Siempre que Almírcar Senestrón iba caminando por la acera y se aproximaba a la bocacalle para doblar o atravesar una esquina, lo asaltaba el presentimiento de que un enorme camión de volteo, que en su imaginación lo acechaba escondido y rondando por el pueblo sin sus ruidos conocidos para no delatarse, como un espía tenebroso, aparecería de pronto a toda velocidad y lo golpearía, lanzándolo en volteretas por el aire como un pelele descocido, hasta dejarlo unánimemente lastimado en medio de la calle para luego desaparecer doblando la siguiente esquina. La nube de polvo levantada por sus anchas ruedas quedaba volando tras su paso.
Y cuatro veces al mes, afincado en los intervalos de aparición que él conocía con la certeza de lo buen durmiente que era, y anunciado por sus premoniciones, lo soñaba bajo idénticas circunstancias. Lo soñaba en cuatro tiempos de uno por semana con puntualidad. Le llegaban esos momentos de angustia con cada detalle ya imaginado, con la presencia de los ruidos y magnitudes del camión y sintiendo el dolor del golpetazo que después lo haría cojear por todo el día. Podía ver con claridad los colores de las fachadas de las casas frente a las que luego del golpe su cuerpo iba a parar en largo vuelo. Eran las casas más que conocidas que se recostaban unas a otras en paredes compartidas a lo largo de las aceras, sin portales, con techos de tejas, con un único bombillo en cada frente y con sus números grandes dibujados a mano con pintura negra en el orden que establecían las benditas esquinas y que él podía contar desde que con mucho trabajo aprendió a leerlos.
Pero sus sueños eran tan vívidos que ni por un segundo dudaba que no fueran realidad. Podía recordar, como volviéndolo a soñar, en cuál esquina había sido el topetazo y las secuencias y velocidades del mismo. "Anoche fue en la esquina de Manuelita", decía, "y el camión apareció por la derecha"; o "el camión me desarmó frente a la casa de Miguel, en la esquina del 38"; o "en la esquina de los Machado, frente al Matadero; o en toda la puerta de la casa de Ramona, la terciopelo del 105. Y se vino por la izquierda".
Y así, en su tiempo, soñaba el accidente, una y otra vez, recorriendo el pueblo de esquina en esquina en cada sueño. Y soñaba esas imágenes, o no soñaba nada. Su cantera de sueños no existía fuera de los camiones. Y así, el tremendo armatoste, de grandes gomas gemelas en el eje trasero, y guardafangos y defensas de sólidos metales pintados de rojo, imponente, estando él dormido o despierto era su principal enemigo.
Y esas imágenes soñadas como realidades llegaron a ser por años de cierta manera también decepcionantes, y no por las consecuencias de la angustia del acoso y el golpe y las consabidas cojeras, que no eran graves, sino porque desde jovencito siempre quiso poseer un caballo, preferiblemente blanco, y la presencia tenaz de los camiones en sus sueños lo imposibilitaba. No quedaba espacio para caballos. Y él quería un caballo como el que había visto cuando niño en aquella película del Oeste, aquel día que llovía muchísimo y el cine estaba lleno a más no poder y a él le caía una gotera justo sobre la cabeza, que terminó mojándole por completo. Y así llegó a la casa, empapado y sin poder olvidar al caballo mientras intentaba dormirse enseguida. Pero ese sueño del caballo que casi se salía de la pantalla, por más que lo intentó anticipar una y otra vez al acostarse, nunca lo tuvo. Siempre eran los camiones.
Y cuando en su confusa vigilia veía presentarse algún camión como el de sus sueños estacionado o transitando en alguna de las calles, resoplando como un monstruo, con su careta ancha y alta, con sus frenos de compresión de aire a todo dar cada vez que monstruosamente se detenía, se quedaba varado contra las paredes, adherido a ellas, petrificado, y no movía ni los ojos. Pero se le aceleraba el corazón y el pánico como si fuese un pajarillo sin refugio a merced de los vientos de una tempestad vecina. Los del pueblo, en secreta lástima, lo llamaban "ojo avizor", pues en todas las esquinas estiraba el cuello asomando la cabeza y echando un vistazo en ambos sentidos para asegurarse de que el camión enemigo no venía por él.
Lo máximo que realmente le llegó a ocurrir en uno de esos cruces fue que en cierta ocasión, después de asomarse buscando el camión en la altura de la visión, un chiquillo que venía en patines a un nivel más bajo lo golpeó en un costado, tirándolo de culo contra el suelo. De ese percance salió ileso y contento y sin dolor alguno. Y siguió su camino muerto de risa. Y nunca tuvo recriminaciones ni odio contra los patines. Al contrario, quedó muy alegre porque ese accidente, según su inventiva, era un aviso de que lo del camión se retrasaría por un tiempo. También llegó a ocurrírsele que a lo mejor el camión sería sustituido por los patines. Pero no fue así.
Y se fue acostumbrando a esos sueños en que las calles, extrañamente, durante el chispazo del percance estaban siempre desiertas y en los que el camión certero, sin sentido alguno, jamás se presentaba con chofer y él podía ver en el último instante del choque ese puesto vacío tras el parabrisas partido en dos que parecía ser un par de lentes oscuros. El camión se comportaba autónomo y su presencia y aceleración aparentemente respondían a una cuestión meramente personal. Ningún otro en el pueblo era atacado.
Y, quizás por la costumbre de la intercalada repetición, estos sueños nunca se convirtieron en pesadillas totales porque al final siempre salía golpeado y cojeando, pero nunca moría. Y despierto se contentaba ya que alcanzaba a pensar que de cojera a muerte el trecho era muy largo y no tenía derecho a estarse quejando. Y a pesar del mal rato y las vicisitudes posteriores al arrollamiento, aun conociendo los turnos precisos de los sueños, en ningún momento se sentía temeroso o intentaba no quedarse dormido. Al contrario, iba feliz a su cuarto, se acostaba según su costumbre y se dormía a su hora, muy tranquilo y de seguidas, no más al echarse en la cama. Pero eso sí, odiaba a los camiones.
Cada vez que el encontronazo con el camión se producía en la noche de turno, se despertaba a la mañana siguiente con el cuerpo adolorido y una pierna casi inútil. Salía de la cama cojeando, exactamente como en el sueño, sin llegar a desmadrar contra la vida y sin tan siquiera molestarse. Todo había sido normal, pensaba. Y lo aceptaba, masajeándose la pierna y hasta riéndose de sus dolores y cojeras. Caprichosamente, tras una noche de sueño cojeaba de la pierna derecha, y tras otro de la izquierda, como si el camión supiese lo que hacía en cada embate y se burlase de él.
Y así salía cojeando de la casa a la mañana siguiente, para pasar el día entero en sus acostumbradas caminatas y tandas de ladeos alternados de cada semana por las calles del pueblo. Y ese día del sueño no iba a trabajar con su canasta vendiendo lo que vendía casa por casa, anunciándolo a voces, y se dedicaba a contar en la barbería, y a quien lo quisiese escuchar en la calle o en el parque, o en el mercado, o en alguna casa, el terrible accidente que había sufrido la noche anterior. Y entonces andaba más bien alegre y reilón, muy despreocupado, puesto que en esa circunstancia, ya supuestamente estropeado por el camión, no tendría que cuidarse tanto en las bocacalles y cruzaba de una acera a la otra fácil y felicísimo, cojeando, pero no con la acostumbrada desconfianza de los demás días. Cruzaba casi convencido de que el camión no aparecería de nuevo hasta otra fecha. Y se reía cuando se acordaba del muchacho de los patines.
A su madre, Angustias Senestrón, que fumaba tabaco negro y tenía ojos como rayas brillantes en su cara oscura como telaraña de arrugas, y que sólo usaba batas anchas y multicolores con dibujos de flores y pájaros hasta casi barrer el piso con ellas, y que sí era coja de verdad porque había sido atropellada por un camión hacía muchos años en la esquina de la misma acera de su casa, estando en esos tiempos embarazada de Almírcar, cuando le preguntaban por esa cojera de pierna cambiada y a intervalos semanales de su hijo, contestaba una y cien veces con la mayor naturalidad: "nada, que anoche Almírcar estuvo soñando", y se reía. Respondía sin levantar la mirada y sin borrar la risa, como hablando con su aliento de tabaco y café con el espacio y con un recuerdo del pasado, sin detener el quehacer que la ocupaba en ese momento y sin prestar mayor atención ni saber quién preguntaba, igual que si fuese la primera vez y sin ni remotamente pensar en lo tonta de una misma pregunta de única respuesta. Almírcar soñaba, y según ella, reconocido desde siempre allá muy lejos en su mente, todos en el pueblo lo tendrían que saber sin tener que estar preguntando.
Y Almírcar, cuando salía de la casa, jamás pasaba por esa esquina histórica de su madre que quedaba a la derecha de su casa. Ni que lo mataran. No importando hacia qué lugar se encaminaba siempre que iba a la calle por la puerta principal doblaba a la izquierda, aunque estuviese lloviendo o cayendo piedras y macetas del cielo y tuviese que darle la vuelta entera a la manzana. "Es la esquina de Angustias Senestrón", decía la gente desde hacía más de treinta años en que ella había sido arrollada y en los que nada cambió en esa intersección. Allí estaba la vieja bodega pintada por siempre de verde botella, con dos ventanas en la fachada, la acera gastada y rota por los filos y el cují negro de la electricidad con sus gruesos clavos para ascender por él y con los cuatro cables volando sobre las calles y las casas, y uno corto y partido colgando hasta medio poste. Y al frente, la triste oficina de Correos bostezando de aburrimiento. Y en la pared de la casa de Correos la marca del narizazo que dio el camión que atropelló a doña Angustias después de saltarse la acera. Y así se quedó la pared. Y así se quedaría.
En el vértice de esa esquina, en todo el poste, estaba otro viejo, Robustiano Monteverde, que además de conocer a Angustias Senestrón desde que fueron niños y de atender la bodega donde vivía por millones de años, se dedicaba además a vender pichones de pajaritos, que era lo que más le gustaba. Los mantenía en la parte trasera de la bodega, donde guardaba sus propias jaulas y algunos nidos que iba encontrando en sus andares por la ciénaga vecina, a orillas del mar, y cuyos huevos otros pájaros empecinados empollaban y criaban. En esa trastienda, donde en una habitación se recostaban y enmudecían un baño y una cama, la penumbra sólo olía al encierro de sacos y viandas de bodega de pueblo, a mierda de pájaro, a arenque ahumado y a pencas de bacalao salado. Y este Robustiano era casi tan viejo como Angustias. Y pudo verla cuando ella salía por la parte de atrás de la bodega, después de visitarle, para dirigirse a la esquina de la calle el día en que un momento después la atropellara el maldito camión. Él fue quien la recogió y la cuidó. Y fue él quien más o menos le acomodó el cuerpo por encimita, como le había enseñado su padre, estirando aquí y allá, tanteando y doliéndose con ella, hasta poner los huesos y tendones en su sitio, masajeando con manteca caliente de culebra.
Este Robustiano tenía un loro muy famoso en el pueblo, Paco, que nunca dormía y que sabía y chismeaba de lo que sucedía a diario entre la gente sin apenas salir de la jaula. Además de su comadreo era quien más contribuía con su propia porquería chisporroteada y su reguero de comida al ambiente trasero de la bodega. Cuando alguien hablaba del ignorado padre de Almírcar, el loro se carcajeaba con malicia, y disimuladamente nombraba a Robustiano, mirando hacia otro lado con sus ojos inquietos. "Monteverde, Monteverde", decía en diferentes tonos. Y éste lo mandaba a callar y lo insultaba con regaños, amenazándolo con pegarle veinte leñazos con un palo de escoba. Y entonces Paco se ponía a cantar, o a silbar, o a hablar con una jerigonza ininteligible, haciéndose el desentendido, disimulando, mientras se aferraba al balancín.
Y Almírcar, que los visitaba por la puerta trasera para no tener que llegar a la maldita esquina donde estaba la entrada principal de la bodega, pues sus patios colindaban hasta ser sólo uno, y que era amigo de ambos, cuando los encontraba peleando gozaba y se reía, sin entender nada. Y riéndose apoyaba y defendía en la trifulca al enloquecido Paco, al que siempre le llevaba semillas de girasol y con el que mucho conversaba dándose a sí mismo las más tontas respuestas. Y él era el único a quien Robustiano Monteverde le permitía que diera un rodeo por los patios, y a veces por la calle, con el loro apoyado en uno de sus dedos o en un hombro. Y en las ocasiones en que el pajarraco veía llegar a Almircar desde su casa, cojeando, al instante decía: "Anoche Almírcar soñó. Anoche Almírcar soñó", y se paraba en una sola pata mientras oscilaba el cuerpo entero a ritmo exacto de cojera de derecha a izquierda y viceversa. Posiblemente podía volar cojeando también, pero nunca lo pudo demostrar porque Robustiano le cortaba algunas plumas fundamentales de las alas y siempre lo amenazaba con que de paso le iba a cortar la lengua por hablantín. Y además, que si lo jodía mucho, también le cortaría de cuajo hasta el pescuezo después de arrancarle todas las plumas sin misericordia.
No fue necesario. El loro murió sin enfermarse el mismo día en que Almírcar se fue de este mundo, sin estar tampoco enfermo, simplemente muriéndose, sin despertarse, sin poder saberse de qué causas había fallecido. Robustiano Monteverde no se lo permitió al médico de turno de esa semana que quiso averiguarlo y en esa decisión se mantuvo con firmeza, intransigente, inclusive hasta cuando acudió el único policía del pueblo con la intención de levantar un acta inútil. Pero sin remedio los dos amanecieron tiesos como varas de tendedera: Almírcar en su cama y Paco patas arriba y los ojos cerrados en el piso de la jaula.
Cuando prepararon y muchos creyeron que simulaban un velorio para Almírcar, que muy derechito estaba en el ataúd con una camisa negra abotonada hasta el cuello, con el loro en una cajita a su lado, muy estiradito también, para matar dos pájaros de un tiro, eran pocos los que lloraban porque la mayoría entendía que ambos estaban durmiendo. Doña Angustias Senestrón detenía en la puerta a los que venían llegando y les decía en voz muy baja y entrecortada, empinándose al oído y quitándose por ese momento el cacho de tabaco de la boca: "No hagan mucho ruido que Almírcar está durmiendo junto al loro de Robustiano que hoy se murió de verdad. Y vayan a verlo y hablen con el bueno de Robustiano porque se recogió demasiado triste y no para de llorar junto a las cajas y yo lo quiero mucho".
Y al acompañarlos a la sala tomándolos de los antebrazos, con paso lento al andar entre las sillas, bamboleándose también como otro loro, alternando el paso en su cojera vieja, con Robustiano de chaqueta oscura sentado al final del pasillo abierto, añadía, después de otra chupada y de exhalar otra bocanada de café y masticado tabaco: "De seguro que Almírcar soñó anoche que el camión lo mató y ahora en vez de cojear cree que está muerto de verdad. ¡Es un loco! Tan bello mi hijo". Y se reía con gozo tosiendo en cortos ahogos.
Y mientras se sentaba junto a Robustiano, sujetándose en los demás y apoyándose en un brazo de éste, bajando de a poco, inestable y quejándose del esfuerzo que hacía, sin soltar el tabaco, dijo mirando hacia el muerto: "Ay, pobrecito mi Almírcar, siempre ha querido tener un caballo. Ojalá lo sueñe hoy". Y aún añadía, ya sentada, levantando la cabeza y escudriñando a su alrededor, quizás justificándose y dando explicaciones por el trastorno del velorio: "Seguramente Almírcar soñó anoche que el camión lo mató en alguna esquina y ahora en vez de cojear cree que está muerto. Y ya ven, ahí se quedó. Ni se mueve. ¡Tan lindo y elegante que está!"
Un día decidió convertirse en arena de reloj. Y a partir de ahí todas las rocas, piedras y piedrecillas que veía a un lado y otro, no convertidas en arenilla, lo enojaban. Y no fue ni por asomo un capricho sin fundamento, ni una idea peregrina sujeta a un loco impulso que surgió al acaso en su interior. No, fue la definitiva consecuencia y el punto final a que lo llevó el último de sus angustiosos recorridos cuando era levantado por una corriente que lo llevaba por el aire, manoteando sin defensa y sin asidero alguno, como los granos de arena que vuelan a merced del viento, hasta arrojarlo contra un muro distante donde estaba su rostro grabado miles de veces como resultado de los choques y el dolor de tantos semejantes vuelos y tantos golpes anteriores. En la base de la enorme pared estaban los residuos de su vida entera, sus sueños, sus inquietudes y sus logros y fracasos, y los veía hechos minucias, desparramados por el suelo con la mayor claridad imaginable. Allí se reflejaba su roto destino, materializado en la piedra erosionada, donde se esculpió dolorosamente con sus propios choques y con sus huesos. Aquella mortandad de abandonos y despojos que su conciencia ubicó, regados por todas partes, fue el aldabonazo final.
Y lo entendió en su imaginación como una señal inequívoca que pudiera reafirmar en su destino aquella sed de libertad que había echado raíces en su mente, en su emoción y en su espíritu. No podía ser destruido ni una vez más. Después de haber sido vida y lucha y espanto, y de ver tantas ruinas y miserias al estar asentado a un lado del camino por donde los insensatos transitaban con sus innumerables locuras, en cualquier dirección que mirase, y ya de regreso y avergonzado de casi todo por haber pertenecido y caminado junto a ellos en esa misma ceguera como un cómplice tonto, estaba más que convencido de que era verdad que después de haber sido sometido a tantos golpes, quería ser insignificante y olvidada arena de reloj y así apartarse de ese trajinar embrutecedor y dañino que sólo conducía a la destrucción de cuanto conocía, incluido él mismo.
Y contrario a lo que se pueda creer, sujeto a su propia posibilidad de peregrinar y hacer realidad un sueño, y a su más que demostrada capacidad de renuncia, no le resultó tan difícil conseguir la vía de otro destino donde convertirse en la anhelada arena de reloj. Y en un instante, pudiendo evadir la corriente del último viento altero que se presentó, entró en otra directriz, mucho más suave esta vez, que escapando de la fuerza central, alterando su dirección y doblando un recodo, lo dirigió simplemente a emprender otra travesía. Después comprendió que no era necesario conocer esa ruta de antemano ya que pudo decir que apareció y se desenmarañó sola a medida que se desarraigó y se liberó de los lazos y nudos del mundo. La ruta estaba marcada, simplemente se clarificó cuando la buscó con decisión y entereza.
De esa manera hizo conciencia y aprendió que si te han dado muchos y brutales ramalazos, y si has sabido aguantar, y si eres capaz de percibirlo y almacenarlo como una majestuosa experiencia, la vida te abre esa nueva senda y te guía sin tropiezos ante el reloj entero de la paz que has soñado y hasta la propia entrada de los receptáculos de vidrio. Y ahí fue a parar, al umbral donde se resguarda y corre y se acumula la arena sin conocer nunca más de los embates procelosos del viento y de los choques contra los muros y cualesquiera otros obstáculos. Y ahí quería estar él. Estar y permanecer, sin que nadie lo supiese, formando parte de las entrañas del tiempo apacible, entre la corriente y el aglomerado de mínimas piedrecillas, viajando casi en el silencio total y rítmico dentro del reloj de arena.
Y esa transformación le fue sencilla. Aunque existía un rigor previo e ineludible de maltratos y enojos, ya él contaba con una larga experiencia en el dolor requerido para establecerse. Primero tuvo que haber sido piedra acumulada en el fondo de un mortero gigantesco; después, haber sufrido los embates de un tremendo mazo dando golpes y más golpes; y rupturas, muchas rupturas; y luego quedar deshecho en saltos de pedazos cada vez más pequeños que saliesen disparados y chocasen con las paredes indestructibles y sólidas del mortero, quedando acopiados dentro del mismo. Y luego, mucho más que empequeñecido y casi llegando a ser pulverizado, muchos golpes más, y presiones, muchas presiones giratorias, aplastantes, hasta terminar siendo un puñado de granos de fina arena de reloj. Nada más simple. Bastaba con vivir. Y hacer conciencia. Y todo eso le era más que conocido. Estaba moldeado para ser arena de reloj.
Y en aquel sitio donde solía estar antes de ser arena, donde tomó las decisiones que lo aislarían para siempre, a un lado de la vereda, sentado en el suelo, de piedra bruta que fue, se cansó del hombre y de verlo pasar en desfiles y parafernalias de la mayor locura conocida, con sus bombas y cohetes, con sus bárbaras ideas de exterminio, con las centrales nucleares diseminando su veneno por todas partes y hasta llegando a adulterar los componentes más íntimos de la materia en una carrera ciega hacia la destrucción. Y a él, obstinado de tanta miseria y estupidez, que ya no quería luchar, y ni tan siquiera admitir ni aceptar ese mundo por más que lo llamasen y le predicaran de las bondades de todos los sistemas, pero que ni remotamente quería ser desmembrado en su conciencia, como si fuese un tonto manipulado a diestra y siniestra, no le quedaba otra salida que no fuese irse retirando de ese primer camino que nunca podría transitar de nuevo, para alejarse sin freno hasta llegar a ser irreconocible en la distancia y desde lejos apenas poder percibir ese mundo absurdo que abandonaba. Ahora podía verlos como irracionales y ciegos y petulantes.
Y de ese no pertenecer aislado y de silente protesta donde por suerte fue olvidado sin recibir molestias llamadas, porque al final, como era de esperar, fue considerado un triste loco que no se avenía a la reglas que de todas las maneras imaginables le querían imponer, pero sabiendo igualmente que también lo consideraban disminuido por inepto y por la distancia que imponía entre ellos, fue que emergió en su pensamiento la decisión de convertirse a como diera lugar en arena de reloj.
Más tarde, aferrado a la idea de esa extraordinaria metamorfosis, apartado de todo, quedó protegido en el espacio intocable que brinda el caer en la tierra del olvido, al ser como lo dicho, alguien que no tiene importancia alguna, una nada, una parte inapreciable que no requiere ser tomada en cuenta para otra cosa que no fuese un simple desprecio al quedar fuera del bojote de cientos de millones de partes utilizadas como ciegos avanzando cual ovejas hacia el abismo. Sobraba en todas partes. Y esa expulsión general del sin número de agrupaciones de todos los credos y estupideces mayoritarias le resultó maravillosa.
Y allí, en aquella aparente neblina de ostracismo liberador, cuando se convenció de que ya no podían volver a herirle porque no pertenecía a ningún grupo ni alimentaba como un tonto las llamaradas con las que solían engañar y quemar al mundo entero, quiso seguir sin siquiera asomarse, en su anonimato anodino, ocultándose cada vez más, y ya no participó ni se interesó en ninguna estúpida carrera. Ni derechas ni izquierdas, ni arriba ni abajo, ni Norte ni Sur. Tan sólo grano de arena. Ni siquiera se manifestó en sí mismo en lo exiguo que pudiese llegar a representar la opinión interna de un pobre tipo como él, que después de tantas idioteces cometidas ahora tan sólo quería ser un grano de arena fina para vivir en un tipo de reloj que pocos recordaban, sin ruidos de tic-tac, sin cuerdas, sin ruedecillas, sin complicación alguna. Grano sin importancia ni comprensión que en realidad casi siempre lo fue, lo único que de carne y hueso y dolor y de arrastre de arrepentimientos y culpas.
Y retirándose por lugares remotos, separándose de todos más y más, casi invisible por esa pequeñez que bajo cualquier mirada le infundía la enorme jornada recorrida que abría cada vez más distancias y adioses, tuvo todas las oportunidades de meditar como nunca antes sobre el tiempo, los engaños, las tontas y falsas responsabilidades, los esclavizantes relojes, las memorias y la arena. Echó por la borda los ismos y disparates que anteriormente lo habían idiotizado y subyugado y renunció a todo, a todo, menos a su libertad y derecho de proteger y mantener la posición que había elegido. Cuando lo consiguiese, estaba convencido que no podría ser removido de la arena para ser lanzado de nuevo al ruedo de las estulticias. Y buscó entonces con serenidad, pero con más fervor, cómo penetrar los soñados bulbos de vidrio de un buen reloj de largo disgregar.
Soñaba con cobijarse en él y ver el mundo a través de un cristal que parece cárcel y opresión pero que después reconoció como el silencio de la armonía de un digno reposo y un suave transitar. Se imaginaba que era el sitio ideal donde se engendraba la creación y se alcanzaba el sitial de aquello que se había deseado e imaginado antes de emprender el primer derrotero, dentro de las magias y realidades de una verdadera vida de serenidad y contemplación, desde el primer segundo del primer latido de la verdadera libertad.
Y aprendió que ese deslizar de arena en paz de infinitud es la gracia del tiempo simple que para un mismo reloj, con una misma arena, pasando de un lado al otro desde el instante de perder la horizontal, no conoce la alteración ni el salto como referencia de movimiento ni excepción del mismo tiempo. Aprendió que en un reloj de arena el concepto del ritmo entre la incesante cascada de piedrecillas será por siempre inmutable, sin importar los años ni los siglos que lo hayan cubierto externamente de polvo y de eternidades. Si se mantiene bien cuidado, de lo que también él se ocuparía con el mayor empeño, sin lugar a dudas se sabrá en todo momento lo que se puede esperar de un buen reloj de arena. Nunca se adelanta, nunca se atrasa y sólo a intervalos de caprichos o accidentes extraños pasa a descansar por diferentes períodos. Y ahí quería vivir, como aislado en una atalaya, intocable para otros, en paz, olvidado y eternamente dueño de su escogido destino.
Y sabía que estaba preparado para lograrlo. Porque había conocido y resistido lo necesario y requerido y de igual manera siempre fue paciente y nunca temeroso; porque no le impresionaba la altura de la nube ni la profundidad del abismo, cualesquiera que fuesen; porque no lo asustaban la velocidad del tiempo ni el deterioro que conllevan sus adioses; ni lo desesperaba la aridez del desierto, ni el mar proceloso; y porque disfrutaba de la luz, y se sentía a gusto también en la oscuridad; y porque a pesar de ser solitario podía penetrar y escurrirse como el agua entre la gente donde también era capaz de ser cauteloso y casi abstracto. Es más, amaba la soledad, y siempre supo que por lo que en sí mismo reconocía como cualidades extrañas pero afines a sus deseos tenía condiciones para ser la soñada arena.
Y seguramente por ello pudo pasar inadvertido ante los manipuladores cuando quiso aislarse, porque había renegado de sus pocas creencias y de ninguna de sus dudas, porque ya no daba opiniones y porque no quería ni tenía nada que defender o demostrar. No era dueño de algo que los ávidos desenfrenados y acaparadores y escarnecedores pudiesen desear y quitarle, o rechazarle, o enfrentarle. Se convirtió en una cosa, un objeto, un simple sujeto no identificado, una piedrecilla insignificante. Y por eso, siendo tan poca cosa, gratificándolo más de lo esperado, creyendo humillarlo, le dejaron puesto a un lado. Fácilmente se apartaron de él con burlas y risas, pero se apartaron, dejándole hacer, no intercediendo en su decisión, ignorándolo. Sin lucha alguna logró que pudieran abandonarle y apartarle por loco y por distante. Y eso era lo que quería. Y así ese rechazo fue todo un triunfo para él. La mitad del camino estaba andado. Pasó a ser más libre después de esa negación y ese distanciamiento que lo que jamás había creído ser en su antigua ensoñación. Y él lo sabía. Y estaba convencido de que ya tenía que existir un reloj de arena esperándolo en algún lugar.
Pero como en ese principio tan sólo anhelaba estar aislado para lograrlo, como el poeta de Isla Negra, como el lobo estepario de Hesse, como ese consciente lobo que se aleja de todo sin estar huyendo y que allá en sus adentros es verdad que él mismo siempre quiso ser, estaba feliz. Ser un insignificante grano de arena de reloj, y no sufrirlo, es como ser un lobo estepario, es alcanzar el máximo exponente del egoísmo consciente del hombre que quiere estar consigo mismo aunque lo rodeen miles y miles de otros granos de la misma arena. Y no otro estado era lo que él quería alcanzar para su liberación total.
Pero más que Neruda y su angustiosa correspondencia y espera, y más que el desesperado y brumoso Harry Haller en sus noches interminables de transición y buhardillas de silentes y penetrantes humedades, más que recogido en otro mundo mágico donde encontrar imágenes poéticas o sabiduría existencial, contrario a lo que se pudiese pensar, en realidad quería estar suelto, convertido en algo sutil que se escapase con facilidad sin estar huyendo, pero manteniendo la presencia. Era eso, simplemente eso lo que anhelaba, estar y apenas ser advertido. Pasaría entonces a formar parte del lapso de una medida arbitraria del tiempo en medio de la arena que se desliza por un estrecho pasadizo de un bulbo al otro, como si el mínimo grano que se quiere ser no se hallase entre ellos, tan sólo moviéndose suave y mansamente, casi sin rozar el cristal, únicamente empujado por la gravedad y la inercia de los granos que caían con él, pero existiendo casi imperceptible en ese espacio y en esa fracción de eternidad. Y eso es lo que quería, muy por encima de todo, coexistir ahí, con la consciente precisión de no saber cuál fracción de instante verdadero le correspondía teóricamente medir, porque su misión sería tan sólo moverse, desplazarse con los otros granos, amontonarse con ellos, sin identificar el mutante tiempo entre tantas piedrecillas que se despeñaban. Y más aún, quería estar allí sin que esa medida y ese tiempo al final le importasen para nada. Sí, reunía todas las condiciones necesarias para alcanzar lo que perseguía. Y algún día sería eso tan sólo, sí, eso, lo dicho: sería, arena de reloj, sin que nada ni nadie lo pudiese evitar.
Impulsado por ese convencimiento se fue por las orillas de los ríos y los mares, a las canteras, al tamizado de los albañiles, a los grandes desiertos y a capturar el viento que suele traer residuos de mínimas piedrecillas levantadas y voladas por el aire. Quiso conocer la textura de las arenas de todas partes, de los lugares más remotos, para familiarizarse con lo que era o decidió que fuera su destino. Y caminó desnudo por las tierras vírgenes de pisadas de hombre y de contaminaciones, por donde no se habían cortado árboles ni se había matado en nombre de nadie ni de nada, por donde no se habían levantado iglesias ni laboratorios ni pronunciado palabra alguna, donde el agua aún era sana y limpia, y cristalina, y donde el aire se mantenía perfectamente puro, como aroma de miel.
Guiado por su olfato de existencia y conocimiento evadió las trampas usuales de los pocos que por instantes llegaban a percibirlo y a sospechar de él por ser extraño y errabundo, transmutándose, zigzagueando entre lo existente para confundirlos y para no ser visto ni escuchado en su descalzo hoyar, aquel que guiado por el buen instinto y el mejor transitar no encontraba filos ni espinas que le hiriesen. Hasta que, liberado totalmente, caminó sin contratiempos por las selvas más tupidas y por los cielos más extensos, por las estepas más heladas y las llanuras más cálidas. Caminó por todas las regiones donde se desconocía a la Humanidad y no se podía ser víctima ni tan siquiera de amenazantes miradas. Y lo hizo en comunión con la vida que le rodeaba, sin tener que protegerse de ningún peligro. Era el futuro hombre de arena, con los brazos levantados al cielo, sin oración alguna, dejándose mojar por la lluvia de la libertad en medio del espacio más límpido imaginable. El cielo entero le pertenecía.
Y así recorrió todo lo digno y majestuoso de la Naturaleza, su integridad sin fronteras y su sin par amplitud que entonces pudo definir y aceptar como la única Patria posible. Y continuó, desnudo y descalzo por el mundo, sintiendo la energía de la Tierra entrándole por los ojos, por la respiración, por los oídos y por toda la piel, porque ya nadie podía diferenciarlo ni señalarlo como algo aparte de la Naturaleza. Nadie podría interponerse entre él y el nuevo mundo que había descubierto, con todas sus maravillas y misterios.
De esa manera anduvo hasta encontrar la purificación en el nacimiento de la verdadera arena, cuando la ola se despedaza contra el peñasco a orillas del mar y cuando el aire sopla con fuerza contra la piedra descubierta y acosada por el viento en la montaña en su incesante trabajo de erosión. Y descubrió la belleza de saber que las otras arenas, las del hombre, las hijas del torpe poder, son falsas. Y ese fue el camino a recorrer para lograr su destino. Y tenía que reconocerse y gozarse en el alma pura de la arena. Y no le fue difícil. Prácticamente el camino lo hizo todo. Él únicamente transitó por él.
Y ahí vive, en el seno de un reloj de arena, lo logró, es piedrecilla, y acaba de ser una cienmilésima parte de un lapso, que, como ya había aceptado anteriormente, no sabe cuál es ni le interesa, que gravitó de un bulbo al otro del reloj, trashumando con facilidad el fino pasadizo del tiempo que los comunica y los divide a partes iguales. Y lo mejor es que, pasado ese instante de transición que se refleja en un simple movimiento, tan sólo un infinitésimo después de llegar al otro lado, y metido en las ligerezas de la arena acumulada en el cono que se va formando, o en la profundidad total de la vaciada anteriormente en que éste se apoya, ya estará soñando con el suave regreso que se producirá cuando inviertan el reloj y le devuelvan con los demás unánimes granos de arena que al igual que él mostrarán toda su alborotada y corretona alegría en ese nuevo paso de un lado al otro. No importa el tiempo que transcurra hasta que vuelva a suceder, porque saben esperar y porque no es el mínimo instante, ni el ayer ni el hoy, ni el mañana, ni la eternidad, ningún motivo de preocupación para ellos. Ya será. Y cuando sea, cuando una mano no muy apurada voltee el reloj, entonces todos se irán juntos, humildemente, codo con codo, como lo que son, simples granos de arena.
Y así, previsto desde que emprendió el camino que lo llevó a ese espacio, alternándose entre ambos receptáculos del amado reloj de pulidos cristales que cual ventanales se lucen para que todos puedan ver la gracia del tiempo, feliz, como sólo puede serlo un grano de arena, ahí vive. No traten de encontrarlo, son muchos.
UN SUEÑO DE MUJER
a Lucía Scosceria, toda una mujer.
Sus avanzados trece años conocían muy bien los pormenores de aquella estrecha calle carente de aceras, pueblerina y sin mayores cuidados que muy poco había cambiado en todo el tiempo de transitarla por años, día tras día, durante los meses de clases. Al final de ella estaba la escuela y terminaba el pueblo. Las mismas casas y arbustos a un lado y otro de la senda por donde apenas circulaban automóviles, con el firme granzón apisonado y suficientemente parejo para poder caminar cómodamente sobre él, los mismos vecinos inamovibles de ubicación y de actitudes, con los saludos de siempre y las mismas miradas sobre ella siguiendo y vigilando sus pasos y su andar. La conocían desde muy chica, jugando en el barrio, cuando aún no iba a la escuela
Sus sueños de niña, ahora tornándose lejanos, de uniforme azul y blanco, con la falda plisada y el monograma también azul en la manga de la blusa impecable, habían correteado con la imaginación cientos de aventuras entre vuelos de abejas y mariposas al ir y venir del colegio por aquella vía. Pero esa tarde, presumiendo y sintiendo que ya no era tan niña como su familia y muchas de sus amigas la veían, de regreso una vez más a su casa, con algunos compañeros también felices haciendo grupos cerca de ella, y sabiéndose observada como nunca antes al caminar frente a todos, se sentía en eclosión, distinta, dichosa e invadida de libertad. Se sabía bella. Y allí estaban el verano y las vacaciones para proclamarlo y para brindarle el disfrute que misteriosamente anticipaba y que con miles de sensaciones inexplicables la completaban de deseos.
El curso había terminado y tres meses se abrían sin prisa y plenos de alegres despertares a partir de ese día, entre estridencias de chicharras, sol inclemente y vuelos de golondrinas veraniegas buscando aunque fuese un mínimo de fango para anidar. El mundo renacía ante sus ojos entusiasmados. Y el calor del resol le hacía bien y la complacía. Y atrás, como un bosque incómodo y sombrío, quedaba el abandono del acogedor y tibio refugio de la casa y de la cama para penetrar y rasgar las mañanas en lento caminar hacia las horas de clases y fastidios y obligaciones en las aulas. El ambiente cansón y fastidioso de los estudios, de las tareas y los consabidos regaños, tras nueve meses agotadores, quedaba ahora muy distante entre las paredes del colegio y los reclamos de las maestras y sus padres. Ya se veía en su cuarto, soñando y armando planes de cientos de posibilidades, jugando con sus amigas, revisando fotos viejas, leyendo algunos libros y cansadas revistas, reordenando sus ropas y adornos y resguardando sus cosas secretas hasta el último detalle en lo recóndito de lo imposible de encontrar.
Estaba convencida que estas vacaciones serían diferentes. Tendría tiempo para hacer lo que se le ocurriese. Podría estar con sus secretos a solas en su cuarto, iría a la playa, visitaría a su vez a las amistades, iría con sus padres a la Capital, le comprarían ropa, visitaría a la familia que vivía en otros pueblos y se quedaría unos días con ellos. Y asistiría a todas las fiestas, sin tener que tomar en cuenta la medida del tiempo con la anterior limitación, impuesta por las obligaciones de la escuela. Pero sobre todo iría al pueblo del abuelo, donde vivía en la esquina de la misma cuadra aquel muchacho tan bonito que también pasaba allí las vacaciones y que en esos tiempos de compartir no le quitaba los ojos de encima. Estaba feliz. Sí, llegaban las vacaciones, lo más esperado del año, y quedaría libre de la mayoría de sus obligaciones. Y así, plena y ansiosa y sedienta de goces, caminaba por otro sueño más.
Y sin embargo, desde algunos días atrás, había estado muy pendiente de sí misma, porque por momentos la atropellaba una fuerte sensación que nacía en su interior y que no podía descifrar. Gozaba de sus pezones erizados sin aparente razón y no se escondía de las miradas diferentes y fijas que hasta hacía muy poco no le dirigían en la escuela y en la calle. Y le miraban los pechos, y la veían por detrás, y se la comían con los ojos. Y ante esas manifestaciones de interés que ahora despertaba sentía un ritmo nuevo que latía en sus venas y no dejaba de empujarla y atraerla. Algo irreconocible pero seductor en su misterio le decía que no todo era igual. En su mente y en su ímpetu se afincaba el deseo del querer conocer y en su pecho se agigantaba una inquietud que la llevaba a saltos entre las más agitadas emociones. Vivía entre la candidez y los deseos de aventura, siempre confusa, atraída por lo indefinible de su vibrante pubertad.
No, en verdad nada era igual. Sobre todo en las noches, quedándose durante horas sin poder dormir, a solas en su cama, inquieta, dando vueltas y vueltas con las manos inquisitivas y el corazón desbocado. Había llegado a un confín en que sabía y desconocía y donde todo podía ser cierto y nada ser seguro. Recorría el sendero de la confusión y los deseos desconocidos en el que constantemente sentía el llamado de tener que dar un gran salto hacia otra manera de vivir, hacia otro sentir, hacia otro tipo de satisfacciones.
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