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Historia política de España en la primera mitad del siglo XIX (página 2)

Enviado por Papini, Aimore


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La libertad de comercio con América, concedida en 1788, acabó con el monopolio de la Casa de Contratación sevillana (que fue suprimida en 1790) y permitió el desarrollo comercial e industrial de Cataluña y el País Vasco.  El ministro de Hacienda, Cabarrús, crea el Banco de San Carlos.  El país, aunque en el fondo vivía apegado a sus viejas tradiciones, empezaba a europeizarse, por lo menos entre la «intelligenzia» y la burguesía adinerada.

Un año antes de estallar la Revolución Francesa había subido al trono Carlos IV (1748-1819), de escasas luces y débil carácter; su mujer era María Luisa de Parma.

El monarca había sido reconocido por las Cortes  en 1789, las cuales solicitaron la anulación de la Ley Sálica que no permitía reinar a las mujeres.  Carlos IV prometió publicar la nueva ley, pero lo olvidó, posiblemente porque tenía hijos varones que iban a sucederle.  Tres años después de ceñir la corona, ocupa el cargo de primer ministro Manuel Godoy (1767-1851), un guardia de corps, ascendido a este puesto a instancias de María Luisa.

Desde 1795, España era aliada de Francia.  Para concretar su objetivo de invadir Portugal, Napoleón necesitaba atravesar España.  Pactó entonces con Godoy, quien permitió el libre paso de las tropas francesas por el territorio hispánico.  A cambio de esta concesión proyectaron, emperador y ministro, el reparto de Portugal, correspondiendo a éste último el reino de Algarbe (Tratado de Fontainebleau, 1807).

Carlos IV había demostrado su incapacidad para gobernar cuando abandonó el poder en las ambiciosas manos de Manuel Godoy.  Por su parte, el príncipe heredero Fernando lo acusaba de intentar la usurpación del trono.  Cuando las tropas napoleónicas marcharon sobre suelo español con rumbo a Portugal, el partido fernandista -temeroso de una maniobra francesa para apoderarse de la Península- organizó el motín de Aranjuez,  conjura aristocrática española manifestada en forma de movimientos populares violentos que tuvieron lugar desde la noche del 17 al 19 de marzo de 1808 en el Real Sitio de Aranjuez (con réplica en Madrid). Amparados en la situación internacional, en el clima de inquietud provocado por la invasión francesa, y alentados por rumores que aludían a la marcha de la corte a Andalucía (quizá a las Indias), los conjurados asaltaron el palacio del favorito y principal figura del gobierno, Manuel Godoy, al que se hacía responsable de todo, y a punto estuvieron de lincharle. Este levantamiento finalizó con la destitución de Godoy y la abdicación de Carlos IV a favor de su hijo Fernando.  En toda España se celebró la caída de Godoy y la exaltación del nuevo monarca.

Mientras estos sucesos se desarrollaban en Aranjuez, Napoleón -a solicitud de Frenando- envió a Murat al frente de un ejército que se instaló en Madrid.

         Al enterarse de lo ocurrido, Napoleón envió una carta a Murat: "Debe usted impedir que hagan daño al rey, a la reina y al Príncipe de la Paz.  Hasta que sea reconocido el nuevo rey, haga como si el viejo siguiera reinando.  Si se hablase de procesar al Príncipe de la Paz, pienso que me pedirán consejo.  Dígale a Beauharnais (el embajador francés en Madrid) que es mi deseo que intervenga para que no se verifique tal proceso.  Diga siempre que no ha recibido instrucciones concretas.  Mientras tanto, no dejo de darle algunas, diciéndole que tenga a sus tropas bien descansadas, con las raciones de comida al completo y no trate de resolver por sí mismo nada"

El Príncipe de Asturias, proclamado rey como Fernando VII, trató infructuosamente de lograr la aceptación de Murat, primero y de Napoleón, después: Francia no reconoció al flamante soberano.  Carlos IV, por su parte, revocó su abdicación y el conflicto se complicó aún más.

Napoleón consiguió hábilmente que tanto Fernando VII como los reyes viejos lo nombraran árbitro de la situación.  Hecho esto, convocó a Carlos y a Fernando a una entrevista a celebrarse en Bayona. 

En abril de 1808 Carlos IV, Fernando y Napoleón se reunieron, tal como había sido acordado, en Bayona (ciudad francesa de los Bajos Pirineos).  Allí, Bonaparte obligó a Fernando a devolver la corona a su padre.  A continuación, Carlos IV cedió todos sus derechos sobre España y las Indias -en su nombre y en el de sus hijos- en beneficio de "su amigo el gran Napoleón", a cambio de una pensión y de algunas posesiones en Francia.  El Emperador dispuso, de inmediato, que su hermano José, hasta entonces rey de Nápoles, ocupase el trono español y que Murat lo reemplazara en Italia.

Sin embargo, a esta operación le faltó lo esencial: el consentimiento del pueblo.

En la misma entrevista de Bayona, Napoleón dispuso que Fernando y su séquito fueran trasladados, en cautiverio, a Valençay.  Ante este suceso el pueblo de Madrid se sublevó el 2 de mayo.  Los pequeños acontecimientos estallaron frente al Palacio Real de Madrid cuando, con las carrozas preparadas ya y entre la multitud estacionada, se hizo correr la voz de que el príncipe Francisco de Paula se había puesto a llorar al no querer marcharse.  El sentimentalismo popular reaccionó frente a las tropas de Murat que intentaron dispersar a los grupos.  Los gritos se convirtieron en disputas y se acabó persiguiendo por todas partes a los soldados franceses aislados, en una lucha que cambió rápidamente de signo en cuanto Murat tuvo tiempo de lanzar cargas de caballería y de alinear su artillería.  Se combatió duramente en la Puerta del Sol y en el Parque de Artillería de Monteleón, a donde el pueblo había acudido en busca de armamento.   Murat aplastó el levantamiento y, a partir de ese momento, inició una dura represión contra los españoles.  La reacción del 2 de mayo fue el comienzo de una tenaz y encarnizada resistencia contra los invasores, convertida en guerra por la independencia, que duró más de cinco años.

Un funcionario fugitivo del Madrid revuelto, redactó al pasar por el pueblecito de Móstoles un bando en el que se conminaba a acudir en defensa de la capital y que los dos alcaldes del pueblo suscribieron.  Resultó una declaración de guerra.  Entre el 20 y el 30 de mayo, tras unos días que parecieron de calma, el país se levantó.  Con pocos días de diferencia, negaron su obediencia a José ciudades tan lejanas como Oviedo, Cartagena, Sevilla o Santander.

En julio de 1808, para dar visos de legalidad al gobierno de José I, hermano de Napoleón, se convocó en Bayona una junta de ciento cincuenta diputados de todas las provincias españolas con el fin de que fuesen aprobadas las abdicaciones de Bayona y sancionado el Estatuto constitucional.  Pero sólo acudieron sesenta y cinco diputados, proclamándose la nueva constitución el 6 de julio.  Al día siguiente juró como rey de España José I.   Las instituciones y un grupo de españoles "afrancesados" se prestaron a colaborar con el nuevo representante de la dinastía Bonaparte; pero la mayoría de la población, hombres, mujeres y niños, sin distinción de clases sociales, se agrupó en torno de sus caudillos (aristócratas, sacerdotes o campesinos) e inició una devastadora acción contra los franceses. 

En las diversas regiones españolas se constituyeron Juntas gubernativas y aspiraron a renovar las antiguas Cortes, como organismo general que representaría a todas y acordaría respecto de las necesidades y deseos de la nación en ausencia del rey.  Así se hizo, reuniéndose en Cádiz una asamblea formada por cuatro clases de diputados: de las ciudades que tuvieron voto en las cortes anteriores;  de las Juntas Provinciales nuevamente constituidas;  del pueblo, eligiendo un representante por cada 50.000 personas;  y de América (un representante por cada 100.000 habitantes blancos).  La mayor parte de los miembros de estas Juntas eran liberales, influenciados por las ideas de la Revolución Francesa, y  partidarios de una monarquía limitada.

Constituidas las Cortes como extraordinarias y soberanas en la función legislativa, comenzaron sus tareas sobre la base del cuádruple juramento de los diputados, que se obligaban a mantener la religión católica, la integridad nacional y la fidelidad a las leyes y proclamaban como rey a Fernando VII.  

Los franceses dominaban solamente aquellas ciudades donde tenían guarnición (como Madrid), mientras el resto del país preparaba, cada vez con más intensidad, los núcleos de resistencia.  Y si bien los alzamientos fueron derrotados en Madrid y en otras ciudades, triunfaron en el interior del país.  Allí la contienda adquirió las características de guerra total, en la que participó toda la población civil como elemento militante y en la que toda acción era válida: desde cavar una zanja hasta matar un caballo. 

El 19 de julio de 1808, las tropas francesas al mando del experimentado General Dupont, tras haber saqueado la ciudad de Córdoba, fueron derrotadas en Bailén por un ejército comandado por el General Castaños.  Esta batalla representó un duro golpe para Bonaparte y fue muy eficaz para la causa de los patriotas, fortaleciendo el ánimo de los indecisos y alentando la formación de guerrillas en los puntos más aislados y estratégicos.  José Bonaparte se vio obligado a abandonar Madrid, y las ciudades de Zaragoza y Gerona quedaron libres del asedio enemigo. 

Poco después, el 25 de septiembre, se constituía en Aranjuez la Junta Suprema Central, que, presidida por el conde de Ploridablanca, ordenaría las actividades de las Juntas provinciales.  Se  solicitó la ayuda inglesa. Gran Bretaña envió sus refuerzos al mando de Arturo Wellesley (futuro duque de Wellington) quien desembarcó en Lisboa.  Wellesley reorganizó el ejército portugués y obtuvo la victoria de Cintra y el abandono de Portugal por parte de los invasores.  Ante estos reveses Napoleón intervino personalmente poniéndose al frente de su ejército para salvar la situación.  Entró en Madrid, repuso a José I en el trono y ordenó la conquista de las plazas fuertes que aún se hallaban en poder de los españoles.  Zaragoza y Gerona se rindieron después de largos meses de asedio y de una heroica resistencia.

En enero de 1810, los efectivos napoleónicos ocuparon toda la Península merced a las terribles ofensivas llevadas a cabo por los generales Massena, Junot y Soult.  La Junta Central Suprema, con sedes sucesivas en Aranjuez, Sevilla y Cádiz, se disolvió y algunos de sus miembros, refugiados en la isla de León, establecieron el Consejo de Regencia, mientras se convocaba a la reunión de las Cortes.  La ciudad de Cádiz, donde se habían refugiado los elementos más destacados de la resistencia, llegó a estar sitiada por el ejército invasor, lo cual no fue obstáculo para que las sesiones de las Cortes, que habían de discutir y promulgar una constitución, se inaugurasen el 24 de septiembre.

Entre los integrantes de las Cortes se perfilaban dos tendencias bien definidas: los liberales, partidarios de renovar las instituciones de acuerdo con los principios políticos de la Revolución Francesa, y los conservadores, fieles a las formas tradicionales.  En marzo de 1812, se promulgó la nueva Constitución, de carácter sensiblemente liberal, cuyos puntos fundamentales eran: soberanía de la nación, juntamente con el rey;  monarquía constitucional; separación de los poderes del Estado;  inviolabilidad de los diputados y su incompatibilidad con el disfrute de cargos públicos;  igualdad de derechos entre españoles y americanos;  abolición de derechos abusivos sobre los indios;  libertad política de la prensa, quedando ésta sujeta a la previa censura en lo relativo a cuestiones religiosas;  sumisión del Rey a las Cortes en cuanto a su casamiento y a los pactos internacionales que hiciese estando en cautividad;  abolición del tormento;  formalización de un presupuesto nacional, sujetando al clero al pago de tributos para la guerra;  abolición de la pena de cárcel y azotes a los indios que rehusaban bautizarse;  reconocimiento de los derechos individuales intangibles (libertad civil, propiedad, capacidad para cargos públicos, igualdad ante la ley, etc.);  reformabilidad de la Constitución;  ministros del rey responsables;  municipios con Ayuntamiento electivo;  milicia nacional y ejército permanente;  gran desarrollo de la instrucción pública;  abolición del Tribunal de la Inquisición, pasando los delitos religiosos a conocimiento de los tribunales de los obispos;  limitación del número de comunidades religiosas;  reparto de tierras baldías y comunales a los pobres y a los licenciados del ejército;  supresión de la pena de azotes en las escuelas;  planteamiento de una contribución única directa, y otros más de análogo sentido.

  Ante el sorpresivo levantamiento de Austria, Napoleón se vio obligado a retirarse de España durante un año.

En 1811, Massena asumió la dirección de las operaciones cuando las tropas francesas ya daban señales de agotamiento.  El intento de desalojar a los ingleses de Portugal fue detenido por Wellesley en Torres Vedras.  Al año siguiente, los franceses empezaron a batirse en retirada.  Por fin, en 1813, Wellesley inició desde Portugal una gran ofensiva y tras los triunfos de Arapiles (22 de julio de 813), Vitoria (21 de junio de 1813) y San Marcial (31 de agosto de 1813), el territorio español quedó libre.  La retirada de los franceses fue rápida, y las pocas guarniciones que quedaban en el norte y en el este de la Península fueron siendo evacuadas.  Wellington entró en Francia persiguiendo al enemigo. Casi al mismo tiempo, se produjeron una serie de acontecimientos que contribuyeron a poner fin a la Guerra de Independencia: el 24 de marzo de 1814 Fernando VII entraba en España, dispuesto a recuperar el trono;  una semana después abdicaba Napoleón Bonaparte, derrotado en la batalla de Leipzig;  inmediatamente, Soult y Suchet parlamentaban con Wellington, acordándose el cese de hostilidades entre España y Francia;  el 4 de junio era evacuada por los franceses la plaza de Figueras, y con ello terminaba la ocupación, que había durado seis años.

El Rey "Deseado"

La vuelta al absolutismo y el bienio liberal.

Desde la abdicación de Carlos IV a favor de su hijo, a consecuencia del motín de Aranjuez, los españoles habían considerado siempre a Fernando VII como su rey legítimo.  Las Cortes de Cádiz habían gobernado y legislado en su nombre mientras duró la Guerra de la Independencia, y bastaba con que ahora, al regresar de Francia, aceptase y jurase la constitución de 1812 (Constitución doceañista).  Pero una cosa, en apariencia tan sencilla, dio origen a dos actitudes diametralmente opuestas, cada vez más endurecida y extremada la una por la intransigencia de la otra, que escindieron a los españoles en dos bandos irreconciliables y agresivos, y trazaron el camino inevitable de la historia durante casi todo el siglo XIX.  El problema consistía en decidir qué ideas y qué hombres gobernarían la nación: si los liberales o los reaccionarios;  y, para eso, la lucha se había de entablar necesariamente en el terreno político, con el fin de obtener el poder y limitar el absolutismo de modo que pudieran significarse las aspiraciones de los reformistas y del pueblo entero.  La tenacidad de ambas partes;  la resistencia, siempre viva, de la reacción, empeñada en no conceder ni lo más mínimo a los doceañistas (nombre dado a los partidarios de la Constitución de 1812);  la crueldad de las persecuciones y los odios que a consecuencia de ello arraigaron en ambos partidos, hicieron que el período de 1814 a 1833 (fecha en que murió Fernando VII) hubiera una serie ininterrumpida de conspiraciones, sublevaciones y acechanzas de una y otra parte, que consumían la atención y las fuerzas del país, neutralizando toda posibilidad de llevar adelante cualquier obra positiva de gobierno..

         La familia real española había permanecido en Francia durante la guerra bajo la vigilancia de Bonaparte.  Tras su caída, los reyes viejos y Manuel Godoy continuaron viviendo fuera de España, mientras Fernando VII atravesó la frontera y fue recibido en Valencia con gran entusiasmo. Inmediatamente se puso en contacto con sus incondicionales, entre ellos es general Elío, quien le aseguró la fidelidad del ejército. Un grupo de diputados, presidido por Bernardo Mozo de Rosales, marqués de Mataflorida, le presentó un documento, el denominado Manifiesto de los Persas, en el que le aconsejaban la restauración del sistema absolutista y la derogación de la Constitución aprobada por las Cortes de Cádiz en 1812.

El 4 de mayo, mientras las Cortes, ya instaladas en Madrid, esperaban su regreso, el rey promulgó un decreto disolviéndolas y declarando sin efecto cuanto hubiesen legislado.  Las Cortes fueron clausuradas y los diputados liberales detenidos.

El rey inició una dura represión contra los "afrancesados" que habían prestado apoyo a los ejércitos de Napoleón, aunque las recomendaciones de Wellington impidieron que se aplicase la pena de muerte.  Además, conceptuó de traidores a quienes habían mostrado sus ideas liberales en las Cortes de Cádiz, y por este motivo los mandó encarcelar en fortalezas de la Península o de África.

No sólo se persiguió a los liberales y se proclamó el principio de que los años transcurridos de 1808 a 1813 debían darse como no existentes;  sino que se retrocedió a un estado de mayor restricción que el del siglo XVIII.  Como consecuencia de este proceso, se restableció la Inquisición, se admitió nuevamente a los jesuitas, se multiplicaron los conventos de frailes y monjas, se cerraron las universidades y los teatros, se prohibió la publicación de más periódicos que la Gaceta oficial, y se impidió toda propaganda en sentido de mejoramiento material o moral del país.  La Hacienda volvió a desorganizarse, bajó la riqueza pública, creció desmesuradamente el número se empleados y se repitió el espectáculo de un pueblo hambriento y un ejército miserable al que no se le pagaban los sueldos. De esta manera fracasó el trabajo llevado adelante durante años para liberar a la nación de la opresión francesa y dotarla de una monarquía constitucional, adaptada a las nuevas corrientes de la época.  Los más exaltados acabaron por sublevarse contra el rey, sufriendo caso todos ellos la pena de muerte;  los que pudieron sustraerse a esta suerte huyeron a Francia o a Inglaterra.

La política exterior de Fernando VII tenía tantos problemas como la interior.  Los políticos españoles, principalmente dos Pedro de Ceballos y el embajador en Viena – donde se reunía el célebre Congreso donde se reorganizaba la política europea- no pudieron lograr que se tomase en consideración la personalidad internacional española, porque se desconfiaba de su gobierno;  y las grandes potencias preferían segur aprovechando sus errores en beneficio propio, antes que pactar seriamente con ella.  Inglaterra consiguió así un Tratado para comerciar libremente con las Indias, y los Estados Unidos, la cesión de la Florida.  Es famoso también el desastroso negocio de los barcos comprados a Rusia a un precio muy elevado, en el que el monarca participó personalmente, y que luego resultaron inservibles por estar la madera podrida.

Se llegó a crear contra Fernando VII una compacta y numerosa oposición interior, en la que figuraban los veteranos doceañistas y combatientes antinapoleónicos, muchos de los cuales formaban parte de las sociedades secretas creadas por entonces en Europa y que comenzaban a germinar en España.  En las logias masónicas andaluzas de Sevilla y Cádiz se preparó un nuevo pronunciamiento que tuvo éxito.  El "Taller Sublime" de la Logia Lautaro, que estaba dirigido pro Francisco Javier Istúriz, Alcalá Galiano (hijo del almirante muerto en Trafalgar), Mendizábal, y el comandante del ejército Rafael de Riego, trabajó el ejército que se concentraba cerca de Cádiz para embarcarse hacia América, y prepararon el ambiente propicio para una revuelta liberal.  Aunque el general en jefe O"Donell también estaba comprometido en el alzamiento, detuvo en el puerto de Santa María a los comandantes que esperaban la orden de sublevarse ("Traición del Palmar", julio 1819), y entonces Riego, el 1º de enero de 1820, proclamó en Cabezas de San Juan la Constitución de 1812.  Esto repercutió en otros puntos de la Península: el 21 de febrero estalló en La Coruña y el 5 de marzo en Zaragoza;  luego en Barcelona, Pamplona y Cádiz. Incluso el general O"Donell, que había recibido el mando del ejército reunido en La Mancha para combatir a los rebeldes, aceptó la Constitución de 1812 en Ocaña. 

Frente a esta situación, Fernando VII comenzó por tomar algunas medidas pacificadoras, tales como la convocatoria a las Cortes el 6 de marzo, pero ante los motines desatados en Madrid se vio obligado a jurar la Constitución el día 9 de marzo.  El manifiesto del día 10 terminaba con la célebre frase: «Marchemos francamente, y Yo el primero, por la senda constitucional».

Cuatro meses más tarde, ante las nuevas Cortes, el monarca ratificaba su juramento.  Entre la exaltación de los triunfadores y el regreso de los exiliados políticos comenzó a funcionar el nuevo Ministerio, del que era figura preeminente Argüelles, un liberal moderado.  Sin embargo, el afán de desquite de los liberales exaltados, que cantaban el "Trágala" contra Fernando VII («Trágala o muere – tú, servilón – tú, que no quieres -la Constitución»), y la intención de éste,  difícilmente encubierta, de anularla, acabaron por hacer insostenible aquel ministerio, que fue reemplazado por el de Feliu.  Este gobierno fracasó por el mismo motivo y dio paso al de Martínez de la Rosa, que intentó vanamente un acuerdo entre las antagónicas posiciones que iban minando el orden en toda la nación.  El día 7 de julio de 1822 se sublevó la Guardia Real, proclamando el absolutismo de Fernando VII; pero fue reducida por los milicianos, y el rey se vio obligado a encargar el gobierno a Evaristo de San Miguel, de notoria significación liberal.  Esto motivó el incremento de la lucha civil.  Mientras en Valencia los liberales triunfantes ejecutaban al general Elío, partidario del absolutismo, en la Seo de Urgel los absolutistas constituían una Regencia Suprema de España durante la cautividad de Fernando VII.  La Regencia dirigió una proclama a la nación (14 de agosto de 1822), en la que preconizaba un absolutismo moderado de carácter incluso regionalista, pero los guerrilleros absolutistas no pudieron evitar que los liberales obligaran a la Junta a refugiarse en Francia.  Con esto quedaba demostrado que los elementos absolutistas no contaban con apoyo suficiente en el país para imponerse a los gobiernos liberales.  Fue necesario, entonces, recurrir a la ayuda de las potencias de la Cuádruple Alianza, que en octubre de 1822 se hallaban reunidas en el Congreso de Verona.

La Cuádruple Alianza (Francia, Rusia, Austria y Prusia) examinó la situación de España y decidió ayudar al rey.  Las Cortes recibieron comunicaciones diplomáticas amenazadoras, en las que se les exigía la libertad del monarca, la abolición de la Constitución de 1812y la represión de la anarquía que, según ellos, reinaba en la nación. Estimando inminente la guerra, se trasladaron a Sevilla y obligaron al rey y a sus ministros a que les siguiesen.  Unos días más tarde, el 7 de abril de 1823, un ejército francés de 100.000 hombres (los Cien mil hijos de San Luis), al mando del duque de Angulema, penetró en España y ocupó la nación tras derrotar a los generales liberales.  Las Cortes se habían refugiado en Cádiz con el propio rey;  pero al rendirse la ciudad, el 1º de octubre, todo el país quedó en manos del duque de Angulema, que devolvió el poder absoluto a Fernando VII.  

El corto gobierno de los liberales había llegado a su fin.  Durante este período (1820 – 1823) se habían reanudado las reformas legislativas: división del territorio en provincias (las actuales), Ley Orgánica de la Armada, Beneficencia pública, aranceles de Aduanas, Código Penal, nuevo plan de estudios.  Estas iniciativas tuvieron como consecuencia una reacción mucho más dura que la de 1814, y una nueva emigración a Francia e Inglaterra de elementos liberales.

Al verse Fernando VII dueño absoluto del poder y protegido por las fuerzas de Angulema, se entregó sin freno a satisfacer sus ansias de venganza, y empezaron las enconadas persecuciones de liberales (decreto del 4 de octubre de 1824).  Al frente del gobierno fue colocado Víctor Damián Sáez, confesor del monarca;  aparecieron las llamadas "Juntas de Fe", que junto a las oficiales "Comisiones militares", dedicadas a juzgar a los reos de delitos políticos, persiguieron a los elementos liberales y masones y llevaron a cabo una tremenda depuración de los funcionarios civiles y militares del país.  El general Riego fue ahorcado públicamente en la plaza de la Cebada de Madrid, y el propio Angulema, horrorizado por las represalias de que era testigo, favoreció la escapatoria de muchos políticos, regresando luego a Francia. 

En 1824 la represión parecía haberse mitigado, pero vino a recrudecerla el movimiento revolucionario del general Valdés en Tarifa.  Los gobiernos de escaso prestigio se sucedían.  Pero la derrota sufrida por las tropas españolas en Ayacucho (Perú), el 8 de diciembre de 1824, que significó la consumación de la independencia de las colonias americanas, frenaron la desorbitada violencia del partido absolutista más intransigente, representado por el infante Don Carlos María Isidro, hermano del rey.  Zea Bermúdez aconsejó moderación al rey, y éste separó del gobierno al ministro de guerra Aymerich, y decretó una amplia amnistía en junio de 1825.

Los absolutistas exaltados, llamados apostólicos, acusaron al rey de haberse pasado al bando liberal y crearon el partido carlista, el cual pretendía sustituir al monarca por su hermano el infante Don Carlos. 

La pérdida del imperio colonial en 1825 y la crisis económica que alcanzó especial importancia en 1827 obligaron a Fernando VII a solicitar un empréstito ante la alta Banca, integrada en general por antiguos afrancesados.  Ese mismo año estalló en Cataluña el movimiento llamado "des malcontents", después de una serie de conspiraciones carlistas y del Manifiesto del Pueblo español (1827), firmado por una federación de realistas puros que pedían la elevación al trono del príncipe Carlos. Se constituyó en Manresa una Junta Suprema Carlista (agosto de 1828).   Se acusaba al monarca de estar dominado por los liberales masónicos, de haber permitido reformas liberales en Portugal y, sobre todo, de no haber disuelto el ejército liberal y haberlo rehecho con oficiales absolutistas.  Esta revuelta acabó con el fusilamiento de la mayor parte de los jefes de la Junta, al mismo tiempo que arreciaba la persecución contra los liberales: las cárceles se encontraron llenas de partidarios de ideología antagónica.

En agosto de 1830, una revolución destronó en Francia a Carlos X, sustituyéndolo por Luis Felipe de Orleáns, de carácter liberal y constitucional;  Fernando VII se negó a reconocer su gobierno.  Desde entonces Francia comenzó a ser un seguro refugio para los emigrados y conspiradores liberales de España, a los que también protegía Inglaterra.  Al reconocer Fernando VII a Luis Felipe, terminó la protección francesa a los revolucionarios, pero no la inglesa. 

En marzo de 1829 falleció la tercera esposa del rey, Amalia de Sajonia.  Fernando VII, que contaba en ese momento con 45 años y no tenía sucesión,  decidió casarse de nuevo con su sobrina María Cristina de Borbón, de tendencias liberales. 

A punto de nacer el primer hijo, ante la posibilidad de que fuese mujer, María Cristina consiguió que Fernando VII pusiese en vigor la derogación de la Ley Sálica, que excluía del trono a las mujeres (esta ley fue promulgada en 1713 por Felipe V y derogada por Carlos IV en 1789, aunque no llegó a publicarse en ese momento).  El 10 de octubre de 1830 nació Isabel,  que fue legalmente proclamada Princesa de Asturias y heredera de la Corona. 

La Pragmática que reconocía a las mujeres el derecho a gobernar entró en vigor, de manera definitiva, el 31 de diciembre de 1832, cuando ya la reina María Cristina se había ocupado del despacho de los asuntos del Estado debido a la enfermedad que aquejaba al rey.

Necesitando apoyarse en los liberales para defender la sucesión de su hija Isabel, María Cristina publicó una amplia amnistía que permitió el regreso de los exiliados, abrió de nuevo las universidades, y adoptó otras medidas de transigencia.  Las Cortes juraron heredera a la Princesa Isabel, cuando ya el Príncipe Carlos había salido de España camino a Portugal.  El 29 de septiembre de 1833 moría Fernando VII.

El fallecimiento de Fernando VII entabló un pleito sucesorio, que pronto se tradujo en una cruenta guerra civil entre los denominados isabelinos o cristinos, defensores de la legitimidad al trono de la regente María Cristina de Borbón, madre de Isabel II, y los partidarios del infante don Carlos, aferrados a la validez de la Ley Sálica e identificados bajo la etiqueta carlista.

Regencia de María Cristina

Al asumir la regencia de su hija Isabel II, de tan sólo 3 años, la política de María Cristina se apoyó en las fuerzas liberales. Las fuerzas absolutistas del país, lideradas por el Príncipe Carlos, defendían el programa reaccionario y eran enemigas declaradas de la Regente.

En octubre de 1832, por orden de María Cristina, Francisco Zea Bermúdez pasó a ejercer el último gobierno del reinado de Fernando VII y, desde el fallecimiento de éste hasta enero de 1834, el primero de su regencia. 

Los carlistas provocaron de inmediato, ese mismo año, la primera Guerra Carlista.  El conflicto, iniciado en el Norte, se extendió rápidamente por las Provincias Vascongadas, Navarra, Aragón, Cataluña y Valencia, dirigido por el coronel Tomás Zumalacárregui, que se reveló como habilísimo estratega derrotando a las fuerzas enviadas contra él y estableciendo permanentemente el carlismo en las Provincias Vascongadas.  Esto excitó los ánimos de los liberales, y se produjeron una serie de disturbios en diversos lugares de la Península. 

Se sucedían distintos gobiernos, como los de Zea Bermúdez,  Martínez de la Rosa, el conde de Toreno y Álvarez Mendizábal;  todos ellos intentaron, sin éxito, restablecer el orden en el país.  En 1835 el Secretario de Estado Juan Álvarez Mendizábal -un liberal radical- convocó a las Cortes para solucionar los problemas económicos de la nación, y determinó la desamortización de los bienes de la Iglesia y la supresión de todas las órdenes religiosas.  Todos sus bienes y propiedades pasaron al Estado, el cual decretó su venta.  Pero sin un sistema de créditos que ayudara en la compra de las propiedades a los campesinos que las trabajaban, éstas terminaron siendo adquiridas a precios muy bajos por los propietarios ricos, que aumentaron de esta manera sus latifundios.  Aunque en algunos casos se mejoró la producción, la situación del campesinado empeoró.  Los nuevos propietarios, nobles o burgueses de clase media, apoyaron desde entonces incondicionalmente a los liberales, ante el temor de que un gobierno tradicionalista declarase nulos los decretos de desamortización. 

Por su parte, muchos campesinos, alienados de las nuevas elites sociales, en el País Vasco, Navarra, Aragón y Cataluña, se vieron empujados al carlismo.

Ni la reina Regente ni sus ministros habían adoptado la Constitución como reiteradamente pedían los liberales doceañistas, y se regían por el Estatuto Real, que tenía un matiz más conservador.   Entretanto, la guerra carlista, al morir el coronel Zumalacárregui en el sitio de Bilbao, perdió algo de su violencia y ferocidad, y siguió sin acciones decisivas por parte de ninguno de los dos bandos.

La reina regente estaba enfrentada al primer ministro, Juan Álvarez Mendizábal, y consiguió su dimisión el 14 de mayo de 1836. Le sustituyó el conservador Francisco Javier de Istúriz, quien, al no contar con el apoyo suficiente en las Cortes, las disolvió. María Cristina firmó el decreto de disolución, inaugurando una práctica frecuente en el constitucionalismo español. Cuando iban a reunirse las nuevas Cortes estallaron distintos levantamientos en varias ciudades que Istúriz intentó controlar. En el Real Sitio de La Granja (en la localidad segoviana de San Ildefonso), donde estaban reunidas las Cortes, la guardia, dirigida por los sargentos, se sublevó el 12 de agosto, pidiendo la restitución de la Constitución de 1812. la consecuencia fue la promesa de María Cristina de adoptar la Constitución, la caída del ministerio de Istúriz, que fue sustituido por Calatrava, con Mendizábal en el ministerio de Hacienda para proseguir su labor desamortizadora de los bienes del clero, y, finalmente, la convocatoria de las Cortes, encargadas de redactar una Constitución inspirada en la de 1812.

En agosto de 1837, se produjo un pronunciamiento militar en Pozuelo de Ara Vaca, que hizo cambiar el ministerio de Calatrava por el de Bardají.

La guerra carlista se había extendido a la región de Andalucía.  El general Espartero, un liberal progresista de familia humilde, consiguió poner fin a la guerra que decidió el futuro del régimen liberal.  Así, la primera Guerra Carlista, notable por el fanatismo y la crueldad de ambos bandos, terminó en 1839 con el Convenio de Vergara (29 de agosto).  Allí, los generales Espartero y Maroto se dieron un simbólico abrazo ante sus respectivos ejércitos, mientras el Príncipe Carlos abandonaba el país.  En el resto de España, especialmente en el Maestrazgo y Cataluña, los episodios habían sido numerosos y sangrientos;  pero terminaron cuando el general carlista Ramón Cabrera cruzó la frontera hacia Francia.  Con esto se dio por terminada la primera de las guerras carlistas.

Espartero, nombrado el Duque de la Victoria, se convirtió en la personalidad más popular de España, pero dejó sin solucionar el conflicto ideológico entre liberales y tradicionalistas.  Hasta el año 1843 se sucedieron una serie de gobiernos ejercidos por secretarios de Estado cada vez más liberales. 

Regencia de Espartero

En 1840 Espartero se opuso a una serie de medidas de la Regente María Cristina y pasó a encabezar la oposición.  Cuando milicianos y soldados se sublevaron en Barcelona y en Madrid, Espartero, con el apoyo del ejército, obligó a la reina a salir de España y las Cortes lo elevaron a la Regencia en su sustitución.

La Regencia de Espartero duró dos años.  Su proceder dictatorial le granjeó muchos enemigos en el ejército y en el gobierno, entre liberales progresistas y moderados.  Los republicanos, junto con la burguesía industrial, que lo acusaba de fomentar el librecambismo para favorecer a sus aliados ingleses, se unieron en 1843 y derrotaron al gobierno en las elecciones.  El Regente respondió disolviendo el Parlamento, y entonces estalló nuevamente la revolución, dirigida por dos generales, Prim y Narváez, que se sublevaron y obligaron a Espartero a exiliarse en Inglaterra (30 de julio de 1843).

Reinado de Isabel II

Las Cortes declararon mayor de edad a Isabel, quien, tras jurar la constitución, fue coronada como Isabel II.  Tenía trece años de edad.  Su reinado fue tan inestable como lo había sido la regencia.  Se agravaron las luchas entre progresistas y moderados y se hizo más clara la politización de los jefes del ejército, cuyos generales más distinguidos, Espartero primero;  Narváez, O"Donnell, Serrano y Prim después, dominaron la política española con su prestigio personal y con el poder que les daba su mando en el ejército.  En estos años el liberalismo progresista fue adquiriendo un tono antimonárquico y republicano cada vez más acentuado.

Isabel II inició su gobierno apoyándose en el general Narváez, que se había constituido en jefe del partido moderado.  De acuerdo con ello, dispuso la convocatoria de elecciones constituyentes, que se reunieron en 1844 y redactaron una nueva Constitución.  ésta entró en vigor el 23 de mayo de 1845.  Algunos intentos de sublevación, como los de los generales Prim y Zurbano, fueron reprimidos con mano dura. 

Debido a las circunstancias en que se desarrollaban los acontecimientos, la reina siempre se mantuvo en contacto con algún oficial del ejército, que le garantizaba la posesión de la Corona.  El gobierno fue pasando, a través de los años, de uno a otro, sin que el poder civil tuviese una intervención decisiva en la política.  Esto dio origen a murmuraciones que acabaron por desacreditar a la reina y, finalmente, condujeron a su destronamiento.

En octubre de 1846, cuando Isabel contaba con 16 años, se la casó contra su deseo, después de numerosas conversaciones con potencias extranjeras, con su primo Francisco de Asís de Borbón. 

En 1848 se produjeron una serie de insurrecciones en diversos países europeos, donde habían fracasado los intentos de llevar a cabo reformas económicas y políticas. Estas revoluciones, de carácter liberal democrático y nacionalista, fueron iniciadas por miembros de la burguesía, que reclamaban gobiernos constitucionales y representativos, y por trabajadores y campesinos, que se rebelaban contra el aumento de las prácticas capitalistas que les estaban sumiendo en la pobreza. Este movimiento ejerció una influencia a largo plazo en los gobiernos europeos al minar el concepto absolutista de la monarquía y promover una corriente en favor del liberalismo y el socialismo.

En España, Narváez debió reprimir enérgicamente los brotes de la Revolución Europea, así como los intentos de insurrección de los progresistas y del carlismo, al mando de Cabrera;  finalmente, en 1851 presentó su dimisión. 

Al ministerio de Narváez sucedieron los ministerios de Bravo Murillo y de Sartorius; ambos pretendieron gobernar al margen de las Cortes;  esta actitud motivó un nuevo movimiento revolucionario, dirigido por el general Dulce y secundado por O"Donnell. 

Debido a los enfrentamientos políticos provocados por el debate de las concesiones ferroviarias, el gobierno presidido por Luis José Sartorius suspendió las Cortes en diciembre de 1853. Desde ese momento, destacados elementos pertenecientes a los partidos Progresista y Demócrata, pero también a los grupos disidentes del propio Partido Moderado en el poder, empezaron a preparar un relevo gubernamental. El general Leopoldo O"Donnell efectuó el 28 de junio en Vicálvaro el pronunciamiento que promovía la destitución de Sartorius y que logró atraerse a otros generales, entre los que se encontraba Domingo Dulce. El día 30, tuvo lugar el consiguiente encuentro militar de Vicálvaro que enfrentó a las tropas de O"Donnell con las del ministro de la Guerra y general Anselmo Blaser. Sin un claro vencedor, ambos contendientes se retiraron.  Sin embargo, este enfrentamiento dio lugar a los acontecimientos revolucionarios que desembocaron en el llamado Bienio Progresista (1854-1856).

El llamado Manifiesto de Manzanares, firmado por O"Donnell el 7 de julio siguiente, amplió los objetivos políticos del movimiento y lo extendió socialmente por el país de forma inmediata, por medio de juntas revolucionarias y milicias nacionales. De resultas del pronunciamiento, y del enfrentamiento militar posterior, los progresistas volvieron a ser llamados días después por la reina Isabel II para asumir el gobierno, con Baldomero Fernández Espartero en la presidencia del mismo y O"Donnell en el Ministerio de la Guerra: había comenzado el Bienio Progresista.

Desde 1854 hasta 1856, de nuevo el Partido Progresista se volvió a hacer con el poder. Su principal dirigente, Espartero, volvía así al primer plano. Lo más trascendente de cuanto ocurrió en este periodo (llamado Bienio Progresista) fue la desamortización civil llevada a cabo en 1855 por el ministro de Hacienda Pascual Madoz, quien logró la aprobación de la controvertida Ley General de Desamortización de 1 de mayo de ese año, que pretendió completar el ya iniciado proceso desamortizador con la venta pública de los bienes civiles y de los bienes eclesiásticos que se encontraban todavía fuera del libre mercado.

Sin embargo, el gobierno de Espartero, compartido con O"Donnell, fue poco eficaz para la buena marcha de los acontecimientos: mientras las Cortes discutían las bases de una nueva Constitución de carácter liberal, se producían graves desórdenes en Barcelona, Valencia y otros lugares.  Debido a esto, la reina terminó por eliminar a Espartero del gobierno.

O"Donnell disolvió las Cortes, dejando sin efecto la Constitución de aquél mismo año; en su lugar, se reforzó la de 1845 con un Acta adicional de tendencias liberales.  Disgustado momentáneamente con la reina, O"Donnell dimitió. En su lugar, por un breve período, gobernó Narváez (en 1857) y luego volvió al poder O"Donnell.  Con tal versátil proceder, se fomentaba inconscientemente la revolución del país.

Durante este período de gobierno (1858-1863) se formó la llamada Unión Liberal, en cuyo programa intervino el propio O"Donnell, Martínez de la Rosa y Juan Prim.  Este fue un periodo de relativa estabilidad social, durante el cual O"Donnell jugó un activo papel en el exterior -tanto en su gobierno ejercido desde 1858 hasta 1863 como en el que presidió entre 1865 y 1866-, hasta el punto de poder hablarse de una etapa neoimperialista, como muestran la guerra en Marruecos (con la firma del Tratado de Wad-Ras, en 1860, que delimitaba las posesiones españolas en el norte de África); la intervención en México (llevada a cabo, junto a franceses y británicos, en 1861 y 1862) y en Cochinchina (como apoyo a las tropas francesas que intervinieron en el territorio desde 1859); la anexión de la República Dominicana (1861-1864); y la provocación de la guerra del Pacífico (1864-1866), que, entre otros avatares, se manifestó en el bombardeo español en 1866 del puerto peruano del Callao.

Después del gobierno de O"Donnell siguieron algunos de escasa consistencia, y ante los frecuentes y cada vez más alarmantes síntomas revolucionarios, la reina entregó el poder a Narváez, de actitud implacable en la persecución de los liberales.  Sin embargo, aquella vez bastó la publicación de un artículo periodístico contra la reina titulado El Rasgo, y firmado por Castelar, para que Narváez dimitiese. Ante la crisis de la Hacienda y la petición de nuevos empréstitos que estaba dispuesto a solicitar el gobierno de Narváez, la reina decidió ceder al pueblo la cuarta parte de los bienes del Patrimonio Real.  La prensa gubernamental coreó el acontecimiento y Narváez, en el Congreso (20 de febrero de 1865) lo calificó de «grande, extraordinario y sublime».  En respuesta a esto, el periódico La Democracia publicó un artículo del catedrático de la Universidad de Madrid, Emilio Castelar, titulado ¿De quién es el Patrimonio Real?, en el que se declaraba que los bienes tan gentilmente cedidos pertenecían a la nación.

El 25 de febrero Castelar publicó otro artículo referido al mismo tema, El Rasgo, en el que, aceptando las ideas de la oposición, sostenía que los bienes donados jamás hubieran proporcionado a la reina la renta que conseguirían entonces.  Como consecuencia de esta opinión, Castelar fue destituido de su cátedra, pero se produjeron disturbios, cuando en la noche del 10 de abril la Guardia Civil disolvió una manifestación de estudiantes en la Puerta del Sol, provocando nueve muertos y más de un centenar de heridos ("Noche de San Daniel").  Debido a la inquietud pública originada, Narváez acabó por dimitir. 

O"Donnell, que le sucedió en el gobierno, tuvo que hacer frente a la insurrección de los sargentos artilleros de San Gil, en Madrid, ordenando el fusilamiento de sesenta y seis complicados en ella.

Durante el gobierno de O"Donnell y por una cuestión de prestigio de llevó a cabo una guerra en el Pacífico contra las repúblicas de Perú y Chile, que supuso graves pérdidas para España: hasta 1871 no se firmó un armisticio con Perú y Chile.  El gobierno de O"Donnell no tardó en caer (10 de julio de 1866).   Con esto quedaron completamente agotadas las ayudas que la reina  venía recibiendo de "sus generales", ya que O"Donnell falleció en noviembre de 1867, y Narváez, en abril del año siguiente. 

Al encargarse del poder González Bravo, los revolucionarios consideraron llegado el momento de actuar.  Se logró un acuerdo entre la Unión Liberal, el Partido Demócrata y el Progresista: el 18 de septiembre de 1868, el almirante Topete se sublevó en Cádiz con toda la escuadra, el general Prim tomó el mando de la guarnición de Barcelona y el general Serrano, de la de Sevilla.  La reina se exilió el 30 de septiembre.  Con esto se iniciaba en España un dramático período de intensa vida revolucionaria.

INDEPENDENCIA DE LAS NACIONES EN HISPANOAMéRICA

El desarrollo de los acontecimientos ocurridos en España desde 1808 había repercutido sensiblemente en Hispanoamérica, predispuesta siempre, como toda colonia, a reclamar su independencia. Su evolución secesionista, intensificada por muy diversos motivos, tiene profundas raíces y ofrece numerosos episodios, preliminares chispazos del desenlace definitivo. 

La independencia de los Estados Unidos (1776) y la Revolución Francesa (fines del siglo XVIII) crearon el adecuado ambiente para que pudiesen convertirse en programas concretos y acciones definidas lo que antes eran tan sólo, en la América española, confusas ansias de libertad.  A ello se unió la ayuda inglesa y la de las sociedades secretas europeas, además de la evidente incomprensión del Estado español, más atento a las cuestiones dinásticas que a la conveniencia política de la patria.

Sintetizando en pocas palabras un tema tan complejo, se puede decir que España perdió sus colonias en América porque no supo o no pudo crear, junto a unos vínculos espirituales indiscutibles, otros de carácter material, económico y político, entre la colonia y la metrópoli. 

En 1780 se produjo en el Perú la sangrienta insurrección de Túpac Amaru, y en la misma época se desarrollaron la de los llamados comuneros de Nueva Granada y Paraguay.  

Como precursores de la independencia se destacaron el venezolano Francisco Miranda (1806), que terminó sus días en una prisión gaditana, diez años más tarde;  el cura Hidalgo, en México, durante el año 1810;  Simón Bolívar, también venezolano, formado en España, que, al apoderarse de caracas en 1813 recibió el nombre de «Libertador», aunque luego fue vencido y desterrado, hasta convertirse más tarde en el personaje simbólico de la independencia.  El Paraguay logró su autonomía con el doctor Francia en 1814, y la Argentina, con Juan Martín de Pueyrredón, en 1816. 

Pero la verdadera guerra organizada comenzó entonces, en una serie de acciones muchas veces combinadas y simultáneas.  El argentino José de San Martín atravesó los Andes y alcanzó sobre los españoles la gran victoria de Maipú (1818);  posteriormente, en 1819, en la batalla de Boyacá, se obtiene la independencia de Chile y de Nueva Granada, a las cuales sigue la del Perú;  México la obtuvo mediante el Pacto de Córdoba (24 de agosto de 1821) entre el general español O"Donojú y el caudillo mexicano Iturbide.  Al año siguiente, los Estados Unidos reconocieron la independencia de estas repúblicas, y pronto la lograron las demás.

El día 8 de diciembre de 1824 se libró en Ayacucho (Perú) la última batalla, que significó la independencia de las colonias españolas.

BIBLIOGRAFÍA

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§         MARIA TERESA DE RABAZA;"La guerra de la independencia española", Editorial. Plaza y Janes, Barcelona, pp 4 a 31

§         DIRECTOR: FRANCESC NAVARRO; "Historia universal: el siglo XIX en Europa y Norteamérica", Editorial Salvat, , Lima, Perú, 2005

  • MICROSOFT® ENCARTA® 2007 [DVD]. Microsoft Corporation, 2006.
  • ENCICLOPEDIA LABOR, "Historia de España", Editorial Labor, 1978, cap. XXIV
  • BUSTINZA; "Historia 4: Instituciones americanas: prehispánicas, coloniales, sociedad y economía",  (Serie Plata),A-Z Editora, Bs. As., 1996,  cap. VI
  • BUSTINZA-GRIECO Y BAVIO; "Historia 2: Los tiempos modernos y contemporáneos hasta 1830", Serie Plata, A-Z Editora, Bs. As., 1995, cap. V

 

 

 

 

 

Autor:

Aimore Papini

Año de realización: 2008

Partes: 1, 2
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