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Poemas de Juan de Dios Peza (página 3)

Enviado por Edgar Tovar


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– Pídele tú que nos salvede una muerte tan amarga,tan lejos de tantos seresque nos buscan y nos aman;

yo me dirijo a quien lograde Dios lo que nadie alcanza,a la "Estrella de los Mares",a la Virgen sacrosanta.

Yo, cuando fui a despedirmede mi Virgen mejicana,"no me abandones, mi madre",dije llorando a sus plantas.

Y ella no ha de abandonarnos,nos sigue con su mirada,arrodíllate conmigoy háblale con toda el alma.

Mira en el triste horizonteaquella nube de alza,figurándome en su formaun paisaje que me encanta,

el cerro agreste y pequeñoentre cuyas rocas áridasla Virgen de Guadalupese apareció en forma humana.

Y la nube se ilumina,la circunda roja franjay algo se mueve en el fondoque parece que me llama.

-Deliras, mujer, deliras.-Pero mira, se destacaentre rayos refulgentesuna visión que me encanta.

¡Es la Virgen de mi tierra!¡Mira el ángel a sus plantasel manto azul y estrelladocomo las noches de Anáhuac!

-Santo delirio, hija mía;si la Virgen nos salvaralas velas que tiene el barco,y vamos que son bien anchas,

como ofrenda de su templopor nosotros regaladapara ejemplo de otros fielesyo las hiciera de plata.

Y cuando acabó aquel jovende decir estas palabras,aplacáronse las olasquedando la mar en calma.

Las que fueron negras nubespronto se tornaron blancasy asomó la luna en llenapor las estrellas cercada.

Los marineros absortosde maravilla tan altavolvieron cantos y risas,bendiciones y plegarias,

lo que en los tristes momentosde la deshecha borrascafueron horribles blasfemiasy escandalosas palabras.

La nave al fin llegó al puerto,la gente feliz y sanarefirió el raro portentoconfirmándolo con lágrimas.

Y los jóvenes viajerosavivaron más el ansiade cumplir una promesamás que solemne, sagrada.

El mástil de aquella naveque se doblegó cual cañaal soplo de la tormentafiera y desencadenada,

lleváronselo consigo,y en otras horas más gratastrajéronlo hasta la iglesiade la Virgen mejicana.

Dieron al templo en limosnalo mismo que les costarafabricar cual lo ofrecieronrico velamen de plata.

Y aprovechando aquel mástilfueron con piedra labradaslas velas que hoy nos recuerdanel fervor de aquellas almas.

¡Cuántos ascendiendo al temploque el cerro en su altura guarda,frente al monumento humildede que mi romance trata,

no saben que es el emblemade una devoción sin mancha,de una fe que fue el tesorode las edades pasadas,

y que hoy es raro encontrarseprestando alivio a las almasa quienes la duda enfermay el escepticismo amarga!

¡Oh, tradición, tú recogessobre tus ligeras alaslo que la historia no diceni el sabio adusto relata!

¡Toca al narrador agrestedespojarte de tus galaspara entretejer con ellassus más vistosas guirnaldas!

Al pueblo lo que es del pueblo,sus venturas, sus desgraciasy todo cuanto le atañeen. su historia y en su patria.

Juan de Dios Peza (México, 1852-1910)

 

LA PRINCESA AZTECA

A la inspirada poetisa y virtuosa señora Ángela G. de Alcalde)

El bosque centenarioen sus antros encierraese silencio eterno que acompañaa las salvajes pompas de la América.

En el espeso toldoque al sol el paso niega,los cenzontles que cantan en las noches,de rama en rama sin zozobras vuelan.

Y el cardenal errante,y el colibrí de seda,al beso de las tibias alboradas,dando celos al iris, juguetean.

De las copas más altas,como argentadas hebras,las canas de los viejos ahuehuetesdan a los vientos sus robustas crenchas.

Y revistiendo el troncode secular corteza,matizando sus tronos de esmeralda,se abre a la luz la trepadora hiedra.

Tapiza el suelo un musgoque ni el verano seca,donde recoge el aire en las mañanasun sempiterno olor a flores nuevas.

El bosque centenarioen su extensión inmensarepercute en las tardes los acentosmás dulces de los cánticos aztecas.

Las voces de una razaperegrina y guerreraque va dejando con su sangre hirvientede su incesante caminar las huellas.

Y vagan esas notasdulcísimas y tiernas,enseñando a los pájaros salvajestristes y melancólicas cadencias.

Las repite el cenzontleen la noche serena,cuando la luna en el azul espacioel heno de los árboles platea.

Las dice la calandria,el clarín las remeda,y en las tardes de mayo los jilguerostrovan los himnos de su amor con ellas.

Y cuando en tristes horasde lluvia y de tinieblasla tempestad su carro de relámpagossobre los viejos árboles pasea,

y con ojos de llamasla lechuza agorerapredice la catástrofe y la muertecomo alada Sibila de la selva,

cuando los vientos rugen,cuando los troncos tiemblany cual cinta de lumbre en negro abismoel rayo retumbando culebrea,

en el fondo del bosque,rasgando las tinieblas,se oye dulcísima y dolienteque canta melancólicas endechas.

Son las notas de un arpade misteriosas cuerdasen que surgen estrofas no aprendidascuando calla el placer y hablan las penas.

Las extrañas cancionesentre la sombra vuelan,mezclándose del viento a los rugidosy al sordo rebramar de la tormenta.

Vagan en el ramaje,cruzan por la maleza,y el paso no les corta la falangede sabinos cual mudos centinelas.

Se extienden en los lagosde superficie tersadonde crecen los juncos cimbradoresy sus corolas abren las ninfeas.

Cruzan por los maizalescuyas cañas esbeltassus hinchadas espigas, a las lluviaslevantan a los cielos en ofrenda.

¿Quién canta esas canciones?¿Quién dice esas endechas,que ya traspuesto el sol y quieto el mundorepiten los cenzontles en la selva?

¿De qué garganta brotan?¿Quién delira con ellasy en la imponente majestad del bosqueen tristísimas horas las eleva?

Mirad, hay en el fondo,tras la enramada espesa,dominando los altos ahuehuetesuna montaña de verdor cubierta.

La mano de un giganteamontonó sus piedras,sobre las cuales fabricó un palacio,para propio solaz, un rey azteca.

Son espesos sus muros,angostas son sus puertas,y parece, mirado desde lejos,vetusta cripta en la extensión desierta.

Pega el nopal al murosus espinosas pencas,y como cenicientos obeliscoslos órganos tristísimos lo cercan.

No tiene escudo nobletan rara fortaleza,ni levadizo puente, ni ancho foso,ni rastrillo, ni glacis, ni poterna.

No guarda férreos cascos,ni lanzas, ni rodelas,ni resonó jamás en sus salonesla armadura brutal de la Edad Media.

Los señores que ha vistoesgrimen arco y flecha,llevan al combatir desnudo el sexoy adornada con plumas la cabeza.

Obscuros son sus ojos,sus cabelleras negras,su cutis, siempre al sol, color de trigo,sencillas sus costumbres y su lengua.

En tan triste palaciocon sus damas se hospedasiempre sola, llorosa y resignada,como un lirio con alma, una princesa.

Y vive sin que nadiea visitarla venga,que por rencor y celos y venganzavíctima del amor allí la encierran.

Amó, cual amar sabenen su raza, en su tierra,las mujeres que encienden sus pupilascon la del alma inextinguible hoguera,

Un hermano celosode su pasión intensa,mató al indio bizarro que formabael culto terrenal de la doncella.

Y entonces con la rabiaque electriza a las fieras,cuando el artero cazador destrozaal cachorro que esconden en la cueva,

ella tomó en sus manosla macana de piedray castigó a su hermano con un golpeque bien pudo arrancarle la existencia.

El padre, como ejemplo,como justa sentencia,la alejó de su lado y encerróla,del viejo bosque en la mansión severa.

Y allí con la alborada,cuando la luz despierta,cuando en todas las ramas hay cantaresy alza un himno de amor toda la selva,

cuando se abren las fibrasy en sus corolas tiemblanlos pintados y errantes chupamirtosque de sabrosas mieles se alimentan,

se oye como desciende,por las abruptas peñas,envuelta en un mantón de blancas plumas,seguida de sus damas, la Princesa.

Siempre al pisar el bosquetoma la misma senda,para buscar el sitio apetecidoen que el placer y la delicia encuentra.

Allá, bajo las ramasmás verdes, más espesas,y donde en haces de colores vivosel sol naciente sus fulgores quiebra,engastada en el musgocual líquida turquesa,convidando a la vida y al deleite,espejo del follaje, está la alberca.

El manantial fecundoal fondo borbotea,sin que nadie perciba sus rumoresni la quietud perturbe de la selva.

Dicen que cuando algunose posa en sus arenas,queda encantado y con extraña forma,y el que a buscarlo va, jamás lo encuentra.Por eso todos temen,y aún los hombres recelan,sumergirse en las ondas cristalinasde una agua tan azul y tan serena.

Sólo la hermosa joven,cuando a los bordes llega,fija en el manantial una miradaque es la viva expresión de una promesa.

Deja el manto de pluma,sus cabellos destrenza,y a las caricias púdicas del agua,dando tregua al dolor, feliz se entrega.

Y míranse en las ondaslas formas hechiceras,deslizarse flotantes y tranquilascomo la flor que la corriente lleva.

Si el bello busto asoma,sobre los senos ruedanlas gotas trasparentes y brillantescomo si fuesen lágrimas o perlas.

Y cuando el cuerpo airosoquieto flotando queda,parece que el cristal azul y terso,enamorado sus contornos besa.

Semeja blanca ondina,ruborosa sirena,que, con un beso, el sol americanoquemó su piel y la tornó trigueña.

¿Oís? cantan muy dulcelas aves de la selva,las brisas no estremecen el ramaje,ni el heno gris en los sabinos tiembla.

El aire está suspenso,ningún rumor se eleva,porque en el viejo bosque centenariojuega desnuda la gentil doncella.

Salta un instante al bordede la azulosa terma,y los encantos que la dio naturasin velo encubridor al aire muestra.

Y escúchase de prontoun grito de sorpresa,cual lo lanzara el que soñó en un cieloy al fin, sin esperarlo, lo contempla.

Por el vetusto bosque,el grito aquel resuena,y levanta los ojos espantadosla ninfa que en las aguas se refleja.

Y sin tino, temblando,pálida, como muerta,descubre entre las ramas de un sabinode un ser desconocido la cabeza.

Es un amante osado,es un guerrero azteca,que adora a la doncella y la persigue,y hoy en su virgen desnudez la acecha.Sin conceder más tiempode que sus formas vea,herida en su pudor la altiva jovense sumerge en el agua con violencia.

Y al manantial desciendey toca sus arenas,y se pierde a los ojos de sus damasy el guerrero la busca y no la encuentra.

Cruzaron varios solespor la azulada esfera,y nadie supo el postrimer destinode aquella humana y púdica azucena.Que allí quedó encantada,refieren las leyendas,y que al mediar los soles y las lunasflota sobre la líquida turquesa.

Su nombre ignoran todos,nadie ignora sus penas,y quedan de sus gracias como espejolos movibles cristales de la alberca.

Juan de Dios Peza (México, 1852-1910)

LA CALLE DEL NIÑO PERDIDO

Al rayar de una mañanaserena, apacible y pura,cuando el alba su hermosuraenvuelve en manto de grana,

cuando entre vivos fulgoresy entre céfiros suaves,el espacio todo es avesy la tierra toda flores;

y tras el lejano montede la noche como huellase ve la postrer estrellatemblar en el horizonte;

y junto a la estrella estácual maga que la sostiene,celosa del sol que vienela luna que ya se va

y suena la algarabíaen boscajes y colinasde mirlos y golondrinas,saludando al rey del día;

con una pompa realque noble gente cortejallegó una feliz parejaa la iglesia Catedral.

Era selecta la grey,pues ya la gente contabaque el Arzobispo oficiabay era padrino el Virrey.

Entrando en el santuariose fueron a arrodillaren el más lujoso altarde cuantos tuvo el Sagrario.

Apuestos eran él y ella;de gran fortuna ella y élde treinta años el doncely de veinte la doncella.

Los dos contentos y ufanos,llenos de fe y de ilusiones,ya unidos sus corazonesiban a enlazar sus manos.

De nuevas dichas en posse les vio salir unidoscon sus amores ungidospor la bendición de Dios.

Y bien pronto en la ciudadse supo con alegríaque el despuntar de aquel díafue todo felicidad.

Repitiendo en cada hogarque ya estaba desposadadoña Blanca de Moncadacon don Gastón de Alhamar.

IIPara rencores y duelosde amor en el paraísoel infierno darnos quisouna serpiente: los celos.

No hay corazón más heridoni con más sed de venganzaque el que pierde la esperanzade verse correspondido.

Y que mira por su mal,que mientras más sufre y llora,más se distingue y se adoraa un poderoso rival.

No está, pues, mal expresado,por quien sintió tantos dolores,que ser rival en amoreses odiar y ser odiado.

Mientras Blanca se enlazabacon Gastón a quien quería,bajo la nave sombríaun hombre la contemplaba.

Era de semblante duro,de mirar torvo y dañino:Blanca lo halló en su caminocual se encuentra un aire impuro.

Le repugnó su ardimientoy él la siguió apasionadocual si ella fuera el pecadoy él fuese el remordimiento.

En alas de la pasiónla importunaba y seguía,y ella callaba y sufríasin revelarlo a Gastón.

Y llegó a ser tan osado,que le dijo con maldad:"Por fuerza o por voluntadhas de venir a mi lado".

"Has burlado mi esperanzame niegas tu fe y tu mano;Blanca: soy napolitano,cuídate de mi venganza!".

Blanca todo desdeñó,libre de duelo y pesares,pero llegó a los altaresy al hombre aquel encontró.

Al bajar la escalinatavio de la nave a lo lejos,dos ojos cuyos reflejosle estaban diciendo: ¡ingrata!

Y brillaban por igualese modo que sonroja,porque recuerdan la hojade envenenado puñal.

Se sintió desfallecertuvo miedo a oculto lazo,y dando a Gastón el brazose irguió para no caer.

-¿Qué tienes? -dijo Gastón–¿Palideces, Blanca mía?- Palidezco de alegría,de contento, de emoción.

Y de la sombra al travésel napolitano herido,clamó con sordo rugido:"¡Caerán los dos a mis pies!".

Y con semejante infernalcomo el lobo tras la oveja,tras de la gentil parejasalió de la Catedral.

III¡Cuán dichoso es un hogardonde reina una fe puray se cifra la venturaen ser amado y amar!

Hermoso y seguro puertodel mundo en las tempestades,fanal de eternas verdadesde la vida en el desierto.

Gastón y Blanca, allí a solas,en santa pasión se abrasany todas sus horas pasanserenas como las olas.Forma en su rica mansiónel lazo de su cariño,un ángel de paz, un niño,viva imagen de Gastón.

Respira el aire salubresin zozobra y sin fatigasque acaricia a las espigasen las mañanas de octubre.

Causa envidia al arrebolde su mejilla el carmín,y es cual la flor de un jardínabierta al beso del sol.

En su tez sin mancha algunahay la limpidez de un astro,y parece de alabastrocuando reposa en la cuna.

Blanca dobla las rodillaspara dormido admirarlo.Gastón, por no despertarlo,se le acerca de puntillas.

Y apasionados él y ellalo ven con dulces sonrojos,cual ven unos mismos ojosla luz de una misma estrella.

Y la flor recién nacidatalismán de dichas era,porque la ilusión primera¡le dio en un beso la vida!

Cuando soñaron los dospor primogénito un hombre,pensaron: tendrá por nombre"El regalado por Dios".

Y cumplido el noble afán,igual en Blanca y Gastón,como Dios le dio un varónle dieron por nombre: Juan.

Y trajo rasgos tan bellosde gracia viril tesoro,y era tan brillante el orode sus rizados cabellos,

que al llevarlo ante la Cruza recibir el bautismo,que forma en el cristianismoJordán de gracia y de luz,

soñándolo ya un artistao pensador de renombre,lo advocaron bajo el nombrede Juan el Evangelista.

Y así aquel niño sin par,flor de celestes pensiles,miró lucir tres abrilessin lágrimas en su hogar.

Siempre en la faz de Gastónhubo sonrisa al mirarlo;Blanca siempre al contemplarloalzó al cielo una oración.

Y no puedo describirlos sueños que ambos tenían,cuando al verlo discurríanen su incierto porvenir.

Y eran felices los dos,que al hogar que amor encierraun hijo trae a la tierralas bendiciones de Dios.

IVLa dicha de aquel hogarse vino a eclipsar al fin,y fue el rubio serafínmotivo de tal pesar.

El Destino, injusto y ciego,que lo más sagrado arrasa,en cierta noche la casaenvolvió ondas de fuego,

y entre el inmenso terrorque el incendio produjera,Blanca, en la extendida hoguera,busca el fruto de su amor.

Gastón, corriendo aturdido,al hijo tierno buscabay como un loco gritaba:"¡Volvedme al Niño Perdido!"

Y las llamas ascendíanterribles y destructoras,y raudas y abrasadorascuanto hallaban, consumían.

Blanca y Gastón, como fierasque su cachorro les quitan,braman, se revuelven, gritancon voces tan lastimeras-

que por piedad o cariño,el peligro desdeñando,muchos los siguen llorandoen busca del tierno niño,

Y Gastón; sin sombra algunade temor; con ciego empuje,sobre una viga que crujese adelanta hasta la cuna.

¡Aquí! con gran alegríaestá el niño, a todos dice,mas pronto ve al infeliceque está la cuna vacía.

Siente romperse los lazosque lo ligan a este mundoy con un dolor profundoalza la cuna en sus brazos.

Corre, y al punto que asomacon Blanca por la escalera;de un golpe la casa enteraretronando se desploma.

No hay bálsamo que mitiguede Gastón la pena ardiente;corre, y lo sigue la gente,y Blanca, loca, lo sigue.

Cruzan por una callejadonde existe sobre el muroun viejo retablo obscuroque humilde altar asemeja.

Con amargura infinitaGastón se postra de hinojosy fija los tristes ojosen esa imagen bendita.

-"¡Oh, Madre de los Dolores!dice mirándola fijo,Devuélveme por tu Hijoal hijo de mis amores!".

Y a la vez que en la sombríacalleja, otra voz se alzaba.Era Blanca que gritaba:-"¡Dadme a mi hijo, Madre mía!"

Y cuando la gente yarezando les acompaña,en lo alto una voz extrañaa todos dice: – "¡Allí está!"

Reina un silencio profundo;los ánimos se han turbado,el eco que han escuchadoles parece de otro mundo.

Vuelve los ojos Gastónsin proferir nueva queja,y al fondo de la calleja,mal oculto en un ancón,

halla al raptor inhumanoque carga al niño en un hombro;Blanca lo ve y con asombroexclama: "¡El napolitano!"

Gastón le asalta derechocon ciega rabia infernal,y el raptor saca un puñalpara clavarlo en su pecho.

Y audaz grita: -¡El que incendiótu casa para vengarse,podrá matar o matarse,mas dar a este niño, no!

-¡Infame! Gastón agregay, erizado su cabello,salta, lo coge del cuello,y emprende así ruda brega.

–¡Madre! ¡Madre! El niño grita;su dulce voz Blanca escuchay sin miedo de la luchasobre ambos se precipita.

Mientras Gastón al raptorestrangula, acude Blancaque de los hombros le arrancaal tesoro de su amor.

La gente, entusiasta, admiraa Gastón, que con su manoahoga al napolitano,que se retuerce y expira.

Cuando ya muerto lo ve,y halla a Blanca con su hijo,al raptor con regocijole pone en el cuello el pie.

Se cruza airoso de brazostriunfante y de gozo ardiente,impidiendo que la gentedestroce al vil en pedazos.

Blanca, loca de alegría,arrodíllase llorandoante el retablo gritando:"¡Gracias, gracias, madre mía!"

No juzga el hallazgo ciertoen sus delirios febriles,y en tanto los alguacilesvan a recoger al muerto.

Vuelve a su esposa Gastón,mira al niño, se embelesa,y grita cuando lo besa:"¡Hijo de mi corazón!"

Todo el pueblo enternecido,llora, clama, palmoteay hasta el más pobre deseabesar al niño perdido.

Y torna la paz al alma;la pena es gozo profundo,que siempre viene en el mundotras la tempestad la calma.

VBlanca, a quien sólo aconsejala piedad actos de amor,dejó de tan gran dolorun recuerdo en la calleja.

Puso un nicho y unas flores,emblemas de su cariño,y en el nicho a Jesús Niñoperdido entre los Doctores,

y una lámpara que ardíasímbolo de devocióninvitando a la oraciónen la noche y en el día.

Y año tras año corridorespeta el hecho la fama;y aquella calle se llama"Calle del Niño Perdido".

Juan de Dios Peza (México, 1852-1910)

EL INDIO TRISTE

Es media noche; la lunairradia en el firmamento;

y riza al pasar el vientolas ondas de la laguna.

En el bosque secular,y entre el tupido ramaje,

turba el pájaro salvajela quietud con su cantar.

Y entre los contornos vagosdel horizonte,

a lo lejosbrillan cual claros espejos,al pie del monte, los lagos.

Yace en paz, sola y rendidade Tenoch la ciudad bella,

parece que impera en ellala muerte más que la vida.

Y no es ficción, es verdad;que fue tan triste su suerte

que la orillan a la muerteel luto y la soledad.

Su esplendor está apagadode la guerra al terremoto;

el gran huebuetl está rotoy el teponaxtle callado.

No alumbra el teocal, la luzdel copal de suave aroma,

porque el teocal se desplomabajo el peso de la cruz.

No cubren mantos de plumalos cuerpos de altivos reyes;

tiene otro Dios y otras leyesla tierra de Moctezuma.

Y ante este Dios y esta leyque transforman su recintosólo al César Carlos Quintoreconoce como rey.

¡Cuántos heroicos afanes!¡Cuántos horribles estragoshan visto bosques y lagos,ventisqueros y volcanes!

Está el palacio vacíosin pompas ni ricas galas;desiertas se ven sus salassu exterior mudo y sombrío.

Y zumba en su derredordel viento la aguda queja,como un suspiro que dejahonda impresión de dolor.

Es el profundo lamentode una raza sin fortuna:¡la sangre que en la lagunaflota y se queja en el viento!

Por eso duerme rendidade Tenoch la ciudad bella,como si imperase en ellala muerte más que la vida.

IIFrente a la anchurosa plaza,cerca del teocal sagradoy del palacio olvidadoque pronta ruina amenaza,

donde con riqueza sumaviviera, en tiempo mejor,Axayacatl el señory padre de Moctezuma,

en corta y estrecha calledesde la cual, el que pasamira fabricar la casadel alto marqués del Valle.

Así en la noche sombríacomo en la tarde calladay al fulgor de la alboradacon que nace el nuevo día,

en toscas piedras sentadoy con harapos vestido,entre las manos hundidoel semblante demacrado;

un hombre de aspecto rudo,imagen de desventura,siempre en la misma postura,y como una estatua muda,

inclinada la cabeza,allí lo encuentra la gente,como la expresión vivientede la más honda tristeza.

¿En qué piensa? ¿Qué medita?¿Qué dolor su alma destrozaque ni llora, ni solloza,ni se queja, ni se agita?

En su conjunto revistetanta tristeza ignorada,que la gente acostumbradaclama al verlo: "¡el indio triste!"

Le conocen por tal nombreen el pueblo y la nobleza,y dicen: es la tristezaque tiene formas de hombre.

A nadie llegó a contarsu tenaz dolor profundo;siempre triste lo vio el mundoen aquel mismo lugar;

tal vez fue algún descendientede los nobles mejicanos,que al ver en extrañas manosy en poder de extraña gente

la nación que libre un díavivió con riqueza y calmasintió en el fondo del almahorrible melancolía.

Y sin ninguna amenaza,viendo a su nación cautiva,fue la expresión muda y vivade la aflicción de su raza.

Muchos años se le vioen igual sitio sentado,y allí pobre y resignadode su tristeza murió.

Su desconocida historiaal vulgo pasma y arredra,y en tosca estatua de piedrahonrar quiso su memoria.

La estatua al cabo cayó,que al tiempo nada resiste,y "Calle del Indio Triste"esa calle se llamó,

sin poder averiguarcon ciencia ni sutilezala causa de la tristezadel indio de aquel lugar;

pero en nuestro hermoso valle,y en nuestra mejor ciudad,pasan de edad en edadese nombre y esa calle.

Juan de Dios Peza (México, 1852-1910)

EL CALLEJÓN DE BESP

Una noche invernal, de las más bellascon que engalana enero sus rigoresy en que asoman la luna y las estrellascalmando penas e inspirando amores;noche en que están galanes y doncellasolvidados de amargos sinsabores,al casto fuego de pasión secretaparodiando a Romeo y a Julieta.

En una de esas noches sosegadas,en que ni el viento a susurrar se atreve,ni al cruzar por las tristes enramadaslas mustias hojas de los fresnos mueveen que se ven las cimas argentadasque natura vistió de eterna nieve,y en la distancia se dibujan vagoscopiando el cielo azul los quietos lagos;

llegó al pie de una angosta celosía,embozado y discreto un caballero,cuya mirada hipócrita escondíacon la anchurosa falda del sombrero.Señal de previsión o de hidalguíadejaba ver la punta de su aceroy en pie quedó junto a vetusta puerta,como quien va a una cita y está alerta.

En gran silencio la ciudad dormida,tan sólo turba su quietud serena,del Santo Oficio como voz temidadébil campana que distante suena,o de amor juvenil nota perdidaalguna apasionada cantilenao el rumor que entre pálidos reflejossuelen alzar las rondas a lo lejos.

De pronto, aquel galán desconocidolevanta el rostro en actitud violentay cual del alto cielo desprendidoun ángel a su vista se presenta-¡Oh Manrique! ¿Eres tú? ¡Tarde has venido!-¿Tarde dices, Leonor? Las horas cuenta.Y el tiempo que contesta a tal reprochedaba el reloj las doce de la noche.

Y dijo la doncella: – "Debo hablartecon todo el corazón; yo necesitola causa de mis celos explicarte.Mi amor, lo sabes bien, es infinito,tal vez ni muerta dejaré de amartepero este amor lo juzgan un delitoporque no lo unirán sagrados lazos,puesto que vives en ajenos brazos.

"Mi padre, ayer, mirándome enfadada-me preguntó, con duda, si era ciertoque me llegaste a hablar enamorado,y al ver mi confusión, él tan experto,sin preguntarme más, agregó airado:prefiero verlo por mi mano muertoa dejar que con torpe alevosíamancille el limpio honor de la hija mía.

"Y alguien que estaba allí dijo imprudente:¡Ah! yo a Manrique conocí en Sevilla,es guapo, decidor, inteligente,donde quiera que está resalta y brilla,mas conozco también a una inocentemujer de alta familia de Castilla,en cuyo hogar, cual áspid, se introdujoy la mintió pasión y la sedujo.

Entonces yo celosa y consternadale pregunté con rabia y amargura,sintiendo en mi cerebro desbordadala fiebre del dolor y la locura:-¿Esa inocente víctima inmoladahoy llora en el olvido su ternura?Y el delator me respondió con saña:-¡No! La trajo Manrique a Nueva España.

"Si es la mujer por condición curiosay en inquirir concentra sus anhelos,es más cuando ofendida y rencorosasiente en su pecho el dardo de los celosy yo, sin contenerme, loca, ansiosa,sin demandar alivios ni consuelos,le pregunté por víctima tan bellay en calma respondió: -Vive con ella.

"Después de tal respuesta que ha dejadodudando entre lo efímero y lo ciertoa un corazón que siempre te ha adoradoy sólo para ti late despierto,tal como deja un filtro envenenadoal que lo apura, sin color y yerto:no te sorprenda que a tu cita acudapara que tú me aclares esta duda".

Pasó un gran rato de silencio y luegoManrique dijo con la voz serena-"Desde que yo te vi te adoro ciegopor ti tengo de amor el alma llena;no sé si esta pasión ni si este fuegome ennoblece, me salva o me condena,pero escucha, Leonor idolatrada,a nadie temo ni me importa nada.

"Muy joven era yo y en cierto díalibre de desengaños y dolores,llegué de capitán a Andalucía,la tierra de la gracia y los amores.Ni la maldad ni el mundo conocía,vagaba como tantos soñadoresque en pos de algún amor dulce y profundoven como eterno carnaval el mundo.

"Encontré a una mujer joven y pura,y no sé qué la dije de improviso,la aseguré quererla con ternuray no puedo negártelo: me quiso.Bien pronto, tomó creces la aventura;soñé tener con ella un paraísoporque ya en mis abuelos era fama:antes Dios, luego el Rey, después mi dama.

"Y la llevé conmigo; fue su anheloseguirme y fue mi voluntad entera;surgió un rival y le maté en un duelo,y después de tal lance, aunque quisierapintar no puedo el ansia y el desveloque de aquella Sevilla, dentro y fuera,me dio el amor como tenaz castigodel rapto que me pesa y que maldigo.

"A noticias llegó del Soberanoesta amorosa y juvenil hazañay por salvarme me tendió su mano,y para hacerme diestro en la campañame mandó con un jefe veteranoa esta bella región de Nueva España…¿Abandonaba a la mujer aquella?soy hidalgo, Leonor, ¡vine con ella!

"Te conocí y te amé, nada te importela causa del amor que me devora;la brújula, mi bien, siempre va al norte;la alondra siempre cantará a la aurora.¿No me amas ya? pues deja que soportea solas mi dolor hora tras hora;no demando tu amor como un tesoro,¡bástame con saber que yo te adoro!

"No adoro a esa mujer; jamás acudoa mentirle pasión, pero tú piensaque soy su amparo, su constante escudo,de tanto sacrificio en recompensa.Tú, azucena gentil, yo cardo rudo,si ofrecerte mi mano es una ofensanada exijo de ti, nada reclamo,me puedes despreciar, pero te amo".

Después de tal relato, que en franquezaninguno le excedió, calló el amante,inclinó tristemente la cabeza;cerró los ojos mudo y anhelanteira, celos, dolor, miedo y tristezahiriendo a la doncella en tal instanteparecían decirle con voz ruda:la verdad es más negra que la duda.

Quiere alejarse y su medrosa plantade aquel sitio querido no se mueve,quiere encontrar disculpa, mas le espantade su adorado la conducta aleve;quiere hablar y se anuda su garganta,y helada en interior como la nievemira con rabia a quien rendida adoray calla, gime, se estremece y llora.

¡Es el humano corazón un cielo!Cuando el sol de la dicha lo iluminaparece azul y vaporoso veloque en todo cuanto flota nos fascina:si lo ennegrece con su sombra el duelo,noche eterna el que sufre lo imagina,y si en nubes lo envuelve el desencantoruge la tempestad y llueve el llanto.

¡Ah! cuán triste es mirar marchita y rotala flor de la esperanza y la ventura,cuando sobre sus restos solo flotael negro manto de la noche obscura;cuando vierte en el alma gota a gotasu ponzoñosa esencia la amarguray que ya para siempre en nuestra vidala primera ilusión está perdida.

Leonor oyendo la vulgar historiadel hombre que encontrara en su camino,miró eclipsarse la brillante gloriade su primer amor, casto y divino;su más dulce esperanza fue ilusoria,culpaba, no a Manrique, a su destinoy al fin le dijo a su galán callado:-"Bien; después de lo dicho, ¿qué has pensado?

"Tanta pasión por ti mi pecho encierraque el dolor que me causas lo bendigo;voy a vivir sin alma y no me aterra,pues mi culpa merece tal castigo.Como a nadie amaré sobre la tierrallorando y de rodillas te lo digo,haz en mi nombre a esa mujer dichosa,porque yo quiero ser de Dios esposa.

Calló la dama y el galán, temblando,dijo con tenue y apagado acento:-"Haré lo que me pidas; te estoy dandopruebas de mi lealtad, y ya presientoque lo mismo que yo te siga amandome amarás tú también en el Convento;y si es verdad, Leonor, que me has queridodame una última prueba que te pido.

"No tu limpia pureza escandalicescon este testimonio de ternurano hay errores, ni culpas, ni desliceentre un hombre de honor y un alma pura;si vamos a ser ambos infelicesy si eterna ha de ser nuestra amargura,que mi postrer adiós que tu alma invocalo selles con un beso de mi boca".

Con rabia, ciega, airada y ofendida,-"No me hables más, – repuso la doncella -sólo pretendes verme envileciday mancillarme tanto como a aquélla.Te adoro con el alma y con la viday maldigo este amor, pese a mi estrella,si hidalgo no eres ya ni caballeroni debo amarte, ni escucharte quiero".

Manrique, entonces la cabeza inclina,siente que se estremece aquel recinto,y sacando una daga florentina,que llevaba escondida bajo el cintocomo un tributo a la beldad divinaque amó con un amor jamás extinto,altivo, fiero y de dolor deshechodiciendo :-"Adiós, Leonor", la hundió en su pecho.

La dama, al contemplar el cuerpo inerteen el dintel de su mansión caído,maldiciendo lo negro de la suerte,pretende dar el beso apetecido.Llora, solloza, grita ante la muertedel hombre por su pecho tan querido,y antes de que bajara hasta la puertala gente amedrentada se despierta.

Leonor, a todos sollozando invocay les pide la lleven al conventojunto a Manrique, en cuya helada bocaun beso puede renovar su aliento.Todos claman oyéndola: "¡Está loca!"y ella, fija en un solo pensamientoconvulsa, inquieta, lívida y turbadacae, al ver a su padre, desmayada.

Y no cuentan las crónicas añejasde aquesta triste y amorosa hazaña,si halló asilo Leonor tras de las rejasde algún convento de la Nueva España.Tan fútil como todas las consejas,si ésta que narro a mi le lector extraña,sepa que a la mansión de tal suceso,llama la gente: "El Callejón del Beso".

Juan de Dios Peza (México, 1852-1910)

DEL ESCENARIO A LA CELDA

IHermosa como la estrellade la alborada de mayofue en Méjico hará dos siglosdoña Ana María de Castro.

Ninguna logró excederleen la elegancia y el garboni en los muchos atractivosde su afable y fino trato.

Sus maneras insinuantes,su genio jovial y franco,su lenguaje clara muestrade su instrucción y su rango:

su talle esbelto y flexible,sus ojos como dos astrosy las riquísimas joyas,con que esmaltó sus encantos.

La hicieron en todo tiempola más bella en el teatro,la mejor por sus hechizos,la primera en los aplausos.

Los atronadores vivas,los gritos del entusiasmosiempre oyó, noche por noche,al pisar el escenario.

En canciones, en comedias,en sacramentales autos,ninguna le excedió en gracia,ni le disputó los lauros.

Doña Ana entre bastidoresera de orgullo tan alto,que a todos sus compañerostrató como a sus lacayos.

Las maliciosas hablillas,los terribles comentarios,los epigramas agudosy los rumores más falsos,

siempre tuvieron origensegún el vulgo, en su cuarto,centro fijo en cada nochede los jóvenes más guapos.

Allí en torno de una mesase charlaba sin descanso,sin escrúpulos ni cotode lo bueno y de lo malo.

Si la gazmoña chicueladel marqués, ama a Fulano,y si éste le guiña el ojoescondido en algún palco;

Si la esposa de un marinomira con afán extrañoal alabardero Azunzaque de algún noble está al lado;

Si el Virrey fijó sus ojoscon interés en el patio,como en busca de un amigoque subiera a acompañarlo,

sobre el último alborotode tal calle y de tal barriocon alguaciles, corchetesmujerzuelas y soldados

La actriz, risueña y festivaoyendo tales relatos,a todos daba respuestascomo experta en cada caso.

Algunos por conquistarsesu pasión más que su agrado,sin lograr sus esperanzasgrandes sumas se gastaron;

otros con menos fortunasólo anhelaban su tratoviviendo como satélitesen derredor de aquel astro.

Ana, radiante de gloria,miraba con desenfadoa los opulentos noblesque eclipsara con su encanto.

Y en la sociedad más altacensuraban su descarocreyéndola una perdida,foco de vicios y escándalos.

Mas no hay crónica que pongatan duros juicios en claro,ni nos diga que a ningunose rindió por los regalos.

Ella protegió conquistasde sus amigos más francos,y quizá empujó al abismoa los galanes incautos.

Astuta e inteligenteguardó en su amor tal recatoque tan valioso secretono han descubierto los años.

Se habla de un Virreyque estuvo de doña Ana enamorado,mas la historia no lo afirmani puedo yo asegurarlo.

Mujer hermosa y ardiente,de genio y en el teatro,por la calumnia y la envidiatuvo medidos sus pasos.

II

Por sabias disposicionesdictadas con gran aciertolas actrices habitabanmuy cerca del coliseo.

Este se alzó por entoncesentre el callejón estrechoque del Espíritu Santollamamos en nuestro tiempo,

y la calle de la Acequia,en los solares extensosque hoy las gentes denominancalle del Coliseo Viejo.

Y cerca, en vecina calle,que por tener un colegiodestinado a las doncellas"de las niñas" llama el pueblo,

las artistas del teatrobuscaron sus aposentos,y de las Damas llamósea tal motivo aludiendo.

Una noche gran tumultoturbó del barrio el sosiego,a los más graves vecinoslevantando de sus lechos;

los jóvenes elegantesformando corrillo inmenso,seguidos de gente alegrey poco amiga del sueño,

a la puerta de una casasu carrera detuvieronacompañando sus trovascon sonoros instrumentos

-"Serenata a la de Castro",dijo al mirarlos un viejo.-¿Y por qué así la celebran?preguntó un mozo indiscreto.

-¡Cómo por qué! dijo alguno;el Virrey loco se ha vueltoy prendado de la damaordena tales festejos.

-¿El Virrey?-Así lo dicen.-¡El Virrey! -Ni más ni menos;y allí cantan edecanes,corchetes y alabarderos.

-¿Será posible ?-Miradlos…-¡Qué locuras!-Y ¡qué tiempos!-Los oidores están sordos.

-Al menos están durmiendo.-¡Turbar en tan altas horasla soledad y el silencio!

¡Y alarmar a los que vivencon recato en los conventos!

-¡Y por una mujerzuela!-¡Una farsanta que ha puesto,como a Job, a tantos ricosque están limosna pidiendo!

-¿Y la Inquisición?-Se calla.-¿Y la mitra?-¿Y el Gobierno?-Doña Ana domina a todoscon su horrible desenfreno.

-¿Y es hermosa ?- Cual ninguna.-¿Joven?-¡Y de gran talento!-Y con dos ojos que viertenlas llamas del mismo infierno.

-Con razón con sus hechizosvuelve locos a los viejos.-El Virrey no es un anciano.-Ni tampoco un arrapiezo.

-Pero escuchad lo que dicencantando esos bullangueros.-Es el descaro más grandetal cosa decir en verso.

Y al compás de la guitarravibraba claro el acentode un doncel que así decíaen obscura capa envuelto:

-"¡Sal a tu balcón, señora,que por mirarte me muero,piensa en que por ver tus graciasel trono y la corte dejo".

– Más claro no canta un gallo.- Y todos lo estáis oyendo.El Virrey deja su tronopor buscar a la… ¡Silencio!

-¡Cómo está la Nueva España!-¡Pobre colonia! -Me atrevoa decir que no se ha vistocosa igual en todo el reino.

Y los del corro cantaban,y al fin todos aplaudieronal mirar que la de Castroa su balcón salió luego.

– "¡Vivan la luz y la gracia,la sandunga y el salero!-Ya asomó el sol en oriente.-¡Ya el alba tiñó los cielos!"

Y doña Ana agradecidabuscando a todos un premio,llevó la mano a los labiosy al grupo le arrojó un beso.

Creció el escándalo entoncesrayó en locura el contentoy volaron por los aireslas capas y los sombreros,

Cerró su balcón la dama,apagáronse los ecos,dispersáronse las gentesy todo quedó en silencio

III

Con grande asombro se supo,trascurridas dos semanasdesde aquella escandalosaaunque alegre serenata,

que las glorias de la escena,los laureles de la fama,el brillo y los oropelesde la carrera dramática,

por inexplicable cambio,por repentina mudanza,sin reserva y sin esfuerzotodo dejaba doña Ana.

Y alguno de los que sabencuanto en los hogares pasay que exploran con cautelalos secretos de las almas,

dijo a todos los amigosde artista tan celebradaque un sermón del Viernes Santoera de todo la causa.

El padre Matías Conchoso,cuya elocuente palabralos más duros corazonesconvirtiera en cera blanda,

al ver entre su auditorioa tan arrogante damaatrayéndose en el templode los hombres las miradas,

habló de lo falso y brevesque son las glorias mundanas;de los mortales pecadosde los que viven en farsas;

de los escándalos gravesque a la sociedad alarmacuando una actriz sin recatoincautos pechos inflama;

y con tan vivos colorespintó la muerte y sus ansiasy al infierno perdurableque al pecador se prepara;

que la de Castro, temblando,cayó al punto desmayadacon el hechicero rostrobañado en ardientes lágrimas.

Sacáronla de aquel templo,condujéronla a su casa,y temiendo que murierafueron a sacramentarla.

Cuando cesaron sus males,y estuvo en su juicio y sana,en señal de penitenciaresolvió dejar las tablas;

y vendió trajes y joyas;y las sumas que dejaranse las entregó a la Iglesiade su nuevo voto en aras.

Entró después de noviciay su conducta sin manchay su piedad y su empeñopor vivir estando en gracia,

abreviaron sus afanes,la dieron consuelo y calmay tomó el hábito y nuncael mundo volvió a mirarla.

Fueron tales sus virtudesy sus hechos de enclaustrada,que cuentan los que lo sabenque murió en olor de santa.

Por muchos años mirósela celda pequeña y blancaque ocupó en Regina Coelila memorable doña Ana.

Y aun se conservan los murosde la antigua estrecha casaen que vivió aquella artistaen la "Calle de las Damas".

Pasó, dejando animosariqueza, aplausos y fama,del escenario a la celda¡por la salvación del alma!

Juan de Dios Peza (México, 1852-1910)

LA CALLE DEL CALVARIO

IJoseph Ramírez Dorantes,era, hablando con verdad,uno de los estudiantesmás cumplidos y galantesde nuestra Universidad.

Era de honrada ascendencia,su padre cifró su afánen ilustrarlo a conciencia,y a estudiar jurisprudencialo mandó de Michoacán.

Vivió, cual es de ordinario,sufriendo algunos rigores;y el centro universitariolo nombró bibliotecariodel claustro de los Doctores.

Fue una borla su esperanza,sin que de la suerte impíatemiera aleve asechanza,y tan dado a la enseñanzaque un Dómine parecía.

Siempre a las contiendas hecho,amaba la discusión,y en la mesa y en el lechoera un curso de derechosu amena conversación.

En su memoria reunidas,con invisible buril,se encontraban esculpidaslas leyes de las Partidasy del derecho civil.

Era alegre y zalamero,decidor grato y sin par,y en aquel claustro severoera en la misa el primeroque se acercaba al altar.

¡Con qué entusiasmo estudiaba!y era por su devoción,si a un santo se celebraba,el que a llevar ayudabael palio en la procesión.

Y a un tiempo afable y sencillo,lleno de franqueza y fe,sin buscar aplauso y brillo,jugaba igual un tresillocomo bailaba un minué.

Y así de todos querido,en lo mejor de su edad,y por todos aplaudido,juzgábanlo el consentidode aquella Universidad.

II

Locuaz, osado, altanero,de embozada condición, era en el claustro severode Ramírez compañeroRoque Manresa y Leén.

En estudiar diligente,cursando Filosofía,era discreto y prudenteque en época tan creyenteél ni en el diablo creía.

Del Génesis y el Éxodoburlábase por igual,mas con tan discreto modo,que le juzgaban en todosincero, adicto y leal.

Eran ambos estudiantesalegres y decidores,para los libros, constantes,y según fama, galantesy atrevidos, en amores.

Nunca se les vieron huellasde asuntos envilecidospor tenebrosas querellaseran terror de doncellasy espanto de los maridos.

Y eran ambos celebradospor la grey alegre .y francade capences y .encerrados,que no eran menos osadosque aquellos de Salamanca.

Bautizados por. algunode chispa y de buen humor,con un apodo oportunollamaban "El Tigre", al uno,y al otro " El Inquisidor".

III

¡Tiempos tristes los pasados!el rigor era la ley, cuando ilusos o engañadoseran los hombres quemadosde orden de Dios y del Rey.

Cuando nunca se atendíael derecho y la razón;y el que negaba o leíaiba a la cárcel sombríade la Santa Inquisición.

De aquel proceder severo,eran testimonio y nota,pasmando a Méjico entero,tres sitios: el quemadero,el cadalso y la picota.

El progreso en su carrerala picota derribó,apagó después la hoguera,y tras su llama postrerasólo el cadalso quedó.

Mudo, terrible, imponente,como fantasma servil,fue Méjico, independiente,y aun se asombraba a la gentematando a garrote vil.

Se ve entonces de ordinario,a Lento paso marcharpor la calle del Calvario,con hopa y escapulario,al que van a ajusticiar.

Siempre el toque de agoníafue la voz nunca turbadade aquella calle sombría,a cuyo extremo se erguíala horca odiosa y odiada.

La calle a todos arredray en las noches causa espanto;que allí el infortunio medra,y todos ven cada piedrahumedecida con llanto.

En sus contornos obscuros,se oyen gritos sofocados,maldiciones y conjuros,y cruzan cabe sus murosespectros de ajusticiados.

El pueblo, que nada olvida,afirma con frenesíque en la noche tan temidael alma de un parricidasale a penar por allí.

Y que. no son devaneosver, al dar las oraciones,sobre. el altar de los reoscomo terribles trofeosluminosos .corazones.

Esa fúnebre capillaque enluta eterno capuz,pues en ella nada brillaes tosca, pobre, sencillacon un altar y una cruz.

Allí con solemne calmaentraba el que fuera en poscomo mártir, de una palmaantes de entregar el alma,en el patíbulo, a Dios.

Allí cada sombra adquieremás luto y más lobreguezque el que en el cadalso muere,allí reza el Misererepor la postrema vez.

Allí causan a la parcompasión, miedo y pavorfrente a la cruz, el pesar,la horca frente al altar,frente a la horca, el horror.

No hay. martirio que. no estalleen sitio tan funerario,ni alma que allí no batalle,pues tal capilla y tal calleconducen siempre al Calvario.

IV

Una. mañana, salieronManresa y Ramírez juntos;larga charla mantuvieron,y entusiastas discutieronsobre diversos .asuntos.

Un argumento, el mejor,que a los dos les .preocupaba…y trataron con calor,era: ¿En qué estriba el valor?y cada cual meditaba.

¿En desdeñar el abismoque ante la muerte se ve?¿En luchar con fanatismo?¿En dominarse a sí mismo?¿En ser invencible? ¿En qué?

-En dominarse; ¿no es esaprueba de gran valentía,con la dignidad ilesa?-Tal es mi opinión, Manresa.- Ramírez, tal es la mía.

-Pero hay casos en los cualestiembla el hombre sin querer,pues son sobrenaturales..-Yo todos los juzgo iguales,porque querer es poder.

-Te asiste razón y es cierto;¿mas si llegas a miraren noche, en claustro desiertoque se te aparece un muertoy que te pretende hablar?

– Conseja, fútil conseja,que el ánimo enfermo truncade un imbécil o una vieja,pues el que la vanidad dejano vuelve a la vida nunca.

.- Los Santos Padres dijeron,acuérdate, en un concilio…-Los Santos Padres mintieronlos pobres no conocieronni a Tibulo, ni a Virgilio.

– ¿Pero tú no juzgas ciertossus relatos consagrados,que a firman los más expertos?- Decir que vuelven los muertos,no es cosa de hombres honrados.

-Siempre te encuentro de fiesta,no pierdes tu buen humorni en una cuestión cual ésta,y quiero hacer una apuestapara probar tu valor.

– Lo que quieras, nada temo;por bravo no me reputo,pero soy digno en extremo;ni con los diablos me quemoni con los muertos discuto.

Pues bien; te voy a decir,y no me hagas un reproche,pues lo puedes discutir:no eres capaz de veniral cadalso, a media noche.

-¿Pero qué, te has figuradoque soy tan vil y cobarde?yo subiré a ese tablado,aun estando el cuerpo heladodel que ahorcarán por la tarde.

-Tan bravo no te creí.- Pues sábelo; así soy yo,y de tal suerte nací.- Pues yo te digo que no.-Y yo te digo que sí.

-Ya que junto a la horca estamos,en ella voy a ponereste libro que llevamos,y cuando las doce oigamoslo vendrás a recoger.

-Ve a ponerlo, nadie tieneduda de mi altiva fe,pues sin mancha se sostieneque la media noche sueney a recogerlo vendré.

Y alegres los dos cruzaronlas calles de la ciudadde otras cosas conversarony así contentos llegaronhasta la Universidad.

V

Llegó la noche sombría;el espacio se enlutaba; el viento horrible gemía;la lluvia tenaz caíay el cielo relampagueaba.

Una promesa hecha entoncesera un pacto temerarioesculpido sobre bronce;oyeron ambos las oncey se fueron al Calvario.

Moviendo iguales sus piernascruzaron por la ciudadque en esas noches eternassin lámparas ni linternas,mostraban su soledad.

Pronto en el Calvario dieron;de la capilla, al portalpor instinto se acogieron;surgió un relámpago,y vieron el patíbulo infernal.

– Voy por el libro y me esperas;y así no me harás reproche.-Ve y vuelve cuando tú quieras.

…………………………Y las campanas austerassonaron la media noche.

El que se quedó, veíamarchar con grave arroganciaal que al cadalso partía,y apoco, tan solo oíasus pasos en la distancia.

Luego un rumor sordo y huecodespués un murmullo falsocomo el engaño del eco,y enseguida un golpe secoen las tablas del cadalso.

Con ansiedad sobrehumanael uno al otro esperóy fue su esperanza vana,pues despuntó la mañanay Manresa no volvió.

No volvió, porque tocaronsus manos, en el incierto sitio,el libro que buscaron,y sintió que lo tiraronde la capa y cayó muerto.

VI

No bien hubo amanecido,Ramírez sube anhelante al cadalso aborrecido,y halló en las tabas tendidoel cuerpo del estudiante.

Lleno de horrible afliccióncuando a su mente se escapade la muerte la razónencuentra sobre un tablón,prendida a un clavo, la capa.

Y a varios que lo seguíanles dijo el motivo justoy todos se convencían;-Sintió que lo detenían.y es claro…¡murió del susto!

Juan de Dios Peza (México, 1852-1910)

LA CAJA MILAGROSA

I

Para honrar la siempre limpiaConcepción Inmaculada en la hermosa y opulentacapital de Nueva España,

un vecino muy devotoy de riquezas muy vastas,trató de hacer un conventodigno de gloria tan alta;

y comprando unos solares,y al rey demandando gracia,logró dar cima a su anhelosin medir riesgos ni vallas.

Llamábase aquel buen hombreJuan Aguirre de Suasnaba,pródigo en las caridades,y en las costumbres, sin tacha.

Cuando con gran regocijomiró su obra comenzaday dio fin a los cimientosy forma a sus esperanzas,

la segur, que no respetaglorias y dichas mundanas,cortó el hilo de su vida,por cierto envidiable y grata.

Tocó a sus más allegadosheredar cuanto dejara,y ya ricos, no quisieronproseguir obra tan santa.

Quedó en punible abandonola nueva y costosa fábrica,sin que de ponerle términose dijera una palabra.

Los dueños de la fortunafuéronse a tierras extrañas,y nadie creyó que hubiesequien a Aguirre reemplazara.

Apagáronse de un soplolas ilusiones doradasde cuantos vieron seguíadel nuevo templo la fábrica.

Y en las más nobles familiascon dolor se comentabala conducta de los deudosdel propio interés avara.

Las pudorosas doncellasque con delicia y con ansiasoñaron en vestir prontomanto azul, túnica blanca,

y habitar del nuevo claustrola quieta y feliz morada,al saber la triste nuevavertieron secretas lágrimas.

En esos tiempos remotosdel mundo en la mar sin playas,para encaminarse al cieloera el convento la barca;

la celda, puerto y refugiode la vida en las borrascas;y la fe, radiante estrella,nuncio y galardón del alba.

En los tristes desengaños,en las dudas más amargas,en la orfandad sin apoyoy el amor sin esperanza,

cuando todos los doloresa un tiempo el ánimo embargany la razón obscurecey las virtudes desmayan,

el claustro fue la piscina,el Jordán de frescas aguasen que encontraron aliviolos hondos males del alma.

Y las vírgenes más bellas,las azucenas más castas,en sus floridos abriles,en su edad más dulce y grata,

encerrábanse en las celdascomo en tumbas solitarias,viviendo en completo olvidosin ambiciones bastardas;

y allí, sin decir a nadiela historia de sus desgracias,era su ilusión la muertey el martirio su enseñanza.

Tarde por tarde, iban muchosa ver en desierta plaza,frente a la modesta ermitaque a nuestros tiempos alcanza

los comenzados cimientosde la nueva mansión sacraque iba a honrar la siemprelimpia Concepción Inmaculada;

y para excitar el celode gentes ricas y santasque con su cuantiosa haciendael monasterio acabaran,

una fiesta organizóseinvitando a la más altasociedad de la opulentacapital de Nueva España.

II

En medio de gran gentíoun viejo orador sagrado dice así con voz sonoray con inmenso entusiasmo:

– "No es cierto que nadie quieraesta obra llevar a cabo,que hay alguien a quien le sobranelementos para el caso.

Allí escondido entre muchosacierto a ver a mi hermano;lo conocéis casi todos,le llaman Simón de Haro";

"es un minero muy rico,y es además buen cristiano,y va a encargarse de todolo que otros abandonaron".

"¿Que habrá que gastar dinero?¡nada importa! ¡Tiene tanto!y además pueden sus minasdarle cuanto es necesario.

El terminará el convento,él lo hará, puedo jurarlo,y tal vez desde mañanaocupe aquí muchos brazos".

Volvieron todos el rostroa don Simón, contemplandoque estaba absorto y confusocon un sermón tan extraño.

Y prodigándole encomios,y apretándole la mano,por su decisión tan nobletodos le felicitaron.

Sin dar a nadie respuesta,confuso, atónito, pálido,al ver ya fuera del púlpitoa quien movió tal escándalo,

fuése saliendo a su encuentrode esta guisa a interpelarlo.- Si sabes que soy muy pobre,pues muy exiguo es mi erario,

¿por qué de erigir conventosme impones el duro encargocuando en mi caja no quedanmás que muy pocos ducados ?

-Yo no he dicho una palabra.-¡Estás loco! Te escucharontodos los que aquí han venidoy que no son muy escasos.

– Pues te juro que no dijeni una frase… -Has dicho tantoque todos me reconocencomo un rico nada avaro,que va a construir el convento.

En esto pienso que hay algomisterioso, incomprensible.-Lo que dijeron tus labiostodo el mundo lo comprende.-Yo no lo he dicho.-Habla claro.

-Sospecho que las palabrasque oyeron todos, hermano,las ha dicho por mi bocael mismo Espíritu Santo.

– ¿Será posible ?-No dudes,porque yo ni lo he pensado,y al decir que nada dijecon esta verdad me salvo.

-Dios será quien te proteja.-Yo estoy muy pobre y no guardoen caja sino muy poco,ven a ver mi caja.-Vamos.

De don Simón a la casabien pronto se encaminaron,y abriendo una tosca puertaentraron a húmedo cuarto.

Vieron los dos una cajaabandonada en un ángulo,forrada en vetusto cueroy llena de toscos clavos.La abrió don Simón, y al puntosaca con su propia manocerca de catorce durosque allí estaban encerrados.

– ¿Basta para un monasterioeste pequeño puñado?Y antes de que a tal pregunta dierarespuesta su hermano,

dentro de la antigua cajaoyeron un ruido extrañoy los espantados ojosa un tiempo volvieron ambos.

De escudos limpios y hermososhalláronla rebosando,y postráronse de hinojosabsortos de aquel milagro.

Vaciáronla varias veces,y en cada vez la encontraronllena de nuevas monedasque arrojaba ignota mano.

-Con esto se hará el convento.-Y la obra llevaré a cabo.-Alabemos a la Virgen,-Y al Señor tres veces santo.

Con lágrimas en los ojosy trémulos y rezando,el clérigo y el minerosalieron al fin del cuarto.

Se dio principio a las obras,y en menos de quince añosse alzó el templo y el conventode la Concepción llamado.

Y en el espléndido coro,las monjas siempre guardaron,como caja milagrosa,portento admirable y raro,

la que durante las obrassola se estuvo llenandohasta que la ultima piedrase puso en el templo santo.

Y esta conseja la citanhaciendo mención del casoautores que en nuestros tiempospasan por doctos y sabios.

Juan de Dios Peza (México, 1852-1910)

LA CALLE DE LA CADENA

Aún estaba conmovidoel bajo pueblo de Anáhuacrecordando el fin postrerode los dos hermanos Ávila;

aún al cruzar por las nochesla anchurosa y triste plaza,al mirar en pie las horcaslas gentes se santiguaban;

y aún en algunos conventosrezábanse las plegariasa fin de que los difuntoslograsen salvar sus almas;

cuando un pregón le decíaa la curiosa canallaque por atroces delitos,que por pudor se callaban,

iba a ser ajusticiadopor voluntad del monarcaun negro recién venidocon un noble a Nueva España.

Como se anunció la fechala gente acudió a la plaza,en tal número y desordenque un turbión asemejaba,

porque en los terribles casosen que la justicia matala humanidad se desvivepor mostrar que no es humana.

Desde que lució la auroraacudió la gente en masay muchos allí durmieronesperando la mañana.

Mirábanse a los verdugosque el cadalso custodiabanya con los rostros cubiertoscon una insultante máscara.

El sol estaba muy alto,la gente con vivas ansias,los verdugos en acechoy los soldados en guardia;

y ninguno suponíaque el acto aquel se frustraracuando de mirar al reoperdieron las esperanzas.

De pronto, a galope llegaun dragón junto a las tablasdel cadalso, y con algunode los centinelas habla.

Los verdugos, para oírlodescienden la escalinata,y corre un rumor que anunciaque la ejecución se aplaza.

El toque de los clarinespronto anuncia retirada,y en diversas direccionesplebe y soldados marchan.

Hay disgusto en los semblantesde mozuelas y beatas,pues como a ninguno ahorcaronhan perdido la mañana.

Y se resienten de versepor el Pregón engañadas,y viendo solo el cadalso,rezan, murmuran y charlan.

Los curiosos insistentesque averiguan la causadel retardo, al fin descubrenlo que nadie se explicaba.

Cuentan que trayendo al negrode San Lázaro a la plaza,cuando apenas por orientese vislumbró la mañana,

cercado por alguacilesy por mucha gente armada,bebiéndose de amargurasus propias, ardientes lágrimas,

con voz fúnebre pidiendoque hicieran bien por su alma,un sacerdote entregadoa cumplir siempre estas mandas;

mirando a todas las gentesen balcones y ventanasdarle el adiós postrimeroentre llantos y plegarias.

El negro que parecíade susto no tener alma,cruzó por una callejatan angosta como larga,

donde entre humildes jacalessurgía como un alcázarun caserón de tezontlecon paredes almenadas,

con toscas rejas de hierroen forma de antiguas lanzas,con canales cual cañonesque el alto muro artillaban,

y bajo el vetusto escudode ininteligible heráldicaun ancho portón forradode gruesas y obscuras láminas;

teniendo como atributoque las gentes veneraban,una cadena de acero burda,negra, tosca y larga.

Con sus ojos que vertíanraudales de vivas llamas,mira el negro de soslayoaquella ostentosa casa,

y sin que evitarlo puedanlos cien que lo custodiabantan ligero como un rayodel centro se les escapa,

gana de un salto la acera,se arrodilla en la portaday cogiendo la cadenaen las dos manos, con ansia

grita con voz que pareceun rugido: "¡Pido gracia!¡Pido gracia a la noblezade nuestro amado monarca!"

Y corchetes y alguacilesy arcabuceros y guardiasse quedaron asombradosy sin responder palabra.

Porque sabido de todos eraque en aquella casa vivíaun señor de abolengoentre los grandes de España,

que por fuero de linajeen sus títulos estabatener cadena en su puertay pendón en la fachada.

El reo que esa cadena,por su fortuna tocaraal marchar para el cadalso,de la muerte se libraba.

Y el negro, que esto sabía,tuvo la fortuna extrañade alcanzar tal privilegioque otro ninguno lograra.

Mirando lo sucedido,nobles, corchetes y guardias,con gran susto de la escenano siguieron a la plaza,

pues tornaron al presidiola víctima afortunada;al Virrey le dieron partey todo quedóse en calma.

Hoy sólo existen los murosde la mansión legendaria,sin huellas de las almenasni escudo de la portada.

Y dicen los que lo saben,doctos en antiguas causas,que la angosta callejuelade "La Cadena" hoy se llama.

Juan de Dios Peza (México, 1852-1910)

LA CALLE DE XICOTENCATL

I

Cuando al formidable empujede la justicia del pueblo, el joven príncipe Hapsburgosubió al cadalso en Querétaro,

al recoger su cadáversobre el memorable cerroen cuyas peñas abruptassaltó en astillas un cetro,

se ordenó que embalsamaranlos inanimados restos,por si en la tierra nativales daban tumba sus deudos.

Y era de mirarse el cuadrograve, imponente y siniestro,que por su humilde grandezano olvidan los que lo vieron.

Sobre la bruñida plancha,tendido el desnudo cuerpo,plumón de cisne en lo blanco,marmórea estatua en lo yerto;

abierta la barba rubiaen dos gajos sobre el pecho;cual turquesas empañadaslos tristes ojos abiertos.

Surcando azulosas venasla frente de marfil terso,mostrando en ligeros surcoscongelado el pensamiento.Lacio tocando la piedrael áureo escaso cabello,alisado en otros añospor manos que están muy lejos.

Rojas, profundas heridasdispersadas en el pecho,por donde entraron las balasy se escaparon los sueños.

Inertes los largos brazos,como abandonados remos,y en las manos insensiblesalgo crispados los dedos.

En las piernas las señalesde haber mantenido el cuerpolargas horas sobre el ágilcorcel de los campamentos.

Y en el extraño conjuntodespertando los recuerdosde Rubens, cuando pintaraa Cristo desnudo y muerto.

II

En una ciudad que ha sidopor muchos meses el centrode encarnizados y horriblescombates a sangre y fuego,

por más que sobró periciano abundaron elementospara sin tacha ningunaungir el cadáver regio,

y a reparar menoscabostrajéronlo pronto a Méjico,sobre los frescos escombrosdel ya desplomado imperio.

En tierra de Moctezumael príncipe entró de nuevo,no sobre augusta carroza,sino encerrado en un féretro.

De nuestra ciudad las llavesninguno le dio a su encuentro,ni su retorno anunciaronlos heraldos palaciegos.

En las sombras de la noche,por rudas tablas cubierto,sin ser por nadie esperadoy sin visible cortejo,

entró en vetusta capillael ataúd, pobre y negro,y en tosca mesa de pinoquedó en solemne aislamiento.

Una lámpara que ardíatoda la noche en el templo,lanzaba sobre la cajasu fulgor amarillento,

y en las elevadas bóvedas,como tristes agoreros,con sus fúnebres graznidosse quejaban los mochuelos.

Las místicas esculturassemejaban con su aspectodolientes que acompañaranla soledad de aquel cuerpo.

Sobre el ataúd cerníansu augusto, impalpable vuelo,los fantasmas de otros mundosque en otros siglos vivieron:

Carlos Quinto, con sus pompasde un sol sin ocaso dueño,surgió con su egregia Cortepara velar a su nieto.

La noble María Teresacon sus infinitos duelos,en la frente del Hapsburgodepositó helado beso.

Sola estaba la capilla,solo el misterioso féretro,solos los tristes altaresde aquel recinto severo,

y dentro de aquella caja,solo y rígido durmiendoun soñador de treinta añosfatua luz de un breve imperio.

Allá detrás de los maressolo el castillo risueñoque el Mediterráneo bañacon ondas de azul sereno.

Sola, en el antiguo mundo,loca de amargura y duelo,la esposa joven y hermosa,que en vano espera a su dueño:

y fuera de la capilla,en una calle de Méjicoque de San Andrés se llamay donde estaba aquel templo,

la indolente muchedumbre,sin pensar en el rey muerto,elevaba los cantaresde un rey inmortal: el pueblo.

Al par que mamá Carlotase cantaban los Cangrejos,y alzando hosanna a Juárezdaban vivas a Escobedo.

Era muy negra la noche,era muy lúgubre el viento,la ciudad aun no salíade los espasmos del miedo.

Y allí estaba aquel cadáver,limpia la faz, roto el pecho,como una lección terrible,como un inmortal ejemplo,

de que la ambición engaña,de que deslumbra el ensueñoy de que fue una tragedialo que se llamó un imperio.

Yo era muy joven, muy joven,y el corazón en mi pecholloraba la dura ausenciade mi único Dios terreno;

de mi padre, que ni un díamientras que tuvo un aliento,dejó, con honda amargura,de llorar por aquel muerto.

III

El sabio a quien encargóseel nuevo embalsamamiento era del ilustre Juárez,al par que amigo, su médico.

No bien con expertas manosligó los inertes miembros,dejó, por secar las vendas,suspendido al aire el cuerpo.

Pendiente de los dos hombrosen un arco de aquel templo,y con los ojos de esmalteretando al abismo negro,

solo quedó el soberano,rígido como de acero,con olorosos barnicesmojando a sus pies el suelo.

Y cuentan que en una nochea Juárez dijo su médico,más bien que en tono de súplicaen son de dulce consejo:

"No quiero encerrar al príncipepara siempre en otro féretroantes de que, de mi brazo,vayáis vos a conocerlo.

Y Juárez cedió a la oferta,y esa noche, en silenciollegó al misterioso sitioconversando a paso lento.

Dos lámparas encendidasmal alumbraban el templo,y en la penumbra del fondose destacaba aquel muerto.

Aviváronse las lucesy bañó un fulgor intensoel rostro color de cera,los ojos color de cielo.

Juárez se acercó impasibleen holgada capa envuelto,sin dar señales ningunasde angustia o desasosiego.

Y de pie frente al cadáverclavó en él sus ojos negrosy se lo quedó mirandocon su semblante de hierro.

Un diálogo sin palabrasse entabló en aquel momentoentre el rey ajusticiadoy el justiciero de un pueblo.

Una parvada invisiblede profundos pensamientosde la frente de aquel vivovoló a la frente del muerto.

Mas no se turbó su rostro,ni sus labios se movieron,ni cruzó por sus pupilasrayo de placer o duelo.

Y después de haber estadocontemplándolo en silencio"Ya lo vi -dijo en voz baja,el vendaje aún no está seco".

Y tomando por el brazo,cual de costumbre a su médico,sin hablar de aquella escenasalió de allí a paso lento.

La eternidad insondablequedó atrás en el temploy ella oyó el diálogo mudode aquel vivo v aquel muerto.

IV

Pasados breves los mesesy a sus patrios lares vuelto, el príncipe infortunado,sin corona y sin aliento

conmemorando su muerteen junio, en el mismo templo,congregarse a llorarlono pocos de sus adeptos.

Escándalo semejantedespertó en aquellos tiempostempestad de desazonesy amargos resentimientos.

Y en masónico banquete,en un solsticio de invierno,frente del ilustre Juárez,y ante un auditorio inmenso,

un liberal de renombrey de carácter enérgico,adalid de la Reformay hombre de acción y talento,

pidió, sin temor a nadie,que se derribara el temploponiendo manos a la obraen aquel mismo momento;

y dos horas no pasaronsin que con extraño estruendolas piedras se desgranarandel muro al golpe del hierro.

Derribada la capilla,se abrió la calle que hoy vemos"de Xicotencatl" llamadaen honor de un héroe egregio.

Juan de Dios Peza (México, 1852-1910)

EL CACAHUTAL DE SAN PABLO

I

Casi mediando por filoel siglo decimosexto,pues sólo faltaba un añopara diez lustros completos,un pregón del Santo Oficiopuso en gran alarma a Méxicoasombrando a la noblezay a la plebe dando miedo.Iban a ser conducidoscon gran pompa al Quemaderomás de cien penitenciados,de grandes crímenes reos.

Herejes y judaizantes,desde largo tiempo presos,y firmes en las doctrinasde Moisés y de Lutero,de sus terribles sentenciasfijado el lúgubre términopronto como relajadosiban a ser un ejemplo,una sagrada enseñanza,prueba, verdad y escarmientode que los hijos del diablodeben morir en el fuego.

Partes: 1, 2, 3, 4
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