I
Con las primeras luces, el azul tenue sobre las montañas auguraba un día claro como los otros, si es que la cabañuela era cierta.
Los montes de ceniza están dormidos y el campo se echa a sus faldas como un ropón singular de negros y sombras. El pueblo aún yace en la penumbra, fantasmagórico e inerte, y por los barrancales los carriles hacia los llanos ni se adivinan. Lo mismo se diría de la carretera. Sólo la luz de una moto que la recorre permite vislumbrar la ruta, y, a la par, el ruido de la máquina rasga el silencio, zurriando como un abejorro. Casi todos duermen, y los que madrugan, aún persisten en el interior de las casas aprestándose para la faena. Alguno, menos presuroso, percibe entre sueños el tránsito del pastor, que seguramente fuera de su edad, y le invade cierta congoja. Frente al otro se considera un privilegiado por su obligación, más llevadera, aunque no todo sean flores lo que la adornen y a que a sus pródigos descansos suelan seguirle grandes sacrificios. Y es que la familia de Mauricio sí se lo puede permitir.
Algunos nacen con estrella, como Rubén. Lo que pasa que su estrella no habría de ser muy estable, pues duró poco. No eran muchos en aquel lugar, se contarían con los dedos de la mano, los que gozaban de aquel privilegio. Quizá fuera porque por allí aquellos astros no se prodigasen mucho. Un sitio tan pequeño no merecería tanta distinción. Desde luego, nacer con o sin estrella, pensaba él, nada tenía de definitivo. Cuántos se hacen con una luego, y hasta mejor y más grande, como le pasó a Mauricio. A Rubén, con haberla tenido, de poco le servía; como no fuese para salir cada mañana antes de que amaneciera y regresar de noche. Y eso, todos los días del año, sin reparar en mal tiempo, en domingos ni estaciones. Por no decir, para traer a cuestas los corderos recién nacidos, ahijarlos, o ayudar a parir a las ovejas. Y para qué del seguimiento día a día de los animales o disponer el forraje en la majada cuando la lluvia persiste.
Por los llanos esperan los rastrojos a medio comer y los animales en el redil con la boca como un hacha. Ensombrecido aún, el terreno ya se perfila en su rutinaria secuencia, y barbechos y sembrados se suceden, sólo rotos por tomillares incultos y algunas lomas difíciles. El sol ya despunta. Las ovejas balan sospechando la hora del condumio, eso, si no es que sea, además, desfogando por los borregos.
Cuando la motocicleta dio vistas a la majada los balidos se redoblaron. El motorista torció el gesto:
—Sin ganillas de comer que están hoy a lo mejor…
Llegó al corral y junto al cobertizo de cañas contra el muro, donde dejaría la moto. Se quitó la gorra y se la puso de nuevo encajándola a tope. Como de costumbre, venía distraído. Rumiaba en su mente los pensamientos gastados, siempre inconclusos, que a saber hoy cuales eran. Comenzaría a merodear de un lado a otro, y alejado hasta el cantón, puso sus ojos en lontananza. Más pareció que en aquella actitud contemplativa fuera a eternizarse. Al cabo, los balidos de las ovejas, cada vez más copiosos, le instaron a desistir de sus reflexiones y se encaminó al corral. De forma mecánica abrió el portón. No hubo hechura. Los animales se dejaron venir en tromba y no pudo evitar que lo derribaran. Tendido en el suelo cuan largo era, el pastor se vio pateado y repateado en menos que se dice.
— ¡¡Eh!! ¡¡Ovejancos del demonio…!!
Y mientras lo decía, rodó sobre sí bajo el aluvión de patas, hasta escapar por los pelos de aquella marabunta.
— ¡Malditos bichos…! ¡Anda tú pa'llá! —Dio un puñetazo al ovino que le cogía más cerca.
La soledad de cada día. Llano y estepa sin solución, donde los animales pacen salto a la mata, arrastrando tras sí a quien los cuida. Los amplios horizontes no logran sacar de su ensimismamiento al pastor, que ya no ve en ellos sino el marco a la rutina diaria. Apenas si otra cosa reclama su interés que no sea el rebaño, única obligación y divertimento. A no ser, de cualquier forma, darle vueltas a la cabeza, la tarea ineludible.
Relumbran al sol las tierras grises; amasijos de trizas negruzcas y arena. Se diría, que fuesen, los sedimentos meteorizados de una gran ciénaga. Una ciénaga de los principios del mundo, cuando llovía de verdad y aquello fuera un lago; que lo que es ahora, el agua ni se adivina en toda su extensión. Ni un arroyuelo es pensable. Su altura y aislamiento no le dejan enlazar con los entornos, como no sea por quebradas, barrancos y cuestas. De existir los veneros, a saber a que profundidad estén.
Vivir la soledad del llano jornada tras jornada, trastorna el pensamiento. No habrá en todo el día más relación con el semejante, que por la radio, o si el pastor fuera instruido, a través de la lectura. Otra cosa sería un grajo blanco. Pero aficiones como estas no son comunes. La radio, porque no casa con un aislamiento tan pertinaz, y la lectura, por el despropósito.
Pero tal cosa aquí es cuestionable.
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