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Resumen del Viaje del Beagle espacial de Van Vogt


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    Resumen de El viaje del beagle espacial, de A. E. Van Vogt – Monografias.com

    Resumen de El viaje del beagle espacial, de A. E. Van Vogt

    Coeurl merodeaba sin pausa. La noche oscura, sin luna, casi sin estrellas, se resistía ante el alba rojiza y lúgubre que se arrastraba por la izquierda. Era una luz vaga que no daba ninguna sensación de calor. Poco a poco, esa luz fue mostrando un paisaje de pesadilla.

    Alrededor de Coeurl cobraron forma unas piedras negras, melladas, y una llanura negra y sin vida. Por encima del horizonte grotesco miraba un sol rojo pálido. Unos dedos de luz hurgaban entre las sombras. y aún no había rastros de la familia de criaturas de id que llevaba siguiendo casi cien días.

    Finalmente se detuvo, enfriado por la realidad. Sus enormes patas delanteras se sacudieron con un movimiento que arqueó cada afilada garra. Los gruesos tentáculos que le salían de los hombros ondularon, tensos. Torció la voluminosa cabeza de gato a un lado ya otro, mientras los zarcillos parecidos a pelos que formaban cada oreja vibraron frenéticamente, probando cada brisa, cada latido en el éter.

    No hubo respuesta. No sentía ningún cosquilleo en el complejo sistema nervioso. No había ningún indicio de la presencia de las criaturas de id, su única fuente de alimento en ese planeta desolado. Desesperado, Coeurl se agazapó, una enorme figura felina recortada contra la línea débil y rojiza del horizonte, como un deforme grabado de un tigre negro en un mundo sombrío. Lo que más lo mortificaba era que había perdido el contacto con ellas. Tenía un equipo sensorial que normalmente podía detectar id orgánico a kilómetros de distancia. Admitía que él ya no era normal. Su repentina imposibilidad de mantener aquel contacto indicaba una crisis física. Era la enfermedad mortal de la que había oído hablar. Siete veces en el último siglo había encontrado coeurls demasiado débiles para moverse, con los cuerpos normalmente inmortales consumidos y condenados por la falta de alimento. Entonces, con avidez, les había aplastado los cuerpos entregados y les había sacado todo el id que aún los mantenía con vida.

    Coeurl se estremeció de entusiasmo recordando esas comidas. Entonces lanzó un gruñido audible, un sonido desafiante que vibró en el aire y sonó y resonó entre las piedras mientras le recorría los nervios de la espalda. Era una expresión instintiva de su voluntad de vivir.

    Y de repente se puso tieso. Por encima del lejano horizonte vio un punto diminuto que brillaba. El punto se acercó. Creció rápidamente y fue una enorme pelota de metal que se transformó en una nave gigantesca y redonda. El inmenso globo, brillante como plata bruñida, pasó silbando por encima de Coeurl, reduciendo la velocidad de manera visible. Se alejó sobre unas negras colinas que había por la derecha, flotó casi inmóvil durante un segundo y después descendió perdiéndose de vista.

    Coeurl salió disparado de su asustada inmovilidad. Con velocidad felina, bajó corriendo entre las piedras. En sus ojos redondos y negros ardía un deseo desesperado. Los zarcillos de las orejas, a pesar de la falta de energías, vibraron recibiendo un mensaje de id en tales cantidades que las punzadas de hambre hicieron que le doliera el cuerpo.

    El sol distante, ahora tirando a rosa, estaba alto en el cielo púrpura y negro cuando Coeurl se arrastro saliendo de entre unas piedras y miró desde las sombras las ruinas de la ciudad que se extendía allá abajo. La nave plateada, a pesar de su tamaño, parecía pequeña ante la enorme extensión de la ciudad desmoronada y desierta. Pero alrededor de la nave había una sensación de vida contenida, una inactividad dinámica que, después de un rato, empezó a destacarse, dominando el primer plano. La nave descansaba en una cuna hecha por su propio peso en la llanura rocosa y resistente que empezaba bruscamente en las afueras de la metrópoli muerta.

    Coeurl observó a los dos seres bípedos que habían salido del interior de la nave. Andaban cerca del pie de una escalera mecánica que habían hecho descender desde una abertura brillantemente iluminada a unos treinta metros por encima del suelo. La necesidad perentoria engrosó la garganta de Coeurl. El impulso de salir corriendo y aplastar a esas criaturas de aspecto endeble le oscurecía el cerebro.

    Unos jirones de recuerdo detuvieron ese impulso cuando todavía no era más que electricidad corriéndole por los músculos. Era un recuerdo del pasado distante de su propia raza, de máquinas que podían destruir, de energías más potentes que todas las fuerzas de su propio cuerpo. El recuerdo enveneno los depósitos de su fortaleza. Tuvo tiempo de ver que los seres llevaban algo puesto encima de sus cuerpos verdaderos, un material brillante y transparente que relucía y destellaba bajo los rayos del sol. La astucia permitió a Coeurl entender la presencia de aquellas criaturas. Aquello, razonó por primera vez, era una expedición científica que venía de otra estrella. Los científicos investigarían y no destruirían. Los científicos se abstendrían de matarlo si no los atacaba. Los científicos, a su manera, eran tontos. Envalentonado por el hambre, salió del escondite. Vio que las criaturas advertían su presencia. Se volvían hacia él y miraban. Las tres que estaban más cerca de él regresaron despacio hacia grupos más grandes. Un individuo, el más pequeño de su grupo, sacó una barra opaca de metal de una funda que llevaba en el costado del cuerpo y la sostuvo con tranquilidad en una mano. Ese acto alarmó a Coeurl, que sin embargo siguió corriendo. Era demasiado tarde para volver. Elliott Grosvenor se quedó donde estaba, detrás de todo, cerca de la escalera. Se estaba acostumbrando a quedarse en segundo plano. Como único nexialista a bordo del Beagle Espacial, durante meses había sido ignorado por especialistas que no entendían bien qué era un nexialista ya los que tampoco les importaba demasiado. Grosvenor tenía planes para rectificar eso. Hasta el momento no se había presentado la oportunidad. El comunicador que llevaba en la cabeza del traje espacial se activó de repente. Por él se oyó la suave risa de un hombre que dijo:

    – Yo, personalmente, no me voy a arriesgar con algo tan grande.

    Grosvenor reconoció la voz de Gregory Kent, director del departamento de química. Hombre de poca estatura, Kent tenía gran personalidad. En la nave contaba con numerosos amigos y partidarios, y ya había anunciado su candidatura a director de la expedición para las siguientes elecciones. De todos los hombres que estaban ante el monstruo que se iba acercando, Kent era el único que había sacado un arma. Ahora acariciaba el largo y delgado instrumento de metalita.

    Se oyó otra voz. El tono era más grave y más relajado. Grosvenor reconoció que era la voz de Hal Morton, director de la expedición.

    – Ésa es una de las razones por la que está en este viaje – dijo Morton -. Porque deja muy pocas cosas libradas al azar.

    Era un comentario amistoso. Pasaba por alto el hecho de que Kent ya se había definido como el adversario de Morton para la dirección. Eso, por supuesto, quizá no era más que una muestra de virtuosismo político para hacer creer a los oyentes más ingenuos que Morton no sentía ninguna animadversión hacia su rival. Grosvenor no dudaba de que el director era capaz de esas sutilezas. La imagen que tenía de Morton era la de un hombre sagaz, razonablemente honesto y muy inteligente, que manejaba la mayoría de las situaciones con automática habilidad.

    Grosvenor vio que Morton se adelantaba, colocándose un poco por delante de los demás. Su cuerpo fuerte se destacaba, enfundado en el traje transparente de metalita. Desde aquella posición, el director miró cómo se acercaba la bestia felina por la llanura de piedras negras. Los comentarios de otros jefes de departamento golpetearon en las orejas de Grosvenor a través del comunicador.

    – No me gustaría nada encontrarme con esa criatura en un callejón una noche oscura.

    – No diga tonterías. Es obvio que se trata de un ser inteligente. Quizá un miembro de la raza dominante.

    – Su desarrollo físico – dijo una voz que Grosvenor identificó como perteneciente a Siedel, el psicólogo – sugiere una adaptación de tipo animal a su medio ambiente. Por otra parte, venir hacia nosotros como lo está haciendo no es el acto de un animal sino de un ser inteligente que sabe de nuestra inteligencia. Ustedes pueden advertir lo agarrotados que son sus movimientos. Eso denota cautela y conciencia de nuestras armas. Me gustaría observar bien las terminaciones de esos tentáculos de los hombros. Si consisten en apéndices, manos o ventosas, podemos empezar a suponer que desciende de los habitantes de esta ciudad. – Hizo una pausa -. Sería muy útil establecer comunicación con él. Pero a simple vista yo diría que ha degenerado hasta un estado primitivo.

    Coeurl se detuvo cuando aún estaba a tres metros de los seres más cercanos. La necesidad de id amenazaba con abrumarlo. Su cerebro flotó hasta el feroz filo del caos, donde le costó un terrible esfuerzo detenerse. Sentía como si tuviera el cuerpo bañado por un líquido fundido. La visión era cada vez más borrosa.

    La mayoría de los hombres se acercaron. Coeurl vio que lo estaban examinando con franca curiosidad. Movían los labios dentro de los cascos transparentes que llevaban puestos. Su forma de intercomunicación – suponía que era eso lo que sentía – le llegaba en una frecuencia que estaba dentro de su capacidad de recepción. Los mensajes eran ininteligibles. En un esfuerzo por parecer amistoso, transmitió su nombre desde los zarcillos de las orejas, señalándose al mismo tiempo con un tentáculo.

    Una voz que Grosvenor no reconoció dijo arrastrando las palabras:

    – Morton, cuando movió esos pelos oí una especie de estática en mi radio. ¿Cree usted que…?

    El uso por parte de Morton del nombre de quien había hablado, lo identificó. Gourlay, jefe de comunicaciones. Grosvenor, que estaba grabando la conversación, se alegró. La llegada de la bestia quizá le permitiría obtener grabaciones de todos los hombres importantes que iban abordo de la nave. Era algo que trataba de hacer desde el principio.

    – Ah – dijo Siedel, el psicólogo -, los tentáculos terminan en ventosas. Si el sistema nervioso es suficientemente complejo podría, con la necesaria capacitación, manejar cualquier máquina.

    – Creo que lo más conveniente es que entremos en la nave y comamos – dijo el director Morton -. Después nos pondremos a trabajar. Quiero que se haga un estudio sobre el desarrollo científico de esta raza, sobre todo qué fue lo que la destruyó. En la Tierra, al principio, antes de que hubiese una civilización galáctica, las diversas culturas alcanzaban la cima y después se desmoronaban. Del polvo siempre brotaba una nueva. ¿Por qué no sucedió lo mismo aquí? A cada departamento se le asignará un campo especial de investigación.

    – ¿Y el gatito? – dijo alguien -. Me parece que quiere venir con nosotros.

    Morton se rió entre dientes.

    – Ojalá tuviéramos la manera de llevarlo con nosotros – dijo con voz seria -, sin capturarlo por la fuerza. ¿Qué cree usted, Kent?

    El pequeño químico movió la cabeza, diciendo que no de manera contundente.

    – Esta atmósfera contiene más cloro que oxígeno, aunque no es mucho lo que contiene de ambos elementos. Nuestro oxígeno sería dinamita para sus pulmones.

    A Grosvenor le parecía evidente que el ser felino no había tenido en cuenta ese peligro. Miró cómo el monstruo seguía a los primeros hombres que subían por la escalera y se metían por la enorme puerta.

    Los hombres se volvieron hacia Morton, quien los saludó con una mano y dijo:.

    – Abran la segunda compuerta y déjenle oler el oxígeno. Eso lo curará. Un rato más tarde la asombrada voz del director resonó con fuerza en el comunicador. – ¡Bueno, que me lleve el diablo! ¡No nota la diferencia! Y eso significa que no tiene pulmones, o que sus pulmones no utilizan el cloro. ¡Claro que puede entrar! Smith, esto es una mina de oro para un biólogo, y además inofensiva si tomamos precauciones. ¡Qué metabolismo!

    Smith era un hombre alto, delgado y huesudo con una cara larga y triste. Su voz, inusitadamente fuerte para su apariencia, resonó en el comunicador de Grosvenor.

    – En los diversos viajes de exploración en que participé, sólo vi dos formas superiores de vida. Las que dependen del cloro y las que necesitan oxígeno, los dos elementos que permiten la combustión. He oído vagos informes acerca de una forma de vida que respira flúor, pero todavía no he visto un ejemplo. Casi estaría dispuesto a jugarme mi reputación a que no existe ningún organismo complejo que pueda adaptarse a la utilización de ambos gases. Morton, no tenemos que dejar escapar a esta criatura si podemos remediarlo.

    El director Morton se echó a reír.

    – Parece que tiene muchas ganas de quedarse – dijo después en tono serio.

    Había subido por la escalera mecánica y entró en la cámara estanca con Coeurl y los dos hombres. Grosvenor se apresuró a adelantarse, pero no era más que uno entre una docena de hombres que también se metieron en aquel amplio espacio. La enorme puerta se cerró y el aire empezó a entrar con un silbido. Todo el mundo se mantenía a una buena distancia del monstruo felino. Grosvenor observó la bestia con una creciente sensación de desasosiego. Lo asaltaron varios pensamientos. Ojalá pudiera comunicárselos a Morton. Tendría que haber podido hacerlo. La regla abordo de esas naves expedicionarias era que todos los directores de departamento debían tener acceso fácil al director de la expedición. Como jefe del departamento nexial, aunque fuera el único miembro, a Grosvenor tendría que habérsele aplicado la misma regla. El comunicador de su traje espacial tendría que estar preparado para que él pudiera hablar con Morton como lo hacían los demás jefes de departamento. Pero todo lo que él tenía era un receptor general. Eso le concedía el privilegio de escuchar a todos los grandes hombres cuando estaban haciendo su trabajo de campo. Si quería hablar con alguien, o si estaba en peligro, podía accionar un interruptor que abría un canal a un operador central.

    Grosvenor no cuestionaba el valor general del sistema. Había cerca de mil hombres a bordo, y era evidente que no podían hablar todos con Morton cuando les daba la gana.

    La puerta interior de la cámara se estaba abriendo. Grosvenor salió junto con los demás. A los pocos minutos estaban todos en una serie de ascensores que llevaban a las dependencias. Hubo un breve intercambio de ideas entre Morton y Smith.

    – Lo mandaremos solo allá arriba, si es que quiere ir – dijo finalmente Morton.

    Coeurl no puso ninguna objeción hasta que oyó que la puerta del ascensor se cerraba a sus espaldas y que la jaula cerrada empezaba a subir rápidamente. Entonces giró soltando un gruñido. De repente, su razón se transformó en caos. Se lanzó contra la puerta. El golpe dobló el metal y el dolor desesperado lo enloqueció. Ahora era un animal atrapado. Aplastó el metal con las garras. Arrancó los paneles soldados con los gruesos tentáculos. La maquinaria chirrió en protesta. Todo se sacudía porque la fuerza magnética tiraba de la jaula a pesar de que las piezas metálicas que sobresalían iban raspando las paredes exteriores. Finalmente, el ascensor llegó a destino y se detuvo. Coeurl quitó el resto de la puerta y se lanzó a toda velocidad por el pasillo. Esperó allí hasta que llegaron los hombres con las armas preparadas.

    – Somos unos tontos – dijo Morton -. Tendríamos que haberle mostrado cómo funciona. Creyó que lo habíamos traicionado o algo parecido.

    Señaló hacia el monstruo. Grosvenor vio cómo el brillo salvaje se apagaba en los ojos de la bestia, negros como carbones, mientras Morton abría y cerraba varias veces la puerta de un ascensor cercano. Fue Coeurl quien terminó la lección. Entró al trote en una habitación grande que daba sobre el pasillo.

    Se echó sobre el suelo alfombrado y se esforzó por reducir la tensión eléctrica de los nervios y los músculos. Estaba furioso por el miedo que había mostrado. Le parecía que había perdido la ventaja de aparecer como un individuo dulce y tranquilo. Su fortaleza debía de haberlos sobresaltado y consternado.

    Eso implicaba un mayor peligro para la tarea pendiente: apoderarse de la nave. En el planeta del que procedían esos seres habría cantidades ilimitadas de id.

    Sin pestañear, Coeurl observó a dos hombres que despejaban escombros en la puerta metálica de un enorme y viejo edificio. Los seres humanos habían almorzado, se habían vuelto a poner sus unidades espaciales y ahora se los veía por doquier, solos o en grupo. Coeurl supuso que todavía estaban investigando la ciudad muerta.

    A él sólo le interesaba la comida. Sus células sentían hambre de id, y le dolía el cuerpo. La ansiedad le electrizaba los músculos, y su mente ardía con el afán de seguir a los hombres que se habían internado en la ciudad. Uno de ellos había ido asolas.

    Durante el almuerzo, los seres humanos le ofrecieron su propia comida, que para él era inservible. Al parecer no entendían que él debía comer criaturas vivientes. El id no era una mera sustancia, sino la configuración de una sustancia, y sólo se podía obtener en tejidos donde aún palpitaba el flujo de la vida.

    Pasaron varios minutos. Coeurl aún se contenía. Aún observaba, sabiendo que los hombres sabían que él observaba. Una máquina de metal descendió de la nave a la masa rocosa que bloqueaba la gran puerta del edificio. En su tenso estado, siguió todos esos movimientos. Tiritando con la intensidad del hambre, vio cómo operaban su maquinaria, y cuán simple era.

    Sabía qué podía esperar cuando llamas incandescentes lamieron la dura roca. A pesar de ese conocimiento, saltó y rugió fingiendo temor.

    Desde una pequeña nave patrulla, Grosvenor observaba. Se había impuesto la tarea de observar a Coeurl. No tenía otra cosa que hacer. Nadie parecía necesitar la asistencia del único nexialista que había a bordo del Beagle Espacial.

    Entretanto, despejaron la puerta que estaba debajo de Coeurl. El director Morton y otro hombre se acercaron. Entraron y se perdieron de vista. Poco después Grosvenor oyó sus voces en el comunicador. El hombre que acompañaba a Morton habló primero.

    – Es una ruina. Debió de haber una guerra. Esta maquinaria no es difícil de entender. Es secundaria. Pero me gustaría saber cómo se controlaba y aplicaba.

    – No le entiendo – dijo Morton. – Es simple. Hasta ahora sólo he visto herramientas. Casi todas las máquinas, sean herramientas o armas, están equipadas con un transformador para recibir energía, alterar su forma y aplicarla. ¿Dónde están las plantas de energía? Espero que sus bibliotecas nos den una pista. ¿Qué pudo suceder para que una civilización se derrumbara de esta manera?

    Otra voz apareció en los comunicadores.

    – Habla Siedel. Oí su pregunta, señor Pennons. Hay por lo menos dos razones para que un territorio quede deshabitado. Una es la falta de comida. La otra es la guerra.

    Grosvenor se alegró de que Siedel hubiera interpelado al otro por su nombre. Otra identificación de voz para su colección. Pennons era el jefe de máquinas.

    – Vea, mi psicológico amigo – dijo Pennons -, la ciencia de esta gente debió de permitirle solucionar sus problemas alimenticios, al menos para una población pequeña. Y en caso contrario, ¿por qué no desarrollaron el viaje espacial para ir a buscar comida a otra parte?

    – Pregúntele a Gunlie Lester – intervino el director Morton -. Le oí exponer una teoría antes de que aterrizáramos.

    El astrónomo respondió a la primera llamada. – Todavía debo verificar todos los datos. Pero debemos convenir en que uno de ellos es sumamente significativo. Este mundo desolado es el único planeta que gira alrededor de ese mísero sol. No hay nada más. Ninguna luna. Ni siquiera un planetoide. y el sistema estelar más próximo está a novecientos años luz. El problema de la raza dominante de este mundo habría sido tremendo, pues habría tenido que resolver de un solo salto no sólo el vuelo interplanetario sino el interestelar. Recordemos, por comparación, cuán lento fue nuestro desarrollo. Primero llegamos a la luna. Luego siguieron los planetas. Cada triunfo conducía al siguiente, y al cabo de muchos años se realizó el primer viaje a una estrella cercana. Por último, el hombre inventó el anti acelerador que permitió el viaje galáctico. Teniendo en cuenta todo esto, sostengo que habría sido imposible que una raza creara un motor interestelar sin experiencia previa.

    Se hicieron otros comentarios, pero Grosvenor no los escuchó. Miró el lugar donde había visto al enorme felino por última vez. No estaba a la vista. Maldijo entre dientes por haberse dejado distraer. Hizo girar la pequeña nave sobre la zona en una apresurada búsqueda. Pero había demasiada confusión, demasiados escombros, demasiados edificios. Por donde miraba había obstáculos que le estorbaban la visión. Aterrizó e interrogó a varios técnicos. La mayoría recordaba haber visto al gato «hace veinte minutos». Insatisfecho, Grosvenor trepó ala nave salvavidas y sobrevoló la ciudad.

    Poco tiempo antes, Coeurl se había movido deprisa, ocultándose cada vez que hallaba un escondrijo. Corría de grupo en grupo, una nerviosa dínamo de energía, inquieta y descompuesta de hambre. Un pequeño vehículo se acercó, se detuvo frente a él y una enorme cámara zumbó mientras le tomaba una foto. Encima de un montículo de roca, una gigantesca perforadora se puso en marcha. La mente de Coeurl evocó borrosamente cosas que había observado con poca atención. Su cuerpo ansiaba perseguir al hombre que se había internado solo en la ciudad.

    De pronto no soportó más. Una espuma verde le empapó la boca. Por un instante pareció que nadie lo miraba. Se ocultó detrás de un terraplén rocoso y echó acorrer a gran velocidad. Saltaba con brincos grandes y deslizantes. Había olvidado todo menos su propósito, como si un cepillo mágico le hubiera borrado todo recuerdo del cerebro. Siguió calles desiertas, cortando camino por los boquetes de paredes derruidas y por los largos corredores de edificios mohosos. Luego se puso a andar al trote y agazapado, mientras sus zarcillos auditivos detectaban las vibraciones del id.

    Al fin se detuvo y miró desde un montículo de roca desmoronada. Desde lo que antaño habría sido una ventana, un ser bípedo apuntaba los haces de su linterna al sombrío interior. Apagó la linterna. El hombre, corpulento y vigoroso, se alejó deprisa, moviendo la cabeza a los costados. A Coeurl no le gustó esa actitud de alerta. Significaba una reacción inmediata ante el peligro. Presagiaba problemas.

    Coeurl esperó a que el ser humano desapareciera a la vuelta de una esquina y salió de su escondrijo a gran velocidad. Se había trazado un plan. Como un espectro, se deslizó por una calle lateral y dejó atrás una manzana de edificios. Dobló rápidamente la primera esquina, cruzó de un brinco un espacio abierto y luego, arrastrando el vientre, se internó en la penumbra que separaba el edificio de una gran pila de escombros. La calle de delante era un canal entre dos montículos ruinosos. Terminaba en un angosto cuello de botella que desembocaba justo debajo de Coeurl.

    En el momento final debió de actuar con excesiva avidez. Cuando el ser humano iba a pasar debajo, Coeurl fue sobresaltado por una lluvia de piedras que caían desde donde él acechaba. El hombre miró hacia arriba. Torció el rostro en una mueca. Cogió su arma.

    Coeurl extendió la pata y lanzó un golpe fulminante contra el casco lustroso y transparente del traje espacial. Hubo un ruido de metal desgarrado y un chorro de sangre. El hombre se arqueó como si una parte de él se hubiera encogido. Por un instante sus huesos, sus piernas y sus músculos se combinaron milagrosamente para mantenerlo en pie. Luego se desplomó con una crepitación metálica de su armadura espacial.

    En un movimiento convulsivo, Coeurl brincó sobre su víctima. Ya estaba generando un campo que impedía que el id se descargara en la sangre. Rápidamente trituró el metal y el cuerpo que había dentro. Crujieron huesos. Saltaron jirones de carne. Hundió la boca en el cuerpo tibio y dejó que su tracería de diminutas ventosas sorbiera el id de las células. Hacía tres minutos que se consagraba a esta tarea cuando una sombra cruzó su visión. Alzó los ojos sobresaltado y vio que una nave pequeña se acercaba desde la dirección del sol poniente. Por un instante se quedó paralizado, luego buscó refugio en una gran pila de escombros.

    Cuando miró de nuevo, la navecilla flotaba perezosamente a la izquierda. Pero sobrevolaba la zona, y Coeurl comprendió que podía regresar. Enloquecido por la interrupción de su comida, abandonó su presa y se dirigió ala nave espacial. Corrió como un animal que huye del peligro, y aminoró la marcha sólo cuando vio al primer grupo de operarios. Se les aproximó cautamente. Todos estaban ocupados, así que pudo acercarse sin llamar la atención.

    Grosvenor se sentía cada vez más insatisfecho mientras buscaba a Coeurl. La ciudad era demasiado grande. Tenía más ruinas y escondrijos de los que había creído. Finalmente regresó a la gran nave. y sintió gran alivio al descubrir que la bestia estaba cómodamente tendida en una roca, tomando el sol.. Grosvenor detuvo la nave cautelosamente en un promontorio, detrás del animal. Aún estaba allí veinte minutos después, cuando por el comunicador llegó el escalofriante anuncio de que un grupo de hombres que exploraba la ciudad había tropezado con el cuerpo mutilado del doctor Jarvey, del departamento de química.

    Grosvenor anotó las indicaciones y partió hacia la escena de la muerte. Casi de inmediato descubrió que Morton no iría a mirar el cadáver. Oyó la solemne voz del director por el comunicador:

    – Traigan los restos a la nave. Los amigos de Jarvey estaban presentes, con aire sombrío y tenso. Grosvenor miró ese espantoso guiñapo de carne desgarrada y metal ensangrentado y sintió un nudo en la garganta.

    – ¿Por qué se empeñaría en salir solo? – oyó que se lamentaba Kent.

    Al jefe de química le temblaba la voz. Grosvenor recordó haber oído que Kent y su principal asistente, Jarvey, eran muy buenos amigos. Alguien más debió de hablar por la banda privada del departamento de química, pues Kent dijo:

    – Sí, le haremos una autopsia. Esas palabras recordaron a Grosvenor que se perdería lo que pasaba a menos que pudiera sintonizarse. Tocó al hombre que tenía más cerca para preguntarle:

    – ¿Le molesta que escuche la banda química a través de usted?

    – Adelante. Grosvenor apoyó los dedos en el brazo del otro. Oyó que alguien decía con voz trémula:

    – Lo peor es que parece un homicidio sin sentido. El cuerpo está desparramado como gelatina, pero parece estar entero.

    Smith, el biólogo, intervino en la banda general. Su largo rostro parecía más sombrío que nunca.

    – El asesino atacó a Jarvey, quizá con la intención de devorarlo, y luego descubrió que su carne era extraña e incomible. Como nuestro gran felino. No quiso comer nada de lo que le ofrecíamos… – Su voz se perdió en un pensativo silencio. Al fin continuó lentamente -: Un momento, ¿qué pasó con esa criatura? Tiene tamaño y fuerza suficientes para haber hecho esto con sus zarpas.

    El director Morton, que debía estar escuchando, interrumpió:

    – Creo que muchos hemos pensado en ello. En definitiva, es la única criatura viviente que hemos visto. Pero no podemos ejecutarlo por una mera sospecha.

    – Además – dijo uno de los hombres -, yo nunca lo perdí de vista.

    Antes de que Grosvenor pudiera hablar, la voz de Siedel, el psicólogo, llegó por la banda general.

    – Morton, he hablado con varios de los hombres, y obtengo la siguiente reacción: al principio todos declaran que nunca perdieron de vista a esa bestia, pero cuando uno insiste, admiten que quizá la perdieron de vista unos minutos. Yo también tuve la impresión de que siempre estaba presente. Pero cuando pienso en ello hay lagunas. Hubo instantes, quizá largos minutos, en que lo perdimos de vista por completo.

    Grosvenor suspiró y decidió callar. Otra persona había expresado lo que él pensaba.

    Fue Kent quien rompió el silencio. – Yo digo que no corramos más riesgos – declaró -. Matemos a ese animal antes de que cause más daños, aunque se trate de una mera sospecha.

    – Korita, ¿está allí? – preguntó Morton.

    – Estoy junto al cadáver, director.

    – Korita, usted anduvo explorando con Cranessy y Van Horne. ¿Cree que el gatito es un descendiente de la raza dominante de este planeta?

    Grosvenor localizó al arqueólogo, que estaba junto a Smith, rodeado por colegas de su departamento.

    – Director Morton – dijo lenta y respetuosamente el alto japonés -, aquí hay un misterio. Quisiera que todos echaran un vistazo a ese majestuoso paisaje urbano y se fijaran en su arquitectura. A pesar de la megalópolis que crearon, estas gentes estaban cerca del suelo. Los edificios no sólo están ornamentados, sino que eran ornamentales. Aquí tenemos el equivalente de la columna dórica, la pirámide egipcia y la gran catedral gótica creciendo desde el suelo, vehementes, henchidos de destino. Si este mundo solitario y desolado se puede considerar una madre tierra, esta tierra ocupaba un sitio cálido y espiritual en el corazón de sus habitantes. El efecto es enfatizado por las calles tortuosas. Sus máquinas prueban que eran matemáticos, pero ante todo eran artistas. No crearon, pues, las calles geométricas de una metrópolis ultra sofisticada. Hay genuino abandono artístico, una emoción profunda y gozosa escrita en el diseño curvo y matemático de las viviendas, los edificios y las avenidas, una sensación de intensidad, de divina creencia en una certidumbre interior. Ésta no es una civilización decadente, encanecida por la edad, sino una cultura joven y vigorosa, confiada y pujante. Allí terminó. Súbitamente, como si en este punto la cultura hubiera librado su Batalla de Tours y se hubiera derrumbado como la antigua civilización islámica. O como si de un brinco hubiera saltado siglos de adaptación para entrar en una época de estados rivales.

    »Sin embargo, en ninguna parte del universo hemos documentado una cultura que realizara un salto tan abrupto. Siempre hay un desarrollo lento. y el primer paso es un implacable cuestiona miento de todo lo que antes se consideraba sagrado. Las certidumbres interiores dejan de existir. Las convicciones inobjetables se disuelven ante el sondeo implacable de las mentes científicas y analíticas. El escéptico se convierte en el ser humano más elevado. Yo diría que esta cultura se derrumbó abruptamente en su época más floreciente. Los efectos sociológicos de semejante catástrofe serían el fin de la moralidad, un regreso a una criminalidad bestial no atemperada por ningún ideal. Habría una cruel indiferencia por la muerte. Si este… si el gatito es descendiente de semejante raza, será una criatura artera, un ladrón nocturno, un asesino a sangre fría que degollaría a su propio hermano a cambio de una ganancia.

    – ¡Suficiente! – exclamó Kent -. Director, estoy dispuesto a actuar como verdugo.

    – Me opongo – interrumpió Smith -. Escuche, Morton, no matará a ese felino todavía, aunque sea culpable. Es un tesoro biológico.

    Kent y Smith se miraron con cara de pocos amigos.

    – Querido Kent – dijo Smith lentamente -, entiendo que el departamento de química querría poner al gatito en retortas para preparar compuestos químicos con su carne y su sangre. Pero lamento informarle que se está adelantando. En el departamento de biología queremos el cuerpo vivo, no muerto. Presiento que el departamento de física también querrá echarle un vistazo mientras está vivo. Así que me temo que usted es el último de la lista. Resígnese a la idea, por favor. Quizá pueda verlo dentro de un año, pero no antes.

    – No estoy encarando esto desde una perspectiva científica – gruñó Kent.

    – Pues hace mal, ahora que Jarvey ha muerto y no se puede hacer nada por él.

    – Soy primero un ser humano y después un científico – replicó Kent con voz áspera.

    – ¿Destruiría un espécimen valioso por razones emocionales?

    – Destruiría a esta criatura porque es un peligro desconocido. No podemos correr el riesgo de que muera otro ser humano.

    Morton interrumpió la discusión.

    – Korita – dijo reflexivamente -, estoy dispuesto a aceptar su teoría como punto de partida. Pero hay una pregunta. ¿Es posible que esta cultura haya llegado más tarde a este planeta que la nuestra al sistema galáctico que hemos colonizado?

    – Ciertamente es posible – dijo Korita -. Podría tratarse de la etapa intermedia de la décima civilización de este mundo, mientras que la nuestra, por lo que hemos podido descubrir, es la etapa final de la octava civilización de la Tierra. Cada una de estas diez, desde luego, se ha construido sobre las ruinas de la precedente.

    – En ese caso, el gatito no sabría nada sobre el escepticismo que nos hace sospechar que es un criminal y un asesino.

    – No, sería literalmente mágico para él. – La seca risotada de Morton resonó en el comunicador. – …Usted gana, Smith. Dejaremos que el gatito viva, y si hay víctimas, ahora que lo conocemos, será por negligencia. Existe la posibilidad, desde luego, de que estemos equivocados. Como Siedel, tengo la impresión de que la criatura siempre estuvo presente. Quizá seamos injustos con ella. Quizá haya otras criaturas peligrosas en este planeta. – Se interrumpió -. Kent, ¿cuáles son sus planes para el cadáver de Jarvey?

    El jefe de química dijo con voz amarga:

    – No habrá un funeral de inmediato. Ese maldito gato quería algo de ese cuerpo. Parece estar entero, pero algo debe faltar. Averiguaré qué es, y confirmaré que esa bestia lo asesinó, para que usted pueda creerlo sin la menor sombra de duda.

    De vuelta en la nave, Elliott Grosvenor se dirigió a su departamento. El letrero de la puerta decía CIENCIA DEL NEXIALISMO. Adentro había cinco salas que ocupaban doce metros por veinticuatro. La mayoría de las máquinas e instalaciones que la Fundación Nexial había pedido al gobierno se habían instalado. En consecuencia, había poco espacio. Una vez que traspuso la puerta, quedó asolas en su reducto privado.

    Grosvenor se sentó al escritorio e inició su informe para el director Morton. Analizó la estructura física del habitante felino de ese planeta frío y desolado. Señaló que un monstruo tan viril no debía encararse sólo como un «tesoro biológico». La frase era peligrosa porque inducía a olvidar que la bestia tenía sus propias apetencias y necesidades, basadas en un metabolismo no humano.

    – Ahora tenemos pruebas suficientes – le dictó al grabador – para hacer lo que los nexialistas denominamos una «declaración de curso».

    Tardó varias horas en completar la declaración. Llevó la grabación a la sección de estenografía y presentó una solicitud de trascripción inmediata. Como jefe de departamento, obtuvo un servicio rápido. Dos horas después entregó el informe en la oficina de Morton. Un subsecretario le dio un recibo a cambio. Grosvenor cenó tarde en el comedor, convencido de que había hecho todo lo que podía. Después preguntó al camarero dónde estaba el gato. El camarero no estaba seguro, pero pensaba que la bestia estaba en la biblioteca general.

    Grosvenor pasó una hora en la biblioteca observando a Coeurl. Durante ese tiempo, la bestia permaneció tendida en la gruesa alfombra, sin cambiar de posición. Al final de esa hora, una de las puertas se abrió y entraron dos hombres con un gran cuenco. Kent los seguía de cerca con ojos febriles. Se detuvo en medio de la sala y dijo con voz fatigada pero hostil:

    – Quiero que todos observen esto. Aunque sus palabras incluían a todos los presentes, interpelaba aun grupo de científicos que estaban sentados en una sección reservada. Grosvenor se puso de pie y echó un vistazo al cuenco que llevaban esos dos hombres. Contenía un brebaje parduzco.

    Smith, el biólogo, también se puso de pie.

    – Un momento, Kent. En cualquier otra circunstancia yo no cuestionaría sus actos. Pero usted parece descompuesto. Está demasiado tenso. ¿Tiene autorización de Morton para este experimento?

    Kent giró lentamente y Grosvenor, que se había sentado de nuevo, vio que las palabras de Smith sólo comunicaban una parte de la realidad. El jefe de química tenía profundas ojeras, y las mejillas hundidas.

    – Lo invité a venir aquí – dijo -. Se negó a participar. Opina que si esta criatura hace voluntariamente lo que yo quiero, no se causará ningún daño.

    – ¿Qué tiene allí? – preguntó Smith -. ¿Qué hay en el cuenco?

    – He identificado el elemento faltante – dijo Kent -. Es potasio. En el cuerpo de Jarvey quedaban sólo dos tercios o tres cuartos de la cantidad normal de potasio. Usted sabe que el potasio se aloja en las células corporales en conexión con una gran molécula de proteína, y la combinación brinda la base para la carga eléctrica de la célula. Es fundamental para la vida. Habitualmente, después de la muerte, las células expulsan el potasio a la corriente sanguínea, volviéndola venenosa. He probado que en las células de Jarvey falta potasio, pero no se descargo en la sangre. No sé bien qué significa, pero me propongo averiguarlo.

    – ¿Qué hay del cuenco de comida? – interrumpió alguien. Los hombres estaban guardando sus revistas y libros, mirando con interés.

    – Tiene células vivientes con potasio en suspensión. Podemos hacer eso artificialmente. Tal vez por eso rechazó nuestra comida a la hora del almuerzo. No contenía potasio en una forma que él pudiera aprovechar. Mi idea es que detectará el olor, o lo que utilice en vez de olor…

    – Creo que detecta la vibración de las cosas – intervino Gourlay, arrastrando la voz -. A veces, cuando agita esos zarcillos, mis instrumentos registran una clara y potente onda de estática y luego no hay reacción. Sospecho que alcanza un punto más alto o más bajo en la escala ondulatoria. Parece controlar las vibraciones a voluntad. Doy por sentado que el movimiento de los zarcillos no genera estas frecuencias.

    Con manifiesta impaciencia, Kent esperó a que Gourlay terminara.

    – De acuerdo – continuó después -, entonces detecta vibraciones. Pronto sabremos cuál es su reacción ante esta vibración. – y concluyó con tono conciliador -: ¿Qué le parece, Smith?

    – Hay tres errores en su plan – respondió el biólogo -. En primer lugar, usted parece suponer que es sólo un animal. Parece haber olvidado que él pudo quedar ahíto después de alimentarse con Jarvey, si así ocurrió. Y parece creer que él no sospechará nada. Pero apoye el cuenco. Su reacción quizá nos revele algo.

    El experimento de Kent era razonablemente válido, aunque estaba impulsado por sus emociones. La criatura ya había demostrado que podía reaccionar violentamente ante un estímulo repentino. No se podía desechar la reacción que había tenido al quedar encerrada en el ascensor. Así pensaba Grosvenor.

    Coeurl miró con ojos imperturbables mientras los dos hombres le ponían el cuenco delante. Se alejaron deprisa, y Kent se adelantó. Coeurl lo reconoció como el que empuñaba el arma esa mañana. Observó un instante al bípedo, luego se concentró en el cuenco. Sus zarcillos auditivos identificaron la palpitante emanación de id. Era tenue, tan tenue que la habría pasado por alto si no se hubiera concentrado. Y permanecía suspendida de un modo que le resultaba casi inútil. Pero la vibración era tan fuerte como para indicarle el motivo de este incidente. Con un gruñido, Coeurl se irguió. Cogió el cuenco con las ventosas del extremo de un sinuoso tentáculo, y vació el contenido en la cara de Kent, que retrocedió con un aullido.

    Explosivamente, Coeurl arrojó el cuenco a un costado y rodeó la cintura del alarmado científico con un grueso tentáculo. No se molestó con el arma que colgaba del cinturón de Kent. Era sólo un arma de vibración, intuyó; usaba energía atómica pero no era un desintegrador atómico. Arrojó al trémulo Kent a un rincón, y comprendió con un gemido de consternación que debería haberlo desarmado. Ahora tendría que revelar sus poderes defensivos.

    Kent se enjugó furiosamente el rostro con una mano, y con la otra empuñó el arma. Irguió el cañón, y el blanco haz de luz trazadora buscó la maciza cabeza de Coeurl. Los zarcillos auditivos zumbaron mientras cancelaban automáticamente la energía. Entornó los redondos ojos negros al detectar el movimiento de hombres que buscaban sus vibradores.

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