En el proceso de construcción de la autoestima el individuo asume como propios una serie de valores aprendidos de otros (generalmente los padres) empleados después como criterios para evaluar positiva o negativamente intervenciones personales frente a determinadas situaciones. La autoestima se convierte así en una extensión muy importante del auto concepto, en la medida en que creemos ser buenos o malos (al enfrentar y resolver nuestras dificultades personales) o pensamos que somos "valiosos" o no (Rogers, 1982).
Siguiendo esta línea de razonamiento, sugerimos que otro aspecto crucial en el desarrollo de la autoestima es la emergencia y estabilización de un sistema de significado personal, en el cual los eventos particulares, las cosas, las personas y todos los objetos sociales ocupan lugares determinados, poseen específicidades axiológicas muy bien definidas, y constituyen una condición previa para que el individuo establezca con el mundo relaciones estables, ordenadas y duraderas. En la configuración de tal sistema juegan importante papel las creencias sobre sí mismo, cuya confirmación es una condición necesaria para el bienestar psicológico; su desconfirmación puede alterar gravemente el sistema.
En términos rogerianos se acepta que la tendencia básica del individuo, además de mantenerse bien físicamente, consiste en intentar desarrollarse hasta su máxima capacidad apelando al crecimiento para diferenciarse, para hacerse más autónomo y para lograr niveles de socialización cada vez mejores. También en la base de la construcción de la autoestima y como referencial básico para la estabilización del sistema de significado personal, se halla lo que Rogers (1951) denomina consideración positiva ('positive regard'). Conforme a este punto de vista, es a partir de las comparaciones que hacemos con eventos y conductas ajenas que la propia conducta es afectada, y el yo deviene un dato valedero para la elaboración de construcciones individuales que dan estabilidad, consistencia y continuidad a la noción de persona, y nos ayudan en la organización de la experiencia vital para devenir plenamente individuos diferenciados.
Conviene agregar que, contrariamente a lo que ocurre con el resto de los animales, el ser humano posee una noción de identidad que rebasa lo puramente actual y que constantemente se desplaza entre el presente, el pasado y el futuro. Esa noción de identidad no solamente estará determinada por actos conductuales puros, sino que será una acumulación de complejas cogniciones, roles, estilos verbales, perspectivas de diferenciación y opiniones, al principio organizadas en torno a necesidades biológicas elementales y más tarde fundadas alrededor de estimulaciones e influencias sociales de naturaleza muy distinta.
Independientemente de los cambios actuales que puedan ocurrir en el entorno individual, siempre habrá en la persona una necesidad de conexión directa con estados temporales pasados y futuros, a fin de garantizar continuidad en el ser y en el hacer. La persona, además, necesita aferrarse a la creencia de que hoy puede ser igual que ayer y no distinta de mañana. Es la noción de consistencia, la protección mayor a su disposición contra las amenazas a su yo real. Debe, además, confiar en las memorias que conserva del pasado y emplearlas como recurso válido para mantener su sentido de identidad, haciendo que su ciclo vital actual (su ahora) pueda fundarse en motivos y actitudes que fueron y siguen siendo dominantes. Es el mecanismo por el cual la persona otorga estabilidad a su sistema de significado personal.
Interacción, aprobación social y autoestima
Para evitar que el mundo experiencial se convierta en un caos inmanejable, el niño deberá comenzar por dividir su sistema conceptual e integrarlo en dos ramificaciones mayores, emparentada la una con el yo y la otra con el no-yo. Cada rama deberá contener ítems de distinta polarización: habrá ítems positivos, capaces de generar aprobación social y de procurar una identidad continua, consistente y estable, y también habrá ítems negativos, definidores de todo aquello capaz de producir discontinuidad, inconsistencia e inestabilidad y cuya concientización deberá ser el mecanismo que, en primera instancia, actuará como separador del yo no-yo.
Inicialmente la rama del yo deberá integrarse por sensaciones somáticas indicadoras de una presencia corporal real con mecanismos, movimientos, conductas y acciones ligadas a las 'cosas' o eventos que se juzgan "propios" y que el niño considera posesiones integradas a la emergente identidad. Un brazo y sus movimientos o la boca y sus sonidos son parte de ello, del mismo modo que lo son también mamá, su forma, sus sonidos y sus actos. A partir de esta mezcla naciente de somatizaciones, gradualmente debe producirse una separación entre adquisiciones que forman parte de lo propio y otras que se incorporan de lo extraño: aquellas que son específicas del yo (un yo bastante difuso todavía) reconocidas como genuinamente propias, y las que proceden de otras personas y eventos (un no-yo todavía indiferenciado), que se asumen como ajenas.
La rama del no-yo deberá comenzar a ser integrada cuando ocurre esta primera separación. El niño comienza a reconocerse como poseedor de un cuerpo, una secuencia de actividades, un nombre, un sexo, etc. y asume funciones derivadas y auto conceptualizaciones primitivas no intercambiables con ninguna otra identidad en el entorno. El sistema así derivado es único y, al mismo tiempo, portador de inconsistencias y grandes diferenciaciones, gracias a las cuales progresivamente se convierte en un sistema estable. Esa estabilidad deberá quedar mucho mejor cimentada cuando las sensaciones propias y ajenas se reconocen como agradables o desagradables y entonces se decide la escogencia de unas y el rechazo de otras.
Inevitablemente, en la configuración de este sistema la fuente mayor de información son los otros significativos. Una adecuada confirmación de la identidad personal en gran parte procede de aquellas personas con quienes mantenemos relaciones intensas a largo plazo y cuyas posiciones en el sistema de significado personal son relevantes (padres, maestros, compañeros, amigos). Y los nódulos de la información confirmatoria deben hallarse contenidos en la propia interacción. O lo que es lo mismo: nuestros niveles de autoestima deben resultar confirmados por aquellos que son fuente de aprobación, y que afectan tales niveles no solamente mediante sus declaraciones verbales sino a través de actitudes que expresan afecto, admiración o respeto.
La información así obtenida del ambiente determina nuestros procesos autodescriptivos en dos formas: por un lado, configura nuestra verdadera identidad procurándonos consistencia interna y, por el otro, mejora los esquemas de adaptación al mundo externo, reduce la incertidumbre y robustece las autoevaluaciones. Esta dependencia en información confirmatoria es la necesidad de aprobación. De otro modo: experimentar la aprobación y el respeto ajenos es una de las vías principales a disposición del individuo para iniciar en buena forma el respeto de sí mismo.
La eliminación de incertidumbre conduce a los niños no solamente a la construcción de auto conceptualizaciones (cómo se perciben y cómo son percibidos por otros) sino también a una serie de nociones acerca de cómo prefieren ser. En algunos niños el yo ideal es congruente con el yo real, y las aspiraciones subsidiarias para ser más de lo que actualmente son, no existen. En otros niños las discrepancias que se observan son profundas. Y construir el yo ideal resulta ser un objetivo distante y difuso hacia el cual se dirigen entresacando características y rasgos deseables que observan en personas admiradas de su entorno.
La importancia que tiene la aprobación social la aprende el niño desde muy temprano, cuando descubre que existe una relación estrecha entre la aprobación que recibe de sus padres y el conjunto de recompensas tangibles ofrecidas en forma de abrazos o regalos. Conforme el espacio social se expande, el niño encuentra que la aprobación de sus compañeros es un indicador certero de la medida en que puede aspirar a ser aceptado, tolerado o asistido en momentos de necesidad. Un poco más tarde, la escuela y sus agentes también producen en el niño el mismo efecto, siempre y cuando puedan hacerle sentir que su comportamiento, sus esfuerzos y sus cualidades están recibiendo la adecuada valoración.
Al ingresar el niño en el dominio de las conceptualizaciones ajenas se convierte en un constructor asiduo de yo sociales variados, productores de diferentes impresiones para gente distinta. Al hacer tal cosa en el hogar, la comunidad familiar inmediata o en la escuela, estará asumiendo también una serie de normas y principios de gran eficiencia social, cuya favorable evaluación producirá niveles de autoestima positiva. Al mismo tiempo irá construyendo una territorialidad muy personal basada en la experiencia y en el diagnóstico de sus efectos, con lo cual aprenderá a correr riesgos. Y a entablar negociaciones con otros significativos, buscando así mayor control personal vía eliminación de incertidumbre. Inevitablemente estará también creando posibilidades para menguar su autoestima por la vía del fracaso…
Esto hace que muchas veces el yo ideal sea una entidad realista y otras veces resulte pura fantasía. Los psicólogos clínicos creen que las grandes discrepancias entre el yo ideal y el yo real son signos de una condición no saludable. Otros piensan que tal cosa es más bien signo de madurez y no de perturbación (Katz, Sigler y Zelk, 1975). De todas maneras, la construcción de este sistema personal de referencia debe ser intensamente cubierto por el niño durante los primeros 2-5 años de su vida. Es el período del pleno auto reconocimiento consciente, que se inicia con el manejo de los datos corporales (el yo somático) y finaliza con la asunción de responsabilidades y la producción de aspiraciones (el yo social).
Auto representación: algunas diferencias
Como derivación directa de la construcción que emprende el individuo de su sistema de significado personal, en el decurso del desarrollo surge una gama variable de auto representaciones. Algunas son negativas. Otras son positivas. Las unas pertenecen a la experiencia actual. Otras son el resultado de experiencias pasadas. Hay otras que se forman y mantienen sobre la base de datos que transitoriamente se manejan para su aplicación en el futuro. Unas definen al individuo tal como realmente es o tiene que ser y otras lo definen como quisiera (o no quisiera) ser
Una primera diferencia entre auto representaciones puede ser ligada a su importancia. Algunas son concepciones medulares (identidades salientes) mientras otras son apenas periféricas. Las primeras son las mejor elaboradas, afectan la conducta individual de modo más profundo, además de que funcionan como incentivaciones que promueven imágenes del yo futuro (auto representaciones potenciales) para estados terminales deseables o indeseables (Markus y Wurf, 1987). Elaborando sobre la noción freudiana del yo ideal, Rosenberg (1979) discute la idea de las autoconcepciones ideales, y distingue entre aquellas que van a realizarse plenamente y las que solamente constituyen imágenes del yo glorificadas, expuestas vía narcisismo, dominación y grandiosidad o lucimiento.
Una segunda diferencia se asocia al signo temporal de las autorepresentaciones. Algunas están referidas al pasado y otras al presente o al futuro. Asumimos que las autoimágenes futuras o pasadas pueden tener para un individuo la misma centralidad de las actuales. Y creemos que la importancia de todas va a estar definida dependiendo de si reflejan un yo actual ("yo soy"), un yo ideal ("me gustaría ser") o un yo sugerido ("tú debes ser"). Cualquier discrepancia entre el yo actual y el yo ideal debe producir depresión mientras que las discrepancias entre el yo actual y el yo sugerido producirían ansiedad.
Las autorepresentaciones también se diferencian por su significado y, desde este punto de vista ellas pueden ser positivas o negativas. La mayor parte del trabajo realizado en el área está centrado en autoconcepciones positivas y es poco lo que se ha hecho para enfrentar las autoconcepciones individuales negativas (el "yo malo" de Sullivan). Conforme a Beck (1967) los individuos depresivos llevan consigo esquematizaciones personales negativas que suelen distorsionar sus estilos de pensamiento y los induce a pensar negativamente de sí mismos, y se asume entonces que esa negatividad afecta sus sistemas de procesamiento de información (Tesser y Campbell, 1984; también Derry y Kuiper, 1981 e Ingram y otros, 1983).
Estas concepciones incluyen la discusión de los yo posibles de Markus y Nurius (1986), la teoría del auto-completamiento simbólico de Wicklund y Gollwitzer (1982) y la proposición de las auto-imágenes deseables de Schlenker (1985).
En realidad ningún individuo puede funcionar como un simple predictor pasivo de sí mismo. Continuamente estamos produciendo experimentos con el mundo que nos llevan a la validación de nuestro sistema de significado personal. Para reconocernos en él, es indispensable que el sistema contenga nociones y datos históricos propios, que sean fuentes primarias de certeza. Y para diferenciarnos es necesario incluir en el sistema elementos que sean tajantemente distintos. Ello debe producir ampliaciones y transformaciones conductuales, con las cuales estaremos probando la mayoría de las asunciones sobre nosotros mismos y validando integralmente el sistema (véase Banaji, 1994). No basta con decir o hacer lo que otros hacen o dicen. Se requiere que nuestro sistema de significado personal pueda ser elaborado de modo reflexivo y cíclico. Así estaríamos evitando ser islas abundantes en repeticiones, pero sin continuidad…
El yo como teoría personal
Es evidente que a medida que crecen, los niños y sus autodefiniciones adquieren mayor complejidad. Y en lugar de estar más o menos satisfechos consigo mismos, ocurre en ellos una profunda diferenciación: algunos aspectos del sí resultarán satisfactorios y aceptables; otros aspectos no. Si observamos lo que ocurre a medida que pasan los años, cada niño elabora su propia teoría del yo, organizada sobre la base de premisas, postulados y axiomas, revisadas permanentemente por efecto de la nueva información, a veces disruptiva y a veces confirmatoria. Las premisas mayores no estarán sujetas a cambios. Algunas de ellas, originarias de las validaciones previas ("yo soy una persona valiosa") deberán ser mantenidas a lo largo de la vida, mientras que otras, generalmente conclusiones particulares derivadas de aquéllas, o premisas menores ("puedo lograr que otras personas me aprecien") sufrirán considerables reelaboraciones posteriores.
La diferenciación en realidad hace que el yo único se divida en varios yo particulares (o áreas) construidos a partir de nódulos de información, percepciones y memorias únicos e inaccesibles a otros (algunos de los cuales serán satisfactorios, otros no). Al mismo tiempo, la diferenciación abre posibilidades para la escogencia: unos niños desearán sobresalir en deportes pero no en rendimiento escolar; otros anexarán sus aspiraciones a la obtención de éxito en matemática; algunos querrán hacerlo en historia… o en dibujo. Es en torno a tales escogencias que los niños harán sus mejores inversiones para la construcción de sus autodefiniciones. Y una vez que la inversión ha sido hecha, el niño procurará defender y mantener aquellas áreas seleccionadas como centrales –o dominantes para su autoestima. La autoestima deviene así un constructo auto referencial resultante de la congruencia plena entre el yo real y el yo ideal, que adquiere significado personal al sentirse el ser humano orgulloso de sí, otorgando una valoración muy alta a los atributos propios y viéndose desde un punto de vista fundamentalmente positivo. La noción incluye también la tendencia a desear y buscar autonomía e independencia en las autodefiniciones.
Dicho de otro modo: la autoestima es uno de los elementos básicos en la compleja red de actitudes, impresiones, valores y creencias sobre las cuales se forma la distintiva noción del yo-persona. En su elaboración el niño debe saber quién es, cómo es, cómo es visto por los otros, cómo le gustaría o no le gustaría ser, a quién se parece y cómo se auto define en términos de habilidades, preferencias y rasgos psicológicos. En su origen tienen mucho que ver las decisiones parentales tempranas referidas a modelos disciplinarios y prácticas de crianza, así como los diferentes niveles de entrenamiento para la adaptación a estilos particulares de la vida social, generados en la escuela y la comunidad cultural inmediata
(Escalante,1990)
Si aceptamos (a) que un tramo modular en la conformación de la autoestima infantil es la percepción de la propia competencia; (b) que las variaciones en los modelos habituales de socialización y en los estilos de control familiar son responsables por la generación de grados de autoestima variables, y (c) que los mismos pudieran ser útiles para ayudarnos a entender porqué los niños experiencian el mundo de manera distinta y exhiben una conducta social general diferente, entonces será también necesario aceptar, (d) que el análisis de las agencias culturales a disposición del niño (familia, escuela, comunidad) debe ser útil para una comprensión global de los distintos mecanismos que contribuyen a la construcción del sistema de significado personal en los primeros años.
Lo anterior incluye algunos de los atributos asignables al concepto de "proprium" de Allport, esenciales en el logro de las autodefiniciones salientes, y que constituyen la enunciación supraordinal de los procesos básicos en el mantenimiento de las auto- concepciones: conciencia del yo corporal, identificación del yo más allá de los límites del cuerpo, sentido de continuidad temporal, autopercepción como objeto de conocimiento, síntesis entre necesidades íntimas y realidades exteriores y motivación para expandir el espacio consciente y preferir los retos.
El papel de la escuela
El sistema escolar público de cualquier país fundamentalmente debe ser un instrumento prioritario para el cambio social. Pero antes de semejante cometido, la intención de las escuelas debiera ser el cambio de los individuos. Aparentemente, la calidad de la experiencia del niño en el medio escolar no solamente es importante en términos de logros individuales alcanzables, sino relevante también para el desarrollo y fortalecimiento de la autoestima, la confianza, la seguridad personal y la independencia. La escuela también debe ser nutrimento basal para sus cualidades cognitivas y socio emocionales, su creatividad y su bienestar psicológico general.
Si lo anterior es cierto, también lo contrario debe serlo. Cuando no logran desarrollarse ambientes educacionales óptimos, los resultados académicos y no académicos predecibles pueden traducirse en problemas y desórdenes conductuales, muchas de cuyas raíces tendremos que buscarlas en las deficiencias de un sistema escolar despersonalizado y con limitaciones asombrosas para movilizar acertadamente el desarrollo socio emocional y cognitivo. Los socavones personales derivados pueden conducir al niño y al adolescente a serias disrupciones escolares y sociales, desadaptaciones académicas, uso de drogas, rendimiento insuficiente, delincuencia juvenil y perturbaciones psicológicas de matices y grados diferentes.
Hablar de ambientes educacionales óptimos supone un rimero de cosas sumamente variado. Son bien conocidos los trabajos pioneros de Bellack (1963), Anderson et al (1969), Flanders (1970) y los más recientes de Mac Iver et al (1995) y Dornbush et al (1996), sobre aspectos diferentes de la actividad escolar, que van desde los tipos de liderazgo, las características del maestro y la instrucción eficientes, hasta los aspectos curriculares que deben ser examinados y los tipos de atmósferas y climas educacionales asociados con el rendimiento escolar, pasando por la estructura organizacional de las escuelas, las estrategias de conducción del aula y los modelos de interacción docente.
Derivación esencial de esos trabajos es que no solamente el maestro sino también el clima emocional del aula están fuertemente asociados al rendimiento. Y que hay una relación negativa entre rendimiento escolar y actitudes deficitarias del docente. Pero es necesario entender que las nociones de "clima" y actitudes "deficitarias" no son cosas que se producen en la nada. Ellas surgen de condiciones estructuralmente afiliadas a las instituciones educacionales, cuya interdependencia genera patrones de relación social, conexiones interpersonales y nexos individual-ambientales (las 'regularidades sociales' de Seidman,1988) que en lugar de fortalecer el crecimiento personal y producir coincidencias con los intereses del alumno, en realidad son vertedero inagotable para desviaciones y bloqueos generalizados en el logro de resultados académicos y socio emocionales positivos.
El tamaño de la escuela es una condición estructural cuyo aporte al sistema experiencial del niño resulta, por decir lo menos, bastante inconveniente. Hace ya un tercio de siglo se demostró que las instituciones escolares de mayor tamaño ejercen efectos negativos importantes sobre el rendimiento (Barker y Gump, 1964), primero, porque las oportunidades de participación de los alumnos en actividades relevantes son limitadas y, segundo, porque la situación global produce índices de alienación mayores. Los resultados inmediatos son visibles en cualquier institución educativa de gran congestionamiento: a nivel del alumnado se observa deserción escolar y bajo rendimiento, estados afectivos erróneos, depresión, drogadicción y conducta social irregular; y a nivel docente suele observarse intolerancia, insatisfacción laboral, incapacidad académica, ineficiencia, manejo inadecuado en el área administrativa y corrupción. Todo ello pudiera ser la consecuencia de carecer de oportunidades reales para programar actividades intra o extra-curriculares de mayor visión, capaces de ofrecer márgenes amplios para la participación. En esas condiciones lo normal es que exista una identificación deficitaria con el ambiente escolar, que disminuya la intervención del alumno en tareas propiamente académicas, que se reduzca el sentido de responsabilidad y de control personal de alumnos y profesores, y que baje casi a cero la noción de importancia asignable al contexto institucional (Boyer, 1983; Goodlad,1984; Steinberg, 1985).
Es necesario, además, atender al problema de las transiciones interinstitucionales. No solamente se producen alteraciones notables en el ámbito socio emocional del alumno cuando éste cambia de grado.
También ese ámbito se expande, se altera y se complica cuando ocurre la transición entre niveles educacionales. Esto último supone alternar con reglas y procedimientos institucionales diferentes, que no suelen promover el ajuste individual pero sí producir dilemas extenuantes para cuya resolución la familia no está preparada, y la mayoría de las instituciones escolares no cuentan con personal adecuado. La transición entre niveles supone otra clase de 'regularidades sociales' cuyo inicio lo constituye el desmantelamiento de los esquemas previos de relación social, proceso que debe generar dosis elevadas de ansiedad, generalmente señaladas por bajas repentinas en el rendimiento.
La falta de conexiones interinstitucionales apropiadas y confiables facilita la producción de consecuencias nefastas a nivel de la autoestima individual. La ausencia de sistemas de corrección adecuados en las instituciones recipientes deja al alumno completamente a merced de intervenciones foráneas que no son precisamente las mejores para fortalecer las motivaciones asociadas al rendimiento académico y que, por lo demás, también generan en el niño y el adolescente sentimientos de aislamiento y segregación. De este modo, la búsqueda de objetivos académicos terminales deseables suele ser disminuida por disfunciones psicológicas tempranas, cuyo origen casi nunca es fácil de establecer.
Al producirse la entrada del niño a una nueva situación escolar, y por efecto de transacciones personales novedosas y exigencias académicas distintas, comienzan a realizarse una serie de cambios en su sistema de significado personal. La mayor parte de las veces esos cambios están determinados porque ocurre una mejor delineación de su habilidad para verse a sí mismo desde el punto de vista de las perspectivas ajenas y, también, porque se modifican las apreciaciones del niño sobre la noción de obligación recíproca. Tales cambios deben incidir de modo permanente en la conformación de su auto imagen y generar estrategias cooperativas de negociación en la interacción con los otros significativos. Cuando los niños comienzan a verse a sí mismos desde perspectivas ajenas, su conducta debe conformarse siguiendo moldes más participativos. Cualquier actividad (en la dimensión familiar, personal y escolar) que los haga sentir más adecuados, más capaces o más valiosos, más seguros de sí mismos, siempre será un acelerador importante en la estructuración del sentido del valer personal.
Una gran parte del esfuerzo dispensado por maestros falla cuando los aprendizajes y actividades planteadas en el aula no resultan del todo coincidentes con las imágenes que los alumnos han elaborado de sí mismos. En gran medida la respuesta en la relación docente va a ser una función de lo cercanas que estén las demandas del maestro a los objetivos y valores actuales del niño. Cualquier cosa cuya proximidad (en el plano de la intencionalidad y la dirección conductual) no sea bien reconocida, seguramente va a ser evitada. Hace bastante tiempo logró demostrarse que los intentos del maestro por influir al niño en direcciones no del todo consistentes con su esquema auto referencial, tienden a ser rechazados (Sears, 1957).
La autoestima ¿es una moda?
Queda claro que la validación del sistema de significado personal supone, por un lado, auto reconocimiento y, por el otro, diferenciación. Lo primero debe incluir la noción de certeza (o seguridad) y lo segundo la noción de distinción en el hacer personal (competencia). Hay quienes hablan de una autoestima "global" reducible al hecho de ser amado y aceptado "así como soy". Pero generalmente olvidan que el "ser" debe tener propósitos, y que sin propósitos capaces de poner a prueba las asunciones sobre nosotros mismos, las ideas de certeza y distinción carecen por completo de sentido. Es esta visión totalizante la que ha hecho de la autoestima un bien para consumo más o menos generalizado que se ofrece en charlas, seminarios, y que se vende a precios altos en talleres y encuentros de toda clase. Normalmente, tales ofertas están basadas en una noción de seguridad que se logra si (y solamente si) somos amados, nunca criticados y jamás rechazados. La noción de competencia suele afirmarse en elementos muy dispares (todo depende de a quién va dirigido el taller) generalmente asociados con el éxito, la excelencia laboral o académica y el reconocimiento.
Muchas veces tales intervenciones son simples auto glorificaciones asistidas, y terminan en meras sustituciones en el modo de ver y hacer las cosas y de conducir los enfoques personales. Por lo general no se logra congruencia entre el yo ideal (que quiere ser intervenido) y el yo real (que se resiste a los cambios). Pero se asume que los profundos sentimientos de inseguridad y la carencia de relaciones personales significativas, van a ser alterados haciendo concesiones a esquemas de realización personal no marcados
por la percepción de la propia competencia, y que en una gran parte de los casos, más bien insinúan dosis letales de grandiosidad y narcisismo. En situaciones así, claramente se ignoran los modelos base de la estructuración del yo–persona. Y se intenta corregir las desviaciones provocadas por la experimentación constante con el mundo. Algunas de esas desviaciones han pasado a ser premisas mayores portadoras de asunciones que otorgan validez a un sistema de significado personal enteramente nuevo. Cambiar algunas de esas asunciones no resulta fácil. Pero suele estar siempre de moda…
Referencias
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Autor:
Gregorio Escalante
Centro de Investigaciones Psicológicas
UNIVERSIDAD DE LOS ANDES MÉRIDA – VENEZUELA
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