- Los mitos de los reinos de oro
- Primeras expediciones
- La leyenda de El Dorado y el auge de las expediciones
- Desde comienzos del siglo XX hasta el siglo XXI
- El Dorado en la cultura popular actual
- Consideraciones
- Bibliografía
El oro no es más que un elemento químico, un metal precioso blando de tonalidad amarillenta brillante que puede ser encontrado en estado puro, o mezclado con otras sustancias -especialmente el cuarzo y la pirita- en forma de pepitas en los lechos de los ríos o en las entrañas de la tierra. Ha sido utilizado desde tiempos inmemoriales para realizar elementos ornamentales o conmemorativos y para acuñar monedas, entre otras cosas, debido a que es, posiblemente, el metal más maleable que se conoce, a lo que se suma su belleza visual, su textura y su escasez, en comparación con la abundancia de otros metales que pueden encontrarse a lo largo de todo el mundo.
En la actualidad, el oro es una de las mayores obsesiones del hombre, y así lo ha sido desde siempre, en cada lugar y en cada era histórica en que este metal fue conocido. Obviamente, dependiendo de la cultura o civilización que haya hecho uso de este precioso metal, su apreciación tuvo una u otra forma. Es y ha sido objeto de culto, adoración, bien económico, elemento ornamental, símbolo de poder, en fin, múltiples han sido las aplicaciones que ha merecido, pero de una u otra forma, jamás pasó desapercibido. A lo largo de los diversos momentos de la historia del hombre, algo como una extraña mística mantuvo una férrea e íntima relación entre el oro y el ser humano, que fue desarrollando en su interior un sentimiento de codicia que creció hasta límites inverosímiles, al punto de haberse acuñado célebres frases como "El tiempo es oro", erigiendo así al amarillo metal en el puesto más alto de la escala de los valores materiales humanos.
Cristóbal Colón habría dicho alguna vez: "El oro es el más exquisito de todos los elementos…. En verdad, con oro puede usted lograr que su alma ingrese en el paraíso". Quizás así Colón, un hombre ávido por las riquezas terrenales hasta el paroxismo, dejó sentadas las bases para lo que poco tiempo después tendría su inicio en el "nuevo mundo": La conquista del oro de América.
Con esta obsesión, implantada como un tumor en la mentalidad europea del siglo XVI, aunque en general un poco más desprovista del elemento místico que la mente del genovés, todo el Caribe y la América continental se vio invadida por inconmovibles conquistadores que buscaban ante todo y a cualquier precio, colmar su voracidad desbocada por el oro. El amarillo metal era todo lo que movía a estos hombres, todo lo hicieron en función del oro: arriesgaron la vida, sufrieron las peores penurias imaginables y destruyeron civilizaciones enteras. En poco más de cuarenta años luego del desembarco de Colón en Guanahaní el 12 de octubre de 1492, los dos más importantes imperios de América en la época, los Aztecas de México y los Incas del Perú, poblados por millones de habitantes, fueron completamente arrasados, y casi todo el oro saqueado en sus palacios y templos fue enviado para España. Pero cuando ya no aparecieron en las Indias, nuevas áureas civilizaciones para someter bajo las botas del soldado español, la desesperada obsesión de los conquistadores los llevó a crear imperios imaginarios de leyenda repletos de oro que esperaban pasiblemente para ser conquistados y saqueados. De todas estas leyendas, que pueden contarse por decenas, la que más llamó la atención y despertó en forma más notable la codicia de los españoles fue la leyenda de El Dorado.
Grabado romántico que muestra el desembarco de conquistadores y los aborígenes ofreciendo su oro
Los mitos de los reinos de oro
De acuerdo a esta leyenda, El Dorado era más o menos algo así: una deslumbrante ciudad o reino de oro localizada en medio de la jungla, posiblemente en la zona central de la Nueva Granada, actual territorio de Colombia, aunque dependiendo del origen y época de la versión, podía ser localizada también en alguna zona del interior de Venezuela, la selva amazónica e incluso en algún lugar de los Andes, y hasta podía tener importantes variaciones en su denominación, aunque generalmente no diferían mucho en su concepto. La febril imaginación de los exasperados conquistadores, los llevó a ver en sus delirios una brillante urbe con calles y edificios de oro, donde el preciado metal era algo tan abundante y común que prácticamente todo se construía y confeccionaba con él, incluso los más elementales artefactos de uso doméstico.
¿Pero todas estas leyendas eran sólo producto de la imaginación, llevada al delirio por la obsesiva búsqueda desesperada de riquezas auríferas? ¿Eran solamente historias inventadas por indígenas o fabuladores o respondían a una historia con una base de verdad? En realidad, muchas de las leyendas, como esta de El Dorado, tienen un origen en un hecho o base real, normalmente perdido en las nebulosas del tiempo y el misterio, aunque la difusión a través de enormes territorios, por largos períodos de tiempo y con muchos interlocutores de febril imaginación llegaron a transformar notablemente el contenido original.
¿Cuál fue el origen de la leyenda de El Dorado? De acuerdo a los registros con que se puede contar en la actualidad, es decir, las diferentes crónicas de indias que han llegado hasta nuestros días, no hay forma alguna de determinar con cierto grado de seguridad en qué momento, lugar o circunstancia nació este mito, ni tampoco de cuándo data el término El Dorado, aunque sí existen algunas teorías. Es posible que a partir del mismo momento de la llegada de los primeros conquistadores al nuevo mundo haya comenzado a tomar cuerpo la leyenda, debido a que ya los primeros naturales que tomaron contacto con Cristóbal Colón hablaban de ciertos sitios lejanos donde el oro abundaba en cantidades inimaginables, lo que disparaba la imaginación de los europeos, y esto se fue dando constantemente en cada lugar donde ellos interrogaban a los indígenas sobre el origen del metal que adornaba sus cuellos, orejas y narices.
La realidad es que a menudo esta situación, era aparentemente el resultado de la desesperación de los indígenas que, al ver amenazado su mundo y hasta sus propias vidas, astutamente, luego de percatarse del supremo interés de los europeos por aquel dorado metal que para ellos sólo representaba un elemento decorativo, inventaban historias sobre sitios muy lejanos llenos de oro, con el objeto de lograr que los invasores se marcharan del lugar en su busca para no volver a saber más de ellos. Lamentablemente, el resultado para los naturales siempre terminó siendo el inverso al deseado, ya que con sus cuentos sólo lograban incentivar más y más le codicia de sus opresores, y la historia conoció así la devastación completa de un continente entero en busca de aquellos lugares fabulosos pletóricos de preciosos metales.
Antiguo grabado que muestra una expedición de conquistadores españoles en América con servidores indígenas
De esta forma, en base a las historias fantásticas inventadas por los indígenas, Colón llegó a tener en su mente la posibilidad de encontrar algún sitio de estas características, y ya en el año 1514, Vasco Núñez de Balboa, descubridor de la Mar del Sur, actual océano Pacífico, partió hacia la jungla desde Panamá en busca de una ciudad de oro en dirección al territorio de la actual Colombia, sin haber logrado alcanzar su objetivo.
Pocos años después, tiempo durante el cual seguramente se habrán sucedido algunos otros intentos por descubrir un país de oro y habrán nacido otros tantos rumores, en 1529, Ambrosio Alfinger, comerciante y explorador alemán, arribó a las costas del norte de la América del Sur, para asumir como gobernador y capitán general de la recién creada Provincia de Venezuela, con el propósito de buscar en la jungla una supuesta ciudad o reino de oro. En sólo un año, organizó una gran expedición que, con un grupo formado por 200 alemanes y españoles y unos 1000 esclavos, partió desde Coro hacia el interior del continente devastando con crueldad numerosas poblaciones indígenas a su paso. El ambicioso proyecto tuvo un resultado desastroso: cientos de personas fueron muriendo una tras otra por enfermedades, hambre y ataques de los indígenas, y luego de mucho tiempo de haber recorrido diversas zonas del interior de los actuales territorios de Venezuela y Colombia, el propio Alfinger murió en las cercanías de Cundinamarca a causa de una flecha envenenada que atravesó su cuello. Finalmente los logros de esta expedición sólo se redujeron a algunas piezas de oro, probablemente pertenecientes a la cultura Chibcha, y a haber alcanzado el río Magdalena, afluente del Orinoco, y las cercanías de Bogotá.
En 1530, otro alemán, Nicolás Federmann, supuestamente en acuerdo con Ambrosio Alfinger, pero posiblemente sin la autorización de este, realizó su propia expedición paralela en busca de indicios de un reino de oro siguiendo el cauce del Orinoco, pero sin éxito. Años después fue nombrado gobernador, cargo que ejerció hasta 1534, momento en que, haciendo una muestra de su tozudez, inició una nueva expedición de exploración en busca de su ambicionado objetivo, que se llevó a cabo entre los años 1535 y 1539. En esta oportunidad llegó a atravesar los llanos de Colombia y Venezuela y satisfactorios. arribó a Bogotá en marzo de 1539 pero sin resultados.
En 1531, el veterano de la conquista de México, Diego de Ordáz, solicitó y obtuvo de la corona española el derecho a explorar los territorios de una imaginaria ciudad de oro que supuestamente, de acuerdo a los rumores, se encontraba en el interior de los actuales territorios de Colombia y Venezuela. Así, se dirigió al norte de América del Sur, y exploró arduamente el Río Orinoco. Pero sin jamás haber llegado a descubrir nada.
Muchos de estos viajes, especialmente los de Nicolás Federmann los relata Fray Pedro Simón, cronista franciscano español del siglo XVII, en su obra Noticias Historiales, en donde trata la historia de la conquista de los territorios actuales de Colombia y Venezuela, cuya primera parte fue publicada en 1627, basándose principalmente en datos provenientes de otra obra, Elegías de varones ilustres, de Juan de Castellanos.
La leyenda de El Dorado y el auge de las expediciones
Pero la conocida historia de El Dorado, propiamente dicho, parece haber comenzado, de acuerdo al cronista Gonzalo Fernández de Oviedo, alrededor del año 1530, poco tiempo antes de la conquista del Perú, en la zona de los Andes de la actual Colombia, donde el conquistador Gonzalo Jiménez de Quesada tuvo su primer encuentro con los aborígenes del lugar. Se trataba de los Muiscas, una cultura indígena local que cultivaba maíz, papa y algodón, y practicaban la orfebrería con oro y otros metales y piedras preciosas, así como el trueque de mantas, sal, cerámicas, coca, cobre y esmeraldas con los cacicazgos de las riberas del río Magdalena y otras zonas. De esta forma, los españoles tuvieron conocimiento de una costumbre ritual que tenían los indios chibchas, que residían en las cercanías de la laguna Guatavita, Gonzalo Jiménez de Quesada en la meseta de Cundinamarca, a tan sólo unos setenta kilómetros de la actual ciudad de Bogotá. Guatavita es una laguna de forma casi perfectamente circular, a unos 3000 metros sobre el nivel del mar, cuyo aspecto recuerda un cráter provocado por un meteorito o un volcán extinguido.
De acuerdo a la historia recogida por Jiménez de Quesada, se sabe que este pueblo realizaba un evento religioso, relacionado con la proclamación de un nuevo cacique o Zipa, donde el soberano o sacerdote llevaba a cabo una ceremonia en la cual su cuerpo era cubierto con polvo de oro para luego ofrendar numerosos objetos del mismo metal a los dioses, arrojándolos a la laguna. Al finalizar este ritual religioso el señor de los Chibchas se bañaba en las aguas desprendiendo de su cuerpo las partículas de polvo de oro, y luego se retiraban del lugar, abandonando así enormes cantidades de objetos de oro en el fondo de la laguna. Esta ceremonia se habría celebrado en innumerables oportunidades durante mucho tiempo, y hasta poco antes del arribo de los españoles a la zona. Incluso cuando estos llegaron se creía que probablemente aún vivían indígenas que habían presenciado la última de estas ceremonias, oportunidad en que esta tradición habría caído en desuso por razones no determinadas, aunque probablemente se haya debido a enfrentamientos entre tribus de la zona, seguramente entre los chibchas y los muiscas.
Laguna Guatavita, escenario de la ceremonia
La narración original de esta historia fue descripta mucho tiempo después en una célebre obra llamada El Carnero, un libro de crónicas de carácter histórico y costumbrista escrito en 1638 por el criollo Juan Rodriguez Grabado de la ceremonia del Zipa de oro Freyle en el cual se desarrollan temas sobre la conquista y descubrimiento del Nuevo Reino de Granada (actual Colombia) y la fundación y primer siglo de vida de la ciudad de Santa Fe de Bogotá, entre otras cosas. En esta importante obra colonial, que combina elementos históricos y de ficción, Freyle describe a los pueblos indígenas que habitaban la región en el momento de la conquista, sus costumbres y cultura. La ceremonia de los chibchas en la laguna Guatavita fue originalmente descripta de esta forma:
"La ceremonia que en esto había era que en aquella laguna se hacía una gran balsa de juncos, aderezábanla y adornábanla todo lo más vistoso que podían; metían en ella cuatro braseros encendidos en que desde luego quemaban mucho moque, que es el zahumerio de estos naturales, y trementina con otros muchos y diversos perfumes. Estaba a este tiempo toda la laguna en redondo, con ser muy grande y hondable de tal manera que puede navegar en ella un navío de alto bordo, la cual estaba toda coronada de infinidad de indios e indias, con mucha plumería, chaguales y coronas de oro, con infinitos fuegos a la redonda, y luego que en la balsa comenzaba el sahumerio, lo encendían en tierra, en tal manera, que el humo impedía la luz del día. A este tiempo desnudaban al heredero en carnes vivas y lo un- taban con una tierra pegajosa y lo espolvoreaban con oro en polvo y molido, de tal manera que iba cubierto todo de este metal. Metíanle en la balsa, en la cual iba parado, y a los pies le ponían un gran montón de oro y esmeraldas para que ofreciese a sus dioses. Entraban con él en la balsa cuatro caciques, los más principales, sus sujetos muy aderezados de plumería, coronas de oro, brazales y chagualas y orejeras de oro, también desnudos, y cada cual llevaba su ofrecimiento".
Otra versión del mismo relato, describe en forma similar la ceremonia de la laguna Guatavita: "En primer término, tenía que desplazarse al gran lago de Guatavita para efectuar ofrendas y sacrificios al demonio que la tribu adoraba como dios y señor. Durante la ceremonia que tenía lugar en el lago, construían una balsa de juncos que adornaban y decoraban con sus mejores bienes, colocando en ella cuatro braseros encendidos, en los que quemaban abundante moque – el incienso de estos nativos – y, también, resina y otras muchas esencias. El lago es grande y profundo, y por él puede navegar un buque de borda alta, cargado con infinidad de hombres y mujeres, ataviados con vistosas plumas, placas de oro y coronas de oro… Luego desnudan al heredero hasta dejarlo en cueros, untándolo con tierra pegajosa, sobre la que aplican polvo de oro hasta dejarle el cuerpo enteramente cubierto de este metal. Lo instalan en la balsa, en la que permanece inmóvil, y a sus pies sitúan un gran cúmulo de oro y esmeraldas para que se las ofrezca al dios. Además de él, en la balsa le acompañan cuatro de los jefes principales, adornados con plumas, coronas, brazaletes, colgantes y pendientes, todo de oro. También ellos van desnudos y llevan ofrendas. Cuando la balsa se aparta de la orilla, se escucha música de trompetas, flautas y otros instrumentos, y cantos que reverberan en las montañas y valles, hasta que, al llegar la balsa al centro del lago, izan una bandera en señal de silencio. Entonces hace su ofrenda el Hombre Dorado, que arroja todo su oro al fondo del lago; los jefes que le acompañan efectúan asimismo sus ofrendas, en turnos sucesivos. Y con esta ceremonia queda proclamado el nuevo gobernante, reconociéndoselo como rey y señor".
Esta ceremonia ritual que dio origen a la leyenda de El Dorado, y quizá otras ceremonias similares, se habrían practicado también en numerosas lagunas cercanas a la de Guatavita, teoría que se basa en algunas tradiciones orales y en el hallazgo de numerosas piezas de oro encontradas en sus profundidades. Igualmente, a pesar de diversos estudios, no se ha probado fehacientemente que esta laguna no fuera el principal escenario de este tipo de ceremonia protagonizada por el cacique cubierto de polvo de oro, conforme los relatos originales recogidos en la época de la conquista.
Sea como fuere, la desesperada avidez por el dorado metal combinada con la desbordante imaginación de estos hombres desesperados, generalmente reñida con el más elemental sentido común, comenzó a edificar una distorsionada historia sobre la leyenda del hombre dorado, que habría convertido imaginariamente a este cacique en un poderoso monarca de un reino dorado de fábula, El Dorado, donde había calles pavimentadas de oro flanqueadas por palacios y templos de oro. En este reino todo era de oro, absolutamente todo. Esta historia llegó a los más recónditos lugares del nuevo mundo y de Europa, y la ilusión de descubrir semejante reino de leyenda cegó completamente a los conquistadores de la época haciendo a un lado cualquier atisbo de cordura, y dando inmediato inicio a una loca carrera por encontrarlo, que se extendió durante siglos.
Es probable que la denominación El Dorado, así como la consolidación de esta leyenda y las características que hoy se conocen de ella, se deban al español Sebastián de Belalcázar, veterano de la conquista de territorios de la América central, quien habría llegado al nuevo mundo en 1498, en oportunidad del tercer viaje de de Cristóbal Colón.Durante su permanencia en Quito, ciudad que él mismo había fundado en 1534, recogió los rumores y tradiciones orales referidas al rey de oro de Guatavita, quizá ya algo transformados y misturados con otras leyendas regionales, y acuñó la romántica idea de un fabuloso reino de oro perdido en medio de la jungla, gobernado por un poderoso señor que cubría su cuerpo del dorado metal.
Así, cegado por su ansia de conquista de riquezas y poder, quizá pretendiendo emular a Francisco Pizarro se decidió a organizar una importante expedición, y se dirigió hacia el territorio de la actual Colombia en busca de El Dorado penetrando en el valle del rio Cauca, y fundando durante su derrotero, Sebastián de Belalcázar algunas ciudades como Ampudia, Cali, Neiva y Popayán. En 1539, durante el viaje, en la zona de la meseta de Cundinamarca, se produjo un hecho aparentemente único en la historia de la conquista de América cuando inesperadamente el grupo de Belalcázar, procedente del Ecuador, se encontró con otros dos grupos de conquistadores, el de Gonzalo Jiménez de Quesada, que estaba asentado en la zona, y el del ya citado alemán Nicolás de Federmann que venía desde Venezuela, encontrándose todos ellos de una u otra forma en busca de El Dorado sin tener conocimiento de que se produciría el fortuito encuentro.
En el año 1538, la impresionante sucesión de luctuosos fracasos, que incluyeron además otras expediciones como las de Jorge de Espira (1534), Alonso de Herrera (1535), Antonio Sedeño (1536) y Gerónimo de Ortal (1537) y sólo Dios sabe cuántas otras no autorizadas o difundidas, lejos de hacer desistir a los conquistadores de esta búsqueda desatada, parecía incentivarlos a continuar explorando una y otra vez con mayores recursos. Francisco Pizarro, que ya había conocido el sabor de la riqueza y el poder conquistando el fabuloso imperio de los incas, desconfiado y apurado ante los avances de las exploraciones de Sebastián de Belalcazar sin su autorización, no quiso dejar en manos ajenas la posibilidad de hallar El Dorado y envió a Quito a su hermano Gonzalo con el cargo de gobernador otorgándole la potestad de la conquista de los territorios del este, donde se presumía que podía encontrarse El Dorado y otro mítico lugar, el País de la Canela. De esta forma, Gonzalo Pizarro procedió a organizar la que se convertiría en la más importante y célebre de todas las expediciones jamás realizadas en busca del reino del oro. El grupo expedicionario, que habría partido de Quito en febrero o marzo de 1540 (la fecha exacta es un misterio ya que se desconoce y existen versiones que la citan en la navidad de 1539, en febrero de 1540 o incluso en 1541, dependiendo de la fuente) a las órdenes de Pizarro, estuvo conformado por cerca de trescientos españoles y 4000 indios, unos doscientos caballos y miles de otros animales como perros de caza, cerdos y llamas.
Así relata Gonzalo Fernández de Oviedo este hecho en sus crónicas Historia general y natural de las Indias islas y Tierra Firme del mar Océano: "…Pues cómo el marqués don Francisco Pizarro supo que Benálcazar se había partido de Quito sin su licencia, envió allá al capitán Gonzalo Pizarro, su hermano, y enseñoreose de aquella ciudad de San Francisco e de parte de aquella provincia, e desde allí determinó de ir a buscar la Canela e a un gran príncipe que llaman el Dorado de la riqueza del cual hay mucha fama en aquellas partes.
Preguntando yo por qué causa llaman aquel príncipe el cacique o rey Dorado, dicen los españoles, que en Quito han estado e aquí a Santo Domingo han venido e al presente hay en esta ciudad más de diez dellos, que la que desto se ha entendido de los indios es que aquel gran señor o príncipe continuamente anda cubierto de oro molido e tal menudo como sal molida….".
Gonzalo Pizarro partió con la expedición hacia el este dejando órdenes precisas para que Francisco de Orellana, quien venía de Guayaquil con poco más de una veintena de hombres y caballos lo alcanzara en el camino. Entre tres y cuatro semanas después de la partida, Orellana alcanzó a Pizarro en un valle a los pies de las montañas, luego de una extenuante carrera en la que debió sortear numerosas dificultades y padecimientos.
El grupo llegó a soportar un terrible cruce de los Andes que les provocó innumerables bajas y un feroz terremoto, antes de lograr alcanzar la jungla. La marcha se hizo lenta y penosa avanzando a través de la selva, cruzando caudalosos ríos, y recibiendo el permanente acoso de tribus hostiles, insectos, enfermedades tropicales desconocidas para ellos y un clima inclemente, que fue aniquilando aceleradamente a la hueste de Pizarro.
En numerosas crónicas se describen los terribles padecimientos que debieron soportar los expedicionarios como esta versión del cronista e historiador español Martín de Zárate en su obra Historia del descubrimiento y conquista de la provincia del Perú (1555): "….determinó el Marqués enviar a Gonzalo Pizarro, su hermano; y porque la salida se había de hacer desde la provincia de Quito, y allí habían de acudir y proveerse de las cosas necesarias, renunció la gobernación de Quito en Gonzalo Pizarro….. Y después de partidos destas poblaciones, pasó unas cordilleras de sierras altas y frías, donde muchos de los indios de su compañía se quedaron helados. Y a causa de ser aquella tierra falta de comida, no paró hasta una provincia llamada Zumaco, que está en las faldas de un alto volcán, donde, por haber mucha comida, reposó la gente, en tanto que Gonzalo Pizarro, con algunos dellos, entró por aquellas montañas espesas a buscar camino; y como no le halló se fue a un pueblo que llamaron de la Coca, y de allí envió por toda la gente que había dejado en Zumaco, y en dos meses que por allí anduvieron, siempre les llovió de día y de noche, …
…Pues dejando Gonzalo Pizarro en esta tierra de Zumaco la mayor parte de la gente, se adelantó con los que más sanos y recios estaban, descubriendo el camino según los indios le guiaban, y algunas veces por los echar pie sus tierras les daban noticias fingidas de lo de adelante, engañándolos, como lo hicieron los de Zumaco, que le dijeron que más adelante estaba una tierra de gran población y comida, lo cual halló ser falso, porque era tierra mal poblada, y tan estéril, que en ninguna parte della se podía sustentar, hasta que llegó a aquellos pueblos de la Coca, que era junto a un gran río, donde paró mes y medio, aguardando la gente que en Zumaco había dejado, porque en esta tierra les vino de paz el señor della…..Y de allí caminaron todos juntos el río, hasta hallar un saltadero que en el río había de más de docientos estados, por donde el agua se derriba con tan gran ruido, que se oía más de seis leguas, y dende a ciertas jornadas se recogía el agua del río en una tan pequeña angostura, que no había de una orilla a otra más de veinte pies, y era tanta la altura desde las peñas hasta llegar al agua, como la del saltadero que hemos dicho, y de una parte y de otra era peña tajada ….hicieron un puente de madera, por donde seguramente pasaron todos. Y así, fueron caminando por una montaña hasta la tierra que llamaron de Guema, que era algo rasa y de muchas ciénagas y de algunos ríos, donde había tanta falta de comida, que no comía la gente sino frutas silvestres….
Al cabo de casi un año, Pizarro y Orellana arribaron a las márgenes de un poderoso río, habiendo perdido ya más de la mitad de los españoles y de los 4.000 indígenas que conformaban el grupo expedicionario original. Ante la penosa situación que vivían y el resultado nulo de la búsqueda, decidieron construir una embarcación, para procurar morigerar el desastre desplazándose con mayor rapidez y menor esfuerzo por el cauce de los ríos. De esta forma, construyeron una especie de bergantín con los pocos elementos con que contaban, valiéndose de madera de los árboles y de clavos que hicieron con material de hebillas y herraduras de caballos muertos. El grupo se embarcó y luego de haber navegado unas cincuenta leguas, ante la noticia de los indígenas lugareños de que los aguardaban enormes territorios completamente despoblados, los conquistadores acordaron separarse por unos tres o cuatro días ya que Francisco de Orellana se ofreció para partir con cincuenta y siete hombres navegando por el río, a la espera de poder volver unos días después al encuentro de Gonzalo Pizarro, quien trataría de ir desplazándose lentamente por la orilla con el resto de los hombres hasta el momento del encuentro. La navegación llevó a Orellana por el río Coca, el Napo, luego hasta su confluencia con el Aguarico y el Curaray, donde se encontraron en extremo carentes de provisiones.
Resulta en extremo interesante el relato de estos acontecimientos hecho por un testigo presencial, el capellán de la expedición de Gonzalo Pizarro, Fray Gaspar de Carvajal, quien formó parte del pequeño grupo que partió con Francisco de Orellana navegando río abajo, en su obra Relación del nuevo descubrimiento del famoso río Grande que descubrió por muy gran ventura el capitán Francisco de Orellana: "….y el dicho Gobernador queriendo enviar por el río abajo a descubrir, hobo pareceres que no lo hiciese, porque no era cosa para seguir por un río y dejar la cabanas que caen a las espaldas de la villa de Pasto Y Popayán en que haba muchos caminos; y todavía el dicho Gobernador quiso seguir el dicho río, por el cual anduvimos veinte leguas, al cabo de las cuales hallamos unas poblaciones no grandes, aquí determinó el dicho Gonzalo Pizarro se hiciere un barco para navegar el río de un cabo a otro por comida, que ya aquel río tenía media legua de ancho por el cual anduvimos veinte leguas, al cabo de las cuales hallamos unas poblaciones no grandes, y aquí determinó el dicho Gonzalo Pizarro se hiciese un barco para navegar el río de un cabo al otro por comida, que ya aquel río tenía media legua de ancho; y aunque el dicho Capitán era de parecer que no se hiciese el dicho barco por algunos buenos respetos, sino que diesen vuelta a las dichas cabanas y siguiésemos los caminos que iban al dicho ya poblado, el dicho Gonzalo Pizarro no quiso sino que se pusiese en obra el dicho barco; y así, el Capitán Orellana, visto esto, anduvo por todo el real sacando hierro para clavos y echando a cada uno la madera que había de traer, y desta manera y con el trabajo de todos se hizo el dicho barco, en el cual metió el dicho Gobernador Pizarro alguna ropa y indios dolientes, y seguimos el río abajo otras cincuenta leguas, al cabo de las cuales se nos acabó el poblado y íbamos ya con muy gran necesidad y falta de comida, de cuya cabsa todos los compañeros iban muy descontentos y platicaban de se volver y no pasar adelante, porque se tenía noticia que había gran despoblado, y el Capitán Orellana, viendo lo que pasaba y la gran necesidad en que todos estaban, y que había perdido todo cuanto tenía, le pareció que no cumplía con su honra dar la vuelta sobre tanta pérdida, y así se fue al dicho Gobernador y le dijo cómo él determinaba de dejar lo poco que allí tenía y seguir el río abajo, y que si la ventura le favoreciese en que cerca hallase poblado y comida con que todos se pudiesen remediar, que él se lo haría saber, y que si viese que se tardaba, que no hiciese cuenta del, y que, entre tanto, que se retrajese atrás donde hubiese comida, y que allí le esperase tres o cuatro días, o el tiempo que le pareciese, y que si no viniese, que no hiciese cuenta del; y con esto el dicho Gobernador le dijo que hiciese lo que le pareciese: y así, el Capitán Orellana tomó consigo cincuenta y siete hombres, con los cuales se metió en el barco ya dicho y en ciertas canoas que a los indios se habían tomado, y comenzó a seguir su río abajo con propósito de luego dar la vuelta, si comida se hallase; lo cual salió al contrarío de como todos pensábamos…"
Vista aérea del Amazonas, por donde navegó el grupo de Orellana En algún momento, evaluando la situación en que se encontraba el grupo, Orellana entendió que ya no tenía posibilidad alguna de remontar la fuerte corriente de los ríos. Además se encontraba cercado por las calamidades y una inminente sublevación de sus hombres, entonces decidió no volver al encuentro de Gonzalo Pizarro y esperarlo donde se encontraban, pero este jamás llegó, así que el nuevo plan fue navegar río abajo.
La expedición de Orellana, luego de haber hecho incontables nuevos descubrimientos, construido una nueva embarcación, mantenido contacto con numerosos grupos de aborígenes con diferentes culturas y haber recorrido cerca de 4800 kilómetros, a lo largo de los ríos Coca, Napo, Trinidad, río Negro y el río más caudaloso del mundo, al que llamó Amazonas, durante unos siete meses, alcanzó la desembocadura de este último el 25 o 26 de agosto de 1542, arribando al océano atlántico, desde donde luego se trasladó hacia Cádiz, España.
En tanto, Gonzalo Pizarro, ante la desesperada situación y la falta de noticias de Orellana, luego de haber esperado cerca de un mes por la ayuda, decidió dar marcha atrás y regresar a Quito por un camino diferente, más hacia al norte que la ruta original. Dos años después de haber partido de Quito, Pizarro llegó nuevamente a la ciudad luego de haber pasado inenarrables padecimientos, en compañía de tan sólo ochenta hombres desarrapados, enfermos y famélicos, como único resto de la descomunal expedición original.
Actualmente, a partir de nuevos estudios, documentos, expediciones y la utilización de las más modernas tecnologías, se duda de la exactitud de muchos de los datos proporcionados por las crónicas o interpretados de ellas, y se intenta determinar la identidad de los grupos indígenas contactados por Orellana, así como la verdadera ruta hacia la desembocadura del Amazonas. Es sumamente probable que la supuesta tribu de mujeres guerreras que los atacó y que derivó en la denominación Amazonas dada al río y posteriormente a toda la zona descubierta, haya sido en realidad un grupo de hombres aborígenes con el cabello largo; también que la ruta terrestre no se ajuste a lo relatado por los cronistas y que tampoco los ríos por los cuales navegó Orellana sean exactamente los conocidos hasta ahora, pero más allá de uno u otro río, o un diferente paso por los andes, la deseable corrección de estos datos será de utilidad para conocer la verdadera historia de estos sucesos, pero no para opacar o modificar de alguna forma el resultado de esta extraordinaria hazaña, acaso una de las más extraordinarias de la historia, que reveló al mundo un territorio inexplorado y sorprendente, de importancia vital para la humanidad.
Otro episodio célebre en esta incansable búsqueda de El Dorado, aunque por circunstancias totalmente negativas, fue la iniciativa de Pedro de Ursúa, quien en el año 1560, sin haber escarmentado en base a los rigurosos fracasos anteriores que sólo habían provocado muerte y desastre, se decidió a buscar la ciudad de oro por otros rumbos, haciendo caso a nuevos rumores que citaban esta vez el mítico lugar, ya no en las cercanías de la laguna Guatavita, sino entre la tierra de los omagua y el Amazonas, en las cercanías de los territorios por los cuales había estado navegando el grupo de
Río Marañón, en los inicios de la Amazonia peruana, por donde pasó la expedición de Pedro de Urzúa con Lope de Aguirre, grupo conocido como "Los marañones"
Francisco de Orellana algunos años atrás. Así, el Virrey Andrés Hurtado de Mendoza organizó en Lima una expedición que tuvo su inicio en septiembre de 1560 poniendo el proyecto bajo las órdenes de Pedro de Urzúa, quien viajó con su amante mestiza Inés de Atienza. El heterogéneo grupo estaba conformado por 300 españoles, todos ellos soldados de poca monta, mercenarios y delincuentes que el virrey quería sacar de la ciudad de Lima, algunas decenas de esclavos negros y unos 500 sirvientes indios, y se embarcaron en dos bergantines, dos barcazas y unas cuantas balsas y canoas en dirección al Amazonas, por el río Marañón, motivo por el cual se conoce a este grupo como los "marañones".
No debió pasar mucho tiempo para que los hombres que lo acompañaban, al verse rodeados por la selva, la lluvia, los indios belicosos, las enfermedades y la muerte que a tomar cuenta de ellos, se amotinaran y dieran muerte a Ursúa, en enero de 1561, designando en su lugar a Fernando de Guzmán como nuevo jefe del grupo expedicionario. Aparece aquí la figura de un hombre que quedaría para la historia como la conjunción de todo lo peor de los expedicionarios españoles y la búsqueda de El Dorado: Lope de Aguirre. Este individuo demente fue el instigador el motín y el crimen de Ursúa. Oscuro castellano apodado "el loco", de una crueldad sin límites, cometió todo tipo de atropellos contra los indígenas y los miembros de su propio grupo durante la expedición iniciada por Urzúa, tales como intrigas, abusos, torturas y asesinatos, sin embargo, en un primer momento, quizá gracias a un peculiar carisma o temor hacia su figura, fue escuchado y obedecido, al punto de haber convencido a todos de la necesidad de asesinar a Ursúa, y más tarde también a Guzmán, convirtiéndose él en el jefe. En la cúspide de sus delirios, Lope de Aguirre logró que 186 hombres lo acompañaran en la idea de llevar a cabo un delirante plan consistente en construir una flota de barcos para alcanzar el Atlántico, luego ir a Panamá o adentrarse en Venezuela, cruzar los Andes y alcanzar el Perú para una vez allí lograr el poder y desafiar la autoridad real de Felipe II.
Así, con este objeto, todos los participantes firmaron una declaración de guerra al Imperio Español y una proclama que lo nombraba "Príncipe de Tierra Firme Perú y Chile", título que en principio propuso para Guzmán. Asimismo, fue redactada una carta para Felipe II en la cual le manifestó sus planes de libertad. y gobierno independiente. Esta descabellada misiva, parece ser el primer manifiesto de independencia surgido en las Américas, y que curiosamente, aunque haya carecido totalmente de seriedad y sustento, ha sido destacado en este sentido por importantes personajes históricos como Simón Bolívar, y aún hoy en día se debate sobre este punto.
Al llegar al océano Atlántico, probablemente por la desembocadura del Orinoco, cruzó a la isla Margarita, territorio que asoló como un huracán tropical, asesinando a decenas de personas y destruyendo poblaciones enteras con los hombres que le quedaban. Desde aquí volvió a escribir otra carta al rey Felipe II, criticando su figura y ejercicio del poder real y ratificando su intención de independizarse de alguna manera de España. Luego volvió al continente y fue cercado en Barquisimeto por fuerzas leales al Rey. Apuñaló a su propia hija, que viajaba con él, y fue ultimado por sus compañeros de andanzas, hastiados de su violencia y locura, y en defensa de su propia vida, ya que Aguirre había asesinado hasta ese momento nada menos que a 72 hombres de su tripulación. Su cuerpo fue descuartizado y enviado a varios puntos de Venezuela y su cabeza encerrada en una jaula para ser exhibida públicamente.
En los siguientes años, muchos otros expedicionarios españoles como Pedro de Silva (1568/1570), Pedro de Serpa (1569) y Domingo Vera (1569) y también de otras nacionalidades como ingleses, portugueses, alemanes y franceses, continuaron intentando encontrar el mítico reino del oro aunque ya bajo numerosas denominaciones, tales como El Dorado, Paitití, Cíbola, la Ciudad de los Césares, Manoa, etc, con origen legendario en distintas civilizaciones y en zonas tan diversas como la meseta de Cundinamarca, en los alrededores de la laguna Guatavita, el Amazonas, el Orinoco, la Guyana, las junglas peruanas, los Andes, la Patagonia o el Caribe, siguiendo cada uno de ellos diferentes versiones de la leyenda, pero sin hacer grandes hallazgos más que algunas pocas piezas de oro.
De todos estos últimos exploradores, probablemente el más famoso haya sido Sir Walter Raleigh, célebre expedicionario británico que partió desde el puerto de Plymouth con una flota de cinco navíos y más de cien hombres en representación de la reina Isabel I de Inglaterra en 1595 para internarse en la selva amazónica de la Guayana en busca de la legendaria Manoa, la ciudad del oro llamada por otros El Dorado, y poder opacar con sus descubrimientos al reino de España y sus posesiones en el nuevo mundo. Al alcanzar el delta del Orinoco, las ligeras embarcaciones británicas se internaron río arriba, a través de la tupida vegetación tropical. El inglés se pasó algún tiempo buscando la legendaria ciudad sin resultados, en los sitios donde le indicaban los indígenas, asesinando españoles, saqueando e incendiando poblaciones como Caracas y se instaló a convivir con una tribu de aborígenes a los que convenció de la conveniencia de iniciar una alianza para desalojar de la zona a los españoles. Regresó a su tierra tiempo después casi en estado de mendicidad, habiendo dejado embajadores en distintas zonas de los territorios recorridos, y contó, entre otras cosas, la historia de la posibilidad de aliarse a los indios para derrotar a los españoles, que la ciudad de Manoa existía y que podía hallarse abundante oro en las orillas del Orinoco. Sin haber escarmentado, basándose en sus delirantes planes de descubrimiento y conquista vuelve a partir de Plymouth en junio de 1617 con trece barcos y más de mil hombres. La expedición se convierte en un nuevo fracaso, su hijo muere en un enfrentamiento con los españoles en Santo Tomé, su más importante colaborador, el sargento Kaymis, se suicida, y así regresa vencido y fracasado en junio de 1618 con un solo barco. Su nuevo fracaso lo sentenció a muerte ya que perdió el favor real y ante las quejas del embajador español por su actividad en el Caribe, fue abandonado, condenado y ejecutado con el único objeto de la corona de ralizar una muestra de buena voluntad ante el reino de España. Dejó una obra llamada en castellano "Las doradas colinas de Manoa", publicado en 1599, en la cual describe sus viajes y sus ideas, y recomienda ir a las costas de Sudamérica en busca de El Dorado.
Página siguiente |