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La epidemia vampírica del siglo XVIII y el imaginario del vampiro en Europa


Partes: 1, 2
Monografía destacada
  1. Prólogo
  2. Sava
  3. El lado oscuro del iluminismo
  4. Comarcas lejanas

A propósito de la epidemia vampírica del siglo XVIII

y el imaginario del vampiro en Europa Oriental y Occidental.

Prólogo

El miedo, la inseguridad que lo produce y las crisis económicas, sociales o políticas, suelen parir monstruos.

A nada de esto es ajeno el siglo XXI, natural prolongación de una centuria que fue testigo de los escándalos éticos más hipócritas y aberrantes que hayamos registrado; y, como es lógico, nada bueno pudo derivarse de todo aquello, muy a pesar de los enormes avances tecnológicos alcanzados en algunas partes del llamado "mundo civilizado".

Los viejos demonios del hombre, esos que surgieron en las antiguas cuevas del paleolítico, sobrevivieron con fuerza inusitada, recreando un complejo panorama cultural, enredado e interesante, en el que el imperio de los ordenadores, las tablets y la telefonía celular de última generación, el wifi y la Internet, no desplazaron del todo a la magia ni a la brujería.

El más acabado irracionalismo convive con el pensamiento académico-técnico más serio, entreverándose y desdibujando lo que por un tiempo fue la nítida frontera que separaba la realidad de la ficción. Siempre ha sido así. Lo que sucede es que hay momentos en que lo sobrenatural tiene más prensa que en otros, consiguiendo de esa forma instalarse en el imaginario colectivo con la misma fuerza con que se instala la existencia de un árbol o una cerro.

Hoy debilitado, el racionalismo deja caer, allá y acá, el muro de contención que nos aislaba de las maravillas; y lo que es peor todavía, aúna sus fuerzas con su principal enemigo racionalizando lo irracional a través de los medios tecnológicos que, al menos en teoría, deberían permitir una medición, control y lectura más acabada del mundo.[1]

La necesaria cuota de trascendencia y misterio que muchos sueñan alcanzar es una muestra, no demasiado evidente a primera vista, de una época que desea y requiere apartarse del desangelado y materialista universo que construimos desde la Ilustración del siglo XVIII. Como entonces, las enfermedades, el hambre, la injusticia y la ignorancia que sufren legiones de personas, las guerras, los desplazamientos forzados, el renovado racismo y los malditos estereotipos que se derivan de todo ello, retroalimentan actitudes y situaciones que los historiadores hemos visto y estudiado en el pasado (remoto y no tan remoto).

El propósito de este trabajo es analizar la famosa epidemia vampírica que se desató en Europa oriental (y por contagio, también en la occidental) durante el siglo XVIII; rescatando las semejanzas que existen con la actualidad, al tiempo de revelar la "larga duración" de las mentalidades, detectando ese sustrato profundo y casi inalterable que las sociedades arrastran a lo largo del tiempo.

Acercarse a la epidemia de vampiros que se dio en pleno Iluminismo es también encontrar el origen (occidental al menos) del mito más extendido y lucrativo de los siglos XIX y XX: el de los muertos-vivos bebedores de sangre.

Muchas cosas han cambiado. No hay duda de ello. Pero las permanencias sorprenden. Y eso es lo que pretendo que el lector detecte en las páginas siguientes.

Encaro, por fin, una deuda personal pendiente con los seres que más me aterrorizaron durante la infancia: los vampiros.

FJSR

Buenos Aires, julio 2014

Parte 1

Sava

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"Todo hombre es mentiroso: Omnis Homo Mendax, y esa inclinación

es mucho mas fuerte respecto de aquellas mentiras en que se fingen cosas

prodigiosas y preternaturales; porque hay en esas narraciones cierto deleite

que incita a la ficción, más que en las comunes y regulares".

Benito Jerónimo Feijoo

Cartas eruditas y curiosas (1742-1760).

"El reestreno constante de Drácula de Bram Stoker

refleja las angustias y la crisis de una sociedad que va

perdiendo poco a poco la razón; no en vano son la Locura

y la Muerte sus protagonistas. La Locura y la Muerte, que

acompañan siempre a la sugestiva imagen del vampiro".

Eduardo Haro Ibars

Drácula, príncipe de la tinieblas, pág. 1.

El derrumbe de un molino de casi doscientos años desencadenó el pánico; y lo que muchos periódicos definieron como una psicosis colectiva se extendió como reguero de pólvora en una pequeña comunidad serbia al occidente de los Balcanes.

Corrían los meses de noviembre y diciembre de 2012 cuando la localidad de Zarozje, a orillas del arroyo Rogacica y próxima a la ciudad de Bajina Basta, experimentó un fenómeno colectivo que no se detectaba (o al menos se hacía público) desde mediados del siglo XVIII: un vampiro asolaba los bosques de la comarca, merodeaba el pueblo y, en son de venganza, empezaba a cobrarse (según los vecinos) varias víctimas. Todas ellas a no más de un kilómetro a la redonda del molino en cuestión.

Transidos por el miedo, y ante la burla del mundo entero (que se enteró del episodio a través de la Web,), los habitantes de Zarozje desplegaron dos de los métodos más conocidos y difundidos por el cine y la literatura gótica: empezaron a espantar al monstruo con ristras de ajo en las puertas de sus casas y grandes crucifijos en las habitaciones. Incluso el alcalde de la localidad, Miodrag Vujetic, dio una alerta sanitaria, oficializando así el horror que muchos empezaban a sentir o ya sentían.

"La gente está preocupada –dijo Vujetic. –Todo el mundo conoce la leyenda de este vampiro que vivía en el molino y piensan que él ahora está sin hogar y que posiblemente esté buscando otro para vivir y matar a sus nuevas víctimas. Todos tenemos miedo. Es fácil reírse si uno no vive aquí. Ninguno de los vecinos de la zona duda de la existencia de Sava Savanovic".[2]

Según las tradiciones serbias, recogidas en 1880 por el escritor, traductor y crítico Milova Glisic (1847-1908), los vampiros en Serbia habitan, generalmente, en los viejos molinos abandonados. Por consiguiente, estas construcciones, que en la Europa occidental tienen una larga presencia en el cine gótico de horror desde la década de 1930, son objeto de respeto y temor desde hace decenas de años.[3]

En Zarozje, de todos los muertos-vivos, que por causas desconocidas regresan a la vida (de ahí el nombre de "revinientes" que se les da en las leyendas y textos eruditos), Sava Savanovic, o simplemente Sava (como lo llaman los campesinos, tal vez en un intento por congraciarse con él) es el más famoso y aparentemente más activo vampiro de todos. Tanto es así que no hay accidente o incidente luctuoso que se registre en las inmediaciones del pueblo, desde noviembre de 2012, que no sea adjudicado a este reconocido Drácula serbio.

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Pero Sava Savanovic, igual que muchos otros vampiros de la historia local, no es ni ha sido nunca miembro de la aristocracia, como el popular monstruo transilvano ideado por el irlandés Bram Stocker. Por el contrario, siguiendo la tradición serbia (escrita y oral), Sava no habría sido más que el humilde propietario del molino señalado al principio, durante el siglo XVIII; y que, una vez muerto y vuelto a la vida transformado en vampiro, sería el responsable de la muerte de un número no registrado de personas.

Su cuerpo, "rechazado por la tierra", como establece el dogma del cristianismo ortodoxo con los hombres malditos, es el que vaga ahora por los bosques saciando su apetito infinito, sin que nadie pueda hacer nada al respecto, en tanto no se descubra la ubicación exacta de su tumba. Única forma de poner fin a sus correrías, aplicando los consabidos rituales que manda la tradición serbia en estos temas: clavarle una estaca en el pecho, decapitarlo y luego incinerar el cadáver.

Todos los serbios mayores de cuarenta años de edad recuerdan todavía un film yugoslavo, filmado y transmitido por televisión en 1973, titulado Leptirica (Mariposa), responsable de que varias generaciones perdieran el sueño por aquellos días, a pesar de la pobre producción y pésimos intérpretes. La película, dirigida por el cineasta Djordje Kadijevic, es la adaptación libre de una novela de fines del siglo XIX titulada Después de Noventa Años y escrita por Milova Glisic, autor antes nombrado, nacido en la localidad de Valvejo, a varios kilómetros de la aldea en la que Sava comete sus crímenes.[4]

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El film es un típico producto serbio para serbios. Cualquier otra persona ajena a esa cultura, al verlo, notará que casi todo se da por sobrentendido. Sava Savanovic asesina con sus filosos colmillos a varios molineros sin que nadie explique qué o quién es ese misterioso personaje. Está claro que todos conocen de antemano a ese ser condenado y no es necesario que el guión abunde en explicaciones inútiles a los entendidos. Aquellos que, como nosotros, no somos serbios, observamos el film con una dosis de perplejidad e ignorancia sin igual. Pero basta con saber algo sobre el personaje local que tanto miedo genera, para que el tele-film cobre coherencia.

Leptirica (Kadijevic, 1973) está considerada la primer película serbia de horror. Y puede ganarse con honores ese título puesto que, más allá de la crítica formal que se le pueda hacer, condensa gran parte de los elementos propios del imaginario que, desde la Edad Media, acompaña a la cultura europea, especialmente cuando se habita en los márgenes de las grandes ciudades, en contacto permanente con creencias tradicionales y en un entorno social por demás conservador y cristiano.

El contexto en el que Sava Savanovic reaparece después de tanto tiempo sigue siendo duro para la vida cotidiana. La pobreza, el hambre, la incertidumbre y los chismorreos de pueblo, la ausencia de una formación ilustrada en un clima pastoril y "tradicional", se ve alimentado por el escenario geográfico, dominado por el bosque y las montañas, primordiales usinas de lo sobrenatural.[5]

Como puede observarse, todo confluye a la hora de alimentar la creencia en un "Otro Mundo" extraño, ajeno a la experiencia de nuestras grandes ciudades (que también, es necesario decirlo, generan sus propios fantasmas). Al aislamiento geográfico se le suma el cultural, facilitando así que el pasado y el presente se mezclen en un todo indiscernible; y en el que lo nuevo y lo viejo, la "civilización" y la "barbarie", se den cita en la aldea acosada por el "vampiro".

Los motivos expuestos permiten distinguir al menos dos opiniones.

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Para muchos el miedo está justificado por una cuestión cultural. Otros, en cambio, argumentan que toda la historia es una gran mentira mediática. Un mero intento publicitario cuyo único objetivo sería fomentar el caudal turístico a la región. En este sentido, hay que aclarar que el famoso molino del vampiro, abandonado y fuera de funcionamiento desde la década de 1950, ya era una atracción turística local, explotada por la familia propietaria del terreno donde se emplaza.

Slobodan Jagodic, cabeza del clan, lo promocionaba desde hace un tiempo como "la cuna del primer vampiro serbio", organizando guiadas y cobrando por ello. Pero, ¿acaso el miedo que dicen experimentar los campesinos de Zarozje es incompatible con el lado comercial de la creencia? ¿Una cosa quita a la otra? ¿Son excluyentes? El mismísimo S. Jagodic responde la cuestión cuando, tras el derrumbamiento, sostuvo en los medios de comunicación que "no lo reconstruyo por miedo"; aún siendo conciente de que "la única forma de frenar los crímenes (sic) es volviéndolo a levantar".

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El regreso de Sava Savanovic a los bosques y aldeas de Serbia occidental parecería ser una copia fiel del guión del film Leptirica (1973). ¿Es acaso un simple "revenido" que resucita del celuloide con puros fines crematísticos o un arquetipo al que se le pueden achacar todos los males?

Hay que admitir, por último, que nuestra mirada del asunto está signada por enraizados prejuicios de hondo origen histórico. No hay que olvidar que Europa Oriental sigue encarnando, en el imaginario de occidente, "lo Otro". El espacio de la extrañeza, de lo exótico. De los prodigios. La plaza fuerte de los vampiros y los gitanos. La antigua frontera con El Gran Turco, enemigo consumado y contratara de la cristiandad. Es el lugar de los bastiones de piedras en ruinas y en apariencia inexpugnables. El freno fanático al Islam. Una frontera permeable al enemigo que, de externo, se convierte en interno, al colarse por los intersticios abiertos de ese muro imaginario. Los Balcanes y los Cárpatos siguen siendo esa geografía boscosa que tan bien explotó el escritor Bram Stoker en su novela Drácula (1897) y en la que es posible experimentar tanto la inseguridad física como la inseguridad moral. Es el reino del miedo y la ignorancia. De la superstición y la tradición. Comarca del anti-iluminismo y la irracionalidad encarnada en monstruos. En suma: el escenario perfecto para que seres tan emblemáticos como los vampiros reaparezcan con cierta periodicidad. Como aparentemente ocurrió en noviembre/diciembre de 2012.

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Parte 2

El lado oscuro del iluminismo

"La época moderna está marcada más por

un "recrudecimiento" que por un "resurgir"

de fantasmas muy antiguos".

Delacampagne, Christian

Racismo y Occidente (1983), pág. 56

"En el temprano siglo XVIII, la naturaleza

aún parecía ser un hábil trabajo de Dios".

David Wooton

Lucien Febvre y el problema

de la incredulidad moderna (1991), pág.63

Presentes en el folclore, la literatura y la historia, los vampiros se levantan de sus tumbas denunciando muchas cosas al mismo tiempo.

Lejos de permanecer callados (o vulnerables a las supersticiones de las que ellos mismos son parte), sus mortales y terroríficas irrupciones en el seno del imaginario de occidente son siempre señales de inestabilidad y crisis. De vacilación intelectual. De miedo a la muerte y a los muertos. Muchas veces también de resistencia al cambio.

El "revenido", el "no-muerto", el "chupasangre", es el Otro que regresa para pervertir el alma de sus víctimas. Para seducir con su presencia las creencias y cosmovisión dominantes. Y así como el siglo XIV puso en duda el poder de Dios sobre su creación (matando a millones con la peste), en el siglo XVIII, las historias que los tuvieron como protagonistas, vinieron a cuestionar el imperio de la racionalidad, que el movimiento ilustrado intentaba plantar en el centro de la sociedad contemporánea.

Espejo de lo que el hombre no quiere ser y materialización de los tabúes más profundos, construidos a lo largo del tiempo, el vampiro, con sus múltiples e inquietantes denominaciones, pone sobre el tapete cuestiones no dichas en voz alta.[6] Ésas que siempre están pero se esconden. Que se disfrazan para asustar menos y que, aún así (tal vez por eso mismo), siguen presentes en el alma humana. Incrustadas. En lucha permanente contra la seguridad que erigimos para engañarnos y vivir la existencia como si nada perverso sucediera.

Entonces, sin aviso, saliendo de una nube preternatural, el vampiro muestra sus colmillos sanguinolentos enfrentando los mitos en que nos apoyamos. Debilitando los Grandes Relatos que falsamente nos protegen de los tabúes, de la peste, de la enfermedad y de la muerte. El vampiro es el ser que expande aquello que está prohibido. El que nos seduce con el sexo, la homosexualidad y el incesto, la inmortalidad, la violencia, el sadismo extremo y la relatividad de las creencias.

En suma, el vampiro es una terrible molestia que hay que erradicar con una estaca, a sabiendas de su inminente e inevitable regreso.

Porque si de algo estamos seguros es de que siempre regresan.

Desde fines del siglo XVII y principios del XVIII, reinos y principados de Europa oriental se vieron sofocados por una ola de terror que tuvo como principales protagonistas a variados vampiros.[7] Muertos-vivos que salían de sus sepulturas esparciendo la muerte y el contagio entre sus familiares y amigos cercanos. Al menos eso fue lo que la gente creyó.

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Las aldeas entraron en pánico, pero no se inmovilizaron. Todo lo contrario: salieron a la caza de esos terribles monstruos. Los encontraron, los desenterraron, aplicaron rituales tradicionales para vencerlos (estacas, decapitaciones, incineración, etc.) y regresaron a sus casas con la tranquilidad de haber cumplido con la tarea.[8] Claro que con ese accionar no hacían más que difundir el miedo y "confirmar" que lo que creían y temían era cierto. Decenas de testimonios nos hablan del estado en el que se encontraba el vampiro en su tumba: rebosante de sangre, recién alimentado, fláccido, con las uñas y el pelo crecidos y un estado inadecuado (por su preservación) para un cadáver que llevaba meses, o en muchos casos años, enterrado.

Pero los atemorizados aldeanos corrían con desventajas. El vampiro tenía poderes que fácilmente le permitían burlar los intentos de aquellos que querían destruirlo. Podía convertirse en animales (lobo, murciélago, mariposa, mosca), en niebla, en motas de polvo, en misteriosos cuerpos astrales, inmateriales, para colarse donde desearan y difundir así su diabólica pestilencia. Constituían una amenaza difícil de combatir y, como era de esperar, las noticias procedentes del lejano y extraño oriente europeo no tardaron en llegar a Europa occidental. Los medios de comunicación de la época se encargaron de difundirlas, generando asombro, curiosidad, inquietud, algo de temor y, por supuesto, muchas dudas.

Lejos de los escenarios del drama, y en un contexto cultural que luchaba por extirpar antiguas creencias y prácticas precristianas, algunos intelectuales occidentales (laicos y religiosos) se burlaron de los hechos (dichos) e intentaron refutarlos. Otros los analizaron como verdaderos datos etnográficos de sumo interés, pretendiendo frenar la locura y evitar que se repitiera la psicosis asociada con las brujas, que había estallado durante gran parte del siglo XVII. Por último, no faltaron los que creyeron en todo, desoyendo la sonrisa irónica que el racionalismo empezaba a esbozar, dejándose arrastrar por los residuos de viejas creencias que mantenían vigente una concepción de la muerte progresiva, arcaica y llena de aspectos sobrenaturales. Por ejemplo la de creer que el muerto mantiene, tras el deceso, vínculos con las cosas, lugares y personas que lo acompañaron en vida, durante un cierto tiempo.

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Al respecto, el célebre historiador Jean Delumeau escribe:

"Una realidad ampliamente difundida era la creencia en una nueva vida terrena de los muertos (…). A principios del siglo XVIII, el acérrimo jansenista Mons. Soanen, de visita por su pequeña diócesis de Senez, descubre con inquietud que en la montaña todavía se practicaban oblaciones de pan y de leche sobre las tumbas a lo largo del año que sigue a la muerte de un pariente. (…) De viaje por Finisterre, Cambry anotará: "Todos los muertos / según creen aquí / abren los párpados a medianoche (…)." Y en Bretaña: "no han terminado de clavarse el ataúd cuando al minuto siguiente se encuentra el cadáver arrimado a la tranca de su establo". Escribía A. Lebraz: "el difunto conserva su forma material, su exterior físico, todos sus rasgos. Conserva también su ropa habitual."(…) En Bretaña se pensaba que los difuntos constituyen una verdadera sociedad (…). Sus miembros habitan los cementerios, pero (…) vuelven a visitar los lugares en que vivieron (…). Todos estos hechos (…) implican la durable supervivencia en nuestra civilización occidental de una concepción de la muerte (o más bien de los muertos) propias de las sociedades arcaicas. En estas sociedades los difuntos son vivos de un género muy particular con los que hay que contar y apañárselas y, de ser posible, tener relaciones de buena vecindad."[9]

Si la Iglesia Católica Apostólica Romana, que rechazaba todas estas creencias, tenía que seguir lidiando con ellas después de más de mil años de evangelización, no debería resultarnos extraño que en Europa del Este, bajo el imperio espiritual de la Iglesia Ortodoxa Oriental, esas mismas creencias estuvieron no sólo difundidas, sino aceptadas por sacerdotes y laicos.

En efecto, el dogma de la Iglesia Ortodoxa ejerció una fuerte influencia sobre la creencia en vampiros y su vigencia, incluso hasta día de hoy. Según los ortodoxos orientales, tras la muerte, el alma no deja el cuerpo del difunto sino que permanece en él por 40 días. Sólo recién transcurrido ese tiempo se eleva hacia destinos más espirituales. Es en ese lapso cuando hay que tener cuidado con los muertos, especialmente si éstos fueron personas excomulgadas, no bautizados, suicidas, bastardos, magos, brujos o blasfemos declarados. En esos casos, la tierra no recibirá sus cuerpos. No completarán el proceso de descomposición, permaneciendo incorruptos y eternos, vagando por las tumbas, acechando en los cementerios y, eventualmente, chupándole la sangre a sus seres queridos. Aquí es donde radica la esencia del no-muerto o vampiro de la tradición.

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Exorcismos, procesiones, rezos colectivos. Todo era usado para evadirse del vampiro y de la peste a él asociada. En esos casos todo valía y ritos antiguos entraban a jugar un rol importantísimo a la hora de recuperar el sentimiento de seguridad buscado.

Otra vez es Jean Delumeau quien nos informa:

"En los siglos XVII y XVIII, en muchas ciudades y aldeas de la baja Lusacia, de Silecia, de Servia, de Transilvania, de Moldavia, de Rumania, se defendían contra la epidemia haciendo que jóvenes muchachas desnudas (algunas veces también muchachos desnudos) cavasen un surco alrededor de la localidad, o bailaran recorriendo ese círculo mágico que alejaba la ofensiva de la desgracia".[10]

Cualquiera que haya leído la novela Drácula (1897), de Bram Stoker, recordará comportamientos como los descriptos por el historiador francés en la cita precedente.

Pero mucho antes que la literatura gótica del siglo XIX despertara interés por el tema, un puñado de reyes y estadistas occidentales sintieron profunda curiosidad por las noticias que llegaban de oriente (exótico, siempre), y no dudaron en enviar a sus emisarios para averiguar de qué se trataba el asunto y qué explicación racional tenían esos macabros informes. El Estado no podía estar ausente. Mucho menos si hablamos de Estados dirigidos por cultos déspotas ilustrados.

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Dom Agustín Calmet fue el sobrenombre religioso que usó el sacerdote benedictino Antoine Calmet (1672-1757), distinguido profesor, teólogo, escritor y erudito francés que alcanzó fama y reconocimiento académico a través de sus más de quince libros publicados; pero que pasó a la posteridad sólo por uno: Disertations sur le apparitions des anges, des démons et des esprit, et sur les revenants et vampires de Hongrie, de Boheme, de Moravie et de Silésie (1746), obra que constituye una de las principales referencias del siglo XVIII a la hora de reconstruir la historia de (la creencia en) los vampiros.

Reeditado en tres oportunidades (1749, 1750 y 1751), el volumen II de la Disertations, (Tratado sobre los Vampiros[11]revisado y ampliado en cada una de las ediciones, no le trajo al benedictino las satisfacciones que seguramente esperaba. Lejos de ser reconocido como un trabajo serio, el texto acarreó las más duras críticas de parte de colegas e intelectuales. En pocas palabras: fue demolido y Calmet perdió buena parte del prestigio y fama que había acumulado a lo largo de toda su vida. Tildado de crédulo y acusado de difundir supersticiones, de muy poco le valió aclarar, una y mil veces, que no creía en la existencia de los vampiros y que sólo había pretendido darle a la cuestión una explicación lógica y racional.

Dom Agustín Calmet fue un hombre de la ilustración temprana. Un intelectual y religioso que cabalgó entre dos tradiciones, entre dos cosmovisiones divergentes, y por lo tanto inmerso en una coyuntura difícil e interesante al mismo tiempo. Un hombre culto, observador y creyente, sofocado por un tremendo conflicto interior: el de conciliar sus creencias religiosas con la herencia racionalista propia de todo intelectual de la época.

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Fue un típico producto de su tiempo. Una mente en lucha. Un erudito que buscó ser racional al ciento por ciento, pero que arrastró esquemas escoláticos fundados en revelaciones y dogmas de la iglesia. No pudo despegarse de ellos por completo y, aunque al final de cuenta, el platillo se inclinó hacia las explicaciones racionales, no consiguió escapar de la fuerte impronta de su formación religiosa, ni de los tiempos de transición que se vivían.

"Todo es ilusión y efectos de la imaginación", concluye Calmet. Detrás de las historias que circulaban sobre vampiros "no hay más que superstición e ignorancia", unas veces; y errores en otras (especialmente cuando se enterraban a personas que no habían muerto, aunque habían sido consideradas como tales).

Pero a Calmet le costaba mucho rechazar de plano la posibilidad de que los muertos se levantaran de las tumbas y caminaran entre los vivos. De hecho la resurrección era dogma de fe. El propio Jesús lo había hecho. Además estaba la promesa del retorno futuro de los cuerpos en el Día del Juicio Final, y esto le complicó un poco sus conclusiones. No pudo ser tajante en sus juicios. Por eso dejó una pequeña hendija abierta cuando escribió que "de ser ciertos esos revenants (revenidos, resucitados, muertos-vivos, vampiros ) serían el producto de un orden divino y no del diablo".

El buen cura no pudo dejar a Dios de lado.

Quien sí pudo hacerlo en su Diccionario Filosófico de 1764 fue Francois Marie Arouet (1696-1778), más conocido como Voltaire.

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En el apartado "vampiros", el célebre filósofo racionalista francés se pregunta cómo es posible que existan esos monstruos en pleno siglo XVIII, después de Locke y del imperio de la razón; a la vez que cuestiona a la Soborna la aprobación de la publicación del libro de Calmet. ¿Cómo era factible que semejante despropósito pudiera darse en su época? Una universidad de prestigio ¿podía avalar semejantes historias delirantes?

Voltaire no se calla y acude a la mejor y más afilada de sus armas: la ironía.

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"En Polonia, en Hungría, en Silesia, en Moravia, en Austria y en Lorena eran los países donde los muertos practicaban sus operaciones. Nadie oía hablar de vampiros en Londres ni en París. Confieso que en esas dos ciudades hubo mercaderes, gentes de negocios, que chuparon a la luz del día la sangre del pueblo, pero no estaban muertos, sino corrompidos. Esos verdaderos chupones no vivían en cementerios sino en magníficos palacios".[12]

Continúa:

"¿Quién es capaz de creer que la moda de los vampiros la adquirimos de Grecia? No de la Grecia de Alejandro, de Aristóteles, de Platón, de Epicuro, de Demóstenes, sino de la Greca cristiana y por desventura cismática (ortodoxa)".[13]

Y concluye:

"Nada se comunica tan rápidamente como la superstición, el fanatismo, el sortilegio y los cuentos de aparecidos. Pronto hubo vampiros (brucolacas) en Valaquia, en Moldavia y en Polonia, aunque esta nación pertenece al rito romano (…). Continuamente estuvieron ocupándose de los vampiros desde 1730 hasta 1735; los espiaron, les arrancaron el corazón y los quemaron; pero semejantes a los antiguos mártires, cuanto más quemaban más aparecían".[14]

Como puede verse, para Voltaire la ignorancia y la superchería cristiana eran las responsables del miedo y de la psicosis que estalló en Europa oriental con relación a los "chupones", como los llama con crudo sarcasmo.

El vampiro era una claro exponente del irracionalismo: un bárbaro imaginario.

Pero la obra de Calmet no sólo le interesó a Voltaire. Un famosísimo sacerdote ilustrado le dedicó también algunas importantes páginas.

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Benito Jerónimo Feijoo (1676-1764), fue doctor en teología, cura benedictino, docente y prolífico escritor de origen español. Para él, el fenómeno de los vampiros estudiado por Calmet, tenía una única y sola causa: la imaginación debocada. Considerada la principal enemiga de la razón y la buena lógica. Feijoo fue un reconocido ensayista. Sus libros resultaron traducidos en varios idiomas y reeditados multitud de veces a lo largo del siglo XVIII y también del XIX. Aunque sacerdote y hombre de fe, siempre se cuidó mucho de equilibrar la razón con el dogma de la iglesia; motivo por el cual, la Inquisición, que siempre lo vigiló, nunca pudo actuar contra su persona ni contra su obra, de neto corte enciclopedista.

Enemigo de la ignorancia, luchó siempre contra el error apoyando sus argumentos en la experiencia y en la razón. Y, aunque nunca fue un científico, su elevada información y contactos con el mundo académico, lo volvieron un hombre polémico que tuvo seguidores fieles y declarados detractores.

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Feijoo fue en esencia un ecléctico que, sin desechar el dogma en el que se había formado (ídem Calmet), criticó el exceso de credulidad (superstición), especialmente en lo referido a los milagros, las apariciones y las procesiones excesivas. Cómo el mismo lo dijera, le temía tanto a la impiedad como a la credulidad.[15]

Como buen hombre culto de su época, despreció lo popular y sus creencias. Para él el vulgo era ignorante, crédulo y fuente de gran parte de los errores que circulaban por el mundo. Y desde esta perspectiva fue que abordó el Tratado sobre los Vampiros (1746) de Calmet, en su Carta XX del libro Cartas Eruditas y Curiosas de 1753.[16]

Feijoo discute, refuta y critica al benedictino francés; y por sobre todas las cosas destaca sus contradicciones. Es la táctica ofensiva que mejor despliega a lo largo de la Carta XX, buscando verificar la principal hipótesis de su trabajo: atribuirle a la imaginación la responsabilidad última de todas las historias de vampiros que circularon.

Hoy elogiada, admirada, estimulada como un bien positivo, la imaginación en el siglo XVIII, y especialmente dentro del ámbito académico-ilustrado, carecía por completo de esas consideraciones. Por el contrario, era la peor enemiga de la razón y la culpable innegable de la psicosis colectiva desatada en torno a los vampiros. Feijoo no ahorra adjetivos a la hora de combatirla. "Contagiosa y degenerada". Así la califica. Sin pelos en la lengua. Sin eufemismos. Poco diplomático, el cura español sostiene que la imaginación era la gran "generadora de mentiras" y elemento característico de las sociedades (naciones) más bárbaras y primitivas; que, como sus contemporáneos occidentales, ubicaba en la vieja Europa del Este.

"Todo es patraña, ilusión y quimera", escribe Feijoo.[17] Y en gran parte coincide en eso con Calmet. Pero aún así, le reprocha al autor del Tratado sobre Vampiros el enorme número de casos con que ilustra su investigación, puesto que tal cúmulo de historias, testimonios y sucesos extraños terminan incurriendo en un resultado no deseado: dejar pendiente la posibilidad de que todo ello sea cierto y que los vampiros, en ciertas circunstancias, realmente se levantaran de sus tumbas. En pocas palabras, el exceso de casos consignados parecerían devorarse la crítica que el propio Calmet hace de ellos.[18]

"Se leen, en fin –escribe Feijoo-, resurrecciones, que ni fueron ejecutadas por milagros, ni simuladas por el demonio, sino fingidas por los hombres (…) porque se ha mentido mucho (…). De modo que según las relaciones hay más resucitados de sesenta o setenta años a esta parte, que hubo en todos los de la cristiandad, desde que Cristo vino al mundo".[19]

Por este motivo, el español contextúa la creencia en vampiros dentro de sociedades en las que lo maravilloso sigue siendo parte de la realidad cotidiana, sin alterar el sentido de lo normal; logrando así afianzar la idea de estar frente a pueblos ignorantes.

"(…) Los habladores de aquellas provincias refieren sus resurrecciones como muy verdaderas y reales, no las tienen por milagros; (…) sino efecto de causas naturales".[20]

"Entre éstos parece que algunos no tienen a los vampiros por enteramente difuntos, sino por muertos a media. Ellos se explican tal mal, y con tanta inconsecuencia en sus explicaciones, que no se puede hacer pie en ellas".[21]

En medio de semejante contexto cultural, signado por el oscurantismo, no es extraño que Feijoo se interese por la rápida difusión del miedo.

Escribe:

"Un vampiro sólo basta para poner en consternación una ciudad entera con el territorio vecino".[22]

A pesar de que:

"Al pasar los ojos por todo lo que llevo escrito de los vampiros, imaginará usted estar leyendo un sueño (…), o que los que de aquellos países ministran estas noticias, serían hombres ebrios, que tenían trastornado el seso con los vinos de Hungría y de Grecia".[23]

"No se puede citar ningún testigo juicioso, serio y no preocupado, que testifique haber visto, tocado, interrogado, examinado de sangre fría esto revinientes (vampiros) y pueda asegurar la realidad de su regreso y de los efectos que se le atribuyen".[24]

Para Feijoo:

"En todo esto no sólo interviene el engaño pasivo, más también el activo. No hay sólo engañados, más también engañadores. (…) Convengo en que hay en aquellas regiones (…) muchos mentecatos, embusteros que sin creer que hay vampiros, cuentan mil cosas de vampiros, diciendo que los oyeron o vieron, y arman sucesos fabulosos, revestidos de todas las circunstancias que a ellos se les antoja."[25]

Y concluye, con cierta ironía:

"Un iluso hace cuatro ilusos; cuatro veinte; veinte cientos y así, empezando el error por un individuo, en muy corto tiempo ocupa todo un territorio. El terror (…) desquicia el cerebro de ánimos muy apocados".[26]

Es lógico que una lectura racionalista como la de Feijoo y sus colegas encuentre su contraparte entre los miembros de las sociedades que tanto subestiman y critican; quienes, frente a un mismo fenómeno, rumor o suceso, interpretan (leen) cosas diferentes.

La Ilustración desatiende la diversidad de aproximaciones y, carente de la tolerancia de un antropólogo o historiador actual, se vuelve intransigente a la hora de aceptar otras mentalidades. Y hay casos concretos y perfectamente registrados en los que se observa este choque de cosmovisiones.

Sólo a modo de ejemplo, y porque tanto Calmet como Feijoo lo tuvieron en cuenta, haremos referencia a un caso ocurrido en la isla de Míconos (Grecia), el cual podría perfectamente aplicarse a muchísimos casos de vampiros registrados en el Este europeo.

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Se ha dicho que una de las características fuertes del ser occidental fue (y sigue siendo) su curiosidad.[27] Una vocación por saber, conocer y descubrir al "Otro" con el fin de sacar provecho, exaltar la identidad propia por contraste y, en consecuencia, alimentar el sentimiento de superioridad que desde el siglo XVIII dejó de apoyarse en las creencias religiosas "auténticas" y se asentó en una misión civilizadora justificada por el Progreso, el pensamiento racional y la preponderancia tecnológica-académica que Occidente tenía.

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Joseph Pitton de Tournefort (1656-1708) fue, sin duda, un hombre curioso. Nacido en Francia, este destacado botánico galo realizó, entre 1700 y 1702, un viaje de exploración científica que, de Marbella a Turquía, pasando por la península helénica, Constantinopla, el Mar Negro, Armenia y Georgia, recopiló especímenes botánicos y aumentó el número de especies catalogadas hasta ese momento. De todo ese periplo quedó como resultado su Relación de un Viaje a Levante, publicada póstumamente en 1717. Es de esta obra de donde Calmet y Feijoo extrajeron un muy interesante pasaje en el que Tournefort, como testigo presencial (junto al colega alemán Andreas Gundesheimer), relata su participación activa en la eliminación de un vampiro.

El extraño acontecimiento ocurrió en la isla de Míconos (Grecia) hacia el mes de diciembre de 1700. En esa oportunidad, Tournefort y sus compañeros de viaje, tuvieron noticias por los isleños que un vampiro acosaba a los aldeanos, levantándose de la tumba, paseándose por la villa, entrando en las casas, rompiendo muebles y difundiendo un pánico generalizado.

Al principio los expedicionarios lo tomaron a risa, pero cuando los sacerdotes de Míconos y las autoridades decidieron en asamblea poner en práctica ciertos rituales para frenar al supuesto monstruo, las sonrisas se borraron y de la curiosidad se pasó al espanto.

El ritual consistió, primero, en esperar nueve días después del entierro del muerto al que consideraban un Vroucolacas (vampiro); al décimo se celebró una misa, se exhumó el cuerpo, se lo llevó a la iglesia y allí el carnicero local le extrajo el corazón, con muy poca precisión por cierto, ya que empezó la búsqueda del órgano por el vientre y no por el pecho, confirma el autor.

"El cuerpo olía tan mal que hubo de quemar incienso; pero el humo, mezclado con las exhalaciones de la carroña no hizo otra cosa que aumentar la hediondez, y comenzó a calentar la cabeza de aquellas pobres gentes: impresionadas por el espectáculo su imaginación se empezó a llenar de visiones. Empezó a decirse que un humo espeso salía del cuerpo. Nosotros aseguraríamos, que era el humo de incienso".[28]

Pero la histeria se extendería más allá de la pequeña iglesia en donde estaban.

"(…) En la plaza que había delante se gritaba ¡Vroucolacas!: es el nombre que le dan a estos pretendidos retornados. El rumor se extendió por las calles como un bramido y aquella palabra parecía haber sido creada para hacer estremecer la bóveda de la capilla".

Inmediatamente después, Tournefort describe cómo esa "pobre gente" interpretaba lo que veía a partir de su propia experiencia cultural.

"Muchos asistentes aseguraban que la sangre corría roja, el carnicero juraba que aún estaba caliente, por todo lo cual deducían que el muerto no estaba muerto, o mejor dicho, que había sido reanimado por el diablo. (…) En ese momento entró un grupo de gente que (…) afirmaba (…) que el cuerpo no estaba rígido cuando lo llevaron del campo a la iglesia (…) y que en consecuencia era un Vroucolacas. No me cabe duda de que hubieran alegado que no apestaba si no hubiéramos estado presentes (…). Nosotros que estábamos al lado del cadáver para observar con mayor exactitud, estuvimos a punto de desmayar ante la terrible hediondez que despedía".

Y agrega el explorador:

Partes: 1, 2
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