- La democracia Ateniense y las fuentes del debate ético-político: el intelectualismo socrático
- El proceso de Sócrates: la condena a muerte de un sofista que no era sofista
- La ironía socrática. ¿Un recurso sofístico?
- El daimón de Sócrates: una anomalía para la sofística
- La mayéutica y la dialéctica socráticas
- El sofista refutador de opiniones y purificador del alma
- Bibliografía
La democracia Ateniense y las fuentes del debate ético-político: el intelectualismo socrático
La Atenas del siglo V a.C. era una democracia radical, restringida pero directa. Los ciudadanos adultos y varones -excluidos los niños, mujeres y esclavos- no sólo tenían el derecho a hablar en la asamblea, sino que era para ellos un deber: discutir, escuchar y decidir. Incluso ante los jueces en caso de ser juzgados debían defenderse por sí mismos, jamás por boca de otros. El dominio de la palabra constituía la mejor garantía para vivir en comunidad, para defender derechos propios y ajenos y para dirigir el destino de la polis convenciendo a los demás ciudadanos de tomar determinadas decisiones.
Sócrates no escribió nada, quedando como ejemplo del poder de la oralidad de la filosofía, y casi nada sabríamos de él de no ser porque un discípulo suyo que de joven quería componer tragedias, Platón, y que acabó inventando el diálogo como género literario-filosófico y haciendo de su maestro el protagonista de casi todas sus obras. Todo lo que sabemos de Sócrates proviene principalmente de tres fuentes: los diálogos socráticos de Platón, las obras de Jenofonte que tratan del filósofo, y una sola comedia de Aristófanes que lo convertía en objeto de risa para el teatro público. A partir de estos materiales, junto con las citas o fragmentos de autores posteriores, que es todo lo que nos queda de los sofistas, los investigadores de todos los tiempos han intentado reconstruir el perfil de todos los personajes y la doctrina que enfrentó en el terreno ético-político al filósofo Sócrates con los maestros sofistas. Es, sobre todo, en la Apología de Platón y en el Critón donde se pueden rastrear los trazos del pensar de Sócrates más nítidamente, pues a medida que avanza en sus diálogos Platón irá incorporando sus propias doctrinas a las de su maestro. En el caso de los sofistas estamos ante escritores y oradores al mismo tiempo, que rivalizaron con Sócrates en el uso de la palabra viva y con Platón en su consignación en la escritura, pero aunque sus obras escritas fueron numerosas, todas ellas desaparecerían y sólo una serie de fragmentos de las mismas reunidos por Diles y Kranz nos permiten realizar la reconstrucción de sus ideas y del importante papel que tuvieron en la era más brillante de la democracia ateniense.
A comienzo de los años 1920 Eugene Dupréel sostuvo la tesis de la inexistencia histórica de Sócrates. Unos veinticinco años después Olof Gigon, en un trabajo que cambiaría el rumbo de los estudios socráticos, afirmó que Sócrates vivió realmente en Atenas donde fue condenado a muerte, pero que aparte de esto y con excepción de ciertos detalles biográficos sin importancia, era imposible saber más acerca de él. Para Agustín García Calvo sería un protoanarquista, para Fernando Savater una especie de reaccionario conservador (siguiendo a I. F. Stone o a Karl Popper) como Platón. Muchos estudiosos religiosos (como Noussan-Letry) se han inspirado en Platón y han interpretado la figura de Sócrates como una especie de Profeta, como un ser profundamente religioso. Lo cierto es que Sócrates será siempre lo que las fuentes ofrecen y el conjunto de interpretaciones que la tradición exegética ha realizado sobre ellas a lo largo de los siglos. Aquí nos interesarán los rasgos más consensuados de su filosofía ético-política en contraposición a los que, también variados, pueden rescatarse de los fragmentos sofísticos y de las lecturas de dos milenios de investigación sobre los mismos.
Los sofistas eran profesionales que cobraban por sus enseñanzas, unas lecciones de índole práctica, como el enseñar a hablar en público y a persuadir (retórica) o convencer a un auditorio. En su mayoría eran extranjeros, luego estaban excluidos del derecho de ciudadanía y, por ello, no podían hablar en la asamblea. Pero lo harán por boca de sus alumnos, para quienes el triunfo social se convierte en la máxima aspiración y en constatación de haber alcanzado la virtud o excelencia (areté). El éxito social es para los sofistas y quienes les siguen sinónimo de virtud y es algo que entre los atenienses de la democracia se adquiere a través del "Eu legein", del bien decir, del buen hablar. Asistimos así al nacimiento del lógos entendido como poder, del dominio del lenguaje como principal cualidad en el concurso por el poder. Saber hablar bien se transforma en el medio de alcanzar el poder o destacar entre los ciudadanos, sin que decir verdad o falsedad tenga que ser tenido en consideración. El interés de los sofistas dejó de lado las especulaciones sobre la naturaleza (physis) de los llamados presocráticos y, aun pretendiendo un cultivo de un saber enciclopédico que abarcase todas las áreas, se centraron primordialmente en las que tenían que ver con la ciudad y el gobierno, esto es, con la política.
Hay que tener en cuenta que el contexto del debate ético-político entre Sócrates y los sofistas se desarrolla en un momento en el que no existían instituciones públicas de enseñanza, pues no era en Atenas sino en Esparta donde el Estado se hacía cargo de la educación de los ciudadanos -una educación de carácter militar dirigida a formar soldados- a partir de los siete años de edad. En Atenas la formación de los ciudadanos corría a cargo de pedagogos privados entre los que llegaron a destacar los sofistas, a quienes el ciudadano medio no podía pagar sus costosos honorarios, pero sí debatir con Sócrates. La prueba de ello la tenemos en el Laques de Platón, donde un ciudadano que habla con Sócrates se lamenta de "no haber tenido ningún maestro", aduciendo que la causa de no haberlo tenido y de no poder tenerlo tampoco en la vejez era que "no puedo pagar sueldos a los sofistas" (186c). Sin embargo, está hablando con Sócrates, lo que no le cuesta ni un óbolo. Precisamente, el filo-espartanismo de Platón, que quiere aunar las virtudes de Atenas y las de Esparta, junto al precedente de las comunidades religioso-sapienciales como las de los pitagóricos, influirán bastante en la creación de la Academia: institución de enseñanza que servirá de ejemplo futuro para la creación de instituciones públicas de instrucción popular.
Los sofistas forman un grupo con particularidades y todos ellos en bloque son oponentes de Sócrates. Por tanto, no trataremos de la oposición particular de cada uno de los sofistas con Sócrates, sino de la oposición del conjunto de ellos frente al filósofo. De los dos sofistas más relevantes, Protágoras y Górgias, a quienes Platón dedicó sendos diálogos (además de consagrarle dos textos a Hipías) provienen las dos doctrinas más célebres de la sofística. A esas premisas son principalmente a las que se opondrá tanto el pensamiento de Sócrates como la filosofía de Platón. Del primero, Protágoras, procede la primera aseveración humanista, e.d., la que sostiene que el hombre es la medida de todas las cosas y centro de todas las cosas; del segundo, Górgias, procede tanto el escepticismo radical frente a la posibilidad de conocer algo y enunciarlo, como la consecuente constatación de que el interés, el poder, la fuerza y la astucia, son el motor de todas las acciones humanas y el fundamento de lo que se dice justo e injusto.
Respecto al llamado debate physis / nomos, los sofistas eran partidarios de escindir esos dos conceptos, que no se corresponden exactamente a nuestros vocablos naturaleza y convención respectivamente, pero que sí alientan la idea de determinación de lo primero frente a indeterminación de lo segundo. Los sofistas afirmaban el carácter no natural del nomos (costumbre, ley) y, por tanto, aunque algunos de ellos pudieran considerar como algo propio de la physis la idea de justicia, como ley de la selva o del más fuerte, separaban dichas ideas de las legislaciones concretas, que concebían como creaciones humanas que podían independizarse del trasfondo biológico y ontológico del ser humano o servirle de dique y contención. De forma relativista y pragmatista consideraban que se podían crear ciudades por medio de una ingeniería social consistente en la aplicación de leyes que atendiesen a los intereses de los habitantes de las ciudades. En calidad de expertos en tales cosas los poderes públicos les encomendaban la creación de legislaciones para sus colonias, como hicieron los atenienses al encomendar a Protágoras la redacción de la constitución para la colonia ateniense de Turios. Por el contrario, para Sócrates, implícitamente, ya es incipiente la necesidad platónica explicitada en sus diálogos de madurez de que hubiese una correspondencia o armonía preestablecida entre la naturaleza del alma y las leyes de la ciudad, vinculándose en él tres órdenes escindidos en la sofística, el de la naturaleza, el de los hombres y el de los dioses.
Sócrates se ocupó de los mismos temas que los sofistas pero desde una concepción del mundo radicalmente distinta y definiendo sus mismos conceptos o buscando una definición de éstos mismos de sentido contrario, extremadamente diferente. Para Sócrates, la verdadera sabiduría consiste en remontarse desde las cosas bellas, buenas, justas, hasta la belleza, la bondad y la justicia "en sí", es decir, en llegar a la esencia de esas cosas, a la definición universal. Saber equivale a ser bueno, ya que la nitidez intelectual coincide con la rectitud ética (intelectualismo socrático): conocimiento y virtud se identifican. De ahí que insista Sócrates frente a los sofistas en que la virtud es la perfección del espíritu hasta el máximo y no el logro de honores, de dinero o de poder. En su opinión, la política debería de estar indisolublemente unida a la ética si se quería que las ciudades se gobernasen justamente y que se contase en ellas con ciudadanos excelentes. La premisa socrática es que se puede conocer y avanzar en el saber y la virtud conjuntamente, aunque se postule a sí mismo como alguien siempre en camino de aprender y nunca alcanzando un determinado grado de saber y de virtud.
Lo cierto es que todos los diálogos socráticos de Platón son todos ellos aporéticos, es decir, no llegan a ninguna conclusión. De ahí que la única conclusión válida a la que solía llegar Sócrates en sus conversaciones fuese el rechazo de las opiniones admitidas sin previo análisis y el reconocimiento de la ignorancia de todos los interlocutores. Sobre todo, en cuanto a lo que es, en definitiva, la virtud sometida a examen, definición de la excelencia que al no verse resuelta plenamente provoca la incitación socrática a comprometerse en proseguir la búsqueda sin cesar. Es sabio quien conoce lo que es la virtud y en eso consiste también ser virtuoso. Si para Sócrates no puede hacerse el mal sino por ignorancia, tampoco es posible que un ignorante haga el bien, puesto que saber y virtud se identifican. Ante lo que parecería una refutación empírica de su doctrina, esto es, los más inteligentes se hacen con el poder y cometen iniquidades manejándolo en interés propio y no en función del bien común, la doctrina socrática es irrefutable, dada su definición. Los sabios, los que conocen, sólo pueden hacer el bien, luego si vemos a un personaje muy inteligente que accede al poder y comete iniquidades, entonces, no estamos ante un sabio, sino ante uno que parece ser sabio sin serlo en realidad.
Para ser exactos diremos que también Sócrates y los sofistas se interesaron, en cierto modo, por la relación entre lo eterno y lo permanente, por un lado, y lo que fluye y se transforma, por el otro, como los llamados filósofos presocráticos. Pero lo que ocurre es que se interesaron por éstas cuestiones en lo que se refiere a la moral de los seres humanos y a los ideales o virtudes de la ciudad. Si para Sócrates era necesario encontrar la unidad de la virtud y el secreto de su permanencia, para los sofistas la excelencia era relativa y cambiante dependiendo del contexto en el que ésta se hubiese de desenvolver y determinar.
Hay un cierto recelo socrático -y también platónico- ante esos sofistas cosmopolitas y desarraigados que degenerarían a su modo de ver la paideia (educación) al pretender ponerla a la altura de los nuevos tiempos. Al mismo tiempo, es claramente perceptible la franca admiración socrática por los más eminentes sofistas, como es el caso de Protágoras, e incluso se indica, quizás con ironía, que en alguna ocasión Sócrates llegó a pagar por unas lecciones del ya no tan admirado ni admirable sofista Pródico de Ceos.
El proceso de Sócrates: la condena a muerte de un sofista que no era sofista
En el proceso de Sócrates se juzgó y condenó, por impiedad (asebeia) y corrupción a los jóvenes, a un hombre concreto. Pero se le condenó porque se creyó ver en él, equivocadamente, una figura representativa de la sofística. Se juzgó y condenó en su persona a aquellos personajes que ponían en duda la existencia de los dioses, cuestionaban la autoridad de los padres y relativizaban los más firmes principios sobre los que se asentaba la sociedad. En su defensa, el Sócrates platónico comenzará rechazando las acusaciones que le hace, no ya el tribunal, sino la sociedad ateniense, considerándola una falsa opinión de la gente de Atenas reflejada por boca del comediógrafo Aristófanes en su obra Las Nubes. Estas acusaciones de la sociedad son las que se le harían a un sofista, la de hacer más fuerte el argumento más débil y la de enseñar esto a los jóvenes (Apol. 17a-20a).
El mismo Protágoras tuvo que sufrir también un proceso por impiedad, al igual que, dos generaciones más adelante, el propio Aristóteles, quien huyó de Atenas "para no dar a los atenienses ocasión de atentar por tercera vez contra la filosofía". Pese a que la crítica de la tradición estaba bastante aceptada socialmente, en contadas ocasiones la osadía de los pensadores rebasaría los límites de lo permisible y provocaría una reacción que, generalmente, exceptuando el caso de Sócrates, se saldaría con la huida del encausado hacia otros territorios, hasta que la irritación suscitada contra él se fuese apagando y pudiera volver. Las contadas acusaciones de impiedad escondían en realidad recelos políticos, como las acusaciones a Anaxágoras y Aspasía, al amigo y a la compañera de Pericles respectivamente. Pues se trataba con ello de atacar al gobernante demócrata, un medio indirecto de sus rivales aristócratas de dañar al oponente político perjudicando a sus allegados. El caso de Sócrates fue el inverso, algunos de sus discípulos (como Cármides, Crítias y Alcibíades) formaron parte del partido oligárquico y dañaron notablemente a la democracia y a sus partidarios, de manera que el proceso de Sócrates tenía un trasfondo político: se quería perjudicar al pensador a causa de los males que habían provocado algunos de sus díscolos y desobedientes discípulos a los partidarios de la democracia.
Al juzgar a Sócrates, era difícil que se consiguiera la culpabilidad y más aún la pena de muerte, pero para salvar ambas cosas el filósofo tenía que humillarse y echar a perder la imagen de rectitud moral cuyo ejemplo era su propia vida. Según el sistema judicial ateniense, para salvarse, tendría que haber reconocido su culpabilidad y haber propuesto una pena contra sí mismo -como por ejemplo el destierro-, lógicamente esto no iba a suceder y, por tanto, no quedaba al tribunal otro camino que condenar al acusado de acuerdo con la propuesta del acusador. La muerte de Sócrates quedaría, de este modo, como ejemplo imperecedero de la necesidad moral para el hombre de defender sus convicciones más que su vida, cosa que le distinguiría de los sofistas, que defenderían su vida a cualquier precio. Ante la muerte se mostrará Sócrates imperturbable a través de un razonamiento que hará célebre Epicuro y su escuela hedonista y que se convertirá en baluarte de todo el agnosticismo occidental: "Temer a la muerte no es otra cosa que creer ser sabio sin serlo, pues es creer que uno sabe lo que no sabe" (Apología 29a). Si bien más adelante, en el mismo diálogo, contemplará también la posibilidad de la vida ultraterrena (Apol. 40c-42a), aunque en Sócrates parezca teñida de ironía. No será hasta el Fedón, diálogo sobre la inmortalidad del alma, en que Platón saque la consecuencia de que hay que aprender a morir y se tiña la muerte de Sócrates de un trasfondo religioso.
En el diálogo platónico Critón se le presenta a Sócrates la posibilidad, verosímil históricamente, de que escape de la prisión y salve su vida ya condenada. Pero el filósofo se niega, diciéndole a Critón que "no hay que considerar lo más importante el vivir, sino el vivir bien" (48b). Prefiere sufrir la injusticia a cometerla y se muestra contrario a la Ley del Talión, al Código de Dracón que imperaba antes de Solón, no aceptando que se cometa injusticia en ningún caso, ni siquiera hacia el que la comete con nosotros. Los atenienses condenan a Sócrates injustamente, pero él no puede responder de la misma manera, huyendo y siendo injusto con ellos y con sus leyes, sino acatándolas. La ciudad se asienta sobre sus leyes y éstas deben ser acatadas aunque sean injustas, porque su violación supone la destrucción de la ciudad (Crit. 50a-d). En esto la conducta de Sócrates, que quedará como emblema ético para la posteridad, se sugiere opuesta a la de los sofistas.
Otra diferencia notable con los sofistas es que Sócrates no se preocupó nunca de los asuntos políticos, ni familiares, ni de acumular riquezas, sino que pasó su vida "intentando convencer a cada uno de vosotros de que no se preocupara de ninguna de sus cosas antes de preocuparse de ser él mismo lo mejor y lo más sensato posible" (Apol. 36c). De ese modo pensaba haber alargado su vida, pues considera que el hombre honesto dedicado a la política vive poco tiempo (Apol. 31b-32a). Su actividad era indirectamente política, como la de los sofistas, pero en su caso siendo él ciudadano ateniense y autoexcluyéndose de la vida política convencional por considerarla corrupta y necesitada de regeneración desde fuera. Su intervención política se realizaba indirectamente, como la de los sofistas, en la medida en que se llevaba a cabo a través de la enseñanza de cada ciudadano (polités) en la ciudad (polis).
La ironía socrática. ¿Un recurso sofístico?
La insistencia de Sócrates en ser considerado como un buscador de la verdad, en lugar de como un representante de la sabiduría, en oposición a los sofistas, marca un apartamiento de esa tradición en que el sabio aparecía como un didáskalos tês aretês (maestro de la virtud), como un maestro de excelencia, que decía ser Protágoras (318a-c) en continuidad con los sabios de antaño. El rechazo de la opinión general, de la doxa (opinión), por persuasiva que pudiera ser, como criterio de referencia valorativa, hace que Sócrates se sitúe como un individuo marginal, en buena parte anti-social; un tipo a menudo paradójico respecto a sus conciudadanos, incomprensible dentro o fuera de la ciudad. Pero un individuo que no renunciaba a desempeñar su papel de guía de la comunidad hacia el objetivo general: una existencia justa y feliz. Sócrates no se dedica a enseñar, sino a dialogar, porque reconoce a todo el mundo que él lo único que sabe es que no sabe nada. Su método de enseñanza es procurar y ayudar al discípulo a que desarrolle sus propias ideas, en lugar de, como los sofistas, inculcar una serie de doctrinas establecidas para que se elija la más conveniente o la más ajustada a las necesidades de cada cual.
Si confrontamos la frecuente manifestación socrática de ignorancia con la declaración del oráculo de Delfos consultado por Querefonte, que lo tenía por el hombre más sabio de Grecia (Apol. 20e), podemos atribuir su constante aseveración de ignorancia, no sólo a una gran humildad, sino al ejercicio de otro de los elementos fundamentales de su método dialéctico: la ironía. Sócrates no se tiene por sabio (sophós) sino por amante del saber (filo-sophos). Ironiza al proclamar que no sabe nada y que quiere que los demás le enseñen y de esta forma dialoga con muchos hombres (entre ellos numerosos sofistas y alumnos de sofistas) llevándoles de aporía en aporía y obligándoles a reconocer que en realidad no saben aquello que pretenden enseñar. Luego les demuestra que aún están muy lejos de la sabiduría que creían poseer y han de hacer como él, buscar humildemente.
Entre los sofistas y Sócrates se daba pues un enfrentamiento por hacerse con la influencia educativa de las nuevas generaciones de ciudadanos atenienses, el filósofo comprendiéndolo como un deber ciudadano y sin recibir emolumentos por ello, los sofistas, en cambio, cobrando por sus enseñanzas y proponiéndose como entrenadores de los mejores ciudadanos a cambio de unos honorarios.
El dios délfico Apolo le plantea un enigma a Sócrates al llamarle sabio y éste parte en busca de un sabio que refute al oráculo, pero ni entre los políticos ni entre los poetas, ni tampoco entre los artesanos encuentra un solo sabio. Con lo que termina interpretando el oráculo como un aviso de que el hombre sabio es el que conoce su ignorancia (Apol. 23b) y entonces recibe como la tarea o mandamiento divino el de desenmascarar a los que se creen sabios sin serlo. De este modo resulta que Sócrates es en realidad el más sabio porque mientras los sofistas se creen sabios y no lo son, él es consciente de su ignorancia: "al menos soy más sabio que él en esta misma pequeñez, en que lo que no sé, tampoco creo saberlo" (Apol. 21d). Pero como Sócrates utiliza en muy numerosas ocasiones los recursos sofísticos para derrotar a los sofistas con sus propias armas, parece que al menos la retórica y la erística son dos destrezas que domina tan bien como sus adversarios, aventajándoles con sus propios recursos distintivos. El problema que el sistemático uso de la ironía conlleva para los investigadores de toda la historia de Occidente reside en que no se puede discriminar con nitidez cuando está hablando en serio y cuando está hablando en broma, con lo cual, lo que unos exegetas toman por irónico otros lo pueden tomar con una firme y seria aseveración.
Del hecho de que Sócrates haya hablado, según nos cuenta Platón, de que su labor filosófica era una misión divina y que existía un daimón (genio personal, personificación mítica del carácter íntimo y último de cada cual) que le prohibía vivir y actuar como los demás, algunos investigadores religiosos han interpretado la vida y obra de Sócrates como la de un profeta místico y piadoso, comparándolo reiteradamente con Jesús de Nazaret, quien también sufriría un proceso y condena a muerte Así, por ejemplo, el filósofo Sören Kierkegaard tomará la figura de Sócrates como ejemplo de la vida ética, de un estadio intermedio entre el estético (al que pertenecerían los sofistas) y el religioso (al que pertenecerán los cristianos). Las interpretaciones de Sócrates han sido variadas desde la antigüedad y la religiosa no deja de ser una de ellas que no se debe racionalmente desdeñar. Pese a pertenecer a los estudiosos de Grecia que le han dado un papel a lo irracional en el mundo helénico, el filósofo Friedrich Nietzsche, sin embargo, situó a Sócrates como el símbolo racionalizador del mito y, por tanto, como el causante de la muerte de la tragedia. Los investigadores no-religiosos que estudian a Sócrates consideran las menciones socráticas acerca de su misión divina y acerca de su daimón como expresiones propias de su ironía y de su irritante método de indagación y refutación, ofreciendo interpretaciones también consistentes con las noticias sobre el filósofo, pero sin aceptar esa religiosidad que, en base a dichos elementos, frecuentemente se le ha atribuido al pensador de Atenas.
En cualquier caso, la ironía se nos aparece como una actitud sofística, ciertamente, en lugar de como una actitud veraz, de donde surge el problema de conciliar en el mismo personaje la astucia de ironizar con la pretensión de llegar a la verdad. Sócrates, tal y como se nos muestra en las fuentes primarias sobre su quehacer filosófico, no deja de presentar importantes ambigüedades, resultando más difícil desentrañar su perfil que el de sus antagonistas los sofistas.
El daimón de Sócrates: una anomalía para la sofística
Teniendo en cuenta que a Sócrates se le puede incluir dentro del movimiento sofístico, ya que tiene más elementos comunes con tal grupo que con ningún otro, su peculiaridad y su salirse de tal grupo no sería tan manifiesto en los temas de sus conversaciones como en su propia manera de vivir. Hay una adecuación entre vida y pensamiento, entre teoría y praxis, una autenticidad, que falta en los sofistas, más ligados al teatro, a la poesía, al fingimiento y al engaño, siempre y cuando fuesen necesarios para triunfar en la discusión y alcanzar poder y dinero. Pero lo más sorprendente de la figura de Sócrates es que tal autenticidad no es una decisión que se hubiese impuesto a sí mismo, sino que la presenta de un modo no precisamente irónico y sí de forma inconmensurable con la sofística, esto es, como una exigencia que le vendría no de los dioses ni de los hombres, sino de una especie de genio interior o carácter íntimo que resultaría imposible no seguir: el daimón.
La palabra daimón significa en griego una figura divina intermedia entre los dioses y las divinas potencias naturales. Proviene del verbo dainimai que significa "repartir" y alude a una figura divino-intermedia que reparte. No es la fuente etimológica de la palabra "diablo" como a veces se dice por error, que en griego procede de la palabra "diabolé" (ya empleada en el sentido original de calumnia, acusación falsa en la Apología platónica, de donde "diablo" vendrá a significar "el calumniador" y de ahí, un desplazamiento semántico lo llevaría al griego del Nuevo Testamento, donde "diábolos" ya querrá decir: "el espíritu maligno"). La palabra griega para felicidad es "eu-daimonía" es decir "que los daimones sean propicios", luego parece que habría habido en la concepción mítica de la Grecia antigua tanto daimones propicios como nefastos, aunque Sócrates les otorgue exclusivamente la misión propicia, seguramente debido a que en la teodicea platónica no puede provenir el mal de lo divino. También al denominar a los rivales de los atenienses, a "Los espartanos", en griego clásico, se dice "oi Lakedaimonioi", lo que les revela como pueblo daimónico. El "daimón" aparece ya en la Lírica griega arcaica (como en Teógnis) y también entre los llamados presocráticos, como en Heráclito, que enigmáticamente dice: "El carácter (êthos) del hombre es su daimón" (Heráclito, DK119).
La primera explicación del especial daimón de Sócrates la proporciona Platón por boca de su maestro de la siguiente manera: "Quizás pueda parecer extraño que yo privadamente, yendo de una a otra parte, dé consejos y me meta en muchas cosas, y no me atreva en público a subir a la tribuna del pueblo y dar consejos a la ciudad. La causa de esto es lo que vosotros me habéis oído decir muchas veces, en muchos lugares, a saber, que hay junto a mí algo divino y demónico; esto también lo incluye Meleto en la acusación burlándose. Está conmigo desde niño, toma forma de voz y, cuando se manifiesta, siempre me disuade de lo que voy a hacer, jamás me incita. Es esto lo que se opone a que yo ejerza la política" (Apol. 31c-d). En Eutidemo, Sócrates indica -como en otros lugares- lo que ya era conocido de su proceder, que lo que ocurría no era casual, sino debido a la aparición de la "consabida señal demónica" (272e). En la iconografía cristiana hasta nuestros días el especial daimón socrático tomará la forma de esas dos vocecillas, una diabólica que incita a cometer actos injustos y otra con forma angelical que disuade de hacer el mal. Y lo único cierto es que nada de esto aparece en los sofistas.
En el Crátilo, después de examinarse a los dioses como lo más elevado, pregunta Sócrates "¿qué podríamos examinar después de esto?" a lo que contesta Hermógenes: "Es evidente que a los démones, a los héroes y a los hombres"; a lo que replica Sócrates: "¿A los démones? ¿Y qué querrá decir de verdad, Hermógenes, el nombre de démones?" (Crátilo 397e), dándose por respuesta, siguiendo a Hesíodo (Trabajos y Días 121ss) y su Mito de las Edades, que los démones son la primera generación paradisíaca de hombres, los hombres de oro, convertidos tras la muerte en espíritus guardianes protectores de los hombres. De ahí proviene la figura cristiana de El Ángel de la Guarda: "Cuando fallece un hombre bueno, consigue un gran destino y honra y se convierte en daimón en virtud del nombre que le impone su prudencia. Así es, que yo también sostengo que todo hombre que sea bueno es demónico, tanto en vida como muerto, y que recibe justamente el nombre de daimón" (Crátilo 398c). Y, luego, en el Banquete (202d) dirá Sócrates que Eros, si bien no es un dios porque carece de lo propio de los dioses, no por ello ha de ser un mortal: porque hay un medio entre lo uno y lo otro. Indica entonces que Eros es un gran daimon y los daimones son los que conectan a los dioses y a los hombres. Pero el Eros socrático-platónico del banquete no encaja ya con la caracterización del daimón socrático como la voz que solamente disuade y nunca incita, ya que Eros incita y mucho.
La interpretación del significado y sentido del daimón socrático es, como puede apreciarse, sumamente huidiza y difícil, pero no ha dejado de ser abordada por los filósofos posteriores hasta llegar a la contemporaneidad. Así, por poner un solo ejemplo entre muchos, en su Ensayo sobre las visiones de fantasmas, el filósofo Arthur Schopenhauer, sitúa al daimón de Sócrates entre los "presentimientos", en el grado inferior de su categorización de los sueños; conceptualizado como "sospecha" y "reminiscencia" de los llamados "sueños teoremáticos". Dice por tanto Schopenhauer: "De esta clase era también el demonio de Sócrates, esa voz interior que le disuadía en cuanto se decidía a emprender algo perjudicial para él, pero sin llegar nunca a aconsejarle". Un presentimiento semiconsciente de ir o no encaminado en las palabras y acciones acompañaba a Sócrates, algo que sería completamente ajeno a toda la pléyade de los sofistas. Y, sin embargo, ya un filósofo contemporáneo y muy actual, Peter Sloterdijk, al final del primer volumen de su trilogía sobre las Esferas, señala, sin distinguir entre lo socrático y lo sofístico, que los daimones en Grecia serían un símbolo que remitiría al origen de los maestros de Occidente, a los "espíritus provocadores y amplificadores anímicos profesionales: un fenómeno que entre los griegos condujo al descubrimiento de la escuela y a la transformación de los daimones en maestros" (Excuso 5). Unos padres segundos, no biológicos, con hijos intelectuales surgidos de la historia de la pedagogía institucionalizada.
La mayéutica y la dialéctica socráticas
El diálogo socrático al igual que el platónico discurre a través del preguntar. Sócrates asedia a sus interlocutores a preguntas, de ahí que se ganase el mote o sobrenombre de "el tábano"; en lugar de dar certeras respuestas, invita a sus codialogantes a pensar con él. Cuando con Sócrates se reúnen las gentes a dialogar no hay maestro y alumnos sino que todos se sirven de los demás e intentan alumbrar la verdad, o al menos, avanzar en su dirección. El hombre más sabio de Grecia dice no saber y con ello afirma que el reconocimiento de la ignorancia es el primer paso que debe dar el amante del saber. Precisamente por eso, es el hombre más sabio y al mismo tiempo puede decir que no sabe nada.
La forma de abordar a los atenienses que tenía Sócrates no debía de dejar de causar desagrado. Su fórmula de interpelación era la siguiente: "Mi buen amigo, siendo ateniense, de la ciudad más grande y más prestigiosa en sabiduría y poder, ¿no te avergüenzas de preocuparte de cómo tendrás las mayores riquezas y la mayor fama y los mayores honores, y, en cambio no te preocupas ni interesas por la inteligencia, la verdad y por cómo tu alma va a ser lo mejor posible?" (Apol. 29d-e). La primera preocupación era la que venían a cubrir los sofistas (areté -excelencia, para los sofistas), mientras que para Sócrates constituye una preocupación secundaria, siendo primaria la perfección del alma (areté -excelencia, para Sócrates), entendida como la capacidad de hacerse intelectual-moralmente mejor del ser humano: "No sale de las riquezas la virtud para los hombres, sino de la virtud, las riquezas y todos los otros bienes, tanto los privados como los públicos" (Apol. 30b).
Estamos ante el primer intelectual de la historia universal, si por intelectual entendemos aquél hombre que tiene por oficio el aprender. De él nos diría Cicerón que "hizo que la filosofía bajara del cielo a la tierra, y la dejó morar en las ciudades y la introdujo en las casas, obligando a los seres humanos a pensar en la vida, en las costumbres, en el bien y en el mal". No se detuvo en las reflexiones de sus predecesores los filósofos de la naturaleza, sino que, como los sofistas, aunque de manera muy diferente, se preocupó ante todo por el ser humano y procuró inculcar esta actitud entre los ciudadanos de Atenas.
Para encontrar la verdad, que anida dentro de todo hombre, hay que ayudar, no enseñar. Ayudar mediante la dialéctica, o el método de las preguntas y respuestas, por medio de las que el hombre que no sabe "da a luz" (mayéutica) la verdad. Por eso dirá Sócrates en el Teeteto (149a) que su labor es la de una partera del conocimiento: "¿No sabéis que mi oficio es ser comadrón (mayeutikós), como el de mi madre?". Pero Sócrates no sólo indica no saber nada sino que además señala en el diálogo antedicho que al igual que las comadronas es estéril y sólo capaz de hacer que otros alumbren pero no de dar a luz ninguna idea por sí mismo. Por eso demostrará en el Menón que incluso un esclavo, sabe geometría. El esclavo no se habría dado cuenta hasta su encuentro con Sócrates de la posesión de este saber.
El sofista refutador de opiniones y purificador del alma
Precisamente el antagonismo entre Sócrates y los sofistas constituyó el principio de la evolución de este término hasta su connotación peyorativa, que perdura aún hoy en día. En Homero una sophía (sabiduría) denota una habilidad o destreza de cualquier género. La palabra sophistés (sofista, sabio) les fue aplicada tanto a los Siete Sabios de Grecia como a los filósofos presocráticos. Volvería a tener un sentido honorable o distinguido aplicado a los profesores de retórica griega y filosofía en el Imperio Romano. Pero de nuevo caería bajo la crítica y en el 161 a.C. los profesores de retórica serían expulsados de Roma.
En el tardío y complejo diálogo El Sofista Platón perseguirá delimitar a ese personaje característico de su tiempo encontrando siete definiciones para el mismo: 1) cazador, por salario, de jóvenes adinerados (222a-223b); 2) mercader de los conocimientos del alma (223b-224d); 3) comerciante al por menor de conocimientos (224d); 4) fabricante o productor y comerciante de conocimientos (224e); 5) discutidor profesional (225a-226a); 6) refutador de opiniones y purificador del alma (226a-231c); 7) sabio aparente, mago e ilusionista que hechiza con imágenes (232a-237b).
Así, dentro de este grupo de definiciones despectivas de sofista, que desentrañan la polisemia de tal término, Sócrates quedará enmarcado en el sexto tipo, como un caso particular dentro de la variedad de personajes a los que se alude con dicha denominación: "Extranjero: ¿Y no prometen también producir cuestionadores de las leyes y de todo cuanto tiene que ver con la política? Teeteto: Nadie hablaría con ellos, por así decir, si no prometieran eso" (Sofista 232c-d). Sócrates hace lo mismo pero no en cuanto apátrida extranjero o sabio itinerante, sino como ciudadano de Atenas que concibe de ese modo su deber.
Como hemos visto a lo largo de este tema es en el siglo V a.C., en pleno desarrollo de la democracia ateniense, cuando aparecen los sofistas, esos maestros ambulantes, forasteros en todas las polis, sabios que venden su saber. Enseñan, cobrando a los jóvenes pudientes de noble linaje y buena familia, saberes prácticos, descartando, como secundarias, las abstractas discusiones presocráticas sobre la Física (cosmología) para introducir nuevos problemas: antropología, lingüística, derecho, política. Critican las costumbres, la religión, las instituciones, e introducen en la ciudad el relativismo, al enseñar el discurso doble, o sea: saber discutir el Si y el No de una misma cuestión.
En este punto las lecciones de Hegel sobre el tránsito de los sofistas a los socráticos son esclarecedoras: "Por el camino de estos razonamientos se puede ir muy lejos (a menos que se tropiece con la falta de cultura, pero los sofistas eran personas cultísimas), puesto que, si lo importante son las razones, por medio de razones puede probarse todo, pues para todo cabe encontrar razones en pro y en contra; sin embargo, estas razones no pueden nada en contra de lo general, del concepto. En esto consiste, pues, según se trata de hacer ver, el crimen de los sofistas: en que enseñan a deducirlo todo, cuanto se quiera, lo mismo para los otros que para sí; pero esto no depende de la característica propia de los sofistas, sino de la del razonamiento reflexivo". Frente al raciocinio reflexivo propio de la sofística, capaz de justificar cualquier cosa y de apuntalar como juicio cualquier prejuicio, surge la pretensión de la filosofía de origen socrático de no cejar en el empeño de alcanzar la verdad del concepto universal. Así, la historia de la filosofía, a lo largo del tiempo diacrónico, habrá de moverse sincrónicamente a través de un espacio gnoseológico discreto, en el justo medio de una topología intelectual que oscilará entre el no saber nada (escepticismo), la plena ignorancia, y el saberlo todo (el alcance de lo absoluto), la completa sabiduría, como límites del conocimiento y ámbitos de la verdad.
Bibliografía
Platón Diálogos. Biblioteca clásica Gredos. (Volúmenes I-VII).
Volumen I: Diálogos socráticos: Apología; Critón; Eutifrón; Ión; Lisis; Cármides; Hipias Menor; Hipias Mayor; Laques; Protágoras. Madrid 1985.
Sofistas: testimonios y fragmentos. Gredos. Madrid 1996.
Jenofonte Recuerdos de Sócrates. Apología. Simposio. Alianza editorial. Madrid 1967. (Traducción de Agustín García Calvo).
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