– ¡Ocho horas seguidas! – exclamó con verdadero asombro.
– Seguidas – convino Grosvenor. El hombre pareció reflexionar.
– Aun así – dijo al fin -, eso sólo reduce la cifra por un factor de tres. Aun sin condicionamiento, hay muchas personas que pueden aprovechar cinco minutos de cada cuarto de hora de un período de sueño sin despertar.
Grosvenor respondió despacio, estudiando la reacción del otro.
– Pero es preciso repetir la información muchas veces. – Por la expresión de asombro de McCann, comprendió que se había hecho entender. Se apresuró a continuar -: Sin duda usted ha tenido la experiencia de ver u oír algo una vez y no olvidarlo nunca. Pero en otras ocasiones lo que parece una impresión igualmente profunda se disipa al extremo de que no lo recordamos con precisión ni siquiera cuando se menciona. Hay motivos para ello. La Fundación Nexial descubrió cuáles eran.
McCann no dijo nada. Fruncía los labios. Por encima del hombro, Grosvenor vio que los cuatro hombres del departamento de química se habían agrupado cerca de la puerta del corredor. Hablaban en voz baja. Les echó una ojeada y le dijo al geólogo:
– Al principio hubo momentos en que creí que la presión sería intolerable para mí. Comprenderá que no hablo de la máquina de sueños. En cantidad, eso representaba sólo el diez por ciento del total.
McCann sacudió la cabeza.
– Esas cifras me abruman. Supongo que el mayor porcentaje se relaciona con esas películas donde cada imagen dura sólo una fracción de segundo.
Grosvenor asintió.
– Usábamos las películas taquistoscópicas tres horas por día, pero constituían un cuarenta y cinco por ciento del entrenamiento. El secreto es la velocidad y la repetición.
– ¡Una ciencia entera de una sentada! – exclamó McCann -. Eso es lo que ustedes llaman aprendizaje holístico.
– Ésa es una faceta. Aprendíamos con todos los sentidos, a través de los dedos, los oídos, los ojos, incluso el olfato y el gusto.
Una vez más McCann frunció el entrecejo. Grosvenor vio que los jóvenes químicos se marchaban de la sala. Un murmullo de risas llegó desde el corredor. Pareció arrancar a McCann de su concentración. El geólogo extendió la mano.
– ¿Por qué no viene un día a mi departamento? – preguntó -. Quizá podamos elaborar un método para coordinar su conocimiento integrador con nuestro trabajo de campo. Podemos probarlo cuando aterricemos en otro planeta…
Al regresar a su dormitorio, Grosvenor silbaba entre dientes. Había obtenido su primera victoria, y la sensación era agradable.
A la mañana siguiente, cuando Grosvenor se aproximaba a su departamento, vio con asombro que la puerta estaba abierta. Una brillante franja de luz cruzaba el penumbroso corredor. Apuró el paso y se detuvo en la puerta.
Al primer vistazo, vio a siete técnicos químicos, incluidos dos que habían asistido a la conferencia. Habían introducido máquinas en la sala. Había varias cubas, una serie de unidades calentadoras y todo un sistema de tubos para llevar sustancias químicas a las cubas.
Grosvenor recordó cómo habían actuado los químicos durante la conferencia. Atravesó la puerta, tenso ante la situación y temiendo que hubieran dañado su equipo. Usaba esta sala externa para propósitos generales. Normalmente contenía algunas máquinas, pero sobre todo estaba diseñada para usar la producción de las otras salas con propósitos de instrucción grupal. Las otras cuatro salas contenían su equipo especial.
Por la puerta abierta que conducía a su estudio de grabación de imágenes y sonidos, Grosvenor vio que también lo habían tomado. El shock le impuso silencio. Ignorando a esos hombres, atravesó la sala I externa y cada una de las cuatro secciones especiales. Los químicos invasores habían ocupado tres. Eso incluía, además del estudio de grabación, El laboratorio y la sala de herramientas. La cuarta sección, con sus dispositivos técnicos, y un almacén contiguo, estaban libres de intrusos. Allí habían apilado la maquinaria móvil y los muebles de las otras salas. Una puerta conducía de la cuarta sección aun corredor más pequeño. Grosvenor tuvo la desagradable sospecha de que a partir de entonces sería su entrada en el departamento.
Aún contenía su furia, evaluando la situación. Esperarían que protestara ante Morton. Kent se las ingeniaría para usar ventajosamente el episodio para las elecciones. Grosvenor no entendía cómo esto podía beneficiar al químico en su campaña, pero era evidente que Kent pensaba que sería así.
Regresó lentamente a la sala externa, su auditorio. Notó por primera vez que las cubas eran máquinas de fabricación de alimentos. Muy listos. Daría la impresión de que el espacio se usaba para buenos fines, algo que – podrían alegar – no se hacía antes. El astuto plan cuestionaba su integridad.
Parecía haber pocas dudas en cuanto al porqué. Kent le tenía inquina. Al oponerse verbalmente ala elección de Kent – algo que sin duda le habían comunicado -, había intensificado esa inquina. Pero la vengativa reacción del jefe de química podía usarse contra él, siempre que Grosvenor supiera manejarla.
Debía evitar que Kent sacara partido de esta invasión. Se acercó a uno de los hombres.
– ¿Por qué no corres la voz de que me agrada esta oportunidad de mejorar la educación del personal del departamento de química, y que espero que nadie se oponga a aprender mientras trabaja?
Siguió de largo sin esperar una respuesta. Cuando miró hacia atrás, el hombre lo seguía con ojos desconcertados. Grosvenor reprimió una sonrisa. Se sentía de buen humor cuando entró en la sala técnica. Ahora, al menos, enfrentaba una situación donde podría aplicar algunos de los métodos que le habían enseñado.
Como habían juntado sus armarios móviles y otros dispositivos en un espacio relativamente reducido, no tardó mucho en encontrar el gas hipnótico que buscaba. Pasó casi una hora conectando un silenciador al pico, para que la materia comprimida del interior no siseara al salir. Cuando hubo terminado, Grosvenor llevó el recipiente a la sala externa. Abrió un armario que tenía una puerta enrejada, puso el recipiente dentro y abrió el gas. Se apresuró a echar llave a la puerta.
Un leve aroma perfumado se mezcló con el olor químico de la cuba.
Silbando suavemente, Grosvenor cruzó la sala. Lo detuvo el jefe del grupo, uno de los hombres que había asistido a su conferencia de la noche anterior.
– ¿Qué demonios está haciendo?
– Dentro de un minuto ni lo notará – respondió Grosvenor amablemente -. Es parte de mi programa educativo para su personal.
– ¿Quién le pidió un programa educativo?
– Vaya, señor Malden – exclamó Grosvenor, simulando asombro -. ¿Qué otra cosa haría usted en mi departamento? – Se echó a reír -. Sólo bromeaba. Es un ambientador. No quiero que llenen el lugar de olores raros.
Se alejó sin esperar respuesta, y luego se quedó en un costado observando la reacción de los hombres ante el gas. Había quince individuos en total. Podía esperar cinco reacciones favorables y cinco parcialmente favorables. Había maneras de saber cómo una persona había sido afectada.
Tras varios minutos de atenta observación, Grosvenor se aproximó, se detuvo junto a uno de los hombres y dijo en voz baja pero firme:
– Ven al lavabo dentro de cinco minutos y te daré algo. No te olvides.
Regresó a la puerta que conectaba la sala externa con el estudio. Al volverse vio que Malden se acercaba a ese hombre para hablarle. El técnico sacudió la cabeza con evidente sorpresa.
La voz del jefe manifestaba una asombrada furia.
– ¿Cómo que él no te habló? Yo lo vi.
El técnico se enfadó.
– Yo no oí nada, y yo debería saberlo.
Si la discusión continuó, Grosvenor no oyó ni vio nada. Por el rabillo del ojo, notó que uno de los jóvenes de la sala contigua daba señales de respuesta suficiente. Se le acercó con la misma displicencia, y le dijo las mismas palabras que le había dicho al primer sujeto, aunque pidiéndole que acudiera dentro de quince minutos en vez de cinco.
En total, seis hombres respondieron en la medida que Grosvenor consideraba esencial para su plan. De los nueve individuos restantes, tres – incluido Malden – manifestaron una reacción menor.
Grosvenor dejó al segundo grupo a solas. A estas alturas, necesitaba alguna certidumbre. Luego probaría otro patrón para los demás.
Grosvenor estaba esperando cuando el primer sujeto del experimento entró en el lavabo. Le sonrió y le dijo:
– ¿Alguna vez viste uno de éstos? – Le mostró un diminuto cristal auditivo, con pestañas para sujetarlo dentro de la oreja.
El hombre aceptó el pequeño instrumento, lo miró, sacudió la cabeza con asombro.
– ¿Qué es? – preguntó.
– Date la vuelta y te lo pondré en el oído – ordenó Grosvenor. Mientras el otro obedecía sin chistar, Grosvenor continuó con firmeza -. Notarás que la parte externa tiene el color de la carne. En otras palabras, sólo se puede ver si te examinan de cerca. Si alguien lo ve, puedes decir que es un audífono.
Terminó de instalarlo y retrocedió.
– Al cabo de un minuto, ni recordarás que lo tienes puesto. No lo sentirás.
El técnico parecía interesado.
– Apenas lo siento ahora. ¿Para qué sirve?
– Es una radio – explicó Grosvenor. Continuó despacio, enfatizando cada palabra -. Pero nunca oirás conscientemente lo que dice. Las palabras van directamente al inconsciente. Puedes oír lo que dicen otras personas. Puedes entablar una conversación. Más aún, seguirás con tu vida normal sin darte cuenta de que hay algo distinto. Te olvidarás de que existe.
– ¡Qué te parece! – dijo el técnico. Salió sacudiendo la cabeza. Minutos después, entró el segundo hombre; y luego, por turno, los cuatro que habían manifestado una respuesta de trance profundo. Grosvenor les puso a todos duplicados de la radio casi invisible.
Tarareando, sacó otro gas hipnótico, lo puso en un recipiente, y sustituyó el que estaba en el armario. Esta vez el jefe y otros cuatro respondieron profundamente. En cuanto al resto, dos demostraron una reacción leve, uno – que antes parecía levemente afectado – pareció salir totalmente de su estado, y otro no dio ninguna señal.
Grosvenor decidió contentarse con once sujetos en trance profundo sobre quince. Kent se llevaría una desagradable sorpresa ante la cantidad de genios de la química que aparecían en su departamento.
No obstante, estaba lejos de la victoria final. Quizá ésta fuera imposible, salvo mediante un ataque más directo contra Kent.
Rápidamente, hizo una grabación para una emisión experimental a las radios del oído. La dejó activada mientras caminaba entre los hombres y observaba sus reacciones. Cuatro individuos parecían estar preocupados.
Grosvenor se acercó a uno que sacudía la cabeza con frecuencia.
– ¿Qué sucede? – le preguntó. El hombre rió tristemente.
– Oigo una voz. Una tontería.
– ¿Fuerte? – No era precisamente la pregunta que una persona solícita haría normalmente, pero Grosvenor la hizo.
– No, es lejana. Siempre se aleja y luego…
– Desaparecerá – dijo Grosvenor para tranquilizarlo -. A veces la mente sufre un exceso de estímulo. Apuesto a que se está yendo ahora mismo, por el solo hecho de que alguien te hable y te distraiga.
El hombre ladeó la cabeza, como escuchando. Puso expresión de asombro.
– Se ha ido. – Se enderezó y suspiró de alivio -. Me tenía preocupado.
De los otros tres hombres, pudo tranquilizar a dos con relativa facilidad. Pero el tercero, aun con la sugestión adicional, siguió oyendo la voz. Al fin Grosvenor lo llevó aparte, so pretexto de examinarle el oído, y le quitó la diminuta radio. Quizá el hombre necesitara más entrenamiento.
Grosvenor habló brevemente con los demás sujetos. Luego, satisfecho, regresó a la sala técnica y preparó una serie de grabaciones para irradiarlas tres minutos de cada quince. De vuelta en la sala externa, miró en torno y verificó que todo andaba bien. Pensó que podía dejarlos trabajar sin preocuparse. Salió al corredor y se dirigió a los ascensores.
Poco después entró en el departamento de matemáticas y pidió ver a Morton. Para su sorpresa, lo recibieron de inmediato.
Encontró a Morton cómodamente sentado detrás de un gran escritorio. El matemático señaló una silla, y Grosvenor se sentó.
Era la primera vez que visitaba la oficina de Morton, y miró con curiosidad. La sala era amplia y una pantalla ocupaba toda una pared. En ese momento, la pantalla estaba enfocada en el espacio de tal modo que la enorme galaxia en espiral, donde el sol era sólo una mota de polvo, era visible de borde a borde. Había cercanía suficiente para distinguir muchas estrellas, y lejanía suficiente para que su brumosa imponencia estuviera en el pico de su resplandor.
En el campo de visión también había varios cúmulos estelares que, aunque estaban fuera de la galaxia, giraban con ella a través del espacio. Esa vista le recordó a Grosvenor que el Beagle Espacial atravesaba en ese momento uno de los cúmulos menores.
Una vez que se saludaron, preguntó:
– ¿Ha decidido si nos detendremos en alguno de los soles de este cúmulo?
Morton asintió.
– Muchos se oponen a ello, y estoy de acuerdo. Nos dirigimos hacia otra galaxia, y ya estaremos demasiado tiempo lejos de la Tierra.
El director se inclinó para recoger un papel del escritorio, se hundió en la silla.
– Supe que lo han invadido – dijo abruptamente.
Grosvenor sonrió irónicamente. Se imaginaba la satisfacción que algunos integrantes de la expedición obtendrían con el incidente. Había hecho sentir su presencia en la nave tanto como para que algunos se sintieran inquietos ante lo que podía hacer el nexialismo. Esos individuos – y muchos de ellos aún no respaldaban a Kent – se opondrían a que el director se inmiscuyera en el asunto.
Sabiendo eso, había ido a averiguar si Morton comprendía la situación. Serenamente, Grosvenor describió lo que había sucedido.
– Señor Morton – dijo al fin -, quiero que le ordene a Kent que termine con este acoso. – No deseaba que Morton impartiera esa orden, pero quería ver si el director comprendía el peligro.
El director negó con la cabeza.
– A fin de cuentas, usted tiene demasiado espacio para un solo hombre. ¿Por qué no compartirlo con otro departamento?
La respuesta era demasiado neutra. Grosvenor no tuvo más remedio que insistir.
– ¿Debo entender – dijo con firmeza – que es posible que el jefe de cualquier departamento de esta nave ocupe espacio de otro departamento sin permiso de ninguna autoridad?
Morton no respondió de inmediato. Sonrió con desgana, jugando con un lápiz.
– Creo que usted interpreta mal mi posición a bordo del Beagle. Antes de tomar una decisión relacionada con un jefe de departamento, debo consultar con otros jefes de departamento. – Miró el cielo raso -. Supongamos que yo incluyera este asunto en el orden del día, y se decidiera que Kent puede quedarse con esa parte de su departamento que ya ha tomado. Si se confirma la situación, sería para siempre. – Terminó con voz resuelta -. Pensé que usted no querría sufrir esa limitación a estas alturas.
Ensanchó su sonrisa. Grosvenor, habiendo cumplido su propósito, sonrió a su vez.
– Me alegra contar con su respaldo en este asunto. ¿Puedo contar con que usted no permitirá, entonces, que Kent incluya el asunto en el orden del día?
Si Morton se sorprendió del rápido cambio de actitud, no lo demostró.
– El orden del día – dijo con satisfacción – es algo que controlo bastante. Mi oficina lo prepara. Yo lo presento. Los jefes de departamento pueden votar para incluir el requerimiento de Kent en el orden del día de una reunión subsiguiente, pero no de la reunión en marcha.
– Deduzco que Kent ya ha solicitado adueñarse de cuatro salas de mi departamento – dijo Grosvenor.
Morton asintió. Dejó el papel que sostenía y recogió un cronómetro. Lo estudió pensativamente.
– La siguiente reunión se celebrará dentro de dos días. Luego, cada semana a menos que los postergue. Creo – dijo como si pensara en voz alta – que no tendré dificultad en cancelar la que está programada para dentro de doce días. – Dejó el cronometro y se levantó animosamente -. Eso le dará veintidós días para defenderse.
Grosvenor se puso de pie lentamente. Decidió no comentar el límite de tiempo. Por el momento parecía más que adecuado, pero sonaría egocéntrico si lo decía. Mucho antes de que venciera ese plazo habría recobrado el control de su departamento o su derrota sería definitiva.
– Hay otra cosa que deseaba comentarle. Creo que debería tener derecho a comunicarme directamente con los otros jefes de departamento cuando estoy usando un traje espacial.
Morton sonrió.
– Sin duda eso ha sido sólo un descuido. El asunto se rectificará.
Se dieron la mano y se despidieron. Mientras regresaba al departamento nexial, Grosvenor pensaba que el nexialismo estaba ganando terreno de una manera sumamente indirecta.
Cuando entró en la sala externa, se sorprendió de ver a Siedel a un costado, observando a los químicos. El psicólogo lo vio y se le acercó, dándole la mano.
– Joven – dijo -, ¿esto no es un poco antiético? – Grosvenor sospechó con desánimo que Siedel había analizado lo que había hecho con esos hombres. Se apresuró a responder con serenidad:
– Totalmente antiético. Me siento tal como se sentiría usted si tomaran su departamento con flagrante desconsideración por sus derechos legales.
Se preguntó por qué Siedel estaba allí. ¿Kent le habría pedido que investigara?
Siedel se acarició la mandíbula. Era un hombre fornido de ojos negros y brillantes.
– No me refería a eso – dijo lentamente -. Pero veo que usted se considera justificado.
Grosvenor cambió de táctica.
– ¿Se refiere al método de instrucción que estoy usando con estos hombres?
No sentía el menor remordimiento. No sabía por qué ese hombre estaba ahí, pero debía usar la oportunidad para su provecho, si era posible. Esperaba crear un conflicto en la mente del psicólogo, volverlo neutral en esta lucha entre Kent y él.
– En efecto – respondió Siedel con cierta ironía -. A pedido de Kent, he examinado a los miembros de su personal que parecían actuar de modo anormal. Ahora es mi deber presentar mi diagnóstico a Kent.
– ¿Por qué? – preguntó Grosvenor, y continuó con vehemencia -: Señor Siedel, mi departamento fue invadido por un hombre que me tiene inquina porque he dicho abiertamente que no votaré por él. Dado que él actuó a despecho de las leyes de esta nave, tengo todo el derecho a defenderme como pueda. Le ruego, pues, que permanezca neutral en este conflicto privado.
Siedel frunció el entrecejo.
– Usted no entiende. Estoy aquí como psicólogo. Considero que el uso de hipnosis sin autorización del sujeto es totalmente antiético. Me sorprende que usted espere que me haga cómplice de semejante cosa.
– Le aseguro que mi código ético es tan escrupuloso como el suyo. Aunque he hipnotizado a estos hombres sin su autorización, no he intentado dañarlos ni avergonzarlos en lo más mínimo. Dadas las circunstancias, no sé por qué se siente obligado a tomar partido por Kent.
Siedel volvió a fruncir el entrecejo.
– Éste es un conflicto entre usted y Kent… ¿verdad?
– Así. es – dijo Grosvenor. Se imaginaba lo que seguiría.
– Sin embargo – dijo Siedel -, usted no ha hipnotizado a Kent sino a un grupo de inocentes.
Grosvenor recordó cómo habían actuado los cuatro químicos en su conferencia. Al menos algunos de ellos no eran del todo inocentes.
– No discutiré con usted sobre eso – dijo -. Podría decir que, desde el principio de los tiempos, la mayoría no pensante ha pagado un precio por obedecer sin cuestionamientos las órdenes de líderes cuyas motivaciones no se molestaron en investigar. Pero en vez de meterme en eso, me gustaría hacerle una pregunta.
– Adelante.
– ¿Entró usted en la sala técnica?
Siedel asintió en silencio.
– ¿Vio las grabaciones? – insistió Grosvenor..
– Sí.
– ¿Vio sobre qué eran? Información sobre química. Eso les estoy dando – dijo Grosvenor -. Es todo lo que me propongo darles. Considero que mi departamento es un centro educativo. La gente que me invade recibe una educación, gústele o no.
– Confieso que no sé cómo eso le ayudará a liberarse de ellos. Sin embargo, me alegrará decirle a Kent lo que está haciendo. Él no se opondrá a que sus hombres aprendan más química.
Grosvenor no respondió. Sospechaba que Kent no deseaba tener subalternos que supieran – como pronto sabrían – tanto como él sobre su especialidad.
Siguió a Siedel con ojos cavilosos mientras el psicólogo desaparecía en el corredor. Sin duda el hombre le presentaría a Kent un informe completo, lo cual significaba que él necesitaría un nuevo plan. Era demasiado pronto para tomar medidas defensivas drásticas. Temía que cualquier acción sostenida produjera a bordo la misma situación que él debía impedir. A pesar de sus reservas con la historia cíclica, convenía recordar que las civilizaciones parecían nacer, envejecer y morir de decrepitud. Antes de hacer algo más, sería mejor conversar con Korita y averiguar hacia qué escollos se dirigía inadvertidamente.
Encontró al científico japonés en la biblioteca B, que estaba en el extremo de la nave, en el mismo piso del departamento nexial. Korita se marchaba cuando él llegó, y Grosvenor lo siguió. Sin preámbulos, le expuso su problema.
Korita no respondió de inmediato. Atravesaron todo el corredor antes de que el alto historiador hablara dubitativamente.
– Amigo mío, sin duda comprende la dificultad de resolver problemas específicos a partir de generalizaciones, que es casi todo lo que la teoría de la historia cíclica puede ofrecer.
– Aun así, algunas analogías podrían serme útiles. Por lo que he leído sobre este tema, deduzco que estamos en el último período de nuestra civilización, el «invernal». En otras palabras, en este momento cometemos los errores que conducen a la decadencia. Tengo algunas ideas sobre eso, pero me gustaría saber más.
Korita se encogió de hombros.
– Trataré de explicarlo brevemente. – Calló unos instantes, y al fin dijo -: El común denominador que se destaca en los períodos «invernales» de la civilización es que millones de individuos comprenden cada vez más cómo funcionan las cosas. La gente se impacienta con las explicaciones supersticiosas o supernaturales de lo que sucede en su mente y su cuerpo, y en el mundo circundante. Con la gradual acumulación de conocimiento, aun las mentes más simples comprenden por primera vez y rechazan conscientemente las pretensiones de superioridad hereditaria de una minoría. Así comienza la ruda batalla por la igualdad.
Korita hizo una pausa antes de continuar.
– Esta difundida lucha por el mejoramiento personal constituye el paralelismo más significativo entre todos los períodos «invernales» de las civilizaciones en la historia documentada. Para bien o para mal, la lucha habitualmente se desarrolla dentro del marco de un sistema legal que tiende a proteger a una minoría enquistada. Los que han llegado tarde, al no entender sus motivaciones, se lanzan ciegamente a la batalla por el poder. El resultado es un auténtico embrollo de inteligencia indisciplinada. En su resentimiento y ambición, los hombres siguen a líderes tan confundidos como ellos. Reiteradamente, el desorden resultante ha conducido a un estado final fellahin. Tarde o temprano, un grupo cobra ascendencia. Una vez en el poder, los líderes restauran el «orden» con un derramamiento de sangre tan salvaje que amedrenta a millones. Pronto el grupo dominante comienza a restringir las actividades. Los sistemas de licencias y otras medidas regulatorias, necesarias en cualquier sociedad organizada, se convierten en herramientas de represión y monopolio. Primero es difícil, luego imposible, que el individuo acometa nuevas empresas. y así avanzamos por rápidas etapas hacia el familiar estado de castas de la antigua India, y hacia otras sociedades menos conocidas pero igualmente inflexibles, tales como la romana después del 300 de nuestra era. El individuo nace en determinada posición y no puede ascender… Bien, ¿le ayuda ese breve resumen?
– Como le decía – respondió Grosvenor -, intento resolver el problema que me ha presentado Kent sin caer en los errores egocéntricos del hombre de la civilización tardía que usted ha descrito. Quiero saber si tengo una esperanza razonable de defenderme de él sin agravar las hostilidades que ya existen a bordo del Beagle.
Korita sonrió irónicamente.
– Si lo consigue, será una victoria singular. Históricamente, el problema nunca se ha resuelto en forma masiva. ¡Buena suerte, joven!
En ese momento, sucedió.
Se habían detenido ante la sala de «cristal» del piso de Grosvenor. No era cristal, y en rigor tampoco era una sala. Era un nicho en un corredor externo, y el «cristal» era una enorme placa curva hecha con la forma cristalizada de un metal resistente. También era límpidamente transparente, para dar la ilusión de que allí no había nada.
Más allá estaba el vacío y la oscuridad del espacio. Grosvenor acababa de notar distraídamente que la nave había llegado al borde del pequeño cúmulo estelar que estaba atravesando. Sólo algunos de los cinco mil soles del sistema eran visibles aún. Entreabrió los labios para decir que quería hablar de nuevo con Korita cuando tuviera tiempo.
No llegó a decirlo. La borrosa imagen doble de una mujer con sombrero emplumado cobraba forma en el cristal. La imagen fluctuó y titiló. Grosvenor sintió una tensión anormal en los músculos de los ojos. Por un momento su mente se puso en blanco. Siguió una rápida sucesión de sonidos, relampagueos, una aguda sensación de dolor. ¡Alucinaciones hipnóticas! La conciencia de ello fue como un shock eléctrico.
El reconocimiento lo salvó. Su condicionamiento le permitió rechazar instantáneamente la sugestión mecánica de esos destellos de luz. Giró y gritó por el comunicador más próximo:
– ¡No miren las imágenes! ¡Son hipnóticas! ¡Nos están atacando!
Al volverse, tropezó con el cuerpo inconsciente de Korita. Se arrodilló.
– ¡Korita! – exclamó con voz penetrante -. ¿Puede oírme?
– Sí.
– Sólo se dejará influir por mis instrucciones, ¿entendido?
– Sí.
– Empezará a relajarse, a olvidar. Su mente está en calma. El efecto de las imágenes se está disipando. Ya se ha ido. Se ha ido por completo. ¿Comprende? Se ha ido por completo.
– Entiendo.
– No pueden volver a afectarlo. Más aún, cada vez que usted vea una imagen, recordará una grata escena de la Tierra. ¿Está claro?
– Totalmente.
– Ahora empezará a despertarse. Contaré hasta tres. Cuando diga «tres», usted estará totalmente despierto. Uno… dos… tres… ¡Despierte!
Korita abrió los ojos.
– ¿Qué sucedió? – preguntó con voz intrigada. Grosvenor le explicó rápidamente.
– Pero ahora venga conmigo. ¡Deprisa! – le dijo -. Esos dibujos de luz siguen atrayendo mis ojos a pesar de la contrasugestión.
Llevó al desconcertado arqueólogo por el corredor, hacia el departamento nexial. En el primer recodo encontró un cuerpo humano tendido en el piso. Grosvenor lo pateó sin mayor delicadeza. Quería una reacción de shock.
– ¿Me oye? – preguntó. El hombre se movió.
– Sí.
– Entonces escuche. Las imágenes lumínicas ya no lo afectan. Ahora levántese. Está totalmente despierto.
El hombre se incorporó y se lanzó contra él, girando salvajemente. Grosvenor lo esquivó, y su atacante siguió de largo.
Grosvenor le ordenó que se detuviera, pero el hombre seguía avanzando sin mirar atrás. Grosvenor aferró el brazo de Korita.
– Parece que llegué demasiado tarde. Korita sacudió la cabeza con aturdimiento. Volvió los ojos hacia la pared, y por sus próximas palabras fue evidente que la sugestión de Grosvenor no había surtido pleno efecto, o bien se debilitaba.
– ¿Pero qué son?
– ¡No los mire!
Era increíblemente difícil no mirar. Grosvenor pestañeó para romper el ritmo de los relampagueos que llegaban a sus ojos desde otras imágenes de la pared. Al principio le parecía que las imágenes estaban por todas partes. Luego notó que esas formas femeninas – algunas dobles, otras simples – ocupaban sólo tramos de pared transparentes o traslúcidos. De todos modos eran centenares, pero al menos era una limitación.
Vieron más hombres. Las víctimas estaban tumbadas en los corredores. Un par de veces se toparon con hombres conscientes. Uno les cerró el paso con ojos ciegos, y no se movió ni giró cuando Grosvenor y Korita siguieron de largo. El otro hombre soltó un aullido, empuñó su vibrador y les disparó. El rayo trazador pasó junto a Grosvenor y dio en la pared. El nexialista derribó a su oponente aplicándole una llave. El hombre, un simpatizante de Kent, lo miró de hito en hito con ojos malignos.
– ¡Maldito espía! – rezongó -. Ya te pillaremos.
Grosvenor no se detuvo a descubrir la razón de la asombrosa conducta de ese hombre. Pero se sintió tenso mientras guiaba a Korita hacia la puerta del departamento nexial. Si era posible estimular aun químico para que sintiera tanto odio por él, ¿qué pasaría con los quince que se habían adueñado de sus salas?
Para su alivio, todos estaban inconscientes. Apresuradamente, cogió dos pares de gafas oscuras, uno para Korita y otro para él, y lanzó una andanada de luces relampagueantes contra las paredes, el cielo raso y el piso. Al instante, la fuerte luz eclipsó las imágenes.
Grosvenor se dirigió a su sala técnica y allí irradió órdenes destinadas a liberar a los que había hipnotizado. A través de la puerta abierta, observó dos cuerpos inconscientes, esperando una reacción. Al cabo de cinco minutos, aún no había indicios de que prestaran atención. Supuso que los patrones hipnóticos del atacante habían sorteado, o incluso aprovechado, el condiciona miento mental, anulando toda palabra que él pudiera usar. Era posible que al cabo de un rato despertaran espontáneamente y se volvieran contra él.
Con la ayuda de Korita, los arrastró al lavabo y cerró la puerta con llave. Un hecho era evidente. Ésta era una hipnosis mecánicovisual de tal potencia que él sólo se había salvado mediante una acción inmediata. Pero lo que había sucedido no se limitaba a la visión. La imagen había tratado de controlarlo estimulándole el cerebro a través de los ojos. Estaba al corriente de casi todo el trabajo que los hombres habían hecho en ese campo, así que sabía – aunque los atacantes aparentemente no – que un alienígena no podía controlar un sistema nervioso humano salvo con un adaptador encefálico o su equivalente.
Sospechaba, a partir de su propia experiencia, que los demás habían caído en sueños de trance profundo, o bien que estaban confundidos por alucinaciones y no eran responsables de sus actos.
Su misión era llegar a la sala de control y encender la pantalla energética de la nave. Sin importar de dónde viniera el ataque – de otra nave o de un planeta -, eso serviría para frenar todo rayo que enviara el enemigo.
Con dedos frenéticos, Grosvenor trabajó para configurar una unidad móvil de luces. Necesitaba algo que interfiriese con las imágenes mientras se dirigía a la sala de control. Estaba haciendo la conexión final cuando tuvo una inequívoca sensación – un leve mareo – que pasó casi enseguida. Era una sensación que habitualmente se producía durante un cambio de rumbo, como consecuencia del reacomodamiento de los antiaceleradores.
¿Habrían cambiado de curso? Tendría que verificarlo… después.
– Quiero hacer un experimento – le dijo a Korita -. Por favor, quédese aquí.
Grosvenor llevó su equipo de luces a un corredor cercano y lo puso en el compartimiento trasero de un vehículo de carga eléctrico. Subió al vehículo y enfiló hacia los ascensores.
Calculaba que habrían pasado diez minutos desde que había visto la imagen por primera vez.
Dobló hacia el corredor de ascensores a cuarenta kilómetros por hora, que era una gran velocidad en esos espacios relativamente estrechos. En el nicho opuesto a los ascensores, dos hombres forcejeaban con profunda concentración. No le prestaron atención a Grosvenor, sino que siguieron luchando y maldiciendo, jadeando agitadamente. Las luces de Grosvenor no modificaron el obsesivo odio que sentían uno por el otro. El mundo alucinatorio donde estaban había echado raíces.
Grosvenor metió su máquina en el ascensor más próximo e inició el descenso. Comenzaba a abrigar la esperanza de que la sala de control estuviera desierta.
Esa esperanza murió en cuanto llegó al corredor principal. Estaba atestado de hombres. Habían levantado barricadas, y había un inconfundible olor a ozono. Los vibradores humeaban y siseaban. Grosvenor atisbó cautelosamente desde el ascensor, tratando de evaluar la situación. Era visiblemente mala. Las dos entradas de la sala de control estaban bloqueadas por veintenas de grúas volcadas. Detrás de ellas se agazapaban hombres con uniforme militar. Grosvenor llegó a ver al capitán Leeth entre los defensores, y del otro lado vio al director Morton tras la barricada de uno de los grupos atacantes.
Ahora estaba más claro. Las imágenes habían estimulado la hostilidad reprimida. Los científicos luchaban contra los militares, a quienes siempre habían odiado inconscientemente. Los militares, por su parte, contaban con súbita libertad para dar rienda suelta a su rencor contra los despreciados científicos.
Grosvenor sabía que esto no reflejaba sus auténticos sentimientos. La mente humana normalmente equilibraba un sinfín de impulsos opuestos, de modo que el individuo medio pudiera vivir su vida sin permitir que un sentimiento cobrara excesiva ascendencia sobre los demás. Ese delicado equilibrio estaba alterado. El resultado amenazaba con el desastre a toda una expedición de seres humanos, y prometía la victoria aun enemigo cuyo propósito desconocía.
Fuera cual fuese la razón, el camino hacia la sala de control estaba bloqueado. A regañadientes, Grosvenor se replegó nuevamente hacia su departamento.
Korita lo recibió en la puerta.
– ¡Mire! – le dijo. Señalaba un comunicador de pared que estaba sintonizado a los delicados dispositivos de guía de la proa del Beagle Espacial. La placa emisora estaba enfocada a lo largo de una serie de mirillas. La disposición lucía más intrincada de lo que era. Grosvenor acercó los ojos alas mirillas y vio que la nave estaba trazando una lenta curva que, en su ápice, la llevaría directamente hacia una estrella blanca y brillante. Había un servomecanismo que haría ajustes periódicos para mantenerla en curso.
– ¿El enemigo podría hacer eso? – preguntó Korita.
Grosvenor negó con la cabeza, más intrigado que alarmado. Enfocó los instrumentos suplementarios. Por su tipo espectral, magnitud y luminosidad, la estrella estaba a poco más de cuatro años luz de distancia. La velocidad de la nave era de un año luz cada cinco horas. Como todavía estaba acelerando, eso aumentaría en una curva calculable. Estimaba que la nave llegaría a la vecindad de ese sol en unas once horas.
Con un movimiento espasmódico, Grosvenor apagó el comunicador. Se quedó quieto, desconcertado pero no incrédulo. La persona alucinada que había alterado el curso de la nave quizá pensara en destruirla. En tal caso, contaban con sólo diez horas para impedir la catástrofe.
Aun en ese momento, cuando no tenía un plan claro, Grosvenor pensó que sólo un ataque contra el enemigo, mediante técnicas hipnóticas, daría resultado. Entretanto…
Se incorporó resueltamente. Era hora de hacer un segundo intento de meterse en la sala de control.
Necesitaba algo que estimulara directamente las células cerebrales. Había varios aparatos que podían lograrlo. La mayoría sólo se usaban con propósitos médicos. La excepción era el adaptador encefálico, un instrumento que podía usarse para transmitir impulsos de una mente a otra.
Aun con la ayuda de Korita, Grosvenor tardó varios minutos en configurar un adaptador. Tardó un tiempo más en probarlo y, como era una máquina delicada, tuvo que sujetarla al vehículo de carga con resortes amortiguadores alrededor. Estos preparativos le llevaron treinta y siete minutos.
Luego tuvo una breve pero brusca discusión con el arqueólogo, que quería acompañarlo. Al fin, sin embargo, Korita aceptó quedarse para custodiar su base de operaciones.
Como llevaba el adaptador encefálico, tuvo que moderar la velocidad del vehículo mientras se dirigía a la sala de control. Esta forzosa lentitud lo irritaba, pero también le dio una oportunidad de observar los cambios que se habían producido desde el primer momento del ataque.
Vio pocos hombres inconscientes. Supuso que la mayoría de los que habían caído en un sueño de trance profundo se habían despertado espontáneamente. Esos despertares eran fenómenos hipnóticos comunes. Ahora respondían a otros estímulos. Lamentablemente – aunque también era de esperar – eso significaba que sus actos eran controlados por impulsos antes reprimidos.
Así, hombres que en circunstancias normales simplemente se tenían antipatía ahora se odiaban a muerte.
El factor mortífero radicaba en que no eran conscientes del cambio. Pues la mente podía recibir enseñanzas sin que el individuo lo supiera. Se la podía desorientar con malas asociaciones ambientales, o mediante el ataque que ahora se realizaba contra los hombres de la nave. En cualquier caso, cada persona actuaba como si sus nuevas creencias tuvieran un fundamento tan sólido como las viejas.
Grosvenor abrió la puerta del ascensor en el nivel de la sala de control, y retrocedió deprisa. Un proyector térmico escupía llamaradas en el corredor. Las paredes de metal ardían con un sonido áspero y susurrante. Dentro de su estrecho campo de visión había tres hombres muertos. Mientras esperaba, oyó una estruendosa explosión. Al instante las llamas cesaron. Un humo azul enturbió el aire, y siguió un calor sofocante. Pocos segundos después la bruma y el calor se habían disipado. Era obvio que el sistema de ventilación aún funcionaba.
Se asomó cautelosamente. A primera vista, el corredor parecía desierto. Luego vio a Morton, medio escondido en un nicho protector a media docena de metros. Casi al mismo tiempo, el director lo vio y lo llamó con una seña. Grosvenor titubeó, luego comprendió que tenía que correr el riesgo. Condujo el vehículo fuera del ascensor y cruzó el corredor deprisa.
– Usted es el hombre al que quería ver – dijo Morton -. Debemos arrebatarle el control de la nave al capitán Leeth antes de que Kent y su grupo puedan organizar su ataque. – La mirada de Morton era calma e inteligente. Tenía el aire de un hombre que luchaba por la buena causa. No parecía pensar que su afirmación requería una explicación -. Necesitaremos la ayuda de usted contra Kent. Están trayendo un material químico que nunca he visto. Hasta ahora, nuestros ventiladores lo han enviado de vuelta hacia ellos, pero están instalando sus propios ventiladores. Pero no sé si tendremos tiempo para derrotar a Leeth antes de que Kent intervenga con sus fuerzas.
El problema de Grosvenor también era el tiempo. Discretamente, se llevó la mano derecha a la muñeca izquierda y tocó el mecanismo que activaba las placas direccionales del adaptador. Apuntó las placas hacia Morton.
– Tengo un plan, director. Creo que podría servir contra el enemigo.
Se interrumpió. Morton miraba hacia abajo.
– Ha traído un adaptador, y está encendido – dijo el director -. ¿Qué se propone?
La tensa reacción de Grosvenor cedió a la necesidad de una respuesta adecuada. Había tenido la esperanza de que Morton no estuviera familiarizado con los adaptadores encefálicos. Destruida esa esperanza, aún podía tratar de usar el instrumento, aunque sin la ventaja inicial de la sorpresa. Con voz tensa a pesar de sí mismo, dijo:
– De eso se trata. Quiero usar esta máquina. Morton titubeó.
– Por los pensamientos que entran en mi mente, deduzco que usted está transmitiendo… – Calló. Demostró interés -. Oiga, eso es bueno. Si usted quiere difundir la idea de que nos atacan alienígenas…
Se interrumpió. Frunció los labios. Entornó los ojos.
– El capitán Leeth ha intentado dos veces llegar a un trato conmigo – dijo -. Ahora fingiremos aceptar, y usted irá allá con su máquina. Atacaremos en cuanto usted nos dé la señal. – y explicó con dignidad -: Comprenderá que no pensaría en tratar con Kent o el capitán Leeth salvo como un medio para la victoria. Espero que lo entienda.
Grosvenor encontró al capitán Leeth en la sala de control. El comandante la saludó con envarada cordialidad.
– Esta lucha entre los científicos – declaró – ha puesto a los militares en una posición engorrosa. Tenemos que defender la sala de control y la sala de máquinas, y así cumplir nuestro deber ante el conjunto de la expedición. – Sacudió la cabeza gravemente -. Desde luego, no podemos permitir que ninguno de ellos gane. En definitiva, nosotros estamos, dispuestos a sacrificarnos para impedir la victoria de cualquiera de ambos grupos.
Esta sorprendente explicación desconcertó a Grosvenor. Se había preguntado si el capitán Leeth era responsable de apuntar la nave directamente hacia el sol. Aquí tenía una confirmación parcial. la motivación del comandante parecía ser que la victoria de cualquier grupo que no fueran los militares era impensable. Con ese comienzo, bastaba un corto paso para convencerse de que era preciso sacrificar a toda la expedición.
Disimuladamente, Grosvenor apuntó las placas direccionales del adaptador al capitán Leeth.
Ondas cerebrales, pulsaciones diminutas transmitidas del axón a la dendrita, de la dendrita al axón, siempre siguiendo una senda preestablecida y dependiente de asociaciones pasadas… era un proceso que funcionaba sin pausa entre los noventa millones de neuronas del cerebro humano. Cada célula estaba en su propio estado de equilibrio electrocoloidal, una intrincada maraña de tensión e impulso. Sólo gradualmente, a través de los años, se habían desarrollado máquinas que podían detectar el sentido del flujo de energía dentro del cerebro con cierto grado de precisión.
El primer adaptador encefálico era un descendiente indirecto del famoso electroencefalógrafo. Pero su función era inversa a la de ese primer aparato. Creaba ondas cerebrales artificiales de cualquier forma deseada. Un operador habilidoso podía estimular cualquier parte del cerebro, e invocar recuerdos del pasado del individuo. No era en sí mismo un instrumento de control. El sujeto conservaba su ego. Sin embargo, podía transmitir impulsos mentales de una persona a otra. Como los impulsos variaban según los pensamientos del emisor, el receptor era estimulado de manera muy flexible.
Sin reparar en la presencia del adaptador, el capitán Leeth no comprendió que sus pensamientos ya no le pertenecían del todo.
– El ataque de las imágenes contra la nave hace que la pelea entre los científicos sea una traición imperdonable – dijo. Hizo una pausa, y añadió pensativamente -: He aquí mi plan.
El plan implicaba proyectores térmicos, una aceleración que fatigara los músculos y el exterminio parcial de ambos grupos de científicos. El capitán Leeth ni siquiera mencionó a los alienígenas, y no parecía ocurrírsele que estaba describiendo sus intenciones aun emisario de lo que él consideraba el enemigo.
– Sus servicios serán importantes, señor Grosvenor – concluyó -, en el campo de la ciencia. Como nexialista, con su conocimiento coordinado de muchas ciencias, usted puede cumplir un papel decisivo en la lucha contra los demás científicos…
Fatigado y descorazonado, Grosvenor desistió. El caos era demasiado grande para que lo resolviera un solo hombre. Por donde miraba había hombres armados. Había visto más de una veintena de cadáveres. En cualquier momento la precaria tregua entre el capitán Leeth y el director Morton terminaría en un estallido de fuego de proyectores. Aún ahora oía el rugido de los ventiladores mientras Morton resistía el ataque de Kent.
Suspiró, volviéndose hacia el capitán.
– Necesitaré equipo de mi propio departamento. ¿Puede llevarme hasta los ascensores traseros? Puedo estar de vuelta en cinco minutos.
Minutos después, mientras entraba con su máquina por la puerta trasera de su departamento, Grosvenor pensó que ya no había dudas sobre lo que debía hacer. Lo que antes le había parecido una idea rebuscada ahora era el único plan que le quedaba.
Debía atacar a los alienígenas a través de su miríada de imágenes, con sus propias armas hipnóticas.
Grosvenor notó que Korita lo observaba mientras él hacía sus preparativos. El arqueólogo se acercó para mirar los instrumentos eléctricos que él adosaba al adaptador encefálico, pero no hizo preguntas parecía haberse recobrado totalmente de su experiencia.
Grosvenor transpiraba a chorros, pero no hacía calor. La temperatura ambiente era normal. Cuando finalizó su trabajo preliminar, comprendió que debía dejar de analizar su angustia. Simplemente, decidió, no sabía lo suficiente sobre el enemigo.
No bastaba con tener una teoría sobre su modo de operar. El gran misterio era un enemigo que tenía cuerpos y rostros curiosamente femeninos, algunos dobles, otros simples. Necesitaba un fundamento filosófico aceptable para la acción. Su plan necesitaba ese equilibrio que sólo el conocimiento podía darle.
– En términos de historia cíclica, ¿en qué etapa de su cultura podrían estar estos seres? – le preguntó a Korita.
El arqueólogo se sentó en una silla, frunció los labios.
– Dígame su plan – dijo.
El japonés palideció cuando Grosvenor se lo describió. Al fin hizo una pregunta casi irrelevante.
– ¿Cómo fue que usted pudo salvarme a mí, pero no a los demás?
– Pude asistirlo de inmediato. El sistema nervioso humano aprende por repetición. En su caso, el patrón lumínico no se había repetido tanto como en los demás.
– ¿Existía algún modo de evitar este desastre? – preguntó sombríamente.
Grosvenor sonrió con desgana.
– El entrenamiento nexial pudo haberlo logrado, pues incluye condiciona miento hipnótico. Hay una sola protección segura contra la hipnosis, y consiste en tener el entrenamiento apropiado.
Interrumpió su explicación.
– Señor Korita, por favor responda a mi pregunta sobre la historia cíclica.
Una delgada línea de humedad surcó la frente del arqueólogo.
– Amigo mío, no esperará una generalización a estas alturas. ¿Qué sabemos sobre estos seres?
Grosvenor gruñó por dentro. Admitía que era necesario deliberar, pero estaban perdiendo instantes vitales.
– Seres que pueden usar la hipnosis a distancia, como éstos, quizá puedan estimularse mutuamente la mente, así que tendríamos en forma natural la telepatía que los seres humanos sólo pueden obtener mediante el adaptador – dijo sin convicción. Se inclinó hacia adelante con repentino entusiasmo -: Korita, ¿qué efecto tendría en una cultura la capacidad de leer la mente sin ayuda artificial?
El arqueólogo se irguió.
– Pues usted tiene la respuesta, por cierto. La lectura mental retendría el desarrollo de una raza, así que esta está en la etapa fellahm. – Miro con ojos brillantes al intrigado Grosvenor -. ¿No lo entiende? Esta capacidad para leer la mente de otros le haría creer que los conoce. A partir de ello, se desarrollaría un sistema de certezas absolutas. ¿Cómo se puede dudar cuando uno sabe? Esos seres dejarían rápidamente atrás las etapas primitivas de su cultura, y llegarían al período fellahin en el menor tiempo posible.
Con entusiasmo, mientras Grosvenor fruncía el entrecejo, describió cómo varias civilizaciones de la Tierra y la historia galáctica se habían agotado y estancado hasta llegar al período fellahin. El fellah temía la novedad y el cambio. Los fellahin no eran crueles como grupo, pero a causa de su pobreza con frecuencia desarrollaban cierta indiferencia por el sufrimiento de los individuos.
Cuando Korita hubo terminado, Grosvenor preguntó:
– ¿Es posible que su temor al cambio explique el ataque contra nuestra nave?
– Quizá – respondió el arqueólogo con cautela. Hubo silencio. Grosvenor pensó que tendría que actuar como si el análisis general de Korita fuera correcto. No tenía ninguna otra hipótesis. Con esa teoría como punto de partida, podría tratar de obtener verificación a partir de una de las imágenes.
Un vistazo al cronómetro lo puso tenso. Tenía menos de siete horas para salvar la nave.
Apresuradamente, enfocó un haz de luz a través del adaptador encefálico. Con rápidos movimientos, puso una pantalla frente a la luz, de modo que una pequeña superficie del cristal quedó en sombras excepto por la luz intermitente que se proyectaba desde el adaptador.
Al instante apareció una imagen. Era una de esas imágenes parcialmente dobles, y gracias al adaptador pudo estudiarla sin peligro. Esta primera imagen nítida le asombró. Era vagamente humanoide. Pero era comprensible que su mente antes la hubiera identificado con una mujer. Su doble rostro superpuesto estaba coronado por un pulcro tocado de plumas doradas. Pero la cabeza, aunque ahora le parecía de pájaro, tenía cierta apariencia humana. No tenía plumas en la cara, que estaba cubierta por una tracería de algo que parecían venas. La apariencia humana derivaba del modo en que se habían agrupado. esas marcas, evocando la forma de las mejillas y la nariz.
El segundo par de ojos y la segunda boca estaban dos pulgadas por encima del primero. Casi formaban una segunda cabeza que crecía literalmente a partir de la primera. También había un segundo par de hombros, con un doble par de brazos cortos que terminaban en manos y dedos bellamente delicados y asombrosamente largos. El efecto general seguía siendo femenino. Grosvenor pensó que los brazos y dedos de los dos cuerpos serían los primeros en separarse. Entonces el segundo cuerpo podría soportar su propio peso. Partenogénesis, pensó Grosvenor. Reproducción asexuada. El crecimiento de un retoño a partir de un cuerpo madre, y la separación final del nuevo individuo.
La imagen de la pared mostraba a las vestigiales. Racimos de plumas eran visibles en las «muñecas». La criatura usaba una túnica azul brillante sobre un cuerpo asombrosamente recto y superficialmente humanoide. Si había otros vestigios de un pasado plumífero, estaban ocultos por la vestimenta. Era evidente que esa ave no volaba por sus propios medios.
Korita habló primero, con tono de desaliento.
– ¿Cómo le hará saber que usted está dispuesto a dejarse hipnotizar a cambio de información?
Grosvenor no respondió con palabras. Se puso de pie e hizo un dibujo de la imagen y de sí mismo en una pizarra. Cuarenta y siete minutos y docenas de dibujos después, la imagen del ave se borró de la pared y fue reemplazada por una escena urbana.
No era una comunidad numerosa, y su primera visión fue desde un punto de observación elevado. Avistó edificios altos y angostos, tan apiñados que las partes inferiores debían de estar sumidas en la oscuridad casi todo el día. Grosvenor se preguntó, de paso, si eso reflejaría los hábitos nocturnos de un pasado primitivo. Su mente se aceleró. Ignoró los edificios individuales en su afán de obtener una imagen general. Ante todo, deseaba averiguar cómo eran las máquinas de esa cultura, cómo se comunicaban, y si ésta era la ciudad desde donde se lanzaba el ataque contra la nave.
No veía máquinas, aviones ni automóviles. Tampoco había nada similar al equipo de comunicación interestelar que usaban los seres humanos, que en la Tierra requería estaciones que abarcaban muchas hectáreas de terreno. Parecía improbable, pues, que el ataque se originara en un lugar así.
Mientras realizaba este descubrimiento negativo, la vista cambió. Ya no estaba en una colina sino en un edificio, cerca del centro de la ciudad. Lo que tomaba esa perfecta imagen en color avanzó, y él miró hacia abajo. Le interesaba la escena general. Se preguntó cómo se la mostraban. La transición de una escena a otra se había logrado en un abrir y cerrar de ojos. Había pasado menos de un minuto desde que su ilustración en la pizarra les había hecho conocer su deseo de información.
Ese pensamiento, como los demás, fue veloz como un relámpago. Aun mientras la tenía, miraba ávidamente hacia abajo por el flanco del edificio. El espacio que lo separaba de los edificios cercanos no parecía superior a tres metros. Pero ahora veía algo que no había visto desde la colina. Los edificios estaban unidos en todos los niveles por pasarelas de pocas pulgadas de anchura. Por ellas avanzaba el tráfico peatonal de la ciudad de las aves.
Debajo de Grosvenor, dos individuos se aproximaban por una estrecha pasarela. No parecía inquietarles que el suelo estuviera a treinta metros. Caminaban despreocupadamente. Cada cual movió la pierna externa para sortear al otro, la apoyó en la pasarela, arqueó la pierna interna, y siguieron de largo sin detenerse. En otros niveles otras criaturas realizaban las mismas maniobras intrincadas con la misma displicencia. Al observarlas, Grosvenor sospechó que tenían huesos delgados y huecos, y que eran de constitución ligera.
La escena volvió a cambiar una y otra vez. Pasó de un tramo de la calle al otro. Creyó ver todas las variantes posibles del estado reproductivo. En algunos casos era tan avanzado que las piernas, los brazos y la mayor parte del cuerpo estaban libres. En otros era como él lo había visto antes. Pero el peso del nuevo cuerpo nunca parecía afectar al progenitor.
Grosvenor trataba de echar un vistazo al opaco interior de un edificio cuando la imagen comenzó a borrarse de la pared. Poco después la ciudad había desaparecido por completo. En su lugar crecía la silueta doble. Los dedos de la silueta señalaban el adaptador encefálico. Su movimiento era inequívoco. Había cumplido su parte del trato. Era hora de que Grosvenor cumpliera la suya.
Era ingenuo que esperase semejante cosa. El problema era que Grosvenor no tenía más remedio. No tenía más alternativa que cumplir su obligación.
– Estoy calmo y relajado – dijo la voz grabada de Grosvenor -. Mis pensamientos son nítidos. Lo que veo no está necesariamente relacionado con aquello que miro. Lo que oigo puede no tener sentido para los centros de interpretación de mi cerebro. Pero he visto la ciudad de ellos tal como ellos la conciben. Sin importar si lo que veo y oigo tiene sentido, permanezco calmo, relajado, en paz…
Grosvenor escuchó cuidadosamente las palabras, se volvió hacia Korita.
– Ahí está – dijo simplemente. Podría llegar un momento en que no oyera conscientemente el mensaje. Pero estaría allí. Sus patrones se grabarían con más firmeza en su mente. Sin dejar de escuchar, examinó el adaptador por última vez. Todo estaba tal como él lo quería.
– Fijaré la interrupción automática para cinco horas – le explicó a Korita -. Si usted empuja este interruptor – señaló una palanca roja -, puede liberarme antes de entonces. Pero hágalo sólo en caso de emergencia.
– ¿A qué llama emergencia?
– Si nos atacan aquí. – Grosvenor titubeó. Le habría gustado programar una serie de interrupciones. Pero lo que estaba por hacer no era sólo un experimento científico. Era una apuesta de vida o muerte. Preparado para la acción, apoyó la mano en la perilla de control. Se detuvo.
Éste era el momento. Dentro de pocos segundos, la mente grupal de un pueblo de gentepájaro estaría en posesión de partes de su sistema nervioso. Sin duda tratarían de controlarlo como controlaban a los demás hombres de la nave.
Estaba bastante seguro de que se enfrentaría con un grupo de mentes trabajando en conjunto. No había visto máquinas, ni siquiera un vehículo con ruedas, el más primitivo de los ingenios mecánicos. Por un breve tiempo, había pensado que usaban cámaras de televisión o algo similar. Ahora sospechaba que había visto la ciudad a través de los ojos de individuos. Para esas criaturas, la telepatía era un proceso sensorial tan agudo como la visión. El poder mental masivo de millones de personas – pájaro podía atravesar años luz de distancia. No necesitaban máquinas.
No veía el momento de ver el resultado de este intento de formar parte de esa mente colectiva.
Escuchando el grabador, Grosvenor manipuló la perilla del adaptador encefálico y modificó levemente el ritmo de sus propios pensamientos. Tenía que modificarlo. Aunque hubiera querido, no podía ofrecer a los alienígenas una sintonía completa. En esas pulsaciones rítmicas estaba cada variación de la cordura, el delirio y la locura. Tenía que limitar su recepción a ondas que el gráfico de un psicólogo registraría como manifestaciones de cordura.
El adaptador las sobreimpuso en un haz de luz que a su vez brillaba directamente sobre la imagen. Si el individuo que estaba detrás de la imagen era afectado por el patrón de luz, aún no lo había demostrado. Grosvenor no esperaba pruebas directas, así que no quedó defraudado. Estaba convencido de que el resultado se manifestaría sólo en los cambios que se produjeran en los patrones que dirigían contra él. y estaba seguro de que tendría que experimentarlos con su propio sistema nervioso.
Le costó concentrarse en la imagen, pero persistió. El adaptador comenzó a interferir marcadamente con su visión. Pero él aún fijaba los ojos en la Imagen.
– Estoy calmo y relajado. Mis pensamientos están claros…
En un instante oía claramente estas palabras. De pronto desaparecieron, reemplazadas por el rugido de un trueno distante.
El ruido se disipó lentamente. Se convirtió en una palpitación pareja, como un murmullo en una gran caracola. Grosvenor reparó en una luz tenue. Estaba lejos y tenía la brumosa opacidad de una lámpara vista a través de una niebla espesa.
– Todavía estoy en control – se aseguró -. Estoy recibiendo impresiones sensoriales a través de su sistema nervioso. Ellos reciben impresiones a través del mío.
Podía esperar. Podía quedarse allí y esperar a que se despejara la oscuridad, hasta que su cerebro comenzara a hacer una interpretación de los fenómenos sensoriales que le estaban telegrafiando desde ese otro sistema nervioso. Podía quedarse allí y…
Se interrumpió. Aún se preguntaba qué hacía esa criatura. Se mantuvo concentrado, alerta. Oyó que una voz distante decía: «Sin importar si lo que veo y oigo tiene sentido, permanezco calmo, relajado…»
Empezó a picarle la nariz. Estas criaturas no tienen nariz, pensó; al menos yo no vi ninguna. Entonces es mi nariz, o una especulación al azar. Estiró el brazo para rascarse y sintió una punzada en el estómago. Se habría arqueado de dolor si hubiera podido. No podía. No podía rascarse la nariz. No podía apoyar las manos en el abdomen.
Comprendió que la picazón y el dolor no eran estímulos procedentes de su propio cuerpo. Tampoco tenían necesariamente un sentido concomitante en el sistema nervioso del otro. Dos formas de vida muy desarrolladas intercambiaban señales – Grosvenor esperaba que él también le enviara señales a ellos – que ninguno de ambos podía interpretar. Su ventaja era que él lo esperaba. El alienígena, si era fellah, y si la teoría de Korita era válida, no esperaba nada de eso. Con esa comprensión, Grosvenor podría adaptarse. La otra criatura sólo sentiría más confusión.
La picazón pasó. El dolor estomacal se convirtió en una sensación de saciedad, como si hubiera comido en exceso. Una aguja caliente le pinchó la espalda, escarbando cada vértebra. A medio camino, la aguja se convirtió en hielo, y el hielo se derritió y le recorrió la espalda en un goteo helado. Algo – ¿una mano, una pieza de metal, un par de pinzas? – le aferró un manojo de músculos del brazo y casi los arrancó de raíz. Mensajes de dolor aullaron en su mente. Casi perdió la conciencia.
Grosvenor era un hombre desgarrado cuando esa sensación se evaporó. Eran ilusiones. Estas cosas no ocurrían en su cuerpo ni en el cuerpo de la criatura pájaro. Su cerebro recibía un patrón de impulsos a través de los ojos, y los interpretaba mal. En semejante relación, el placer se podía convertir en dolor, cualquier estímulo podía producir cualquier sensación. No había esperado que los errores de interpretación fueran tan extremos.
Se olvidó de eso cuando algo blando y jugoso le acarició los labios. «Soy amado», dijo una voz. Grosvenor rechazó ese significado. No, no «amado».De nuevo, pensó, su cerebro trataba de interpretar fenómenos sensoriales de un sistema nervioso que experimentaba una reacción diferente de cualquier emoción humana comparable. Reemplazó conscientemente las palabras: «Soy estimulado por…» Dejó que esa sensación siguiera su curso. Al final, aún no sabía la que había sentido. El estímulo no era desagradable. Sus papilas gustativas palpitaban con una sensación de dulzura. Evoco la Imagen de una flor. Era un clavel adorable, rojo, terrícola, así que no podía tener ninguna relación con la flora del mundo de Riim.
¡Riim!, pensó. Su mente se irguió en tensa fascinación.
¿Eso le había llegado a través del abismo del espacio? De un modo irracional, el nombre parecía apropiado. Pero a pesar de la que recibiera, una duda permanecería en su mente. No podía estar seguro.
La últimas sensaciones habían sido agradables, pero el esperaba ansiosamente la próxima manifestación. La luz aún era borrosa y turbia. Una vez más le lagrimearon los ojos. Sintió una intensa picazón en los pies. La sensación pasó, dejándolo inexplicablemente afiebrado, aplastado por una sofocante falta de aire.
– ¡Falso! – se dijo -. Nada de esto está ocurriendo. Los estímulos cesaron. De nuevo oyó ese ruido palpitante y parejo, vio el ubicuo borrón de luz. Empezaba a preocuparle. Era posible que su método fuera acertado y que, con el tiempo, pudiera ejercer cierto control sobre un individuo o un grupo enemigo. Pero no le sobraba tiempo. Cada segundo lo acercaba más a la destrucción personal. Allá afuera – aquí afuera (por un instante sintió confusión) -, en el espacio, una de las naves más grandes y costosas jamás construidas por el hombre devoraba los kilómetros a una velocidad incomprensible.
Sabía qué partes del cerebro le estaban estimulando. Oía ruido sólo cuando zonas sensibles del flanco del córtex recibían sensaciones. La superficie cerebral que había encima de la oreja, al ser estimulada, producía sueños y viejos recuerdos. Asimismo, cada parte del cerebro humano se había cartografiado tiempo atrás. La localización exacta de las zonas de estímulo difería levemente en cada individuo, pero la estructura general siempre era la misma entre los humanos.
El ojo humano normal era un mecanismo bastante objetivo. El cristalino proyectaba una imagen real en la retina. A juzgar por las imágenes de la ciudad, tal como las habían transmitido las gentes de Riim, ellos también poseían ojos objetivamente precisos. Si él lograba coordinar sus centros visuales con los ojos de ellos, recibiría imágenes confiables.
Transcurrieron más minutos. ¿Es posible que me pase estas cinco horas, pensó con repentina angustia, sin establecer un contacto útil? Por primera vez, cuestionó la sensatez de haberse entregado tan completamente a esta situación. Cuando trataba de apoyar la mano en la palanca de control del adaptador, nada parecía ocurrir. Surgían varias sensaciones pasajeras, entre ellas el olor inconfundible de la goma quemada.
Por tercera vez le lagrimearon los ojos. y entonces llegó una imagen clara y nítida. Desapareció tan súbitamente como había aparecido. Pero para Grosvenor, entrenado con técnicas taquistoscópicas avanzadas, el recuerdo de la imagen permaneció tan vívido como si la hubiera examinado largo tiempo.
Parecía estar en uno de esos edificios altos y estrechos. El interior estaba borrosamente iluminado por los reflejos de luz solar que entraban por las puertas abiertas. No había ventanas. En vez de pisos, el lugar tenía pasarelas. Había criaturas-pájaro sentadas en las pasarelas. En las paredes había muchas puertas que indicaban la existencia de armarios y almacenes.
La visualización lo entusiasmó y lo perturbó. Quizá estableciera una relación con esta criatura, y fuera afectado por su sistema nervioso, mientras él afectaba el de ella. Quizá llegara al punto en que pudiera oír con los oídos de ella, ver con sus ojos, sentir hasta cierto punto lo que ella sentía. Éstas eran sólo impresiones sensoriales.
¿Podía aspirar a franquear el abismo e inducir respuestas motrices en los músculos de la criatura? ¿Podría obligarla a caminar, mover la cabeza, agitar los brazos, dominar su cuerpo? El ataque contra la nave era obra de un grupo que trabajaba en conjunto, pensaba en conjunto, sentía en conjunto. Si lograba controlar a un miembro del grupo, ¿podría controlarlos a todos?
Su visión momentánea debía de haber llegado por los ojos de un individuo. Lo que había experimentado hasta el momento no sugería ningún contacto grupal. Era como un hombre encerrado en una habitación oscura, con un agujero en la pared cubierto por capas de material traslúcido. A través del agujero se filtraba una luz borrosa. En ocasiones, algunas imágenes penetraban el borrón y él tenía atisbos del mundo exterior. Podía estar bastante seguro de que las imágenes eran precisas. Pero eso no se aplicaba a los sonidos que venían por otro agujero de una pared lateral, ni a las sensaciones que le llegaban por otros agujeros del cielo raso y del piso.
Los seres humanos podían oír frecuencias de hasta veinte mil vibraciones por segundo. Allí era donde algunas razas comenzaban a oír. Bajo hipnosis, era posible condicionar a los hombres para reír a carcajadas mientras los torturaban, y aullar de dolor cuando les hacían cosquillas. Un estímulo que significara dolor para una forma de vida podía no significar nada para otra.
Mentalmente, Grosvenor dejó escapar las tensiones. No le quedaba más alternativa que relajarse y esperar.
Esperó.
Pronto pensó que quizá hubiera una conexión entre sus pensamientos y las sensaciones que recibía. Esa imagen del interior del edificio… ¿qué había pensado antes de recibirla? Ante todo, recordó, había visualizado la estructura del ojo.
La conexión era tan obvia que su mente tembló de emoción. y había algo más. Hasta ahora se había concentrado en el concepto de ver y sentir con el sistema nervioso del individuo. Pero el logro de sus esperanzas dependía de que estableciera contacto con el grupo de mentes que había atacado la nave y atinara a controlarlo.
De pronto vio que su problema exigía el control de su propio cerebro. Tendría que anular ciertas zonas, mantenerlas a un nivel de desempeño mínimo. Otras debían ser extremadamente sensibles, para que todas las sensaciones entrantes pudieran expresarse más fácilmente a través de ellas. Como un sujeto autohipnótico altamente entrenado, podía lograr ambos objetivos mediante la sugestión.
La visión era lo primero. Luego el control muscular del individuo a través del cual el grupo trabajaba contra él.
Relámpagos de luz de color interrumpieron su concentración. Grosvenor los consideró prueba de la efectividad de sus sugestiones. y supo que estaba en la buena senda cuando su visión se despejó de pronto, y se mantuvo despejada.
La escena era la misma. Su control aún estaba en una de las pasarelas del interior de ese alto edificio. Esperando fervientemente que la visión no se disipara, Grosvenor comenzó a concentrarse en mover los músculos del Riim.
El problema era que la explicación definitiva de por qué se producía un movimiento era oscura. Su visualización no podía incluir en detalle los millones de reacciones celulares que permitían alzar un dedo. Se concentró en una extremidad entera. Nada sucedió. Frustrado pero resuelto, Grosvenor probó con hipnosis simbólica, usando una sola palabra clave para cubrir el complejo proceso.
Lentamente, uno de esos brazos delgados se alzó. Otra palabra clave, y el riim se levantó despacio. Grosvenor le obligó a mover la cabeza. Con el acto de mirar, la criatura-pájaro recordó que esa gaveta y ese armario eran «míos». El recuerdo apenas rozó el nivel consciente. La criatura conocía sus pertenencias y lo aceptaba sin preocupación.
A Grosvenor le costaba combatir su euforia. Con tensa paciencia, logró que la criatura-pájaro se levantara, alzara los brazos, los bajara y caminara por la pasarela. Al fin la obligó asentarse.
Debía de estar plenamente sintonizado, con el cerebro sensible a la menor sugestión, porque apenas comenzaba a concentrarse de nuevo cuando todo su ser fue inundado por un mensaje que parecía afectar a cada nivel de sus pensamientos y sentimientos. Más o menos automáticamente, Grosvenor tradujo los angustiados pensamientos a expresiones verbales conocidas.
– Las células llaman, llaman. Las células tienen miedo. ¡Oh, las células conocen el dolor! Hay oscuridad en el mundo Riim. Retírate de ese ser que está lejos de Riim… Sombras, tinieblas, turbulencia… Las células deben rechazarlo… pero no pueden. Tenían razón al tratar de ser amigables con el ser que surgió de la gran oscuridad, pues no sabían que era un enemigo… La noche se ahonda. Todas las células se retiran… Pero no pueden…
Amigables, pensó Grosvenor con un respingo. También congeniaba. Comprendió, en forma pesadillesca, que todo lo que había sucedido hasta ahora se podía explicar tan fácilmente de un modo como del otro. Consternado, comprendió la gravedad de la situación. Si la catástrofe que ya había ocurrido abordo de la nave era producto de un errado e ignorante intento de comunicación amistosa, ¿qué daños podrían causarles si fueran hostiles?
El problema de él era mayor que el de ellos. Si él interrumpía la conexión, quedarían en libertad. Pero eso podía significar un ataque. Al eludirlo a él, quizá realmente intentaran destruir el Beagle Espacial.
No le quedaba más remedio que continuar con su plan, con la esperanza de que ocurriera algo que él pudiera volcar a su favor.
Primero se concentró en lo que parecía la etapa intermedia más lógica, la transferencia del control a otro alienígena. La elección, en el caso de esos seres, era obvia.
– ¡Soy amado! – se dijo, induciendo deliberadamente la sensación que antes lo había confundido -. Soy amado por mi cuerpo progenitor, desde el cual crezco hacia la plenitud. Comparto los pensamientos de mi progenitor, pero ya veo con mis propios ojos, y sé que soy parte de un grupo…
La transición fue abrupta, como Grosvenor había esperado. Movió los dedos más pequeños, los. duplicados. Arqueó los ágiles hombros. Luego se concentró en el riim progenitor. El experimento fue tan satisfactorio que se sintió preparado para el gran salto que lo pondría en asociación con el sistema nervioso de un alienígena más distante.
y también eso resultó ser cuestión de estimular los centros cerebrales adecuados. Grosvenor recobró la conciencia en medio de un páramo de matorrales y cerros. Frente a él había un arroyo angosto. Más allá, un sol anaranjado flotaba en un cielo purpúreo salpicado de nubes algodonosas. Grosvenor hizo que su nuevo control diera la vuelta. Vio un pequeño edificio en una arboleda, corriente abajo. Era el único habitáculo visible. Caminó hacia él y miró adentro. En el opaco interior distinguió varias pasarelas, y en una había dos pájaros sentados. Ambos tenían los ojos cerrados.
Era muy posible, pensó, que estuvieran participando en el asalto grupal contra el Beagle Espacial.
A partir de entonces, mediante una variación del estímulo, transfirió su control aun individuo que estaba en una parte del planeta donde era de noche. Esta vez la transición fue aún más rápida. Estaba en una ciudad sin luces, con edificios fantasmales y pasarelas. Grosvenor se asoció rápidamente con otros sistemas nerviosos. No entendía muy bien por qué el contacto se establecía con un riim y no con otro, aunque cumpliera los mismos requisitos generales. Quizá el estímulo afectara a algunos individuos más rápidamente que a otros. Incluso era posible que fueran descendientes o parientes del control original. Cuando estuvo asociado con más de una veintena de riim en todo el planeta, Grosvenor pensó que tenía una buena impresión general.
Era un mundo de ladrillo, piedra y madera, con una relación neurológica comunitaria que quizá nunca pudiera ser superada. Así esa raza había sorteado la época maquinal del hombre, con su penetración en los secretos de la materia y la energía. Pensó que ahora podía dar el penúltimo paso de su contraataque sin peligro.
Se concentró en un patrón que caracterizaría a uno de los seres que había proyectado una imagen al
Beagle Espacial. Luego tuvo la sensación de un breve pero perceptible período de tiempo. y luego…
Estaba mirando desde una de las imágenes, viendo la nave a través de una imagen.
Su primer interés era el desarrollo de la batalla. Pero tenía que contener su afán de saber, porque venir abordo era sólo parte de su precondicionamiento necesario. Quería afectar a un grupo de quizá millones de individuos. Tenía que afectarlos tan profundamente que debieran retirarse del Beagle Espacial y no tuvieran más opción que permanecer alejados.
Había demostrado que podía recibir sus pensamientos y que ellos podían recibir los suyos. Su asociación con un sistema nervioso tras otro no habría sido posible en caso contrario.
Así que ahora estaba preparado. Proyectó sus pensamientos a la oscuridad.
– Vosotros habitáis un universo. Dentro de vosotros, formáis imágenes de ese universo tal como se os aparece. y nada sabéis de ese universo, y nada podéis saber, salvo por las imágenes. Pero las imágenes del universo que hay dentro de vosotros no son del universo…
¿Cómo influir sobre una mente ajena? Alterando sus supuestos. ¿Cómo alterar los actos ajenos? Alterando sus creencias básicas, sus certidumbres emocionales.
Grosvenor continuó:
– Y las imágenes que hay dentro de vosotros no muestran todo el universo, pues hay muchas cosas que no podéis conocer directamente, pues no tenéis sentidos para ello. Dentro del universo hay un orden. y si el orden de las imágenes que hay dentro de vosotros no es como el orden del universo, entonces os engañáis…
En la historia de la vida, pocos seres pensantes habían hecho algo ilógico… dentro de su marco de referencia. Si el marco tenía una base falsa, si los supuestos no se correspondían con la realidad, la lógica automática del individuo podía llevarlo a conclusiones desastrosas.
Era preciso cambiar las premisas. Grosvenor las cambió, resuelta, fría y francamente. La hipótesis básica que lo guiaba era que los riim no tenían defensa. Eran las primeras ideas nuevas que recibían en un sinfín de generaciones. El impacto sería colosal. Ésta era una civilización fellah, arraigada en certidumbres que nunca se habían cuestionado. Había muchas pruebas históricas de que un intruso diminuto podía influir decisivamente sobre el futuro de las razas fellahin.
Unos miles de ingleses habían derrumbado la vieja India. Análogamente, todos los pueblos fellahin de la antigua Tierra fueron dominados fácilmente, y no revivieron hasta que el núcleo de sus actitudes inflexibles quedó despedazado por la comprensión de que la vida era más compleja de lo que les habían enseñado sus rígidos sistemas.
Los riim eran particularmente vulnerables. Su método de comunicación, aunque singular y prodigioso, permitía influir sobre todos ellos en una sola e intensa operación. Una y otra vez Grosvenor repitió el mensaje, añadiendo cada vez una instrucción que se relacionaba con la nave. La instrucción era: «Cambiad el patrón que estáis usando contra la nave, y retirad lo. Cambiad el patrón, para que ellos puedan relajarse y dormir, y retirad lo. Vuestra acción amistosa causó grandes daños a la nave. Nosotros también somos vuestros amigos, pero vuestra manera de expresar la amistad nos ha dañado.»
Sólo tenía una vaga idea de por cuánto tiempo volcó órdenes en ese tremendo circuito neural. Calculó que unas dos horas. Sin importar cuánto fuera, terminó cuando el interruptor del adaptador cortó automática mente la conexión entre Grosvenor y la imagen de la pared de su departamento.
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