Esa convicción, se repitió cada uno de los largos días del conflicto en la UNAM –a veces con resignada desesperanza, otras con atropellada ilusión–. Desde luego, después de una huelga de varios meses y de costos inmediatos tan diversos y altos como los que ha padecido la Universidad debido a la suspensión de actividades, es más que obvio que esta institución no podría permanecer idéntica.
Pero más allá de lugares comunes como esos que suelen encontrar parteaguas históricos en cada acontecimiento social, es pertinente enfatizar que la UNAM, aunque quisiera, no podría seguir siendo igual después, a como era antes de la huelga de estudiantes que comenzó en abril de 1999. No podrá serlo debido al desgaste interno, a la escisión quizá irreconciliable entre algunos de sus sectores más polarizados en este conflicto. No lo será, debido al cuestionamiento que han padecido sus estructuras, al deterioro irremediable en el trabajo académico. Y no será igual, especialmente, porque la imagen pública de la Universidad Nacional, que no se encontraba precisamente en las mejores condiciones, ha experimentado un grave y acaso irreversible estropicio. Posiblemente no resulte exagerado decir que antes de esta huelga, la sociedad mexicana tenía confianza en la UNAM. Después del conflicto, quizá tenga fe –si acaso–.
Vale la pena insistir en el cambio drástico en la situación de la Universidad, porque después de la prolongada suspensión de actividades no serían pocos los universitarios interesados en retornar a las labores regulares suponiendo que la tarea principal, es volver a lo de antes. No es posible. Aquella Universidad "de antes", ya no existe.
Es ilusorio, sin más, volver a tomar el hilo de la cátedra suspendida en abril, o reemprendida con parches en las sesiones fuera de las instalaciones regulares de la UNAM, con un simple "decíamos ayer…" Lo que decíamos ayer, ahora se ubicará en un contexto distinto. El sustrato de los conocimientos que se impartían e intercambiaban en la Universidad, se habrá modificado de manera contundente. La UNAM no podrá ser la misma, no sólo porque su presencia social ha cambiado. Además, sus preceptos básicos quedaron impugnados desde dentro, pero también desde fuera de esa institución.
Volver a las aulas, o a los cubículos, como si nada hubiera ocurrido, entraría en contradicción con el carácter reflexivo que, por definición, tendría que singularizar a la Universidad. Pero al mismo tiempo, dejar sin concluir los cursos abruptamente suspendidos, o las tareas de investigación que de una u otra manera quedaron afectadas por la huelga, sería tan suicida como irresponsable.
La tensión que la inopinada huelga impuso a las tareas de la Universidad, creó exigencias adicionales a los universitarios. No es posible recuperar, como si nada hubiese ocurrido, el hilo de una rutina definitivamente alterada debido a un conflicto que hizo aflorar, como nunca, las contradicciones y limitaciones de la Universidad. Pero tampoco sería admisible que en vez de cumplir con sus tareas sustantivas los universitarios se ensimismaran en una autocrítica colectiva tan intensa y prolongada que los apartase de la docencia y la investigación.
En un trecho quizá largo, pero en el cual cualquier retraso aumentará los ya elevados costos del conflicto, será preciso atender los cursos y proyectos al mismo tiempo que se emprendan las reformas de estructura, de orientación y en la definición misma de sus principios, que la sociedad le exige y que la Universidad se reclama a sí misma. La tentación de muchos universitarios para retornar a la normalidad de antes, sin mayor ajuste de cuentas con esa reflexión necesaria, no haría mas que diferir la evolución, que mientras más se retrase será involución, en la reforma o refundación de la Universidad.
La Universidad ya no será la misma.
Lo es, desde luego, pero tiene que serlo de acuerdo a las circunstancias actuales y futuras del país. Hace largo rato, que la UNAM ya no tiene la exclusividad de la enseñanza ni la investigación superiores en México. En términos territoriales, a pesar de que cuenta con instalaciones en varios sitios del país, el crecimiento de otras instituciones la han conducido a ser, cada vez más, una Universidad local. Incluso en ese plano, no es la única Universidad en la capital del país.
Por su presencia académica, por sus dimensiones y tradición, la UNAM ha sido la Universidad Nacional pero sin preguntarse si lo que el país necesita es una institución elefantiásica y totalizadora. En la práctica, a través de convenios de la más diversa índole o de una colaboración más allá de compromisos formales, la UNAM ha participado en proyectos esporádicos o permanentes –incluso para la evaluación de sus egresados, con el propósito de tener parámetros comunes– junto con varias docenas de instituciones de enseñanza e investigación superior en todo el país. Antes, a la UNAM se le miraba como el hermano mayor que establecía pautas y definía resultados en el trabajo con universidades de provincia. Ahora, ya no sólo no se le considera como ese, en varios aspectos, por lo demás indeseable big brother. La UNAM es un eslabón más, seguramente el más grande aunque como ahora se ha visto no el más sólido, en un elástico, desigual y a veces inestable sistema de educación superior en México.
Lo nacional se lo dan a la Universidad sus propósitos y su orientación, más que su tamaño. Durante casi todo este siglo, ha sido la Universidad de los mexicanos. Sin embargo, legítimamente, otras universidades participan ahora de esa vocación y ese compromiso.
Al mismo tiempo, en vez de servirle la UNAM ha comenzado a costarle –y mucho– a la nación. Sus rendimientos y no sólo en una utilitaria estimación de contribuciones prácticas, aunque ese no es un parámetro desdeñable, quizá han comenzado a ser menores que los costos que la Universidad significa para el país. Ser nacional, hoy en día implica abandonar la candorosa pretensión de que la UNAM es la Universidad mexicana. El carácter nacional que ahora y en el futuro podría ser reivindicable, sería aquel que le permitiera ser parte, quizá la principal pero desde luego no la única, de un auténtico sistema de enseñanza e investigación superior en todas las regiones del país. Ese carácter nacional, también está relacionado con la capacidad para mirar al país desde una perspectiva comprometida con la reivindicación de la soberanía, más allá de posiciones facciosas o disputas coyunturales.
La Universidad debe ser Nacional.
Claro que debe serlo, para asegurar la libertad indispensable en el trabajo académico. Sin libertad no hay creatividad plena y sin ellas, la investigación y la docencia quedan supeditadas a mandatos o conveniencias de ocasión. Sin embargo, entendido de manera esquemática, el carácter autónomo de la UNAM, además de garante, ha llegado a convertirse en amenaza para el trabajo académico.
La autonomía es condición para que el Estado, sin desentenderse de sus responsabilidades financieras, respete el desempeño de su Universidad pública. Hemos dicho su y no la Universidad pública. Valen la pena esos subrayados, porque a menudo se ha pensado, dentro y fuera de ella, que la Universidad es ajena al Estado.
No es, ni puede, ni debiera ser así. Entendido como conjunto de instituciones variadas funcional e ideológicamente y no solo como gestor monolítico del poder, el Estado cobija, preserva y acota a la Universidad pública. Hipotéticamente, no interfiere en las tareas académicas (por eso, un requisito fundamental de la autonomía es la capacidad de la Universidad para designar a sus autoridades internas) pero no se desentiende de ellas. En la práctica, al menos hasta hace pocas décadas, cada vez que podía el poder político trataba de influir en las actividades de la Universidad. Ahora no lo hace, o no de manera tan directa y quizá no por falta de instrumentos sino porque la Universidad dejó de estar –si alguna vez estuvo– entre los asuntos de mayor inquietud para el gobierno. En algunas ocasiones, desde el poder a la Universidad se le ha visto como contendiente, o como contrapeso. Luego su pérdida de protagonismo político, pero también la disminución de su peso específico en la producción de profesionistas y de conocimiento, desplazó a la Universidad de las prioridades del poder.
En el conflicto de 1999, la Universidad volvió a adquirir relevancia. Pero no por sus contribuciones académicas, ni debido a sus posiciones críticas sino porque, mas que nunca antes, se le vio como problema. El pasmo de los legisladores, la impavidez de las agencias encargadas de administrar la justicia y las dudas del gobierno federal y del gobierno de la ciudad de México para actuar ante el secuestro de la UNAM –o el intento para someter sus decisiones al plebiscito de los universitarios–, demostraron cuán inasible, pero también qué ajena, le resulta la Universidad al resto del Estado mexicano.
La autonomía, más allá de ser aval para el respaldo financiero, se ha convertido en pretexto para que el resto del Estado se desentienda de sus compromisos con la Universidad. El rechazo del gobierno federal y del gobierno de la ciudad de México a garantizar la seguridad de los universitarios dentro del campus, ha sido la expresión más palmaria de ese dejadez. Una concepción moderna de autonomía, establecería pautas de respeto, pero también compromisos mutuos.
La Universidad debe ser autónoma.
Claro que lo es. Pero debe serlo en serio. No lo es, o no del todo, cuando mantiene reglas y candados corporativos como los que impiden el ingreso a la licenciatura, en igualdad de circunstancias, a los alumnos de cualquier bachillerato. Un estudiante que cursó la preparatoria en un plantel de la UNAM, tiene privilegios con los que no cuenta quien hizo la enseñanza media en el Colegio de Bachilleres, por ejemplo. La UNAM no es de México, o no lo es del todo, cuando se cierran las posibilidades para que quienes pueden y quieren, paguen una cuota por colegiatura.
La concepción populista, pero sobre todo atrasada e incluso clientelar que tienen quienes han pugnado por la abolición de las colegiaturas y luego de cualquier pago por servicios que ofrece la Universidad, la ha colocado en una suerte de limbo institucional. La UNAM ha estado a un paso de convertirse en una entidad de excepción pero no por la calidad de su desempeño académico, sino por estar al margen de los compromisos y obligaciones que suelen existir entre los usuarios de cualquier servicio público.
Con la misma postura que se impidió el aumento de las colegiaturas para que alcanzara un nivel racional y siempre muy por debajo de su costo real, se podría exigir que la seguridad social no les costara a los trabajadores pero tampoco a los patrones, por ejemplo. El resultado de esa lógica sería, en términos prácticos, el desmantelamiento de las instituciones de atención a la sociedad y en términos ideológicos, la apuesta por la omnipresencia del Estado tutelar. Ni una, ni otra, son aceptables en un país en donde la sociedad requiere mayor responsabilidad de las instituciones públicas, al mismo tiempo que el Estado deja de intervenir en todo y abandona la pretensión de resolverlo todo.
La Universidad está dejando de ser de México. El mantenimiento de candados corporativos y la cancelación de cuotas que permitían una mínima corresponsabilidad en su financiamiento por parte de los alumnos y sus familias que querían y podían hacerlo significa, paradójicamente, su privatización. Si se cumple la tendencia que han propiciado grupos como los que estallaron y alentaron la huelga de 1999, la Universidad será cada vez menos de México y cada vez más, de los privilegiados que logren la patente para permanecer prácticamente sin límite de tiempo y para aprovechar sin corresponsabilidad los servicios de esa institución.
Nada tiene de cuestionable que la enseñanza de la UNAM sea gratuita. Al contrario: la posibilidad de que los estudiantes que no pueden, no paguen, es una de las garantías del compromiso social de esa institución. Sin embargo, la ausencia o el debilitamiento de las evaluaciones internas y externas y la displicencia para que quien se ha inscrito una vez pueda estarlo casi de por vida, dificultan que quienes aprovechen esos servicios, sean los mejores estudiantes.
La enseñanza superior deja de ser democrática cuando, debido a las vicisitudes de la UNAM, muchos o algunos de sus mejores estudiantes y profesores deciden migrar a universidades privadas. También allí, hay una consecuencia sombría del conflicto de 1999.
La Universidad es de México.
Parece exagerado pero, en rigor, incluso el carácter universal de la UNAM ha quedado en cuestión en el conflicto reciente. Esa universalidad, no se debe solo a la cobertura de su matrícula, sino antes que nada a la ausencia de limitaciones para que el conocimiento que allí se enseña y produce carezca de barreras temáticas, disciplinarias o de cualquier índole.
La universalidad de la Universidad, implica que allí exista cabida lo mismo para las ciencias que para las técnicas, para las humanidades tanto como las artes. Gracias a ello, la UNAM ha sido casa de los mejores astrónomos, biólogos y matemáticos, igual que de antropólogos, economistas y arquitectos, químicos y veterinarios, filósofos y abogados, contadores e ingenieros, bailarines y actores, músicos y cineastas. No habría Universidad sin la posibilidad (a veces acotada por limitaciones prácticas) para que en ella se propague y conciba el conocimiento y la creatividad de las más diversas áreas.
Lamentablemente, cuando se considera que la Universidad ha de estar antes que nada al servicio de la solución de problemas prácticos, se llega a privilegiar al conocimiento técnico por encima de la reflexión teórica o de la creación artística. Incluso, se llega a establecer una distinción artificial, pero lacerante, entre la producción de conocimientos "útiles" y la que tiene resultados a más largo plazo.
La Universidad debe tener a su cargo la atención de asuntos prácticos, desde luego. Pero ello, sin demérito de la reflexión en otros terrenos. Eso casi nadie lo discute. Sin embargo, cuando la Universidad se desgarra y paraliza como ha sucedido con la huelga que inició en abril de 1999, dentro y fuera de ella se despliegan dos concepciones –aparentemente contradictorias, pero que coinciden en cuestionar su universalidad–.
Por un lado, en ocasiones como ésta, hay quienes sugieren una modernización tan drástica de la Universidad que, si se pusiera en práctica, solo permanecerían en ella las disciplinas más requeridas por el mercado laboral. Al mismo tiempo cuando, como ha ocurrido en los meses recientes, el trabajo de la mayor parte de los universitarios queda inmovilizado, se acentúan las debilidades de la institución. Y en una situación de mayor fragilidad, que incluso coloca entre los asuntos de discusión nacional la posibilidad de que la Universidad desaparezca, las áreas en mejor capacidad de defenderse son aquellas que tienen lazos gremiales y corporativos más fuertes con el mundo de la producción y la administración en el resto de la sociedad. Es posible que los médicos, los ingenieros y los abogados, tengan mayores condiciones para preservar a sus facultades y escuelas que los músicos, los filósofos o los astrónomos. Es decir, la parálisis de la Universidad afecta a mediano plazo, antes que nada, a sus sectores con menor cobertura externa.
La UNAM es Universidad.
Es indudable que lo es. Sus 280 mil estudiantes, 32 mil profesores y casi otro tanto de empleados, hacen que la UNAM tenga una población superior a muchas ciudades medianas. Las causas de esa masificación han sido explicadas y discutidas desde que el crecimiento de la Universidad, hace un cuarto de siglo, abrió sus puertas a una matrícula tan superior a sus capacidades de entonces que, de la misma manera, se tuvo que habilitar a millares de profesores.
Lo paradójico es que esa sociedad de masas que dentro de sí misma es la UNAM, no cuente con mecanismos para que sus integrantes se expresen e influyan eficazmente en el rumbo de dicha institución. En el conflicto reciente, que ha sido la situación más grave que la Universidad ha padecido en varias décadas si no es que en toda su historia, la inmensa mayoría de sus profesores y estudiantes permanecieron marginados. Por desidia, o por falta de canales para expresarse, un enorme porcentaje de los universitarios fue víctima, pero prácticamente no fue actor del conflicto. Minoritarios los grupos en huelga, también lo son aquellos que se les opusieron de manera activa. Muy masificada, pero las masas no cuentan.
Si es de masas, es porque la Universidad atiende la demanda escolar de una población crecientemente joven. En tal sentido y si su vocación es servir a la sociedad, resulta explicable que la UNAM reciba a tantos alumnos como le sea posible. Sin embargo, el crecimiento hasta el límite de sus capacidades e incluso más allá, se debió a una concepción de la Universidad que quizá no ha sido suficientemente discutida: la UNAM como proveedora de la mayor parte de los profesionales del país.
Esa función, era razonable en un país de pocos millones de habitantes y con muy limitadas oportunidades de acceso a la educación superior, como el que teníamos hasta la década de los sesenta. Más tarde, pretender que la Universidad recibiera a una creciente cantidad de jóvenes, fue tan ambicioso como ineficaz. Por mucho que creciera, la UNAM tendría que circunscribir su apertura tal y como ha sucedido en los años recientes. Quizá esa no tendría que ser su tarea fundamental. Sobre todo, cada vez parece más clara –no para todos, desde luego– la pertinencia de separar al bachillerato de una Universidad cuyas prioridades no suelen estar en la atención a la enseñanza media.
¿Debe la UNAM ser una institución de masas? En realidad toda institución nacional, en un país como el nuestro, es de masas. El dilema es hasta dónde su crecimiento, que es reflejo del crecimiento del país, responde a consideraciones de justicia social y en qué momento, se vuelve un dique para atender cabalmente sus tareas académicas.
Cuando la cantidad compite de manera irremediable con la calidad, es preciso sacrificar una de las dos. El remedio que la UNAM encontró fue en demérito de la calidad, en casi todas sus áreas. Es tiempo de invertir esas prioridades.
La Universidad es de masas.
Lo es, pero no lo suficiente. Es crítica, pero no consigo misma. Y además, la sola crítica no basta.
En la Universidad se ejerce la crítica respecto de todos los actores políticos y sociales. Allí radica uno de los grandes valores de esa institución. En ella, la sociedad cuenta con un nutrido manantial de reflexiones sustentadas en el examen, sin complacencias, de la realidad. No ha sido casual que de la Universidad surjan los argumentos más severos y también, muchos de los profesionistas con mejor capacidad para reformar al sistema político y, en otro plano, para contribuir con imaginación y talento a la modernización productiva del país. Pero, crítica como es respecto de todo y todos, la UNAM ha sido inexcusablemente indulgente consigo misma.
La visión que de su propio desempeño campea en la Universidad, dista de ser rigurosa. Peor aún, en no pocas áreas de esa institución se ha afianzado una suerte de complacencia convenenciera –o cínica– que suele dispensar la ausencia de rigor académico en aras de la benevolencia corporativa y las complicidades mutuas. No pretendemos que esta descripción sea aplicable a toda la Universidad, pero sin duda en numerosas dependencias se pueden encontrar profesores que llevan décadas de impartir la misma materia, de la misma rutinaria manera, sin actualizar un ápice sus conocimientos; o investigadores que llevan años con el mismo experimento o el mismo libro, sin reportar avance alguno.
El rechazo a las evaluaciones frecuentes, o la reticencia de importantes núcleos de investigadores para impartir cátedra aunque se trata de una obligación que establece la legislación universitaria, son parte de una actitud de indiferencia (y de defensa de privilegios) respecto de las necesidades que la UNAM tiene para mejorar su propio desempeño. En las universidades públicas se ha asentado, como en ningún otro sitio, el dogma de los "usos y costumbres" tanto para mantener prerrogativas laborales, como en los asuntos propiamente académicos. Una práctica, aunque sea abusiva, queda legitimada por la inercia. La manifestación más palmaria de esa complacencia –aunque no la única– ha dispensado negligencias y abusos de muchos trabajadores. Lejos de ser la palanca de cambios que permitieran afianzar el rigor académico de la Universidad, el sindicato administrativo se convirtió en cómplice de indolencias y abusos corporativos.
El debilitamiento en la exigencia a los estudiantes, es expresión de esa crisis. La enseñanza, tiende a volverse una ceremonia en donde no cuenta el intercambio de conocimientos sino la permanencia en el mesabanco. La evaluación, llega a ser meramente simbólica: se le entiende como trámite y no como oportunidad para medir el aprendizaje.
Cuando hay evaluación y es rigurosa, se le confunde con intolerancia.
La Universidad es crítica.
Los mecanismos verticales que se mantienen para la designación de los funcionarios más importantes y que concentran decisiones fundamentales en unas cuantas manos (exactamente en treinta: las de los 15 integrantes de la Junta de Gobierno) marginan a las comunidades de cada facultad o instituto. Lamentablemente no existe un mecanismo que además de alternativo delante de ese, resulte convincente para los universitarios. Hasta ahora, junto con su intrínseco autoritarismo, el procedimiento tradicional para la designación de los directores y el Rector de la UNAM ha permitido mantener esas decisiones, casi siempre, a salvo de presiones clientelares como las que existirían si, en el caso extremo, dependieran de una votación abierta entre estudiantes y profesores.
Ninguna solución sería del todo satisfactoria. Pero quizá buscando entre los modelos extremos –entre el autoritarismo del esquema actual y el populismo de la elección abierta– podría encontrarse un procedimiento distinto. Posiblemente, lo más importante sea precisar un nuevo eje para la designación de autoridades. Hasta ahora, los impugnadores del esquema actual suelen cuestionar la falta de democracia de la Junta de Gobierno. Pero ese es un enfoque oblicuo. Pretender que en la Universidad funcionen los principios de la democracia con los que se gobierna a un país, o a un sindicato, implica desconocer la naturaleza de esa institución.
Las prioridades y las funciones de la Universidad, son académicas. Así que su gobierno, para responder a ellas, tendría que reivindicar la autoridad académica. Eso no se logra ahora, necesariamente, con la designación de autoridades según la Ley Orgánica que tiene la UNAM. Mucho menos, se conseguiría con un procedimiento clientelar. Si la UNAM no tuviera las dimensiones descomunales que padece ahora, sería posible pensar en mecanismos como los de otras universidades en el mundo, en donde la gestión administrativa está a cargo de profesionales en esos menesteres y las decisiones académicas, dependen de los profesores con mayor autoridad y antigüedad. Así que la solución a los dilemas de gobernabilidad interna que tiene la Universidad, depende en parte de la reducción de sus actuales dimensiones.
Con motivo de la huelga, se ha actualizado una ya antigua propuesta: la reestructuración de la actual UNAM en, quizá, una docena de unidades. Cada una de ellas, sería una universidad con sus propios proyectos, presupuesto, autonomía y autoridades, posiblemente con alguna forma de coordinación para los asuntos académicos que así lo requiriesen.
En todo caso, conviene insistir en que el problema de la democracia en la Universidad no está supeditado a las características plebiscitarias que reviste en el resto de la sociedad. La democracia en la Universidad no pretende que los planes de estudio o los proyectos de investigación sean aprobados en asambleas. Tampoco se trata de que las responsabilidades de conducción académica recaigan en los funcionarios más populares.
Democracia en la Universidad, significa igualdad de oportunidades para estudiar, libertad para enseñar y posibilidades equitativas para la propagación del conocimiento. Pero a diferencia de la república de ciudadanos en donde la legitimidad depende del consenso o del sufragio, en la república universitaria (si es que resulta legítimo denominarla así) la jerarquía se deriva del talento y de la autoridad académica.
La Universidad debe ser democrática.
Ya no existe más. El crecimiento de la UNAM ha propiciado una diversidad, incluso con contradicciones insalvables, que antes no había en esa institución. Más que una comunidad, la Universidad Nacional tiene hoy decenas de ellas. En algunas de las escuelas y facultades más grandes, existen núcleos de universitarios que no convergen ni siquiera en ocasión de las crisis más drásticas. Probablemente solo en los centros e institutos más pequeños, varios de ellos ubicados fuera del campus de Ciudad Universitaria, se pueda decir que hay auténticas comunidades académicas, es decir, grupos que conviven en el trabajo cotidiano y cuyas experiencias en común les permiten tener concepciones también compartidas sobre la Universidad y su entorno.
Comunidad, no es uniformidad. La homogeneidad sería todo lo contrario a la diversidad que supone el espíritu universitario. No pretendemos que la o las comunidades de la UNAM, vean al mundo y lo quieran cambiar, o preservar, de las mismas maneras. Lo que antaño definía a la "comunidad universitaria", era la coincidencia en torno a objetivos de carácter general, los objetivos de la Universidad. La calidad en la enseñanza, la preeminencia de criterios académicos, la reivindicación de la autonomía como garante de la libertad y de la libertad como condición del pensamiento científico, eran algunos de los preceptos que la mayoría de los universitarios compartían –o al menos, así lo parecía– en otras épocas de la Universidad. A partir de esos principios, cada quien trabajaba y pensaba según sus capacidades, intereses y convicciones, pero solía haber una preocupación común para reivindicar, por encima de todo, el interés de la Universidad.
Eso, es algo de lo mucho que la UNAM ha perdido. Cuando las autoridades (que son quienes suelen reivindicar ese concepto) hablan de "la comunidad universitaria", olvidan la variedad incluso contradictoria de posiciones que respecto de la Universidad hay dentro de esa institución. "La comunidad", se vuelve coartada y pretexto en primer lugar de las autoridades pero también, de los grupos que supuestamente hablan y actúan a nombre de los universitarios. El Consejo de Huelga, en los meses recientes, llegó a pretender que defendía el interés de los universitarios aunque solo muy pocos estudiantes habían designado a sus integrantes.
Las comunidades de la Universidad, cuando existen, por lo general se encuentran desarticuladas y son sus miembros más activos quienes se expresan y deciden, oficiosa o formalmente, en vez de ellas. La restauración de ese entramado sin el cual la Universidad no puede ser una institución académica, solo podría partir de los profesores. Los académicos y nadie más, constituyen el sustento de la Universidad.
Los estudiantes, son transitorios y su interés vital no se encuentra en la Universidad que, para ellos, es sitio de paso y espacio de preparación profesional. Las autoridades, tienen que ser temporales por mucho que representen intereses de sectores, o gremios, de la misma Universidad. Los trabajadores administrativos, sí tienen su prospecto de vida cifrado en la Universidad pero sus tareas son de apoyo a las de carácter sustantivo. Por populismo, o condescendencia excesiva, en algunas universidades e incluso en distintas escuelas de la UNAM, se ha pretendido que las decisiones académicas sean compartidas por los alumnos y hasta por los trabajadores administrativos. Allí se encuentra uno de los orígenes de la decadencia de la Universidad.
Por muy impopular que pueda ser, resulta preciso reivindicar el origen académico que, para tener solidez y escrupulosidad, requieren las decisiones sobre los contenidos de la enseñanza en la Universidad. Esas decisiones, no pueden estar sino a cargo de los profesores e investigadores. Toda excepción a ese principio, no es mas que concesión a la demagogia.
La comunidad universitaria.
La Universidad es insustituible.
Parte de la autocomplacencia de muchos universitarios radica en la creencia de que nada, ni nunca, reemplazará las tareas que hasta ahora han sido cumplidas por la UNAM. Se equivocan. Las instituciones de educación e investigación superior se han diversificado de tal manera, que gran parte de la enseñanza y la creación de conocimiento que antes eran exclusivas, o casi, de la Universidad más grande del país, ahora se realizan en otros sitios. No sólo hay más universidades públicas. Además, las de carácter privado han crecido y se propalan con una rapidez que solo se explica gracias a los vacíos que crean las instituciones a cargo fundamentalmente del Estado.
La especie de que la Universidad es irreemplazable, ha servido para afianzar la confianza –y el orgullo– de muchos universitarios. Pero tiende a causar un exceso de certezas que no siempre resulta provechoso, ni realista, para el trabajo académico. Como suponen que lo que hacen es exclusivo, hay quienes creen que es, también, insuperable. Y es que la Universidad no es muy rigurosa para evaluar su propio desempeño, pero en cambio se ha convertido en excelente publicista de sí misma.
Dentro de la Universidad se sabe, pero no se dice, que la preparación de los alumnos deja mucho qué desear, que la calidad de la investigación en muchos casos ya no es tan competitiva como antes respecto de otras instituciones nacionales y extranjeras, que la producción artística llega a estar contaminada por grandilocuencias más que singularizada por la excelencia. En cambio, el discurso magnificador de las virtudes universitarias es reiterado dentro y fuera de la institución.
El país, se afirma entonces, necesita de los profesionistas universitarios; en esas aulas se forma el futuro de México; la ciencia y la técnica no tendrían perspectivas al margen de la Universidad; ella, es estratégica para el crecimiento y la soberanía de la nación. Todo eso es cierto, pero solo en parte. Por un lado, las responsabilidades en materia de formación académica son cada vez más compartidas por otras instituciones. En el campo de la investigación científica la UNAM sigue estando a la vanguardia, aunque quizá ese sitio no se mantenga por mucho tiempo en todas las áreas. Además si el papel de la Universidad es tan fundamental, entonces no siempre se entiende por qué los universitarios no se empeñan más y mejor para que las tareas académicas se cumplan con mayor rigor.
El discurso de la insustituibilidad de la Universidad, paradójicamente, llega a ser fuente de irresponsabilidad en al menos dos sentidos. Por un lado, a partir de la convicción de que al país le resulta imperioso el funcionamiento de la UNAM, muchos universitarios consideran que merecen mayores recursos financieros. Seguramente así es. Sin embargo, las demandas monetarias no siempre se hacen cargo de las insuficiencias que México padece en otras áreas. En la Universidad está muy extendida la convicción de que el papel de los universitarios es exigir, y la obligación del Estado es dar. No advierten que en toda sociedad moderna las relaciones tienden a ser recíprocas, o al menos a implicar compromisos mutuos. Y por lo general, no se aprecia mayor empeño de los universitarios en el cumplimiento de las tareas sustantivas de esa institución. Pueden seguir exigiendo mucho, pero más allá de la por demás discutible razón moral que puedan tener en sus requerimientos presupuestales, seguirá echándose de menos el compromiso de la UNAM a cambio de la satisfacción de sus necesidades financieras (desde luego nos referimos a la actitud, en términos generales, de muchos universitarios: es evidente que hay profesores, alumnos y funcionarios que cumplen, y muy bien, con sus responsabilidades).
Por otro lado, esa creencia en la indispensabilidad de la Universidad llega a crear una suerte de espíritu de prepotencia en grupos como los que han protagonizado la huelga reciente. Contagiados por tal suposición, llegan a figurarse que por muchos excesos que cometan, el Estado no se animará a emprender acciones que pudieran lastimar demasiado a la UNAM.
A diferencia de esas imágenes que muchos universitarios tienen de sí mismos y de la Universidad, quizá por primera vez en su historia la UNAM ha sido considerada como prescindible, por importantes sectores de la sociedad. Se ha dicho en voz alta y de varias maneras, que una solución para enfrentar situaciones de crisis como la de 1999 sería la clausura de la Universidad. Ante esas opiniones, la mayoría de los universitarios han reaccionado con indignación –y, por cierto, con poca tolerancia–. Sin embargo, quedó roto el tabú que hasta ahora existía para decir que la UNAM no es intocable. Se puede considerar que esas opiniones son debatibles, o que son erróneas. Pero no se puede negar que forman parte de la discusión que ya hay sobre la pertinencia, o no, de la Universidad misma. Hasta ahora, los universitarios han respondido a esas opiniones con muchas exclamaciones y pocos razonamientos. Se les ha considerado poco menos que herejías y fundamentalmente se les han opuesto posiciones de principio, o actos de fe. Esa es la peor forma de enfrentar una inquietud que va más allá del reciente conflicto, pero que se exacerbó a partir del extenso e injusto secuestro que la Universidad ha padecido en las fechas recientes.
Si la UNAM ha de sobrevivir a estos desafíos, será transformándose. Si esa renovación no la emprenden los universitarios, llegará de fuera. El único camino para que la Universidad Nacional no desaparezca de pronto o no languidezca paulatina pero irremisiblemente, radica en el reconocimiento de esa necesidad de cambios, que tendrían que ser drásticos y profundos. Por indolencia o petulancia de los universitarios, la UNAM puede seguir estancada, lo cual significaría marchar hacia su propio abismo. La alternativa, es una refundación que reivindique los valores, el compromiso, la libertad y la autoridad de la academia.
Granja de la Concepción, D.F., septiembre de 1999
Raúl Trejo Delarbre
Investigador en el Instituto de Investigaciones Sociales de la UNAM.
URL:
Página anterior | Volver al principio del trabajo | Página siguiente |