capaz su muerte lo que ha puesto en juego. Ni yo, que sigo andando de un lado a otro esta provincia, sé lo que está bien o está mal pensar en estos días.
– Seguro que no te falta razón Felipe pero son cosas que duelen…
– Y te comprendo Juan. Sin embargo, el dolor que se siente por un hijo, se me ocurre que no ha de ser dolor amargo… que ha de parecerse al que un soldado siente cuando es herido por la patria. No se buscan excusas ni culpables… se aguanta solamente.
Capítulo III
Ya han cruzado el Espinillo, el Sauce y el Saucecito; éste ultimo medio crecido, seguramente por lluvias caídas más arriba.
El cruce de estos y otros arroyos, ha ido descubriendo una geografía de aguas turbias y espinillales vírgenes. El sol, que por momentos se oculta en nubes presagiantes, instala un olor húmedo que el viento trae y lleva enrareciendo la atmósfera. Los teros escandalizan en vuelos a ras de tierra defendiendo sus nidales, y los patos silvestres obscurecen el cielo en formaciones simétricas, asemejando una tropa camino a la batalla.
Poco a poco se va mostrando la ciudad capital. Una senda, limpia de escardillares y alimañas por el paso obligado de carretas y jinetes, los introduce por un suburbio que en mucho se le parece a su pueblo: ranchos aislados, tareas domésticas, mujeres lidiando con sus proles sin cuenta, algunos hombres… viejos o muchachones.
Unas cuantas brazoladas y el panorama es otro: casas de ladrillos, asentadas en barro, techos de tejas, patios floridos, aves de corral, chinitas que corren de un lado a otro o acompañan señoritas a la primera misa de la mañana. Ha llovido y los gráciles movimientos se afanan entre evitar la molestia del lodazal y hallar la forma discreta de mirar tras sus abanicos y mantillones de encaje.
Todo es distinto. La mañana ha despertado y se oyen voces que dicen mil cosas diferentes: ¡Agua, agüita fresca, de la mejor vertiente el agüita! – ¡Leche, recién ordeñada la leche! ¡Leche de apoyo para la tos ¡- ¡A las rosquillas frescas patronas! – ¡Velas, del mejor cebo, las velas! –
La tropa se deleita ante tanta agitación. Algunos de los soldados vienen por primera vez a la ciudad y todo les es nuevo. Quedan boquiabiertos, no animan palabra… ¡no les alcanzan los ojos para ver tanta gente asomándose a los zaguanes, trayendo jarros de hojalata lustrosa, o fuentes y blancas servilletas con las que cubren panes y pastelillos, mientras dicharrachean regateando precios.
El Comandante se entretiene en cosas más importantes: a una escasa braza se ve imponente el edificio de la nueva casa de Gobierno; más allá, se distingue la obra de lo que será la Iglesia principal, y cuando levanta su cuerpo sobre los estribos: el Paraná, la Capitanía del puerto y la construcción del nuevo puerto que reemplazará al de la Bajada, bastante lejos ya de la ciudad.
Esto es progreso – se dice asimismo – ¡Y es obra de Mansilla! – reflexiona en voz baja
Así llegan hasta donde se hospedarán por unos días. Sale a recibirlos el mismo dueño.
-¡Comandante, tanto tiempo! ¡Ni que lo hubiéramos corrido…!
Es un caserón grande, con varias habitaciones y un amplio salón comedor. Por unas de las calles laterales tiene entrada al galpón donde de inmediato los peones de patio se encargan de las montas. A ellos se suman los soldados, quienes pronto hallan atención y comodidad para su estadía.
El Sargento Martínez entra por la puerta grande, detrás de su jefe. Privilegio que no se discute, ni se pregunta. En este viaje es su asistente. Una muchacha del servicio, sin levantar la vista y haciendo una modesta inclinación, le señala el camino hasta donde dormirá y podrá refrescarse de tan larga jornada.
– Pasemos al salón Comandante. Le serviré algo hasta que le preparen su habitación.
Las diligentes atenciones del patrón le permiten acomodarse en una silla rústica como el resto del mobiliario, apenas adornado por limpios manteles de hilo y pinturas rupestres, creación de algún aficionado local, seguramente.
Otros pasajeros y simples parroquianos, entrecruzan diálogos que interrumpen brevemente ante su presencia y continúan después del saludo obligado por las circunstancias.
– Costumbres pueblerinas – piensa el Comandante, y sonríe mientras devuelve los cumplidos que lo divierten.
Le acercan una botella de la mejor caña y un ejemplar del "Correo Ministerial", periódico editado por el Gobierno y que el posadero deja con cierto orgullo sobre la mesa.
Las cuatro páginas impresas con bastante claridad, reflejan un poco a la ciudad. Difusión de la labor oficial, chismorreos de alta sociedad, y acontecimientos de importancia sucedidos en los últimos meses.
Lo que le habían comentado sobre cierta libertad de expresión, es verdad. Algunos artículos hablan de una pluma filosa y partidaria que defiende la acción gubernamental de Mansilla, aunque también tienen lugar comentarios no tan halagüeños, pero de estricta justicia.
Se detiene en un titular que habla por sí sólo de la verdadera orientación del "Correo Ministerial": "Otro intento frustrado de los enemigos de la organización nacional " "Desde la otra banda, una vez más los jordanistas han querido interrumpir el orden institucional de la provincia" "Nada parece detenerlos. ¡Ni siquiera el saber que por el camino emprendido, Entre Ríos ha iniciado metas de progreso y de paz!" "¿Quién los sostiene? ¿Quién les suministra los medios para seguir en una guerrilla constante y perversa que nos está dejando sin jóvenes para el pensamiento y el trabajo?" "Una vez más la benevolencia de nuestro Gobernador les ha salvado la vida: El Coronel Piris y sus casi ochenta hombre, han podido partir al Uruguay, exilados pero con vida. ¿Les servirá de lección? ¿O habrá que seguir tolerando estas arremetidas que cuestan tantas vidas y tiempo al progreso de nuestra provincia?"
-¡Suenan lindas estas palabras!
-¡Así lo dicen todos, Comandante!
– Claro, que son para ser leídas aquí… en Paraná…
-¿ Porque lo dice Ud…!
– Verá amigo… allá en mis pagos, pocos saben leer, ¿no hay escuelas, sabe? Además, su lucha es otra, más sencilla y hasta más triste: Vivir como se puede, comer cuando alcanza y dar hijos para la patria. ¡Que les va hablar de progreso, sino lo conocen!
A la sencilla pero suculenta comida, le sucede una reparadora siesta provinciana. Al levantarse, el Sargento lo espera con unos amargos que ceba en silencio y mientras el sol va cayendo hasta descubrir un atardecer límpido y sereno.
Desde la cocina, un patio más atrás, llega el ruido sordo de trastos que preanuncian una cena temprana; muchachas apuradas, encienden los quinqué para la sala y los candiles de la galería.
-¿Ha pasado revista a los soldados, Sargento?
– Si, mi Comandante… todo está en orden.
De otra vuelta y deles franco por esta noche. ¡Que tengan cuidado y sean prudentes! ¡Nada de pasarse con la caña ni andar de pendencieros! ¡Que no se les olvide con quien han venido!
– Sí, Señor…
– Ah, tomá esta plata y repartila. ¡Y vos no te me quedés aquí… sé también de la partida!
– Pero Señor…
– ¡No hay peros que valgan, Martínez… sé cuidarme solo! ¿Entendido?
– Como Ud. mande…
Se aleja a cumplir con el mandado, disimulando una sonrisa que lo dice todo: – Si sabrá cuidarse solo- rumorea entre dientes.
Los soldados lo reciben con entusiasmo, aunque los aprontes en que se han puesto, hablan que daban por descontado el permiso.
El que más el que menos, ha traído en sus alforjas una pilcha nueva o preparada por la mujer, la madre, o la novia que dejó en el pago.
-¿Y ese olor…? ¡Vaya que giede fiero! – argumenta con sarcasmo el Sargento
-¡Pero Sargento, si es agua e" colonia que compró en la esquina el Antonio…!
-¿Y pa" que tanto floreo, digo yo…?
–Sargento- anima un muchacho de apenas unos diecisiete años- Asigún los comentarios… habrá baile en lo de una tal turca María… aquí cerquita nomás.
Ta" gueno… pero no olviden las recomendaciones del Comandante. ¡Nada de líos! ¡Hemos venido a prestarle servicio, no andar de jaranas!
Nadie responde. Saben, que más que un sermón, es el consejo de un hombre que ha andado la vida más que ellos.
Enfilan de a uno hacia el portón y la noche se los va llevando con el murmullo de risas y bromas criollas… sonsas, ingenuas…
– Algunos, apenas si han salido del cascarón – reflexiona el Sargento – Sin embargo, todos tienen ya la marca de un entrevero: el chuzazo de una lanza, el humo de la pólvora pegado a sus pulmones… el dolor de haber perdido un hermano o un amigo.
Esos pensamientos lo llevan hasta la cocina. Una mujer joven todavía, le sonríe.
-¿Sería tan amable, buena moza, de hacerme acercar hasta mi pieza un porrón de ginebra y algo de comer, cuando se acomode?
– Con todo gusto Sargento pero… ¿no saldrá a divertirse…?
– Ya no ando para esos trotes…
-¿Modestia, o algún recuerdo lejano que lo tiene maniatao"?- retruca, mostrando una hilera de dientes blancos, en sonriente malicia.
-¡Nada de eso, prenda! ¿Pero y a Ud… acaso la espera algún mozo de la ciudad?
-¡No soy mujer de compromisos, salvo con mi trabajo, y tengo bastante!
– Pero la noche es larga, y a veces se niega el sueño… – No hay más palabras… ¿para qué?
Ni siquiera las nubes que quieren atoldar la noche, empalidecen la figura del jinete apuesto que se dirige al centro.
La luz mortecina de los faroles esquineros, descubre su figura pese al capote obscuro que cubre hasta el anca del brioso corcel.
Riguroso uniforme, relucientes botas engarzadas en espuelas de plata, y el sable… de pesada empuñadura, aquietado por la mano fuerte del soldado que lo obliga a acompasarse al trote del caballo criollo.
Los jardines iluminados de la casa le adelantan la magnificencia de sus amplias salas, llenas de invitados, con criollitas y morenos que invitan con refrescos y dulces, mientras los suaves acordes de la música convidan al minué y la contradanza.
Su ingreso no es inadvertido. Muchos hombres se le acercan para estrechar su mano; otros lo saludan de distintos lugares donde, de acuerdo a sus edades, discuten de política o comercio; o rebuscan frolilegios que declaman al oído de preciosas damas.
De los principales colaboradores del Gobernador están casi todos: el Dr. Agrelo, el Cnel. De Vedia, Evaristo Carriego…
Divisa a Celedonio del Castillo, Ministro Tesorero, y a él se dirige para adelantarle algunos planteos que hará en la mañana siguiente a Mansilla. En ese preciso momento alguien pide silencio, y una joven, casi una niña, se sienta al piano. Una romanza brota suave y dulce de su garganta. Es una voz candorosa que cautiva a todos, y a la que colman de aplausos cuando termina y saluda con donaire ocultando el rubor tras el abanico de encaje rosa como su vestido.
– Hermosa… – comenta en voz baja.
– La conoce Ud. – le pregunta su ocasional interlocutor.
No alcanza a responder, la dueña de casa, una mujer madura que conserva todo su esplendor, tomando del brazo a la joven cantante, se les acerca.
– Ministro Del Castillo, Comandante, deseo presentarles a mi sorpresa de esta noche: Mariquita, recién llegada de Buenos Aires y ya una luz en nuestras reuniones…
Ambos hombres se inclinan en gentil reverencia. La coquetería de la anfitriona, susurrando palabras al oído del Ministro, lo aleja hacia otro grupo de invitados. Quedan solos.
– No había tenido oportunidad de escuchar una voz tan bella como suya.
– Por favor, no me obligue a ruborizarme nuevamente.
– Perdón… no quise incomodarla
– ¡No lo tome Ud. a mal Comandante! Es que… no estoy acostumbrada… esos aplausos, tantas expresiones gentiles que no merezco… siento como si me faltara el aire.
-¿Me permite acompañarla hasta el jardín? – y ofreciéndole el brazo caminan hasta la galería donde el fresco húmedo de una noche que presagia lluvia, los retiene bajo el techo cubierto por un jazmín envolvente en su aroma dulzón y color celeste.
– Gracias… aquí se respira.
– Gracias a Ud.
-¿Por qué?
– Por permitirme compartir este momento, escapar del bullicio y.. evitar el compromiso de sumarme a la danza…
La risa transparente y franca se multiplica en ecos que van más allá del jardín y de las casas vecinas. No ofende, no lastima. Por el contrario, hace que por un instante se ablande la mirada del rudo soldado y aparezca el hombre que lleva muy dentro.
– Celebro la chanza que me ha dejado admirar su candorosa alegría…
-¡Comandante, nada más lejos de mí que el insinuar una burla! Me agradó su forma tan llana, tan sincera de decir las cosas…
– Para una dama llegada de la sociedad porteña, un hombre que confiese su ignorancia en aspectos de las buenas costumbre…
– No me haga sentir Ud. mal, Comandante. Soy joven pero sé que un soldado necesita más que saber danzar para ganar una batalla… ¿cambiamos de tema? – y lo dice con cierta incomodidad que divierte al hombre. Una atmósfera extraña prolonga el silencio que permite reacomodar el diálogo y que se encuentren las manos en un decir que las palabras no atreven. Es un instante, fugaz, mágico, solo perceptible a la memoria con el correr de las horas y que quiebra la caída accidental del abanico.
– Gracias… ¿Sabe, Comandante?…¡estas tierras me cautivaron desde el primer momento! Tienen un encanto especial, al igual que su gente… sus costumbres.
-¿Son tan diferentes a la de su Buenos Aires natal?
-¡Oh, no me refería a la vida cortesana de quienes se divierten allí dentro! Cuando voy a misa aprovecho para alejarme un poco y mirar el río o hacia tierra adentro. Saludos amables, sonrisas, copleros cantando gestas heroicas en la calle. No sé, siento como si la vecindad se prolongara hasta el infinito. ¡Entre Ríos! Hasta su nombre me sugiere fuerza, luchas, misterios…
– Es su juventud, Mariquita… su juventud.- Un carruaje que se aproxima, los interrumpe. Viene escoltado por una guardia de uniformes relucientes.
-¡Es el Gobernador! – Exclama la joven – ¡Vayamos al salón! – y tomándolo del brazo lo arrastra entusiasta.
Capítulo lV
El ingreso de Mansilla es motivo de saludos y demostraciones de todos los presentes. La música cesa hasta que el propio Gobernador, dirigiéndose a la anfitriona, le expresa: -¡Por favor que continúe la danza, yo también he venido a divertirme!- Su tono jocoso es festejado por todos y la fiesta se renueva con más bríos. El Comandante se encuentra ahora acompañado, además, con el padre de Mariquita, que ha venido por su hija para presentar sus respetos al Gobernador. Es en ese instante que Mansilla lo reconoce y se dirige al él con palabras de reconvención.
-¿Ud. en Paraná y sin haberme visitado todavía? – El soldado se cuadra y estrecha la mano que le entiende Mansilla. Después de dar lugar a los saludos de Mariquita y su padre, argumenta una excusa que sabe de antemano es totalmente convencional.
– Hace muy pocas horas de mi llegada. Esperaba poder entrevistarlo mañana, Su Excelencia…
– No se disculpe Comandante, además… – y mirando con picardía a la joven – ¡Siempre hay razones más interesante que las guerras para distraer el espíritu! Con esas palabras y una reverente inclinación para la dama, se despide dirigiéndose a otro grupo que lo espera. Sonrojada, Mariquita saluda al Comandante y se aleja del brazo de su padre.
En ausencia de la joven, el tedio lo agobia; lentamente se dirige hacia el jardín donde su monta lo espera. Las nubes se han disipado y una noche nueva, cubierta de estrellas y de luna llena, lo ve alejarse con una sonrisa que ya tiene dueño.
Esas emociones sencillas pero tan distintas de las que vive a diario, lo hacen extender el camino que lo lleva a la fonda. Busca la calleja del puerto y allí, desde una barranca, se deja estar mirando ese río que tanto lo atrae; ancho, desnudo, rugiente, criollo, montarás como él, ¡cómo su gente!
Cuando decide el regreso, está amaneciendo. Las pocas luces que divisa son de boliches o pulperías despidiendo clientelas alegres y bochincheras. No duda que algunos de sus hombres sean de la partida.
A llegar al hospedaje, ingresa por el patio, y él mismo desensilla. Sin hacer ruido, cruzando patios, llega hasta su habitación y se suma al sueño de la casa. Le vendrá bien el descanso; lo espera una jornada de esas que no le gustan demasiado pero que es su deber afrontar de la mejor manera.
La casa de Gobierno no difiere demasiado de las otras que la rodean. Al menos de afuera…
En su interior se nota la presencia de Mansilla y su gusto refinado: el mobiliario de roble y cedro labrados; las lámparas de bronce y plata relucientes, los jarrones de porcelana, los tapices, los largos paños de terciopelo obscureciendo rincones, y las alfombras que enmudecen pasos y obligan al silencio… o a susurrar las cosas.
Un secretario lo conduce hasta el despacho del Gobernador. Lo incomoda transitar esa crujía con tufillo a intrigas palaciegas, tejidas en la semipenumbra del secreto a voces y las obligadas reverencias.
Un ujier le abre la puerta. Al fondo, tras su escritorio, Mansilla despacha papeles que otro Secretario le va alcanzando para la firma.
Su presencia lo hace levantar la vista; lo saluda.
– Comandante, lo estaba esperando…
Lo que ya había escuchado de boca del mesonero y ampliado con la lectura del "Correo Ministerial", constituye el inicio de un diálogo que se prolonga por más de una hora, salvando algunas interrupciones de secretarios, mensajeros y hasta de un viejo mulato acarreando en silencio unos mates siempre nuevos.
-¡No termino de entender la aptitud de esta gente! Créame Ud. cuando le digo que esta vez el arrojo de Piris fue una imprudencia. No sé, Comandante, si podremos perdonarle otra intentona…
– Comprendo, Sr. Gobernador. Lo que lamento, y creo que mayoría de los hombres que andamos el interior así lo siente, es la imposibilidad de brindar a Ud. más ayuda. Pero la falta de caminos, de caballada, municiones, y hasta de víveres, nos ataja y apenas si nos permite cuidar el lugar donde vive nuestra gente.
– Conozco y entiendo la situación que plantea Comandante. No piensen que es poco lo que hacen; la Provincia no es Paraná solamente… ¡Sueño con el día en que cada rincón, cada fuerte se convierta en un pueblo! ¡Que podamos cambiar el fusil y la lanza por el arado y la guerra por progreso!
– Habrá que seguir luchando, excelencia
-¡Ni lo dude! ¿Pero hasta cuando…?
Un silencio necesario da pie a la despedida y a las palabras finales.
– El Ministro Tesorero ya recibió instrucciones de mi parte. Véalo, hará cuanto esté al alcance de nuestros recursos para que pueda llevar algo de sosiego a sus pagos.
– Gracias, excelencia…
– Buen viaje y mejor suerte, Comandante…
Un regreso tranquilo. Dura más días por la carga, pero la soldadesca sabe que llevan armas, municiones, harina, un poco de ropa nueva y hasta vicios: yerba, tabaco, caña y algunos dulces para los gurises.
Al hacer noche en algún paraje seguro, a la luz del fogón, salen a relucir guitarras y canciones entonadas por la caña brava, la soledad y la nostalgia. También relatos de recientes combates… y de aparecidos y otras suspecherías criollas.
El Comandante contempla las alegrías sencillas y hasta pobres de esos hombres que lo siguen desde siempre, cualquiera haya sido la senda, y hasta maliciando destinos. En esta partida, salvo Martínez, la mayoría son muchachones, hijos de tantos héroes anónimos que guarda esta tierra, y que si no estuvieron a su mando, sirvieron a otros, siempre luchando por alguna causa que los convocó la patria. Esa patria que nadie discute y que simplemente se la defiende porque se ama.
En un atardecer, de esos que no se cuentan cuando la marcha es lenta y el camino largo, un chasque que viene desde el Paraná, los intercepta. Trae un mensaje. ¡Es del Gobernador !
El Comandante se aparta, busca la poca luz que el sol ha hecho sangre en un crepúsculo premonitorio. Nadie lo ve, o quizá el Sargento Martínez que está a un tranco suyo, nada más… Su rostro empalidece, sus rasgos se endurecen y su mirada al cielo se parece mucho a una oración postrera. Respira hondo, recupera el acostumbrado aplomo y guardando en su chaqueta el papel que le han traído, se dirige a su asistente.
– Sargento…
– Diga, mi Comandante…
– Reúna la tropa. Será solo un momento…
A la orden del superior, los soldados van arrimándose presurosos, colocándose sus gorras, el que la tiene, estirando chaquetas arrugadas, emprolijando barbas y largas cabelleras… Forman como pueden, o como saben… respetuosos.
El Comandante los mira y demora las palabras. No quiere que se note blandura en lo que diga… ¡Intimamente ruega porque la emoción no lo delate!
– ¿Que fecha es hoy, Sargento ?
El hombre duda, lo tomó de sorpresa la pregunta.
– Falta un día pa" que termine el mes mi Comandante- responde con premura.
– Soldados, hoy es 29 de mayo de 1822.- Ultimo día del mes, como ha dicho el Sargento. Pero de un mes muy importante para la patria. En un mes de mayo como este, pero de hace doce años, nacimos para la libertad como pueblo. De ahí en más hemos venido luchando por organizarnos como Nación Independiente y las luchas contra el extranjero dominante se fueron transformando en luchas, muchas veces entre hermanos.
Este hombre – señalando el mensajero – ha traído una noticia que me ha calado hondo y que quiero que compartamos. El Coronel Piris, con quien hemos tenido más de un entrevero y visto luchar con valentía por sus ideales, encontró la muerte esta mañana en otro intento por derrocar al Gobernador. Fue en Arroyo de la China.
Estuvimos lejos de ese combate como para vivar un triunfo. Ahora está muerto. Si sabemos rezar, elevemos una oración por su alma… ¡Era un entrerriano y eso basta !
Al silencio de unos minutos, sigue una noche sin música en los fogones, sin risas… casi sin palabras.
¡ Y eso que el Comandante nos les dijo nada sobre el cadáver de Gregorio Piris, expuesto en la plaza principal, colgado de una horca para escarmiento de que los que se atreven contra el poder constituido!
El amanecer los encuentra bastante cerca de sus hogares. Si hubo tristezas, las disipan la cercanía del reencuentro con su solaz nativo, con su gente…
– Martínez, tengo ganas de desviar camino y hacerme una escapada hasta Villaguay.
– Como Ud. ordene, patrón.
– Pero sólo, Sargento. La gente está ansiosa por encontrarse con los suyos.
– Déjeme que lo acompañe. Ud. sabe que a mi nadie me espera.
– No Sargento, necesito que la carga llegue a destino y se la confíe al Froilán. El sabrá del reparto y de lo que hay que guardar. Además – Y sacando un paquete de un bolsillo interno de su chaqueta – Estos son unos pesos que quiero se distribuyan entre la tropa. ¡Hace tanto que no reciben un sueldo! ¡ Ah… y dígale al Froilán que no se me olvide de las últimas viudas !
– Así se hará, Señor. Pero, permítame pedirle que se deje acompañar por el Eusebio y el Juan… esos no conocen Villaguay. ¡Le va a gustar la aventura!
– ¡Está bien pero no creas que no te adivino la intención !
El Sargento esconde una sonrisa y se dirige hacia la tropa para dar las ordenes pertinentes, no si antes expresar: – ¡Más vale maña que fuerza, Comandante! ¿Se imagina si le llego a Don Froilán con la noticia que lo deje marcharse solo hasta Villaguay ? ¡Ni desensillar me deja!
Capítulo V
Con los dos jóvenes soldados por escoltas, cansados al igual que él pero contentos con la misión que les permitirá conocer otro pueblo, el Comandante ingresa al villorio que se ha ido formando poco a poco, cercano al arroyo afluente del río grande que cruza la provincia: el Gualeguay.
Lo hacen por el noroeste, por pequeñas sendas que han abierto carros y bueyes hasta llegar a una especie de calle ancha que parece separar dos mundos: la selva, el monte y las huellas inconfundibles del hombre: ranchadas, corrales, hornos que humean olor a pan fresco… miradas furtivas, saludos respetuosos, gentiles reverencias.
Más se adentran y el caserío se agranda y amontona. No es mucho lo que se ha agregado a lo que viera la última vez pero no deja de asombrarlo. Por lo que recuerda o le contaron, este pueblo nació como otros tantos en Entre Ríos: de una posta, de un grupo de ranchos al servicio de chasques y el relevo de caballos, y con el tiempo, del arribo de carruajes o diligencias con pasajeros cansados de largas y solitarias travesías.
Antes, seguramente, habrá estado cubierto por un denso bosque de algarrobos, espinillos, ñandubayes, mataojos, guayabos, tan común al resto de la zona. Sus primeros habitantes debieron abrir picadas en las distintas direcciones que eligieron para construir sus viviendas, hechas al principio con materiales que de sobra les brinda la naturaleza: madera y paja.
– No me han mentido sobre las pretensiones de pueblo que alimenta esta gente – Se dice para sí mismo.
Y es cierto, en su reciente viaje a Paraná escuchó comentarios sobre gestiones de vecinos ante el Gobernador para levantar una capilla. A medida que avanza se va dando cuenta que, tarde o temprano, lo lograrán. – Es otro tipo de gente… mucho gringo, otras formas de vida –
Se acercan a un caserón grande y bastante nuevo; de ladrillos y techo de paja. Es un almacén de ramos generales donde no faltan parroquianos que toman la copa y comentan noticias de la zona o que ha traído el camino.
Se parece mucho a una pulpería de campaña, aunque más cómoda y ventilada. En este caso tiene dos puerta: una que da un espacio donde un rústico mostrador, divide todo lo se puede comprar, de la eventual clientela; del otro lado, o más bien en la esquina, el clásico enrejado de madera a mitad de otro mostrador, pero en este caso forrado de hojalata. Es donde se sirve a los hombres que quieren saciar su sed, y hasta alimentar rumores necesarios para pasar el tiempo.
Al desmontar y arrimarse, son muy bien recibidos por el patrón que se apura a servirlos y a cruzar unas palabras con el Comandante.
Se escuchan algunos voceros que han ido apareciendo de casi ocultos senderos del lado este. Vienen del arroyo, distante como a una cuarta legua del pueblo. Traen bagres blancos y amarillos, bogas, tarariras y sábalos recién pescados; también agua fresca de límpidos manantiales.
Con ellos pareciera llegar la música de zorzales, jilgueros, cardenales, calandrias y de tantos otros pájaros que pueblan esos lugares.
Tomadas las copas, los hombres vuelven a sus caballos para dirigirse, ahora hacia el oeste, donde el Comandante, aunque pocos lo saben, tiene una ranchada que cuidan dos viejos que trajo de su Lucas hace mucho tiempo.
Son ellos quienes salen a recibirlo con muestras de contento y afecto, y lo introducen en la casa: paredes de madera y adobe, y fresco techo de paja. Sobre el piso de tierra recién regado y medio poseado de tanta escoba, una mesa, algunas sillas y un mueble de usos varios, se suman al fogón, armado entre una puerta que da a los fondos y la única ventana de la habitación; para aprovechar la corriente de aire y despejar un poco el humo, seguramente
– Comandante, que gusto tenerlo entre nosotros.
– De paso, Nicanor, de paso…
¡Enseguida preparo unos mates!
– Vendrán bien Ramona antes de comer algo. Después quiero descansar un rato.
El viejo sale apurado, con unos pesos en el bolsillo, a comprar carne y otras vituallas para el almuerzo. Antes, acomoda a los muchachos que han venido con el dueño de casa.
En el patio, la roldana del pozo rechina exigida por el llenar baldes y palanganas para la higiene de los recién llegados.
El Comandante, seguido respetuosamente de Ramona que carga la ennegrecida pava, recorre el solar mientras sorbe con gusto los mates que ella le alcanza. Repentinamente se detiene y ríe con poco disimulo; cosa extraña en él, siempre tan serio y para nada hablador.
-¿Que ha pasado Ramona, se nos ha agringao" el Nicanor?
– ¿Por la quintita dice Ud, Don Felipe? – y ese trato revela algo de una confianza no a todos dispensada.
– Aha…
– ¡No, si ese le tiene miedo al trabajo! Este es mérito solamente mío. De a poquito, con algunas semillas que me ha regalado el vecindario y con estos huesos que todavía me ayudan, comemos verduras frescas y menos carne.
– ¿Y que dice a todo esto el Nicanor ?
– ¡Protesta Y se pone a hablar de lanzas, cuchillos y entreveros de épocas pasadas!
La risa continúa y contagia a la criolla que se siente bien con la gracia que ha causado su relato. Por dentro, el Caudillo comprende a Nicanor. ¡Fue un buen soldado! Si en él estuviera poder elegir su muerte, casi seguro que no sería ayudando a plantar verduras.
Pasada la hora de la siesta y después de dar licencia a sus soldados que andan alborotados con tanta muchacha guapa, se hace ensillar el tordillo y enfila hacia el centro mismo del pueblo.
Frente a un rancho largo, cuyo fondo denuncia un campo santo, se persigna. Es la capilla donde cada tanto un cura, venido de Arroyo de La China, oficia misa y administra los demás sacramentos.
Del otro lado de la calle nota que han dejado un solar sin poblar, seguramente para una futura plaza. A su alrededor varias casas de familia y terrenos baldíos, la mayoría limpios de sina sina y otros yuyos, asumen la pretensión del ser el centro de la Villa.
A una de esas casas se dirige el Comandante. Desmonta, ata las riendas en un palenque de algarrobo colocado al frente. No alcanza a golpear las manos cuando se le aparece una joven morena que le pregunta:
-¿Necesitaba algo, Señor
– Si, quisiera hablar con don Amancio…
– Enseguida, ¡pero, pase Ud. por favor!
La casa, vista de afuera, no difiere mucho de las otras que la circundan. Adentro, es otra cosa.
Donde lo han dejado esperando, es una sala amplia y bien ventilada; de piso afirmado y paredes blanqueadas. En la del fondo se deja ver una colección de machetes, sables, lanzas y trabucos; también de lazos y otros arneses más finos, adornados con plata y oro. El mobiliario es austero y sencillo aunque artesanal. –Lo deben haber traído de otra parte – piensa.
Un hombre canoso pero todavía fuerte y de buen porte, aparece por una puerta lateral y abrazándolo efusivamente, lo saluda.
– ¡Felipe! ¡Que es de tu buena vida, tanto tiempo caramba!
– Bueno, eso de "buena vida" es según el lado que lo mirés – y palmea el bastante voluminoso vientre del anfitrión.
-¡La inactividad, Felipe… la inactividad!
– ¿Y porqué no te venís un tiempo conmigo…?
– Sabés que no me faltan ganas pero los años no me llegaron solos…
Me acuerdo de otros días… de Ramírez… de tu padre…
– Bueno Amancio, dejáte de recuerdos y contame en que andás ahora.
– Vigilo el campo, compro y vendo ganado cuando las guerras y el gobierno me dejan…
– No te quejés, que nos conocemos.
– Mal no me va. Además, me entretengo con unos "gallos" que son mi debilidad.
– Me imagino. ¡Tu debilidad y el agujero por donde se te escapa la plata!
Ambos se unen en una risa generosa hasta que aparece otra vez la morena pero esta vez trayendo una bandeja con vasos y un porrón de la mejor ginebra.
– Amancio, esta vez son asuntos de gobiernos los que me han traído a tu casa.
-¿De gobierno? ¿Y ahora que quiere "tu gobernador?"
– Me ha comisionado para que proponga nombres para ocupar las alcaldías, tanto de aquí como de Lucas. Yo pensé en vos…
-¡Pero Felipe, yo Alcalde! ¡No tengo ni siquiera la instrucción necesaria!
– ¡Tenés el bien ganado prestigio de vecino honesto y justo y con eso basta! Además, si necesitas de un escribiente están tus hijas o podés pagarte uno, que seguro, te costará menos que una apuesta en el "gallinero".
– Esta bien Felipe. Si vos lo decís, que así sea.
Se sirven y beben pero antes brindan.
– ¡Por el futuro Alcalde!
¡Por vos, Felipe, por tu coraje y por esa sangre que llevás y enorgullece estos pagos.
Otras visitas debió haber hecho cuando lo sorprendió la noche.
Pensó en tomar unas copas en la pulpería pero descontó se encontraría con conocidos y amigos y su idea era madrugar para regresar a Lucas.
Y así lo hizo. Antes de salir el sol ya iban rumbeando hacia el pago. Los muchachones no podían disimular algunos secretos compartidos en la reciente visita al pueblo y cada tanto, reían como dos niños.
– Parece que no la han pasado tan mal que se diga…
Al contrario, Señor. ¡Bien que nos hemos divertido y hasta tiramos algunos piales con bastante buena suerte, a nuestro entender… !
– Ta" gueno.- Eso de usar el propio lenguaje de sus hombres de acuerdo con el momento y las circunstancias, le ha valido su aprecio, amen del respeto que nunca le han faltado. Cualquiera de esos gurisones se haría matar a la primer voz de mando que les impartiera. ¡Pura nobleza, coraje y lealtad la de esos criollos de sus tierras montieleras!
En el correr de las horas, el pueblito se avizora. Con algunos que se cruzan, intercambian saludos militares o de paisanos: breve inclinación de cabeza, sacándose el sombrero.
La chiquilinada, deja por unos instantes su bullanguería y los mira como embobados. -¡Vaya a saber que fantasías se harán esas cabecitas!- , murmura el Comandante.
La llegada resulta como siempre, una fiesta, agrandada en esta oportunidad por las provisiones y los pesos extras que se habían adelantado con Martínez. Además, es un regreso sin heridos ni muertos a quien llorar.
La gente, desde su simpleza, gusta dar la bienvenida a su jefe, y hombres y mujeres salen de sus ranchadas para saludar al recién llegado.
Froilán y Dominga están en la galería con sonrisas de oreja a oreja, y algún adelantado o "chismoso", debió ser el responsable de las empanadas que tan bien se huelen.
Con un crepúsculo rojizo, muy de finales de otoño, se arma una bailanta familiar. El Comandante, sentado bajo la galería, sonríe de las tribulaciones de sus gauchos bravos en los remilgues que exigen las danzas, y de la galanería de las criollitas emperifolladas para el momento.
Como debajo de la tierra, –Siempre pasa lo mismo – observa para sí el Jefe, han aparecido un violín, un acordeón y dos o tres guitarras que llenan de colorido una tarde que enseguida se hace noche. Las empanadas de Dominga, hechas con generosidad, y el vino que Froilán ha dispuesto con prudencia, hacen lo demás. El Comandante, pasado un buen rato, se retira a descansar. En ese instante se para la música y respetuosamente todos se aprestan a retirarse.
– ¡Que no se interrumpa la fiesta! Sigan sin mí y diviértanse otro rato. ¡Hasta que Froilán y la Dominga lo dispongan, desde luego!
Todos se ríen de la broma y recomponen el baile que durará más de lo previsto por los viejos encargados.
Desde su cuarto, bastante alejado del baile, el Comandante los escucha reír y decirse relaciones llenas de picardía. Cada tanto un sapucai correntino y alguna reconvención de Froilán por interrumpir el descanso del patrón.
Patrón – piensa – ¡Patrón, Jefe, amigo silencioso y hasta padre algunas veces! Es que son sus vidas, sus glorias… sus tristezas, por las que ha luchado siempre y lo seguirá haciendo mientras tenga fuerzas.
Capítulo VI
Van pasando los días; tediosamente por momentos. La situación política parece calma. La correspondencia que llega cada tanto, confirma que la organización de la provincia se está dando en todas partes y que no hay a la vista enemigo que quiera interponerse.
Con sus capataces se entretiene revisando la hacienda, tratando de aumentarla y mejorarla y arrimando cada tanto unas reses a los saladeros más cercanos. Allí también se venden los cueros y del producto se vuelve con elementos indispensables para la subsistencia: harina, yerba, grasa, etc.
En esos viajes suele acompañar a sus hombres, y de esa forma, hallar alguna distracción diferente. También, para no perder el contacto con la gente de su provincia, siempre dispuesta a recibirlo con afabilidad. La mayoría son mujeres viudas, o madres que han perdido tempranamente sus hijos pero que salen a recibirlo mostrándole nuevos mozalbetes, prestos a alistarse si se los convoca. Se acerca, les da la mano y los mira con cierta fiereza. Por dentro, no puede disimular la conmoción que le producen sus rostros niños remedando hombres, irguiéndose cuanto pueden para asemejarse a un soldado.
– Si este va a ser el temperamento que impere con el tiempo, hay que descontar la grandeza que alcanzarán estas tierras. – Comenta.
Y así van yéndose los días y con ellos los vientos de otoño, dando paso al mes más lindo del año: septiembre y la primavera. Todo se ha cubierto de frondosa vegetación y las flores silvestres tapizan la tierra. Los árboles, ahora con la plenitud de su follaje, dan cabida a cientos de pájaros que escandalizan en amores y la construcción de sus nidos. ¡Todo es vida!
Lucas y su gente matizan las tareas de campo con pescas en el arroyo y la caza de animales depredadores que se arriman hasta los corrales.
Una tarea que agrada en particular a la gente, es la yerra. Enlazar, pialar y voltear vacunos para señalarlos o marcarlos, constituye una muestra viril que permite al gaucho mostrar su arrojo y vaquía. Esta actividad, realizada una vez al año, en tiempos de paz, generalmente termina en una fiesta con asado, vino y empanadas, y donde participa toda la estancia y vecinos convidados, o que se acercan a ayudar sumando sus habilidades a las duras tareas.
El Comandante se pierde a veces. Sus hombres de confianza saben que no anda lejos en caso de necesitarlo. Ha ido a visitar a la portuguesa o a saludar alguna otra moza que le brinda sus favores.
En unos de esos días de ocio, acompañado de Froilán, vadea el arroyo por el lugar de siempre. Ni los caballos recelan; es como si supieran de caminos bajo el agua.
Del otro lado, desvían el pajonal de hojas afiladas como cuchillos y se adentran en el monte.
– No dejé que lo anduvieran "judiando"; no ha causao" problemas y no parece peligroso.
-¿De donde pensás que ha venido?
– De la otra banda sin duda, pero tiene traza de haber andao" "juyendo" un buen tiempo, perseguido…
El paso de los caballos se aligera. Un abra deja a la vista al indio que, en cuclillas, se aferra a su lanza y a unas miserias que custodia desconfiado.
Denota ser hombre joven, de estatura más bien baja; uno sesenta y pico, cuando más… De espalda ancha y apenas encorbada; brazos y piernas fuertes… musculoso.
Su ropa escasa y sin duda rejuntada en el andar caminos, apenas si lo cubre. Descalzo, un poncho rústico es lo único que parece protegerlo del viento y el frío.
-¿ Ha dado algún nombre?
-¡Floro, charrúa!, es lo que más que se le ha escuchado decir.
– Que es Charrúa, no hay dudas. En cuanto a hablar, no creo que le saqués más. Ellos son así, apenas si aprenden algunas palabras de otra lengua; las necesarias. ¿Orgullo, desprecio por todo lo que no es de su raza? Capaz… ¡Eso sí, entender, entienden todo, aunque se hagan después los distraídos! ¡Son ladinos, Froilán ¡
– Si me permite mi Comandante… no ha de ser difícil volverse ladino cuando a uno le han quitao" todo: la mujer, los hijos… la tierra. ¡Mírelo al Floro, si parece que está por pelear ese pedacito de sombra que ha agarrao" de querencia ¡
-¡Preguntále de donde vino!
El capataz baja de su caballo y se arrima sin miedo hasta el indio. A este no se le mueve un músculo, lo escucha y contesta parcamente.
– De lo que le entiendo, parece decir que se escapó de la Jarana.
– Y no es poco Froilán. En el decir de un charrúa, eso puede significar muchas cosas: diversión, trampa…burla, o ¡matanza!
– De lo que se colige que este Floro puede ser uno de los que, como el Cacique Polidoro, desconfió de los Rivera y se pasó pa" Entre Ríos.
– El tiene todas las respuestas y no te las quiere confiar. Seguro que también forma parte de los que ha corrido el Gobernador Mansilla. ¡Dejálo vivir Froilán y que siga hablando su lengua! Cada tanto echále un vistazo y hacé que no lo molesten. ¿Como dijiste que se llamaba… ?
– Floro, patrón…
– ¡Floro!… vaya a saber…
Es 21 de septiembre, día de la primavera, y reina gran agitación en la gente. Un criollo se ha cruzado en el camino con el turco Jalú y ha traído la noticia que alrededor del mediodía, se llegará hasta la estancia.
¡Por cierto que es todo un acontecimiento! A pié o montado en unos de sus borricos, Jalú recorre leguas de senderos y caminos llevando su variada mercadería y haciendo buenos negocios con la paisanada, que se deja impresionar por sus "entreverados" discursos y enojos con los regateos, a los que al final siempre cede haciéndose el generoso.
– ¡Turco ladino, que andás haciendo por estos pagos!
– ¿Como está "batroncito" Comandante? ¡Que es de su "boena" vida!
– ¡Buena vida es la tuya, turco! ¿Siempre desplumando la pobre gente con tus baratijas?
– ¡Oh nó "batrón"… la vida no es como antes, apenas si el pobre turco saca unos riales para "basar" la vida!
Y la charla se corta porque Froilán le acerca una correspondencia que le han mandado desde Villaguay con el turco.
Al alejarse hacia el interior de la casa, no deja de dar otra vista a la escena que se desarrolla a la sombra del gran ombú. Ninguna mujer o muchachón que presuma deja de arrimarse a los bultos que el turco extiende en el suelo. Con una vara de sauce, va señalando las novedades y si es necesario, castiga la mano demasiado toquete de algún gurí muy curioso.
Todos preguntan a la vez, todos quieren comprar algo… otros reclaman encargos.
– ¿Me trajo el percal para la pollera?
-¿Cuánto sale la vara de ese lienzo? Parece lindo…
– ¡"Boenísimo, batrona…boenisimo"
– ¡Y turco, para cuando el agua e´colonia !
– ¿Seis pesos por un pedazo de tela para una blusa? ¡Esto no cuesta ni tres!
– No "embecemos" muchacha…(y suspirando profundamente), no "embecemos" que "desbués" esos ojos negros me obligan a rebajarlo. ¡Y de que vive el turco si lo regala todo!
La mercadería es de lo más variada. Ropa, telas, baratijas, perfumes, bombillas, ollas, jarros, fuentones. ¡Lo que le pidan lleva el turco! Y si nó, lo trae en el viaje próximo… dentro de dos o tres meses.
En el interior de la casa, el Comandante ha cambiado de carácter. Aunque está solo, se lo nota ofuscado.
– ¡No hay dudas, el mundo es de los audaces! ¡Las intenciones poco valen en estos días, por mejores que estas sean!
En ese instante ingresa Froilán con el mate. Respeta el mal humor de su patrón y sin decir nada, espera.
– ¡Acercáte Froilán… Acercáte! Perdoná mi mal humor pero hay cosas que me sacan de quicio. ¿Conocés al jovencito Velázquez que dice ser de estos pagos?
– El que se ha pegao´ a las botas de Urquiza. Asigún dicen…
– El mismo. No discuto su valor ni sus antecedentes. ¡Muy bien me han hablado de él en muchas ocasiones! Pero lo que no me gusta son sus métodos. ¡Es que es un joven atropellador y no mira nada si algo se le interpone!
– Son aires nuevos lo que corren, Comandante. Los jóvenes que abrazan causas…
– Te adivino, Froilán. ¡Abrazan las causas que están cerca del poder! ¿No es cierto…no es eso lo que querés decir? ¿Pero y la gente, Froilán? ¡La gente que muere sin quejarse en la guerra o en el hambre de todos los días!
Froilán prefiere callar. El silencio es el mejor remedio para las rabietas de su patrón pero sabe que no le falta razón. Crispín o "Crespín", como quiere que le digan, pronto será el Jefe indiscutido de toda la región. Su fidelidad a Urquiza, que ya empieza a conocerse en la provincia, dará sus frutos muy pronto. Lo que quizá le resulta difícil de explicar a Froilán, es que no sabe, si quienes hoy se encuentran enconados, no persiguen proyectos semejantes…aunque vistos de formas diferentes.
– Me escribe Amancio desde Villaguay para comentarme que ha tenido algunas diferencias con el mocito que no está dispuesto a tolerar y que en consecuencia, ha resuelto renunciar a la Alcaldía. ¡Te das cuenta, Froilán! ¡Amancio fue designado por el Gobernador! ¡Mañana mismo le escribiré a Mansilla y exigiré una reparación para Amancio!
Capítulo VII
Pero el tiempo es inexorable; continúa su andar sin preguntar ni esperar a que lo empujen.
Ya ha pasado más de la mitad de Diciembre pero de 1823. ¡A más de un año y medio de la muerte de Piris y para dos de la primera revuelta contra Mansilla! – ¡Quien lo iba a creer!.- piensa el Caudillo.
El calor es agobiante pese a la hora de la madrugada. Vuelve de una agradable visita que había prometido hace tiempo. Lo hace al trote lento del alazán que todos ponderan por su buen andar. Pese a la hora, se ven candiles en los ranchos y fuegos encendidos al amparo de galerías de paja, puesta sin mucho esmero para amparo del sol en la temporada estival.
Su vista de águila, le denuncia movimientos en la estancia. Visitas o aprontes, se imagina. Apura el paso de su caballo y en un galope corto y gallardo, acorta la distancia. El día empieza asomar cuando llega.
No estaba errado. Froilán, su capataz, que lo espera para sujetar las riendas, lo informa de inmediato.
– Comandante, dos chasques han llegado desde ayer. Uno de Paraná y el otro de Arroyo de la China.
Mientras se apea, pregunta con el ceño fruncido y sin ofrecer saludo alguno.
-¿Cuáles son las novedades… ?
– Otro intento de los de la otra banda. Esta vez, al parecer, con ayuda brasileña.
-¡Que se alisten todos! Salimos enseguida… mucho es el camino a recorrer y poco el tiempo que tenemos.
El clarín se escucha como un lamento. Todos corren, buscan caballos, sus lanzas… el cuchillo. Las mujeres arman los líos donde llevarán lo imprescindible aparte del valor que se descuenta ¡Son entrerrianos… y de Lucas!
Apenas refrescado y tomando el mate de la despedida, ya monta y se pone al frente de sus bravos. Ve asomar algunas lágrimas y se ofusca.
– Son de mujeres – piensa. Y las entiende…
En minutos, la polvareda es el único rastro de un destino desconocido para muchos. Los gurises, que ahora miran el camino sin entender demasiado, se aprietan a los faldones de sus madres, pero ellas se desprenden impulsivas de sus crías, para esconder en la obscuridad del rancho, el llanto que las ahoga.
La marcha forzada se hace dura por el sol y la humedad reinante. Es necesario llegar cuanto antes a la costa del Uruguay. Allí se reunirán con los hombres que mandará el Gobernador, según los comentarios de criollos que se han ido sumando en el camino.
El Sargento Martínez, que marcha a un paso del Comandante, lo nota preocupado aunque siempre firme y sereno. Respetuosamente se acerca.
-¿Otra intentona de los rebeldes, Comandante..?
– Así parece, Sargento. Aunque esta vez conozco tanto como Ud. En unas cuantas horas estaremos entrando a Arroyo de la China. Allí se verá…
Y serán las únicas palabras que cruzarán en el día y medio de marcha sin mayor descanso; apenas si unas horas por la noche y escondiendo hasta el fuego de las miradas enemigas.
Unas leguas antes, divisan una columna que atraviesa el campo a todo galope. Se aprestan para la lucha pero pronto se dan cuenta que son tropas leales al mando de Barrenechea, Comandante de la Villa a la cual se dirigen.
– Me he visto obligado a abandonar la defensa de Arroyo de la China y salvar algo de tropa y armamento hasta recibir ayuda de la Capital.
-¿Pero que es realmente lo que sucede Barrenechea ?
-¡Un conato revolucionario! Se inició en el norte y avanzaron hasta la Villa para unirse a López Jordán y Hereñú que, con el apoyo de más de trescientos brasileños puestos a sus órdenes por sus Jefes Pereira Pintos y Bentos Manuel, han invadido la provincia.
-¿Y sus hombres ? ¿Son solo estos… ?
– Muchos murieron combatiendo, otros se dispersaron para salvarse. ¡Espino nos traicionó y se pasó al enemigo con la mayoría!
-¿Cuáles son las últimas ordenes?
– Reclutar cuanto hombre sea capaz de sostener una lanza y marchar tras ellos que se dirigen a Paraná. El Gobernador intentará detener los sublevados mediante gestiones que hará el Diputado Fernández. Eso es lo último que he podido saber.
-¡No perdamos más tiempo, entonces! – ¡Sargento Martínez…!-
– A la orden, mi Comandante
– Elija algunos soldados y adelántese. ¡Reclute cuanto hombre pueda y también algunas reses para alimentar la tropa! ¡No ande con vueltas Sargento, comunique a sus dueños que el Gobierno les pagará terminada la contienda!
Y así se rearman e inician la larga travesía que saben los llevará a galopar más de media provincia con apenas algunos altos para descansar la caballada.
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