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Rubén, o la subversión heterodoxa (página 5)

Enviado por Fandila Soria


Partes: 1, 2, 3, 4, 5

Isabelita se quedó perpleja. Pero le contestó pronto y ligero.

— ¿Ahora me sales con esa paparrucha? Tienes cosas de niño, oye. ¿Y para esa tontería me llamas…? Yo no tengo nada que aclarar con esa gente.

—Que sepas que no te he llamado por eso —Tosió— Y ya sé que es una chorrada. Sobre todo para ti. Resulta, que ayer tarde hablé con un amigo que está en la construcción, se interesó mucho cuando se lo dije. Él puede procurarme un trabajo. La cosa es, que me ocuparía toda la mañana, y como comprenderás…

—Y para que necesitas tú ese trabajo. Ni el otro. Ni ninguno. Pero si con lo que te den por las ovejas ya tienes más que de sobra.

—Siempre que Hilario no se retrase en pagar.

—Vaya un problema. Para entonces yo estaré trabajando.

— Siendo así, pues venga, como tú digas.

—Anda y déjate de rollos. Tú eres muy libre. Y al final vas a hacer lo que te dé la gana.

Rubén se tapó la boca por no reírse.

—Pero que conste: ni te engaño ni te engañaré nunca. Y sabes por qué… Porque te quiero.

—Pues que así sea, y amén.

Hubo un embarazoso silencio.

— ¿Sabes una cosa…? Pienso traerme la moto.

—Digo, la moto… Anda ya. ¿Y para qué quieres la moto?

—Ya lo creo que me la traigo. En cuanto vaya al pueblo.

—Pero está vieja. Y es muy antigua.

— ¡Qué dices! Mi moto es una Sanglas. De lo que no hay. Y los modelos clásicos son los que están de moda precisamente. Con un lavado de cara y algún arreglo va que zumba.

—Y para traerla qué.

—Pues rodando —Caviló un momento— Como no fuera…

—Que la trajeses con alguien.

—Eso mismo. A lo mejor… en la furgoneta de Andrés… O en el coche de Mario. Eso sería lo ideal, desde luego.

—Tampoco te urgirá mucho.

—Tanto como urgirme no, pero falta si que me hace, no creas. Y… cuando vayamos los dos… juntitos… faldando por esas calles con nuestra máquina… ¿eh…? Qué le dices a eso.

—Qué chalaíco estás.

Ni Rubén se fue de la casa ni ella volvió referírselo. Lo que no quería decir que ya no le importase. Respecto aquello su actitud cambió. Ahora, con la escusa que se desplazaba a la biblioteca casi a diario, se acercaba a verlo de sopetón, cosa que a él, ni le molestaba ni le veía nada extraño, Isabelita tenía todo el derecho a exigirle lealtad.

Normalmente la recibía la casera, salvo aquella vez que Ali le fue a abrir. Las dos mujeres se miraron inquisitivas para olvidarse luego cuando Isabelita sonrió.

— ¿Está Rubén?

—Ni idea. Supongo que sí. O a lo mejor está abajo, en el horno.

— ¿Tú también les ayudas? Porque tú eres Alina, no.

Ali se echó a reír.

—Claro, no hay más chica que yo en esta casa. No suelo ir al horno, eso es más cosa de hombres. Pero pasa, pasa.

Ella entró, para quedar fatigosa ante Ali, que no se iba.

—Ya sabes donde es, verdad.

—Claro. Cómo se me va a olvidar. Y gracias, eh.

Rubén, ajeno a la presencia de Isabelita, solía confundirla en su llamada con la casera, que venía a arreglarle la habitación cuando podía, o porque lo requiriese por algún motivo. Él se limitaba a contestar o, si era el caso, invitarla a que pasase.

—Paséé… —Y miró hacia la puerta.

— ¡Anda! ¡Pero si eres tú!

—No esperarías a otra, no.

— ¿A otra? Pasa para adentro que ya te daré yo a otra.

Isabelita se echó a reír tapándose la boca con la mano para contenerse. Rubén la cogió por la cintura y la cimbró hacia atrás en un enajenado beso.

—Tampoco es para tanto, caray, que parece que no te hayas visto en otra.

—Para que tú veas.

Aquel inicio no la libró de acabar en el lecho; lo que no fue para dormir la siesta precisamente. El pastor iba a por todas, y ella que las tenía no pudo por menos que serle pródiga.

A pesar de lo que dijera, tanto apasionamiento no disgustaba a Isabelita, aunque aún le persistiese la mosca tras de la oreja, sin un motivo real desde luego, pero sí de imaginarse que aquellos ardores de él tan reincidentes los desahogara con la primera pelandusca que le saliera al paso. Aunque Rubén fuese un hombre íntegro, que le constaba, en aquellas lides podía patinar el más pintado, que "la jodienda no tiene enmienda". Menudo el tormento para Isabelita hasta estar segura, y en tanto no lo tuviese a su merced.

—Tú eres muy celosa, eh.

Seguro. Es que el hombre que una quiere no se encuentra en cualquier sitio.

—Que tú crees en la media naranja, vamos.

—Sea la media o sea la entera, no quiero que me la arrebaten.

Antes de decirle nada, Rubén no tuvo otra ocurrencia que tocarle a ella "sus naranjas".

—Pues anda que yo…

—Tú… Tan obsesivo como siempre.

Al poco, él recogió sus libros y enderezó el lecho. Luego hubo de bajar al cuarto de baño e Isabelita no pudo por menos que curiosear sus cosas, lo que de tan escasas bien breve sería. Luego se asomó a la ventana.

Ali se disponía a salir cuando él se cruzó con ella.

—Estarás contento, no.

—Y tú qué crees.

—Me lo imagino. Casi tanto como yo, que voy en busca de mi César.

—Eso está muy bien. Que para morirse casarse.

Anda éste —se dijo la muchacha— Qué se creerá.

A su vuelta, Isabelita estaba de espaldas al patio, recortada su figura al contraluz. Él le dijo:

—Sabes, el otro día conocí a don Carlos.

—Cuál don Carlos.

—El cura.

—Ah, pues eso no está mal… Oye te he visto cuando estabas en el cuarto de baño. Tu figura se traslucía por el cristal. Porque es el que está en el patio, no. Y vaya como está el patio… con ese montón de leña y tanto cachivache…

—Pues, como te iba diciendo… estuve en la parroquia. No te puedes ni figurar qué hombre más amable y convincente. Con una mirada pacífica y unos modales que te hacían quedar prendido.

—No irías en su busca para ver si puede casarnos.

Rubén se quedó de una pieza.

—A ver, repítelo de nuevo, que no lo he captado bien.

—Que si ir allí ha sido por cosas de iglesia.

—Ah. Yo pensé que lo decías por otra cosa. Y qué tiene que ver. Fue por Roque, me dijo que iba a ir, y me brindé a llevarlo en la moto.

—Y también fuiste a Las Barrancas, no creas que no lo sé.

—Vaya, eso es nuevo. No andarás espiándome.

Isabelita soltó una carcajada.

—Lo sé, porque alguien que te vio por allí me lo dijo. Una amiga.

—Allí en el en el barrio…

—No. Por santa Paula.

Rubén hizo un gesto jocoso.

—Pues sí. Sí que estuve en los dos sitios. Y qué.

—Cómo no me lo has dicho…

—Anda, tírate otra. Porque no ha caído a pelo. Si te tuviera que decir todo lo que hago o dejo de hacer no acabaríamos nunca. Además, tú sabes las ganas que tenía ganas de ir por, y de que fuésemos juntos, ya te acordarás.

—Esos no son sitios para las mujeres. De haber un desaguisado, siempre llevamos las de perder.

—Igual podría ocurrirme a mí que soy hombre. Pero si fuera como dices, ten por seguro que yo te protegería.

—Fuese como fuese, para qué sirve ir allí. Con eso qué vas a resolver. ¿Erradicar su pobreza? ¿Dar una limosna? En esos ámbitos el problema es de más envergadura.

—Eso mismo; como que un grano no hace granero; pero sí que ayuda al compañero. Y yo no voy porque tenga la solución a sus problemas. Sencillamente lo hago porque tira de mí. Quieras que no, esa experiencia te marca. No te lo creerás, pero muchas noches sueño que voy por aquellas calles, a prisa como un fugitivo porque no sé como congeniar con su gente. Y mira que no hay que ir tan lejos para ver cosas peores incluso. El otro día, al fin pude visitar a Amelia. Aquella anciana que te dije, la de las basuras. Ni te imaginas sus atenciones cuando me recibió, que no sabía como agasajarme. Me sirvió café, que aunque más parecía achicoria, me supo de lo más excelente. Aparte de las galletas, sacó unos bollos, salchichón, y un bote de mermelada, porque no fuera a quedarme falto. Luego abrió las dos puertas, la de la calle y la que daba a la parte de atrás por si tenía calor. Su marido no estaba, y quiso ir en su busca a los soportales del teleclub porque yo lo conociera, y para que viese lo bien que le iba ahora, que ya no le dolía el estómago. Me mostró la alacena, a rebosar de cosas de comer, y ante mi sorpresa, me cogió las manos, dándome las gracias, porque, según me dijo, ahora sí que los del comedor les atendían sobradamente. Y me las daba a mí, que aparte la limosna nada había hecho porque su situación mejorase. Aunque se lo dije, no me creyó. —No se quite importancia, y no sea tan humilde que de más sabemos cuanto hace por nosotros —me dijo. Nada le contesté. Para qué replicarle… Y la cosa, que al principio pensé que la pareja no percibiría más ayuda, pero tenían la de la iguala. Por lo que me explicó, el hijo y los nietos, que tampoco iban de sobrados, daban cuenta de la exigua retribución. Descubrí, que lo que llaman el teleclub, no es lo que aparenta, sino un foro más amplio, con muchas actividades: juegos, cante, tertulias taurinas y hasta teatro. Llevaba razón Braulio, no todo es broza en ese bancal. No todo es desarreglo en esos ambientes, Isabelita, también bulle la inquietud y una particular forma de idiosincrasia. Una ayuda, es una ayuda, trasvasarse mutuamente la mejor manera de conseguirla.

Ella se apoyó en su brazo.

—Oye, pues la verdad, que lo que dices no es baladí. Mi experiencia en ese sentido, casi se reduce a alguna incursión como limosnera, cuando fui a las monjas, en lo que ahora es el barrio de Los Vahídos, y que sus caridades organizaban para complementar las rogativas. Íbamos en grupo hasta el Colmenar, las donaciones en unas cestillas; y avisados los menesterosos, cada cual hacía la limosna en una casa. Y por ir en grupo, regresábamos de igual manera, no muy convencidas de la noble acción.

— Pues la próxima te vienes conmigo a Las Barrancas.

—Ni lo sueñes.

—No, aún no me lo digas, no te adelantes. Y ten en cuenta que iremos en la moto.

—Siempre que no corras como esta mañana…

XXIII

Con el fin de curso Rubén quedó libre tanto de sus obligaciones de bedel como de sus libros de estudio, no así de los de lectura, que se trajese en el coche de Mario, cuando lo del Albajeño, y que hasta entonces ni tiempo tuvo de desembalarlos. Allí habían permanecido como un enigma, en dos cajas, la una tras la mesa y la otra debajo de la cama. Ni siquiera doña Alina le había preguntado por aquellos embalajes. Seguramente, porque los atisbara por la junta del cartón o quizá porque después de lo de la niña sus confianzas con el muchacho ya no eran tantas. A lo mejor Ali nunca le contara aquel enredo, pero las madres, ya es sabido, no suelen necesitar de tanto para saber de los conflictos de sus retoños.

Por su parte, Isabelita sí que estaba segura de su destino inmediato. La misma profesora, que tanto la alabara, le confirmó que dispondría de su puesto para trabajar el próximo curso. Era un colegio privado. Y no poco tenía ella que ver con el asunto. Como que era la profesora de literatura en trance de jubilación. Muy bien vista de los directivos, y además soltera. Tal vez fuese esa la circunstancia, la de no tener hijos, que le hizo volcar hacia Isabelita sus instintos maternales. Y la cosa que a la inminente licenciada no se le advertía un cariño especial hacia la letrada, a la que ni enaltecía ni dejaba de enaltecer. Buena fortuna la suya, y un buen comienzo, para empezar a valerse por ella misma.

De aquella, la moral se le elevó a las alturas y le faltó el tiempo para comunicárselo a su amado, quien libre de obligaciones, como no fuese por el horno, encontró en ello la ocasión ideal para estar juntos todo el tiempo. Interrumpió sus lecturas y del entorno de su habitación pasó a las calles, donde los dos se emplearon en ojear unos muebles. Que serían para Isabelita, supuestamente, pues pensaba alquilar una vivienda.

Con motivo de aquello, ella marchó a casa de sus padres. Al día siguiente ya estaba de vuelta.

—Pero los muebles los pago yo —le dijo él.

—Qué va, qué va. De eso nada. Mal que bien puedo apañarme.

—Si dices eso será porque piensas vivir sola.

—Pues claro. El que yo me haga de un sitio para residir no cambia nada.

—Somos novios.

—Ya lo sé. Pero no pienses que vayamos a vivir juntos sin estar casados. Y no es por las ganas, no creas. No está bien visto.

—Pero eso puede arreglarse.

—Claro. No hay mejor arreglo que dejarlo como está. Aún somos demasiado jóvenes e inexpertos.

—Pero que yo participe en la que sería nuestra futura vivienda no cambia nada. Eso será, el inicio de nuestro proyecto común.

Isabelita apuró su café, no así el amado, que permaneció impasible mientras ella se levantaba.

—Dónde vas tan de prisa, mujer. Siéntate que hablemos.

—No hay nada que discutir. Tú no tienes que financiarme ningún alojamiento. Tampoco yo te financio nada.

—A lo mejor. Pero quién sabe. También yo puedo verme precisado.

—No seas testarudo, hombre. Mis padres están dispuestos a proporcionarme lo que necesite. Tampoco tú, nadas en la abundancia para tanta prodigalidad. Y una también tiene su orgullo.

—Muy bien. Ves tú, en ese particular no entro. Pero de todas formas necesitarás mi ayuda, si no monetaria si para echarte una mano.

—Digo una mano… y son pocas las que me echas ya.

—Desde luego, hay que fastidiarse. Menudo cinismo el tuyo. A lo mejor pretenderás que nos queramos de lejos…

—Y que, seguramente, te voy a impedir que vayas cuando quieras.

Rubén no pudo evitar reírse.

A los dos días de aquello, que los dos tórtolos ya comenzaban a organizar el apartamento de nueva construcción que por azares del destino quedaba cerca de Los Badenes, cuando Rubén volvió a su residencia, doña Alina se lo dijo nada más llegar.

—Esta mañana te llamaron por teléfono.

—Vaya. Y quién era.

—Tu hermano.

— ¿Mi hermano?

—Sí, Andrés, me dijo.

Rubén se agitó de arriba abajo.

—Mala cosa.

—Es por tu padre.

—Casi me lo imagino. Murió, verdad.

—Así es, hijo. Lo siento.

Por más que le insistieron ni siquiera se sentó a la mesa. Ni almorzó ni se despidió al salir, cogió su macuto para desplazarse en autobús en busca de Isabelita. Ella no había llegado al hostal todavía, y pese a todo, él tuvo la paciencia de esperarla.

—Cómo es que estás aquí.

—No vengo por gusto. Y no es muy agradable.

— ¿Te ha ocurrido algo?

—A mi nada. A mi padre. Ha muerto.

Ella se quedó vuelta como iba hacia las escaleras mirando a la pared.

—Pero cómo… ¿tan mal estaba?

—Pues claro, esos arrechuches tienen eso. Cuando menos se espera…

—Pobrecito… con lo cabal que era. Y tan bueno.

—Es el final. No perdona a nadie.

—Y qué, que piensas irte, claro

—Tú me dirás.

—Pues espera un momentito. Yo también voy.

—Qué estás diciendo… adónde vas a ir. Yo te lo agradezco, pero un funeral no es nada agradable.

— ¿Para qué has venido entonces?

—Porque no estés preocupada.

—Supongo. Pero para lo que tengo hacer lo mismo puede esperar otro día. Oye, y cómo piensas irte, hoy no hay combinación.

—Pienso irme hasta el Parcal en el coche de línea. Desde allí llamaré a Andrés.

—Ah, eso sí. Pues yo quisiera ir, eh, tu padre se lo merecía.

—Que no mujer. Quédate aquí con tranquilidad y almuerza, que entre nosotros todo está cumplido.

—Pero tú tampoco habrás comido, no te ha dado tiempo.

—Ni puñetera falta. Que ni hambre me ha quedado. Mira, estoy, como si me hubiera comido un borrego.

Rubén llegó a su casa pasadas las seis de la tarde. Mucha fue su sorpresa al constatar que la gente ya esperaba para el entierro. ¿Sería posible? Ni siquiera habían caído en el detalle de llamarlo el día anterior. Todos estaban allí; su madre, Andrés, Nicomedes y hasta Carmencita. Pues ni que él fuera un extraño. Pero eso sí, por lo visto habían querido esperar hasta que llegase. Por lo menos… Tal era la rabia que sentía, que de no ser por lo que era se lo hubiese echado en cara allí mismo, delante de todos.

Sólo después del entierro, ya de vuelta, tuvo ocasión de desahogarse. Andrés y Nicomedes se marcharon con Carmencita a casa de este último, y él y su madre quedaron solos.

—Ay que pena de padre, hijo —dijo Aureliana con desconsuelo.

—Confórmate madre, y piensa que es mejor así. Ya se acabaron los sufrimientos para él.

—No sé, no sé. Para mí que él ya ni podía sufrir, que estaba sin pena ni gloria. Como los niños del Limbo.

—No te atormentes, que ya no tiene remedio.

—Es que tú todo lo ves muy fácil. Pero yo…

Rubén sintió como un cosquilleo por las venas, que le crecía, hasta que no pudo reprimir su rabia.

— ¡Me cago en toó, madre! Pues ni que para mí él fuera un extraño.

—Bueno, bueno. No te pongas así —Aureliana alzó los brazos.

—Y seguramente por eso ni se os ocurrió llamarme hasta última hora.

—Por qué hablas de esa manera. Sabes que no tenemos teléfono. Y malditas las ganas que yo tenía de salir a ningún sitio. Tus hermanos quedaron en llamarte. Seguro que el uno por el otro…

—Sin embargo no se les olvidó llamar a Carmencita.

—Cosas que pasan.

—Claro. Y si no llego a venir a tiempo, qué. Ni siquiera lo hubiera visto antes de llevárselo.

—Bueno, pues ya está. Si ha pasado así, no ha sido por culpa de nadie —La mujer señaló a la cocina— Anda hijo, y me traes el paquete de café. Y ponle agua a la olla.

Aureliana parecía nerviosa. Menuda falta que le haría el café. Se levantó de la mesa, preparó el hornillo y volvió a sentarse. De nuevo se levantó, dio unos pasos hacia las escaleras para desdecirse luego y sentarse.

Cuando vino el hijo, la mujer quedó pensativa, una mano ante la boca, y frente a frente, nada se dijeron, hasta que el agua comenzó a hervir.

—Ya lo hago yo. No te levantes —dijo él.

Tiempo hubo para que acabaran sus tazas y de que ella las retirase.

—Rubén, tú ya eres mayor de edad.

—Claro. De sobra lo sabes.

—Padre ha muerto.

—Claro que ha muerto madre, claro que ha muerto. No sé donde quieres ir a parar.

—Me da no sé qué decírtelo.

—De decirme qué.

—No es tan fácil.

—A ver si vamos a estar de acertijos. Di lo que sea ya, o cállate, pero termina.

—Rubén, quien ha muerto no era tu padre.

—Cómo has dicho…

A la madre le temblaban las manos.

—Tú eres… tú eres hijo de Gaspar.

Él se quedó patidifuso. Al cabo, la miró a los ojos y en ellos no encontró ni una sombra de duda.

—Pero madre… Por qué. Cómo has podido…

—Lo siento, hijo, nunca me atreví a confesártelo. Ni a padre. Y sobre todo a él.

— ¡Maldita sea…! ¡Me has matado! —Se levantó de la mesa— Si me dan una puñalada no lo siento más —Anduvo de un lado a otro de la habitación hasta pararse de nuevo ante Aureliana.

— ¡Pero alma de Dios! porque no lo dijiste a su tiempo… O si no, no haber dicho nada. Ojos que no ven corazón que no siente.

—Tú no lo entenderías. Aquello ocurrió antes de que nos casáramos. Por nada del mundo se lo hubiera dicho a padre, y todavía menos por tratarse de Gaspar.

—Claro, claro. Y yo qué, ¿yo no pinto nada? ¿Te imaginas siquiera lo que yo siento al descubrir que quien siempre he creído no lo es, y que lo sea su compadre?

—Cómo no me lo voy a imaginar. Más de lo que te figuras. Que es mucha la pena que yo he vivido con tener que guardarlo para mí sola.

—Pues permíteme que te lo diga, pero eso es de tontos.

—Que sabes tú de los sufrimientos de una mujer con esos percances. La gente es maligna. Y ahora no es nada para lo era, que entonces te crucificaban por menos. Aunque a mí… tú sabes que yo tengo redaños para eso y para más. Pero no tenía porque colgarle a tu padre ese sambenito.

—Y Gaspar… ¿a ese no le colgabas el sambenito?

—No sé que te diga, que en eso estamos a lo mismo, y a lo mejor era él quien me lo colgaba a mí.

—Pues qué bien, entre los dos la mataron y a mi me fastidiaron. ¿Y qué debo hacer yo ahora? ¿Ir corriendo a abrazar a mi padre, como el hijo pródigo…?

Ella se quedo inmóvil mirando a la pared de enfrente.

—Pues sabes que estoy pensando, que mejor que se lo hubiera dicho a él. Que eres un desagradecido.

—Eso sí que no lo harías.

—Cómo que a mí quien me duele eres tú.

Rubén respiraba entrecortado con más ira que vergüenza.

—Oye, ¿y mis hermanos?

—Qué pasa con tus hermanos.

—Ellos no tendrán ese problema, no.

Aureliana saltó de la silla como un resorte y le arreó un guantazo, acto seguido se fue hacia los dormitorios.

Él también se fue, pero a la calle. Cruzó la plaza y las callejas hasta el camino del río. Hasta allí le venían las risotadas y el murmullo lacerante del bar de Clota, como el de un abejorro molesto que lo persiguiese. Aún más, aquel parloteo le traspasaba de tristeza y le hacía sentirse herido como si fuera una burla. Se alejó río abajo por no oírlo. Aún no había anochecido del todo. Si hubiese tenido allí la motocicleta se iría bien lejos. Incluso a la majada, para dormir sin estorbos hasta el nuevo día. Podría pensar a solas y desahogarse.

Ahora sí lo tuvo claro. Ya se explicaba por qué a su madre le pareció poco que Gaspar le diese las ovejas. Qué buen corazón tenía Gaspar. Si era cierto que él ignoraba aquello, tal prodigalidad lo descubría como un hombre extraordinario. Ni su amistad con Nicomedes ni el compadreo podían obligarle hasta ese punto. Sí aquello lo hizo fue por él ignorando que entre ellos existiera la relación filial.

Lo peor de todo iba a ser cómo decírselo. Ni por piensos querría que su madre se inmiscuyera entre los dos. Demasiado hizo ya, que peor no cabía. Menudo trago: —Mira, que vengo, porque me ha dicho mi madre que soy tu hijo— Qué fatiga. ¿Y que diría él? —Pero que alegría, Rubén, dame un beso. Ven que se lo digamos a Manuela— ¡Maldita sea! Qué mujer más retorcida su madre. Cómo pudo llevar sola aquella carga durante tanto tiempo. Pues ni que hubiera sido cosa de vida o muerte.

Bien tarde que era cuando regresó. La terraza del Clota estaba desierta y dentro pocos quedarían ya. Sentadas a la mesa, estaban su madre y Carmencita, las dos calladas, que con casi seguro lo estaban esperando.

—Dónde has estado, hijo.

—Por ahí. Dando una vuelta.

—Pues ya nos tenías preocupadas.

Carmencita frunció el ceño.

—Por qué madre. Ya es mayorcito. ¿Temes que le pase algo?

—Por eso no es. Y que en un día como éste no está bien que ande por ahí. Ya sabes como es la gente.

—A mí la gente me importa un pimiento. Tampoco he ido a divertirme; a dar un paseo y nada más.

Ahora, Aureliana se dirigió a Carmencita:

— ¿Te he dicho que Rubén tiene novia?

—Sí que me lo has dicho, y más de una vez. Ya sé que es Isa, la de Cordales.

—Me gustaría que la conocieras —dijo Rubén.

—Y yo ya la conozco. Pues no hemos jugado veces a la balde. Y estuvimos juntas en la escuela, qué te crees.

—A mí me lo vas a decir… Lo digo por que la conozcas en otro plan. Como mi novia que ahora es. Y que ya no es lo que era. Con el paso del tiempo la gente cambia. Fíjate, ha terminado sus estudios y para el curso próximo ya tiene trabajo.

—No es de extrañar. De siempre ha sido muy apañada. Mira si podríais llegaros por Alicante y nos hacéis una visita. Así conoceréis a tus sobrinos. Le he dicho a madre que se venga con nosotros. Ella dice que no, que ni amarrada. Yo creo que sería lo más conveniente para ella. A donde va estar mejor que allí. Qué va a hacer sola en esta casa tan vacía. Nada. Morirse de pena.

—Por qué no te vas madre. Con quien mejor que con tu hija —dijo Rubén.

—Y adónde puedo ir yo. Una no está acostumbrada a esos trajines. Me sacan de estos cuatro cerros y me da algo.

—Tonterías. Prejuicios tontos. ¿Y estar con tus nietos, y cambiar de aires? ¿Eso no es nada para ti?

—Yo que sé, yo que sé. Si acaso cuando pase el funeral.

—Que tiene que ver eso. Tampoco hay una fecha concreta. Y cuando llegue, pues os venís, como es lo propio.

—Lo pensaré. De aquí a mañana habrá tiempo.

—No, madre—dijo Carmencita— No es mañana, es pasado, que vendrá Julián —Se levantó para subir al otro piso.

Rubén fue a colocarse tras Aureliana y se aferró a su silla.

—No se lo habrás dicho…

Ella se giró para cogerle la mano.

—No, hijo. Por quién me tomas. Eso es una cosa entre tú y yo, y de quien tú quieras que sea. Que yo con habértelo dicho me quedo tranquila y desahogada.

Rubén carraspeó antes de decirle:

—Sólo una pregunta. Tú querías a Gaspar.

La mujer no mostró inquietud alguna ni se dilató en su respuesta.

—De la forma que me lo preguntas, no. Cuando aquello, él ya empezaba relaciones con Manuela. Y a mí, padre ya me rondaba, y que era de mi agrado, y mucho. Lo otro fue una locura de juventud.

—No tenías que darme tanta explicación.

—Así te quedas tranquilo.

—No iba yo por ahí. Es que si hablara con Gaspar quiero saber a que atenerme.

—Eso es cosa tuya, hijo. Entre él y yo nada cambiará, que seguiremos como hasta ahora, y sin patrañas de ninguna clase. Lo conozco bien. Hasta pondría la mano en el fuego si hiciera falta.

—Vale, vale. No exageres, que tampoco es para tanto.

XXIII

—Pero muchacho… qué sorpresa.

—Ya sabe el motivo.

—Ya verás si lo sé. Y cuanto que lo siento.

—Muchas gracias.

—Pero mira, pese a todo has querido visitarnos… Te vi ayer cuando llegaste. Qué iba a decirte. Pues tú no vendrías para cumplidos…

Rubén había entrado a los corrales cuando vio a Gaspar que se ocupaba de sus conejos, porque la puerta estaba abierta. A un extremo había un portalón para el coche que se veía estacionado en lo que antes fuera una cuadra. A continuación, en un local estrecho y sin terminar, bajo la vivienda, se apretujaban todo tipo de utensilios. Saltaban a la vista un arado, un uvio y la vieja moto. El recinto lo remataban las conejeras bajo un chambado corrido en el muro opuesto.

—Y qué, como va todo.

—No puedo quejarme.

—Y los estudios…

—Ah, muy bien. He terminado el primer curso.

Gaspar vino hacia él para tocarle en el hombro.

—Cuanto me alegro… —Se le acercó aún más y comenzó a olisquearlo— Pero Rubén, ¿es que tú bebes?

— ¿Yo? Qué va —Los colores se le subieron.

—Pues nadie lo diría, porque tú hueles a coñac. Y bastante.

—Sí que es cierto. Pero créame, nunca lo hago. Sólo ha sido por aliviarme un poco.

—Eso son paparruchas, la bebida no soluciona nada.

—Seguro que no. Pero póngase en mi lugar.

—Hay que ser fuertes. Anda vamos para que veas a la comadre.

—No, ahora no, mejor luego. Es que quiero ver a Hilario. Ya sabe, el de las ovejas.

—Ah, eso mismo quería preguntarte. ¿Crees que te abonará como es debido?

—A eso iba precisamente.

—No lo dejes, que las deudas largas se las lleva el tiempo.

—La cosa es, que me hacía falta la moto y me la he llevado. Ahora no sé como desplazarme.

—Vaya por Dios… Y a dónde andará ese muchacho.

—Con las ovejas, me imagino.

—También puedes ir a buscarlo a su casa.

—Lo mismo da. De no vivir en este pueblo…

Gaspar agitó la bruza sobre los alambres.

—Hombre, yo… te dejaría mi vehículo, pero sin el carné y tu poca experiencia…

—Pues no vaya a pensarse, que me manejo mejor de lo que usted cree.

—Deja, deja, demasiado riesgo. Pero… ahora que caigo, todavía conservo la moto. Si todavía marcha… Mira, ahí mismo está…

—Ya sé que está ahí. La he visto muchas veces.

—Cuando la dejé todavía funcionaba. No hará ni dos años.

Rubén fue hasta la máquina y la despojó de cuanto tenía encima. La extrajo, y ya en medio del corral intentó arrancarla.

—Pues sí que quiere, eh… pero de no tener gasolina… Aunque quiero recordar que en casa tengo una poca.

Gaspar continuó con su limpieza de las jaulas, y él no pudo menos que pararse a observar.

—Qué tal les sienta el verano.

—Figúrate, como a todo bicho viviente.

—Por qué no los pone contra suelo y que caben sus madrigueras. Así no estarán tan calurosos.

—Mala cosa, que terminarían por escaparse. Y alguna vez que lo hice, se me murieron, fíjate. Todavía no me lo explico.

Rubén comenzaba a ponerse nervioso, que no sabía como entrarle para aquel asunto que era verdaderamente lo que lo traía hasta él. Al cabo, terminó por hacerse a la idea, al considerar que pocas palabras bastaban para expresarlo. No había más que decirlas.

—Gaspar, por qué no han tenido hijos.

—Y yo qué sé. Cosas de la naturaleza.

—Nunca se ocuparon de ponerle remedio.

—No mucho. Antes las cosas no eran como hoy.

—Entonces, no sabe cual de los dos…

Gaspar se irguió para mirarlo a los ojos.

—A qué viene eso, hombre… Ni lo sabemos, ni nos importa.

—Pues yo creo que la dificultad no es suya. Es más, puedo asegurarlo.

—Pero, por Dios, Rubén, que me estás diciendo…

—Lo que oye.

El viejo enmudeció, al contrario que él, que ya no podía pararse:

—Y sabe por qué lo sé… Porque yo soy su hijo.

—Pero de qué me hablas, muchacho… Ojalá, que más quisiera. Por favor, no bromees con esas cosas —Alzó el brazo— ¿Tanto has bebido?

—No se trata de que haya bebido o no, mi madre me lo confesó anoche.

Gaspar hizo una mueca de extravío y un tic nervioso le afloró a la mejilla. Se le quedó mirando.

—Bendito sea la Virgen… Tanto tiempo…

—Es lo que yo me digo.

El viejo se limpió el sudor de la frente y se sentó en el murillo junto a la tapia. Miraba, ya al suelo, ya a él, hasta quedar pensativo.

—Pues sabes qué pienso… que más vale tarde que nunca, no crees.

—Claro.

Tras aquello, el hijo de Gaspar abandonaría los corrales para volver de nuevo con una lata de gasolina. La vertió en el depósito, y tras purgar el aire del conducto, accionó la palanca de arranque. La moto comenzó a berrear, al tiempo que un chorro de humo blanco inundaba el recinto.

El otro se llevó las manos a la cabeza.

— ¡Párala ya, párala ya! ¡Que se limpie cuando esté rodando! Y tienes que inflarle las ruedas. Por ahí debe estar la bomba.

Poco tardó Rubén en hacerse con el artilugio de inflado y dejar la moto a punto.

—No debes irte todavía —dijo Gaspar.

—Que no… Y para cuando lo dejo entonces.

—No te apresures, chiquillo. Espera a que se te aplaque el efecto de la bebida.

El pastor ya empujaba la moto hacia la puerta.

—Si… Pues menuda borrachera. No se preocupe, que es más el ruido que las nueces.

XXIV

El alojamiento iba viento en popa. Los muebles de Isabelita ya estaban colocados, pero tan escuetos solos y desnudos como los trajesen. El colchón, la ropa de cama, las cortinas, los visillos, el tapete de la mesa… eran la segunda fase. Así lo encontró todo Rubén, y a ella limpiando, por limpiar, pensaba, que ya barría sobre barrido.

—Y ese Hilario… ¿te pagó?

—Ya lo creo.

—Vaya. Pues una preocupación menos.

—Ya sólo me debe la mitad.

— ¿Entonces?

—Pues que ya vendrá otro año. Aunque él quisiese no dejaría de pagarme. Primero, porque hay un pagaré. Y segundo, porque tiene los pastos gratis, que no es poco. Ni le interesa que se los quite ni perder las ovejas.

—Otra cosa…, si ahora resulta que Gaspar es tu padre, se supone que lo suyo también es tuyo. Lo digo, porque al fin y al cabo habrás de ser tú quien se encargue de la tierra y de sus asuntos, sobre todo si él no puede.

—Me imagino. Pero eso es cosa suya, no crees. Yo, cuando el me requiera, ahí estaré. Aun si todo siguiese como hasta ahora, que lo mismo tendría con padre que con compadre, por lo bien que me ha tratado.

—Pero cómo va a ser lo mismo.

—Claro que no es lo mismo. Lo que ahora siento por él no tiene punto de comparación. Pero las vivencias propias de hijo han sido con el otro, con Nicomedes. Son ellas las que te marcan. Para mí es como si todavía Gaspar fuese mi compadre, a partir de ahora será distinto.

Isabelita se quitó el pañuelo de la cabeza y el guardapolvos para sentarse en el canapé. Parecía cansada.

—Bueno, todo listo. Sólo nos queda la ropa.

—Pues en eso poco te podré ayudar. Soy negado para esos menesteres.

—Y cómo lo sabes.

—Pues porque yo de eso no sé una papa.

—Pero todo se aprende. Y tú no eres mal aprendiz.

—A lo mejor. Si hubiera buena instructora.

Isabelita rió.

Él vagaba ya por otros derroteros.

—Sabes, pienso ir en busca de Roque. Por ver si me gestiona algo en que ocuparme.

—Qué necesidad tienes. Menos ahora que estás de vacaciones.

—Pero tanta inacción me aburre. No estoy acostumbrado.

—Mejor sería que te ocuparas de lo de Gaspar. Tendrá que recoger la cosecha.

— Todavía no te has enterado, oye. Ni él me lo ha pedido, ni yo se lo voy a pedir. Además, acomodarse a la nueva situación no será de un día para otro.

—Pues yo pienso irme al pueblo en cuanto termine.

—Y yo también iré, pero ocasionalmente. Ya te he dicho que mi madre está con Carmencita. En el pueblo ninguna obligación me reclama por ahora.

—Y yo qué.

—Lo tuyo no es una obligación para mí, sino una diversión a la que no voy a renunciar. Será un placer ir a verte.

—Pero eso no es plan.

—Ya te lo he dicho, no voy a quedarme en Zurgina para vagar todo el día de un sitio para otro matando el aburrimiento. Por el contrario, hay tantas cosas que podríamos hacer juntos… y no allí precisamente. Por ejemplo, ir a Alicante y visitar a Carmencita, que mucho que me insistió para que vayamos. Pero sin ir tan lejos, cuántos sitios nos quedan por ver por aquí… No precisamos gran cosa. Y tenemos la moto.

—Y en tal caso, qué pasará con el horno.

—Pues nada, qué va a pasar. Poco me estorba un quehacer como ese.

—Y si yo accediese a que vivamos juntos… ¿Eso te haría renunciar?

—Seguro. Pero no antes de que yo encontrara otra cosa.

—Pero de irme y dejarte solo, ¿no volverías a comprometerte de nuevo?

—Claro que no, yo no hago y deshago mis compromisos por conveniencias.

XXV

La obra no quedaba cerca de La Cardina ni mucho menos, sino del otro lado de la ciudad, al oeste, donde una nueva urbanización aprovechaba el terreno abrupto construible, que se previera como la solución óptima para el ensanche del casco urbano. Desde cierta altura pudo divisar varios edificios en construcción, pero por las indicaciones que Roque le diese, Rubén cayó en la cuenta de que sólo dos de los levantamientos serían los más probables para encontrarlo. No tenían pérdida, por ser los que se hallaban más lejos hacia poniente. Sin embargo, sólo si verificaba las calles próximas podría dirigirse al supuesto lugar sin vacilaciones.

A lo lejos una carretera serpenteante por la pendiente se perdía entre un bosque de pinos cerca de las cimas. De donde él estaba una cuesta suave subía hasta desaparecer bajo el cielo, enrevesada toda por matorrales y veredas.

No fue tan fácil. No era igual orientarse desde la altura que hacerlo entre aquel laberinto de construcciones. Sin embargo, tuvo la corazonada, de que un transporte de material que iba en aquella dirección, lo llevaría hasta la obra. Casi acierta cuando siguió al vehículo, que fue a detenerse ante el otro levantamiento no muy lejos del de Roque. Allí preguntaría por él sin éxito, por lo que puso sus ojos en el siguiente, que no muy lejos se delataba por una alta grúa sobre los tejados.

Dejó la moto junto a una casamata en la parcela contigua y anduvo hasta el borde mismo de la excavación. Los cimientos y sus pilares estaban concluidos, y la estructura del bajo ya se erguía parcialmente. Al fondo, frente a él, unos operarios urdían los esqueletos de hierro para los pilares. La grúa, que alargó sus garras hasta el suelo, comenzó a elevar varias de las armaduras a la vez. Rubén esperó a que la maniobra terminase.

— ¡¡Eh! ¡¡Oiga!!

Uno de los hombres miró hacia arriba.

— ¡¿Sabe si Roque trabaja aquí?!

El otro se giró hacia los compañeros, y señaló con el brazo.

— ¡Este es Roque!

El aludido se dio la vuelta.

—Anda, pero si es Rubén… ¡Qué tal… cómo tú por aquí!

— ¡Cuchar, oyes…! ¡Con el mono y la gorra no te había reconocido!

— ¡Espera, que ahora subo…! ¡Y si no, baja tú, da la vuelta y coge la rampa!

— ¡¿Puedo?!

— ¡Pues claro! ¡Cómo no vas a poder!

Quién entendía aquel confinamiento. Con la de sitio que quedaba arriba y se apretujaban allí abajo, entre hierros, carretillas y archeles de todo tipo. La base de la grúa ocupaba la parte central y el artilugio se elevaba seguramente por donde iría el hueco de un patio. Las armaduras terminadas se apilaban en torno a los grandes bloques de anclaje del elevador, y había otras sin terminar junto a los bancos de trabajo.

Rubén bajó, y cuando lo hizo no pudo menos que caer en la cuenta. Si soportaban aquel aprieto sería por el calor.

—Muy estrechos os veo —dijo.

—A ver… Cómo no sea a la sombra, quién aguanta este bochorno. Pero no creas que en cuanto techemos arriba no habrá problema.

—Eso sí.

—Y entonces qué… ¿Vienes por lo que yo creo?

—Eso mismo.

—Y de lo otro… de lo de tu novia… Al final, ella consiente al final, o no.

—Más o menos.

Roque lo cogió por el hombro.

—Ven por aquí.

Los dos hombres se apartaron hacia un extremo.

—Vas a tener suerte. El lunes habrá un relevo. Hay tres que cogen las vacaciones ahora. Espero que aún quede alguna vacante. Y si no, no te preocupes, que ya lo arreglaré. El jefe de obra estará aquí para mediodía, no habrá problema.

—Oye, pero yo… de esto que hacéis, no tengo ni idea.

—Pues qué creías, la ferralla no es tan fácil. Hay toda una normativa para el despiece, el corte y el doblado de armaduras. Lo mismo que para la fijación en obra, anclajes y empalmes. Y para qué de los mallazos o armaduras de escala. ¿Y los planos…? Tú has de entrar aquí como un operario cualquiera. Ahora que si te interesa, puedes hacer un cursillo.

—No te preocupes. En cuanto empiece el curso todo estará de más… —Torció el gesto— Y, a dónde se hacen esos cursos.

—Hay muchos por ahí, o por el programa de promoción obrera, que será lo más seguro.

—Lo que llaman PPO.

—Eso es.

—Bah, no creo que llegue hasta ese punto.

A mediados de julio el nuevo operario comenzó su singladura en aquella empresa. Pese a sus temores iniciales se acostumbró con prontitud al nuevo trabajo. La primera semana fue para él incluso más penosa de lo que imaginase. Volvía agotado a su residencia con más ganas de descansar e irse a la cama que de otra cosa. Menos mal que Isabelita se había marchado, si no menudo papel hubiera hecho.

Tal fue, que D. Adolfo apenas si pudo solicitar sus servicios, y Rubén, al cabo, con ojos ya de caminante, le expresó su deseo de dejar aquella casa. Pese a insistirle, y que ellos decían que no les importaba que en lo sucesivo ayudase o no en el horno, en cuanto Isabelita regresó, iniciaría junto ella la aventura de vivir juntos, y mal que bien en aquel empeño se les fue el verano, los calores y las trabajeras de la obra. Roque también se tomó sus días de descanso, y no volvió a verlo antes de que, próximo ya el curso, él diese el contrato por concluido. A quien sí vio fue a Fabián. Rubén ya estaba a punto de abandonar la casa. Como que se iba al día siguiente. El abogado llegó por la tarde, de improviso como tenía por costumbre. D. Adolfo aún no había bajado a la tahona, y, seguramente, el recién venido los sorprendería en la sala de estar comedor. Se oyó como conversaban por espacio de más de una hora, hasta que, tras sus pasos por el pasillo, Fabián llamó a la puerta.

—Mala suerte la tuya, no.

—Pues eso —dijo Rubén— Pero no creas, que no hay mal que por bien no venga. Aquello me dio pie para entablar nuevas amistades y ponerme al tanto de ciertos pormenores de la subversión.

— ¿Y tu balance, es positivo o negativo?

—No se trata de eso, hombre, que bien está lo que bien acaba. Pero hay cosas que valen, otras no. Y todos los caminos conducen a Roma.

—Y unos son anchos y otros estrechos.

—La clave está en saber distinguir los menos farragosos.

El abogado se echó hacia atrás en el asiento y dio una intensa calada a su cigarrillo.

—Y entonces… Me han dicho que nos dejas.

—A quién dejo.

—Me refiero a esta casa, y a los míos claro. También esta es mi casa.

—Pensé que te referías a la plataforma.

Fabián soltó una carcajada.

—Cómo podría yo pensar eso. Nadie puede salir de donde no entra.

—Seguramente. Pero sí se puede caminar en la misma dirección sin ir cogido al mismo carro.

—Eso es verdad, pero así no llegarás a mucho ni serías de ayuda para los que pretenden aunar fuerzas.

Ninguno de los dos podía imaginarse, que, pasado el tiempo, sería precisamente Rubén, en su heterodoxa insurrección, quien sacara a Fabián de su atolladero; como a otros muchos.

—Ya me ha dicho Roque que entras a trabajar con él.

—Sí. Si quieres puedes venirte. Aún queda sitio.

—Pues no creas que me importase, pero mis planes son otros. Yo ya trabajo en un gabinete. No me faltan las ocupaciones. Y claro, así me muevo en lo mío. Es lo que me gusta.

— ¿Y la política? Te gusta la política.

—Ya lo creo. Pero esa opción por ahora sólo es un futurible. En cambio, en el sindicalismo algo se va moviendo.

—Ojala yo, también pudiera entrarme por ese mundillo de la abogacía.

—Pues de hacerlo, por aquí lo llevas crudo.

—Tengo planes. En cuanto cumpla haré el acceso a la universidad para mayores de veinticinco años.

—Eso que adelantas. Y te casarás, y tendrás hijos y una vida plácida.

— ¿Y en qué consiste la vida según tú?

—Ah, no sé, yo no predico ninguna forma de vida.

—Pues más lo parece. Para mí, no es la forma, sino el fondo lo que nos hace vivir con plenitud. Dicen que la felicidad es la ausencia de miedo. Eso lo saben muy bien los terroristas. Pero si me apuras, te diré, que el agitador, en aras de una causa feliz, que digamos, siembra el temor, primo hermano del miedo, con la esperanza de que la infelicidad en río revuelto aboque a constituirse en manada a los peces y se organicen. Pero ello es cuestionable. Se olvida que los peces son autónomos de por sí, y mejor se conseguirá su dominio si las aguas no se agitan demasiado.

—Esa es tu opinión. Yo pienso, que la gente no sabe por donde van los tiros. Hay que despertarla. Sólo después, con el sistema democrático, ellos mismos serán sus propios dueños y guías.

—Y a ser felices y comer perdices. Y a dónde queda su libertad… Y el derecho a educarse según su criterio… Y la economía… Y la evolución de los contrarios… Y el entendimiento de unos con otros y con los demás allá.

—Bueno… hombre… Bueno. Tampoco se trata de violentar a nadie. Que cada cual aguante su propia vela.

—Su propia vela… y la del cirio que por iluminarlo le montan otros.

— ¿Pues qué se ha de hacer ante la injusticia, según tú?

—Comenzar por uno mismo. Cumplir justamente con la tarea propia cada cual, aún a riesgo de equivocarse, de tal manera que lo realmente injusto quedará en evidencia. El errado no sabrá a qué atenerse ante la evidencia de la mayoría de justos, y por ley de vida terminará cediendo. La evolución es más terca que la revolución y su triunfo más duradero. El sentido común, por lo universal, es más poderoso que el de una élite, por muy sabia que sea.

—O sea se, la resistencia pacífica.

—Ni siquiera eso. El poder confraternizante de la convivencia. Romper la barrera de la incomprensión desnudándonos de los pequeños privilegios y limitaciones para aprender bajo otros puntos de vista. O sea, sentir con el sentimiento ajeno, lo que a fin de cuentas significa una culturización. Y a saber cual es más culta, la élite en su sabiduría o la generalidad en su sentido común. La una circunscrita a su ámbito, la otra libre, y que no entiende de sutilezas.

El abogado enarcó una sonrisa.

—Pero qué filósofo estás hecho. Sólo pretendes salirte con la tuya. Y ya veo que para ti no hay buenos y malos. ¿No piensas que haya gente que prefiera buscar atajos por eludir su responsabilidad o disfrutar del premio sin necesidad de conseguirlo?

—Ya lo creo que lo pienso. Pero reformar las aptitudes distorsionadas no se consigue por la coacción. Ni siquiera con el poder y sus leyes, sino en base a la convivencia y su cultura. No obstante, las actitudes viciadas, por definición no serán anecdóticas, sino hábitos adquiridos, y corregirlas requerirá de tiempo y entrega, como una gimnasia; el devenir de una evolución constructiva. Lo otro sólo predispone al resentimiento y la venganza. El cambio es tarea de todos, malos buenos e intermedios. La agitación desmedida será nefasta precisamente por eso, por no dejar títere con cabeza. Y qué puede esperarse del caos. Otro caos. Ya sé que por causa de una reivindicación bien entendida la sangre no llegará al río. Pero yo me planteo, si será imprescindible pagar tanto, en desbarajuste, en destrucción de tejido económico, en malestar social, para conseguir lo que vendría por sus pasos contados. Es la evolución humana en general lo válido, no una idea o un sentimiento. Ninguna revolución ha triunfado nunca, como no sea en alguno de sus aspectos. El cambio radical no es posible, por cuanto significa la no aceptación de la propia base de partida.

Fabián se le quedó mirando.

—Ya lo creo, Rubén. Al cabo todo es cuestión de opciones. Cada cual piensa y actúa a su forma.

—Eso será si le dejan.

XXVI

Rubén seguía yendo a Las Barrancas donde terminó por adquirir cierto protagonismo. Su entusiasmo y su sinceridad en las relaciones le granjearon la confianza de aquellos, que, aunque pocos, se imbuían de cierta inquietud cultural y afán de superación. En aquel local, ciertamente sobrio, donde cada tarde noche se daban cita jóvenes, y no tan jóvenes, tuvo ocasión de descubrir sus dotes de actor y conferenciante. A partir de aquello se ocuparía en organizar pequeñas obras de teatro y tertulias sobre temas populares que él introducía desde algún libro, y no fueron pocos los que adquirió con aquel motivo.

Que le llamaran El Rubén o D. Rubén no era indiferente, que lo primero correspondía a los habituales y lo segundo a gente más desconocida o "de peso". Su nombre se hacía popular y según para qué se les hizo casi imprescindible. No cabía en sí aquella tarde en el teleclub cuando un mozalbete le tocó la espalda, y al girarse descubrió quién era.

— ¡Pero, hombre! Si tú eres…

—Ese mismo soy. El que le quitó la cartera.

—Cuánto has crecido muchacho.

—Ahora también voy al colegio.

—Más te vale, que ya vas siendo algo mayor, eh.

El chico se encogió de hombros.

—Bueno.

—Menuda sorpresa… Y qué le dices a este jodío señorico.

—No, el Rubén no es así… es un señorico bueno.

El otro soltó una carcajada.

—Vaya. En algo hemos avanzado.

—Quiere decir, que usted no es pobre como nosotros.

Rubén se sentó.

—Cómo te llamas.

—Nico.

—Hay muchas formas de riqueza, Nico. A lo mejor tú abundas en lo que yo carezco. No sólo de pan vive el hombre.

—Seguramente. Pero sin pan lo llevas crudo.

FIN DE LA PRIMERA PARTE

 

 

Autor:

Fandila Soria Martínez

Registro de la propiedad intelectual de Andalucía

Expediente GR-327-09

Nº: 200999900627868

Partes: 1, 2, 3, 4, 5
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