– No entiendo como se dan las cosas en estos días. Pensé que la muerte del Cnel. Piris sería un escarmiento que desanimaría a los de la otra Banda.
– No los subestime Ud. … ellos están convencidos que pelean por sus ideales. No les importan las vidas sino luchar para recuperar la provincia, que dicen atada a los porteños y sus intereses.
– ¿Son las fuerzas brasileñas las que le dieron este empuje tan imprevisto?
– En parte, pero súmele a eso el desconcierto que produjo el convenio que firmó el Gobernador con Buenos Aires…
– Infórmeme por favor, no estoy al tanto…
– Bueno, según se supo luego, a cambio de la entrega de treinta mil pesos, Mansilla le remitió doscientos dragones con su Jefe, Oficiales, mujeres e hijos, armas, monturas y la autorización de levantar bandera de reclutas en Entre Ríos.
– Motivo mas que suficiente… Sin lugar a dudas. ¡Son estas las cosas que desconciertan al poner en la balanza los quehaceres de Mansilla! ¡Y cada vez son más los que así lo piensan, Barrenechea!
No hay respuesta. Se da por sobreentendida. Lo dice el rostro cansado y lleno de polvo del aguerrido militar y Comandante de la Villa atacada.
Algunas escaramuza, han roto la monotonía de un viaje que parece no terminará nunca. También han permitido obtener noticias sobre la marcha de los acontecimientos.
El Sargento Martínez, que ha logrado su cometido, espera a su jefe con hombres, caballada fresca y alimentos. Al encontrarse le entrega, además, un soldado de esos que se colocan para fisgonear o espiar al enemigo.
– No quiere hablar, Comandante.
– ¡Hágalo hablar, Sargento!
El infeliz, al oír tamaña orden, se siente perdido. Conoce de antemano cual será su final y lucha desesperado mientras lo arrastran hasta un pajonal, lo suficientemente alejado, como para que no molesten sus alaridos.
Un rato más tarde, el Sargento pide permiso e informa.
– Por lo poco que dijo, dejó entender que el Delegado del Gobernador logró hacer desistir de la intentona al Jefe Hereñú, quien se volvió a la Banda Oriental con las tropas brasileñas pero Espino asumió la jefatura y se hallaba reorganizando las fuerzas para marchar sobre Paraná.
– No le falta valor.- comenta Barrenechea.
– Conozco a Espino. Es hombre osado y decidido. Se juega la vida en este ataque.
– Seguramente Mansilla lo estará esperando. Tendríamos que apurar el paso y evitar a toda costa encontrarnos antes con Espino. ¡Somos pocos y más valdremos sumándonos a las defensas que brindándole batalla solos.
– ¡Si, continuemos! Al atardecer estaremos bastante lejos. – ¡Sargento Martínez!… ¿y el prisionero?
– No aguantó, Comandante…
– ¡Dios se apiade de su alma! ¡Adelante!
Los bosques tupidos y la maleza, por momentos impenetrables, empiezan a dibujar sombras fantasmales. Reina el silencio entre los hombres; tan solo se escuchan el cabalgar exigido a los caballos y el chillido de algún bicho de mal agüero.
Cerca de una aguada y detrás de un monte de talas, el alto se hace obligado. Se distribuyen estratégicamente las guardias y el resto de la tropa busca el agua para refrescarse y dar resuello a los animales. Momentos después, se ven encendidas algunas fogatas. Aparecen el mate y vasijas donde se cocina la carne salada que la soldadesca ha traídos en sus jergones; la carne fresca viene más atrás… quizá mañana.
Con la luna (y su compañera, la nostalgia), se escuchan acordes de aires, vidalitas y milongas, que nadie silencia porque son suaves y hasta parece reclamarlos la noche.
Así pasan las horas entre relevos, que turnan la vigilia con el fogón, las largas charlas, y los cuentos llenos de supersticiones, lobisones y aparecidos.
No faltan los que sacan a relucir sus guayacas especiales, que se diferencian de las bolsitas de paño o de vejiga donde guardan sus monedas o el tabaco, porque éstas están hechas de cuero de nutria, de lobito, víbora o lagarto, y destinadas a talismanes que usan como amuletos.
Apenas aclara, el ritmo es otro. Voces de mando, precisas pero sin estruendo, empiezan a organizar otra jornada de marcha.
Un baquiano se acerca al Martínez.
– Sargento, si me permite…
– ¿Novedades?
– El viento trae ruidos de galopes… se escuchan ya en la tierra…
– ¿De Donde vienen… son muchos?
– Si Señor, son muchos y parecen dirigirse hacia el Gená…
– Gracias, Correa, y manténgame informado…
Se dirige a un árbol donde los dos Jefes han hecho noche y ya están casi prontos para la partida.
– Buenos días, con vuestro permiso…
-¡Buenas y Santas, Sargento! ¿Qué anda pasando?
– Uno de los baquiano acaba de informarme que se acercan tropas numerosas con intención de cruzar el Gená.
– ¿Vienen o van? – Es la pregunta recelosa del Jefe de Arroyo de la China.
– Parece que están yendo hacia la Capital.
– ¡Pero entonces hemos estado marchando casi juntos… en forma paralela!- Manifiesta el Comandante de Lucas- ¡En cualquier momento los encontramos! ¡Aliste la tropa pero sin mucho barullo, Sargento! ¡Enseguida recibirá nuevas ordenes!
El Sargento se aleja y ambos Jefe discuten la estrategia a seguir. No son muchos y deberán aprovechar al máximo sus fuerzas. Esperan que llegue a tiempo el anunciado refuerzo de Mansilla.
Las tropas reinician la marcha. Lo hacen sin mayor apuro y prestos a cualquier evento. Los baquianos se han adelantado en distintas direcciones pero con la orden de no alejarse demasiado.
-¿Cuál es su opinión como hombre de la zona, Barrenechea?
– Creo que deberíamos adelantarnos pero no cruzar el arroyo. Ocultarnos y enviar un chasque que se encuentre con las tropas del Gobernador y les avise de nuestra posición. Con suerte, podemos atacarlos por la retaguardia, cruzando el Gená en cuanto veamos se enfrentan del otro lado.
– Eso haremos. – ¡Martínez, que la tropa avance hasta el arroyo! – ¡Busquemos allí un lugar donde ocultarnos hasta que podamos atacar por sorpresa!
– A la orden, Comandante…
¡Ah… casi lo olvido! Que uno o dos soldados vadeen el arroyo y traten de encontrar las fuerzas leales e informarlas de nuestra situación. ¡Den la posición a los baquianos! ¡Y que el Señor nos ayude!
Capítulo VIII
Un clima de próxima batalla se palpa en el ambiente. El silencio entre los hombres es casi absoluto. Aprietan con fuerza sus lanzas o las empuñaduras de los sables. Acarician sus guayacas de la buena suerte o besan los escapularios que les han colgado al cuello sus mujeres. ¡No es miedo! Apenas una mezcla de fe y supersticiones contra el añanga, los gualichos… y la muerte.
El agua se huele. Muy cerca están del Gená.
¡Ya lo ven! No es ancho, y en partes parece seco. El chapoteo ruidoso y la figura de un jinete que inicia su cruce desde la otra orilla, los alerta.
Es el cabo Correa, baquiano de mucho saber y confianza. ¡Viene como si lo persiguiera el diablo! Detiene su colorado y desmonta poco menos que corriendo. ¡Trae noticias y no son malas!
– ¡Sargento, Señor Comandante… las tropas leales están a un paso de la otra orilla!
– ¿Logró llegar hasta ellas… cuantos son… quien las comanda…? – Muchas preguntas para llegar sin resuello.
– Los encontré acampados a una legua y media de aquí. Son como ochocientos hombres bien armados y bajo las ordenes del Comandante Sola. Le trasmití vuestro mensaje y quedó a la espera de dar batalla por sorpresa en cuanto se entere que están cruzando el Gená.
– Está bien soldado, descanse y únase a su compañía. – ¡Martínez, que los otros baquianos le den una idea por donde pueden cruzar! – manifiesta enérgico el Comandante luquense. Barrenechea, mientras tanto, va dando ordenes y observa con atención el arroyo. Lo conoce, está cerca de su Villa y ha tenido que vadearlo en varias oportunidades. ¡Está seguro que el paso obligado será éste! Más arriba es profundo, y en partes, con pozos traicioneros. El informe de los baquianos vendrá pronto a confirmar su corazonada. ¡Ahora es cuestión de esperar!
Ha pasado el mediodía. El sol azota y es mucha la humedad. Sopla viento norte; todo indica que va a llover.
La espera está resultando angustiosa; nadie ha comido. Los hombres, junto a sus caballos, arman cigarros y miran sin saber adonde. ¡Por cualquier lado puede aparecerse el enemigo!
Repentinamente, uno de los bomberos se hace ver hacia el sur. Con un pañuelo en su lanza, señala por donde viene Espino y su gente. Las ordenes son claras y contundentes. ¡Silencio y esperar el toque de ataque!
En poco minutos más, se dejan ver. Un número de cuatrocientos cincuenta a quinientos hombres que lucen cansados y van bien pertrechados.
A menos de cien metros de las tropas leales, frente al arroyo mismo, se detienen. El Jefe rebelde y sus oficiales, se muestran confiados. Esperan la guía del baquiano y tras él se largan a cruzar el arroyo. No se había equivocado Barrenechea. – ¡Ese y no otro era el lugar de cruce!- El agua no alcanza a mojar la panza de los caballos. No nadan, caminan lentamente pero seguros. El ancho del brazo del río Gualeguaychú, en ese lugar, apenas si supera las cincuenta o sesenta yardas.
No alcanzan a andar la mitad cuando oyen el griterío semi salvaje de lanceros que arremeten contra sus desordenadas filas.
Espino y sus hombres se sorprenden. Por un instante no atinan a nada; luego enfilan lo más rápido posible hacia la otra orilla que ya tienen cerca. Divisan una loma. Allí esperan organizarse y contraatacar pero los Comandante Felipe y Barrenechea, al frente de sus soldados, les van pisando los talones. Del otro lado, y antes de la loma, en una playada de pura arena la retaguardia de Espino es alcanzada. Se producen entonces los primeros encontronazos a lanza, sable y cuchillo. De uno y otro bando van cayendo, y la sangre derramada cerca del arroyo, tiñe a jirones la cristalina mansedumbre de sus aguas.
En cuanto las tropas de Espino logran organizarse, el ataque es repelido con saña. Se han dado cuenta de la superioridad numérica. Pero nada amedrenta el valor de la paisanada que, quedando en algunos casos sin su monta, sigue peleando desde suelo y vendiendo cara su vida.
El Jefe rebelde da por descontado el triunfo pese a que le ha costado bajas importantes. Es en ese momento, cuando del otro lado de la loma, aparecen las frescas y ordenadas filas del Comandante Sola.
Una larga hilera de rifles es disparada de rodillas por soldados de artillería; otros de pie, esperan con las cargas lista su turno para reemplazarlos. ¡Dos pequeños cañones, vomitan fuego y vuelan cuerpos por el aire!
Felipe y Barrenechea ordenan toque de retirada. Se vuelven a otra orilla. ¡Allí han de esperarlos cuando retrocedan y acompañarán a Sola en la persecución, donde no habrá perdón para el que sea alcanzado! Así sucede.
El Comandante de Lucas, se vuelve y mira lo que ha sido hasta hace unos instantes el campo de batalla. ¡Muertos por doquier y otros que claman por ayuda, o por alguna alma piadosa que los ayude a morir!
– ¡Cuanta juventud entrerriana ultimada en estas lides que apenas comprende! ¡Hasta cuando Señor, hasta cuando…!
Al trote, desviando cuerpos que reconoce; buscando a alguien que necesite ayuda, organizando a los menos heridos para auxiliar a los que sufren, deja que sus tropas continúen la persecución de Espino. ¡Ya los alcanzará!
Desmonta y se dirige hacia un joven de unos veinte años, sangrante y con palidez de muerte. ¡Es un enemigo y está vivo! Le acerca la cantimplora a los labios resecos y nota como abre los ojos, y al verlo, sonríe pese al agujero en el pecho por donde se le ha ido la sangre y se le está yendo la vida.
– Padrino… – exclama con vos sorda, casi inaudible, el muchacho.
El Comandante no puede creer los que sus ojos le muestran. Se arrodilla frente al cuerpo, desata del cuello su pañuelo y trata de parar la sangre que fluye lentamente y ya sin fuerza. Coloca su poncho bajo la cabeza mientras busca palabras que no encuentra.
– ¡Juancito… ahijado! ¡Dios mío! ¿Porqué vos?
– No se preocupe padrino. ¡No sabe la alegría que me da verlo!
– Juan, que has hecho de tu vida, muchacho. Lo tenías todo…
– No hay tiempo para reproches, Comandante. Me muero… pero antes quiero arrancarle una promesa, un ultimo pedido que a ningún desahuciado se le niega.
– No hablés así m´hijo. ¡Estás vivo, algo haremos, te llevaré hasta algún pueblo vecino.
– No se engañe padrino… quiero… quiero su promesa de que verá a mi gente.
– De eso no tenga dudas, ahijado.
– Quiero que les de un beso a mi madre, a mis hermanas y hermanos… que les diga que me perdonen, que no quise causarles este dolor.
– Juan…
– Por favor, déjeme hablar padrino…quiero le diga a mi padre que no fui un cobarde…que morí peleando por lo que creí importante…
– ¡Se lo diré Juan, y estoy seguro que se sentirá orgulloso de tu coraje y valentía!
Un ataque de tos, lo dobla, lo encoge y su rostro se marca con los rictus de un dolor profundo. No se queja. Poco a poco, entre suspiros, recobra algo de aliento y esa sonrisa que lo hace más joven… casi un niño.
– Padrino… ¡Ud. no conoció a la Lucrecia! Una flor que me quedará esperando. Si cierro los ojos, creo verla. ¡Que hermoso es todo otra vez, padrino!
– ¡No hablés, Juan…
– ¡Padrino, padrino… deme su bendición, padrino!- Cierra los ojos, deja caer mansamente la cabeza hacia un costado, y abandona esta vida sin un lamento… soñando.
– ¡Dios lo bendiga, m´hijo… y lo tenga en su santa gloria!
Con la ayuda de uno de sus hombres, herido pero no de gravedad, le da cristiana sepultura. Con ramas de sauce y unas guascas, hace una cruz. Antes le ha retirado el sable, las insignias de Teniente y la cadena con medallita de plata, seguramente el último regalo de su madre… ¿o de Lucrecia? Quien sabe…
Terminada esta triste ceremonia, monta su caballo, sacude la cabeza con fuerza como para desterrar tanta tristeza, e irguiéndola, inicia un galope largo que lo ayudará a encontrar pronto su tropa y al soldado que sigue llevando consigo.
Capítulo IX
Lejos han quedado los días de aquella batalla que terminó con la persecución de los rebeldes hasta la isla frente a Paysandú, donde buscaron refugio.
La actividad militar se ha visto reducida a algunos encuentros por la permanente amenaza de las fuerzas portuguesas, con las cuales la provincia entró en conflicto allá por el veintidos También eso ha traído como consecuencia idas y venidas con la vecina Santa Fe y la Capital: Buenos Aires.
En uno de esos desencuentros, a punto estuvo de ser víctima de una conspiración el santafesino López y se dice… que mucho que ver en ello tuvo Mansilla.
Estas cosas no las entiende o no las quiere entender el Caudillo desde su Lucas. Para él son arreglos de alcoba, política de pasillos… ¡cosas sucias! ¡Nada que ver con la lealtad y el heroísmo de incontables vidas, sacrificadas en pro de la libertad y la organización nacional tantas veces proclamadas!
De cualquier forma, para este Comandante de soldados y Jefe de pueblo, Mansilla sigue siendo una figura controvertida, que por momentos lo desorienta. ¡Y razones no le faltan!
Una pequeña comitiva militar se ha acercado a la Estancia y ha salido a recibirla.
– ¡Buenos días, Señor Comandante! Un recado urgente del Gobernador nos ha traído hasta aquí. Permítaseme entregarlo en manos propias.
– Adelante, Teniente, pase Ud.
– ¡Nada nos agradaría más, Señor, pero andamos apurados! Cambiaremos caballos y seguiremos de urgencia. Sírvase Ud.– y le entrega un pliego – De todas formas, muchísimas gracias.
– Gracias a Ud. Teniente, y tenga buen viaje.
Viendo alejarse a los apurados emisarios, busca refugio para un febrero que se ha venido con todo. El gran ombú y el mate que le acerca Froilán, le permiten leer pausadamente el mensaje.
Febrero de 1824
Estimado Comandante
El pasado 3 de febrero, con motivo de la iniciación de un nuevo período legislativo, hice conocer al Congreso mi mensaje de Gobierno y con él la importancia de poder cumplir la primera transmisión normal del mando. Muchos fueron los tropiezos pero férrea la voluntad de conducir nuestra provincia por las sendas del progreso.
Usted, al igual que tantos otros valientes soldados y adalides de sus pueblos, contribuyeron en la obra que lego con orgullo a quienes me sucederán.
Siete días después, el Congreso, por unanimidad, resolvió reelegirme para otro período, pero no acepté.
Quizá algunos no lo comprendan pero… "una triste experiencia nos enseña, que todos los hombres tenemos una inclinación casi irresistible a conservar eternamente el poder, una vez que hemos sido elevados o nos hemos elevado nosotros mismos a él; y también la experiencia nos ha hecho ver, que esto no es compatible con la libertad, ni puede dejar de producir disturbios, partidos, guerras civiles y carnicerías. Pongamos con tiempo un dique a ese mal. Yo no conozco otro que el ejemplo, él es el modo más seguro de conducir a los hombres a aquel punto en que se deben colocar. Acostumbremos a los pueblos a ver bajar de su silla al primer Magistrado, sin violencia y a éstos a que no la esperen, para hacer lugar a sus sucesores".
Es por ello que, a la fecha que le llegue este mensaje, seguramente estará gobernando Entre Ríos otra persona. A su disposición me pondré de inmediato, como no dudo lo hará Ud. con su acostumbrado valor y hombría de bien.
Con mi eterno reconocimiento, reciba el Señor Comandante, mi mejor aprecio.
Mansilla
Al terminar la lectura no dejan de pasar por su mente tantos recuerdos acumulados en los años que duró su agitado gobierno.
Sus últimas palabras, que seguramente con algunas demás o de menos, se despidió en la legislatura, hablan de la fuerte personalidad que caracterizó su mandato. – ¿Serviría su ejemplo? – piensa – Quien sabe… La historia será la encargada de develarlo con el correr del tiempo.
Froilán le acerca otro mate y lo observa como al pasar. ¡Se le van juntando los años a su patrón! Es joven todavía pero lleva sobre sus hombres muchas guerras, penurias, rabias escondidas y hasta renunciamientos que le ha exigido el deber.
¡Nada dice que esté flaqueando! Pero Froilán lo acompaña desde que se le murieron los padres en aquella peste de principio de siglos. Si desertara, lo comprendería. ¡Ha dado mucho de sí sin recibir nada!
¡Y este Lucas que no cambia! La misma gente, pobre y hasta indolente por momentos. Solo saben de batallas, lanzas y arremetidas… de despedidas y de ausencias. En tiempos de paz, no intentan mejorar en nada. La tierra cubierta de yuyos, la paja de los ranchos que se cambia cuando se ha podrido de lluvias y soles… y hacer gurises que cada tanto se los lleva el reclutamiento. ¡Que más pueden hacer! No saben otra cosa… no tuvieron tiempo de aprender o no hubo nadie que les enseñara. Pero el progreso llega tarde o temprano, según dicen, y Lucas verá algún día verdear sus campos y poblar de animales gordos sus haciendas.
Epílogo
El poniente se va despidiendo de un crepúsculo rojo mientras se adentra la noche obscureciéndolo todo. Una fogata, entre otras, y el mugido de animales, denuncia troperos en su descanso del día.
A ella se acerca un muchacho con cara de novato por la expresión.
– Perdón, Señor… ando medio perdido… es mi primer viaje, ¿sabe?
– Aha…
– Y bueno, no he tenido oportunidad de hacer amistad y encima soy… lo que se dice, medio corton…
– Ta´ gueno…
– Estaba pensando si Ud. no me dejaría arrimar a su fogón. ¡El mate sabe mejor acompañado… suele decir mi tata! ¡Sin intención de ocasionarle gasto, ni molestias, desde luego!
– Hágase lugar, nomás mozo, pero le advierto que no soy hombre entretenido ni conversador.
Pasa un rato sin que se digan palabra. El muchacho prepara el mate y le ofrece uno mientras lo observa de reojo. Se trata de un criollo de mirada fría y lejana. Su edad ha de andar por los cincuenta… calcula.
– Así que nuevo en estos quehaceres
– En el oficio nó, Señor. Desde gurí he acompañao´ a mi padre en estos menesteres. Soy nuevo en el andar por mi cuenta… en conchabarme para los arreos y otras labores de campo.
Otro silencio largo y otros mates entrecruzando miradas que miden y poco a poco, van acortando distancias.
– Y Ud., si me lo permite, ¿lleva mucho en esto, Señor?
– Cinco años…talvez seis. – y sin esperar otra pregunta, agrega.- Antes fui soldado…
– ¿Soldado? Y no hubo advertencia ni temores que evitaran las mil y una preguntas que terminaron juntando esa noche con un nuevo amanecer.
– Hoy ya todo es historia. Muchas veces le oí decir a mi Comandante que todos seríamos un día parte de esa historia.- se sonríe, apenas un rictus que deja ver una hilera de dientes ennegrecidos por el tabaco y los años – ¿Se imagina Ud. mozo, nosotros, simples soldados… Yo un desconocido Sargento, parte de la historia? ¡El sí, aunque muchos no lo recuerden hoy, cuando han pasado apenas ocho o diez años de sus bravas montoneras!
Se toma un respiro mientras da vuelta el pedazo de carne que se va asando lentamente, y para jugar un rato, revolviendo las brazas, como si buscara en las cenizas recuerdos que se le escapan.
– En el veinticuatro, es elegido Gobernador el Coronel Mayor Don Juan León Sola. La Legislatura pensó en él porque era entrerriano y en la esperanza de que se terminara el antiporteñismo que había dejado Mansilla. El nuevo Gobernador decretó la amnistía y así pudo volver a Entre Ríos López Jordán y su gente. ¡Vaya que lo festejó el Comandante! ¡Cómo pa´nó… era uno de sus viejos sueños! Aquel día recordó al Cnel. Piris…recordó a su joven ahijado muerto en el arroyo Gená…
Y así pasó ese año. Sin nuevas guerras, sin problemas políticos pero con mucha pobreza. ¡Y para colmo, los aprontes obligados por la amenaza de un conflicto con el Brasil!
Entre Ríos, por su cercanía con el país vecino, era lugar de reunión de tropas y control de las deserciones, que abundaban por ese tiempo.
– ¿Deserciones, Sargento?
Otra sonrisa le saca el muchacho sin querer: ¡Sargento!
– ¡Eran tiempos difíciles, jovencito! ¡Los hombres estaban cansado de tantas luchas, de dejar sus mujeres, sus hijos… de pasar hambre, recibir heridas, e inmolarse por causas que a veces ni entendían! La situación no mejoró en los años venideros. La anarquía reinó por un tiempo largo en la Provincia. El gobierno no hallaba soluciones. Empezó a escasear el ganado vacuno y también la caballada. La miseria se convirtió en moneda corriente al igual que el bandidiaje, los atropellos y los robos.
Así llega el año de mil ochocientos veintisiete y estalla un movimiento sedicioso en Rosario del Tala que es repelido y le costó la vida a su cabecilla.
– ¿Y Lucas y Villaguay, Sargento, participaban?
– La miseria, la incomunicación, la falta de autonomía, pues dependían para todo de Arroyo de la China, había hecho que progresaran muy poco… casi nada. Se mantenían por las presencias del Comandante Felipe y de un jovencito bastante audaz, que no era de su total agrado, pero que éste reconocía como buen soldado y caudillo en cierne: el Teniente Crispìn Velázquez, hombre de Urquiza, según se decía en aquellas épocas, y como después se confirmó..
Tal era el desorden y la anarquía que, seguramente por un error y falsa información, mi Comandante pasó quince días en prisión y hasta engrillado. Recurrió al Gobernador y este mandó urgente se le diera libertad. ¡Parecía hasta mentira que pudiera sucederle algo así a un hombre que tanto había dado por la patria y por su Entre Ríos!
– ¿Lo sigue Ud. viendo, Señor? ¿Sigue en su Lucas, el Comandante Felipe?
– No sea impaciente, muchacho. Faltan cosas todavía y que, ya que se ha dao´ la charla, mal no le vendrán saberla porque, como lo dije antes, esto es historia.
Hacen un alto para comer sin apuro y ensillar otro mate. A su alrededor, otros fogones se hallan animados con charlas y alguna guitarra oportuna. La noche se ha iluminado de estrellas y por una luna que se parece a un farol que han suspendido en lo alto.
El Sargento, que se ha animado con esa charla que le permite recordar cosas casi olvidadas, continúa ante un interlocutor que no se anima ni a interrumpirlo, de miedo a que lo deje sin el final del relato.
– Los años 28 y 29 pasaron de igual manera, salvo por un intento de derrocar al Gobernador donde el Comandante Felipe fue parte aunque no fue descubierto, y por la posterior renovación del mandato al Gobernador Sola y su decisión de reemplazar algunos Diputados que habían dejado con su ausencia los lugares vacantes. Pero vecinos de C. Del Uruguay manifestaron su desacuerdo y pidieron su destitución. Entre ellos, recuerdo a los hermanos Justo y Cipriano Urquiza. Es depuesto Sola y nombrado Barrenecha. Las medidas que toma este tampoco complacen a la mayoría de los influyentes de ese tiempo. Es en ese momento donde se entiende hasta donde había alcanzado importancia la Comandancia con residencia en Lucas. Los vecinos piden que se realice allí la reunión de una Junta de vecinos imparciales y decidan sobre los destinos de la Provincia. Esto no se da porque el Gobernador de niega. El Comandante Felipe y Crispín Velazquez se ponen al frente de las partidas de alzadas que se han organizado como muestras de descontento.
Para ese tiempo, mil ochocientos treinta, aparece en Entre Ríos el General Lavalle y el liderazgo de Justo José de Urquiza. En mayo del 31 , el Gobernador Barrenechea deja el mando y resuelve dar batalla a Lavalle.
Con el Comandante Felipe al frente, fuimos derrotados en el Palmar y López Jordán debió irse nuevamente a la Banda Oriental.
Los pocos oficiales que quedaron eligieron a nuestro Comandante como Jefe. Es sin duda, el momento más glorioso que tuvo este Caudillo nuestro, y al que yo seguí y admiré mientras pude estar a su lado.
Apenas si cerraron los ojos unas horas. El Sargento Martínez, que no era otro que después del treinta y pico se había puesto de tropero, quedó despierto un rato más. Mirando el cielo tan lleno de estrellas, siguió recordando. Antes, se dijo así mismo – ¿Que habrá pensado este mozo de tanta palabra sin resuello, y después de advertirlo que mi compañía no le iba ser entretenida, ni era yo, hombre de charlar demasiado?-
La luna lo sorprende sonriendo mientras acomoda el recado para dormitar un rato.
Con la mañana, reinician esa marcha lenta y tan llena de gritos, de revolear ponchos y de corridas tras animales ariscos saliéndose de la senda. La aparición de una aguada, los obliga a detenerse un rato antes de mediodía. El calor y el sol agobiante no da respiros ni siquiera bajo la sombra de los tupidos árboles. Martínez se arrecuesta contra uno de ellos, y tapándose la cara con su viejo sombrero, decide dormirse una siesta para compensar la trasnochada, pero no puede. Otra vez los recuerdos lo invaden y se deja llevar por ellos pero esta vez, solo.
¿Que pasó con el Comandante Felipe? – Se pregunta. Nunca lo entendió muy bien. Después de tantas batallas y entreveros gloriosos, un día apareció en la Estancia, al parecer desde Villaguay, y se encerró allí, hablando apenas con Froilán y la Dominga. Como al mes, apareció el Alcalde de Lucas con quien se pasó toda una mañana escribiendo y firmando papeles. De lejos lo mirábamos, pero ninguno atrevió acercarse, ni muchos menos a preguntar.
Una mañana, bien temprano, nos mandó llamar; a mí y a otros servidores en las milicias. Pasamos al gran comedor donde, tras la pesada y larga mesa, se hallaba pulcramente vestido de paisano y con la seriedad a que siempre nos tuvo acostumbrado. Sus palabras fueron pocas, las necesarias.
– He resuelto dejar esta misión, que alguna vez me encomendaron, y en la que tuve valientes colaboradores como Uds. y otros… que ya no están porque entregaron su vida y su coraje en luchas que honran su memoria.
¡No me pregunten que haré! Ni yo mismo lo se todavía. Al igual que la mayoría de Uds., lo único que aprendí en la vida fue a pelear por mi patria, por mi provincia y…. por mi gente. ¡Deseé con toda mi alma hacer de Lucas un pueblo de progreso! Las guerras no me dejaron…
He dado y firmado ordenes ante el Alcalde para que cuando me ausente, cada uno de Uds. y las viudas de tantos ignorados valientes, reciban un pedazo de tierra, algunos animales y unos pesos. Forman parte mi patrimonio personal y no es un pago. ¡La vida y el valor, no tienen precio! En todo caso, es una manera de expresarles mi reconocimiento y no dejarlos librados a una suerte incierta. Si pueden, conserven esa porción de suelo que es parte del Lucas que soñamos juntos. Yo me llevo algo que me servirá donde vaya para vivir tranquilo: vuestra lealtad.
¡Y no olviden, primero siempre está la patria! Si otro Jefe los llama a servirla, no duden en morir por ella.
Y sin más nos despidió.
La vida continuó en Lucas con la misma rutina. Un día supimos se había marchado, llevándose apenas algunas pertenencias personales. No faltaron los que anduvieron preguntando por la portuguesa, que un tiempo atrás también se había marchado; otros, por noticias de ocasionales viajeros, trajeron versiones de que lo habían visto en la otra Banda. Nada se confirmó nunca y el Comandante Felipe fue convirtiéndose, poco a poco, en una leyenda que hasta hoy perdura.
Por mi parte, pronto me deshice de lo que generosamente había recibido del Comandante y me fui en busca de otra profesión. Sabía de antemano que no me iba aquerenciar en ningún lado y para eso, nada como la vida de tropero. Además, como hombre de campo y honrado, logré permanecer sin problemas en los conchabos y de esa forma evitar que me reclutara el "mocito", ahora dueño de Lucas y con el que nunca simpaticé, al igual que mi Comandante.
En ese andar, lo busqué sin decirlo. Muchas veces, al ver pasar un jinete en la noche, cubierto el rostro con una capa o poncho, creía verlo… ¡ilusiones! ¡Y eso que recorrí muchas veces la provincia! También Santa Fe, Corrientes y parte de Buenos Aires.
Si hay algo de lo no me arrepentiré nunca, será de tenerlo siempre presente. Desde luego, que sin tanta alharaca como la de la otra noche, donde confieso me fui de boca con ese jovencito tan entusiasta como preguntón.
Cada tanto, Martínez pasa por Lucas y me arrima a tomar unos mates con gente conocida. Todo Sigue igual, salvo por unos pocos vecinos que se han reunido más cerca de Villaguay y allí han hecho algo así como una casa social, donde dicen se dan cita los más pudientes en fiestas patrias, celebraciones familiares de importancia o para discutir temas relacionados con el quehacer de la zona.
El Señor de esos pagos siguió siendo don Crispín Velázquez, ya entrado en años; luego sus hijos.
La estancia donde tuvo su destacamento el Comandante Felipe, se ha vuelto tapera. Murieron hace bastante los viejos Froilán y Dominga y los yuyos fueron cubriéndolo todo.
No faltan los que alimentan supersticiones y aseguran, que de noche, se oyen voces de mando, galopes cerrados… gritos de batallas y la voz de trueno del Comandante poniendo orden y silenciando las ánimas.
Yo nunca escuché nada – suele comentar Martínez- y eso que he llegao´ hasta la misma puerta de la vieja casa.
Y le llegó su turno también al Sargento Martínez.
Una de esas madrugadas de invierno, mientras tropeaba bajo la helada, lo encontraron inclinado sobre el pescuezo de su caballo, que rezagado en un trote lento, seguía la tropa sin apuro, y como con temor de perder su acostumbrada carga. Otra cruz en el camino…
No hace mucho tiempo, aunque han pasado más de ciento cincuenta años de este pedazo de historia, alguien vino a Villaguay y trajo la noticia de que, sin querer, aunque siendo investigador, había encontrado en el Museo principal de la Provincia de Entre Ríos, una libreta de almacén a nombre del Comandante Felipe. Nada anormal, algún compromiso, un amor… tal vez un hijo. Lo extraño era la fecha y el lugar: ¡como quince años después de su desaparición! ¡Y de una pulpería de Lucas!
FIN
Autor:
Félix Natalio Solís
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