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Los sueños de Almírcar Senestrón (página 2)

Enviado por luis b martinez


Partes: 1, 2

Y pensando y recordando y sintiendo esa vorágine interior, caminaba en ese momento por aquella calle con los libros y cuadernos bajo el brazo, extrañamente más aprisa de lo acostumbrado, como dejando todo atrás. Y así, avanzaba, en dirección a la calle en que vivía. Y de pronto, al llegar a la esquina desde la cual ya lograba divisar la fachada azul de su casa, se quedó casi sin aliento, como asombrada, y, en el tiempo de un relámpago, supo que su mundo infantil y juguetón la abandonaba para siempre. Se sintió en su cuerpo completamente florecida. Se detuvo. Y entonces sí todo fue diferente. Una alborada de sonrisa sorprendida surgió en su cara, cual una transformación suave de euforia sin freno, como fruta madura, para colocarla frente a un nuevo horizonte. Y pasaron por su mente distintas conversaciones que había tenido con sus amigas, y las páginas de contrabando que había leído con ellas y en las que hasta había visto algunas fotos prohibidas.

Y comprendió que un tiempo extraño se había quebrado en su pecho para aislarla de cuanto conocía y disfrutaba en su mundo de niña. Sí, empezaba a ser otra, plena y vital, encaminada hacia lo inimaginable de una nueva vida. Y así, en medio de la calle, hermosa y fresca como nunca antes, se afianzó con voluntad propia en la totalidad de los vínculos rotos y en el espacio de los años venideros que serían sólo para ella. Se sentía dueña de la hondura de su ser y de su cuerpo. Miró hacia el camino recorrido y hacia sus compañeros de clases y pudo recordar todas las miradas de ellos que el uniforme no podía detener. Ahora los reconocía a todos de una manera real y totalmente diferente.

Luego, en una plenitud de corazón de pájaro alborotado, se llenó de calor y se supo renacida. Y ya no pudo contenerse. Un impulso arrollador la dominaba. Con sus tersas palomas gritando fuerza y empuje bajo la blusa del uniforme, desafiantes, hinchadas, a punto de explotar, llegó corriendo a la casa. Era una represa desbordada. Su bárbara euforia avanzó con ella escaleras arriba, empujándola sin tregua, haciéndola sentir en cada pisada la agitación maravillosa de diez latidos en el pecho. La embriaguez de la vida no podía ser otra manera de sentir.

Ya en su cuarto dejó los libros dondequiera y se fue a la ventana. Necesitaba respirar un aire nuevo. Vívida y total se llenó de sensaciones en una atropellada mágica de descubrimientos. Durante unos minutos permaneció observando aquel mundo que ahora era nuevo, viendo el espacio y la vida en derredor como nunca los había podido ver. Y así, hasta alcanzar una identificación diferente con esa vida en la que sin remedio tendría que sumergirse. Todo el caudal de sus emociones, como una infinita lluvia interna, fue abarcando cada punto de su cuerpo en un reclamo que no aceptaba la lucha ni la negación. Ya no era la misma, no, ya no era una niña. Y tendría que dejarse ir hacia el remolino de misterios que la llamaba.

Y regresó, se volteó con una seguridad desconocida hacia una habitación que era la suya y que sin embargo era distinta, como ella, descubierta y entregada en un vivir que ya nada podría detener. Cerró la puerta con seguro. Y se paró frente al espejo, viéndose a la cara. Para después, con una decisión desconocida, irse quitando la ropa lentamente, observándose, hasta quedar desnuda por completo. Se vio hasta casi herir con la mirada a su imagen en el espejo, más allá de la piel y de los ojos, con lucidez de amanecer y primavera y sin el menor vestigio de la ingenuidad del pasado. Estaba extrañamente emocionada, también como nunca antes. Y sin dejar de verse, suavemente, muy suavemente, la imagen de plata que le brindaba el espejo penetró en su conciencia y en su vivencia para entregarle los plenos y hondonadas de su cuerpo que en todas sus formas jamás había reconocido y disfrutado con tanta claridad y satisfacción. Se calmó mucho más. Sus magníficos años, con sus puntas de rosas en los pechos y sus negros tempranos en el pubis, se abrieron a la vida como heridos por finos puñales. Y la embrujó el deseo de conocerse aún más. Y muy suave y nerviosa, temblando entre los dedos y la piel, dejó que un sueño de mujer se deslizara gravemente por sus manos al vibrar en contactos temblorosos por todo su cuerpo, por los labios, por las curvas y redondeces, por las veredas de virgen y maleza fresca, hasta alcanzar el nacimiento húmedo y cálido de la fuente de la mayor sensación que pudiera conocer y que tan sólo imaginaba. Indefensa en su entrega se tiró sobre el lecho. Roces, imágenes, movimientos y ensueños la hicieron una esclava. Y se acarició sin detenerse. Y el sueño se hizo fuerza, y la imagen se transformó en una densa neblina que la obligó a cerrar los ojos hasta que el placer y las emociones que le originaban las caricias fueron incontenibles. Todo fue un abandono en brazos de un torrente. El tiempo se convirtió en un fluir impreciso que no contaba para nada. Se fundían los caudales del sueño de la atracción con la magia del deseo y del calor de la entraña. El goce era demasiado aplastante. Después, una loca carrera y una larga caída, jadeante, desesperada por no detenerse ni un instante, hasta precipitarse, abandonada y sin fuerza, hacia el éxtasis de casi un desmayo, hacia un sentirse morir en el momento de un temblor en la piel y en el cuerpo entero que la dejó extenuada sobre la cama. Era una mujer.

FRINÉ

          Friné, pequeño y desafiante personaje, irrespetuoso sin igual, conocido por todos como "Gato Amarillo", fue en el pueblo el más destacado y rebelde ateo profesional y discursante que igual a un verdadero gato podía desaparecer cuando avanzaba la madrugada para enroscarse y dormir toda la mañana, recuperando fuerzas para deambular al día siguiente por un día más, y sin duda lo hacía, era cojo. Y lo era en extremo: le faltaba una pierna. Pero caminaba, rítmico y sin cansarse. Y fue uno de esos hombres trascendentales y vagos y más que enterados que no faltan y siempre sobresalen por sus extravagancias y frases oportunas en las ciudades y los pueblos pequeños. Y el nuestro lo era.

           Y para redondear la personalidad de este hombrecillo locuaz de andar alternado, pero suficientemente seguro, resulta imprescindible sumarle los frecuentes escándalos que protagonizaba a grandes voces en cualquier esquina o dondequiera que hubiese tragos y gente conocida reunida en una tertulia casual o acostumbrada. Y todos lo podían imaginar, y lo hacían, lo mismo en los burdeles como en las bodegas y bares desparramados por las distintas calles que podía recorrer, tanto en el propio pueblo como en los poblados vecinos. Era un hombre de grupos y de audiencia, necesitaba a la gente para exteriorizar la exuberancia de su elocuencia y el desenfado de su vida entera. Destacaba como una persona realmente especial, de otra moral y de otro mundo, no apta para relamidos, siempre presente y poco aceptado por la endeble moralidad que lo rodeaba y enjuiciaba. Se movía y criticaba y blasfemaba a placer entre una sociedad supuestamente muy católica, y muy cristiana, y muy respetable, y muy digna y muy inmaculada. O al menos dentro de una enclenque sociedad que mojigatamente se creía todas esas condiciones para lucir muy decorosa y muy limpia y que en realidad cojeaba tanto como él. Porque ser ateo confeso, y marihuanero, y renegado, y bebedor contumaz y sin oficio en aquel ambiente cerrado, provinciano y de pocas luces, se consideraba de lo último, lo más bajo imaginable.

           Pero él los desafiaba a todos, no importándole para nada la opinión de sus detractores. En la primera ocasión les gritaba: "Que me traigan a ese Dios que a todas luces niega esa bondad tan cacareada por ustedes al ser iracundo, cazador de los errores y vicios naturales del ser humano y, peor aún, tremendamente vengativo. Si existiera, más bien sería un monstruo". Y añadía: "Y que no me lo cuenten: que delante de mí meta un elefante dentro de una caja de fósforos y entonces creeré en él". Y se reía. "Ya Parménides lo decía: la omnipotencia se niega en sí misma. Que ese Dios que lo puede todo haga algo tan grande, tan grande, que él mismo no lo pueda abarcar". Simplemente genial. Y se relamía de satisfacción, como un verdadero gato, por saber que pocos sabrían en el pueblo a quién hacía referencia y qué fue ciertamente lo que dijo. Y añadía: -"Son unos ignorantes. Los grandes griegos nunca entraron en las cabezas de este pobre pueblo. Los chismes de Onassis y sus putas y amantes sí". Y gritaba: ¡Onassis es el único griego que conocen!". Y aún agregaba: "Ustedes no son más que unos hipócritas con caretas de piadosos". Y seguía andando. Y tenía razón. Y continuaba riéndose. Y seguía teniendo razón. A nadie se le ocurría contestarle con un enfrentamiento. No sabían cómo y ni remotamente contaban con el valor ni los argumentos para hacerlo. Hasta el cura lo rehuía. Tenían que dejarlo ir. Friné era intocable.

          Y lo de llamarle por el mote de Gato Amarillo le caía perfecto: no podía tener mejor nombrete. De contextura mediana, ágil a pesar de su impedimento, y rubio a más no poder, con cabeza y cabellos leoninos, tenía una mirada inquieta y muy vivaz de ojos verdosos y claros, casi imperceptibles entre las cejas y las pestañas pobladas de aquel amarillo intenso y único que se sobraba como argumento de su sobrenombre. Y era aseado como nadie, igual a un gato fino y meticuloso, un angora de la pulcritud, como lo máximo que se pueda ser. Hasta los dientes eran limpiamente amarillos de tanto fumar. Y era fácil vérselos, porque mucho y abiertamente que se reía. Sobre todo de sus tantas ocurrencias y respuestas insólitas y de las inolvidables comparaciones coloquiales donde mezclaba y relacionaba a los distintos personajes que andaban por el pueblo con sus certeros apodos. Era un mago del juego de palabras que parecía poseer un estupendo sombrero de copa interno, de donde sacaba las frases más certeras imaginables. Las sabía todas, o las inventaba al momento, con precisión de relojero.

          Friné Rodríguez era su verdadero nombre. Pero de la original  y según la tradición bellísima cortesana griega que retrata la Historia, de la que supuestamente entresacaron ese primer nombre tan exótico, no tenía ni el mínimo asomo, porque era borracho y adecuadamente feo, y putañero y vividor como pocos. Admirado, aborrecido y temido por medio pueblo estaba dotado de gran inteligencia y una extraordinaria facilidad de palabra, de mente rápida y certera, como un lince, y de voz poderosa y clara. Y unida a esas características, poseía una memoria infalible e implacable. De un vivir por momentos jocoso, con muy buen sentido del humor y el buen trato, era capaz de encomiar y reconocer hasta el extremo las bondades y aptitudes de quien según él lo mereciese. En esto era un caballero. Y es que vivía únicamente por sus leyes. Y sus leyes, extrañas a todos, tenían una medida fuera de lo común, con una alborotada y personal justicia que se regía según su único criterio. Su vivir y creer eran los más independientes imaginables. No tenía que ver con autoridades ni con nadie. Ni en el Cielo ni en la Tierra.

          Pero este mismo hombre, en pocos segundos, también podía acercarse a los límites del arrebato más furioso y convertirse en un látigo de ímpetu volcánico que no conocía la paz y el freno cuando se disparaba y entraba en erupción. Entonces decía sin temor alguno las más horribles barbaridades de cualquiera que él estimase que lo había ofendido, tanto a su persona, como a su defecto físico, como a su inteligencia o a su particular dignidad. Y no reconocía jerarquías, se las gritaba desde el Presidente de la República hacia abajo, pasando por las Fuerzas Armadas con todos sus abundantes generales, llegando a los ricachones del pueblo y hasta al más infeliz de los mortales, siempre que de verdad creyese que lo habían ofendido y la temeridad y el insulto que él dijese fuesen ciertos también. Y cuando decimos cualquier cosa y cualquier atrocidad, hasta lo más denigrante, nos referimos a que después de desenmascarar al rival de turno con las indignidades que le conociese, o sin ellas, insultaba de paso a la puta madre que lo parió y a la familia entera.  Y entonces enumeraba dónde y cuándo robó la persona de turno, o mintió, o traicionó, o asesinó y con quien y dónde pegaba cuernos su adorado padre o su divina mamacita. Llegado a ese punto era un torrente irrefrenable. Todo esto a la luz pública, a henchido pulmón, en presencia de quienes estuviesen, y de toda la población si fuese necesario, con fechas y lugares y con nombres y apellidos de cada personaje nombrado y cada motel visitado. Tenía un arma secreta y más que temida, increíble e imposible de superar: conocía la vida y milagros de todos en el pueblo y la de los más encumbrados personajes de la Isla entera.

          Pero, igualmente, insólito como casi todo en él, corriendo paralelo a esos desafueros, por encima de su lengua impecable y temida, y de la admiración que se le tenía por otras mil razones, se sabía que era en su inviolada soledad hogareña un hombre extremado en lo apacible. Por muchos años se dijo que tan sólo su madre conocía el interior de su habitación. Y ella no contaba nada de esa intimidad tan bien guardada. Ella tan sólo lo adoraba. La gente calculaba que vivía entre cientos de libros obsequiados o adquiridos de cualquier manera entre un silencio sepulcral en que reinaban los más variados autores. Se desplazaba entre clásicos y modernos con la más precisa facilidad. Amaba y respetaba a sus padres y era un lector absoluto que conocía la Historia Universal como pocos, que se sabía cientos de poemas y todos los tangos y canciones de su vida bohemia. Igualmente podía hablar durante horas de teatro y de dramaturgos de cualquier nacionalidad, y de Filosofía, y de Política, y conocía de Ópera y música clásica, y podía repetir sinfonías y melodías completas sin perder el tono, y podía recitar de memoria las novelas de Vargas Vila y todos los discursos memorables de Martí. En realidad, era un portento. Y encima de eso, como actividad preferida y diaria, se podía beber todos los tragos de ron y cerveza y coñac de este mundo de un bar a otro mientras se fumaba todos los pitos de mariguana del mundo entero también. En cada línea de vida iba a los extremos, era un exceso de vivir y conocer, sin evitar y sin importarle los huecos del camino ni los muros que se encontrasen enfrente de su lastimoso cojear y filosofar.

          Y por sus vicios, sus excesivos vicios, aun siendo un hombre genial, y a pesar del asombro que originaba esa sobrada inteligencia, era considerado un crápula que la "sociedad" de aquel maldito pueblo tenía que poner a un lado. Existía en la localidad un Club Social al que con el tiempo dejó de pretender ni quiso entrar, estaba vetado, pero más vetado estaba el Club por él cuando en plena calle les insultaba: "Sí, soy un crápula" gritaba en su venganza de palabras frente a todos, y también en las reuniones de café cuando estaba agitado, sabiendo que nadie se le enfrentaría, "y la gran mayoría de ustedes son unos microbios ignorantes que transitan esta vida sin llegar a tener jamás importancia alguna", añadía, siempre riéndose con burla. Esta actitud lo definía más que cualquier otra cosa.

          Era sabido que las mujeres ni lo miraban, le tenían pánico, igual que muchos otros. Pero él amaba a las putas, a todas ellas. Y de cada una de ellas era consentido y siempre un gran amigo. Y lo preferían. Pero tanto unos como otros, todos los que lo conocían y hasta los que lo odiaban, comentaban con admiración acerca de su gigantesca capacidad. Igual era notorio y siempre comentado y recordado, aún muchos años más tarde, que con la mayor naturalidad del mundo, después de celebrado cualquier mitin político en el pueblo, con algún renombrado orador colectando votos para seguir robando con su Partido en el gobierno, solía repetir palabra por palabra los discursos de esos personajes que llegaban haciendo mucho ruido, en el mismo tono en que se habían dicho, pero agregándole comentarios y burlas de lo que se había ocultado y que sólo él en el pueblo conocía. Era el Mozart prodigioso de las peroratas y las palabras pues podía repetir de oído y a la "primera audición" cualquier sermón o monserga que escuchase. Más de una vez, en medio de uno de esos discursos tan decadentes y demagógicos, se escuchaba su estentórea voz gritando entre la multitud: "-Mentiroso, ¡Ladrón! ¡Tú te robaste medio Ministerio! ¡Bandido!" No le temía a nada. Y la reunión podía terminar con un escándalo tremendo, y con Friné como de costumbre, borracho, riéndose a más no poder en uno cualquiera de los bancos del parque o de la gentil alameda donde se celebraban esos mítines. Estaba enterado de los innumerables chanchullos y del diario acontecer, tanto pueblerino como nacional, a todos los niveles. Pasaba horas, con la mayor concentración, leyendo hasta el más voluminoso periódico que cayese en sus manos. Lo leía y recordaba todo. Y tenía el don de la absoluta perspicacia. Nada olvidaba.

          Y tenía también una pata de palo hasta medio muslo. Nadie en el pueblo decía "una prótesis", o "una pierna postiza de madera". No señor, una pata de palo. Y él mismo lo decía: "Sí, yo soy Friné, el de la pata de palo, el gato amarillo, que tiene los cojones más grandes que el caballo de Maceo". Y era verdad. Y resultaba raro el día que no salía y bajaba de su casa con un libro en la mano con que no se apoyaba en el sostén de la propia pata para poder andar. Lo cargaba encima, todo el día, siempre y cuando no estuviese absolutamente borracho o drogado, porque entonces dejaba el libro en cualquier parte donde siguiese su consumo y se apoyaba en la pata con las dos manos, hasta caerse. Después, el libro siempre aparecía. "Es un libro de Friné", decían, y lo entregaban en alguno de sus paraderos habituales. En cada caída parecía practicar un largo suicidio por una vía donde ni él ni nada tuviese importancia.          

          Había perdido la pierna casi de cuajo siendo muy jovencito, en las ruedas de la cañera –tren de carga que transporta la caña para la molienda de algún Central azucarero- cuando halando una caña cayó y fue arrastrado y mutilado entre las ruedas del vagón, a una cuadra de la Carretera Central que corría paralela a las vías del tren y que partía al pueblo en dos mitades. En la sección más ancha de esa carretera, a lo largo de una cuadra, se lucía la concurrida Alameda, con una acera muy ancha también, donde quizá hubo alguna vez unos álamos que por generaciones nadie conoció y donde práctivamente transcurrió casi toda su vida. Esta Alameda fue por años el corazón siempre latente y centro de reunión de la población. Y Friné era su Rey. Tendría unos diez o doce años cuando el tren lo dejó lisiado para siempre. A partir de ahí, fue mantenido por sus padres y por las decenas de amigos y conocidos que tenía en todos los bares y antros de sus recorridos por los diferentes pueblos, entre los treinta kilómetros que separaban al nuestro de La Habana, donde también era célebre. Entre otras cosas era un "picador". Y no se ocultaba para decirlo. "Yo soy Friné, y como Wagner, vivo y bebo, y fumo, y me emborracho y muchas veces hasta me alimento de mis amigos" .

           En cierta ocasión, citado a juicio por uno de sus muchos escándalos, protagonizados fundamentalmente entre prostitutas en esos bares y burdeles que visitaba, simplemente no se presentó al Juzgado. "No pude ir, -dijo. Estaba borracho y me quedé dormido con dos putas". Ése fue su mensaje. Cuando fue reclamado y presentado en el Tribunal por la Policía, le mostró al Juez, que lo conocía perfectamente y que nunca sintió deseos ni intención de sentenciarlo, como excusa de su no comparecencia al juicio anterior, un Certificado, no de Médico sino de Carpintero, que él mismo había dictado y que un negro del pueblo, viejo y amigo de él, y casi analfabeto, ciertamente carpintero de oficio, había escrito con mil trabajos y con letra prácticamente ininteligible: "al señor frine se le esta arreglando la pata de palo y no puede ir al tribunal. lo digo yo: Borroto, el carpintero". La fecha, y a duras penas, una firma. La palabra del negro Borroto era tan respetada y firme como la del Juez. Friné, seguramente riéndose, sabiendo que el Magistrado se daría cuenta de su travesura, no rectificó el acento de está ni la mayúscula del nombre. El Juez, conociéndolo, también se sonrió y no tardó en emitir el fallo: Absuelto. Nunca se supo si se sentó Jurisprudencia o si fue un caso único en toda la Isla. Sin lugar a dudas que éramos un país de plenas libertades para la broma, la alegría y el relajo.

           Cuando triunfó la Revolución, y casi toda la población se sumó a ella como una sola fuerza, Friné pasó a una posición escrutadora de cada uno de los hechos y los personajes que la protagonizaron, y de todos los que fueron poco a poco involucrándose y zambulléndose y colándose en la gigantesca corriente que arrasaría con todo. Él no estaba hecho por su naturaleza para estar de acuerdo con nada. Ni con la democracia de Prío a quien en sus tiempos tildaba cada día de ladrón, ni con la dictatura de Batista, a quien llamaba asesino públicamente, ni con la nueva dictadura de Fidel, a quien era demasiado temprano para llamarlo de alguna manera. Mantuvo su distancia. Lo de él era ver, escuchar, medir y esperar.

           Cuando enjuiciaron y fusilaron a los primeros altos militares del Ejército de Batista, acusados de horribles torturas y crímenes, se mantuvo al día y estuvo de acuerdo con las decisiones que se tomaron. "Eran unos cabrones", decía. "Si es verdad que hicieron todo eso: bien hecho y más se merecían". De los pocos que pudieron escapar no argumentaba mucho, ya no le interesaban. Pero usó sus nombres, tanto de los fusilados o condenados a prisión como de los que huyeron. Los usó como motes peyorativos contra los pocos que queriendo lucirse, creyéndose apoyados por la Revolución, se atrevían a enfrentarse tímidamente con él. "Tú no eres más que un Ventura, o un Carratalá, o un Sosa Blanco", les decía, para ofenderlos, sin llegar a mayores. Pero ya no hablaba desde su acostumbrada tribuna a un lado de la Carretera Central como lo había hecho en el pasado contra los desmanes de la dictadura batistiana a la que miles de veces acusó  y nunca temió. Para él ya eso había terminado y también pasó la página. Ahora, sumergido en la atmósfera avasallante de la Revolución, seguía emborrachándose y fumando marihuana como antes, pero no insultaba a los que lo dejaban tranquilo, aunque fuesen lo que fuesen.

          Hasta que no pudiendo aguantarse empezó a desenmascarar a los que habían chupado de la dictadura y que con los nuevos tiempos se sumaban y galardonaban descaradamente como seguidores y hasta delatores al servicio del nuevo régimen. Y entonces querían aparecer y aparentar ser más revolucionarios que nadie. Y eran admitidos, cualquiera era admitido, como perdonados adalides de la Revolución. Hacían más daño que los verdaderamente creyentes en ella. Les decía, por sus nombres, que eran unos perros, que eran unos cobardes, unos vendidos, unos arrastrados. Y les gritaba que a él no le importaba que fueran batistianos, o fidelistas, o lo que quisiesen ser, lo que no aguantaba era que "no tuviesen cojones" para ser lo que fuesen sin venderles sus almas al diablo. "Yo, que soy un borracho -decía- y un mariguanero, un crápula, como dicen, que nunca he pertenecido a un Partido político, ni fui batistiano, ni revolucionario, ni un carajo, sigo siendo en este pueblo la voz y conciencia de la Verdad desde la Cátedra de mi ágora, en la Alameda. Yo sí tengo los cojones bien puestos para decirla y para gritarles a todos ustedes que son unos maricones". Por supuesto que sólo unos pocos sabían lo que era un ágora. Hasta a la palabra le temían pensando que sería una grosería o un juego de palabras más de Friné, sobre la que era mejor ni preguntar. Los nombrados se alejaban como si no lo hubiesen escuchado y de ahí en adelante lo evitaban a como diera lugar. Pero entonces, con otros aires en la atmósfera política, lo odiaron más que nunca alimentando deseos de venganza que no tardarían en llevar a término.

           Pero poco más de un año después del ascenso al Poder de aquella vorágine, en 1960, ya abiertamente comenzó a arremeter contra la Revolución y su tinte comunista. Y no había dios, ni fuerza, ni amenazas que lo detuviera para hacerlo callar. Fundó lo que él llamaba "Radio C.O.J.O, la primera emisora contrarrevolucionaria y libre de Cuba", como se autoproclamaba, y añadía: "transmitiendo desde el territorio libre de la Alameda", añadía. Y que no era otra cosa que él mismo subido en uno de los bancos de la histórica Alameda dando sus discursos a todo pulmón. Y a todo alcohol y marihuana sin miedo alguno. Y demostrando que sabía más de marxismo-leninismo, y de la historia y de los personajes de todos los países del bloque soviético, que la inmensa mayoría de los verdaderos comunistas y no comunistas de la Isla entera. Para él, hablar del Manifiesto Comunista, de El Capital, o de Marx, Engels, Lenin, Stalin, Trotsky, Beria, Krushchev y los que estuviesen en esa fila, era como decir de memoria uno de los poemas que tanto conocía. Para casi todos los que le escuchaban era lo mismo que si hablara en griego de algo demasiado complicado y de una Unión Soviética que no sabían qué era ni dónde quedaba. Para él era como leer un libro para niños, "esto es pan comido y más que digerido", decía, "los conozco a todos". Y agregaba: "A mí no me van a engañar. Aquí lo que viene es cárcel, paredón y necesidad". Los más entremetidos y atrevidos decían que no lo arrestaban ni se metían con él porque uno de los Comandantes históricos de la Revolución lo protegía desde las sombras del poder. Y decían también de ellos dos que habían sido amigos de antes y compañeros en la "fumadera" y la putería, cuando compartían sus tiempos en el bar y en el bayú.

          Como fuese, después de varios tragos, noche tras noche ponía a funcionar su estación de radio a puro pulmón, subido en el banco de cemento y granito, con su voz poderosa, diciendo cuanta barbaridad se le ocurría contra la Revolución, y contra Fidel, y contra "la traición" y contra quien fuese. Y así continuaba, hasta donde llegaba su resistencia antes de prácticamente desvanecerse. Cambiando el ritmo, entonces la mayoría de las madrugadas quedaba tirado en el suelo donde amanecía a la vista de todo el que pasaba, para en la mañana irse a su casa subiendo la dolida calle con su cojera a lo largo de seis interminables cuadras.

          Cuando su Comandante-amigo cayó en desgracia y fue enjuiciado y sentenciado sumariamente por supuesta sedición, y luego fusilado, se supo que ya él igualmente estaba perdido. Y él también lo sabía. Lo sabía mejor que nadie. Pero no se detuvo, y entonces, herido a su vez como nunca antes, y comportándose como el gato acorralado que siempre vivió dentro de sí, afiló aquella lengua que en realidad eran sus garras y fue más virulento que de costumbre. Y acusó de traidores y de viles a los ejecutores de su amigo. Los hizo públicos por sus grados, nombres y apellidos. Y siguió transmitiendo, noche a noche, cada vez con más fiereza, con más denuedo, incansable.

          Una semana después de la desgracia del comandante amigo fusilado, Friné amaneció muerto, tirado en la calle, muy cerca de su casa, sucio como nunca y tan rubio como siempre, con la pierna de carne y hueso abrazada a la de palo, como sosteniéndose a última instancia del aire y del vacío, en una posición grotesca y enredada. Dijeron que había sido un infarto. Sí, eso dijeron. Esta vez la gente del pueblo fue testigo de algo nunca imaginado y que parecía imposible de llegar a vivir: Friné calló para siempre.  De todo aquel saber, y de toda aquella oratoria alcohólica desbordada de desinteresada valentía, tan sólo quedó un triste y débil gato amarillo, cabezón y mudo, leonino, muerto sobre el pavimento. El mundo del pueblo, callado y aturdido, con sus decenas de miles de pobladores, pasó a ser algo completamente distinto: quedó a su vez y para siempre cojeando sin aquel hijo único y absolutamente genial que a la fuerza los abandonaba en el silencio de la cobardía generalizada.

 

 

Autor:

Luis B Martínez

Partes: 1, 2
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