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Rubén, o la subversión heterodoxa (página 3)

Enviado por Fandila Soria


Partes: 1, 2, 3, 4, 5

Tras aquello no permanecerían sentados ni diez minutos. Cuando Ali se puso en pie, comenzó a reír, girándose sin control con los brazos abiertos.

— ¿De qué te ríes?

—De qué va a ser. Que ya no me duele. Pero nada. Nada.

—Para que veas. Ahí donde lo ves, eso mismo hacía con el ganado. De lo más efectivo.

Ella sonrió.

—El ganado no sé, pero esta oveja te lo agradece mucho.

—No hay de qué.

Y comenzó a darle a las piernas de nuevo. Pero ella no dijo nada. Junto al río ahora, el sendero transcurría despejado y con el piso firme. Las alamedas se acompañaban sin solución con los huertos interminables, y en algunos ya podían verse a sus cuidadores.

Llegados a un punto Rubén pidió a la compañera que lo esperase y se fue entre la maleza para una de las plantaciones.

— ¡Qué, como va la cosa!

El hombre se irguió, y sin soltar la azada, con una mano se limpió la frente.

—No va maleja. Demasiado laberinto para uno solo.

Rubén comenzó a mirarlo todo a su alrededor.

—No, pues no está mal el avance de ayer a hoy. A este paso, en un par de días…

—Qué se le va a hacer. Si sólo fuera esto… —Luego indicó hacia el camino—Buena compañía me trae hoy.

—Ya lo creo.

—Más te vale, que eso de andar a solas ni los lobos.

—Dígamelo a mí.

—Muy bien que hiciste en cambiar de oficio, muchacho. Ya que uno pudiera.

—Pues no vaya a pensarse, a mí el pastoreo me gustaba. Y me gusta.

—Dónde va a parar. Y menuda oveja la que te acompaña —Se echó a reír— Y pastora tuya si llega el caso.

—Tampoco es eso, que no es lo que parece.

Ali se había sentado en el borde de una acequia y se preguntaba si la aventura remataría allí mismo, pues que se detuviese él, que con tal ímpetu caminara, en algo como aquello podía resultar. Con suerte, a lo mejor ahora se detenían a departir. O aunque sólo fuera a contemplar el paisaje.

— ¿Conocías a ese hombre?

—De vista. He hablado con él un par de veces.

—Oye, y por qué los agricultores madrugan tanto. Siempre los veo por la carretera con sus animales o en las motos al ser de día.

—No sé qué decirte. No me lo creo mucho.

Ella hizo un gesto de extrañeza.

— De modo, que no suelen pasar al ser de día.

Rubén soltó una carcajada.

—Eso sí. Lo que no me creo es, que tú los hayas visto, como no sea en sueños.

—Mira éste… —Le empujó con fuerza— No te digo que lo haga cada día, pero sí que me levanto temprano más a menudo de lo que tú crees.

Rubén se echó a reír.

—Pues lo que preguntas es muy sencillo. Madrugan, por aprovechar la mañana y volver antes del mediodía. Y por evitar los calores. Cuánto más temprano trabajen, menos les caldea el sol.

—Y en invierno.

—También calienta el sol en invierno, y con el esfuerzo físico más aún. Aunque ese horario varía, como es lógico. Tontos pero no tanto.

—Yo no he dicho eso.

—Pero lo digo yo.

Ella lo miró de frente.

—Y tú de tonto no tienes nada.

—Qué tendrá que ver… —El pastor se quitó el anorak— Pues venga, vámonos.

Las esperanzas de Ali se vinieron abajo como un castillo de naipes. No supo si desprenderse ella también de su chaquetón, quitarse las botas y hasta las medias, o quedarse allí sentada y esperar a que él volviese.

—Haz lo que quieras, pero si te estás aquí, parada como una tonta, te quedarás como un chuzo.

Ali chica volvió a sentarse y se mantuvo impertérrita con los ojos perdidos hacia las plantaciones.

—También puedo hacer un fuego.

—Seguramente. Pero antes tendrías que pedir permiso.

La marcha continuó, y ahora sí, Rubén hablaba hasta por los codos. La muchacha se desprendía de su chaquetón cuando los sudores ya le afloraban casi repentinos. No era poco. Al ejercicio se unió el sol, que aunque poco intenso aún les daba de plano, y a la conversación que casi los acaloraba. Para qué decir cuando descubría la ternura del muchacho pese a parecerle tan tosco. Verdad fue, que su marcha de ahora era pausada y que incluso se detenían a cada trecho, pero también que el pastor soslayaba lo peor de su itinerario porque ella no tropezase. Cómo iba a ser lo mismo.

— ¿Y vendrá para las navidades?

— ¿Mi hermano…? Puede que sí, y puede que no.

Rubén chasqueó la lengua.

—Si así fuera, yo no lo vería, ya estaré en el pueblo.

—Él suele presentarse cuando menos te imaginas, y de tanto esperar acabas por no imaginártelo. Ni siquiera llama para decirlo. Ni por otra cosa.

Rubén achicó los ojos.

—Eso es lo extraño. Se explicaría si no volviera más. Si se desentendiese de vosotros.

—Mi padre dice que se comporta así porque trata de pasar desapercibido. Para que no puedan localizarlo. Por lo de la subversión.

—No me digas. ¿Tan comprometido está?

—Él dice que no. Y nunca habla de eso. Yo no lo sé. Lo que si es verdad que la policía vino buscarlo a casa un par de veces. La primera no lo cogieron porque había salido, pero la otra…

—Que estuvo en la cárcel.

—Sólo en la comisaría. Mi padre consiguió que lo soltaran.

—Ya se explica. Fichado.

Ali miraba al suelo algo mohína. Ahora alzó la cabeza y lo miró a él.

—Dejemos eso, no.

Por dejar dejaron el camino para internarse en las alamedas y más arriba, por el puente, hasta el otro lado del río.

Anduvieron de nuevo hasta que Rubén se paró.

—Qué opinas de tu hermano.

—Y qué he de opinar, que lo quiero mucho. Con lo agradable y lo simpático que es… y muy cariñoso. Pero si ahora lo prefiere así…

—Entiendo que de alguna forma renuncia a su familia y a un porvenir seguro en aras de una causa. Como ocurre al sacerdote, pongamos por caso. ¿Pero por qué esa vocación ahora?

—No lo sé. Siempre fue un chico alegre y despreocupado, nada conflictivo. Muy dedicado a sus estudios, compartía su tiempo con ayudar a mi padre en el horno. Hasta tenía una novia. Todo eso cambió al terminar la carrera y marcharse.

—Pero para actuar de esa forma hay que sentirlo. Nuestras actuaciones siempre son el resultado de unos sentimientos y sus emociones. Funcionamos así.

—Pues no sé. También pudiera ser que alguien te embauque en algo que ni conoces. Por amistad o por condescendencia.

—O porque realmente sientas la llamada de la justicia. Vivir una situación injusta puede marcarte. Si yo me inclino a la abogacía, por ponerme de ejemplo, no es por capricho o por dinero que en eso soy muy libre, sino porque mi experiencia me lo ha hecho sentir de esa manera.

Alina chica lo miró interesada.

—Y de cuál se trata.

—A mi familia la arruinaron los bancos. No sólo se llevarían lo que mi padre ya no podía pagar, no tuvo suerte, sino todo lo que era suyo y hasta la casa. Fue debido a aquello por lo que me hice pastor, no tuve alternativa. Sin embargo yo prefiero luchar con las leyes e intentar cambiarlas desde dentro. Aunque no lo parezca es más arriesgado y dificultoso. Pero menos traumático.

—No todo el mundo puede hacer eso. Y algunas situaciones pueden ser tan desesperadas que no admitan tregua.

—Hasta ahí estamos. Por eso cada cual ha de cumplir con su deber, y el deber no siempre está en las leyes. También existe la moral y las opciones personales. Dad al cesar lo que es del cesar…

Al cabo, Ali comenzó a flaquear de nuevo, se detuvo, y sentada en un ribazo se negó en banda. De allí no pasaba. Se pusiera él como se pusiera. Se quitó las botas y comenzó a manosearse los pies sobre las medias. Rubén no tardaría en acompañarla. Se tumbó a su lado cuan largo era y quiso ser él quien hiciese el masaje.

—Deja, deja. Con lo que me huelen.

—Si te quitas las medias ya será menos.

—Puede que sea menos… pero a mi no me importa. Lo que quiero es descansar, y que nos vayamos. Y también tengo sed, para que lo sepas.

Rubén quiso sonreír pero no lo consiguió. Y es que, porque el paseo fuera de su iniciativa no tenía derecho a arrastrarla a ella de aquella forma, sobre todo sabiendo que no era su fuerte. Ali no perseguía el ejercicio, eso saltaba a la legua, sino corretear por ahí en su compañía por puro placer, y quien sabe si por conquistarlo. Por qué la iba a desilusionar.

—Si quieres, en cuanto descansemos podemos ir donde hay agua.

—No me digas. ¿Y dónde?

Rubén se tapó la boca.

—Si no eres muy delicada, en el río.

—Qué gracioso, hombre. Con decirme eso sólo consigues que me den más ganas.

Rubén se echó a reír.

—No es esa mi intención. Es que por aquí no hay fuentes que yo sepa, para eso tendríamos que andar un poco. Justo hasta aquel barranco.

—Tan lejos… No por favor. Es demasiado… ¿Y estás seguro de que hay agua? Agua buena quiero decir.

—Eso parece.

— ¿Tú bebes allí normalmente?

—Qué va. No lo necesito. Me basta con la que bebo antes de salir.

Los barrancos se apretujaban a las faldas del monte, a cual más empinado y farragoso. Aquel desembocaba en el río, y, como en éste, las arenas cubrían su fondo hasta muy arriba. En sus andanzas el pastor gustaba de subir hasta la cumbre, para desde allí contemplar el paisaje. Le hacía recordar cuando vagaba con las ovejas por sitios como aquel o parecidos.

Al llegar a la rambla, a Ali chica casi le da un patatús.

—Pero qué fuente, ni que agua. Todo seco. Por qué me engañas de esta manera.

—Yo no te he engañado.

—Entonces qué, que la fuente está escondida…

—Algo así.

—Ni siquiera lo sabes. Qué embustero.

Él hizo un gesto de suficiencia.

—Tú mírame, y observa.

Rubén anduvo hasta mitad del barranco, se agachó, y comenzó a escarbar la arena. Insistió e insistió… y milagro:

— ¡Ya está, aquí la tienes!

Ali no salía de su asombro. Fue hasta allí, y efectivamente, en aquel hoyo había agua.

—Pero bueno, y esto. ¿Y esta agua es buena?

—Mejor que buena, porque viene de los montes. Aguarda a que se aclare y bebe. Ya me dirás.

Cuando ella se puso a cuatro patas y se inclinó aún más para llegar abajo, su falda emigró a las alturas, dejando ver su trasera en abandono, colorista cual hendida mariposa de alas cabales, abultadas y redondas. Poco bebería, si llegó a hacerlo, pues Rubén, que no le quitaba ojo, como quien no quiere la cosa se dejó caer sin miramientos.

— ¡Eh, pero que haces!

Rubén se retiró un tanto.

—No… es que se me ha ido el pie.

— ¿Qué se te ha ido el pie? Querrás decir la mano… Pues procura que no se te vaya nada, anda, que una también tiene su decencia.

—Pero no… Si es…

—No te excuses que es peor —Continuó bebiendo— Oye, pues no esta mal. Y fresquita —Al cabo se puso en pie— Pero qué talento tienes.

— ¿Verdad que sí? Pues visto lo visto y que no te ha pasado nada, yo también bebo. Para que veas.

—No eres tú nadie.

El pastor ya se apostaba para beber.

Ali se le quedó mirando.

—Y si ahora yo te cogiese por la entrepierna, qué.

El muchacho no se inmutó.

—Depende de la delicadeza que le pongas.

Ella paseó la vista por su arco del triunfo y para nada le atrajo un tocamiento.

—Bebe tranquilo, hombre.

De allí a la casa, las tribulaciones de la pareja no serían menos. Nada equiparable sin duda a la trabajera de Casimiro, que persistía en el huerto trasegando sudor a chorros. Rubén ni se detuvo esta vez.

— ¡Adiós Casimiro!

— ¡Vayan con Dios! —Contestó el labriego, lo que fue como darse un respiro.

— ¡Falta le hacía alguien que le ayudara!

— ¡Mejor después, para la cogida si acaso! ¡Si tú estuvieras por aquí, y quieres, tú mismo!

— ¡Pues sí que me gustaría, no vaya a pensarse! ¡Contando con que tenga tiempo!

— ¡Nada de agobios, hombre!

La pareja se alejó, y pasado el camino junto al río, enfilaron todo derecho hacia la carretera. Ali chica retomó la palabra.

—Mejor hacías en ayudarle y gastar esas fuerzas que tanto te sobran.

—Te refieres a ese hombre, a Casimiro…

—Claro.

Rubén, irónicamente, le repuso:

—Pensé que a lo mejor lo decías por tu padre. También él necesita mi ayuda. —El pastor sonrió maliciosamente—Hacemos una cosa, nos venimos tú y yo cuando llegue la cogida.

Ella le contestó airada:

— ¡Pero qué dices! Cuándo he hecho yo tal cosa. Ni ninguna, esa es la verdad. Digo, trabajar en el campo. Me faltan aptitudes.

—Sólo es cuestión de proponérselo.

—Aún así. No tengo hábito.

—Ya…

Ali reflexionó un instante

—Tú dices eso porque no ayudo en el horno. Pero ignoras lo exigente que es mi padre conmigo. Y a mi es que me llevan los demonios oye, no puedo. Cada vez que iba, él siempre achuchando: Alina, vamos, que es tarde, Alina, vamos, que es tarde… y así todo el tiempo.

—Yo no sabría qué decirte. A mí me dice todo lo contrario: Con tranquilidad… Sin prisa pero sin pausa.

—Algún santo boca abajo.

Él se encogió de hombros.

—No hay más remedio. En algo has de invertirte. Si quieres dejar los estudios, como decías, más vale que te lo pienses.

—Y que tendré que empezar con esto… como no. Muy idóneo el campo para una mujer

—Según —De improviso Rubén se detuvo— A propósito, soy el nuevo bedel de Los Badenes. ¿Qué te parece?

Inopinadamente, ella se echó a reír.

— ¿Eso es gracioso?

—No hombre. Es que se me ha venido a la cabeza… iba a decir, lo de, "A todos los tontos se le aparece la Virgen", pero no es lo que pienso, como comprenderás.

—Y que yo no me entere.

—Menudo chollo. Y que con eso tienes enchufe seguro.

— ¿Quieres decir, que los profesores me pasarán la mano?

—Ya lo creo. Y todo el mundo. El más popular del centro.

—Ah, pues no pensé en tal cosa.

—Oye, ¿y cómo has logrado algo así? Y tan pronto.

—Con dinero no, te lo aseguro. Por un profesor que conocí este verano. Él me propuso ante la Dirección.

—Mis felicitaciones. Y que no se te suba a la cabeza —Se echó a reír.

XIII

La verdad que Rubén era inteligente. Y si no había de esforzarse para los estudios, también era cierto que su bagaje cultural le suplía con creces gran parte de las enseñanzas. Cómo si no, ayudaba a D. Adolfo, preparaba sus clases, ejercía de bedel y le sobraba tiempo para dormir y pasear. No era cualquier cosa. Estaba por ver si cuando accediese a la enseñanza superior sería lo mismo.

Peor fue luego, al descubrir que lo que Mario le dijera en el instituto respecto al cargo no se atenía del todo a sus condiciones. Era corriente que reclamaran sus servicios en mitad de una clase, e incluso que hubiera de salir del centro a calzón quitado por alguna urgencia. Sus cometidos desbordaban del tiempo de los recreos, cuando no era que habría de permanecer allí tras las horas lectivas y aun llegar antes para la apertura del edificio. Pero la pega no estaba ahí, pues de no llevar las clases con normalidad, habría de ingeniárselas para recuperar por su cuenta, y su tiempo era limitado.

Antes que negar su ayuda a D. Adolfo, él se iría de la casa. Era incapaz de convivir con ellos sin cumplir su compromiso. Algo parecido le pasaba al considerar su renuncia a la bedelía.

Ante el dilema nada hizo por enmendarlo y postergó a mejor fortuna sus estrecheces.

Por su parte Ali comenzó a tomarle afecto y no desperdiciaba una ocasión para que él la tomase en cuenta. Y vaya una cuenta tan complicada. Acudía a su habitación con un libro en la mano, él inmerso en el estudio, porque le aclarase alguna duda. Y así lo hacía Rubén si era el caso, o según, que no todo iba a ser cuestión de sapiencia. Él no ignoraba, ni mucho menos, que lo que ella quería saber no estaba en los libros.

Una tarde, poco después del almuerzo, el pastor fue a su habitación como de costumbre por echar una cabezadita. Al cerrar porque la luz no le molestase, miró al patio, y descubrió a Ali desnuda en el servicio, con la ventana de par en par. Rubén se quedó boquiabierto. Menudo espectáculo. Ella se solía bañar cada tarde, pero no a aquellas horas, y menos con la ventana abierta. No pudo dejar de sorprenderse ni de contemplarla. Por un instante le pareció ver como miraba de reojo, pese a que, aun sabiendo que él estaba allí, con la oscuridad no lo vería. El muchacho persistiría en su visión hasta que Ali hubo terminado. Mientras tanto, a ella, los ojos volvieron a traicionarla varias veces. Pero la apoteosis sobrevino cuando se acercó para cerrar la ventana.

—La madre que la parió —Murmuraba el muchacho— Pero si se le ve… Y tanto que se le ve.

Y el pastor se echó en la cama más caldeado que en la lumbre. Otra cosa no era de recibo. Y qué podía hacer, pues lo que estaba haciendo.

Al cabo cayó en la cuenta. A aquellas horas, con el padre fuera por cumplir sus compromisos, y la madre, que se invertía en limpiar los cacharros para yacer traspasada de sueño en el sofá a continuación, la niña quedaba libre y a su antojo.

Aquello se repitió tarde a tarde toda una semana. Mientras tanto, la pareja, que había reanudado sus excursiones, pese a todo no se embargó en ninguna aventura digna de un devaneo. Rubén ni se dio por enterado ni le insinuó tal cosa. No así Ali que parecía a punto de explotar de despechada.

— ¿Rubén, tú tienes novia?

—Pues no.

—Así de tajante.

—Así de tajante. Por qué.

—Por nada. Por preguntar.

—Novia no, pero alguna amiga sí que tengo.

Ella disimuló un mohín de fastidio.

—También yo soy tu amiga.

—También.

Aquella vez los paseantes no respetarían su itinerario. En su garbeo fueron a dar a un bosquecillo, tan esmirriado, que de lejos más parecía una mancha sobre la ladera. Los pinos bajaban por la pendiente como si se despeñasen de tan ajados. Sin embargo, visto desde allí, el resto del paisaje rebosaba de vida; el movimiento por la carretera, las casamatas junto a las huertas y un verdor exultante por doquier. Los árboles no tanto, que ya amarilleaban, ni los cerros incultos, agostados, o sin bosque.

La chica venía pertrechada con su cazadora nueva, un pantalón de chándal y como no, con sus deportivas. Cuántos parabienes le diera Rubén por su cambio de indumentaria la semana antes, cuando ella decidió acompañarlo de nuevo en sus paseos.

—Y todo recién estrenado —le decía.

—Ya se ve, ya.

—Como que pasé la mañana de tiendas.

Lo chocante para el pastor fue, sin duda, que además trajese un minúsculo macuto con agua y comida.

— ¿Y para poco más de dos horas, tú crees que vale la pena?

—Mejor prevenir, por si acaso.

Aquel día sí que lo consiguieron. Ali subió con él hasta la cumbre. La muchacha llegó tan calurosa que no vio otro consuelo sino aligerarse de cuanto le estorbaba. Sólo se quedó con la camiseta, el pantalón de deporte que traía bajo el chándal y no así con las deportivas que también se quitó.

Rubén la contemplaba, menuda y tierna, su rostro de caramelo, los cabellos esparcidos como rastras y aquellos pechos marcados bajo la fibra. Para qué las piernas. No pudo sustraerse. La recordó desnuda en el servicio, y casi sin pensar la arrastró hacía sí forzada con sus brazos. La muchacha sólo dijo: —Rubén… Y su boca quedó ahogada por el beso. La recorrió toda con sus manos y le quitó la camiseta. Para qué las vueltas y revueltas con que manoseara sus senos.

— ¡No Rubén! ¡Aquí no! Nos verá todo el mundo.

Él, que no pareció oírla, bajando hasta su cintura introdujo sus dedos bajo el elástico.

— ¡No seas bruto, por Dios, que nos pueden ver! —La muchacha se levantó.

Poco tardaron en deslizarse hasta una hondada no muy lejos de la cima. El sitio era ideal. Unos arbustos la cubrían y la tierra verdeaba con un raquítico césped.

Rubén no esperó, y arrancándole lo que de abajo aún quedase la cubriría hasta quedar exhausto. El rostro feliz de Ali no ensombreció hasta pasado un tiempo, que él dijo:

—Venga, apáñate que es tarde.

— ¿Tan pronto?

—Es que, al menos yo, pienso ir al instituto.

Aquella historia se repetiría un paseo sí y otro también, como si un asunto obligado hubiese sido. Todo, hasta el otro viernes en que milagrosamente Isabelita se presentó en la tienda. Rubén que ya faenaba en la tahona, salió, requerido hasta el despacho por doña Alina, sin figurarse aquello ni por asomo.

— ¡Cucha!, pero si es Isabelita…

Él pensó que venir ella a la tahona sólo era por comprar algo. Pero cómo podría ser, si paraba al otro lado de la ciudad. Pues no, Isabelita venía para verlo; así, por las buenas.

Rubén entró de nuevo al horno para dejar el mandil y lavarse las manos bajo el grifo. Después la saludó.

—Dame un beso, mujer.

Doña Alina, puesta a un lado, no perdía detalle. Como que hasta le preguntó quien era —Una paisana—Le repuso.

Luego se volvió hacia ella.

—Mire usted que le diga… he de atenderla como se merece. Hoy tendrán que apañarse sin mí. Ya se lo he dicho a D. Adolfo.

Salieron a la calle.

Isabelita estaba confusa.

—Pero entonces… tú trabajas aquí o te hospedas.

Él no pudo evitar reírse.

—Las dos cosas.

— ¿Y eso?

—D. Adolfo me pidió que le ayudara y no pude negarme.

—El panadero.

—Es que el dueño de esta casa es panadero.

—Ah, eso sí.

Rubén la miró desde todos los ángulos y ella no hizo menos.

Condenada Isabelita—Pensó—. Quién podía entenderla. Tan independiente y tan poco necesitada de nadie, y venía en su busca. Menuda suerte. De haberlo sabido, ya se hubiera encargado él de visitarla.

—Ven, subamos a mi habitación. Allí podremos hablar sin que nadie nos moleste.

—No sé si debería.

—Que no mujer, que estás en tu casa.

Subieron las escaleras, y ya en el pasillo Ali cruzó al fondo como una exhalación.

—Y esa, quién es.

—A quién te refieres.

—A la que acaba de cruzar hace un instante.

—Pues no me he fijado, oye. Seguramente habrá sido Ali. La hija de los dueños.

Pese a un cuarto de tan escuetas prestaciones, Isabelita no se sorprendió. Tampoco le extrañaría que le ofreciese la cama para sentarse y él se pusiera en la silla y ante ella con toda la tranquilidad del mundo. Tal confianza se manifestaba de pronto, como si de siempre hubiera sido. Y menudo convivir el de ellos, que de distantes ni la ocasión siquiera.

—Aún no puedo creerme que estés aquí.

Ella sonrió de tan buena gana, que su rostro, más que feliz, reía.

—Alguno de los dos habría de hacerlo. Y ya sabes: Si la montaña no viene a mí…

Rubén, los hombros fijos sobre la silla, dejó caer sueltos los brazos hacia el suelo y para atrás la cabeza, mirando a las alturas. —Al fin —pensó—Mi Isabelita. Al fin.

—Pues te seré sincero. Y no me corto para decirlo. Pensé que por ser pastor yo no te interesaba.

Ella se echó hacia adelante y le tocó en la rodilla.

—Qué tonto eres… Los hombres no os fijáis en nada. Y si te dijera, que hace mucho, más de lo que tú piensas, que suspiro por ti.

Menuda confesión —pensaba él— Y cómo era posible que nunca le notara tal cosa.

—No sé si creérmelo —dijo con guasa.

—Pues créetelo. Y ya lo creo que eras pastor, pero vaya pastor…. No sé si lo recuerdas. Fue una noche de verano, que estabais el Calavico y tú, y Juande, el primo de Mauricio, en la pared de mi casa, cascando a trochemoche…

—Déjame que piense… Espera. A ver… Ya lo recuerdo. Pero no era ante tu casa sino por detrás, por la Cuesta de los Tulos.

—Y qué. La ventana de mi cuarto daba al callejón, justo a la izquierda, casi en la esquina. Aquella noche hacía mucho calor. Yo no podía dormir de tanto bochorno, y con todo abierto escuchaba con claridad lo que decíais.

—Pues menuda noche. La primera de las fiestas. Después nos fuimos, dimos un garbeo por la plaza para volver de nuevo, y allí ya hasta que amaneció.

—No creas que para mí fuerais una molestia. Todo lo contrario. Si no podía dormir, con oíros me confortaba. Más tarde me puse a leer. Aquella noche supe tu opinión respecto a mí. Sobre todo, lo mucho que te gustaba y que no consentirías que nadie me pusiera la mano encima. Y cuantas burradas tuve que oír.

—No sería tanto.

—Que no… Pero si no os separabais dos dedos de la jodienda.

Rubén rió.

—Pues tú bien que lo escuchabas.

—A ver. Sobre todo a ti, que nunca me imaginara una forma de hablar tan correcta y agradable. Y tan instruido que me pareciste. Te lo digo por lo claro, me enamoré.

El pastor se sentó a su vera.

—Y por supuesto, yo no diría burradas.

—Vaya que no. Y más de una.

Rubén se le venía encima.

— Y esto, ¿es una burrada?

La abrazó y la besó con toda la ternura que fue capaz.

Isabelita, con los ojos húmedos, mesó sus cabellos y dijo:

—Si no hubiese sido tan tonta…

Al poco salían de la habitación. Él recogió la llave de la pared junto a la cómoda y ella se acicaló ante el espejo.

La tarde se apagaba y al otro lado de la carretera la vegetación se cubría de sombras. Una larga fila de árboles limitaba el asfalto. Más parecía que las corpulentas plantas vigilasen por si el agro farragoso se atreviera a contagiar la pulcra villa. Sería por eso que de aquel lado no había acera. Los edificios se sucedían de forma irregular y nada uniformes en su arquitectura. Distinto era de adentrarse barrio adentro, y más comprometido, que la sucesión de calles, calcadas unas de otras, no ayudaba al foráneo para deslindarlas.

En cuanto salieron, Rubén miró hacia arriba con disimulo y pudo ver como Ali los observaba medio oculta tras los cristales. No se olvidaría con facilidad de la rabia que le embargó nada más verla.

Los dos venturosos anduvieron ante la fila de construcciones y doblaron a la plazuela donde el autobús tenía la parada. El ensanche era mínimo, pero suficiente para que la curiosa ya no pudiera verlos. Bajo la marquesina se cogieron de la mano, y muy juntos en el asiento y sin premura, poco les duró la espera.

XIV

Rubén fue a buscarla al día siguiente. Y al otro, y al otro.

Ni que decir tiene que Ali dejó sus paseos. No sólo se sintió herida porque hubiese otra de por medio, sino al comprobar que Rubén le ponía mala cara desde que ella llegó. Aquello supuso para Ali una traición en toda regla. Aunque para él, con aquellos trances, no todo eran flores precisamente. Y es que, las artes de la muchacha y su encerrona hicieron que cayese en sus redes, pero eso Rubén lo sabía, y era lo peor. De qué lamentarse, si él lo quiso. Pese a todo, ni siquiera había sentido animosidad hacía ella, ni la vio con malos ojos. Eso sí, al llegar Isabelita todo cambiaba. Y a lo hecho pecho.

Fue al día siguiente, por la tarde, que él ya iniciaba sus estudios, cuando Ali tocó a la puerta. Inusualmente, no entró hasta obtener su permiso.

—Qué. Qué tal. ¿A qué vienes? ¿Por alguna duda?

A la muchacha se le vio compungida.

—No. Es más grave que todo eso.

Rubén se volvió hacia ella.

—Que me incumbirá a mí, claro.

—Ya lo creo. Tanto como a mí. Que estoy… estoy embarazada.

Él se quedó blanco. Lo primero que se le vino a la cabeza fue Isabelita. Miró a Ali con ojos atravesados, y encajó los dientes.

—No. No me lo creo. No me lo puedo creer.

—Pues créetelo.

El pastor se removió en la silla.

— ¿Pero estás segura?

—No es difícil saberlo.

—Y habrá sido por mí…

—Que yo sepa los embarazos no se cogen por el aire.

Rubén caviló un momento.

—Pues sintiéndolo mucho, creo que estás equivocada. Si no recuerdo mal, desde aquella primera vez sólo han pasado diez días. Y tú sabes, supongo, que él último día fértil del ciclo ocurre a medio mes. Hubo margen sobrado para que eso no ocurriera.

Ali chica se puso roja y a punto de llorar.

—Puede que sea como tú dices, pero estoy embarazada. Si lo sabré yo. Y no sé de ningún otro que no seas tú. No soy una cualquiera.

—Muy bien. Tampoco te lo niego, ni soy de los que eluden responsabilidades. Pero mejor que no te impacientes. Espera un tiempo y procura confirmarlo. Mientras, te aconsejaría que no fueras indiscreta, por si las moscas.

—Pero…

Ali se echó a llorar, y presurosa abandonó la estancia.

En su carrera por el pasillo se topó con la madre.

— ¡Qué te pasa niña! Y que corridas son esas… Pero… si estás llorando. ¡Espera, no te vayas!

— ¡Deja!

—Seguro que es por Rubén. Habéis discutido, verdad.

— ¡¡Que me dejes!!

La muchacha corrió hasta su dormitorio y cerró tras sí.

A doña Alina le faltó tiempo para bajar donde su marido, que como siempre quedaba en la tienda con resignación mientras su mujer hacía la compra.

— ¿Qué, ya has terminado?

—Si que he terminado, sí. Pero no bajo por eso.

—Entonces… puedo irme ya, o no.

La mujer se colocó el mandil y fue a sentarse en la banqueta junto al mostrador.

—Para qué, cómo iba la niña. Llorando por el pasillo y corriendo como una loca.

—Pues qué le pasa, o qué quiere.

—Como que yo lo sé. Pero si un poco más y me tira al suelo de lo atropellada. Y que no ha atendido a razones. Para mí, que lo que sea que le pase, tiene que ver con Rubén.

—Con Rubén…

—Pues claro que sí, de allí venía. La puerta estaba abierta.

—Alguna rabieta suya. Que la habrá contrariado en algo.

—No digas tonterías. Lo que pasa que a ella le gusta. Si lo sabré yo. Y como la otra estuvo aquí…

Su marido se encogió de hombros.

— Qué le vamos a hacer. Si ella fuese como todo el mundo… Pero cualquiera. Acuérdate de la que nos lió con aquel muchacho; que nos decía, que si él la violentó, que si iba tras ella y no la dejaba en paz… Y era todo al revés. La vergüenza que yo pasé con el padre, que aún ahora, cuando lo veo, no soy capaz de mirarlo a la cara.

—Adolfo, es nuestra hija.

—Y qué pretendes, que volvamos a las andadas. Que yo investigue a Rubén. Que me meta en su vida por ver si la niña llora por sus amores. Ni hablar, que ya es mayorcita. Y si tan poca confianza le merecemos, y lo digo por mí, que se apañe sola. Sus padres seremos y todo lo que tu quieras, pero si ella se cree suficiente, que lo sea. A ver qué saca.

—Desde luego, con razón dicen de los hombres. Pues hala, vete a lo que tengas que hacer, que ya me apaño yo sola.

Aquello no era para contárselo a nadie. Ni siquiera a Isabelita, que menos aún. Si por un casual resultara cierto, menudo lío. Menos mal que la relación estaba en sus inicios y el conocimiento mutuo no era tanto como para que ella notase su desasosiego. Menos todavía para que adivinase el motivo. Poco era el trato que les viniera de atrás para tanta avenencia. Lo cierto fue que al llegar a la pensión los nervios le podían y no acertaba que hacer para serenarse. Fue traspasar la puerta, los pasos trémulos, y dio un traspié en la mesita de bambú que había en el recibidor. Una jarra de cristal y una copa rodaron hasta caer al suelo haciéndose añicos. No conforme, iba a pedir disculpas al posadero y se llevó por delante una banqueta que a punto estuvo de golpearle un pie. Más que ponerse colorado, la cara se le incendió de rojo. Por momentos no supo donde estaba, y menos que hubiese querido. Y lo que son las cosas, los nervios se le aplacaron. Pero no mucho, que ya salían él e Isabelita de la habitación, cuando enganchaba la llave con el filo de la cazadora, y la puerta tras sí se cerró de un golpetazo.

— ¡Jesús…! —Se volvió ella asustada— Chiquillo cómo vienes hoy.

—Es que se me ha enganchado.

—Ya veo. Y de qué forma… —se echó a reír—Como lo hagas tan bien conmigo, apañada voy.

—Yo a ti no te engancho, terroncito de azúcar —Ella soltó una risita—, a ti te cojo con suavidad. Tal que así… —Le rodeó la cintura con el brazo.

—Y para eso tiemblas…

— ¿Que yo tiemblo? Qué va. Será por la emoción. Y es que claro, como soy primerizo…

Isabelita sonrió halagada.

— ¿Y no será que trabajes más de la cuenta?

—A lo mejor. Pero olvídate de eso ahora —La pareja ya bajaba las escaleras— ¿A dónde iremos hoy?

—Lo mismo da. Total para un rato…

—Y gracias.

—No, si yo… Te lo vuelvo a decir: con los fines de semana ya me es suficiente. Y lo peor es, que tú, con tanto trabajo, desplazarte todos los días…

—Siendo por ti, lo que haga falta.

La calle ni estaba alegre ni triste, ni que estuviera nublado significaba gran cosa. Ellos, y nadie más, se bastaban, y pese a un círculo tan pequeño, podían inventar lo más grande. Por ahora no necesitaban mucho ni se mirarían en otra cosa. La pareja sí que era digna de ver. Con aquellos balbuceos de primerizos, amartelados, ya así ya de la otra manera, los dos juntos y a paso lento, que no hallaban la clave para ir cogidos sin recomponerse. Isabelita ya lo iba notando, y a punto estuvo de soltarse con brusquedad.

—A ver si cedes un poco, oye, que parecemos una yunta.

—Vale, vale.

— ¿Por qué no nos sentamos?

Rubén miró a diestro y siniestro y no pudo asimilar tamaño desatino. A dónde querría sentarse, como no fuera en el bordillo de la acera o en el tranco de una casa…

—Por mí, cualquier sitio es bueno, que estoy acostumbrado, pero es que, en mitad de la calle…

—No seas castroja, por Dios. Me refiero a algún bar. O a esa cafetería de ahí al fondo. No ves el letrero.

—Ah, eso sí. No había caído.

Cuando Rubén se apoyó en la mesa sintió el frío mármol con un repeluzno. Ella se lo notó.

— ¿No es bastante con que te quites la cazadora, que además te remangas la camisa?

—Qué se le va a hacer. Y ha sido por la sorpresa, no otra cosa.

Recordó las heladas peñas en el cerrete del redil, muy de mañana o puesto el sol, y como permanecía sentado impasible, sin importarle en absoluto. O cuando persistía de pie pese al hielo y la escarcha hasta que el cansancio le obligaba a sentarse como fuera. De qué le iba a espantar un simple escalofrío.

— ¿Nunca te han comparado con el cabrero poeta?

—No sé de que me hablas. Ni yo soy cabrero ni poeta. He sido pastor de ovejas.

Isabelita sonrió.

—Que no es eso, hombre. Me refiero al escritor, a Miguel Hernández.

—Buenas noches. Pensé que te referías a otro cabrero, al que canta. Las comparaciones son odiosas, y en mi caso más. Poco tenemos en común ese Miguel Hernández y yo, como no sea el haber cuidado reses.

—Pero, tanto en ti como en él se da el paso hacia la inlectualidad.

—Qué tontería. Lo mismo ocurre con cualquier profesión. Las oportunidades surgen y ya está. El renombre de este escritor no lo es tanto por su condición campesina sino por su talento y las circunstancias que le tocaron vivir.

—Pues sabes, será porque tus circunstancias son parecidas, pero tengo un cariño especial por Miguel Hernández. Estudié su obra y su biografía con mucho interés.

—Porque tú eres una literata. En cambio yo, que sólo soy un aficionado, no lo prefiero especialmente.

—Es verdad que no era tan pobre como se dijera, ni tan generoso, pero todo es razonable. Su lírica es muy lograda y personal, y alcanzó muy altas cotas. Muy asequible y auténtica.

—Sí. Algo conozco yo de eso. Sobre todo aquellos poemas: Vientos del pueblo…, Nanas de la cebolla, y los de El rayo que no cesa.

—Claro que sí. Pues ante todo es un lírico —Hizo una pausa— Oye, ¿y tú? ¿Nunca te ha dado por hacer poesía?

—Pues no. Antes de escribir hay que leer. El cabrero poeta, pese a todo recibió cierta educación desde pequeño, con la ventaja, que después también la tuvo y se codeó con grandes escritores. No fue del todo autodidacta.

— Lo mismo que tú.

Rubén la cogió por los hombros y la cabeza hasta aproximar su rostro.

—Pero qué chovinista eres. Ojala que yo estuviese a su altura, que tampoco, pues me muevo por otros derroteros.

—Tú eres más filósofo, y… menos vehemente.

Rubén arrimó su silla aún más.

—Eso habría que verlo.

Ella se echó a reír.

—Anda, termina tu café, que ya estará frío.

XV

A los cuatro días, Ali lo sorprendió gratamente. Ambos permanecían solos en el comedor esperando la cena. Don Adolfo aún no había subido, y doña Alina se retrasaba con el menú.

—Entonces qué. Y ese asunto, cómo va.

Ella, serio el rostro, dijo sin inmutarse:

—Que no. Nada de nada.

Rubén se sorprendió primero y se alegró, ipso facto. No pudo disimular su regocijo. Los ojos se le iluminaron y pareció inflarse, que no cabía en la silla.

—Cómo no me lo has dicho.

—Y yo qué se. Si no es… pues no es.

—Pero yo estaba preocupado.

—Toma, lo mismo que yo. Y lo supe ayer por la tarde, no vayas a creerte.

Pese a todo, el júbilo de Rubén era tal, que se hubiese ido hacia ella para darle un beso. Pero mejor que no. Poco ganaba y sí le sería contraproducente.

Todos juntos ahora, y tan fraternos, iniciaron la rutinaria cena como cada noche. Pese a todo, con tan feliz novedad, aquella comida irrelevante para Rubén tal vez supusiera toda una celebración.

No pararía ahí su buena fortuna, pues una tarde, al regreso de las vacaciones, Ali llegó a la casa en compañía de un chico, muy bien plantado, más alegre que unas castañuelas. Y no se anduvo con postergaciones. Sólo cruzarse con él, y le faltó tiempo para presentárselo.

Tal cosa, para Ali supondría todo un triunfo. Para Rubén, aquello significaba su liberación. En adelante ya podía respirar tranquilo, que hasta entonces su cuita no fue poca. Tan insoluble le parecía aquel enredo que incluso pensó en abandonar la casa, y no podía quitarse de la cabeza que su relación con Isabelita él mismo la enturbiaba, medio enajenado por la obsesiva pretensión de Ali. Ahora no, ahora sería el único dueño de sus pretensiones.

También fue una sorpresa, que al poco de volver Fabián llegase, y mejor que no lo hubiera hecho. Aquel mismo día se toparon en el corredor por vez primera. El abogado, un hombretón de finos modales a lo que parecía, que desconcertaba por su informal atuendo, quedó plantado ante él, muy expectante y sorprendido.

—Quién eres tú.

—Yo soy Rubén. Y usted…

—Yo, Fabián. El hijo de esta casa.

—Ah, claro, cómo no… Por supuesto. Ya me han hablado de ti.

—Tú debes ser el inquilino, ¿me equivoco?

—Claro que no.

—Mucho gusto en conocerte.

—El gusto es mío —Se dieron la mano.

No volverían a verse hasta el almuerzo.

Poco se explayó Rubén durante la comida y hasta se sintió incómodo. Ellos hablaban de sus cosas sin tocar apenas alguna cuestión que le incumbiese. Todo, hasta que Fabián se dirigió a él.

—Por lo que me han dicho, has sido ganadero antes que estudiante.

Él no supo dar un sentido exacto a sus palabras y le contestó como mejor le vino.

—Pocos estudios se necesitan para ser pastor. Lo contrario sí que pudiera ser conveniente.

El otro pareció algo confuso.

—Pero no es lo habitual.

—No creas. Hay mucha gente que cambia de oficio. En mi caso mi verdadera vocación era ésta, lo otro, una circunstancia.

El padre, que no le dieran pie para intervenir, aprovechó el inciso.

—Según dice, —Indicó hacia él con la barbilla— también irá para abogado. Y cualidades para ello no le faltan, ni tampoco para los estudios.

—Pero aún queda mucho para decidirlo, no cree—dijo él.

—Oye, y que rama prefieres —Preguntó Fabián.

—Todavía ni he empezado. Pocos elementos de juicio puedo tener. A lo mejor Derecho Civil. O Derecho Penal quizá. ¿Y tú, de cual eres?

El otro enarcó una sonrisa.

Derecho Constitucional. Pero no me ciño a eso estrictamente.

—Total… para el caso es lo mismo —dijo don Adolfo.

En este punto doña Alina chinchó a su marido por debajo de la mesa, quien luego expresó:

—Lo importante es el trabajo, que si lo hay, cualquier abogacía será buena. Lo peor de todo, andar mariposeando.

Todos callaron menos doña Alina, que de improviso se giró hacia Ali.

—Ojalá que mi Ali se lo piense y no abandone ahora.

—Mamá, no empecemos, que aún falta casi un año. No te adelantes, por favor.

—Pues ve tomando de la caña—Comenzó a juntar los platos— Anda, hija, ve al frigorífico y tráete el postre. Y toma, de paso te llevas la cazuela.

Ya era tarde. Rubén finalizaba su estudio, cuando llamaron a la puerta. Nada más abrir, Fabián entró sonriente con dos cervezas y un paquete se cigarrillos. De nada valieron las excusas del muchacho, que habría de ir a la tahona por si D. Adolfo lo necesitaba. Fabián se dejó caer en la silla que Ali usara en su menester, y ambos sentados frente a la mesa, Rubén se mostró inquieto. Mientras el intruso empinaba el codo con toda la tranquilidad del mundo, él se hacía conjeturas sobre el motivo de aquella visita, y no encontraba una razón convincente. Porque por aburrimiento no era. Menos aún por lo de la hermana, que sus faltas tendría, pero no la de ser indiscreta precisamente. Descartados sus libros que seguro no fueran de su interés, qué otra cosa podría buscar. A no ser, hacerle partícipe de su vocación reivindicativa. Como fuera, él hubiese preferido no entrar en dialécticas con aquel prepotente.

— ¿Quieres un cigarrillo?

—No gasto. Gracias.

—No te molestará si fumo.

—Sin problemas.

Fabián encendió el cigarro, chupó varias veces y se apartó para que el humo no le llegara.

—No te preocupes, que mi padre te llamará si te necesita. Después bajo yo también y terminamos en un periquete.

—Él no suele llamarme. Si alguna vez me descuido, se apaña hasta que voy. Y según qué, tampoco puede dejar lo que esté haciendo para avisar.

— ¿Nunca te llama de viva voz?

—Qué va. Hasta la presente…

Fabián soltó una carcajada.

—Suerte la tuya.

Y comenzó a mirar y a remirar la estancia toda.

Cómo si no se la supiera.

—De pequeño yo dormía aquí. Se estaba a gusto. Un dormitorio recogido y caliente para el invierno.

—Sí. No está mal.

—Y, entonces, tú vives por tu cuenta o aún dependes de tu familia.

—No los necesito. Me apaño con lo que saqué a mis reses y lo que todavía me reporten. Además soy el conserje del instituto.

Fabián lo miró interesado.

—Eso es bueno. Pero seguro que antes sería distinto, ¿me equivoco?

—No te equivocas. Aunque no sé que importancia pueda tener eso ya.

—Lo digo por el progreso, porque pese a todo el sistema ha cambiado.

—Cuál sistema. ¿El de la enseñanza? ¿El laboral…?

—Me refiero al Estado. A esta dictadura que sufrimos.

Ya llegó—se dijo Rubén— Ahora comenzará hablarme de la lucha contra el poder, de la lucha de clases, y qué sé yo.

—Es gracias a la lucha reivindicativa que se va logrando que las cosas cambien.

— ¿Tú crees? Pues la verdad que yo no he conocido más lucha que la del trabajo. Siempre me dio de comer más que de sobra y nunca sentí esa perentoria necesidad de lanzarme contra nadie ni contra nada. Con la dictadura nací y en la dictadura estoy. Ni yo la traje ni he conocido otra sociedad que no sea ésta.

—Qué me dices entonces de las libertades, de la justicia o de la democracia.

—Nunca me planteé otra libertad que la que poseo. Ni nunca he necesitado otra. Pero como los tiempos cambian, traen consigo su necesidad de evolución. Y es posible que andemos ensimismados en nuestro bienestar y no nos demos cuenta. La justicia la llevo en mí como lo más grande, como tú supongo, que tu oficio te impone la obligación de ejercerla. Para el abogado, cuyo compromiso es la ley, su misión es procurarla, al igual que procuramos cumplir un juramento. Si la ley es injusta, o tratas de corregirla inmerso en ella, haciendo ver su contradicción y sus errores, o si por el contrario prefieres luchar desde fuera, habrás de renunciar a la abogacía y hacerte político, ejercer una profesión libre o quedar al margen. De la democracia no sé más, que por una lejana referencia, pues nunca la he vivido. No obstante, dado su justicia, y por lo que a todas luces supondrá en la emancipación de los pueblos, es lógico que con la evolución social consiga imponerse. Pero yo no concibo la revolución. Toda revolución es seguida de una dictadura, ya sea por sí o como reacción a ella, pues viene a significar un salto en el vacío. Para ser revolucionario hay que ser pesimista. Aquello de, "si no se evoluciona se revoluciona", igual se diría a la inversa, si no se revoluciona se evoluciona. Es ley de vida.

—Pero es que, por en medio queda el poder.

—Por eso precisamente. No es posible partir de cero, ni demoler la sociedad para volver a construirla. Y plazas más grandes han caído.

—Todo lo que dices, sólo se entiende de alguien que no está a la altura de las circunstancias, porque vive aislado de la sociedad o no ha sentido la injusticia, que ya es difícil.

—No sé quien adelanta más. Te voy a poner un ejemplo, que aunque yo no sea muy religioso viene al caso. Jesucristo. Jesucristo fue un innovador, un revolucionario si quieres, pero sólo de discurso. No tenía más arma que su carisma y su mensaje. Y no iba contra ningún poder establecido en particular. Jesús se sometió a la ley, la judaica y la romana, que no eran muy justas que se diga. No trataba de violentar a nadie sino de convencer a todos compartiendo sus miserias. De ello, yo saco una conclusión: no puedes cambiar la ley si no te sometes a ella. Salvando las distancias, es parecido a quien pretenda reclamar un pago antes de hacerlo. Primero paga, luego reclama.

—Eso es una tontería. Las relaciones sociales son muy elásticas y ni hay un profeta de por medio, ni esos pagos y facturas que refieres.

Rubén sonrió.

Que no hay profetas dice. Y tú que eres. Y si es por pagos… Pagos, facturas y sobornos.

—Nuestras opiniones parecen diferir bastante. Tú prefieres golpear el muro con los puños o derribarlo a gritos como la muralla de Jericó. Yo prefiero entrar con su aquiescencia y persuadirlos para que las puertas se abran.

—Muy bonito eso, ya lo creo. Mientras tanto pudiera ser que los que estén fuera lo pasen mal.

—Pero hombre, ya no estamos en la posguerra, los años difíciles quedaron atrás. La apertura del régimen es un hecho. Hace tiempo que la ley de asociaciones, aún con sus trabas, está en al calle. Estamos en los sesenta, y la prosperidad del país nunca tuvo parangón. La dictadura tiene los días contados, o es lo que creo. Al cabo, la razón ha de imponerse. Imperios más grandes han caído.

—En definitiva, que no te comprometes.

—A tu manera de ver, puede que no. A la mía sí. Hay muchas formas de comprometerse. Y según el dicho, más vale maña que fuerza.

Fabián gesticuló con desprecio.

—A saber dónde se derrocha más juicio… Mira, para que veas lo pacífica que puede ser una plataforma de reivindicación, quedas invitado a una de nuestras reuniones, ¿te atreves?

Ya se barruntaba él, que el tal Fabián iba a salirle con algo por el estilo. Si estaría concienciado que iba buscando adeptos.

—Y si me niego.

—Allá tú. Pero a nadie le quitamos un cacho.

—Vale, hombre, vale. Iré.

XVI

La madre de Rubén se echó a llorar nada más verlo. Él la consoló al besarla acariciándole la cabeza.

—Bueno, bueno, ya está. Tampoco es para tanto—pues pensó que el lloro se debía a su larga ausencia.

—Ay qué pena de tu padre, hijo.

—Qué me dices… ¿Le ha ocurrido algo?

—Ya lo creo hijo, ya lo creo.

—Pero… no irás a decirme…

—No quiera Dios, aunque para el caso… Anda entra, que ahí lo tienes junto al fuego más parado que un difunto.

Rubén dejó caer al suelo su equipaje y pasó a la sala, más contrariado que otra cosa. Nicomedes estaba en un sillón con la vista perdida en ningún sitio e inmóvil como una estatua. Ni con cogerle la mano, ni por mucho que le preguntó reaccionaría; para qué pensar que lo reconociese. Los ojos del muchacho se bañaron en lágrimas y se volvió hacia la madre, iracundo.

—Entonces qué. Algo que le dio de pronto. Y ni siquiera fuiste para avisarme.

—Para que iba a hacerlo, hijo. Te preocuparía para nada.

—Para nada… Y lo dices, y te quedas tan campante. Al menos sí que avisarías a los demás, o tampoco.

La madre hizo un gesto de resignación.

—Pues claro que sí. Y ojala hubiera servido para algo. Andrés fue en busca del médico y hasta lo transportó sin demora en la furgoneta. Pero nada. A padre le dio lo que fuera durmiendo, y yo ni me enteré hasta otra mañana al despertarme, con tan mala suerte que al verlo tan quietecito pensé que aún dormía. Tonta de mí, que ya me pareció más sueño de lo normal, pero por no molestarlo eran casi las once cuando caí en la cuenta.

Rubén se sentó en una silla, cabizbajo, y miraba a la lumbre y a los pies de su padre.

—Todo lo que me cuentas está muy bien, pero no tanto el que no me avisaras. Y a lo mejor hubiera sido de provecho, que más ven cuatro ojos que dos, y de ser seis más todavía. Sin saberlo, casi estoy seguro que lo que a padre le dio fue un infarto cerebral. Y con esto, para evitar daños mayores, muy bien que le hubiera ido el ajo, el aceite de oliva y la aspirina.

—Anda hijo… Y cómo iba a saber yo qué le ocurría, si estaba en siete sueños.

Rubén quedó cortado.

—Ah, pues llevas razón… Pero al menos, si que lo hubieras atendido mientras llegaba el médico.

—Eso sí. Que mientras que Andrés fue en su busca y lo trajo, eran ya casi las dos.

Aureliana se echó a llorar como una magdalena.

—Y entonces… ¿ni se mueve?

—Ya lo has visto. Ni brazos, ni pies, ni nada de nada. Miento, que a veces mueve algo la cabeza. Pero para qué, ni te mira ni te conoce, ni creo que entienda lo que se le dice.

—Pues a mí me ha parecido que mueve una mano. Como que luego se la cogí.

—Figuraciones tuyas.

—Que no. Verás como sí.

Rubén se acercó al padre, tocó sus dedos, y efectivamente, los movía.

Los ojos de la mujer brillaron de contentos.

—Bendito sea Dios. Y a lo mejor oye lo que le decimos —Acercó su rostro al afectado— Pues míralas jurar —Cruzó los dedos—, por mi virgencita del Carmen, que tú te pones bien aunque sea lo último que haga. Y que el Abajeño de Minaschica también lo hará, si Dios lo quiere.

—Déjese de historias y santurrones de pega, mujer, que lo que no hagan los médicos no lo hará ese granuja.

La madre se apartó un tanto y le susurró:

—Calla, no sea que de verdad nos oiga.

Pues lo llevaban claro. Como a su madre se le metiera, aquello iba a misa. O al santo Abajeño, que para la cuestión igual daba. Seguro que su hermano no lo sabría, que si no, quizás su madre se anduviera con tiento. No era él muy dado a las supercherías ni a cosas de santos, que era descreído y aun incrédulo de las cosas profanas.

Ninguno sabía aún del advenimiento de la pareja. No obstante Rubén ya era reconocido de la familia e iba a su casa, aunque eso sí, no se les veía pasear juntos. Lo que a la sazón no era extraño, pues tal vez nadie lo hiciera con aquel tiempo. Aquella Navidad, tan benigna al principio, de repente se tornó fría hasta la exageración.

Allí estaban todos como era de esperar. La taberna de Polanco, la de los padres de Isabelita, se ubicaba algo más lejos y del mismo lado donde tenían la vivienda. Quizá por aquello y porque su padre la atendía sin agobios, ella no iba por allí salvo que fuera imprescindible. Esta vez no lo era menos. Para la ocasión la niña habría de arrimar el hombro, que con el ajetreo cualquier ayuda era poca. Y para más desafío, al ser fiesta señalada, en el local anexo de la taberna se celebraría el baile. Fue entonces cuando los muchachos dieron en ver a los dos tórtolos y como estaban de avenidos, hasta el extremo de que ambos atendían la barra y la cocina, juntos, sin ningún recato.

Pese a todo a ella no se le escapó aquel detalle. Tantas miradas golosas y tanto mirón…

—Con estas confianzas, qué van a pensar de lo nuestro, Rubén. Mejor sería que me dejases sola.

—Que piensen lo que les dé la gana, que me da lo mismo.

Al recoger la bandeja Isabelita, lo apartó de delante y él quiso hacer lo propio con los vinos pero ella se lo impidió.

Rubén se mantuvo en mitad dando vueltas, medio aturdido como un abanto.

—Anda, vete con los demás, que de seguida voy.

El amado, de aquello sí que se conformó.

—Que conste que lo has dicho, eh. No pienses que me vaya a quedar en el baile y mirando como un tonto.

Mauricio no podía disimular su ojeriza. Como nunca hiciese, miraba a Rubén con ojos atravesados. Tampoco libraba a ella de su animosidad, aunque en cierto modo la disculpase. Se dijo, que seguramente fuera el pastor quien la enredaría de mala forma con aquel piquito que se gastaba. Pero que no cantase victoria aún, que en cosas de amores nada era tan definitivo como se pudiera creer y mejor reiría quien riese el último.

Como otros, Mauricio siempre estuvo en el convencimiento de que la tenía en el bote. Y es que Isabelita jamás dio pie a ninguno ni dejó de dárselo, pues en asuntos de enamoramiento nunca se decantaba, como si esperase tiempos mejores. Y ya lo creo que esperó, que hasta su amado Rubén se mantuvo en la inopia. Aunque en éste no fue de extrañar, por cuanto todo el tiempo se le iba en el pastoreo y apenas se prodigaba en las relaciones.

El pastor se fue hacia las mesas donde se apelotonaban los otros, quienes sin falta se le quedaron mirando. Uno por uno los saludó y también a Mauricio, que no se pudo callar:

—Al final lo has conseguido, pájaro.

— ¿Lo dices por Isabelita?

— Y eso que tú y ella nada de nada, eh. O es que no querías soltarlo.

—Mejor que se lo preguntes. Aunque esté feo que yo lo diga, la verdad que fue ella la que se echó para adelante.

—Será como dices, que cuando tú no lo sepas… Y me alegro por ti.

Rubén se sentó y al momento se le fueron los ojos tras los danzantes, que muchos de ellos ya ocupaban la pista. Más que envidiarlos, que por supuesto, se sentía nervioso por lo que le significara que él e Isabelita saliesen a la palestra. Menudo bailarín, que sólo lo hizo en un par de ocasiones, y no ya obligado, sino de puro trámite.

Por no pensarlo se giró de nuevo hacia Mauricio.

—Al final no volviste al instituto, eh.

—Al instituto… Qué va, no me fue posible. Demasiado lejos. Y demasiadas obligaciones. No podía perder tiempo. Lo dejaba y lo dejaba…

—Que no necesitarías más papeles, no. Pues si llegas a ir más tarde yo mismo te los habría agenciado. Soy el conserje.

—No me digas, oye. ¿Y te va bien?

—Pues sí. Pero no creas, que si acepté fue por compromiso, menuda falta me hacía.

—Claro, esas cosas pasan.

Al poco llegó Isabelita. Saludó con la mano a la concurrencia y se cogió a Rubén para atraerlo hacia la pista.

Cuando ella fue consciente de lo mal que bailaba, hizo lo imposible para introducirlo entre los danzantes y disimular así el estropicio. Más que bailar, Rubén daba pasos y pisotones a diestro y siniestro, descontrolado, como si la música no fuera con él.

Ella lo agarró con fuerza para que la siguiese.

—Mira: sólo tienes que dejarte llevar. Pega tus pies con los míos y por nada los separes.

Algo azorado, Rubén procuraba hacerlo como le decía, y al poco pareció que se enmendase, y mucho. Pero la tensión con que obligaba sus piernas hizo que le invadiera el cansancio. Él no lo comprendía. Y todo, pese a ir pegado a ella y sentirla toda con su ternura y su calidez relajante. Al poco, el disco llegaba a su fin e Isabelita rompió el abrazo.

—Espérate que en seguida vuelvo.

—Que no me espero. Yo también me voy.

—Que te esperes a que cambie el disco, hombre.

Y dejando el salón fue al extremo de la barra y hasta el aparato, que al momento haría sonar sus renovadas notas.

Rubén no esperó y vino a sentarse de nuevo, asaeteado por las miradas envidiosas de los relegados, que ya hubiesen querido protagonizar el lance. Pese a todo, él rogaba porque Isabelita no lo requiriese otra vez para el baile que mejor la preferiría de otra tesitura, la que fuera.

Mauricio se había marchado al comenzar ellos su danza y ya no volvió.

El día de fin de año, el pretendiente quiso tantear la firmeza de aquel romance y el sentimiento que hubiera hacia él por parte de Isabelita. Al poco de abrir, cuando ella se dirigió al bar, Mauricio la interceptó ante la puerta para preguntarle mil cosas. Nada de particular a juicio de ella, que como amigos era lo propio. Hasta que le dijo aquello.

— ¿Realmente lo quieres? De verdad, de verdad.

—Por quién me tomas. Lo quiero con toda el alma. Y hace mucho de eso, eh.

—Pues que bien lo disimulabas.

— ¿Disimular yo…? Y cuándo.

—Cuando ibas conmigo.

—Qué tiene que ver. De siempre eres mi amigo, y él casi nunca estaba. No pensarías que yo…

—Pues claro que sí.

—Bah, cosas tuyas. Jamás te di pie para eso ni parecido. Si lo pensaste fue cosa tuya. Y lo siento.

Él, ladeada la cabeza, la miró al rostro.

—Ves tú, ahora sí que me aclaro. Pero yo casi…

—No te lo creas, Mauricio.

Isabelita entró al bar y él se fue.

Y la tonta de ella que se pasaría todo el tiempo de mal humor. Se sentía culpable de haber generado en el amigo aquel sentimiento. La verdad, que a veces pensaba, que si Rubén no le hiciera caso habría de echar las redes en otra dirección, pero no hacia Mauricio que nunca le llegó tan hondo. Seguramente se había comportado con indiferencia e incluso con ambigüedad, pero era su forma de ser. No obstante, ahora le pesaba.

Tras la cena el bar se llenó de gente y sobre todo con los jóvenes que esperaban el cotillón. Rubén vino al final, todo a punto, como los municipales, que no había querido inmiscuirse con ella en los preparativos por lo que pudieran decir.

—Qué, y tu padre.

—Lo mismo. Lo suyo no tiene arreglo. Aunque mi madre sigue con su manía.

— ¿El Abajeño?

—Eso mismo. Quiere encomendarlo a ese charlatán.

—Pues no creas, que a veces funciona. La sugestión hace mucho.

—Y que quizá él esté para sugestionarse ni nada por el estilo.

Isabelita postergó sus quehaceres y se sentaron a una mesa. La televisión ya emitía el especial y los presentes se colocaban frente al aparato.

Ella ni le dio tiempo a que se sentara.

—Mauricio me abordó esta tarde.

— ¿Qué te abordó…?

—Sí. Estaba en la calle cuando llegué y casi me hizo la ficha completa.

—Qué hablas. Qué ficha, ni qué historias.

—Que me preguntó de todo.

—Y tú…

—Pues lo mismo. Dialogamos.

—Y qué tiene de particular.

—Es que llegó a preguntarme si lo nuestro iba en serio, si yo te quería de verdad.

—Vaya. Y no te sonsacó por si lo amases a él.

—Justamente. A eso voy.

—Vaya con Mauricio. Pues que tenga cuidadito no vaya a meterse donde no lo llaman, que yo no me ando con chiquitas.

—Bah, para qué complicarse. Es más efectiva la indiferencia, y el mejor golpe el que no se da. Sólo se siente despechado. Déjalo que mee.

—Si no pasa de ahí…

—Tonterías.

XVII

A la vuelta de las vacaciones se sorprendió de que Fabián aún estuviera allí. Con arreglo a lo que su hermana decía, raro le pareció que hubiera permanecido con ellos tanto tiempo. Más probable era que se hubiese marchado para regresar de nuevo. Aunque a él bien poco le importaba lo uno ni lo otro. Sin embargo, de hablar entre ellos sería lógico que se lo preguntase. Y efectivamente, como supuso, sólo había venido por la casa de cuando en cuando. Nada más verlo, Fabián volvió a insistirle con lo de la plataforma reivindicativa y al día siguiente marchaba con él a la dichosa reunión junto a tres de sus colegas.

En un viejo sinca, conducido por un tal León, los cuatro partieron desde la tercera calle próxima a la carretera, donde fue la cita. A partir de allí darían tantas vueltas hacia el lugar del encuentro que Rubén no pudo evitar dormirse. Recorrieron media ciudad y doblaron de una calle a otra repetidas veces hasta que el colega que iba a su lado se pronunció:

—Venga, que no hay moros en la costa.

— ¿Seguro? —dijo León.

El otro atisbó hacia atrás.

—Si algo hubiera ya le dimos esquinazo más que de sobra.

A esto, Rubén, junto al vigía, salió de su soñolencia.

—Oye, ¿tan lejos tenéis vuestro retiro?

— Un poco. Todavía falta la carretera.

— ¿Y tanto para eso? Yo os llevaría a un sitio donde no van ni pájaros.

El chofer sonrió.

—Es que no es un sitio cualquiera, es una casa. Y hasta allí vendrán otros camaradas. Es parte de la infraestructura.

—Eso ya es otra cosa.

Al fin abandonaron la ciudad por una carretera estrecha plagada de baches. Tan poco transitada era la ruta que no se toparían con nadie durante el trayecto. Rubén ahora se sintió distendido pese a la dificultad de aquella vía y el ignoto terreno que cruzaba.

—Entonces, ¿lo de León, es apellido, nombre o apodo? —preguntó el pastor.

El aludido repuso:

—Pues qué te crees…, no vayas a pensar que usemos seudónimos. Eso queda para situaciones arriesgadas. León es mi nombre de pila. Ni es apellido ni apodo.

—Y tú como te llamas —dijo al compañero.

—Mi nombre y el tuyo vienen a ser por el estilo. Me llamo Roque.

—Sí…, son de una hechura —se retumbó en el asiento— ¿Y tú cómo sabes mi nombre?

Roque indicó a Fabián con la barbilla. Fue éste quien le contestó:

—Ya te lo dije, Rubén. Nadie entra a nuestro círculo sin referencias.

A partir de aquello se destapó la olla y los dos extraños comenzaron a interrogar a Rubén, sobre todo León, que no pararía hasta hacerle la ficha completa. Fabián, en cambio, permaneció taciturno todo el tiempo. A él le extrañaba. ¿Acaso, entre ellos no sería más que un segundón, pese a las apariencias, o es que no quiso estorbar el interrogatorio de los compañeros? Seguramente sería eso, pues agotado el repertorio de los preguntones, todos en silencio, saltó:

—Podéis quedar tranquilos que yo respondo de él. Me consta que es un hombre cabal. De lo que no hay.

—No lo dudo —dijo León—Pero, en lo que a mí respecta al menos, ignoro si realmente está interesado en nuestra lucha —Calló unos instantes— ¿Tú qué me respondes a eso, Rubén?

Fabián se le adelantó.

—Si está con nosotros, algún interés tendrá, no crees. Es cierto que nunca ha estado comprometido. Pero eso no quita que lo pueda estar.

—Justo —dijo Rubén— Yo, en principio, no soy un revolucionario, y así, fríamente, no me planteo tal cosa. Si asisto a vuestra junta sólo es como observador.

—Muy bien. Nada objetaremos a eso. Pero que conste: si por tu causa se perjudicase en algo la plataforma, tanto tú como Fabián seréis responsables.

El rostro de Fabián se tornó serio.

—No habrá lugar para algo así.

Rubén asintió con la cabeza.

A primera vista la casa de campo era vieja, pero en su interior aparecía bien cuidada y con la pinta de haber sufrido una reforma no haría mucho. Nada más entrar podía verse la cocina y a continuación la escalera para el otro piso. A la izquierda, siguiendo el pasillo junto a la pared, un cuarto a oscuras con la puerta entreabierta y más allá el salón y un pequeño reservado al fondo. Arriba, tres dormitorios, y a la parte de atrás, un patio, con el servicio, las cuadras, un pequeño almacén y un gallinero.

Los venidos bajaron del coche, menos León, que se encargaría de retirar el vehículo, y que dejó estacionado entre una higuera y el muro del almacén, de forma que no quedaba a la vista. Dentro los esperaban otros cinco compañeros, y tras los saludos y un breve intercambio de impresiones, juntos pasaron a la sala. Por más presentación que hubo, y pese al trato distendido que le propiciaban, Rubén no dejaría de sentirse como gallo en corral ajeno. Se sentó al extremo de un butacón corrido junto a una mesita de madera colmada de papeles. Los demás, puestos a una mesa sobre los butacones, todo alrededor, comenzaron un parloteo, que a Rubén, a lo que parecía, se le antojó intranscendente. En tanto, comenzó a hojear unos folletos y las notas simples que se acumulaban sobre la mesita.

Al fin vino León, que tras saludar, volvería sobre sus pasos hasta el cuarto oscuro, para traerse dos portafolios. Ya junto a la mesa, arrimó una silla, y desde su altura comenzó a exponer.

Al final, poco entendería Rubén de lo tratado, que ni hizo por intervenir, ni nadie le dio vela en aquel entierro: "No hay otra alternativa. Si no tienen en cuenta nuestras justas reivindicaciones ya pueden despedirse, que no hay pacto. O lo toman o lo dejan"… "Pero la huelga por sí sola quizá no diese el fruto apetecible. Lo mismo se la pasan por el arco del triunfo. ¿Y para quién será el detrimento…? Para los de siempre. Se nos volvería en contra. Quizá fuera necesario aderezarla: piquetes informativos… algún sabotaje… desestabilizar a otros colectivos"… "Como dice Roque, tal vez los de la limpieza, o los estudiantes… aunque yo no soy muy partidario. Zapatero a tus zapatos"…

Aquel prolongado toma y daca desembocó en un respiro, y los unos que se fueron a la cocina en busca del café y los otros que rodearon para los servicios, Rubén se quedó solo junto a la mesa de los papeles intentando descifrar tanta consigna. Fue entonces cuando se oyó por lo bajo el runruneo de los dos vehículos que crepitaron distantes sobre la gravilla hasta detenerse.

— La pasma. Es la pasma.

La voz de alerta se escuchó apenas en la cocina pero fue suficiente. Todos se precipitaron hacia las escaleras para el otro piso. En un santiamén dieron con la ventana, y por allí, uno a uno se dejaron caer sobre el gallinero poniendo sobre aviso a los que había en el patio. El sinca, bajo la higuera, y el 1400 más allá, entre unos matorrales, sirvieron de refugio momentáneo a los subversivos que desde allí quedaban a la expectativa.

Al principio los polis golpearon la puerta, y de seguida insistieron a empellones. Rubén no salía de su asombro:

— ¡Qué finura! Ya puestos la podían echar abajo.

Poco faltó, que si no fue que la derribaran si que la forzaron de un golpe todos a una.

Tres de ellos buscaron en el cuarto oscuro y la cocina para subir luego precipitados por las escaleras como una exhalación. La pareja restante se encargaría del saloncito.

En cuanto cruzaron la puerta, Rubén se les quedó mirando.

—Muy tarde llegáis vosotros, no.

El que parecía principal se volvió hacia el compañero para susurrarle:

—Cucha éste. ¿Qué se pensará?

—Que la puerta se ha atascado un poco, no —dijo el pastor.

—Claro, la puerta—Condescendió el jefe.

Dicho esto, metió la mano en el bolsillo de su cazadora y sacó la insignia. Fue mostrársela, y al verla, Rubén alzó su mano despreciativo:

—Gracias hombre, pero ya tengo un llavero. Y ese es muy grande.

Los dos allanadores soltaron una carcajada.

—Con que grande, eh.

—Un poco.

El jefe no pudo menos que sonreírse.

—Oye, dónde están los demás.

—Por ahí. En la cocina creo.

—Pues venga, que te vienes con nosotros. Anda Carmona, busca por ahí y recoge lo que puedas.

—Como usted mande —El agente se fue.

Rubén se levantó confundido.

— ¿Pero ya nos vamos? ¿Tan pronto?

—Anda, tira p´alante y no nos líes.

Ya verás tú el lío —pensó él.

—Pero yo pensaba volver con los que vine. Aunque lo mismo tengo. Con tal que me llevéis a casa…

— En la casa te dejamos, venga.

Que tío más payaso —debió pensar el policía— Si pensaba enredarlo, iba listo.

Afuera los furtivos escapaban, y los agentes rastrearon las dependencias de atrás y los alrededores sin éxito. Al cabo toda la dotación vino a juntarse ante la puerta.

—Ni uno jefe. Ni por los pelos.

— ¿Y afuera?

—Nada. Y la cosa, que han esperando hasta final. Ya habrá oído los coches…

Rubén, que pese aquello nada tenía de tonto, caería en la cuenta. No pudo por menos que sonrojarse. —Maldita sea, cómo iba yo a imaginar. Así de camuflados, y con esa cara de buenas personas… Vaya una suerte la mía. A saber donde me habré metido.

Apagadas las luces de la vivienda la noche todo lo envolvía, desafiante y oscura como boca de lobo. Menos mal que alguien encendió una lámpara.

—Tú aquí a mi lado, eh, y que no se te ocurra moverte.

Uno de los coches encendió los faros y el policía apagó la linterna. El primer vehículo, donde iba el mandamás, partió, seguido de lejos por el otro con el resto de la brigada, Rubén en la parte trasera flanqueado por dos agentes.

El pastor daba vueltas en su cabeza a lo acaecido sin entenderlo. ¿Cómo habrían dado aquellos gendarmes con los reunidos, pese a tantas precauciones como se tomaban? Y si los polis lo supieron con antelación, seguro sería que no ignorasen cuantos eran. Entonces, ¿por qué trajeron sólo dos vehículos? No era razonable. Salvo que no pretendiesen detenerlos a todos, o que sólo buscaran a algunos o a uno, que no sería a él precisamente. Pero cualquiera sabe, que por ser, lo mismo era que se los llevaran con sus propios coches. Gracias que no le tocó a otro, pues por mucho que lo quisieran, a él poco le podrían sacar. O al menos nada comprometido, desde luego. Llegado a este punto, le vino a la cabeza aquel dicho: "Quien dice lo que sabe no merece que lo ahorquen". Y sobre todo si es inocente. Lo peor era, que ellos no podían saberlo.

Tampoco le fue tan mal la noche en la comisaría, si no hubiera sido por la incertidumbre de lo que su detención le deparase. Ni siquiera le cerraron la celda, y hasta le ofrecieron un bocadillo. Malditas las ganas de comer que él tenía.

Cuando la iluminación se redujo a los pilotos del corredor, se tumbó en el camastro, cuya única manta le serviría de abrigo. Pero no había miedo de que se enfriase que no se quitó ni las botas. Salvando las distancias, recordó las noches de verano, cuando el calor insoportable era un impedimento para sacar las ovejas durante el día y aprovechaba la fresca para que paciesen. Envuelto en una manta, se echaba a dormir sobre la tierra, cuando los animales, caían rendidos y hartos de comer. En prevención de que en sus horas de sueño las ovejas pudieran írsele, se ataba una cuerda al tobillo y del otro lado a la pata de un cordero, que de moverse lo ponía sobre aviso. En aquel calabozo no tendría ese problema, que nadie se le escapaba de no ser él mismo, y aquello no entraba en sus previsiones —No estés preocupado, y nada temas, que lo que sea mañana se aclarará —Le dijo el agente que custodiaba los calabozos.

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