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Rubén, o la subversión heterodoxa (página 2)

Enviado por Fandila Soria


Partes: 1, 2, 3, 4, 5

Rubén había pasado la escuela de forma cabal. Estaba orgulloso de que así fuese, porque siempre destacó, y, por supuesto, por haber conseguido el certificado de estudios que le aseguraba para las enseñanzas medias. Pero hete aquí, que pese a las virtudes del chico y la voluntad de sus familiares, no hubo para él otra ocupación que la del ganado. No obstante, de un tiempo a acá, la vena intelectiva renacía en él con vehemencia.

Terminó arrinconando su afición por las flautas, que construía con esmero mientras las ovejas abrevaban junto a los cañaverales del fondo, y de arrancar notas a sus pitos de caña, pasó a extraer los saberes de cuanto libro caía en sus manos. Y no serían pocos los que su comadre, la mujer de Gaspar, le ofreciera. Era cierto, aunque por ello en nada desmereciese, que aquella transformación fue debida a un hecho insólito. Observó desde el principio, que si tocaba la flauta, la música no amansaba a las fieras, ovejas en su caso, sino que, pese a su maestría con el instrumento, los animales terminaban por ponerse nerviosos como si sus notas les incitasen a andar, hasta el punto, que salían pitando. Las ovejas arrastraban los bocados de mata en mata sin pararse en ningún sitio. Y allá que había de seguirlas Rubén, incómodo, por no explicarse el motivo. El muchacho pensó, si no sería que cuando las adquirieron ya viniesen repuntadas porque las instigasen a compás del instrumento, y tal actitud se iría pasando de unas a otras. O que por alguna causa, aquel sonido no iba con la quietud de sus animales. Por descubrirlo no se quedó con las ganas, e improvisó otro artilugio, colgando de una madera sus cencerros, y que al golpear sonaban cabales con las distintas notas. Mas, pese a que tales toques se suponían propios del ganado, ocurrió lo mismo. De aquello, dio en pensar en un mal augurio y que él no había nacido para el pastoreo; cuando realmente dominaba el oficio como el que más. Desde entonces tornó sus ojos hacia los libros, en cuya lectura ocupaba las horas, mientras, no lejos de él, las ovejas pastaban a su antojo. Con todo y con eso, siempre hallaba un hueco para ir donde las trampas y cobrar la pieza si era el caso. Pero lo habitual sería, aunque aquello no le entusiasmaba especialmente, colocar las redes ante las madrigueras y esperar. Nada fatigoso que se dijera, y con ello contentaba a los suyos, que de llevar la caza, lo recibían con satisfacción.

II

Aquella noche, Rubén tuvo un mal sueño. En él veía, juntas, tantas ovejas, que la llanura blanqueaba de parte a parte como si un cielo aborregado hubiera sido. Como en una marabunta, los animales corrían en tropel hacia unas lomas y nada más rebasarlas desaparecían. El pastor salía tras ellos, para constatar que allí no estaban, se habían esfumado sin dejar huella. Luego los vio reaparecer mucho más allá, y cuando la mayor parte se ocultaban de nuevo por el horizonte sólo unos pocos permanecían en el aquel sitio. El sueño se repitió una y otra vez y con el mismo resultado. La pesadilla le hizo despertar, y ya no logró dormir de forma concluyente.

—Si ya me lo barruntaba yo —se repetiría luego, al acabar una jornada de no pocas tribulaciones.

Era su costumbre llevar el rebaño hasta el manantial a media tarde. Cuánto más fácil era bajar con el calor y subir con la fresca. Allí, los animales saciaban su sed y podían sestear a sus anchas en el pequeño oasis. Y en tanto las ovejas rumiaban su pacer presuroso de medio día, el pastor se solazaba entre las cañas, abstraído en sus pleitas, sus pitos o sus figuras de palo. Mas, esta vez no se sentía con todos sus perejiles, y sí, sin lugar a dudas, falto de sueño. Relegó sus manualidades, y acurrucado bajo el saliente de roca, terminó por dormirse. La cosa fue, que Hilario, el colega que pastoreaba las tierras limítrofes, y que solía abrevar sus reses al mediodía, hoy vino a coincidir con él a la misma hora. Cuando el intruso cayó en la cuenta era demasiado tarde. No se apercibió que el otro estaba allí hasta echársele encima. Los dos rebaños se juntaron, sin más compostura. Rubén oyó entre sueños el ajetreo sin darle importancia. No era raro que los animales se moviesen inquietos de su motivo. El otro, cuando se percató, comenzaría a dar voces, conminando a las reses porque desistieran, sin conseguirlo; los ovinos, sedientos, no cejaron en su corrida buscando el agua.

— ¡Pero qué has hecho, desgraciado! —gritó Rubén desde su refugio.

— ¡¿Yo…?! ¡Lo mismo que tú, supongo, que a saber donde te habías metido! ¡Vaya un pastor que estás hecho!

Rubén salió de la oquedad.

— ¡Que a lo mejor no sabías que yo siempre vengo por la tarde!

— ¡Y qué! ¡Y aunque así fuera, tampoco tendrás hora fija! ¡Que yo recuerde!

— ¡Mala memoria tienes, compadre!

Tiempo tuvieron los dos para el apaciguamiento después, que puestos a la sombra, dieron larga a las ovejas, y a ellos, para hablar hasta por los codos como suelen los del oficio. A la postre un único rebaño ahora copaba la hondonada y los cañaverales.

Recordaron la pela del año anterior, y como los esquiladores se emplearon a fondo para terminar ambos ganados en dos días. Por allí no quedaba ya quien ejerciese el oficio, y aquellos profesionales se buscaban como la lumbre. Ni más ni menos que de los confines de la provincia, por la serranía, donde aún el pastoreo era abundante, llegaban aquellos muchachos, que resultaron tan diestros con la tijera como parcos en la conversación. Era de verlos, como atrapaban el animal entre las piernas, que no se les iba, y en un santiamén la oveja quedaba monda y lironda y adornada de rojo con más de un corte. Pero nada que temer, que allí estaban los dos pastores para ponerle remedio. Un chorreón sobre la herida de una redoma que los esquiladores llevaban, era suficiente. Aquello resultó de lo más efectivo. El mejunje comenzaba a hervir sobre la piel de los animales que se precipitaban dando saltos hacia la salida. Y es que, si aquellos profesionales eran efectivos, tampoco es que fuesen muy delicados que se dijera.

—Y cómo le daban al vino, eh —decía Hilario.

—Ya lo creo. Pero eso sí, sólo cuando descansaban.

—Y, cuando les preguntó el Gaspar si estaba bueno…

—Como que uno decía que le notaba un cierto dejo a agrio.

—Ya verás… De las dos garrafas que les traía el amo, para mí que no quedó ni medio litro. Y que nadie más las tocó, que yo sepa.

Luego de sacar tantos argumentos, sobre las ovejas más que nada, como era lo propio, y que el sol fuese declinando, se acercaba la hora de poner fin al sesteo.

—Oye, y qué tal la Isabelita.

Rubén se ruborizó un tanto.

—Isabelita es dura de pelar.

—Pues ya sabes, "con paciencia y una lima…"

Ambos soltaron una carcajada.

—Anda que tú puedes hablar… Para mí que tu pretendida ni sabe tal cosa.

Hilario sonrió.

—Y que tú la conoces, seguramente, para que lo digas…

Ahora venía lo bueno: qué hacer para separar los animales.

Era ésta la cuestión ineludible que ambos soslayaran.

— ¿A ver quién deslía esta madeja, compañero? —dijo Rubén.

El otro se rascó el cogote y se recompuso la gorra.

—Ya me lo vengo pensando —cerró un ojo y caviló— ¿Y si apartamos los carneros y unas cuantas ovejas? A lo mejor, las otras se les van detrás…

Rubén hizo un amago de sonrisa.

—Pero qué cosas tienes… Prueba a ver. Por mí…

—También podemos trabarlas.

— ¿Lo dices en serio? —Lo miró sorprendido— Más de ochocientos animales…

—No tantos. Sólo la mitad. Unos trescientos, que serán los tuyos, si no me equivoco.

—Eso, trescientos. Y los trabamos con esparto, claro.

—Pues no será porque no hay.

—Qué loquito estás… Anda vámonos, que como no sea en los corrales…

III

La lentitud con que el ganado subía exasperaba a los pastores. Era, como si de ajenos unos con otros, los animales no encontrasen su lugar en la inflada tropa. La pelotera de ovejas se disgregaba, para rehacerse de nuevo en una aglomeración prieta que a duras penas podía moverse. Ellos no cesaban de instigarlas; y lo hacían cada uno por su palillo, más por no ir juntos y discutir que por forzar la subida, que bien complicada era.

Al final, Hilario se lo pensó y vino hasta él.

—Si estuviera aquí mi Sarao…

— ¿Quién es tu Sarao? ¿Tu perro?

—Ése sí que sabía llevarlas.

—Que se te ha muerto quizás.

—Qué va, que está vivo y coleando. Enfermó de los remos. En la casa queda todo el día, aunque no por su gusto. El pobre sale tras de mí cuando me vengo hasta que ya no puede y se le doblan las patas, y allí se queda achantado como un bulto. Pero para comer poco le estorba, que está bien lustroso, y rollizo como un tejón.

—Un perro, como no sea un perro de verdad, es un estorbo.

—Pues si lo llegas a ver… Cómo arreaba mi Sarao… Mejor que yo, oye.

Rubén sonrió, mientras se dijo: —Para hacerlo mejor que tú no hay que darse mala vuelta.

Al fin enfilaron llano adelante para la majada de Rubén, por ser la más próxima. El redil era muy espacioso y aún se ampliaba de dos corrales a la vera como aquel que dice. Cuando el muchacho consideró, que el cerrete, de lejano ni se distinguía aún, se lo llevaban los demonios. Y como la noche les sorprendiera sin rematar la operación, hasta otra mañana ya podían despedirse. Para eso, que al amo le diese por venir; qué fatiga. Seguro que a Hilario le atormentaba lo mismo pero más cargado de bombo. Tras aquello, él tendría, además, que trasponer con los animales hasta su majada.

Suerte que las ovejas iban comidas, y una vez en lo alto no hicieron ni por pacer, sino que andaban sueltas y sin agobios, o tal les pareció a ellos; y hasta creyeron que las dos facciones se desligaban, cada una para su querencia. Vana ilusión, pues al rato terminarían tan juntas y revueltas como habían venido.

Por fin se cumplió el encierro.

Rubén miró a Hilario, que, algo mohíno, descansaba sobre un muro. Éste miraba las ovejas, los ojos atravesados, que no parecía que a su vista fuera a regoldar de satisfacción precisamente, sino a maldecirlas.

Rubén, aún sobre el improvisado asiento, no paraba de mover las piernas. Hasta que miró su reloj y dijo:

—Se nos va a hacer tarde, eh.

—Lo más seguro —reafirmó el otro.

Pero ni hizo por estremecerse, ni daba muestras de que lo fuera a hacer.

— ¡Pues venga, ya puedes empezar! —dijo Rubén.

— ¡Cómo que ya puedes empezar…! ¿Y tú?

—Yo estoy disculpado —Sonrió mirando para otro sitio.

—Que tú eres menor de edad seguramente… Pues la llevamos clara, eh. Y si yo tuviese que hacerlo solo, ni en toda la noche.

El sol bajaba con apremio y el quehacer no pintaba breve que se dijera.

Rubén saltó de la tapia y se abrió paso hasta la salida.

—Vamos, empieza a señalar; y acerca, que yo las saco.

—Las tuyas, querrás decir.

—Si te las conoces…

—No lo creo. Aunque tú si conocerás las mías seguramente.

El otro soltó una carcajada.

—Es broma, hombre.

—Seguro. Mejor será que entresaquemos las tuyas y las saquemos, que cuando me vaya, tiempo tendrás de meterlas.

Rubén se avino sin más, que ya lo estaba desde que llegaron.

Entre los dos: esta es mía, esta es tuya, cógela, déjala… lograron separar los animales con tal prontitud que aún no era de noche cuando todo un rebaño quedaba fuera y el otro dentro.

El colega ya se había ido. Rubén contaba y contaba una vez y otra.

Por más que lo hizo la cuenta no era cabal.

Subió al cerrete y oteó en la lejanía. Una nube de polvo delataba el regreso hacia el redil de Hilario con sus ovejas. Ni corto ni perezoso echó a correr, por alcanzarlo antes de que el sol se extinguiera. Descansó varias veces, y otras caminaría jadeante, hasta que, llegado a un punto, abocinó la boca con las manos y silbó repetidamente. Después gritaría con todas sus fuerzas. De esta, Hilario giró sobre sí y agitó la gorra. Ambos compartieron la distancia para juntarse a medio camino.

—Qué quieres ahora.

Rubén, más serio que un ajo, le repuso:

—Creo que te has pasado un poco, no.

—Un poco, de qué.

—Pues que te has quedado con ovejas que no son tuyas, ni más ni menos.

—Con seguridad que no —Le bailaron los ojos— Habrás perdido la cuenta.

—Sí… la cuenta… Me has cambiado diez primalas. Y de las viejas, por lo menos catorce, de las mejorcicas.

—Y que a lo mejor tú no tienes nada que ver, vamos. A ver si la confusión fue tuya.

Rubén hizo un gesto despectivo.

—No me líes, anda. Y las cuatro de menos qué.

—Claro. Y también te faltarán cabras…

—Tú sabes que cabras no tengo. Por lo demás, las cuentas no salen.

Hilario se encogió de hombros.

—Y a mí qué. Se te habrán perdido. Pero tiempo habrá mañana para aclararlo con luz del día.

Rubén apretó la boca.

—Yo sí que me estoy aclarando de lo que tú eres.

La cara del otro se encendió como la lumbre.

— ¡Oye! ¡Pero tú qué estás diciendo…! No pensarás que yo…

—Pues eso mismo.

— ¡Maldito seas! ¡Eso sí que no me lo aguanto!

No había terminado de decirlo, y empujó a Rubén, con tal ímpetu, que cayó de espaldas. Éste, más pareció que viniera avisado, pues tocar tierra y levantarse fue todo uno. Al momento arremetería contra él a puñetazo limpio, que si no se protege, allí acabara todo. No obstante, Hilario no se anduvo por las ramas, y los dos pastores se enzarzaron en una pelea de órdago.

Los triunfos se repartían sin entreverse un desenlace, cuando en un descuido, Hilario sacó su navaja. La contienda tomó un cariz, que Rubén antes prefiriera ver los dientes de un lobo.

IV

Mario no era conformista. Ni para aquello, ni para nada. Menos conforme era aún con perder los días de asueto retumbado en un sillón y recluido como un convicto. Prefería cambiar de aires al primer pretexto que se le brindara. Pasó el descanso semanal entre una fiesta de aniversario y el coto de caza, del que era socio, con otros cinco de sus colegas. Aunque, no como éstos, él se inscribiese en el club, más que por afición cinegética, por disfrutar los días de campo. Era bueno salir de la ciudad y olvidarse de trajines y de la sensación de estar cercado por calles y edificios. Poco interés le despertaba, era lo cierto, que cobrase o no alguna pieza. De todas formas no había vez, que, en las correrías, no consiguiese una que otra. Y a veces, cuando abundaban, algunas más.

El domingo tocaba a su fin y él no podía demorar su regreso. Mal preludio el partir tarde, para un inicio de semana con todas las de la ley. Se separó de los demás, que tomaron por el valle por acortar camino hasta la carretera. Para Mario aún faltaba un requisito, recoger a su familia. Los padres de su mujer vivían en aquella localidad que aun tan lejos podía divisarse pasado el llano. El dominguero cogió por la llanura desde los confines del coto como otras veces, y la atravesó, deslindando carriles hasta el definitivo, el que lo acercaría a lo alto de la cuesta. Era el mejor con mucho, y el más recto. La ruta remontó una cañada, y al girar la loma, aún bajo el crepúsculo, las luces del todoterreno enfocaron a dos energúmenos que se pegaban sin contemplaciones. Mario no se lo pensó. Detuvo el coche, y yéndose hacia ellos se interpuso entre los contendientes como si tal cosa, que en algo acostumbraba a mediar él por su trabajo. Pese al forcejeo contuvo con sus brazos a los peleantes, pues eso sí, si algo le sobraba eran fuerzas. En ese momento la navaja de Hilario brilló, y el intruso, que no advirtiera tal cosa, pudo ver como la herramienta le hendía el muslo en un sesgo nada tranquilizador. El venido, llevándose una mano a la herida, comenzó a quejarse. De inmediato se dejó caer.

— ¡Ay Dios Mío! ¡Pero qué has hecho, mala persona! —gritó Rubén.

Y el chico se inclinó hacia Mario y rajó hasta el final el pernil de sus pantalones. El corte era profundo y sangraba a chorros.

Hilario parecía como ausente. Permanecía de pie, transpuesto, la cara blanca. Al poco se tiró por el suelo y golpeó la tierra con los puños una vez y otra.

— ¡Maldita sea mi estampa! ¡Cómo he podido…! ¡Cómo he podido…!

Y recogiendo la navaja la avoleó en la oscuridad con todas sus fuerzas.

Los dos pastores trasladarían al herido cerca del coche para que la luz de los faros lo iluminase. Mientras, Mario no dejaba de apretar con los dedos cerrando el corte, hasta que dijo:

—Muchacho, sube al vehículo, y saca una guita de la guantera y el bolígrafo que está con los papeles.

Eso mismo hizo Rubén.

El propio Mario se enrolló la cuerda cerca de la ingle y comenzó a girar con el bolígrafo el torniquete. La hemorragia cedió, pero no tanto que todavía no alarmase.

—Ahora, saca la correa de mi macuto, y haces lo mismo que yo, pero por debajo.

—No hace falta, buen hombre, que ya cojo la de mi zurrón.

Lo mismo que él hiciera vino a hacer el pastor, y con la llave del corral retorcería el lazo. La sangre se contuvo.

— ¡Eh tú! —Se dirigió al otro— Ayúdame a subirlo por lo menos.

El otro pareció que saliese del pasmo en que se hallaba, acercándose, todo nervios.

Una vez acomodado el herido, Rubén sacó un pequeño frasco de su bochaca y fue a verter sobre el corte una buena porción de lo que contuviera.

— ¿Qué me pones ahí, muchacho?

No se preocupe, son "polvos de azor", muy buenos para las heridas.

Al fin Hilario abrió la boca:

— ¿Le duele?

—Bastante.

—Cuánto lo siento… Ya verá como no es nada.

¿Que no es nada…? —Pensó Rubén— Un poco más y se lleva el hueso.

Pero cuando se dirigió al otro, toda su animadversión se le había esfumado. Ahora dudaba, sobre quién de los dos era realmente el culpable. Cierto que una reacción como la de Hilario nada bueno decía de él. Pero ya no pensaría otra cosa, sino que el amor propio le habría sacado de quicio:

—Hilario, creo que tendrás que quedarte aquí, pues qué otra cosa puedes hacer. Te sería difícil llegar hasta tu majada a oscuras. Y de no tener la moto a mano… Aunque si quieres tú lo llevas en el coche.

— ¿Quién, yo…? Cualquier cosa… menudo chofer. Pero si yo de eso no sé una papa…

También él podría ir. Ya se acomodaría como fuese en la parte de atrás. Pero mejor que no, no fuera a meterse en complicaciones —pensaba Hilario.

—Si hace fresco, mejor que te vayas a la cueva del Volaíllo. Me esperas allí.

Y Rubén y el herido salieron en el Land Rover a recoger la moto antes de nada, y que con mucho esfuerzo el pastor colocó a duras penas en la parte de atrás.

En cuanto Hilario quedó solo comenzó a inquietarse, y ya sentado aquí ya echado allá, de ninguna forma estuvo a gusto.

—La cueva del Volaíllo… Yo si que voy a volar… Pero ahora mismo.

Casi a tientas, anduvo hasta un espartizal cercano. Prendió fuego en las atochas y a su resplandor recogería cuanto reviejo pudo para hacerse unos hachos. Una vez dispuestos, los trabó entre sí y se los puso al hombro. Era de verlo como una aparición, yendo solo y alumbrado de tales antorchas, que abandonaba de una en una al consumirse como las etapas de un cohete. El cálculo le valdría para llegar donde la moto, y aun para comprobar el rebaño, que ya estaba en el refugio.

A las tres horas largas, cuando Rubén llegó, se encontró el sitio. Buscaría aquí y allá, y en la cueva, para descubrir que las huellas de aquel dislocado se perdían campo a través hacia los predios de arriba. Aún rastreó sobre la moto hasta encontrar los residuos del primer hacho. Y fue una rodada en el barbecho la que lo convenció definitivamente de que se había ido.

No podía reprimir su rabia.

—Pero qué desnortado. La madre que lo parió. Hacerme venir para esto.

V

La población se veía a lo lejos irradiada de tonos rojizos como un brasero. Aparecía en la distancia desde antes de iniciar la cuesta y aún sería visible hasta media bajada. No era tarde, pero la urgencia tal vez les obligaría a ser presurosos. Bandas de insectos cruzaban ante el vehículo con una persistencia inusitada. Junto al camino, los ojos de un zorro brillaron en la oscuridad y el reclamo intermitente de un mochuelo marcaba los espartales como una señal baliza. Otra cosa no era perceptible, salvo el carril a la luz de los faros: atochas y tomillos a sus bordes, y el firme irregular.

—Con las prisas ni le he preguntado el nombre —dijo el pastor.

—Me llamo Mario. ¿Y tú?

—Rubén.

El vehículo se balanceaba a compás de los baches, y a cada curva la moto se movía, golpeando en la parte de atrás como si fuera a salirse. Para no haber conducido más coche que el de Gaspar, y sólo por alguna emergencia, el muchacho se defendía bien. No era poco el cambio de aquellas cuatro latas a éste. Si el jefe lo llega a ver por estos caminos y no cuando transportaba el forraje desde el camión, todo llano hasta el redil, le da un patatús.

—Más suave con el acelerador, chico, o nos iremos—Le advirtió Mario.

Rubén tomó buena nota, pero al poco, una cuesta repentina hizo que el vehículo derivara hacia el filo del carril. Mario echó mano al volante y consiguió enderezarlo.

— ¡Pero hombre! ¡Por Dios! Ya que antes no nos pasó nada que no nos pase ahora.

Rubén se quedó blanco.

—Lo siento. Ya le dije que no tengo experiencia. Y ni coche siquiera.

—Acabáramos…

— ¿Cómo dice?

Mario torció el gesto.

—Que tampoco… Que no está tan mal, hombre.

La cara de miedo de Rubén se tornó roja. Mas, en la penumbra del habitáculo, tal alteración poco efecto podría surtir en su acompañante. Menos ahora, cuando éste ya no osaba quitar la vista del carril.

El fin de la cuesta estaba próximo. Desde la altura, las luces del vehículo alumbraban a trechos las copas de los álamos junto al río y hasta más allá sobre los montículos de la otra ribera. Menos mal, cruzado el puente la carretera les conduciría a su destino sin dificultades. Eso sí, tras pasar el río y varios kilómetros a su margen, la ruta se empinaba de nuevo en una cuesta. Dónde iba a parar, comparada con la otra su complicación era de risa.

—Cómo va esa pierna. ¿Le duele?

—Sí que me molesta, pero menos. Desde que me aflojara los torniquetes es ahora cuando empiezo a sentir alivio. Se ve que esos polvos que me pusiste han surtido efecto.

—Si ya se lo decía. Fíjese, yo, para el ganado, siempre lo uso.

—Para el ganado… Claro, para el ganado. Naturalmente.

Rubén sonrió complacido, la mirada puesta en la carretera que no le quitaba ojo.

—Y entonces… Usted viene de la ciudad, no.

—Qué te hace pensar eso.

—Usted no tiene la pinta de los de aquí. Y por la forma en que habla. Se le nota que sabe.

Mario soltó una carcajada.

—Será porque soy profesor.

—Vaya, profesor… Eso sí que es tener suerte.

—Según se mire.

Rubén quedó callado por momentos.

—A lo mejor no me cree, pero yo estoy en irme a estudiar.

—Y por qué no iba a creerte. Nunca es tarde si la dicha es buena. ¿Y sabes ya el centro y el sitio donde alojarte?

—Ni idea. Con decirle que nunca he salido de aquí… O casi nunca.

—Yo trabajo en el instituto. El de Curriel le dicen, aunque su nombre es otro: Los Badenes.

—Ojalá que donde yo vaya, encontrase a alguien como usted que me pusiera al tanto, que nunca me he visto en otra.

—Ya me encontraste Rubén. Y con sumo gusto te echaré una mano para lo que necesites. Oye, ¿y eres buen estudiante?

—Eso decían al menos hasta que dejé la escuela. Aunque no crea, nunca he dejado de cultivarme. Leo mucho.

—Pues ya lo sabes, si sigues en el empeño y caes por allí, ponte en contacto conmigo.

—Sólo es un plan todavía.

Tras un cambio de rasante y un pequeño bosque, de pronto aparecieron las primeras casas. Rubén no reconocía aquella entrada, pese a haber estado en Parcal al menos tres veces. Claro que en diez años pueden ocurrir muchas cosas. En lo que podía ver, la transformación de aquella parte del municipio al menos, era evidente. Y seguro que en su última visita, aquellos árboles, que ya mediaban, no serían más que plantones. Mario lo fue guiando por la población hasta llegar a una plaza. El profesor ni siquiera supo si el centro médico era por allí. Rubén ya se había apeado para preguntar, cuando el otro cayó en la cuenta. Seguro que no estaba lejos, aunque eso sí, no tenía ni idea si eran horas aquellas de que lo atendiesen.

Trabajo les costó dar con el centro. El uno que sólo tenía una idea vaga, y él, cual gallo en corral ajeno, ambos se sorprenderían de que, casi de chiripa, diesen al fin con el dispensario.

Cuando la enfermera destapó la herida, hizo un gesto de complicidad hacia el practicante. Éste se le adelantó, para inquirir:

—Cómo se ha hecho esto, amigo.

Mario y Rubén se sonrieron el uno al otro.

—Pues ya verá —dijo el pastor— Al bajarse del coche. Traía el cuchillo de caza en el bolsillo de la puerta, y mire por donde lo enganchó al salir. Que apuntaría para afuera seguramente.

—Menuda herida… Si más parece hecha a propósito.

—No lo crea —dijo Mario— Pura casualidad. Algo poco común desde luego —Hizo un amago de sonrisa.

Treintidos puntos de sutura y no pocos antibióticos. Y para el dolor no hubo menos.

Terminada su labor, los enfermeros lo llevaron en silla de ruedas hasta el vehículo, para quedar pendientes después sobre la acera, viéndolos partir.

— ¿Te has fijado? Las puertas del coche no tienen bolsillos, sólo un compartimento.

—Porque no le ocurriría en ese.

—Ni en ese, ni en otro.

Llegaron ante la casa. La mujer de Mario salió a abrir. La preocupación le transfiguraba el rostro. Era menuda, tenía el cabello recogido, y pese a la inquietud daba la sensación de fortaleza.

— ¿Quién es usted? ¿Dónde está mi marido?

—No se preocupe, señora, está ahí, en el coche.

Con la calle medio a oscuras y deslumbrada por las luces del coche, la mujer aguzó la vista. Fue hacia el vehículo.

— ¡Ay por Dios! ¡¿Pero qué te ha pasado?!

—No es nada, sólo un rasguño.

— ¿Un rasguño…? Pero hijo, si traes vendada media pierna.

Ayudado por la mujer Mario franqueó la entrada a la pata coja, mientras Rubén se quedó en el umbral, indeciso.

—Pasa muchacho, no te quedes ahí —dijo el profesor.

—Lo siento, pero tengo que irme ya. Es muy tarde, y aún debo ir donde mi compañero.

A un gesto de Mario el pastor entró. El accidentado sacó una tarjeta de su bolsillo.

—Toma, mi dirección y el teléfono del instituto. Si vas por allí, búscame.

—Cuánto se lo agradezco. Y a mejorarse, eh.

VI

No serían más de las diez. Acabada la cena, Rubén salió a la calle, y tras mirar al cielo encaminó sus pasos hacia la casa. Era una construcción sin pretensiones al otro lado del viaducto, cerca del río. Disponía de un corral con todos sus aditamentos, y los bajos se ocupaban con una tienda. En el boliche había luz. Alguien, yendo de un lado a otro, se traslucía por la ventana. Seguramente la mujer de Gaspar que aún tenía abierto.

En cuanto vio a Rubén, quedó plantada ante la compradora, que dejó pendiente para recibirlo.

—Qué…, dónde va mi ahijado. ¿A comprar, o en busca del jefe? —Indicó hacia arriba con la cabeza.

—Más bien eso.

Los ojos de la mujer lo interrogaban, y a poco que lo hacía lo escudriñó cuan largo era.

—Está arriba, sube.

El muchacho pasó entre unas mercancías sin orden ni control que había por el suelo hasta un pequeño zaguán y abrió la puerta. En contadas ocasiones subía Rubén aquella escalinata. La luz se filtraba apenas desde arriba, y en la escasa penumbra el muchacho se detuvo indeciso. Pero el titubeo no duró mucho. En un momento se reafirmó, tan temeroso, que comenzaría a temblar en cuanto cogió los primeros peldaños. No era lo mismo ahora. Cuántas veces vino hasta allí como lo más natural del mundo; debía poner en conocimiento del jefe las incidencias con el rebaño, o si era preciso más paja o porque el estiércol se retirase. Lo de hoy se salía de lo corriente. La visita era, ni más ni menos, que para comunicarle a don Gaspar su renuncia.

—Pasa, muchacho, y siéntate —dijo el hombre desde el fondo.

—Poco es lo que vengo a tratarle.

—Lo mismo da. Ya ves que estoy ocupado.

—Igual que siempre. Usted no para ni de noche.

—Por terminar estas jaulas. Pero la verdad, que de no sacarlas hoy, tampoco me pedirán de comer. Y no hay miedo de que las crías nos excedan. No hay muchas conejas en ese trance.

El hombre llevó hasta un extremo los armazones metálicos y los puso sobre las jaulas ya terminadas.

—Ya me dirá —dijo Rubén— Que lo mismo que los crían los venden. Y más que hubiera.

El amo guiñó un ojo.

— ¿Y cómo va la cosa? —Se acomodó con la silla entre la mesa y el fuego.

—Como siempre. Pero el caso es… Resulta… No sé como decírselo.

—En tal caso, dilo como lo sepas. Qué, ¿algún animal que está enfermo? ¿Alguna baja?

Rubén hizo un amago de sonrisa.

—Qué va. El que hará baja es un servidor.

Gaspar se quedó de una pieza.

—Estás enfermo…

—Nada que no tenga cura —rió.

El hombre se removió en la silla.

—Entonces… qué… Me tienes en ascuas.

—Que le dejo, don Gaspar. No seguiré con el ganado.

D. Gaspar quedó atónito.

—Pero… —Sus ojos se elevaron hacia él— ¿Y a qué se debe esa decisión tan repentina?

—No tan repentina. Ya me lo vengo pensando. Quiero estudiar.

La mirada del jefe buscó refugio en el chisporroteo de la lumbre, quien, de tal acomodo, engarzaría una pausa. Al cabo dijo:

—Eso sí que es una sorpresa; que si antes hubiera sido… ¿Y cómo harás para financiarte?

—Trabajando. No aquí, desde luego.

—Menudo lío, Rubén. Y tus padres qué dicen.

—Qué van a decir, que me lo piense.

—No es para otra cosa —Tamborileó con sus dedos sobre la mesa.

El muchacho apoyó la pierna contra una silla mientras su mano se paseaba nerviosa por la madera. Dijo:

—Qué se le va a hacer, uno tiene sus inclinaciones.

—Ya lo creo que sí. Por mi parte, nada me alegraría más que lo consiguieras. Dios no me dio hijos ya lo sabes. Lo más parecido, y también para mi mujer, eres tú… Y cuánto que lo eres. Nunca te hablé de esta manera, pero es la verdad. Cuando tus padres me pidieron una ocupación para ti, no te pude ofrecer otra cosa. Tu padre se arruinó en su empeño por aquella tierra, que los bancos se llevaron. Yo tuve mejor suerte. Pude pagar mi lote, sobre todo gracias a la tienda, y más que nada a esta mujer mía que la sabe llevar. Pero por qué te cuento esto… Ah, sí; no me importa perder el ganado, ni tengo un interés especial en las ovejas.

Rubén se extrañó.

—Pero, que yo no las lleve no significa nada. Alguien lo hará.

—No. Nosotros ya somos mayores y mal que bien podemos arreglarnos. Además tenemos la iguala. Los pastos pueden venderse. Y si no, tampoco son nada del otro mundo.

—Hombre, si se empeña en vender…

—No haré yo eso.

—Pues entonces…

Gaspar miró hacia el fondo de la estancia.

—Tú serás quien las venda. Y seguro que lo haces mejor que yo.

—Pero… don Gaspar… Yo no soy el amo. Eso es cosa suya.

El hombre miró ausente hacia la lumbre. Luego dijo:

—No es lo que piensas. Te las doy. Desde ahora son tuyas.

Rubén enrojeció.

—Yo no… Yo no sería capaz de una cosa así. De ninguna manera.

—Es normal que lo pienses. Pero mejor piensa, que te lo tomas como un préstamo. En cuanto acabes tus estudios, que ojalá, ya nos apañaremos.

Él no entendía nada. Seguro que el viejo estaba chocheando.

—La verdad, que visto de esa manera, es distinto. Y un buen comienzo para mí, sin duda.

—Una buen apoyo, claro que sí —Miraba al suelo, pensativo.

Rubén ya no dijo nada.

—Pues ya lo sabes. Y en eso quedamos. Luego hablaré con la comadre que algo tendrá que decir también. Pero dalo por seguro. Y para cerrar trato, arrímate a la lumbre y descorchemos esa botella —Señaló a la cornisa — Es de marca, eh.

VII

—Ya era hora de que tuviese algún detalle contigo.

—Pero madre, cómo puedes decir eso. Mejor que nos trata no creo que lo hiciera otro. Nunca se ha retrasado a la hora de pagarme, y mi jornal siempre ha sido más alto que el de ninguno. ¿Y los corderos…? que nunca nos faltaron en casa, tú lo sabes. ¿Y la ropa?

—Todavía es poco, hijo.

Rubén estaba confuso.

—Por qué hablas así de los compadres.

—Por eso precisamente… Y entonces…, él te da el ganado… por las buenas.

—Bueno, me dice que si no estoy conforme, que cuando acabe ya nos apañaremos.

—Cualquier cosa. Cuando tú termines, o lo que hagas, ya no habrá un duro. Pues tu padre no está muy conforme con ese regalo. Dice que es un atropello a nuestra dignidad.

—Ya lo creo. Como si Gaspar fuera un extraño.

La madre frunció el ceño, tocó al hijo por el brazo, y abandonó la estancia.

Rubén, que como algo excepcional había vuelto para el mediodía, salió zumbando hacia la carretera.

Qué cosas tenía su madre. Primero, que ya era hora de que Gaspar tuviese una atención. Luego, que era poco y que su padre no lo veía bien. Quién la entendía. Lo cierto era, que la donación le venía de perlas. Más, al saber, que sus ganancias en lugar de engrosar su bolsa entraban de canto a la de sus padres. Entre los dos disponían de lo ahorrado sin tocar su cuenta, que por ser la del retiro bien que la retiraban no fuese a quedarles corta. Pero en esta ocasión no iba a ser tan generoso.

Pasó de largo ante su majada para seguir sin entretenerse a las tierras de arriba. Por ellas rodaría campo a través hasta que divisó a Hilario en un lejío, cerca del monte. Fue verlo y puso la moto a todo gas que más parecía que la vieja máquina rejuveneciera.

—Qué. Tomando el sol.

El otro, de pie sobre un altillo, que parecía sembrado, gorra, zurrón y garrote, descansando el peso sobre una pierna, contestó:

—No es mala hora, no. Y porque no me has visto en traje de baño.

— ¡Quita ya!

—Menudo revolcón me he dado con las ovejas junto a la fuente.

—Pues no creas, que falta sí que te hace.

Ambos se dejaron caer sobre la tierra, mientras polvo y sudor cruzaban sus rostros de churretes húmedos y opacos. Sólo hacía un mes de la disputa, y de tan vaga ya en su memoria, más les parecía un mal sueño. En esta ocasión Rubén no pensaba irse de ligero, y evitaría que el asunto a tratar se le desmandase. Desde luego que salir por las ramas no era fácil en aquella soledad, ni distraerse, como no fuera con motivo de los animales, que por no estar, ni próximos, pues se movían en la distancia.

—Vengo a proponerte un trato.

—Un trato a mí… ¿Y de qué?

—Te vendo las ovejas.

Hilario soltó una carcajada.

—Y desde cuándo tienes tú ovejas, chiquillo. Vamos, anda, y déjate de bromas —Levantó un brazo.

—Pues tengo, las que siempre has visto.

—Pero esos animales no son tuyos.

—Sean míos o no, ¿te interesan?

—Quieres liarme, o qué.

—Qué va. Ningún lío. Dejo el oficio. Me voy.

—Ah bueno. Que te dejan en ese encargo —Entornó los ojos y miró en la distancia—. Sí que me gustaría tener un ganado propio sí, pero, entrampándome mucho, no me llegaría ni para la cuarta parte… Oye, ¿y por qué te vas?

—Por buscarme la vida. Pienso hacer unos estudios.

—Vaya. No pensaba que tú fueras bueno para esas cosas.

—Pues ya ves… Y a lo que iba, si no puedes con todas, hablando se entiende la gente.

—Con don Gaspar, claro.

Rubén extrajo del zurrón una carpetilla, y de ésta un credencial.

—Míralo, firmado por él. Soy yo quien hace y deshace, y a mi antojo —Se lo alargó.

Hilario cogió el papel.

—Yo poco sé de letra, mejor que lo leas tú —Volvió a dárselo.

—Está bien. "Por el presente, cedo todos mis derechos… y tal, y tal… de las trescientas y veintiséis reses… y tal, y tal… a favor de mi ahijado: Rubén Cañamero Peña. Y para que conste, firmo la dicha cesión… a fecha de tantos… Firma: Gaspar Santiponce Rojo"… Y al lado está la mía.

—Me ha parecido entender que sois compadres.

—Él es mi compadre.

—Pues a mí, la verdad, tanto compadreo me escama… Y no será que te cases.

Lo dijo tan de veras, que Rubén no podía tergiversar sus palabras. No pudo sino echarse a reír.

— ¿Y dónde tengo yo la novia?

—Ah, no sé. En tu pueblo supongo.

—Ojalá que la que a mi me gusta, pudiese roerla. Que Dios le da habas… tú ya me entiendes.

—Vamos, que de casorio ni hablar.

—Ves, cuando yo sea un hombre de estudios, a lo mejor ella se fija en mí.

—Pues por lo que dices, menuda herramienta, no.

—No creas, que la niña no me hace ascos. Lo que pasa que ya sabes como son las mujeres, de no ser un buen partido lo tienes crudo.

—Lo que yo no entiendo es, como quieres venderme a mí, si sabes que no tengo un duro.

—Acabas de decirme, que en principio podrías con setenta u ochenta animales. Eso es suficiente para mí por ahora, siempre que te comprometas con el resto y vayas pagando, aunque sea del beneficio que les saques. Lo que quiere decir, que podrás disponer de todas, con tal que me pagues las primeras. No quedará más condición que ésta que te digo. Pero si no cumples, las impagadas volverán a mí. Y otra cosa, podrás disponer de mis pastos, gratis. No es un mal negocio, creo yo.

—Tendría que hablar con mi jefe. Si él consintiera en que los rebaños vayan juntos… Aunque pienso que le dará lo mismo. Él sólo se ocupa en sus árboles… Por lo demás… no perdiendo…

VIII

No había servicio diario de viajeros y ni semanal siquiera. El viaje sólo se efectuaba cuando el número de usuarios era suficiente. De tal forma quienes querían ir a la ciudad habrían de dar tiempo a que el cupo se completara.

Por un acontecimiento así el cambio en algunas personas podía ser notable. Para quien viaja ocasionalmente, como era la norma en el lugar, suponía un tránsito repentino desde la rutina a un ambiente fuera de lo común y novedoso. De tal manera, que el ánimo se trastocaba. Cuándo se había visto que Ana la de Banderas hablase tanto. Hasta por los codos lo hacia hoy, que más parecía embalarse al compás de la furgoneta. Rubén, en el asiento posterior, rogaba porque con el traqueteo la mujer se indispusiese, o comenzara a vomitar, que mejor la toleraría.

—Pues claro que sí. Todo el mundo debería casarse. No hay más que ver mi hermano. Maltraído él y maltraídos nosotros, que más tormento nos da que un niño chico —Continuaba la parlanchina.

Se interrumpió un momento. Tomó aire:

— ¿Y tú, Isabelita, tienes novio?

La chica antes que girarse hacia ella se volvió para la ventanilla.

—Ni tengo, ni falta que me hace.

Desde atrás Rubén la contempló con cierto alivio —Por lo menos…

—Pues no será porque en el pueblo no haya buenos mozos… Que no todo ha de ser la capital. Y cuántos quisieran…

—Es que yo, por ahora, no necesito a nadie.

—Eso lo dirás con la boca chica. Un poner… Fíjate en Rubén, por ejemplo. Un chico tan bien plantado… —Volvió la cabeza hacia él y le guiñó un ojo.

El muchacho enrojeció. A Isabelita le ocurriría otro tanto.

—A que sí, Rubén… Y no vayas a decir que no te gusta.

El pastor no pudo callarse.

—Señora, no le parece que eso es cosa mía, y de ella si acaso.

—No, si yo no digo nada.

La mujer, atónita, enmudeció, y fue a relevarla un anciano que iba en el primer asiento. Para empezar, refirió a los padres de Isabelita, a los abuelos y a toda su generación, para explayarse luego con las labores del campo y como trabajara codo a codo con el abuelo materno.

—Y no crean que fuese como ahora. Entonces se faenaba de sol a sol y hasta los domingos y fiestas de guardar.

—Ya verás. Un servidor, sin ir tan lejos, ha hecho lo mismo —musitó Rubén casi en un susurro.

Buen oído tendría el anciano, que pese a ello lo oyó.

—No es lo mismo muchacho. El pastoreo siempre fue así.

—Pues eso digo.

—Y entonces… qué, que D. Gaspar deja el ganado, no.

—Digamos que soy yo quien lo deja, que no es lo mismo.

—Y ahora, a buscar en que ocuparse.

—También se equivoca en eso. Me marcho para estudiar.

—Ah, pues no es malo el cambio, no.

La furgoneta se detuvo ante un hostal junto a la carretera y todos bajaron, a excepción de Rubén y el chofer.

— ¡Sólo diez minutos, eh! ¡Si alguien se demora no quiero saber nada! ¡Y ahí lo dejo!

Por su cristalera ahumada se entreveía el local ocupado a tope. Lo que no era entendible. Salvo que la gente del pueblo, invisible del otro lado del cerro, se llegase hasta allí habitualmente. Aparte de otro vehículo y la furgoneta no eran más los que pernoctaban.

— ¿Es cierto lo que dice esa mujer?

—Cuál mujer.

—Ana la de Banderas.

—No la conozco mucho.

El taxista sonrió.

—Qué tiene que ver. Me refiero a si la Isabelita y tú…

Rubén torció el gesto.

—Se hace lo que se puede. Pero sí que me gusta, eso es verdad.

—Hombre… no es para menos. ¿Pero hay algo entre vosotros o no?

—Qué va a haber. Ella no está por mí.

—No creas. Tampoco está por ninguno, que yo sepa.

—Eso ya no lo sé.

La gente ya había vuelto al vehículo. Todos estaban menos ella precisamente. Isabelita no daba señales.

—Pues yo, sintiéndolo mucho, no espero más. Ya pasan casi trece minutos, y creo que lo dije bien claro para que todos lo entendieran.

Rubén se acercó al chofer y lo cogió por la manga.

—No puede hacerle eso. ¿No se da cuenta? La cafetería está en bote y habrá cola para el váter. Sólo un minuto.

—Pero hombre… es que si no, no llego. Tengo que cumplir mis compromisos. No está el tráfico para andar de corridas.

Al fin, ella salía del hostal, toda azorada y presurosa. Pasó a la furgoneta como una exhalación, y ante el chofer, que le dijo:

—Da gracias a Rubén que me ha insistido, de lo contrario te quedas en tierra.

El muchacho sonrió y ella le dio las gracias casi en un susurro.

Nada más ponerse en marcha la furgoneta también se arrancó en su parloteo Ana la de Banderas, que más pareció tomar brío con la tardanza.

—Pues a mí —dijo dirigiéndose al taxista—, me paras junto a la estación. Que no se te olvide. Es que voy casa de mi hija —Se volvió a los demás— A las mismas tres cojo el automotor.

Entre Ana, el anciano y La Galluna, no dieron tregua al parloteo ni a que nadie se durmiese, que ganas si les venían.

—Te pediría que me acompañaras.

— ¿Acompañarte yo?

—Si tú quieres, y te viene bien. Y no es por lo que piensas. Necesito tu ayuda.

—Y a qué puedo ayudarte yo. Mira que tengo cosas que hacer. No he viajado por gusto—dijo ella.

—Y yo lo comprendo. Lo que pasa es… Pienso, que no sabré desenvolverme como es debido.

—Ya sé. Deseas instalarte y no sabes dónde.

— ¿Cómo lo sabes?

—No soy tonta. Buscarás casa o pensión y algún sitio para comer.

Rubén enarcó una sonrisa.

—Exactamente. Y también el Instituto. Aunque conozco a un profesor del centro, no creas. Me dejó su dirección, pero no quiero molestarlo tan pronto.

Isabelita rumió durante unos instantes lo que le había dicho.

—Vale, tú me llevas las maletas, y yo te acompaño a la emisora. Seguro que allí te dan referencias para que elijas. Oye, ¿ese es todo tu equipaje?

—Éste —Señaló el macuto que traía a la espalda— No creo que necesite mucho más.

Isabelita se encogió de hombros. Claro, él era un chico. No precisaría de tanto aditamento.

El muchacho cogió las maletas, no muy voluminosas por suerte, y anduvieron, él cargado por partida doble, ella liviana y suelta.

Y bien que era favorable a ella tal tesitura para moverse libre y sin estorbo. Rubén daba por bueno su cargamento por tal de verla como se movía, sugerente bajo el vestido de gasa y sin complejos. Sus piernas eran modeladas como una azarada onda, y tan imprevistas como cabales. Menuda la suavidad y su bamboleo.

Ella se paró de pronto.

—Deja que te lleve el macuto, anda.

— ¿El macuto…? El macuto pesa menos que Benito. En cambio la maleta azul… No es que pese, pero me lleva vencido.

—Pues por eso, hombre.

—Anda, anda, tú tira para adelante, que yo tengo costumbre de esto y de más.

— ¿Lo dices por los animales?

—Los animales, las alpacas de paja, los sacos de pienso y hasta la moto.

Isabelita se echó a reír.

— ¿La moto también?

—A ver. Si se te avería, qué remedio que tirar para adelante.

Según ella poco faltaba ya para la pensión. Doblaron para una calle estrecha a cuyo final más parecía que se juntasen los edificios de tan larga.

—Entonces, ¿ahí es donde tú habitas?

—No hombre no, es aquella, ¿no ves el letrero?

— ¿Y para qué hemos de ir a una emisora, Isabelita?

—Allí te informan sobre los alojamientos. La gente que quiere alquilar llama, y lo mismo los que buscan. Pero es mejor ir personalmente, te dan la relación completa.

—Y si no encuentras lo que quieres…

—Pues te vas, y pruebas de nuevo. Hay varias.

IX

Entró a la tahona porque llamó a la casa y nadie le respondía.

Si eligió el sitio aquel no sólo fue por las buenas condiciones de que le informaran, sino, sobre todo, porque daba a las afueras. El campo se acercaba hasta allí de la otra parte de la carretera, despejado y tentador. Necesitaría moverse al aire libre cuanto pudiese para no sentirse agobiado por la urbe, él tan poco acostumbrado a ella. No podría sustraerse así como así a sus hábitos de pastoreo y a sus caminatas.

En tres razones la mujer le instó a que esperase y desapareció en la trastienda.

— Adolfo, ya tienes ayudante.

El panadero soltó la pala sobre los caballetes y se limpió el sudor con el delantal.

— ¿Seguro…?

—Verás como sí. Se trata de un muchacho, que a lo que aparenta no parece que sea muy finolis. Y tampoco se le ve que ande sobrado.

— ¿Se lo has dicho ya?

—Yo le voy a decir… Está ahí en la tienda. Esperando.

—Pues díselo. Y si quiere, que pase.

—Eso es. Qué le iré a decir yo.

El hombre alzó el brazo en dirección a la puerta y retomó la pala.

—Pues venga, que no tengo todo el día, haz lo que te he dicho.

La mujer hizo una mueca de desagrado y volvió a la tienda.

Los panaderos tenían dos hijos. La niña aún permanecía en la casa, y el mayor vagaba Dios sabe donde por motivo de su abogacía. Menudo agobio desde que se fue, sobre todo para el padre, que ya no hubo quien le echase una mano. Porque la niña, entre pasmada en su edad difícil y lo difícil que ya era, no había quien la doblegase.

—Pero señora, yo sólo busco alojamiento, no necesito ningún trabajo. Mi única ocupación será el estudio.

—Ah, por eso no te preocupes, que aquí estarás como en familia. Tendrás tiempo de sobra para tus estudios. Mi marido únicamente necesita una ayuda de vez en cuando. Cuando las hornadas se le acumulan, nada más. A cambio no te cobraremos la manutención, sólo la cama.

—Pero es que necesitaré todo el tiempo, creo. Aparte de que no sé nada de hornos. Mi ocupación siempre ha sido el ganado.

—Ah, ¿es usted ganadero?

—Algo así. Pero ya lo dejé.

—Pues antes, nosotros también tuvimos un asador. Comidas para llevar, ya me entiende. Y de todo, lo mejor los corderos, que ya lo dice el refrán: De la mar el mero y de la tierra el cordero —Calló unos instantes— Pero bueno, pasa. Entra que mi marido te explique.

Rubén se dejó llevar. La mujer lo condujo hasta una puerta.

Si en el despacho hacía calor, dentro era insoportable.

En un extremo aparecía la boca del horno flameante como un infierno, en cuya tapa, de hierro fundido, apenas podía leerse: "Manufacturas Heber". Al lado, la entrada de la leña, y casi pegada al suelo la compuerta para la retirada de cenizas, ambas también del mismo estilo. En el local, único, se veían todo alrededor, las tablas del pan sobre unos estantes abatibles, el tablero de hacer piezas, la artesa y una amasadora. Todo muy apretujado y escueto, pero suficiente al parecer vistos los resultados. Tres hornadas salían de la tahona diariamente según se explicó doña Alina. Rubén no supo si aquello era mucho o poco, no tenía ni idea cuanto pan era una hornada ni si tres eran o no suficiente.

—De modo que tú eres el nuevo inquilino —dijo D. Adolfo.

—Todavía no. Estoy en ello.

—Y qué te parece este tinglado.

—No sé. Para mi todo esto es nuevo.

—Pues si quieres, verás como acaba gustándote.

—Pero es que…

—Nada, nada, déjate de peros. Mira…, esto es muy sencillo…

Y Adolfo comenzó a explicarle cosa por cosa y para que servía. Acabada la referencia preguntó a Rubén lo que fuese, a lo que él respondió con prontitud y acierto.

—Claro que sí, justamente. Aprendes rápido, muchacho.

Doña Alina le enseñó el cuarto.

En cuanto ella se hubo ido, Rubén soltó el macuto sobre el lecho y se asomó a la ventana. Ésta abría sobre un patio con mucha luz y espacioso, aunque de poco le valiese tanta holgura. Se ocupaba casi en su totalidad por un montón de leña, que iba de pared a pared y hasta el primer piso. Sólo a un extremo quedaba libre, si no fuera por los muchos cachivaches que lo entorpecían. Hasta él daba una puerta y por enfrente la ventana del servicio. Imposible saber si por alrededor, en las paredes bajo la leña, habría otros vanos.

Poco aprecio hizo de la estrecha estancia el pastor, que si para dormir le era útil ya le sería suficiente. No obstante también disponía de una mesa rectangular con saya y una silla. No estaba mal. Eso sí, hubiese preferido que la ventana diese a la calle, por aquello de que daría al campo.

Preguntó a la casera por el teléfono y al tiempo le entregó la tarjeta de Mario para que marcase.

—No por Dios, hazlo tú mismo, que nos fiamos de ti, hombre.

—Ya lo sé, no es por eso. Hágalo usted mejor, si es tan amable.

Y es que si le hubiese dicho que no estaba seguro de cómo hacerlo, mal habría quedado.

La llamada se hizo de rogar.

Una mujer le pidió que esperase. Al poco se puso Mario.

—Hombre Rubén… No esperaba… —dijo entre jadeos— Me has pillado en plena clase. Ya ves como estoy, que me falta el aliento. Pero ¿y tú…? Las clases ya han comenzado, eh.

— Se me echó el tiempo encima. El examen… la matrícula… Pero al ser extraordinario…, no pasa nada, me han dicho. Por mi edad, se entiende.

—Y qué, ¿ya estás alojado y dispuesto? Porque vendrás con nosotros, no.

—Claro. Ya estuve. Lo que pasa, que cuando fui no pude dar con usted.

—Ah, claro… Bueno Rubén, tengo los niños en el patio… Y no veas el follón que arman, desde aquí puedo oírlos.

—Que da usted la gimnasia

—Justamente… En eso nos invertimos… Bueno, está bien. Siento tener que dejarte. Hasta mañana.

—Pero D. Mario…

Rubén se quedó con la palabra en la boca. Él se hubiese desplazado hasta allí en aquel momento, aún faltaba mucho para mediodía. Pero tampoco…, para qué precipitarse.

X

La niña entró al corredor marcando sus pasos con el taconeo de las botas. Soltó el portafolios sobre la cómoda bajo la percha, y colgó el suéter. Entró en la cocina.

— ¡¿Qué comemos hoy, mamá?!

— Calla, y no hables tan fuerte, que hoy tenemos un comensal.

— ¿Un invitado?

—Eso. Y hay lentejas. Que ya sabes…

—Seguro; que si quiero las como y si no las dejo. Ojalá… Y de quién se trata.

—Es el nuevo inquilino.

—Será joven, no.

—Claro, como todos.

—Y cómo es.

—Qué quieres que te diga. Anda, mejor que saques tú la olla y lo compruebas, que falta hace que te ocupes de algo.

Alina hija dudó por momentos, desvió la mirada para la puerta del comedor varias veces y al final saldría, portando la olla con el mayor esmero, ya mirando el condumio ya hacia adelante. Entró de corrido sin levantar los ojos, como no fuese hacia la mesa, hasta soltar el guiso.

—Esta es mi hija—dijo el panadero—Mira niña, éste es Rubén. Supongo que tu madre te lo habrá dicho.

Fue mirarlo, y la muchacha entreabrió la boca sorprendida. No estaba mal el inquilino, ni mucho menos.

—Mucho gusto—le dijo algo turbada.

—El gusto es mío.

De inmediato, Alina chica volvió donde la madre.

—Qué guapo es—dijo casi exultante.

—No, si a ti te gustan todos.

—Mamá no empecemos.

La madre dejó el fregadero y manipuló en la mesa.

—Anda, llévate también el pan y los vasos. Y empezad vosotros que yo voy en seguida.

— ¿Oye, y tú adónde estudias?

—Calla niña, y no lo atosigues.

—No por Dios, don Adolfo, déjela que pregunte cuanto quiera.

Alina chica se aplicó a comer con fruición pese a que las lentejas no eran su fuerte que se dijera. Al cabo se volvió de nuevo hacia Rubén y le hizo la misma pregunta.

—Me he matriculado en Los Badenes. Mañana empiezo—dijo él.

—Anda, El Curriel… lo mismo que yo.

Él sonrió complacido. Al menos ya podría contar con alguien que le guiase.

— ¿En qué curso estás?

—Este año acabo. ¿Y tú?

—Empiezo.

— ¿Que empiezas? ¿Que vas a primero, quieres decir? Y eso…

—Es que antes no me fue posible.

—Ah, bueno.

D. Adolfo terció:

—Pues aquí donde lo ves, éste te toma la delantera a poco que te descuides.

—No creo.

— ¿Que no? Yo no estaría tan seguro.

—Seguro. Sobre todo porque no pienso seguir.

Don Adolfo torció el gesto.

—Para ti harás.

La niña se encogió de hombros.

—Mira éste…—Adelantó hacia él la barbilla—Cómo si aparte del estudio no hubiera otra cosa.

Hubo una pausa.

—Pero come muchacho, no te sientas corto —instó el panadero.

Él sonrió con cortedad.

—Quede usted descuidado, que no soy de los que se andan con melindres.

Aparte don Adolfo a ellos se le veía con cierto embarazo. El panadero estuvo sin hablar unos momentos, hasta que dijo:

—Y hablando de todo, ¿qué te ha parecido la habitación? Algo pequeña tal vez.

—Ah, no. Para qué más. Me basta y me sobra.

—Por mi te hubiésemos dado la del niño, pero claro, aunque de higos a peras, todavía suele venir de vez en cuando.

—Sí. Su mujer me lo ha dicho.

—Aunque la verdad, que acostumbra a aparecer cuando nos necesita, no vayas a creerte.

—Por qué dices eso Adolfo —Doña Alina irrumpía en el comedor.

—Porque es la pura verdad.

—No le creas nada Rubén —Ahora se dirigió a su marido— ¿Y qué hijo no necesita a sus padres? dime… Tanto como nosotros a él.

—Ahora si lo has dicho. Porque no parece que tenga muchas obligaciones para poder acercarse por si lo necesitamos.

—Tampoco vive en la otra calle que se diga. Y él ya tiene sus ocupaciones.

—Menuda ocupación. De pasante ni más ni menos.

La mujer le lanzó una mirada poco afectiva.

—Poner el bufete no es un huevo que se eche a freír. Bien lo sabes.

—Bah, menuda abogacía la suya. Lo que es un subversivo, un agitador sin causa.

Doña Alina se dirigió al muchacho.

—Es que nuestro hijo es abogado.

—Vaya, qué casualidad. A mi también me tira el Derecho.

D. Adolfo lo miró incisivo.

—Mira qué coincidencia; otro hombre de leyes. Pero de ley, supongo.

—Claro. Qué si no—Se extrañaba él.

—Pues para mí que este abogado nuestro más que en las leyes se ocupa en evadirlas. Subversivo, agitador, y extravagante como él solo. Con decirte que se declara republicano. Figúrate, republicano.

—Tampoco es el primero, no —dijo Rubén.

—No me has entendido. Si más parece que sea un nostálgico de la Segunda República. De oídas, vamos. Porque de qué. Que lo fuese yo que la he vivido… Y ni por piensos.

—Yo no sabría qué decirle.

—Pues menos que tú sabe él —Hizo una pausa— Un soñador. Un soñador inconsciente. Y no quiero hablar más, me callo.

Doña Alina agarró la servilleta, y, la mirada fija en él, se limpió con ímpetu.

—Adolfo. Te prohíbo que hables así de nuestro hijo. Más, cuando este muchacho, ni lo conoce de nada, ni le importa como sea o como deje de ser.

—Como quieras. Pero creo que Rubén… estoy seguro, es un hombre de juicio. Y desahogarse contando las cosas no las cambia. Por el contrario ayuda a sobrellevarlas.

—Ya lo creo que las cambia. Le estás dando una opinión de Fabián que sólo es tu punto de vista. Y la de él, si llega a conocerlo, seguramente sea otra.

Don Adolfo estremeció ambos brazos y los apoyó en la mesa.

—Vamos a ver, Rubén, que opinión te merece que alguien defienda la Republica a capa y espada, la II República quiero decir, sin haberla vivido, o sufrido mejor, en sus propias carnes. Sólo por referencias.

—Poco entiendo yo de eso, don Adolfo. Lo que sí parece, que aquello era una democracia y lo que después viniera no.

— ¿Democracia? Querrás decir, la intención demócrata de unos pocos que no llegó a fructificar. Es posible que en otras condiciones hubiese triunfado. Pero, aun suponiéndolo, ¿tú te embarcarías en algo de lo que no sabes ni necesitas? ¿Sólo por snobismo o arrastrado por sentimientos ajenos?

—Ah, yo no. La republica es sólo una forma de estado. Y eso depende.

—Y qué idea tienes tú de la forma de estado, aunque sea mucho preguntar.

—Lo que yo pienso, seguro es que no se realizase en siglos. Cada cual tiene su propia utopía.

Doña Alina se levantó de la mesa.

— ¿Habéis terminado ya…? ¿Sí…? Pues venga hija, échame una mano. Y vosotros, quedad tranquilos, que tenéis toda la tarde.

En dos pasadas las mujeres quitaron la mesa y desaparecieron.

— ¿Usted tiene estudios, D. Adolfo?

—Pocos, pocos…

—En nuestros días, no es corriente que las personas de su edad sepan de esas cosas.

—Pues mira, lo mismo pensaba yo de ti. En tu caso por ser tan joven y no conocer otros tiempos.

—Es que yo he leído y estudiado mucho por mi cuenta. Soy autodidacta.

—Pues figúrate yo. Entre dictadura, república, y más dictadura, tasadamente aprendería a leer, calcular, y algunas nociones de la enciclopedia. Lo demás es puro mérito, y posterior. Mis padres, aparte el horno, que les venía de familia, se hicieron con un kiosco de prensa, que fue, digamos, mi salvación cultural, no así la de mi sustento.

—Que pasaron muchas fatigas.

—No creas, que pan no nos faltó—D. Adolfo se echó a reír— E incluso con los racionamientos tampoco la engañifa, pues no era difícil cambiarlo por otras vituallas. Y eso sí, el horno no se cerró nunca. No éste, que éste lo monté después. Por eso te digo que si propiamente yo no llegué a pasar faltas, de qué mi hijo que lo más esquinado que conoce es una onza de chocolate.

Rubén soltó una carcajada.

—No sólo de pan vive el hombre, D. Adolfo.

Al día siguiente, a la salida del instituto, Ali y Rubén se encontraron en el autobús. El muchacho ocupaba un asiento casi al final del vehículo y ella llegó hasta él rebotada junto a una amiga. El muchacho, caballeroso, se levantó para cederle el sitio.

— ¡Dónde vas! Quédate tranquilo, hombre, y no seas antiguo.

—Mujer, yo…

—Ni mujer ni nada. Pues estaríamos buenos, a estas alturas…

Rubén volvió a sentarse. Ante él, en el pasillo, las dos chicas iniciaron una conversación, que se prolongaría buena parte del trayecto. Todo sin inconvenientes, hasta que a medio camino, un carro lleno hasta las varas quedó atravesado ante el vehículo con el eje roto. El fenomenal atasco que aquello originó no se resolvería hasta pasada la media hora. Ali no le dijo nada, pero en su rostro y por la forma de mirar a Rubén, parecía que le dijese—Anda hombre y déjame el asiento, aunque sea un ratito—. La muchacha se oscilaba de un lado a otro, ya hacia una pierna, ya hacia la otra. Se apoyaba en el filo de los asientos y se mordía el labio. Y es que, a la media hora de recorrido se le sumaba aquello, y vete a saber sus ánimos sólo de pensar cuando llegarían. El muchacho, que captó el incomodo de Ali, ni por piensos intentó complacerla. Antes bien, se decía: ahora te aguantas, ahora te aguantas…

El autobús se descongestionaba al fin. La amiga se bajó y Ali terminaría sentada junto a Rubén.

—Oye, ¿todos los días cuando te levantas haces lo mismo?—dijo ella.

—Hombre, pues no sé. Depende.

—Me refiero a tus paseos por el campo.

—Cómo sabes tú eso.

—Porque te he visto.

—Pero tú te levantas más tarde.

—A veces no.

—Ah, ya… Pero que sepas que me voy muy temprano.

—Cuando te viene bien, por supuesto.

Ali chica miraba hacia adelante algo envarada. Él la contempló a placer, sonriente.

—Por qué ese acuerdo ahora.

—Si quieres, puedo acompañarte.

Rubén, en lo más hondo, se estremeció.

—Me lo imaginaba. Ya sabía yo que era eso. ¿Y serás capaz de ir donde yo voy?

—Por qué no. Depende de adonde vayas.

—Estoy acostumbrado a andar mucho. Si te atreves a seguirme…

—Si es por seguirte, ya me acostumbraré.

—Como quieras.

XI

Mario se interesó por él al día siguiente. El anterior no pudo hacerlo porque no estuvo allí, un imprevisto se lo impedía. Hoy fue distinto, se pasó todo el recreo buscándolo hasta dar con él.

Rubén, que no imaginaba tal cosa, se mantuvo medio eclipsado todo el tiempo frente a los otros, que departían. Más solo que la una, se apoyaba en la balaustrada de los soportales cara al patio.

—Al fin te encuentro.

El muchacho se dio la vuelta, para descubrir al profesor, que embutido en un chándal, un silbato al cuello y un pequeño bolso en la mano, no se asemejaba mucho al Mario que el conociera.

— ¡Vaya, D. Mario…! ¡Qué sorpresa!

El profesor le echó el brazo por encima.

—Qué, cómo te va.

—Bien.

—Pero bien, bien.

—No veo por qué no.

—Que no te han metido las cagarrutas, vamos.

—Qué va. Todos son muy considerados conmigo.

El otro sonrió.

—Te verán cara de buena persona, casi seguro. Y qué tal andas de amistades.

Rubén apretó la boca.

—Aún es pronto, no cree.

Echaron a andar bajo los soportales. Mario le preguntó si se adaptaba a su nueva vida y sobre el alojamiento. Quedó muy contrariado cuando le dijo que también ayudaba en el horno a los caseros.

—Ahora que te había propuesto para bedel…

— ¿A mí? ¿Para bedel?

—Sí, hombre. Es quien se encarga de llevar y traer papeles, de los recados, portero y demás.

—A lo mejor, pero yo no soy el más idóneo para algo así.

—Cómo que no. Tampoco es nada del otro mundo, y sí que te aportaría unos ingresos extra. Cuántos quisieran.

—Lo siento, pero por ahora no necesito ni de eso ni de la tahona, que si lo hago sólo es por compromiso.

Mario se encogió de hombros.

—Tú sabrás. Pero aquí te veo mejor, pues para lo que digo no se necesita instrucción alguna, eh. Y el cargo ni siquiera te ocuparía mucho. Sólo entre clases y los recreos. De lo más descansado. Piénsatelo.

—Eso haré —Hubo una pausa— Ah, y lo de su herida… que tal le ha ido.

—Ni me acuerdo. Ya no me da problemas.

Sonó la campana y Mario se despidió saliendo precipitado hacia la puerta principal.

  • ¡D. Mario!

El otro, ya ante la salida, se detuvo.

  • ¡Que sí acepto!

  • ¡Vale! ¡Y descuida, que ya hablaré contigo!

El último recreo.

Ya se disponía Rubén a ocupar su sitio junto a la balaustrada, y no bien llegar a ella quedó inmóvil, muy erguido, que más parecía olvidarse de alguna cosa.

— ¡Anda, pero si es Mauricio!

Acababa de ver como cruzaba la verja y salía del instituto. Llevaba unos papeles bajo el brazo e iba presuroso, la cabeza gacha. El pastor corrió hasta la salida y tras él, hasta alcanzarlo.

— ¡Mauricio!

El paisano se detuvo en seco. Al volverse no daba crédito a sus ojos.

—Pero bueno, Rubén… Y esto. ¿Cómo tú por aquí?

—Pues ya lo ves, he cambiado de oficio.

—Pero aquí, en el instituto… Y de qué oficio se trata.

—Pues nada, que de pastor me vengo a pastoreado. Soy alumno de este centro.

—Menuda sorpresa. Digo, a pastoreado, qué cosas tienes. No sabía yo de esas inclinaciones tuyas por el estudio.

—Todos los días se aprende algo. Oye, y tú… Pues yo ya te hacía fuera de esta institución.

—Quita y no me hables. Que por lo visto mi expediente se les ha extraviado y no me pueden hacer la matrícula. Y eso que es el segundo curso. No aquí, en Farmacia. Y en vez de ocuparse ellos, me mandan a mí, como si yo fuera el responsable. Mira, todo esto son las certificaciones—Alzó el brazo y le mostró los papeles.

Rubén caminó a su vera calle adelante.

—Algún tiempo ya que no hablaba contigo.

—Desde las fiestas del otro año. Y la verdad que tú no te prodigaste mucho. Allí estabas junto al Calavico, empinando el codo, que si no me acerco yo, ni por esas.

—Ni por esas de qué.

—No te hagas el longui. Isabelita estaba allí, como las demás, y nosotros.

—Pues por eso mismo. Qué pintaba yo contigo si no te separabas de ella.

—Tonterías. Para mí que ella lo hacía por darte celos.

Rubén se echó a reír.

—No te burles, hombre.

Mauricio le propuso tomar algo, y a eso iban, cuando ya ante la taberna, el pastor desistió.

—Me gustaría quedarme un rato, pero ya lo ves, acaba de sonar la sirena, he de entrar a clase. Ya nos veremos. ¿A dónde vives tú?

—Queda retirado, no es por aquí. Pero no te preocupes, que cualquier día vengo por el instituto. Y tú descuida que lo haré.

Ya regresaba para el centro el pastor, cuando de repente se giró hacia él y le dijo:

— ¡Dale recuerdos a Isabelita!

— ¡Lo mismo te digo! ¡Que tanto monta! ¡Nada de nada!

Pero pasaron los días y hasta meses y Mauricio no volvió por allí como prometiera. Ni volvieron a encontrarse hasta el regreso con las vacaciones.

XII

—Chisss… ¡Oye!

D. Adolfo sacudió el hombro de su mujer, que se despabiló apenas.

—Qué quieres ahora.

— ¿A dónde irá ésta, tan de mañana? Hace rato que escucho el taconeo.

—Y para eso me despiertas —contestó con enojo doña Adelina— Que se va al campo, con Rubén.

—Qué se va al campo… A pasear será… Y qué tiene que ver ella con los paseos de Rubén. Que él la ha invitado…

—Y yo que sé. Sus cosas.

D. Adolfo se dio media vuelta y se tapó.

—No está mal. A las seis de la mañana… que tasadamente se ve. Y a quién le ha pedido permiso, porque a mí no.

—Tampoco es ninguna niña.

—Claro. Y te lo dice a ti. En cambio yo… que tengo ver. Como no soy de esta casa…

—Mejor que se lo digas a ella, no. Y si vamos a eso, a él. Que tú bien que alabas el juicio del muchacho.

—Que le irá lo uno a lo otro. Para estas cosas no valen juicios. Y de sobra sabes lo que la niña da de sí. No sería la primera vez.

—Qué mal pensado eres, hijo. Anda y duérmete ya, que falta te hace.

—Me pregunto, qué ganas de ir a ningún sitio puede tener este hombre, con la panzada de horno que nos damos. Si no hará ni dos horas.

—Anda… Suéltate otra. Porque es joven. Y porque tendrá la costumbre.

—Será por eso.

D. Adolfo se giró en la cama y no tardaría en retomar el sueño. Y de ahí de un tirón hasta mediodía. En cambio su mujer ya no dormiría las dos horas completas hasta levantarse. Terminada la cochura hubo de sacar el pan y ponerlo para la venta.

Al poco de salir, Rubén se desabrochó el anorak para asombro de Ali chica que no lo entendía. La muchacha se doblaba de frío, al tiempo que los tacones de sus botas no le propiciaban un paso a derechas. Ya se lo advirtió el pastor antes de salir —Con ese calzado no irás muy lejos—. Pero cómo que no, si ella lo venía usando para todo sin inconveniente. Unos taconcitos de nada.

—Es que no tienes frío—Le dijo, al verlo con la camisa al aire.

— ¿Frío? Lo que ya tengo es calor.

Ali miró hacia el Este y como la luz del amanecer aún no dominaba el paisaje. Y el ambiente era frío, si lo sabría ella. Vaya un desliz. Pero es que, además, él seguía y seguía sin decir palabra. Menudo divertimento. Comenzó a preguntarse qué pintaba ella tan de mañana, junto aquel mozarrón, que seguro no fuera más delicado que sus andares. Y es que en sus zancadas, las añejas botas de Rubén más parecían matar la tierra como apisonadoras, sin reparar en piedras, palitroques, ni altibajos. Pues como él persistiese en aquel zancajeo, la primera y la última. Eso si no lo dejaba a su aire, y adiós muy buenas.

—No corras tanto, por favor.

—Pero si no corro.

—Anda que no.

—Es por la costumbre. Andar más despacio se me antoja como si alguien me sujetara, y me entra un nervio que no puedo.

—Pero vas conmigo. En todo caso soy yo quien te sujeta. Hazlo por mí.

—Vale. Pero para otra vez búscate unas deportivas.

Rubén sosegó sus pasos y Ali pareció tomar fuerzas. Hasta el punto, que sus andares se enderezaron ahora, como si sus botas se trasmutasen milagrosamente.

Pero su ventura duró poco, que llegados al río, de no cogerse a Rubén casi se cae sobre una pedriza.

— ¡Ay! ¡Ay! —Se dejó caer— ¡Maldita sea!

— ¿Qué te has hecho? ¿Te duele?

—Tú me dirás. Las malditas botas. Con razón me decías.

—Pero si es que, a quién se le ocurre. A ver, déjame que lo vea—Le sacó la bota de un tirón.

Comenzó a girarle el pie sobre el tobillo y a darle masajes, a lo que ella se quejaba sin compostura.

— ¡Por Dios, Rubén! Con eso me haces más daño.

—Tú no te preocupes y aguanta un poco —Siguió con su masageo.

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