Para no abundar más, cabría que habláramos de las escuelas artesanales. Si el pensamiento humanista se aproximó a la ratio desde el verbum, dio una respuesta a la trascendencia desde la inmanencia, no podía generar menos que una revalorización del ser humano como artífice. El Renacimiento se caracterizó por una apasionada búsqueda del valor espiritual y humano de la artesanía, por parte de un hombre que se autorreconocía en sus obras. Todo ello se encuentra sin duda, en Europa, en los orígenes de la conciencia [70] burguesa y en la lenta conformación de nuevos grupos humanos que se iban desprendiendo del seno de la sociedad medieval. La artesanía abarcó la totalidad de las manifestaciones humanas, el artista debía ser básicamente y antes que artista, artesano; el artesano debía alcanzar a su vez, el nivel de lo artístico; el humanista filólogo, era a su modo también un artesano, en cuanto poseía el secreto de aquella "crítica" que era la forma de artesanía indispensable para la verdadera lectura del Evangelio, de los padres de la Iglesia, de Cicerón o de Quintiliano. La palabra misma, dentro de los ideales del saber retórico renovado, se presentaba apoyada en lo que bien podemos considerar la técnica artesanal necesaria, previa al discurso. Con magistral artesanía, para la época, construyó Fray Domingo de Santo Tomás su gramática quichua, para hacer posible el discurso indígena dentro de los ideales de una nueva lengua sacerdotal, tan noble para él como el latín e inclusive, más noble que el castellano, en la medida que, asombrosamente, se aproximaba más por su estructura a la lengua del Lacio que la de Castilla.
Dentro de este espíritu, Fray Jodocko Ricke, el humanista flamenco llegado a Quito con los primeros conquistadores, creó su celebre escuela artesanal indígena en 1550 e inició la construcción de la imponente Iglesia de San Francisco que quedaría concluida en 1581, dentro del espíritu arquitectónico del manierismo, propio del Renacimiento tardío europeo, y más tarde en 1563 Fray Pedro Bedón, crearía la Cofradía del Rosario, otra escuela artesanal de espíritu semejante a la de Jodocko Rico.
Tal vez podamos considerar como textos típicos del humanismo paternal el Itinerario para párrocos de indios de Alonso de la Peña y Montenegro, del año 1648 y el Gobierno eclesiástico pacífico de Fray Gaspar de Villarroel, en 1657. Otra obra de relevante importancia para toda la América nuclear andina es la de Juan de Solórzano y Pereira, Política indiana aparecida la primera vez en 1648. Solórzano, dentro de los ideales del lascasismo reformado muestra a nuestro juicio el paso del humanismo renacentista al barroco.
El misticismo es otra línea de desarrollo del pensamiento de la época en que se manifestó lo que podemos considerar como un humanismo. La experiencia mística, fenómeno típico de la vida religiosa ciudadana, se presenta como un impulso hacia la trascendencia desde un punto de partida humano personal y muestra por eso, la misma línea que hemos afirmado como característica del pensamiento humanista frente al escolástico. Lógicamente, el lenguaje místico tuvo sus etapas que se encuentran claramente determinadas por las formas sencillas del misticismo renacentista, al estilo de un Fray Luis de León o las formas manieristas según unos, o barrocas, según otros, de Sor Juana Inés de la Cruz. De todas maneras, este tipo de literatura [71] ciudadana, en sus expresiones quiteñas, en Fray José de Maldonado, muerto en 1652, y en Sor Gertrudes de San Ildefonso, fallecida en 1709, está anticipando la espiritualidad propia del humanismo barroco, o es ya expresión del mismo.
b) El humanismo ambiguo
En la segunda mitad del siglo XVII comienza a producirse en la América nuclear andina, no en las regiones periféricas, en particular la Amazónica donde subsistirán manifestaciones del humanismo renacentista, un cambio significativo. Toma cuerpo un nuevo humanismo en el que el sujeto expresivo reconocido y el sujeto que lo reconoce, son uno mismo. El hecho tiene relación directa con un fenómeno social que habría de determinar en adelante todos los procesos vividos en las colonias españolas, el de una conformación de las clases sociales que con perfiles cada vez más netos se prolongaría casi idéntica hasta muy entrado el siglo XIX. Surge entonces un nuevo sujeto histórico que primero de modo tímido y ambiguo, y luego de manera franca, comenzaría a asumir el liderazgo de la sociedad de la época, la clase terrateniente criolla. La humanidad del indígena, que había sido la que dio el sentido profundo al humanismo renacentista americano, comenzó a ser desplazada por la afirmación de humanidad de un nuevo hombre, hasta llega a ser prácticamente olvidada. Los dos momentos de autorreconocimiento y de autoafirmación de este hombre, marcan en general los dos pasos siguientes del humanismo en nuestras tierras, el barroco y el ilustrado. El barroco será la expresión primera de un nuevo sujeto histórico que jugó ambiguamente con las formas del ocultamiento y la manifestación. Todas las expresiones ciudadanas del humanismo renacentista muy pronto quedaron incorporadas a esta nueva ideología que se caracterizó precisamente, por ser eminentemente citadina. Fue, además, la época del barroco una etapa de contrastes violentos. La ciudad se distanció de la campaña que, a su vez perdió toda autonomía; la sorda puja entre "americanos" y "europeos" fue cobrando fuerza; los grupos intermediarios mestizos, aliados a los terratenientes criollos, participaron vivamente de ese enfrentamiento; a su vez, se produjo una acentuación en las diferencias de castas, como no se había conocido antes, que ponía distancias aun entre los grupos aliados ciudadanos; los primeros efectos de la decadencia económica general, no frenaron, por lo menos casi hasta inicios del siglo XVIII, el proceso del monumentalismo religioso que se había iniciado en la etapa anterior; la miseria de la plebe ciudadana, indígena, mestiza y blanca, hacía contraste con el boato y magnificencia de los templos; el enfrentamiento entre criollos y europeos [72] creció dentro de las ordenes religiosas, quebrando el equilibrio que se había pretendido imponer mediante la "ley de la alternativa" en el siglo XVII; el rígido estamentarismo que separaba las castas y que fortalecía a las clases sociales, aparecía constantemente quebrado por un fuerte impulso de ascenso social, visible claramente en la plebe blanca y la mestiza; la carencia del circulante monetario, que acabaría siendo crónica y que en la segunda mitad del siglo XVIII obligaría a regresar a formas de trueque, no impedía que los templos se cubrieran con el oro de las órdenes religiosas y de los terratenientes con sus cofradías y capellanías, a pesar de la decadencia ya definitiva de la explotación minera; boato y esplendor de los templos que contrastaba, como puede vérselo aún en nuestros días en la vieja ciudad de Quito, con la simplicidad y parquedad de la edificación ciudadana; riquezas manifiestas y ostentosas y tesoros escondidos en las arcas de una población civil que no llegó a tener presencia edilicia; en pocas palabras, esplendor y a su vez recato de las clases sociales altas, cuya fracción civil no pretendió la autonomía que las burguesías europeas habían comenzado a afirmar respecto de la Iglesia; y frente a ellas, miseria y humildad de los suburbios que fueron aumentando a los márgenes de la ciudad barroca donde el primitivo artesano indígena había sido reemplazado por un tipo de artesano mestizo, hombre ambiguo de la plebe incorporado al desarrollo de la ciudad monumental y ostentosa.
Contrastes violentos de una ciudad que sin embargo, se suponía inmóvil y en la que sus clases altas habían logrado que la plebe participara de las ilusiones de un orden que hiciera unidad de toda su abigarrada constitución. Contradicciones reprimidas por una voluntad, expresada en una cosmovisión integradora, de fuerte sentido religioso ritualista, dentro de la cual la imagen del monarca, más allá del repudio de que podían ser objeto sus administradores enviados de la Metrópoli, iba adquiriendo un poder casi mítico y a su vez, vigentes de modo permanente en la vida cotidiana y jugadas de modo inevitable mediante la ambigüedad de las manifestaciones y el ocultamiento.
No es casual que las dos grandes alteraciones del orden ciudadano en Quito se hayan producido, la primera, en la etapa del humanismo renacentista, en 1592, con el "motín de las alcabalas", último enfrentamiento entre los encomenderos y el poder real, y la otra, concluida ya la etapa del barroco, en 1765, y que fue la primera manifestación política de la clase criolla y los grupos mestizos aliados en contra de los administradores de la Corona, la "revolución de los estancos" cuando ya habían comenzado las primeras manifestaciones del humanismo ilustrado. Y otro tanto podríamos decir de los continuos motines campesinos indígenas, los que recién amenazarían quebrar seriamente la hegemonía de la ciudad sobre el campo en la América [73] nuclear andina, pasada ya la etapa del barroco, con el gran alzamiento fracasado de Túpac Amaru, en 1780.
Si la evangelización indígena había sido llevada adelante por los misioneros tratando de crear en la población nativa la conciencia de su situación de vasallos, con la que se justificaba el tributo y el trabajo compulsivo, ahora surgía un nuevo concepto de vasallaje que anticiparía la noción de ciudadano de la etapa del humanismo ilustrado. El nuevo sujeto del discurso humanista se sentía orgulloso de ser vasallo del Imperio, pero con la pretensión de gozar de un lugar dentro del régimen de centralización aceptado. El vasallaje indígena equiparado por las Leyes de Indias al de todos los miembros "libres" de la monarquía, no era en verdad otra cosa que un estado servil muchas veces inferior al de la esclavitud. El nuevo vasallo americano, que participa de los ideales de la hidalguía, en el sentido social de ser "hijo de algo", constituía parte de los beneficios del sistema colonial, aun cuando estuviera frenado en sus ambiciones de riqueza y de poder político por su misma situación colonial. No cabía otra respuesta que la búsqueda de una vía oblicua de expresión. Era necesario elaborar un discurso en el que todos los integrantes de la ciudad coincidieran, pero también en el que todos se reconocieran en sus diferencias y contrastes, que mostrara la superación de las contradicciones, utilizando esas mismas contradicciones. En pocas palabras, un discurso dinámico, y a su vez dialéctico. Este hecho explicaría la recepción creadora que tuvo el barroco en tierras americanas y en particular en algunas de sus regiones.
Si el discurso humanista se había expresado en cartas, en itinerarios para párrocos, en gramáticas indígenas, en ese tipo de sermón llano y amenazante que inició Montesinos y prolongó el lascasismo, en historias de la "destrucción" escrita con el mismo espíritu de las cartas, en biografías de misioneros y en la indispensables descripciones geográficas de la América marginal, necesarias para la tarea evangelizadora, el nuevo discurso habrá de ser eminentemente plástico, sin referencias a la humanidad indígena y al campo, y no ya escuetamente literario como había sido el anterior. Se producirá un cambio profundo expresado en la aparición de una nueva retórica que no sólo estaba destinada a cumplir otra función social, sino que buscó en relación con ella, nuevas vías expresivas mucho más ricas y complejas. Perdió la retórica aquella dignidad y jerarquía que la había convertido de una técnica del discurso en un verdadero saber de lo humano y regresó a ser, otra vez, una técnica, pero ahora con una serie de recursos ciertamente asombrosos. Primó sobre el significado, el significante o, si se quiere, se enriqueció de manera estupenda la materialidad de los signos a costa de sus valores semánticos que dejaron de pesar por sí mismos. Y a su vez, manifestaciones [74] de la alta cultura que no habían nacido con expresa intención significante, como podía ser la fachada de un templo manierista, de gusto renacentista tardío, se convirtieron por obra del barroco en verdaderos textos con su clave de lectura. Tal es la diferencia que aún podemos ver entre la Iglesia de San Francisco de Quito, y la de la Compañía en la misma ciudad.
El juego permanente entre el decir y no decir, condujo a ejercer la voluntad de significación a través de un lujo exacerbado de lo simbólico, generando todas las formas posibles del lenguaje indirecto y renunciando de modo expreso al literalismo renacentista. La mayor audacia de esta nueva retórica tal vez no radique sin embargo en haber elaborado un discurso en el que el significante se llevaba la mayor parte, logrando de esta manera una de las formas más ideológicas del discurso, sino en su intento de integración deformas expresivas en el que la palabra del sermón, el sonido de la música sacra y el claro-oscuro del ambiente interior del templo, llegaron a constituir un todo orgánico y estructural. En efecto, no es posible comprender el púlpito churrigueresco, con su portavoz, sin el sermón culterano, en cuanto ambos constituían una sola unidad expresiva difícilmente reconstruible fuera de su época. De esta manera la ciudad barroca creó un lenguaje ciudadano que se alejó violentamente de las formas de lenguaje ordinario y provocó un hiato, imposible se salvar, entre las hablas de la plebe urbana y el lenguaje de la población indígena campesina. Con el barroco, el quichua perdió toda posibilidad de crecer como habla sacerdotal, por lo mismo que sólo el castellano, como idioma de la ciudad, pudo satisfacer por eso mismo las exigencias de las formas culteranas. Era esta, otra de las maneras cómo la ciudad, cerrando su control y dominio sobre el campo, le dio a su vez las espaldas. Si en 1551 Fray Domingo de Santo Tomás había encontrado más perfecto el quichua que el castellano, en 1685, una real cédula exigía la imposición del castellano a las poblaciones indígenas fundándose en que "ni aun en la más perfecta lengua de los indios se puede explicar bien y con propiedad los misterios de nuestra fe católica". De esta manera, el latín, que había sido entendido dentro del trilingüismo como una lengua de cultura al igual que las demás, volvió a quedar encerrado dentro de los usos del saber escolástico. Se inició así la pérdida de la conciencia lingüística que había sido virtud definitoria del humanismo renacentista, y que no fue recuperada por la etapa posterior al barroco, la del humanismo ilustrado, por lo menos en lo que respecta a los idiomas indígenas americanos.
El barroco se sobrepuso como una esplendorosa y compleja fachada sobre una ciudad cuya estructura edilicia no lo era. El espíritu de la nueva mentalidad fue básicamente decorativo, aun cuando mediante la decoración se expresan sentimientos y ansias profundas del hombre religioso de la [75] época. Sobre los templos en los que todavía se ven las formas pesadas del románico y las formas más ligeras del gótico, se acumuló el texto barroco como una especie de cobertura vegetal de riquísimas manifestaciones estéticas. Nunca la colonia española había alcanzado un nivel semejante y nunca lo alcanzaría después. Decoración barroca por lo demás, en notable convivencia, con el gusto decorativo mudéjar, que era a su vez otra manifestación del espíritu refinado en el que se intentó hacer desaparecer las estructuras arquitectónicas, especie de terror, como se ha dicho, ante las superficies desnudas y los espacios vacíos.
El espíritu del barroco había tenido su primera manifestación significativa en el campo de las letras con las poesías gongorinas de Jacinto de Evia, en 1675 y su culminación con la obra poética de Juan Bautista Aguirre hacia 1750, en quien es posible notar el paso de un primer barroco hacia formas que según unos son expresiones del rococó, y según otros, podrían ser tenidas ya por neoclásicas. En Aguirre, como ha sido señalado, quedó expresada de manera profunda la conciencia de temporalidad propia del dinamismo del discurso de la época. También en aquel año de 1675 hizo su aparición la columna salomónica, elemento decorativo que puede considerarse como una de las notas propias de la América nuclear andina así como el estípite lo es del barroco mexicano. El desarrollo helicoidal de aquella ha sido una de las más vivas manifestaciones plásticas de aquel dinamismo, expresado en las categorías de ocultamiento-manifestación y del claro-oscuro encarnadas en el movimiento del fuste. La generalización de la columna retorcida se produjo ampliamente desde el 1700 en adelante. El retablo, otro de los elementos arquitectónico-decorativos más importantes del arte barroco, que alcanzó un esplendor que aún sigue siendo motivo de asombro, llegó a su culminación con el osado proyecto de usar sus leyes y modalidades expresivas para la construcción de la fachada del célebre templo de la Compañía de Jesús, concluida en 1766 y cuyos retablos interiores se terminaron veinte años después.
Es un lugar comúnmente aceptado que el barroco, entendido como modalidad expresiva, fue parte de la ideología de la Contrarreforma. Pareciera ser que la tesis puede ser sostenida respecto del barroco español, y por extensión, al de sus colonias en América. Hay sin embargo diferencias entre estas y la Metrópoli que conviene tener en cuenta. El movimiento de la contrarreforma, generado a partir del Concilio de Trento, concluido en 1563, le sirvió al Estado español para una lucha en dos frentes: uno de ellos, el europeo, en el que se jugaba su hegemonía en el Viejo Continente; otro, el interno, que tenía como objeto su total unificación. El frente europeo cobraba todo su sentido ante la existencia del hecho mismo de la reforma y es este [76] uno de los aspectos que marcan precisamente una de las diferencias con el proceso americano en donde al no haberse dado una "reforma" y al haberse mantenido sólidamente la unidad religiosa, de hecho no tiene sentido hablar de una "contrarreforma", por lo menos en este aspecto. En relación muy directa con lo señalado se debe tener en cuenta asimismo la diferencia de intensidad con la que la Inquisición actuó dentro de la cultura americana, en donde las cosas no se daban de la misma manera que en España. El otro hecho que se debe tener presente es que tanto la cultura barroca como la Contrarreforma se desarrollaron en América y en particular en la Audiencia de Quito, cuando en España se había pasado a la etapa llamada de la "segunda Contrarreforma" en la que había perdido fuerza la problemática teológica, para adquirir importancia la teoría política, en particular la relativa a la naturaleza del Estado.
El peso de la ideología contrarreformista se jugó por tanto en América en relación con el segundo de los frentes citados, el de la consolidación interna del Estado, entendido como la organización jurídica de la "nación" española. Todo esto dentro de los ideales del "Príncipe cristiano" que ya habían sido anticipados en la etapa renacentista y como una respuesta conservadora frente al concepto de Estado natural y a la teoría de la "razón de Estado" generalizadas con el maquiavelismo. Las más importantes manifestaciones de estas teorías no se desarrollaron, sin embargo, en la etapa del barroco, sino que integraron la ideología política sobre la cual se organizó, más tarde, el humanismo ilustrado. Fue este maquiavelismo cuyas fuentes no estuvieron en los pensadores político españoles del siglo XVII, sino en las tesis de Voltaire y de Federico de Prusia.
El discurso del barroco no reflejó, pues, el problema de la ruptura religiosa, hecho inexistente como hemos dicho, si bien se organizó sobre la base de una evidente acentuación de la religiosidad en todos los niveles sociales, con los caracteres que les fueron propios, como expresión formalista, ritualista y devocional. Se llevó a cabo una reformulación del discurso político anterior, el renacentista, reforzando aquellos aspectos del mismo que beneficiaban los ideales del absolutismo y eliminando lo que había tenido de contestatario y a la vez de utópico. Toda la época se caracterizó por una renuncia al derecho de resistencia que se había asimismo manifestado en la etapa anterior dentro de ciertas actitudes de sentido feudalizante, ahora debilitadas. Tan repudiables habían sido los encomenderos cuando se alzaron contra la monarquía española, como los misioneros de espíritu lascasiano que si bien apoyaron a esta última contra los primeros, promovieron la organización de comunidades indígenas que [77] entraban en conflicto con el sistema de extracción de riquezas. El nuevo discurso, tenía como objeto sentar las bases de un autoritarismo político mediante un acuerdo entre la monarquía y la Iglesia y a favor del fortalecimiento de las ciudades coloniales americanas, en las que el poder económico se encontraba en la clase criolla y las comunidades religiosas, integrantes ambos grupos de la clase terrateniente.
Así como se ha dicho que el barroco y la Contrarreforma son dos aspectos de un mismo proceso, es también lugar común afirmar que la Contrarreforma fue, de modo particular, la ideología de la Compañía de Jesús. Ahora bien, en la medida en que nuestro barroco se desarrolló históricamente en la etapa de la Segunda Contrarreforma, hecho posterior a la muerte de Francisco Suárez y propio de la España del siglo XVII, la escolástica jesuítica desarrollada en América, tendió a morigerar aquellas tesis suarecianas que pudieran afectar la doctrina de la potestas indirecta característica precisamente de aquella última Contrarreforma. En efecto, no era tanto la tesis acerca del origen de la soberanía, puesto por Suárez en el pueblo, la que afectaba a aquella doctrina, sino las tesis que establecían una diferencia metafísica y teológica entre el poder eclesiástico, de origen divino, y el poder temporal, con lo que la soberanía del monarca no solamente resultaba disminuida en cuanto que era delegación de la soberanía del pueblo, sino que además era rebajada respecto del poder eclesiástico. Por donde aun cuando en el intento de armonizar al Estado absoluto y la Iglesia se había llegado a la tesis de una potestas de esta última de tipo "indirecto", el equilibrio de poderes estaba lejos de haber alcanzado una fórmula estable.
Podríamos decir, aun cuando caigamos en una especie de tautología, que la respuesta fue típicamente barroca. El saber escolástico jesuítico de la época, sin que pretendamos desconocer los avances que pudo alcanzar en otros campos, como el de la física, se desplazó manifiestamente hacia lo antropológico, acercándose de esta manera a las formas de lo que entendemos fue en general el discurso humanista. El eje sobre el que se produjo este desplazamiento pasó por la teología moral y se expresó en la doctrina del probabilismo, que mucho tuvo que ver con la conformación de una escolástica ecléctica. De esta manera el saber escolástico de la época vino a reforzar el discurso humanístico ambiguo y a expresarlo a su modo.
El probabilismo permitió ablandar las relaciones autoritarias generadas por el absolutismo político, favoreciendo el fortalecimiento de la clase terrateniente hacendaria dentro de la cual la propia Compañía de Jesús era uno de los integrantes económicamente más poderoso. Y lógicamente favoreció el ascenso de la clase criolla y junto con ella la de los grupos mestizos que actuaban como sus aliados, en contra de la población campesina indígena. [78] Pero, al mismo tiempo, en un juego constante de ambigüedad, ayudó vigorosamente al establecimiento de una sociedad verticalista que frenaba aquellos impulsos de ascenso social mencionados.
La expulsión de la Compañía de Jesús en 1767 se produjo cuando la Contrarreforma con el sentido que tuvo en América había llegado ya a un agotamiento y surgieron las últimas manifestaciones ciertamente tardías del barroco. No es casual que la fachada de la Iglesia de la Compañía, lo más acabado del barroco quiteño, se construyera un año antes de aquel hecho. La Contrarreforma, como ideología jesuita, más allá de las respuestas prudentes del probabilismo moral y sus proyecciones políticas con las que se revistió en su última etapa, habían llevado a una crisis de la noción de Estado, eje teórico de aquella ideología, al crear en sus tierras americanas un verdadero "estado dentro de un estado". El probabilismo se hizo doctrina sospechosa, hecho que se daría en la etapa del humanismo ilustrado conjuntamente con un antiprobabilismo de espíritu jansenizante. El regalismo, como la respuesta ideológica del poder de la corona frente al poder eclesiástico, marcaría asimismo los cauces dentro de los cuales la clase terrateniente criolla recibiría los beneficios de la expulsión de los jesuitas, al ponerse a remate todos los cuantiosos bienes de estos que pasaron a sus manos.
El humanismo barroco fue el modo como un hombre americano se abrió camino por primera vez a su propia realidad, captándola profundamente en sus contrastes y expresándola de manera dinámica. Suponía esto una coincidencia de temporalidad vivida desde el punto de vista religioso, como una tensión entre lo temporal y lo eterno, entre el pecado y la salvación y, desde el punto de vista social, entre el ocultamiento y la manifestación, en un juego en el que la autoafirmación y el autorreconocimiento tenían como condición de posibilidad la unidad colonial hispánica. Eran los primeros pasos de una nueva clase social posibles únicamente en la ambigüedad.
c) El humanismo emergente
El paso de la monarquía austracista a la borbónica, en 1700, abrió un proceso en las colonias americanas que fue profundizando la dependencia y ahondando la depresión económica, sobre la base de una serie de medidas administrativas de espíritu centralista. El Estado tributario alcanzó con estos hechos su máxima expresión asegurando una extracción de riquezas que conduciría a algunas regiones coloniales a una situación de deterioro económico que alcanzó hasta las clases altas de la sociedad americana. El fenómeno adquirió toda su fuerza ya de modo alarmante al promediar el siglo XVIII y a fines de este había conducido a situaciones desesperantes. La población más [79] castigada fue lógicamente la que integraba las clases bajas, en particular, el campesinado indígena. Manifestación de esta situación fue precisamente el gran alzamiento de Túpac Amaru, en 1780, sin contar innúmeros otros alzamientos anteriores que se fueron sucediendo en la época. También lo fue el alzamiento criollo-mestizo provocado por el establecimiento de nuevos estancos en la ciudad de Quito, en 1765, del que ya hicimos referencia. Por otra parte se había pasado de modo abierto a un nuevo sistema de explotación, organizado sobre la base de la hacienda y el ya casi abandonado sistema de control de la población campesina, la encomienda, había sido sustituido por la organización de parroquias dependientes del gobierno eclesiástico secular. La expropiación violenta de las tierras de las comunidades campesinas y el trabajo en las haciendas con el nuevo sistema de "concertaje" acabó con la autonomía relativa de los pueblos indígenas. Agregóse a esto el remate de los llamados "obrajes de comunidad", con el pretexto de que administrada la producción textil por los mismos indígenas resultaban poco rentables, hecho que incidió asimismo en la pérdida de aquella autonomía. De esta manera puede decirse que todos los niveles sociales sufrieron las consecuencias de la recuperación económica de la Metrópoli que había desplazado la decadencia a sus colonias.
En las ciudades también se dejó sentir el fenómeno. El monumentalismo quedó definitivamente frenado, y de la misma manera todo el proceso decorativo barroco con el que había culminado. No hubo una arquitectura ciudadana que expresara la nueva época como había sucedido en la etapa anterior de modo tan notable. La pobreza del neoclásico, su escaso desarrollo en este aspecto, es una prueba manifiesta.
Lógicamente todos estos hechos acentuaron los contrastes de los que había sido expresión el humanismo barroco, convirtiéndose ahora en verdaderas contradicciones de carácter antagónico. El enfrentamiento entre criollos y españoles se profundizó y otro tanto ha de decirse del enfrentamiento entre la ciudad y el campo, entre el vasallo privilegiado y sus sectores sociales allegados y el vasallo servil, el indígena.
Como expresión de esta situación general comenzaría a tomar cuerpo en la segunda mitad del siglo XVIII una nueva formulación del pensamiento humanista. El sujeto que le dio forma no era sin embargo el mismo. Lógicamente la aristocracia terrateniente criolla mantuvo la hegemonía en el nuevo proceso, pero a su lado se había consolidado otro tipo de hombre como consecuencia del fenómeno de ascenso social que se había mantenido de forma constante. En efecto, el mestizo había logrado romper barreras sociales y se había incorporado en el mundo de las profesiones tanto civiles como eclesiásticas. Provenía este tipo humano generalmente de los grupos artesanales [80] ciudadanos, aquellos que en la etapa del barroco habían reemplazado a los artesanos indígenas de la primitiva etapa renacentista. Siempre el sujeto del discurso humanista sería eminentemente ciudadano, como sucedió en la época del barroco, pero ahora su discurso dejará de moverse dentro de los términos de la ambigüedad, para pasar a formas expresivas directas. De ahí que el nuevo humanismo se nos presente como manifestación emergente y surja una formulación del saber retórico de distinto signo.
En líneas generales, el humanismo ilustrado se presentó como un regreso a posiciones y fuentes que habían tenido vigencia en la etapa del humanismo renacentista. En otros aspectos, sería la normal continuación de actitudes establecidas en el período barroco. La ideología de la unidad imperial dentro de la que se había sentido instalado este hombre, comenzó a sufrir un proceso de altibajos. Como consecuencia de los hechos sociales y económicos coloniales, se regresó a los ideales del autonomismo de la primera época, pero lógicamente, no ya dentro de formulaciones semifeudales, sino claramente relacionadas con el despertar de las primeras manifestaciones de una conciencia burguesa; y como consecuencia de hechos acaecidos a nivel mundial, en particular los de la Revolución Francesa, aquel autonomismo no fue visto como incompatible con una reformulación de una monarquía absoluta. El hecho se explica por el carácter francamente antipopular y aristocrático del humanismo ilustrado, sobre todo si lo consideramos desde el punto de vista de las relaciones entre la ciudad y el campo, espíritu que era compartido por la fracción mestiza aliada a la clase terrateniente. Surgirían al mismo tiempo las primeras manifestaciones de un pensamiento liberal dadas dentro de un reformismo que no pretendió quebrar los principios del mercantilismo imperante. El crecimiento económico de nuevas litorales marítimas, tal el caso de Guayaquil, que no habían tenido mayor incidencia sobre la conformación de las posiciones ideológicas imperantes en las etapas anteriores, la renacentista y la barroca, coincidió todo el proceso favoreciendo aquel reformismo de espíritu liberal que hemos mencionado.
La posición antipopular y aristocratizante prolongó y aun profundizó el desconocimiento y rechazo de las formas culturales de la población indígena. El espíritu misionero quedó relegado a la periferia y al mismo tiempo perdió impulso, hecho que fue concomitante con el abandono de las regiones amazónicas y que habría de caracterizar a todo el siglo XIX. Las universidades monacales habían entrado ya en crisis en la primera mitad del siglo XVIII y la de los jesuitas, la de San Gregorio, posiblemente la única que se mantenía vigorosa, fue cerrada cuando se produjo la expulsión de la orden. Bien pronto, en 1788, el Estado se hizo cargo de la enseñanza universitaria, eliminando las antiguas universidades eclesiásticas en las que de alguna [81] manera se había mantenido el antiguo espíritu misionero, creando la primera universidad "pública", la de Santo Tomás. En sus planes de estudio no se mantuvo la cátedra de quichua, por otra parte, hacía tiempo había perdido toda presencia.
La conciencia lingüística tomó nuevo curso. Respecto de las lenguas indígenas se profundizó su pérdida podríamos decir ya definitivamente hasta nuestros días. Mas, la exigencia de alcanzar una forma discursiva que fuera expresión de la clase social emergente, condujo al intento de depurar el discurso barroco regresando al literalismo del que habían hablado los humanistas del Renacimiento. Era necesario un lenguaje directo y para eso no había otro camino que enfrentar la retórica barroca destruyéndola en su misma base mediante una nueva teoría de la palabra. De esta manera se produjo un renacer de la critica, con los alcances que vimos páginas atrás y la postulación, del mismo modo, de un deseo de regreso al trilingüismo ahora entendido como la conjunción de tres lenguas de culturas tradicionales en el mundo hispánico: el latín, el griego y el castellano.
Paralelamente con aquel intento de depuración de la palabra, tan osado como el proyecto barroco, reaparecieron formas de pensamiento utópico y se volvió a hablar de Tomás Moro, así como del lenguaje se había regresado al olvidado Erasmo. El mismo intento de depuración que hemos mencionado era uno de los tantos aspectos de ese utopismo, apagado durante la época barroca en la que a la palabra no se le exigió un imposible, sino que se pretendió, por el contrario, abrirle las puertas de modo ilimitado a sus posibilidades. El regreso al cristianismo primitivo y a los Padres de la Iglesia que fue otra de las expresiones del pensamiento utópico, significaba también un volver a posiciones características del humanismo de la primera época, se diferenció de este por la atmósfera jansenista con que se produjo.
Con la ilustración el antiguo vasallo comenzó a autodenominarse "ciudadano", palabra que como sabemos introdujo Jovellanos en nuestro idioma. La noción de "ciudadanía" suponía un cambio profundo del concepto de "república", antigua y clásica palabra de la filosofía política. Comenzó lentamente a generarse una contradicción entre "súbdito" y "ciudadano" que acabaría poniendo en crisis el problema mismo del origen de la soberanía y del poder político. Por otra parte, este "ciudadano" en la medida que fue el hombre de letras e hizo profesión de ellas, se apartó de la clásica dependencia respecto de las instituciones de tipo universitario. Apareció un personaje en alguna medida semejante al "letrado" que había sido el motor del pensamiento humanista en los siglos XV y XVI en España. Este intelectual no académico estaba nucleado en grupos privados integrados por aristócratas [82] de la clase terrateniente criolla y profesionales mestizos de origen plebeyo que habían podido llegar a la posesión de una cultura literaria. Al margen de la iniciativa real proveniente de la Metrópoli, en la época de Carlos III, fueron esos grupos los principales y más entusiastas promotores de las célebres "sociedades económicas de amigos del país". Y fue alrededor del movimiento que impulsó a estas instituciones y el que ellas por su parte intensificaron, donde surgieron los primeros escritos de carácter económico-social que sentaron las bases histórico-críticas sobre las cuales, más tarde, se ejercería el derecho de resistencia.
La conciencia de temporalidad tan agudamente vivida por algunos escritores del barroco –conciencia que forma parte de la concepción barroca del mundo y de la vida– habrá de orientarse en la etapa del humanismo ilustrado hacia una forma de conciencia histórica. Ello hizo posible el nacimiento de la historiografía asumida en adelante como tarea imprescindible del hombre americano. La Historia del Reino de Quito, escrita por Juan de Velasco en 1788 es sin duda es el más importante documento de este hecho, así como los escritos económicos de Eugenio de Santa Cruz y Espejo lo fueron del antes mencionado. Por otra parte, esa conciencia se dio ya clara y decididamente como ideología americanista, la que serviría de herramienta en la lucha decisiva contra la "calumnia de América" sostenida por tantos escritores españoles y de otros países europeos que se hicieron eco de ella. Podríamos decir que con hombres ilustrados como Velasco tuvo sus inicios entre nosotros el americanismo como una efectiva forma de autoconciencia y autorreconocimiento del nuevo hombre.
El humanismo ilustrado fue, además, tal como dijimos en un comienzo, una de las formas que tomó el humanismo cristiano hispanoamericano. Si bien la noción de "ciudadano" traía consigo una cierta secularización, esta no llegó a quebrar, por lo menos en la segunda mitad del siglo XVIII, ideales sociales y políticos que tenían sus fuentes en la tradición cristiana y más aún, católica. Las fuentes francesas del humanismo ilustrado muestran además una pervivencia de autores que corresponden al barroco francés: Bouhours, Bossuet, Pascal, y de la violenta polémica contra el probabilismo jesuita se inspiró directamente en este último, en relación con el desarrollo de lo que denominó el "jansenismo" español. Por otra parte, la filosofía política muestra la pervivencia de otros aspectos que corresponden a la etapa anterior, si bien adecuadas a los nuevos tiempos, en la medida que se desarrolló en general aquella sobre la problemática del "Príncipe cristiano" en la polémica contra el maquiavelismo. Los nuevos matices de este ya los señalamos páginas atrás. De esta manera, el humanismo ilustrado no se aparece estableciendo una ruptura con las etapas anteriores del humanismo, sino como una [83] reformulación de los temas que venían ya consagrados desde la etapa renacentista. Por otra parte, las noticias que llegaron de América sobre los acontecimientos del Terror, frenaron de modo muy fuerte la recepción de las doctrinas de la Enciclopedia, dado el carácter aristocrático y antipopular que tuvo el humanismo ilustrado en la mayoría de sus representantes temerosos siempre de que se generara entre nosotros formas del jacobinismo.
La lectura y admiración que hubo por Voltaire no debe hacernos olvidar el aristocratismo del célebre autor francés. La radicalización del pensamiento ilustrado se presentó, pues, como un hecho tardío y como una segunda etapa del mismo, correspondiente ya al siglo XIX.
Por último, cabría decir dos palabras sobre las conexiones entre el humanismo ilustrado y la escolástica. Podríamos decir que nuestra ilustración, por lo menos en su primera etapa no hizo profesión violenta de antiescolasticismo, excepción hecha de su polémica contra la teología moral y ciertas costumbres aberrantes generalizadas en las escuelas. Las razones tal vez se encuentren en la pérdida de poder de las antiguas universidades monacales, disueltas en la segunda mitad del siglo XVIII, tal como dijimos y en las modalidades que había adoptado la escolástica que le fue contemporánea. El humanismo renacentista se desarrollo paralelamente a la escolástica pretridentina; el barroco, por su parte, coincidió con el desarrollo de la escolástica tridentina y término históricamente junto con ella. La escolástica coetánea con el humanismo ilustrado fue decididamente ecléctica y modernizante. Como consecuencia de este hecho podríamos decir que así como el discurso barroco se aproximó al espíritu trascendentalista de la escolástica de su tiempo, en la época ilustrada se produjo el fenómeno inverso, el de la aproximación de la escolástica ecléctica al discurso humanista. El hecho pareciera estar probado por la introducción dentro de los intereses de los escolásticos de la época de la problemática americana que ha llevado a afirmar que esta escolástica puede ser considerada como una de las primeras manifestaciones, dentro de este tipo de enseñanza y de saber, de un pensamiento latinoamericano.
El humanismo ilustrado, dadas las circunstancias sociales y económicas que comentamos páginas atrás, puede ser considerado como un pensamiento de la decadencia, cosa que se ha dicho del barroco español. Más, de ninguna manera podría ser entendido como un pensamiento decadente. Las formas de misología y misantropía que podrían señalarse en la etapa del barroco, no podrían de ninguna manera atribuirse a las manifestaciones de la ilustración como forma de humanismo emergente.
Autor:
Eugenia Sol
[1] Edici?n digital transcrita de: Revista de Filosof?a (Universidad de Chile), XXI-XXII (diciembre de 1983): 55-83. Los n?meros entre corchetes indican lareferencia a la p?gina en el original.
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