Lo bueno fue que nadie lo molestaría. De la parte que él estaba no había más detenidos, aunque sí podía oír a otros, pasada la reja divisoria, al otro lado del corredor. Y aun entrando y saliendo cada dos por tres. —Pero si esto parece una cañería de gatos —Musitó Rubén.
Después de todo logró dormir con todas las de la ley. Aunque no fue en absoluto un sueño plácido. Cuando despertó aún no había amanecido y en su mente se atropellaban inconcretas las pesadillas. Soñó que huía de la casa con los demás, perseguidos de cerca por los agentes. Un sin fin de caminos y calles los condujeron a un arrabal. Allí se escondían en una casa. Aquellas gentes, humildes y desgraciadas, al poco de llegar ellos salían a la calle para despistar a los perseguidores. Los vehículos quedaban a su suerte en un anchurón a donde él volvía poco después y de manera insólita se encontraba con Isabelita. Tras contarle lo ocurrido ella se puso roja como un tomate y haciendo aspavientos con los brazos le dio la espalda y se alejó. No obstante en otro retazo de sus sueños se encontraba con ella en una cafetería. Se abrazaron, para luego caminar cogidos hacia la pensión. Aún recordó más, pero todo tan inconexo, que no obtuvo nada a derechas.
El despacho era sobrio. Aparte la mesa y el sillón, se equipaba de una estantería, con algunos libros y legajos sobre sus tablas, y en cuya parte inferior tenía un armarito. Al lado opuesto una estufa de leña y dos cuadros sobre la pared. La cristalera del balcón se tapaba hasta el suelo con dos visillos.
El comisario estaba vuelto hacia la calle en el asiento, mirando al exterior a través de las cortinas.
El agente llamó a la puerta.
— ¡Pase, Martínez, pase!
Eso hizo el policía, quien llegado hasta el escritorio depositó una hoja de papel.
— Aquí los tiene.
El jefe se giró en el asiento.
—Resúmalo si es tan amable.
Martínez volvió a coger la nota.
—Aquí tenemos…: cuatro para judiciales…
—Que los tramiten —dijo el comisario.
—Como usted diga. Tres in fraganti, habituales…
—Que se queden hasta mañana.
—Tres prostitutas…
—A la calle.
—Y el de la redada de anoche.
—Cuál de ellos.
—Ninguno de ellos, señor comisario. Porque éste y nada, es todo lo mismo. Uno que se coló de cesta.
El jefe quedó, la mirada fija hacia la estufa por momentos.
— ¿Ha cantado?
—Más que cantar, silbar, que no ha hecho otra cosa desde que se levantó.
—No lo habréis tocado…
—Ni un pelo, jefe.
—Pues eso. No vayamos a fastidiarla. De siempre os lo tengo dicho: hemos de ser moderados. Quién sabe si las víctimas de hoy no serán los verdugos mañana. La cosa se ve venir.
—Ningún aprieto hay con ese muchacho. Ni puñetera falta, que a todo responde con coherencia, y lo que ha dicho ya lo sabíamos de sobra. Con decirle que es pastor…
El comisario se llevó la mano a la barbilla.
—Vaya. Sí que es interesante. Diga a prevención que me lo traigan.
—Como mande.
Martínez abandonó el despacho. En la próxima puerta un cuarto minúsculo albergaba la pequeña secretaría del jefe. El subordinado se dirigió al compañero, instándole a que bajase a los calabozos.
Rubén fue conducido arriba y el propio Martínez lo llevó ante el comisario. La puerta estaba abierta.
— ¿Señor, da usted su permiso?
—Adelante.
El agente cortó con un cúter la ligadura de plástico de las muñecas de Rubén.
—Aquí lo tiene.
—Gracias. Déjenos solos. Y cierre la puerta.
El pastor se mantuvo a la espera en medio de la estancia.
—Siéntese.
Él paseó la mirada por la habitación.
—Dónde.
—Ah, sí… Perdón, perdón… ¡¡Martínez!!
En un instante el subalterno entreabrió la puerta.
—Sí…
—Traiga una silla.
Rubén tomó asiento ante el escritorio. El comisario lo miró insolente.
—De forma, que nada tiene que ver con la organización.
—Así mismo.
—Y por qué estaba allí.
—Alguien tenía interés en que yo asistiera. Y todo porque puse objeción a su forma de lucha. Él quería que comprobase in situ como eran de pacíficos.
El comisario enarcó una sonrisa y tamborileó con los dedos sobre la mesa.
—La subversión no tiene por que ser violenta. Al menos no siempre. Lo peor es que trastoca el orden, digamos, de manera desordenada. ¿Y a cuál de ellos cupo el honor de invitarte? Si no quieres no me contestes.
—Y qué más da, si ustedes los conocen a todos.
—Tanto como eso…
—Se llama Fabián. Sólo lo conozco porque es el hijo de mis caseros.
—Sí que es una coincidencia… Si no recuerdo mal, ese señor ejerce la abogacía. Le dicen "Picapleitos", y a veces "El Estirao". También conocerá a León, o a Canillas.
—Al primero sí.
—Me han dicho que es usted pastor. Cómo se explica que un pastor campee por la ciudad.
— ¡Toma! Porque ahora soy estudiante, ya dejé el pastoreo.
—Eso ya no lo sabía.
—Mire, señor comisario, yo no tengo más reivindicación que la de cumplir con mis obligaciones y con mi trabajo. Y creo que sólo con ellos podré transformar lo injusto o lo inconveniente.
—Claro. Pero no crea, aunque mi misión sea el mantenimiento del orden, que para eso me pagan y es mi deber, no quita que aquellos a quienes persigo puedan llevar razón. En el teatro de la vida mi papel es ese. Me ha bastado verle para considerarle un hombre de juicio, por eso le confesaré una cosa: yo mismo no estoy de acuerdo con tantas injusticias y creo que nuestro régimen tiene los días contados. Nosotros somos el freno para que su transformación no sea caótica.
Rubén se sorprendió al oír aquellas palabras de boca de un jefe policía.
—Eso es razonable, pero de no ser por los inconformistas sólo habría inmovilismo.
—No lo dudo. Y no crea, que también nosotros somos personas, y no máquinas… Y en lo que a usted atañe, tiene mi voto de confianza. Puede ir en paz.
—Pero señor, yo no quisiera que por estar aquí quedase fichado.
—Ya verá, como hay pocos… Pero no se preocupe… ¡¡Martínez!! —Llamó al subalterno— Cuáles son sus apellidos.
—Cañamero Peña. Rubén Cañamero Peña.
El agente apareció solícito.
—Tráigame la hoja de Rubén Cañamero.
Poco tardó en volver el asistente.
El jefe rompió el folio, y llegado hasta la estufa abrió la portezuela y lo introdujo. El olor a papel quemado se esparció en la instancia.
XVIII
De allí se trasladó al instituto. Excusó su tardanza en problemas familiares. No iba a decirles que lo habían detenido.
A la salida estuvo hablando con Ali. Le preguntó por su hermano. Ni que decir tiene que no sabía nada. Y por lo visto, sus padres tampoco estaban al tanto de que él y Fabián se fueran juntos. Eso sí, la muchacha lo puso al corriente de la excelsitud de sus amores y de cómo su amado la colmaba de felicidad. Rubén creyó adivinar un cierto trasfondo de despecho en sus confidencias.
De regreso al hospedaje comenzó a darle vueltas a la cabeza y a la dichosa redada, y no pudo menos que pensar si los otros no le considerarían el culpable de aquello, por alguna indiscreción suya e incluso por haberse chivado a la policía. Y hasta ahí podían llegar, que pensaba ir en su busca allá donde estuviesen y poner en claro su inocencia. Sabía donde hacerlo. En aquella reunión salieron a relucir algunos lugares, que con seguridad frecuentarían: La parroquia de Sta Paula, las factorías, Las Barrancas… Indagarlo aquella misma tarde sería precipitado, pero en el fin de semana… total, ya era viernes.
A la hora de comer, doña Alina le preguntó el motivo de su ausencia aquella noche. El le dijo, que era muy tarde cuando llevó a Isabelita a la pensión y estimaron conveniente que se quedara a dormir allí.
—Éste, por lo menos algo nos dice, pero nuestro Fabián… vete a saber—dijo D. Adolfo.
—No es lo mismo —dijo su esposa.
—Ah que no… Pues claro que no lo es lo mismo, porque es peor.
—Él ya tiene su propia vida. Lo que Rubén en cierta manera depende de nosotros. Vive en nuestra casa y en algo somos responsables.
—Claro, y nuestro hijo también es responsable de no darnos tormento. Pero en fin, en eso ya tenemos costumbre.
A otro día, Rubén se desplazó a Sta Paula, y a su parroquia. Pero la iglesia aparecía cerrada a cal y canto.
Unos transeúntes le dijeron que las factorías no estaban lejos de allí sino al final del barrio, fuera ya de las construcciones. De las dos, la una era la fábrica de papel. En sus inmediaciones, el esparto, su principal materia prima, se amontonaba parcialmente, tras las alambradas, al aire libre, y el resto en una amplia nave, abierta por el lateral. La otra fabricaba recipientes para el hogar y contenedores de cerámica, potes y macetas. Sus envases de plástico se destinaban a otras factorías y a laboratorios de cosmética.
Rubén entró en la fábrica de papel sin complicaciones, por estar más próxima, para dirigirse todo derecho hacia unas grandes redomas que controlaba un operario. Cuando se le acercó, el hombre dio un repullo.
—Vaya susto que me ha dado, amigo. Pues sí que viene usted sigiloso…
—Usted perdone, no era mi intención.
—Bah, no se preocupe… Qué desea.
— ¿Es usted el jefe de la sección?
—De esta unidad al menos sí. Y es de las más importantes. Aquí fabricamos la pasta del papel moneda. A que no lo sabía.
—Ah, yo no. Tampoco he venido por interesarme en lo que fabrican.
—Entonces…
— ¿Usted conoce la plataforma?
— Cuál plataforma.
—La plataforma reivindicativa; la de los derechos laborales y demás.
El hombre hizo una mueca de desaprobación.
—Ándese con cuidado con esas cosas, que los de aquí no admiten más legalidad que la vigente.
—Descuide, y no se preocupe. La cosa es, que busco a ciertos amigos relacionados con ella. Es posible que los conozca. Y si usted no, alguno de sus compañeros. Vea si le suena alguno de estos nombres: Fabián, León, Canillas…
—Qué va. Yo no estoy al tanto de eso, eh. Lo que sí puedo asegurarle que aquí no trabajan. Sí sé que nuestros compromisarios suelen reunirse con el cura de la parroquia. Nada más.
—El de Sta Paula, quiere decir.
De repente, el otro alzó las manos.
—Eh, oiga, un momento. Y usted quién es. No será un social.
Rubén se quedó parado.
—Y qué es un social.
—De verdad que no lo sabe… —El pastor se encogió de hombros
—Pues un adepto al régimen. Un controlador.
—Ah no. Usted se equivoca conmigo —Se dispuso a irse—Y que muchas gracias por su información, eh. —Entonces echó mano a la cartera— Pero, por si algún desasosiego le embargase, tenga, tome nota de mi carné.
—Tampoco se lo tome de esa manera. No es necesario. Me fío.
Igual o parecido vino a ocurrirle en la otra factoría. Volvió de nuevo a la parroquia, y esta vez sí que pudo dirigirse al cura. Pero mira por donde resultó ser su sustituto.
—Ahora estoy yo. Por hacerle el favor a D. Carlos, que tenía que resolver unos asuntos… y sobre todo ayudar en Las Barrancas… Ya sabe, donde las prefabricadas. Pero sí quiere puedo darle el recado.
—No se preocupe, no es nada que urja.
Al momento se preguntó Rubén que adónde quedarían las famosas Barrancas. Pero por no desdecirse, no quiso insistir de nuevo al párroco.
Y la cosa era que la barriada resultó estar no muy lejos de las factorías. Eso sí, ya en las afueras y algo al norte.
Para ir a aquel sitio hubo de andar más de veinte minutos desde la parada del autobús. Y lo hizo por una carretera que seguro fuese alquitranada; con tantos roales de tierra y hoyos que el firme irregular superaría con mucho al asfaltado. Ante las primeras casas, aparecía un fenomenal montón de basura de todos los colores y matices. En aquel maremagno, y entre otros, tasadamente pudo descubrir a una anciana que hurgando en los desperdicios más se le antojó uno de ellos. No pudo por menos que acercarse a ella.
—Señora.
La mujer alzó la vista, y él no vio más; en su cara mugrienta tan sólo los ojos eran distinguibles.
— ¿Quién eres…? —Lo miró inquisitiva— Ah, ya… El hijo de la Paulina. Que ya estás de vuelta, no. Y qué tal por Barcelona.
—Se equivoca usted. Yo no soy ese que dice.
—Pues quién es… A quién busca en este sitio.
—No busco nada —Se sacó la cartera—Que por hoy ya terminó su trabajo.
—Digo, mi trabajo…
Rubén le dio un billete de quinientas pesetas. El único que llevaba. Ella agarró el papel con ambas manos y lo besó reiteradamente.
—Que Dios le bendiga. Ni se figura el apaño que me hace. Mi Fermín ya tendrá hoy su leche y su yogur. Se trata de mi marido, está enfermo del estómago.
— Y usted, ¿está bien?
—Qué más quisiera. Ando mal de la espalda y de los remos. Más vieja que un camino.
—Pues ande, aléjese de esta inmundicia, que ya habrá quien se ocupe y les eche una mano.
—Eso quisiera yo. Fíjese, por decirle alguna cosa, en el comedor sólo cogen a los más necesitados. A los demás de higos a brevas, y ni eso.
Pues como estarán esos necesitados, pensó él.
La mujer ató con las asas la bolsa que tenía en el suelo
—Es usted un ángel. Si todos fueran como usted… Pero mire, puede llegarse por nuestra casa cuando quiera, que le agasajaremos como se merece. No tiene pérdida, sólo tiene que preguntar por Amelia y Fermín.
La anciana echó a andar penosamente hacia el camino que iba a las construcciones. De pronto se volvió.
— ¡Cómo se llama!
— ¡Rubén!
— ¡Es usted un ángel, Rubén! ¡Que Dios le bendiga!
Así estaba, pendiente de la mujer al alejarse, cuando un mozalbete le vino por atrás, le cogió la cartera del bolsillo de su camisa y salió corriendo.
— ¡Eh! ¡Mequetrefe! ¡Devuélvemela!
El niño se detuvo a hacer mojigangas.
Instintivamente, Rubén rastreó con los ojos y se hizo con una madera que había en el suelo.
— ¡Que sepas que está vacía!
El otro, como si tal cosa.
— ¡Oye! ¡Como te tire con el madero a "ristracabra" vas a dar más saltos que un cigarrón!
— ¡¿Quée…?!
— ¡¿No sabes como se tira a "ristracabra"?!
— ¡Eso sí me lo figuro, pero lo del cigarrón…!
— ¡Un cigarrón es, un saltamontes!
— Pues vaya —El chaval inspeccionó la cartera y la tiró al suelo.
Cuando Rubén fue a recogerla, el niño salió pitando.
— ¡Ven aquí! ¡No te vayas!
— ¡Para que me pegues…!
— ¡Que no, hombre, que no te pego! ¡Es para preguntarte una cosa!
— ¡Júralo!
— ¡Vale, lo juro…! ¡Mira! ¡Tengo dinero en el bolsillo! —Hizo sonar las monedas— ¡Te pagaré!
El chiquillo se le acercó.
— Ves como no te engaño —Rubén tiró el madero— Oye, quién manda en este sitio.
—Mandar…
—Eso mismo. Que aquí… quién reparte el bacalao.
— ¿El bacalao…? —El niño puso cara de extrañeza—El comedor está detrás de esas casas. Pero hoy no está abierto. Como no sea por la noche.
Rubén se echó a reír.
— Te pregunto, que quién es el principal, la persona a la que todos respetan.
— ¿Como un alcalde…? Pues será el cura, o Braulio el de la Pola. No sé.
—Y dónde vive ese tal Braulio.
—Muy fácil. Por l"allá de la casa alta, aquella que está en los árboles.
El negocio prosperaba. A ese ritmo, era capaz de obtener algo concluyente antes de que anocheciera. Casi estuvo por desistir. Pero de todas formas hasta que fuese en busca de Isabelita qué más le daba.
—Muchas gracias, machote. Toma, aquí tienes.
Dio al chiquillo una moneda de cinco duros.
Éste se la quedó mirando.
—Me tienes que dar veinte duros.
—Seguramente. ¿Y yo con qué me quedo?
El niño estuvo dudoso unos instantes y echó a andar con parsimonia.
— ¡Eres un roñica! ¡Y un jodío señorico!
— ¡Me parece que tú estás buscando probar el "ristracabra"! ¡A que sí!
El sorche echó correr y desapareció del otro lado de las basuras.
Al menos la puerta no estaba cerrada. Subió al primer piso y llamó al timbre. Casi de inmediato se dejó oír una voz femenina.
— ¡Quién es!
— ¡¿Vive aquí D. Braulio?!
— ¡Un momento!
No tardó en abrir un hombre algo canoso, de complexión fuerte, que aferrado a la puerta lo miró inquisitivo.
— Qué quería.
—El señor Braulio…
—El mismo.
—Usted perdone, pero un chaval me indicó donde vive y me he atrevido a molestarle.
—Y qué quiere.
—Imagino, que por ser quién es, seguramente conocerá la plataforma reivindicativa; y es el caso…
El rostro del tal Braulio se transformó.
—Pase, pase.
Lo condujo a una salita por cuyo balcón podía contemplarse una parcela de álamos. A la derecha había un pequeño escritorio junto a la pared y dos estantes. Al otro lado, un sofá y dos sillas. La mesa, próxima al balcón.
D. Braulio tomó asiento y encendió un cigarrillo.
— ¡Uy! Perdone. ¿Fuma usted?
—No, muchas gracias.
—De modo, que pertenece a la plataforma. La P.R.D.T, supongo. Pero siéntese, siéntese.
—No exactamente. En realidad sólo conozco bien a uno de sus componentes, a Fabián. De los otros no podría decir mucho, ni a que se dedican o donde viven. La cosa es, que no he vuelto a verlos desde la redada, y necesito localizarlos. Me haría un gran favor si me indicase donde hacerlo.
—No tengo ni idea de esa redada que dice. De ser así, puede que estén detenidos.
—Qué va. Escaparon.
—Comprenderá que no pueda darle cierta información sin conocerle.
—Pero yo sí que conozco a Fabián, a Canillas, a León… y a todos ellos. Yo soy Rubén Cañamero Peña. Trabajo y estudio. Puedo enseñarle el carné si quiere.
Braulio, dubitativo, miró al techo.
—Bueno, vale. Le creo. Pues le diré: Fabián lo mismo para aquí, que en el quinto infierno; Canillas vive en Almacara, pero no sé el sitio con exactitud; León, suele venir de vez en cuando, y está en Rodelas, trabaja en el hotel; y el tal Roque, que también conocerá supongo, puede encontrarlo por las tardes en la taberna de Príamo. Va mucho por allí. Eso está en La Cardina, en la calle Aguilera.
—Digo, la leche… en La Cardina…, pero si ese es mi barrio… Aunque no hace mucho que estoy allí. Yo vivo con los padres de Fabián. A la salida, junto a la carretera. Y ahora que lo dice… Claro, la calle Aguilera, allí fue nuestra cita.
Braulio alzó los ojos.
—Espere, a ver si me entero. Vive con los padres de Fabián… ¿y no sabe donde localizarlo?
—Es que yo estoy en la casa de inquilino, como estudiante.
—Ah, eso sí… Pero de todas formas.
—Porque desde aquello, Fabián no ha vuelto, y los padres no están al tanto de sus andanzas.
Braulio encendió otro cigarrillo.
— De dónde es usted.
—Yo soy de la parte norte de la provincia, de Zurgina.
El hombre se encogió de hombros.
—Y qué te ha parecido el barrio. ¿Lo conocías?
—No. Sólo ahora. Y ciertamente, que me ha dado que pensar. Cuánto despropósito y cuánta miseria… He visto a mucha gente desarrapada por la calle. A hombres ociosos que se arremolinan en torno a una caja, jugándose el dinero en una improvisada ruleta, mientras sus mujeres, expectantes, esperan al resultado como la salvación. Los niños buscando en la basura…
—Pero aquí, no todos somos como esos. Muchos logramos romper esa fatídica cadena. Y digo cadena, porque no es sino un círculo vicioso; la miseria llama a la miseria. Gentes desarraigadas que llegaron aquí buscando una salida a sus penurias y a sus estómagos, y se toparon con la barrera de una organización cuyo lenguaje desconocían. A otros nos cupo la suerte, y el valor, de superarla. Y si te hablo por mí, es, porque yo me enorgullezco de haber conseguido cierto bienestar, que nadie me ha regalado. Tampoco es nada del otro mundo, soy jardinero del Ayuntamiento, pero miro al porvenir con esperanza. Pueden coartar mis expectativas pero nunca arrancármelas de cuajo, porque confío en mis propias fuerzas y la voluntad está en mí. Muchos no pudieron o no supieron sobreponerse al analfabetismo y la incultura, y no se integran. Algunos conseguirían emigrar, otros ni eso. Prefieren lo malo conocido porque sus pautas de actuación no les alcanzan.
—Pero hemos de comprender a los que no consiguen salir del fango.
—No vayas a pensarte, que los jóvenes de ahora caminan ya por otros derroteros. Pero esas hordas… Los vencidos por la indolencia y el abandono, lejos de la integración prefieren la mendicidad, la rapiña y la navaja.
—No parece que sea muy optimista. También el sistema puede hacer algo por esta gente.
—Ya lo creo que sí. Pero el estado caridad, cualquiera que sea, no es la solución. Su paternalismo complaciente no conduce a ningún sitio. No seré yo quien niegue los defectos del sistema, que no son pocos, pero aquí no. Construyeron las casas, los comedores, el dispensario, los colegios… Y para qué. Los niños no van a la escuela. Los mayores, antes que el esfuerzo prefieren la dádiva o el trapicheo, y por no tener, ni tienen quien los explote, cuanto menos un amo decente. Y mira sus casas, igual que pocilgas… Para mí, que son una generación perdida —D. Braulio puso los ojos en su contertulio— La cultura y la integración, Rubén. Esa es la clave.
El pastor arrugó la frente.
—De considerarlos tan duramente como habla, cómo es que le respetan.
—Por eso precisamente. Y esa competencia que se me supone, en realidad no lo es tanto por mis méritos. Me viene de familia. Pascual de la Pola, mi padre, tan conocido de todo el mundo, era uno de los pioneros. Cuando se estableció la fábrica de papel, fue afortunado en que lo eligieran para trabajar allí. Supo ganarse la confianza de sus jefes y de sus compañeros. Su buen hacer contagió a la otra factoría, y a toda la barriada. Fue considerado como el mediador y el consejero. De forma, que esta circunstancia en mí, viene a ser como una herencia. Y es que, en mi familia siempre hubo una educación y ciertas enseñanzas, y claro que sí, una fe en el esfuerzo.
A la llamada de su mujer Braulio abandonó el saloncito.
Cuando vino no retomaría ya su discurso.
— ¿Has almorzado?
Rubén miró su reloj.
—Digo, las dos y media. No tengo más remedio que irme.
—Si es por la comida no te preocupes, puedes comer con nosotros, tenemos de sobra.
Rubén titubeó.
—Menuda es mi casera con las comidas. En eso es intolerante, no puede soportar que se le queden los guisos.
Un cuento. A aquellas horas ya habrían comido. Y porque él no hubiese llegado, a doña Alina no le daría un patatús.
Tuvo una idea más reconfortante, se llegaría a la pensión en busca de Isabelita, que como era sábado no tendría muchas obligaciones. Aunque dadas las horas, bien pudiera que se echase a dormir.
Para qué, el rato que le dio. Al contarle sus tribulaciones, por la dichosa redada, a ella un color se le iba y otro se le venía. No contento, él continuó con su aventura en Las Barrancas, hasta que Isabelita se fue hasta la puerta y alzó el brazo.
—Estoy muy cansada. Déjame que descanse un poco.
Rubén salió, y, para hacer hora, se dispuso a dar una vuelta. Primero compraría unos bocadillos a los que dio fin entre trago y trago junto una fuente. Luego cambió de plan y fue al parque, que no muy lejos se le ofrecía tentador para echar una cabezadita en uno de sus bancos. Y eso hizo. Con la fatalidad que vino a despertarse cuando ya oscurecía.
Isabelita no estuvo muy complaciente.
—Mejor salimos mañana, eh. Mientras me arreglo y que sé yo, es la hora de la cena.
— ¿Todavía no has terminado de rumiar mis infortunios?
—Qué tiene que ver. Pero sí que no quisiera enviudar tan pronto.
Él rió descaradamente.
XIX
A las dos semanas de reiniciado el curso, tras el almuerzo, la casera se acercó hasta su cuarto.
— ¡Rubén! ¡Te llaman por teléfono! ¡Es conferencia!
Sin más, la mujer se fue para la cocina.
—Una llamada para mí… A estas horas… Y de fuera…
Salió sin demora para dirigirse al aparato. Pensaba que doña Alina estaría allí. Al no verla se cogió al teléfono.
Pues no que era su madre. No pudo por menos que pensar lo peor.
—Qué es madre. ¿Pasa algo?
—No hijo no. Y Dios no lo quiera. Te llamo para decirte que estoy en llevar a tu padre al Abajeño pasado mañana, así que vente, pues no quiero que vayamos Andrés y yo y tú no vengas, que ya sabes como es.
—Otra vez con tus prisas. ¿Tú crees que yo puedo dejar mis obligaciones así como así? Tampoco será cebada que se descabece. Antes tendré que pedir permiso en el instituto y hablar con D. Adolfo, o no.
—Sí hijo… tú no te sulfures, que tu padre no merece que te obligues con él.
—Ya lo has dicho tú… Lo que tú digas. Tú sabes que no soy amigo de curanderos ni santos por el estilo. A pesar de eso ya te lo dije: iré con mucho gusto. Pero para irme he de encontrar el día más adecuado, y eso no depende sólo de mí.
—Como quieras. Mejor lo sabrás tú. Pero que sea cuanto antes, que mientras no lo haga yo no me quedo tranquila.
—Y cómo está él.
—Lo mismo. Con sus medicinas y tan cuidado como puedo.
—Pues venga, vete ya y no lo descuides, que nunca se sabe lo que pueda ocurrir. No sea que se caiga o necesite algo.
—Sí… Cualquier cosa. Pero si del lado que lo pongo así se queda. Y yo tengo que entrar y salir, qué remedio. Por hacer la compra, llegarme al patio, o lavar, que quién me lo hace. Y quién me arregla la parte de arriba…
—Pues lo que no esté hecho que esté sin hacer. Y si no que te echen una mano.
—Sí… Tus cuñadas seguramente.
—También puedes llamar a Carmencita. Y que se moleste, que lo primero es lo primero.
—Qué fácil lo ves todo. ¿Y los niños qué? Desde tan lejos… Si por tus hermanos fuera… a lo mejor. Y ellos, demasiada tarea la suya todos los días.
—Pues muy bien. Mañana sin falta te llamo y te lo digo.
—No lo dejes. Hasta mañana, hijo.
—Adiós.
Antes que al director prefería dirigirse a Mario. De mediar él, seguro que no hubiera inconveniente para el permiso y que también se ocuparía de comunicárselo a sus profesores. Pero no hizo falta, casualmente el profesor iba de cacería aquel sábado.
Ni más ni menos lo invitaba a viajar con él. Pensaba desplazase hasta el coto con sus compañeros, por la apertura de la veda para la perdiz. Claro, que habrían de llegar antes de que amaneciese para el puesto de alba.
—Pero por mí no te preocupes, que tampoco soy un cazador empedernido. Igual me da que el puesto sea de alba que de mañana.
—No por Dios, don Mario, usted cumpla con los suyos. Por mí no habrá inconveniente, puedo levantarme a la hora que sea. Demasiado que me hace ese favor.
—Ningún favor, hombre, que eso en nada me entorpece. Muy al contrario tu compañía me gratifica. Y si hace falta, también puedo llevar a tu padre a ese sitio que dices.
—Se lo agradezco. Sería abusar demasiado. Y tampoco es que sea preciso pues mi hermano dispone de la furgoneta.
Al día siguiente, llamó a su madre, y entre que le avisaron y que ella llegó al locutorio, Rubén hubo de esperar junto al teléfono más de veinte minutos.
—Y entonces qué —dijo Aureliana sin aliento.
—Pues que hasta el sábado no puedo.
—Eso no fue lo que me dijiste.
—Y es que yo te dije algo… Es el mejor día, porque quedo libre de mis ocupaciones y porque haré el viaje con un profesor que casualmente se llegará por el pueblo. Más cómodo y seguro.
—Qué se le va a hacer. Si no puede pasar por otro punto… Pero el tiempo pasa y estas cosas cuanto antes mejor. Tu padre no se ve que mejore.
—Vale, mujer, vale. Tú procura que Andrés esté al tanto, no sea que me hagáis ir para nada.
— ¿Para nada, hijo? Y nosotros… ¿no somos nada?
—Yo no he dicho eso. Lo digo porque no vaya a ser que hubiéramos de dejarlo para otro día.
—No quiera Dios… Y entonces, tú, ¿dices que estas bien…?
—Muy bien.
—Pues hala, que no te cuente más el dichoso aparato.
—Ya que todo fuera eso—Respiró con ímpetu— Hasta ese día, eh. Y cuida bien a padre.
Entre unas cosas y otras se acostó preocupado y tarde. Y que le costaría coger el sueño. Pero es que, además, se despertó a medianoche. Ya no hubo forma. Quedó tumbado boca arriba, mirando al techo para no ver nada. Mario vendría mucho antes de que amaneciera, pero no tan pronto que él no hubiese de esperarlo más de cinco horas. Y de levantarse no se volvería a acostar, no era su costumbre. Se dilató en la duda unos minutos hasta saltar de la cama sin vacilaciones. Y ahora, qué mejor pasatiempo para su vigila que repasar sus libros. Con tanto vagar de un sitio para otro olvidándose, ya no podía postergarlo.
Recogió el brasero del pasillo, que se trajera del horno al terminar como de costumbre; él lo amañaba con tiento para que le durase hasta el día siguiente. Y ya instalado en su mesa comenzó su particular vía crucis con las asignaturas. Afuera debería hacer mucho frío. Por la rendija de la ventana, que por aquello de la ventilación siempre mantuvo, colaba el aire más gélido que nunca. Mal día, se dijo, para andar con su padre de un lado para otro. Ves tú, para los cazadores, ya sería otra cosa, que con su pasión por la caza, cualquier padecimiento lo daban por bien empleado. Tiempo tuvo de repasar cada una de las disciplinas y aun de meditar sus vivencias, que en la quietud de la noche parecían asaltarlo sin contemplaciones. En qué poco había quedado una amistad como la de Mauricio, que fuera tan franca, por un písame allá una pretendida, y como Isabelita, de ver que su querido de verdad mostraba inquietudes que ella no preveía, casi se ofende. Para qué aquel Braulio, y su desesperanza. Por más que él lo dijera, no era posible que no hubiese una luz al final del túnel para sus protegidos, ahijados, o lo que fuesen.
La llegada de Mario le cogió desprevenido. Se oyó como entraba el coche hasta la franja de tierra, junto a la casa, y detenerse. Tocó el claxon. Rubén salió al corredor y asomado a la ventana, dio un silbido.
Pese a su ligereza, fue rápido en asearse y echar sus cosas en el macuto. Sacó el brasero al pasillo y bajó con prontitud hasta la entrada.
El viento helado le hizo estremecerse.
Al abrir la portezuela el compañero de Mario se pasó atrás.
—No por Dios, quédese donde estaba, que ya lo hago yo.
—Es por los perros.
—Anda, pasa, que hace frío —Le dijo Mario.
Ya en el asiento Rubén se volvió al acompañante.
—Pues no parece que sean muy conflictivos, eh. No hay más que verles la cara.
—Eso es verdad. Pero quieras que no molestan.
Digo, molestar —pensó él— pero si van muertos de sueño.
—Él es mi amigo Lucas —dijo el profesor.
—Mucho gusto. Yo soy Rubén.
—Ya me ha dicho Mario que va al pueblo. Nosotros ya lo ve, de caza. ¿No le gusta la caza?
—No especialmente. Aunque tampoco es que me disguste. Pero no me hable de usted, por favor.
Lucas quiso sonreír sin mucho éxito.
—Nada hombre, faltaría más.
La escarcha cubría la vegetación hasta la carretera e incluso se adentraba en el asfalto, de no ser por la parte central, en que las ruedas de algún vehículo, la habían deshecho.
—Menudo pelao está cayendo—dijo Rubén.
—Y seguro será que tú le temas—cuestionó el profesor.
—Pues no vaya a pensarse, que de vivir en la ciudad uno se vuelve muy delicado.
—Esto no es nada. En cuanto el sol caliente un poco… —dijo Lucas.
—No sé, no sé. Eso será si lo vemos—El pastor se recompuso el anorak— Y qué tal se portan estos animales.
—Pues mira: este es Pancho, muy bueno para la perdiz y el volateo. Es un Labrador. Pero aquí el perezoso… mi Pali… —Acarició la cabeza del más pequeño— Un setter, pero no da pie con bola. Es muy joven. No está enseñado todavía.
—Todo requiere su tiempo.
Abandonada la depresión el vehículo subía hacia los montes, hasta que próximo a un collado, sobre la carretera se hizo evidente lo que las señales de hielo repetían. El conductor redujo la marcha, y tomó por en medio de la ruta, muy ajustado a las rodadas sobre el asfalto.
— ¡Qué barbaridad! Y a saber si me habré traído las cadenas. Ojalá que no hagan falta.
Lucas lo miró confuso.
—Mario, no nos asustes. Tú aplícate a lo tuyo, que sabes hacerlo.
Rubén no pudo evitar reírse. Recordó el fatídico día, cuando iban cuesta abajo y él llevaba el coche. Aunque lo pensó, por si las moscas no quiso referirlo.
Lucas, pendiente de la carretera, lo miró un momento:
—Por qué te ríes.
—Tonterías. Que me he acordado de una cosa.
Mario no pudo callarse.
— A que te lo digo yo… —Rubén se encogió de hombros— ¿No será que te acuerdes de cómo conducía un pastor que llevaba un accidentado?
Rubén volvió a reír, y Lucas pareció amoscarse.
—Vamos a lo que vamos, joder, y dejad los chistes para luego.
Ninguno de los dos pudo evitar reírse.
Cuando el coche paró ante la casa todavía era de noche.
El muchacho abrió con sigilo y entró a la sala. En el fuego aún había rescoldo. Arrimó los palos y unas cuñas, unos papeles, y lo encendió. A la vera había una pequeña olla con café que puso ante la lumbre.
No le dio tiempo a acercar la silla. Su madre asomó por la puerta del otro lado. Estaba en camisón y con la cara como un muerto.
— ¡Ay que susto, Dios mío!
Rubén se fue hacia ella para quedar inmóvil en medio de la estancia.
—Qué es, madre. Por qué ese susto.
—Tú verás. Que yo pensé que eran ladrones. Vaya un miedo que he pasado, hijo.
Él ni se atrevió a sonreír.
—De más lo sabías.
—Ya lo creo. Pero no que vinieras a estas horas… Que todavía es de noche…
—Qué se le va a hacer. Y demasiado.
Él la instó a acercarse hasta la lumbre no fuera a coger frío con tan leve indumentaria. La mujer se acurrucó en la silla y alargó su mano hacia la olla.
— ¿La has puesto tú?
—Estaba ahí. La he arrimado que se caliente.
— ¡Ay!, sí es verdad hijo. Qué cabeza.
— Y padre, cómo sigue.
—Él no varía. Ni mejor ni peor. Aunque fíjate tú, que la otra noche, me pareció como si hablara. Pero como fue entre sueños, vete a saber, lo mismo era yo que lo había soñado.
Rubén echó mano a las tenazas y atizó la lumbre.
—Pues como el día no se aclare, ya verás para sacarlo con este tiempo.
—Qué tiene que ver. La furgoneta tiene su calefacción y él no irá desabrigado. Y falta le hará que le de el aire a ver si se despabila.
—También se puede dejar para mañana.
—Por mí… lo que vosotros digáis. Pero tampoco sabemos qué hará, lo mismo hace más frío o llueve.
XX
Andrés llegó a media mañana. No así Nicomedes, el otro mellizo, que ni aun en sábado pudo ausentarse del almacén, pues la fábrica de ladrillos no paraba nunca. No era rentable dejar que los hornos se enfriaran para calentarlos de nuevo.
Pese a su juventud, Rubén era el mayor. Llevaba un año a los mellizos y tres a Carmencita, la benjamina. Ésta, que vivía en Alicante sin más apego que su marido, tampoco podía dejar su casa y a los niños, así como así. Tres años ya desde que se fuera y aún no había vuelto por Zurgina. Él llegó un buen día desde Albacete con un camión, vendiendo puertas. A Nicomedes padre, con la casa aún por rematar, le vino que ni pintado, y compró cinco. Aquel muchachote removía el género sobre el cajón y lo levantaba como a una guinda. Ni que decir, que madre e hija no perdían detalle. Y en el breve lapso de descargarlas, meterlas dentro y cobrar, el hombre quedó prendado de Carmencita y ella de él. Luego, la muchacha salió al camión, que se fue calle abajo. Y mientras los curiosos examinaban el material, los dos pretendientes conversaron largo y tendido. Si se comprometerían entre ellos, que a la semana siguiente, el vendedor volvió a Zurgina, sin puertas y con ojos de caminante, y la pareja se fugó, al amparo de la noche. Aunque, pese a su nocturnidad, hubo quien los viera, y por la mañana ya lo sabía todo el mundo. Para qué la preocupación de los allegados. Pero Carmencita no dio señales hasta el otro domingo, cuando los llamó por teléfono.
Los dos hermanos subieron al padre a la furgoneta, y Andrés fijó la silla por los llantas al piso del vehículo.
—Venga, que esto ya está. Tú sube con él y no le quites ojo no sea que se vuelque. Tú aquí conmigo, madre.
No habrían pasado ni cinco minutos cuando el vehículo viró hacia la entrada de un carril. Rubén no salía de su asombro.
—Pero bueno… No pretenderás que vayamos por ese camino.
—Pues sí. Salvo que tú te sepas otro.
— ¿No hay carretera hasta ese sitio?
—Claro que la hay. Pero dando un rodeo de cuarenta kilómetros por lo menos, si no son cincuenta.
—Eso lo sabrás tú, pero yo…
—Ya verás si lo sé, que rara es la semana que no voy por Minaschica. Y buenas clientas que tengo por allí. Este camino es bueno.
Rubén no pudo reprimirse el sarcasmo:
—Cómo no aprovechas, y mientras que ese charlatán nos atiende, te montas el mercadillo.
—Muy gracioso. Lleno la furgoneta de género y a padre lo montamos en la vaca, a que sí… No hombre, no, él vale mucho más que todas las ventas del mundo. Aunque todo esto ni le aproveche, mira. Por él cualquier cosa.
Rubén rió por lo bajo.
—No te irrites hombre, que es broma.
—Ya. Pero no vayas a creerte que atajar por aquí sea por ahorrarme algo. Cuánto más corto el camino, menos mareos para un viejo enfermo.
—Di que sí —dijo Aureliana— Que tu hermano parece que esté en limbo.
Desde luego, si aquel carril estaba en condiciones, él no entendía de carriles. Para una moto a lo mejor, o para un todo terreno, pero no para la furgoneta, que iba dando botes y vaivenes a cual más extremado. Rubén se cogía al carrito, mientras Nicomedes, pese a las correas, no paraba de agitarse. Como que parecía que lo hiciese de su motivo. Menudos poderes los del Abajeño, si fuera por él, que lo sanara por anticipado. Cualquier cosa.
El dichoso carril remontaba cerros arriba hacia la altura, y pensó Rubén, si el santo no elegiría el lugar porque quedase a un paso del Cielo, pues de esa forma se le atenderían sus plegarias con prontitud y sin interferencias. O a lo mejor, para subir y bajar a las Alturas, de un salto como aquel que dice, cuando entrara en trance.
Ya se hacía pesado el meneillo y los rempujones de la furgoneta por salvar tanto repecho. Incluso Aureliana, con todo su fervor hacia la empresa, se la veía ahora con el rostro estirado, y removiéndose, que no encontraba una postura a su gusto.
—Ya faltará poco, ¿no Andrés?
—Sí que falta menos, sí.
—Y cómo va padre, Rubén.
—No parece que vaya mal. Quejarse, no se queja.
Aureliana se volvió al instante.
—No digas eso, por Dios… que demasiado. Ojalá se quejara.
—Es que, no entiendo, madre, como puedes creer en estas cosas.
—Y cómo no voy a creer—Se rascó la oreja— Porque a mí bien que me hizo el apaño. Que si no me traen a prisa y corriendo ahora no estaría aquí.
—Cómo, cómo… que tú… Que a ti te trajeron al santo.
—Ya lo creo. Y muy malica que me puse. Cuando nació Carmen. Que me quedé en las últimas. Yo pensé que no lo contaba.
—Pues bien guardado que te lo tenías… ¿Tú sabes eso, Andrés?
—Yo no.
—Esas no son cosas para contar a los niños.
—Qué tiene de particular… Aquello sería… un parto con complicaciones. Y siempre no hemos sido niños.
—Bueno, como sea. Tampoco son cosas muy agradables. Y menos para mí, que de no ser por ese hombre adiós muy buenas.
—Y cómo, tan grave, te transportaron por estos sitios. Entonces, que lo más que había eran mulos.
—Pues me trajeron en un carro. Y muy bien atendida de tu padre, que no se separó de mi ni a la fuerza. Eso sí, lo peor fue que el Abajeño me mandó comer habichuelas, cuantas más mejor. Si saldría harta, que las aborrecí, y desde entonces no las pruebo, vosotros lo sabéis. Unas panzadas de habichuelas, que me hicieron ventosear yo no sé el tiempo. Pero también garbanzos y lentejas, no vayas a creerte, que para el caso…
Los dos soltaron una carcajada.
— ¿Y para una cosa así, necesitaste a ese curandero? De siempre se ha dicho que las legumbres son buenas para los convalecientes. Muy indicadas en la debilidad y las anemias. Lo que tú tendrías.
—Es que vosotros sabéis mucho. Ahora. Cuando hay tanto médico y tanta enseñanza. Pero nosotros no éramos tan adelantados. No había nadie tan instruido por estos contornos como el Abajeño, y eso que por entonces aún era joven. Para qué, lo que sabrá ahora.
—Cómo que más sabe el diablo por viejo que por diablo —saltó Rubén.
—Pues eso mismo.
—Lo peor, que de ser medio santo, sólo será bueno a medias —dijo Andrés.
— ¡Bah!, qué sabrás tú.
Pasado el último monte, al fin tomarían hacia el puntal, para alivio de ellos y de la furgoneta, que cogió un meneillo alegre carril abajo como si presintiese que a su término descansaría. La pendiente terminó justo en la carretera y en la casa del Abajeño, a cuyo lado había una explanada, y a su orilla, al fondo, unos cachimanes, ya casi al borde de un barranco.
Una vez allí, Rubén abrió los ojos sorprendido.
—Cuchar oyes, pero si es una era empedrada.
—Pues claro, eso mismo es, una era.
—Y qué podría trillarse en un sitio como éste.
Andrés dudó un segundo.
—Pues qué va a ser, lo de algún llano perdido por ahí arriba. Otra cosa…
La furgoneta paró a un extremo. En mitad de la era había un pequeño muro con una hornacina enrejada, en cuyo interior podía verse una imagen de S. Nicolás.
—Cómo se llama el Abajeño —Preguntó Rubén.
Aureliana bajó la cabeza y se echó mano a la frente.
—Espera que haga memoria… A ver… Sí hombre, si lo tengo en la punta de la lengua. Se llama, se llama… Qué cabeza la mía. Ah sí, se llama Nicolás. Por qué ese acuerdo ahora.
—Por nada. Por gusto. Que de tal santoral tal santo.
Rubén abrió la puerta trasera del vehículo y cerró al momento. Corría un vientecillo que cortaba el cutis.
—Abrigaros que hace frío.
—Coge esa manta de ahí y se la echas a padre por encima de la otra —dijo Andrés.
Pese a no haber otro vehículo a la vista, varias personas esperaban en el recibidor. Pusieron a Nicomedes con su silla junto a uno de los bancos; ellos a la vera, algo inquietos, por no saber cuanto durarían aquellas consultas o lo que fuesen, que, a lo que parecía, al menos cinco de los aposentados eran enfermos. Luego de hacerse con los rostros de los resignados, quedaban a la espera, cuando una mujer calló al suelo desfallecida a punto de descalabrarse. Y a esto, el santo sin salir.
Pues como la cosa se alargara, menudo compromiso, que ni siquiera se trajeron de comer. La urgencia más que nada era por el padre, que ellos al fin y al cabo…
Andrés no se anduvo con rodeos. Se levantó, y puesto en medio de todos, les dijo:
— ¿A ustedes les importaría darnos la vez? Es que mi padre debe respetar las horas de las comidas y de sus medicamentos. Pero como novatos que somos, pensábamos que no habría tanta gente… Porque ustedes serán de este pueblo, o de aquí cerca, verdad.
—Bueno… Una servidora viene de Cortijo Umbrío. Y bien temprano que salimos mi hija y yo. Pero es que, para la vuelta, igual se nos hace de noche, si nos descuidamos. Así que figúrese. Y ella no está muy sana, no vaya a pensarse.
—Cuánto lo siento. En tal caso… Y los demás… ¿nos harían ese favor, si son tan amables?
Mal que bien los otros aceptaron, lo mismo que en permitir que madre e hija fuesen primero.
La entrada al obrador se cubría de un cortinaje de lona, muy medido, y tan bien puesto, que ni aun de cerca se atisbaba el otro lado. Sí que se oía a quien fuese, el Abajeño sin duda, en una rezadera de súplicas y jaculatorias imposibles de discernir.
Andrés volvió a sentarse.
De seguida se puso a conversar con el hombre que había a su vera. El desconocido llevaba un traje oscuro con chaleco y una gorra. Algo que desentonaba, y mucho, con los atuendos informales de los otros. Se retrepaba contra la pared, y pese a mover la cabeza, y girarse hacia su interlocutor, sus dedos permanecían inmóviles, cruzados sobre el vientre.
— ¿Y venir a este sitio da resultado? —inquirió Andrés.
El desconocido bajó la voz:
—Aquí entre nosotros: nada de nada. Como el que tose y se rasca el culo.
Él sonrió.
—Algo tendrá cuando la gente acude.
—La esperanza. Quien no mejora de sus males se coge a un clavo ardiendo. En tanto crea en una salida, no se abandona, y es su propio ánimo quien lo levanta. En comparación, como aquel que no puede más, pero camina y camina en busca de cobijo. Mire, yo vengo por mi esposa. Y con esta ya son cuatro veces. La verdad que ella sigue lo mismo. Pero al menos, si no mejora tampoco desmejora. Su creencia la mantiene. Decirle a alguien que su mal no tiene cura es como negarle la vida.
—Pero lo indicado son los médicos.
—Bueno, bueno… según y como. El médico está al tanto de la cuestión, porque entiende. Pero cuando esté seguro que el enfermo no sanará, debe disimularlo. Y ya se sabe, se puede mentir algunas veces pero no todo el tiempo. Llegados a ese punto, casi mejor prescindir de sus servicios. Es entonces cuando entran estos curanderos, que al desconocer casi todo, pueden comportarse de manera optimista.
—Sí que parece estar al tanto de estas cosas.
—Algo sé. El drama humano del enfermo no me coge de sopetón, fui celador de un sanatorio.
Fuera, pese a la hora, el ambiente desapacible saltaba a la vista. Sólo había que mirar por la ventana para comprobarlo. El viento barría la era de aulagas y hojas marchitas, las que él mismo trajese, pues en aquella panorámica al menos, los árboles y matojos brillaban por su ausencia. Otra cosa pudiera ser del otro lado, hacia los montes. Y justamente, así era. La vegetación podía verse a lo lejos, entre dos barrancos y al inicio de una colina. Y el hombre del traje oscuro explicó, que atrás de la casa, el Abajeño poseía todo un vergel. Justo lo que era regable por un manantial encauzado hasta una alberca.
Y es que, la esperada mejoría del tiempo no se produjo ni salió el sol. Pero en lo referente a aquella estancia al menos, la vivienda era confortable. Sus gruesas paredes la arropaban, y en el reducido aposento el calor de tantos no caería en saco roto.
No transcurrió mucho, cuando, por el olor de las deposiciones y aquel reducido ambiente, Rubén y Aureliana hubieron de sacar fuera a Nicomedes para limpiarlo. Por aquella premura hicieron mutis, y, para el menester, se apostaron en la cara sur del edificio, al abrigo del viento.
— ¡Mira, madre! ¡Parece un huerto!
—Ya lo creo. Ya estaba ahí cuando yo vine. Este hombre es muy apañado. Todo lo lleva muy en condiciones, y de lo que planta sirve de sobra a su familia. Y también le sacará partido. Remedios de hierbas y cosas así.
—Entonces… Está casado.
—Sí que lo está. Ellos son de Minaschica, creo. Aunque quiero recordar que antes vivían aquí. Claro… Por entonces la mujer también estaba.
Rubén no pudo evitar asomarse.
— ¡Ahí va! ¡Menudo jardín!
Auleliana terminó su faena y anduvo con los desechos hasta el borde del barranco. En un socavón los dejó caer.
Al fin les llegó el turno. Las aldeanas ya habían salido cuando el Abajeño alzó la lona y les gesticuló para que entrasen. La estatura del "santo" no era común, pues superaba con mucho la de cualquiera de los venidos. Pero es que, sus largos cabellos y la barba aún le ofrecían ciertos aires de fortaleza. Llevaba una túnica hasta los pies de color gris que tasadamente le cubría los brazos. Aun sin capucha, de no ser una chilaba se le parecía mucho.
Pusieron al anciano en el centro del obrador como el curandero les dijera, y ante el altar. A un lado había la imagen de una santa, y al frente, un crucifijo y la supuesta virgen. Rubén quedó perplejo nada más verla. La figura, de medianas proporciones, más que de virgen daba la impresión de una estatua griega. O romana, que él, en aquello no estaba seguro. No pudo por menos que cuestionarse de dónde procedería. A lo mejor la desenterraron por casualidad con el laboreo de la tierra y les vino que ni pintada: aquel era el sitio de la aparición, y la estatua su imagen milagrosa. Pero esta conjetura no sería muy correcta por cuanto que el lugar hubiera sido santificado. Y ello no era del dominio público.
El obrador se salía de lo corriente. Por lo alto, el conjunto se completaba con unos velos desde las esquinas a la media pared contraria, y pese a su buen sentido, por el suelo todo aparecía sembrado de flores, juncos, hierbas y retoños, como un desbroce sin pies ni cabeza.
El hombre asió el crucifijo que traía al cuello, y comenzó a hacer cruces ante el rostro de Nicomedes, mientras recitaba una letanía, no más entendible que el bisbiseo de sus labios. Al pasar la cruz ante sus ojos, Nicomedes abría la boca, seguro que más por sus ganas de comer que de sorpresa. Por su parte, Aureliana cruzó sus dedos, llena de satisfacción, creída de que la mejora de su marido ya era evidente. No así Andrés, que a la enésima cruz cogió la mano al Abajeño y se la retuvo.
— ¡Déjelo ya, eh! Con eso ya tiene más que de sobra.
El santo pareció confundido.
—Por mí… como digan.
Y tornó a pasearle, arriba y abajo, el crucifijo, esta vez sin llegar a la cabeza.
Luego sacaría un incensario, que osciló por cinco veces.
De seguida se puso a ungir al impedido, primero en el pecho, luego en los pies.
Ya se creían libres de aquel oficio, cuando el curandero cubrió al desventurado de hierbas y ramajes hasta los ojos, al tiempo que lo bendecía.
Al fin, tras las últimas rogativas, de un vasar bajo los velos, el oficiante sacó una garrafa de plástico que entregó a Rubén.
—Esta unción, para poner todos los días, en pecho, brazos y piernas. Pero no se bebe, ojo.
—Sólo faltaría eso —murmuró Andrés.
— ¿Cómo dice?
—No… que digo…, que ya sólo faltaría eso. Que yo iba echando en falta algo, pero no sabía lo que era.
Rubén se tapó la boca por no reírse.
El Abajeño se recompuso la barba, lo miró de soslayo, y volteó los ojos hacia el enfermo.
—En fin… Si Dios quiere y lo tiene a bien, verán como hace que se mejore, que a fin de cuentas un servidor sólo es un intermediario.
Los cuatro esperaban ante el oficiante a lo que hiciera luego, pero él ni se movió ni nada dijo.
—Pues venga, díganos que se le debe —saltó Andrés.
—La voluntad —Y al decirlo apretó la boca.
—Pero la voluntad… Cualquiera sabe la voluntad…
—Tres mil. Si ustedes lo ven bien.
Andrés cerró los ojos y estremeció la cabeza.
— ¿No se habrá confundido? Querrá decir trescientas.
El Abajeño se giró hacia un pedestal que había al lado.
—Mire en la cestilla —En su interior sólo había billetes de mil— Es lo normal. Menos para los que no tienen posibles.
Él no pudo callarse.
—En eso también se incluirá el agua bendita…
El abajeño no dio muestras de que aquello le ofendiese.
—Ya lo creo. Pero no se equivoque, no es agua bendita como usted dice, es un ungüento de hierbas medicinales. Y no es fácil de preparar, no crea.
Andrés echó mano al bolsillo de su chaqueta y la retiró al instante.
—Pues venga vámonos. Ahora le pagamos, eh.
Ya en el recibidor, se fue hacia el hermano y le susurró al oído:
—Tú cuánto tienes.
—Unas ochocientas.
—Pues yo mil. Mira tú que discante… Como no sea que… Pero mejor que lo veamos fuera, a solas.
Los tres, con el enfermo, se apartarían para la era, pero el frío les obligó a salir como aventados hacia los muros.
— ¡Jesucristo! ¡Qué frío! ¿No sería mejor acercar la furgoneta? —inquirió Aureliana.
No pareció que ellos la escuchasen, pues siguieron empujando la silla del progenitor, al abrigo de las tapias, como si tal cosa, hacia los cachimanes. Allí fue distinto.
— ¿Y el dinero, madre? —le preguntó Rubén.
—A mi me lo dices… Ay, hijo, ¿yo dinero? Pensé que vosotros os encargaríais.
—Pero hay que ver, eh. Tantas vueltas como has dado y no pensaste que habría que pagar.
— Porque confié en vosotros.
Andrés encajó los dientes y dio una patada en el suelo. Pues por su parte no se irían de fiado, ni hablar. A saber si el Abajeño se miraba en esas cosas, y a mal decir se enteraba todo el mundo. Lo único que hacía falta, que aquello estuviese en boca de todos cuando él volviera a Minaschica.
—Por qué no te llegas al pueblo y traes algo.
— ¿Que me llegue al pueblo…? —Rubén quedó sorprendido— Y lo dices así, por las buenas… Y cómo no… andando tendría que ser.
—Que no hombre. Que no te enteras. Que es a Minaschica. Sólo está a la vuelta de aquella curva. Puedes ir con la furgoneta si quieres. La caja de ahorros queda nada más entrar.
—Mejor que vayas tú. Yo no tengo carné ya lo sabes, y apenas sé conducir.
—Como quieras. Pero cuidad bien de padre. Y por nada del mundo entréis, que este sitio, al menos a mí, me ha echado sal en la mollera.
—Anda, no te preocupes, y vete ya. Pero ven pronto.
Entre los cuchimanes de junto la era, Rubén divisó un charnaque. La medio choza les venía que ni pintada. Mal que bien allí podrían mitigar el frío y refugiarse del viento, pues su entrada no abría hacia el norte. Por lo que pudo ver en su interior, seguro que allí guardarían la máquina de aventar. Aún quedaban las maderas de la torva y dos travesaños del acribador. Seguramente, alguien se la llevaría cuando las nuevas máquinas aparecieron y quedó obsoleta. Aunque, la verdad, poco provecho habrían sacado de un trasto así que en su mayor parte se fabricaba de madera.
Aureliana se acurrucó en el suelo junto a su marido, envuelta en una manta nueva sin usar, de las que Andrés llevaba en la furgoneta, y no pareció que ni el uno ni la otra temblasen de frío. Todo lo contrario, Nicomedes tenía el rostro sonrosado del calorcito, y seguramente ella, que cualquiera sabe, pues nada se le veía salvo los ojos. No era el caso de Rubén, que cierta destemplanza le hacía estremecerse. Y por entrar en calor abandonaría la choza para darse un garbeo a paso rápido.
Nada más salir, en mitad de la era descubrió a una mujer que andaba de rodillas. De aquella postura, por lo visto, daba vueltas en torno al murete del S. Nicolás.
—Mal tiempo para un sacrificio como el que se trae, señora.
La mujer, interrumpida la marcha, se sentó sobre los talones.
—Y que quiere que haga, si lo dejo hoy ya no me vale la promesa. Para cuatro que me quedan… Es por mi hijo, para que salga bien de su operación.
—Y cuánto le falta para terminar hoy.
—Sólo quince vueltas.
— ¿Pues dónde ha hecho las otras? Aquí no. Yo al menos no la he visto.
—Porque estaría detrás del murillo. Descansando.
No era mala su promesa, no. Ir de rodillas sobre aquel empedrado que pese a las vendas protectoras le magullaría la carne, el hueso y hasta el alma.
— ¡Levántese ya, mujer!, ¡que ya ha cumplido de sobra!
—Pero es que son treinta y cinco vueltas.
Lo miró resignada.
—Que no. Que con las que ya ha dado tiene bastante. Las demás sólo sirven para hacer méritos. Cuando yo no lo sepa…
—Que se lo habrá dicho el Abajeño…
—Justamente, el Abajeño.
—Siendo así, me callo —La mujer se levantó— Pero, ¿y los cuatro días que me faltan?
—Pues lo mismo. Pasando de la mitad, es gana que usted tiene. El resto se echa para curarse en salud. Para que sobre, vamos.
Ella vio el cielo abierto.
—Nunca te acostarás sin saber algo más. Y que no me disgusta, no vaya a creerse.
La mujer le dio las gracias, y cogiendo el hatillo de junto a la hornacina, se santiguó, para, ipso facto, coger apresurada hacia la carretera.
Rubén no sentiría el menor remordimiento por soltar aquella trola a la mujer, ni entendería, que para pedir por alguien hubiese que pagar una factura tan dolorosa.
Cuando regresaron, Nicomedes hijo apareció ante la vivienda, envarado y tieso como un pasmarote Por su cara de resignación era fácil adivinar que haría mucho que esperaba. De pie contra la puerta, solo e impasible, cualquiera diría que meditase.
—Anda, pero si es Nico.
Aureliana bajó de la furgoneta que le faltaba tiempo. Llegó hasta él y lo cogió por los brazos.
— ¿Cómo es que estás aquí afuera, con este el frío?
—Y dónde iba a estar. Si tuviera la llave…
—Que la has extraviado… Casi seguro.
—Qué no. Que no es eso. ¿No te acuerdas que se la dí a Andrés porque faltaba una?
—Ay, yo no recuerdo tal cosa, hijo.
Nicomedes hijo se acercó a su padre cuando lo bajaban y lo cogió por el hombro. Ya no lo soltaría hasta que entraron en la casa. Llevaba un chaquetón de piel negro, agrietado por el uso, y una gorra marrón. Pese a ser mellizos, más parecido tenía con su otro hermano que con Andrés; pero más por la pinta, que sus ojos eran saltones, la nariz roma, y cuando hablaba apenas movía los labios. Con todo, era el más corpulento, y muy tranquilo en sus ademanes.
Mientras Aureliana preparó la comida, Rubén trajo la leña para el fuego, lo encendió, y puso a calentar café. Ya ante la chimenea los cuatro hombres, ella se les acercó.
—Mira Nicomedes, Nico está aquí.
Inusitadamente el padre lo miró.
Eso quiso ver ella, que no pudo menos que acariciarle el rostro, emocionada.
—Ay, madre mía… si ya lo dice todo el mundo, este Abajeño tiene manos de santo.
Rubén torció el gesto.
—Con santo o sin santo, por un viaje tan movido puede ocurrir cualquier cosa.
—Pues tú bien que te resistías. Y muchas pegas que le has puesto.
—Vale… Como tú digas. Qué no quisiera yo para él. Y ojalá fuera, que volvería a llevarlo las veces que haga falta.
Andrés se levantó de su silla y fue hasta la mesa. La garrafa con la unción del Abajeño aún estaba allí. La destapó, quiso olerla, y el tufillo lo tiró para atrás. Como la madre había vuelto a la cocina, la ocasión le vino que ni pintada.
—Haz el favor, Rubén, cuando ella no te vea, de tirar este mejunje. Limpia la cantimplora y la rellenas de agua, con un poco de manzanilla o café, o de azafrán si llega el caso. Pero que madre no lo note. No vaya a ser que cojan una infección con esta porquería.
XXI
Serían las siete de la tarde. Y no es que el bar estuviera abarrotado, pero le faltaba poco. Tal como Braulio le dijera, Roque estaba allí. Por el ambiente familiar y los grupos en torno a las mesas más se diría que la mayor parte de los clientes fueran asiduos. La mayoría jugaban al dominó o a los naipes, no faltando los conversadores a secas o algunos solitarios en la barra, que a lo mejor esperaban a alguien, o como Roque, que solo en una mesa, y ante un vaso de vino, parecía que divagase. El Príamo tenía la pinta de un local con pretensiones venido a menos. Por sus paredes figuraba con profusión el rey troyano en amplias litografías de variadas imágenes: la de un anciano canoso, con barba y un bastón a modo de cetro; el grabado sobre un ánfora de la muerte de Príamo por Neoptólemo; y otros actos de que el rey fuera protagonista. Seguro que quien montó aquel local habría de ser persona culta, y que pensara destinarlo a lugar de encuentro para intelectuales y tertulias. No tendría éxito, y lo traspasó. Para quien lo regentase ahora, más prosaico y menos pretencioso, parecía cumplirle mejor como taberna.
Rubén se dirigió hacia el solitario Roque, que al verlo pareció confuso.
—Qué, ¿no me reconoces?
—Claro que sí. Lo que no sé… Me parece… Ah, ya… de cuando la junta en la casa de campo.
—Si señor.
El otro dio una palmada sobre la mesa y acercó una silla.
—Siéntate —Rubén no necesitó que le rogara— ¡Luís…! —Llamó— Qué vas a tomar.
—Lo mismo.
— ¡Ponte una botella, Luís!
Roque apuró su vaso y encendió un cigarrillo.
—Estoy esperando a unos compañeros. Ya no han de tardar.
—Por mí no te preocupes, eh.
—Haya paz, hombre, que son de confianza.
Ambos quedaron la mirada fija en el camarero.
Rubén no se demoró en preguntarle:
—Oye, tú sabes algo de Fabián.
—Qué va. No tengo ni idea. Andará por los madriles. O en Valencia. Vete a saber.
—Pues la cosa, que yo quería veros… —Rubén se interrumpió.
—Y qué tal te fue aquella noche. No volviste con nosotros.
Anda éste, pensó, ni siquiera sabe que me detuvieron.
—Aquella noche dormí en la comisaría. Y fui el único, que yo sepa.
—Anda ya. Pero si yo te vi corriendo por el patio, detrás de la casa.
—Te confundirías. Figúrate, fueron a llevarse al menos indicado. Y la cosa, que en todo este tiempo no me lo he podido quitar de la cabeza. A lo mejor pensasteis que todo aquello fuera por culpa mía.
Roque soltó una carcajada.
—Y qué te hace pensar eso, hombre.
—Como todo fue tan precipitado… y yo no era de los vuestros…
—No pienses cosas raras. Esa gente se las sabe todas. No ves que están para eso. Y de todas formas, qué sabías tú de cómo ni de dónde. O es que Fabián te dio algún detalle.
—Ninguno. En eso tienes razón.
El tal Luís vino con la botella y un vaso. También les puso un platillo con patatas fritas.
— ¡Una entera y unas patatitas saladas! —dijo el camarero.
—Ponlo en mi cuenta, eh.
— ¡Marchando!
Lo que Roque había dicho, sería todo lo razonable que él quisiese, que lo era, pero por su parte, Rubén, sólo ahora quedaba satisfecho. Por nada del mundo transigiría en que lo considerasen un soplón. Él, una persona tan cabal e independiente, que, no obstante, si en algo se decantaba no era ni mucho menos a favor del poderoso.
—Cuál es tu profesión.
—Soy ferrallista.
—Siempre en la obra, como es lógico.
—Más o menos. Soy jefe de grupo. La peor parte la llevan los otros. Y hasta te puedo dar trabajo, si quieres. Aunque ya sé que no lo necesitas. Porque tú estudias y ejerces de panadero, según dijiste. Y no sé que otra cosa.
Digo, de panadero —Pensó él— Ayudante y gracias.
—No soy panadero, sólo ayudo en el horno. También ejerzo de bedel en el instituto. No necesito otro trabajo por ahora.
Roque se encogió de hombros.
—Oye, cómo te has encontrado conmigo. Ha sido por casualidad o porque sabías que estaba aquí.
—Más bien eso. Me lo dijo Braulio.
— ¿Braulio?
—Braulio el de la Pola.
—Ah, el de Las Barrancas. Que tú lo conoces, no.
—No hasta el otro día en que quise conocer aquello. También estuve en la parroquia, pero D. Carlos no estaba.
—Amigo… Una gran persona este Carlos. El sostén de la barriada. Y me quedo corto. A su manera también nos echa una mano con la plataforma. Y que su figura es intocable. Con ser de iglesia, y su prestigio en Las Barrancas, lo que él hace va a misa, y nunca mejor dicho.
—Me gustaría conocerlo.
—No es difícil.
—Pues la verdad, me extrañó que tanto como referisteis Las Barrancas en aquella junta, los de la plataforma no seáis muy conocidos allí.
—No te extrañe. Como siempre tratamos de pasar desaper-cibidos. Y nosotros, en realidad, nada resolvemos, no es nuestro cometido, sino el remover las conciencias e incitar a la subversión. Somos más de ideas que de acciones.
—No sé que decirte, que a veces es peor el remedio que la enfermedad. Pues acciones sí que hay. Y a fin de cuentas, de por sí, de qué vale la idea.
—No mucho desde luego. Según para quien. El régimen está muy consolidado y al final la economía funciona. Los problemas de fondo subsisten, pero con la panza llena los ojos miran para otro lado. La verdad, que a veces uno se pregunta si vale la pena dar coces contra el aguijón.
—Y más, sabiendo que antes o después los aguijones acaban por deteriorarse.
Roque rió.
—Ya lo creo que envejecen y mueren. Lo que hace falta, que los que vengan luego no sean tan venenosos. Porque han de venir. No es bueno dormirse en los laureles, ni comulgar con ruedas de molino, porque vengan de arriba y no podamos evitarlo.
—Ahí está la clave, en la forma de lucha. En cómo actuar. Si oponiéndose al poderoso, que te machaca, o entrando en sus filas para transformarlo. La confrontación o el entendimiento.
Los dos se miraban, presas de su coloquio, y ninguno vino a reparar en los recién venidos que de pie junto a ellos se sonreían.
— ¡Señor Roque…! ¡Y la compaña!
El ferrallista alzó la cabeza, sorprendido, lo mismo que haría Rubén, igual de suspenso.
— ¡Hombre…! la feliz pareja… Ya casi me olvidaba de vosotros.
—Se nos ha hecho tarde.
—Nunca es tarde si la dicha es buena. Mirad, os presento a Rubén. El amigo reciente. Mira Rubén, estos son Juan Pedro y Hortensia.
Él se levantó para estrecharles la mano.
—Mucho gusto.
La amiga era alta y de pocas carnes, lo contrario que él, de menor estatura y más rollizo. Al requerimiento de Roque ambos se sentaron, cosa que Rubén declinó.
—Perdonad, pero he de irme.
—Cómo te vas ir, hombre. Al menos espera un poco y conoces a mis amigos.
—Ya me gustaría, pero es tarde, y a mi novia le escamará que aún no haya ido.
—Siendo como dices, como quieras. Hacer esperar a una dama, no es aconsejable. Pero nos vemos otro día, eh.
—Lo mismo digo. Ya sabes que yo paro en casa de Fabián.
—No te preocupes.
—Mucho gusto en conoceros.
Ni su novia lo esperaba ni ella sabía que fuese a ir. Ya iba siendo habitual en él presentarse de improviso. Pero aquel día la sorprendió por partida doble. Llegó hasta su cuarto y tras el beso la hizo recular hacia la cama, entre un sobeteo enajenado y unos apretones fuera de lo común. A Isabelita le dio por reír y cayó sobre el lecho sin más hechura.
—Cómo vienes hoy…
— ¿En que lo has notado? —Vino a caerle encima.
Acto seguido se arrebujó hacia ella por detrás y contra la pared que más parecía apuntalarla.
—Pero, chiquillo, y esto…
—Pues que de hoy no te escapas.
Le remangó el vestido, le descubrió los bajos, y un breve toqueteo fue preámbulo a la larga entrega. No hubo más comedi-miento. Aún medio desnudos, él quedó contentado y ella plácida.
—Uy, Rubén, que no es lo que yo creía.
—Y qué quieres, estas cosas no tienen remedio.
—Pero yo pensaba que de primeras sería desagradable.
—Y cómo ha sido.
—Todo lo contrario. Como un voltear de campanas y hartarse de azúcar.
Rubén rió descontrolado.
—Pues si el plato te va, puedes repetirlo, que la casa invita.
Ella sonrió con complacencia.
—Qué cosas tienes. Todavía lo degusto, ¿y ya quieres que repita?
—Más vale que sobre que no que falte.
La mujer se levantó y se recompuso el ato, para ir a la pequeña toilette, junto a la entrada. Desde allí le dijo:
— ¡Tú si que estás sobrado! ¡Que a saber!
— ¡Por qué lo dices!
— ¡Por nada! ¡Para mí que tú estás más corrido de lo que aparentas!
— ¡Cuando he llegado sí, pero ya…!
Isabelita vino hasta él.
—No te hagas el tonto. Sabes a que me refiero.
—Pues sí lo dices por eso, sí que he tenido alguna experiencia, para qué te lo voy a negar.
Ella apretó los labios y frunció el ceño.
—Ah, pues mira. Y quién es la agraciada. O yo no la conozco. Porque no será alguna de Zurgina.
—Y qué importa. Aún no éramos novios.
—Puede ser. Aunque tú ya me querías, verdad.
—Tú sabes que sí.
—Pero como yo no te hacía caso…
—Mujer, no compliques las cosas. Fue algo fortuito, y ella la que me enredó. Sólo eso. Además, tiene novio.
—Ella tiene novio, claro, que si no lo tuviera… Y de dónde es esa amante tuya de ocasión.
Rubén se puso tenso.
—Pero qué amante de ocasión ni que niño muerto. Ella es la hija de mis caseros.
— ¡Ole! Ahora si que te explicas. Pues menudo chollo el tuyo, que tienes la puta en casa.
Rubén saltó del lecho.
—Mira niña…, dejémoslo como está. Si una aventura de tan poca monta, tanto te desasosiega, mejor que te lo pienses… ¿Sabes que voy a hacer…? irme. Tiempo tendrás de replantearte lo nuestro, vale.
Ya iba hacia la puerta cuando Isabelita se le interpuso.
—Espera, no te vayas. Sólo te pongo una condición. Que cambies de alojamiento.
Rubén se encaró a ella.
—Si me pides eso, es que no confías en mí. Esa muchacha, esa niña diría yo, para mí no representa nada absolutamente. Ni me atrae siquiera, oye. Y no puedo faltar a mi palabra con D. Adolfo, que además me proporciona la manutención. Aparte de que aquel sitio me gusta.
—Muy bien. Pero si continuas bajo el mismo techo que esa… lo que sea, no te desagradará tanto. De permanecer allí, mi relación contigo ya no será la misma.
Aquellas palabras lograron enternecerlo.
—Oye, y por qué no nos casamos.
Ella se quedó inmóvil como una estatua. Luego lo miró despectiva.
—Tú no estás bien, eh. Pues menudo casorio… Que yo tenga el puesto apalabrado, si es que termino ahora, tampoco significa mucho. Casarse, no es un huevo que se eche a freír. Distinto sería si yo quedase embarazada. Ojalá que no. Que ante eso…
Rubén no pudo evitar reírse.
—Con sólo una vez…
—Quién sabe. Y que visto lo visto, a partir de ahora ¿quién le pone los cascabeles al gato?
El otro alzó la mano.
—Eso sí es hablar con cordura, ves. Menuda gata estás tú hecha. Anda, dame un beso y no te aflijas. Veré si puedo complacerte.
XXII
El lunes la llamó por teléfono.
—Oye, por qué no te acercas por aquí.
—Qué pasa, ¿no podrás recogerme?
—No es por eso. Es, porque conozcas a esta familia, así comprobarás de primera mano que yo no podría engañarte.
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