Descargar

El personaje de "El Aleph" cuenta la historia que ocultó Borges (página 3)


Partes: 1, 2, 3

 

"Perdona, Ernesto. Infiero que Matilde es tu esposa… ¿Sí…? Si no lo tomas a mal, me gustaría que me hables algo más de ella. Como mujer, me ha impresionado la sinceridad casi brutal de tu confesión. Me refiero a ese episodio…

"- ¡Ni me lo recuerdes! Tengo muchos cargos de conciencia. No le he faltado sólo una vez… Supongo que es la parte maldita de mi karma, no sé… Yo amo a esa mujer. La amo profundamente. Creo.. .no, no creo; estoy seguro de no merecerla. No sé, no sé…a veces me invade una sensación libidinosa que está por encima de mis propias convicciones morales. Si no lo tomás a mal, prefiero dejar este tema para otra ocasión. Volviendo al asunto de París, yo he conocido a alguno de tus amigos surrealistas pero me he tratado mucho más con otros rebeldes a los que me unían y unen afectos: Dominguez, Matta, Wilfredo Lam ; en fin? personas más cercanos a nuestra idiosincrasia. Para que entiendas el momento de mi existencia en el que me encontraba, una tarde de invierno nos fuimos con Dominguez al Marche aux Puces. ¡Ah! ¿Vos también estuviste allí? Bien, bien…. Continuo: los dos estábamos en medio de una terrible depresión. No sé cuántas horas divagamos a veces charlando y a veces en silencio. Recuerdo que hacía un frío espantoso y yo me decía y le decía a Dominguez que me sentía un mal parido por lo de Matilde. Después nos volvimos a Montparnasse en el Metro, donde Domínguez tenía su estudio…

"-¿Qué te pasa, Ernesto?

"- Nada, nada… Es que de pronto los recuerdos dolorosos se te meten aquí… y aquì también, y es como sentir la presencia de aquel otro que alguna vez fui. La historia…; sí, sí. Me acuerdo que era de noche y que caía una nevisca. De pronto, Domínguez se detiene y me dice: "¿Qué te parece si nos suicidamos juntos?"

"-¿Era un broma?

"-No, no era una broma, Beatriz. En fin? que yo me negué, aunque también me atraía el suicidio… pero me salvó mi instinto y aquí estoy. ¡Dios! Desde entonces no comenté con nadie este tema… Pero prefiero no hablar más de mí. Ya hice demasiada catarsis. Hoy estoy para escuchar. Me interesa tu historia a la que encuentro apasionante.

"- Bien, lo celebro; entonces se te hará más claro mi pensamiento. Quiero acotarte algo: yo puedo hacer más apretado mi relato…

"-No, no; de ninguna manera. No siempre se tiene la suerte de hablar con una mujer tan profunda e ilustrada como vos…

"¡Otra vez el machista…! Está bien. Lo que pasa es que para entender bien a fondo lo del Aleph y el papel de Borges, debo ampliar estos comentarios que de una u otra forma guardan una relación. Sigo. Ya sabes…, coincidiendo con esa escuela de pensamiento nuevo, parece ser que tenemos las facultades de establecer contacto con Dios, o, si lo prefieres, con entes poderosos de una concepción muy diferente a la nuestra. Carlos Argentino estaba loco, pero además, parecía imbuido de una impronta mística que habría alterado su sistema nervioso hasta extremos inimaginables. Personalmente, estoy convencida que esto convocó al Aleph, Ernesto. No tengo otra respuesta. Me olvidé de contarte… aquella noche en que el vino puso en boca de Borges palabras que él no admitiría como propias en estado de sobriedad, me dijo también que el Aleph sería un instrumento de Dios?sí, no pongas esa cara, ya sé que él no es de los que tienen a Dios en la boca; pero?hay momentos en que el otro que vive en nosotros también encuentra la oportunidad de expresarse. En fin?yo creo que ese costado oculto de Borges lo llevó a decirnos que el Aleph era una especie de canal que nos permitiría comunicarnos con ciertos espíritus en estado de vibración superior: alienados, místicos, o seres que manejan los secretos de la ultra conciencia, especie de gracia divina que nos ha sido legada, pero que no hemos aprendido aún a utilizar… Tú sabes por físico, que el pensamiento emite ondas? vibraciones de baja frecuencia eléctrica que se desplazan a través de los espacios invisibles de nuestro entorno; que dichas ondas penetran incluso a través de barreras de concreto o de acero y que también lo hacen navegando entre el tiempo y el espacio…Me causa gracia que yo esté explicándole a un doctor en física los rudimentos de esa disciplina.

"-No hay cuidado. Cierto?. Eso ha sido demostrado por la ciencia.

"-Pero esa misma ciencia no acepta – en realidad la combate encarnizadamente -, la idea que, basados en una nueva concepción del pensamiento, nada es lo que parece ser y que estamos en medio de una especie de realismo fantástico, como tú te encargaste de puntualizar en el cursillo.

"No todo es dos más dos igual a cuatro…

"- ¡Exacto! Pienso esto : si hemos sido creados a semejanza de un ente que maneja estos poderes portentosos, es obvio que los poseemos pero que no sabemos utilizarlos ; o tal vez es Dios que aún nos condiciona porque no nos ve preparados para manejar semejantes poderes..

Beatriz, después de cerrar los ojos, dejó de hablar durante unos segundos.

"- ¿Té pasa algo?

"- No, Ernesto; recibí un pensamiento. Dice así: si Dios supera a toda realidad, encontraremos a Dios cuando conozcamos toda la realidad. Y si el hombre tiene facultades que le permitan comprender todo el Universo, Dios es tal vez todo el Universo y algo más.

"- Bello, ¿de quién es?

"- Louis Pauwels.

"-Conozco al francés. Al final de la guerra me lo presentó en París Jacques Bergier. ¿De qué libro es?

"- De ninguno. Aún no ha sido escrito. Por ahora sólo está en su mente. ¡Qué cara, Ernesto; qué cara! Me da la impresión de que crees que te habla el diablo. ¡Pero no soy el diablo ¿eh?.

"-En todo caso, diablesa… Perdón por el lapsus. Hay que meter un bocadillo de humor porque el tema es muy denso, creo…

" Sí. Tienes razón. Parecemos dos teólogos filosofando en un seminario… En fin, decía que tal vez Dios nos juzga aún inmaduros para que podamos servirnos de ese libro que ha editado en nuestro propio cerebro. Estamos rompiendo el cascarón. Por ahora es una ínfima minoría de iniciados los que nos atrevemos a bucear en esta nueva escala de valores. ¿Tú crees en Dios, Ernesto?

"-Me remito a Theilard de Chardin. Creo en la existencia de una supra conciencia cósmica ajena al Dios que nos han tratado de imponer las distintas religiones.

"- ¡Sabía que podía contar contigo!

"-¿Qué hay respecto a la casona de la calle Garay?

El extraño relato de Borges se me había colado en el cerebro. La historia sentimental que presuntamente la ligaba al escritor me sonaba creíble. Borges existía y Beatriz Viterbo también. ¿Por qué no pensar que Borges había inventado lo del Aleph sólo para poder evacuar un sentimiento de amor que lo descontrolaba? ¿Acaso se trataba de la catarsis mencionada por Beatriz Viterbo? De ser así, la historia de amor podría ser posible. Pero lo del Aleph- aún con sus connotaciones de remotísima posibilidad científica-, no; lo creía fruto de la inventiva de Borges y de algún tipo de alineación mental de Beatriz Viterbo.

En esos momentos, aún pensaba que ella era una loca moderada, pero loca al fin.

Cuando capté que la mirada de Beatriz se había quedado extraviada, volví a repetirle la pregunta.

"¿Qué hay? ¡Una novela, Ernesto! ¡Una novela! Cierto es que mi padre tuvo intención de venderla. Me refiero a la casona. En parte por el asunto de el Aleph, y en parte también porque nunca había podido desprenderse del recuerdo de la muerte de mi madre. Un siete de julio a las siete de la mañana. Un jodido cáncer. No, no me expliques nada; te he leído el pensamiento; ella no supo lo del Aleph. Recordarás que Borges cuenta que la casa termina siendo demolida. Esto tampoco es cierto; entiendo que la casona sigue en pie. Sí es cierto que mi padre fue tentado por un grupo de inversores – interesados creo en construir un edificio de apartamentos -, pero luego esto abortó. Las malas lenguas dijeron entonces que Borges mismo había estado interesado en adquirirla- supongo por el tema del Aleph- pero esto no pude nunca confirmarlo.

"- ¿Y nunca volviste a la casona?

"- Desde mi regreso, he tenido la obsesión de hacer una visita. Pero sola no me atrevo. Con Carlos Argentino, menos. Temo que eso ensanche su locura. Sabes…yo había pensado…

"Que yo podía acompañarte

"-¡Sí, Ernesto!¡Sí! ¡Sería maravilloso…!

Me sorprendí de haberle abierto la puerta. Beatriz se había levantado de su silla girando como una peonza en medio de pequeños gritos de alegría.

"-¿Cuándo quieres ir? ¿Ahora…? Es una locura, Beatriz; una locura. "-¿Sabés si está desocupada? ¿Si vive alguien?

"- Tengo el número de teléfono de una vecina; anciana ahora, con la cuál nos tratábamos con suma amabilidad. La llamé hace unos meses atrás y me dijo que cada tanto ve salir y entrar a una persona; con bastidores y telas y todo eso…

"-¿Un pintor?

Me repetí la pregunta a mí mismo. Tuve la sensación de que alguien pasaba una gruesa lija a lo largo de mi columna vertebral. Beatriz leía sin duda los pensamientos.

"-¿Qué té pasa, Ernesto?

"- Nada, nada. Un leve mareo. Este wihsky sin duda.

No quise comentarle a Beatriz que tenía terminada mi segunda novela – de la primera más valía olvidarme – en la que el protagonista- Juan Pablo Castel- es un pintor ¿Casualidad causal que le dicen? De pronto me oí decir:

"- ¿Querés ir entonces?- antes que terminara la frase, Beatriz se disculpó diciéndome que pronto regresaba.

Mientras la observaba camino al toilette, alcancé a decirle en voz alta -: ¡Te repito que es una locura! ¡Pero sólo la veremos por fuera! ¿Me escuchás? ¡Sólo por fuera!

???????????????????????????????????.

Cuándo salimos a la calle, las primeras sombras de la incipiente noche, se recostaban sobre el fondo de la calle. Llovía. El viento correteaba por la acera levantando papeles y alguna hojarasca desprendida de las ramas de los árboles. Debimos caminar hasta la 9 de Julio porque las adyacencias a la Plaza de Mayo se encontraban cerradas con motivo de una manifestación de apoyo al General Perón.

Paseo Colón hacia el Sur…

Pronto llegamos a Juan de Garay. Cerca de la intersección con una Avenida, ella me señala una casona: paredes grises, mayólicas doradas y una gran verja de hierro, circundando un cuidado jardín. Neoclásico francés, pensé.

En silencio, bajamos del auto. La gran puerta de hierro estaba abierta. En una de las ventanas situada a la izquierda de dónde nos encontrábamos, vimos una luz encendida. Nos miramos. El silencio parecía haber puesto una morsa en nuestras bocas.

De pronto sentí que la mirada de Beatriz me empujaba.

Avanzamos por un corredor abierto hacia un pórtico. Una enorme puerta de madera se erigía ante nosotros. La cabeza de un animal indescifrable remataba el llamador de bronce.

Otra vez la mirada de ella pareció mover mi mano. Una acuciante sensación de ambiguo temor había comenzado a apoderarse de mi cuerpo.

Nadie contestó nuestro llamado. Sin atreverme a mirar a Beatriz, volví a accionar el llamador. Nada. Silencio absoluto. La gruesa cortina de la ventana impedía que mi mirada pudiera penetrar en su interior. Pensé que sería prudente retirarnos.

Acosado por un temor creciente, me dije que estaba haciendo un papel ridículo. ¿Cómo me había dejado arrastrar a semejante locura, producto de la loca cabeza de una loca?

Recuerdo casi con exactitud microscópica, que al girar con la intención de marcharme, la sombra de Beatriz que pasa a mi lado como una exhalación. Antes de soltar el que haces Beatriz, ella acciona el picaporte y de pronto veo también que la gran puerta de madera recula en medio del sonido de resecos goznes.

Nunca me destaqué por ser demasiado arrojado. Tampoco por cobarde. De todos modos, la mirada de ella me llegó desde el fondo de una tenue penumbra. Pronto, me encontré con Beatriz en una antesala con pisos de mármol blanco. Miguel Ángel me vino a la memoria.

Sobre un desnivel, detrás de una armoniosa arcada de mármol verde, se abría una espaciosa sala. A nuestra derecha, se extendía un largo pasillo que estaba casi a oscuras; al final del mismo, una puerta de madera entreabierta por dónde se filtraba una tenue luz amarilla. Todo el mobiliario- un juego de sillones, una mesa de comedor con seis sillas de madera estilo Luis XV y un baihut- se hallaba cubierto por gruesas telas de color gris. Escuché que Beatriz balbucía que se trataba de sus viejos y queridos muebles – muebles supuestamente cedidos por su padre antes de morir- los cuáles nunca había retirado de la casona. No puede ser, no puede ser, repetía como en busca de su propio oráculo.

"-¿Hay alguien aquí? ¡Yo soy Beatriz Viterbo, la antigua moradora!

La voz de Beatriz hizo más ostensible la locura de nuestra actitud. Habíamos penetrado en una casa ajena y sin ser invitados. Una casa que pronto Borges tal vez inmortalizaría por medio de su fantástico relato.

Creo que fue en esos instantes cuando descubrí sobre el flanco izquierdo de la sala, el atril con el bastidor. Se hallaba a un costado de un gran hogar que tenía unos leños encendidos.

Por obra de un acto reflejo, mientras Beatriz continuaba llamando a viva voz, me acerqué a la tela. Observando la imagen pintada sentí un profundo estremecimiento. Al acercarme al bastidor, tropecé con el atril; una tarjeta se desprendió de la tela. La acerqué a mis ojos movido por una inocultable curiosidad pero la escasa luz me impidió leer los caracteres en letra imprenta. Entonces, sin saber porque, la guardé en uno de los bolsillos de mí abrigo.

En esos momentos, Beatriz, como poseída, me empujó hacia la entrada de un largo corredor. Le señalé la tela pintada y mi intención de observarla pero ella, asiéndome de un brazo de manera perentoria, seguía empujándome hacia el pasillo.

De pronto pensé que alguien podría dispararnos desde las sombras. Lo tendríamos merecido; no se podía ingresar a una casa ajena de la manera que lo habíamos hecho. O tal vez ese otro alguien estaría llamando a la policía. Interrogantes con los cuáles el miedo se hacía presente, ya instalado sobre mi psiquis.

Me di vuelta una vez más para observar el lienzo que parecía brillar por efecto de la luz emitida por los grandes trozos de quebracho que crepitaban en el centro del inmenso hogar; las brasas formaban multitud de estrellas rojas y blancas que estallaban en el aire.

Sin duda había gente viviendo en la casona. Cabía pensar que el morador hubiera salido momentáneamente a hacer alguna compra: yerba mate, azúcar, cigarrillos?, y que en el apuro- rumié- , se habría olvidado de pasar llave a la puerta.

"-Vamos hasta el sótano. Quiero mostrarte el lugar donde estaba el Aleph.

La voz de Beatriz Viterbo parecía surgir desde el fondo de un recipiente.

Sudaba. Desde la raíz de su frente- en forma de minúscula catarata-, gotas de diferentes formas y tamaños se deslizaban en caída a través de las cejas, o corriendo por la meseta nasal, en la cuál un fino y retorcido cordón de agua buscaba los pliegues de sus orejas.

Como si estuviera sacudida por un invisible terremoto, todo su cuerpo temblaba de manera visible.

"- Hay una luz prendida– me dijo señalando el largo pasillo-. Tal vez esté el pintor – acotó con un ronquido.

Seguí sus pasos. Creo que ya expliqué que emanaba algo extraño en la impostación de su voz, y que un brillo intenso traslucía en su inquietante mirada, como si ambos hechos anularan los resortes de mi voluntad.

La puerta estaba entreabierta. A escaso metro de la misma, Beatriz Viterbo me miró de manera insondable. Creo que en aquellos momentos, el terror comenzaba a cincelar retorcidos dibujos sobre su cara.

"-¿Escuchas lo que yo…?- me dijo desde el fondo de su abismo.

"- Un zumbido. Un ventilador o algo así??

Beatriz no contestó. Como empujada por un arcano sino, había pasado del otro lado de la puerta; en esos instantes, al darse vuelta, noté que su mirada ya mostraba signos de alucinación.

Estiró un brazo, al tiempo que señalaba escaleras abajo. Y entonces sí lo vi. Me encontré con una imagen que no podré olvidar mientras viva : Frente a nosotros, un hombre encorvado, sentado en una silla, absorto, contemplando un haz de luz blanquísimo que brillaba casi a la altura del rellano de la escalera. Parecía normal pero no lo era; la luz reverberaba entre sus contornos físicos.

"-¡Es Jorge Luis! ¡Es Jorge Luis!- comenzó a gritar en sordina Beatriz Viterbo-. ¡Es Borges, Ernesto! ¡Te dije que quería el Aleph para él!

"-¿Pero estás segura?- acoté, aguzando mi vista, aunque consciente que en el sótano se encontraba el inefable Borges.

Pero entonces, ¿el Aleph existía? ¿Qué hacía sino el mismísimo Borges sentado frente a aquella fulgurante esfera, tan bien descrita en su inédito relato?

De pronto me sentí mal. Una inasible piedra parecía ascender y descender descontroladamente entre mi esófago y la raíz de mi garganta.

Sentí deseos de marcharme. Se lo dije a Beatriz.

"-¡Yo no me marcho!- su voz se había desprendido de la sordina y retumbó entre los gruesos muros de la mampostería.

En medio del caos de mi mente traté de pensar. ¿Qué le diría a Borges cuándo se diera vuelta sorprendido por el agudo grito? Pero Borges no se dio vuelta.

Inmutable a nuestra presencia, permanecía rígido frente al temible haz de luz.

Beatriz Viterbo comenzó a llamarlo pero Borges continuaba impertérrito. De pronto, ella lanzó un sentido y largo ¡¡Jorge Luiiiiss!!, una octava por encima del registro agudo de su voz.

Al ver que la humanidad de Borges no daba señales de atender sus reclamos, Beatriz comenzó a bajar por la escalera. Y entonces ocurrió lo inesperado y sorprendente: cuándo ella puso sus manos sobre los hombros de Borges, pude ver con espanto que se introducían en el cuerpo del consagrado escritor. ¡Las manos de Beatriz se habían hundido en el cuerpo de Borges! ¡Un cuerpo visible pero inasible!

El personaje del Aleph retrocedió espantado. En esos instantes, se oyó

un siseo agudo- como si decenas de cobras acecharan nuestros pasos -, y el rayo de luz condensado del Aleph se apagó abruptamente.

Me di cuenta que estaba sólo, parado en el decimonono escalón de la escalera.

El morador de la casa no había vuelto aún y Beatriz Viterbo no daba señales de vida desde el fondo del sótano.

………………………………………………………………………………………………………………..

"He perdido noción respecto al tiempo transcurrido desde nuestra llegada a la extraña casona. Pienso que Beatriz estará en medio de la imagen holográfica de Borges, sumida en la penumbra. La llamo. El sonido de mi voz rebota en los intersticios de las paredes y parece filtrarse como un silbido entre los marcos de las puertas. No escucho su respuesta. Vuelvo a llamarla y otra vez el silencio abre espacios insondables en mi mente.

Repentinamente, me dejo llevar por mi cuerpo hacia las oscuras aristas del maldito sótano.

"- ¡Beatriz! ¡Beatriz Viterbo!- grito como un poseído.

Al llegar al misterioso recinto, contengo la respiración: ¡La imagen inasible de Borges ha desaparecido! A escasos metros de donde me encuentro, debajo del recodo de la escalera, veo a Beatriz tirada sobre el piso húmedo. Tiene una de sus manos sobre la cerradura del arcón prohibido al que hiciera alusión el relato de Borges.

Vuelvo a llamarla. Beatriz, Beatriz Viterbo, soy yo, Ernesto. Ernesto Sábato.

Cada palabra parece sonar como un cristal que se hace añicos contra el piso. La zamarreo. Cuando mis manos la toman de los hombros siento que su cuerpo se ha vuelto fantasmal, al igual que el de Borges contemplando el Aleph.

Subo por la escalera y vuelvo a la sala.

Confundido, observo el bastidor del supuesto pintor. La tela está pintada pero las formas de la expresión artística apenas son visibles por efecto de la penumbra.

De pronto me veo empujado en dirección al bastidor. Avanzo atropelladamente Dos tonos predominan en la pintura: el azul y el marrón.

Sobre el flanco derecho de la tela, un niño de pantalón corto; 10 ó 12 años, calculo. A la izquierda del cuadro y casi en forma perpendicular al mismo, otro niño que sostiene algo entre sus manos. Fuerzo la mirada. Se trata de un gorrión- inconfundibles los trazos marrones con algunas pinceladas negras a lo largo de su cabeza -; me parece ver una mirada perversa en el niño que sostiene el pájaro. El otro parece con el miedo colgado a su ojos; pienso en que sólo el supuesto pintor ha de saber que tipo de mirada palpita en ese otro niño que ha creado.

Acompaño a este niño. De alguna manera, siento que está vivo. Lo percibo. Oigo el fino sonido del roce sobre la piel que hacen sus desnudos brazos al moverse hacia delante. Hace calor. La pintura ha dejado de ser pintura y por un extraño sortilegio, yo siento que he penetrado en esa realidad sensitiva, perversa y ominosa.

Los niños tienen el torso desnudo y están descalzos.

La calle de tierra es ancha y el viento forma pequeños remolinos de polvo. A lo lejos se ven algunas casas aisladas.

Momentáneamente me he olvidado de Beatriz Viterbo. Estoy sólo en medio de la soledad de una siesta pueblerina. Es Rojas; es mi pueblo natal.

Animado por un propósito concreto, pienso que Dios- o nuestra representación de Dios-, me ha llevado a esa casona de la calle Garay. Fagocitado por un sino incomprensible, siento que los fantasmas de mi niñez se abroquelan en mi cerebro. He retrocedido en el tiempo. 1921, tal vez el 22.

Las voces de mi madre y mi padre parecen aferrarse entre los corpúsculos invisibles del viento. Pero también percibo las voces ancestrales consustanciadas con paisajes vivos de mi historia familiar, remitidas a los peculiares aromas de las tierras de mis progenitores: Italia y El Líbano.

Penetro en la casa de mi infancia; el silencio parece asirse a cada uno de los ladrillos.

Mi habitación está delante de mis ojos; la cama tendida, la prolija disposición de cada objeto. Oigo las cálidas palabras de mi madre y las palabras rígidas e imaginarias que emanan de la mirada de mi padre. Como siempre, trato de huir de esa mirada donde los afectos parecen jugar a las escondidas.

Vuelvo a la calle. A dos metros de distancia, me pregunto si mis amigos serán capaces de clavar la aguja en los ojos del pequeño gorrión.

Cierro los ojos. Imagino el momento que el fino estilete romperá la pared fibrosa del cuerpo ocular; la córnea comenzará a deshacerse en filamentos; luego los vasos coroides cederán trazando diminutos ríos de sangre que se esparcirán por el iris y el cristalino. La aguja ha llegado al corazón del nervio óptico; se abrirá paso al fin entre el humor acuoso y la materia gelatinosa de la sustancia vítrea. Entonces, la oscuridad será total, y el pájaro, desprovisto de luz, se convertirá en un pájaro ciego.

Los sentimientos se mezclan como si de pronto el tiempo hubiera detenido su fluir, confundido como yo.

Parado en medio de la calle, detrás de mis amigos, ignoro aún las secuelas de la gran guerra mundial; ignoro los últimos quejidos de millones de moribundos; también ignoro que incontables esqueletos, millares de cráneos destrozados por la metralla, se hallan esparcidos a lo largo de tortuosas trincheras en las cuáles la naturaleza ha tendido ahora un verde manto de olvido como prueba irrefutable de su supremacía( ahora, este niño- hombre, piensa que la ignorancia suele ser el refugio preferido de la inocencia).

He vuelto 25 años después, y sin embargo, tengo la impresión de que aún no me he movido de ese lugar -como si pasado, presente y futuro fueren sólo una engañosa ilusión -, a la espera de asistir como testigo de un acto despiadado y perverso que desmitifica la supuesta bondad de los niños.

Sé que en cuestión de segundos, uno de mis amigos de la infancia – algo se ha desgarrado en la fragilidad de mi memoria impidiéndome recordar su nombre- va a atravesar con la aguja los ojos del gorrión. Mi corazón de niño tiembla de espanto pero en alguna zona oscura de mi cerebro, ciertos e infinitesimales resortes químicos, activarán las neuronas de la perversidad, pujando imaginariamente la mano de mi compañero para que la aguja penetre en el centro de cada uno de los ojos de la indefensa bestezuela.

No me atrevo a dar un sólo paso pero quiero volver hacia atrás, salirme de la pintura para poder ver con claridad que es lo que hacen los niños con el pájaro cautivo. Siento que debo hacerlo porque el miedo y la angustia del traumático recuerdo han comenzado a resecar mi boca. No soporto más la incertidumbre.

Me salgo del cuadro; vuelvo a la casona de Garay mientras pienso que Borges y Beatriz Viterbo continúan atrapados en el sótano por obra del Aleph.

Algo en mi interior me dice que tengo que huir, abandonar deprisa esa extraña casona; por momentos, también me digo que debo de estar en medio de una horrible pesadilla. Sin embargo, pese a que la puerta de calle aún permanece abierta, un sino inexplicable parece atornillarme en el tenebroso interior de la gran sala.

Como un poseído, me acerco otra vez a la pintura.

El chico que está de espaldas jala sus brazos hacia delante. Ahora veo con claridad la aguja- alfiler, el largo y puntiagudo objeto de acero que pronto atravesará el otro ojo del inocente pájaro. Puedo presentir su silencioso grito.

El espanto me domina. Me digo que nada tiene sentido; que la vida es sólo una espantosa ironía, un perverso y lúdico ejercicio de Dios; que la puerca existencia humana no es más que un haz de luz infinitesimal en medio de las ominosas tinieblas condicionadas por la cuna y el ataúd.

Vuelvo al sótano. Necesito saber en qué lugar se metió Beatriz. Tal vez lo de Borges sólo haya sido una ilusión óptica pero Beatriz es un ser sufriente que merece mi consideración.

Estoy sobre el rellano de la escalera. Debo bajar con cuidado por estos escalones resbaladizos. Sé que no estoy loco. Yo también he visto a Borges sentado en la silla mirando hacia arriba. ¿Puedo estar soñando acaso? Qué poco ilumina esa lámpara. Este es el lugar dónde Beatriz se cayó. ¿Pero dónde puede estar esta mujer? ¡Beatriz! ¡Beatriz! ¡Soy yo, Ernesto! Es inútil. Beatriz no responde. Al llegar al pie de la escalera, escucho otra vez ese extraño zumbido, similar al de un ventilador. Toco la silla dónde estaba sentado Borges contemplando el Aleph. Avanzo en medio de la semi penumbra del sótano. Mi cerebelo me guía. Vuelvo a llamar a Beatriz. El miedo hace que mi voz suene temblorosa .Voy palpando cada rincón de las paredes. ¿Qué pudo haber pasado? ¿Acaso Beatriz, tomada por el terror habría huido durante la confusión de los primeros momentos? ¿Pero como no me di cuenta? Creo que yo también debo marcharme. A tientas, busco la salida. La pequeña bombilla ha empezado a oscilar. Al tratar de ganar el primer escalón, vuelvo a tropezar con la silla. Me siento. En esos momentos, una luz fulgurante se enciende escaleras arriba. Es el Aleph sin duda. Recuerdo la exacta descripción del relato de Borges. Beatriz no había mentido. Tampoco Borges.

Repentinamente, siento que un estado ambivalente me domina; el temor no ha desaparecido. Pero al mismo tiempo, una paz extraña circula por mi espíritu. El silencio se muestra, ora luminoso, ora tenebroso.

Observo el Aleph y pienso.

Una extraña conjunción de factores me ha llevado a enfrentarme con este portentoso e inexplicable fenómeno de la naturaleza. ¿O acaso Dios se manifiesta a través de él, a modo de prueba irrefutable de su existencia? Como científico, sé que la vida puede ser explicada racionalmente, desde la complejísima trama molecular que construye la catedral humana, una planta, un collar de insectos o la magnificencia de una gigantesca galaxia. Cada uno tiene su propio patrón genético y todos obedecen a leyes naturales inmutables.

Observo el Aleph y pienso.

Sí, el raciocinio humano puede explicar el universo de las cosas. Sin embargo, no todo es tan simple. Existen demasiados cabos sueltos, saltos al vacío que no pueden ser llenados con fundamentos biológicos y menos aún, con teorías que una y otra vez son puntillosamente descartadas y reemplazadas. Siempre he especulado al respecto. Suelo decirme a mí mismo que Dios nos ha hecho para todas las preguntas pero ese mismo Dios, no nos ha hecho para todas las respuestas.

Observo el Aleph y pienso.

Pienso en Borges. Recuerdo las charlas, el espíritu exquisito pero corrosivo de ese hombre que se niega a la esperanza. Claro que yo también tengo mis propios tormentos. Siento repugnancia por el costado pútrido de Adán. Al igual que mi colega, hay momentos en que me gana el desaliento y entonces, yo tampoco le encuentro sentido a la existencia humana. Podría describir con lujo de detalles la composición química de esa masa cerebral que cobijamos en nuestro cráneo. Pero aún así, y pese a que incontables veces me digo que no existe un Dios que le de sentido a la existencia, no dejo de pensar ?como una monstruosa paradoja- que la existencia carece de sentido sin Dios.

Observo el Aleph y pienso.

Soy consciente que un invisible e inasible ente ha penetrado las profundidades de mi cerebro haciendo que mi mente se extienda con un potencial casi infinito hacia fronteras desconocidas del pensamiento. Por primera vez percibo el sonido de las patas de una cucaracha corriendo hacia un pequeño intersticio abierto en el zócalo. Escucho con nitidez el desplazamiento de una araña sobre los finísimos filamentos que conforman su trampa mortal. Una mosca ha caído en las redes pegajosas.

Observo el Aleph y pienso.

La víctima y el victimario. Puedo sentir como la araña envuelve a la mosca con el miasma líquido que brota de su boca y presentir el momento exacto que comienza a libar el jugo de su inerme víctima. El sino asesino que infecta la tierra. Seres concebidos para matar. El mecanismo de la muerte fijado como sello indeleble en los genes de millones de criaturas vivientes, desde organismos microscópicos hasta el hombre, el gran depredador, el rey de los instintos asesinos que goza matando a sus congéneres.

Observo el Aleph y pienso.

La maldita historia de siempre. ¿Qué somos, qué representamos de verdad? Vida y muerte; muerte y vida; vocablos que se aferran a mi cerebro insidiosamente. También aquel eterno asunto del huevo o la gallina. Todas conjeturas, meras especulaciones filosóficas.

El bien y el mal. ¿Qué es lo uno y lo otro?¿Qué habrá de cierto respecto al Apocalipsis? ¿Será verdad acaso que las profecías se cumplen inexorablemente? Preguntas. Preguntas. Sin embargo, una cosa sí resulta cierta: la auto-destrucción de la raza humana. No tengo dudas de que somos cómplices de la sangre.

Sin embargo, reconozco que esta humanidad perversa es capaz de parir un Cristo, un Albert Scheiwtzer o un Mahatma Ghandi. ¿No será que, por encima de nuestras propias y miserables lacras, la verdadera lucha tendría connotaciones metafísicas? ¿Algo así como una dura porfía entre el bien y el mal, la luz y las tinieblas…?

Si comulgamos con la idea de que un Dios controla y digita nuestras propias conductas, la existencia puede tornarse comprensible, aunque jamás justificable, claro.

De cualquier manera ¿cómo evaluar al hombre? ¿Qué podía haber en común entre Jack, el destripador y San Francisco Solano? ¿Qué, entre la Judith que exhibe en bandeja la cabeza de Holofernes, con Florencia Nithingale?

Se puede pensar que todo nos une y nada nos diferencia. ¿Paradójico? Tal vez. ¿Pero no es todo paradójico? ¿No estamos presos acaso de nuestro pensamiento binario? : La antorcha marca el camino pero también concibe la hoguera. Lo que está arriba está abajo, según un aserto antiguo. La luz vive en las tinieblas y las tinieblas son parte de la luz. Vida y muerte. Muerte y vida.

Repentinamente, el Aleph se pone en marcha. Una babel de imágenes y sonidos se desprende del estrecho rectángulo y toma forma y presencia a lo largo de la escalera y luego se extiende en el volumen global del sótano en forma tridimensional.

Me sumerjo en el sonido y las imágenes. Una música desconocida inunda el recinto y se hace pentagrama auditivo en mis oídos, como si de pronto, Bach, Hâendel, Vivaldi, Mozart y Beethoven, se hubieren aunado en componer una melodía sublime y excluyente.

Me veo a mí mismo en el exuberante escenario del paraíso bíblico. A mis espaldas resuena un grito de dolor y al darme vuelta, veo a Caín en el momento que se arroja sobre el cuerpo ensangrentando de su hermano, como preludio de la sangre y los asesinatos posteriores.

Veo a Fulcanelli contemplando una grandiosa catedral.

Veo y palpo con mis manos, las húmedas tinieblas en el momento de descender sobre unos campos yermos; luego, las mismas tinieblas penetrando en viviendas miserables, mientras gritos horrendos atraviesan las puertas y ventanas.

Veo a un hombre de vestimenta negra corriendo detrás de unos niños de inmaculada blancura.

Veo abortos en medio de la noche.

Veo ratas negras y ratas grises despellejando cadáveres a lo largo de kilómetros de trincheras abandonadas.

Veo una enorme boca abierta y llena de gusanos; veo gusanos grises, gusanos negros y gusanos blancos, y todos se deslizan por los labios agrietados de esa boca inmunda.

Yo soy el hambre de todas las hambres, me grita la boca repulsiva mientras retuerce una lengua rojiza y grotesca.

Veo celdas en hilera, con una sucesión de rostros signados por el espanto. La música ahora se ha convertido en un responso; sin saber porque imagino que Mozart compone un nuevo y doliente Réquiem por encargo de Dios; un solista en clavicordio acompaña la letanía de quejidos que surgen de esa cárcel que parece no tener límites. Son las cárceles del mundo en una sola cárcel. Se quejan los ladrones; se quejan los asesinos impiadosos; se quejan los asesinos seriales, pero también escucho la queja de multitud de hombres y mujeres presos por portación de ideas; exiliados y desterrados que esperan el momento en que otros hombres y mujeres los lleven al cadalso.

Veo la oscuridad ominosa de las cárceles sin barrotes de los ciegos del mundo.

Escucho una voz densa como el acero derretido que me habla no sé qué de la fragilidad humana.

Veo una ciudad en medio de la campiña. El reloj de un campanario marca las 8,14. Puedo sentir el perfume de incontables flores, santuario del jardín de cada casa. Tengo la impresión de percibir también el perfume espeso y peculiar de miles de sauces. Veo mujeres caminando con sus bolsas de compras en las manos. Veo oficinistas sin apuro. Veo niños mamando la dulce leche de los senos de sus madres; veo niños durmiendo; niños jugando y niños haciendo las tareas escolares. Veo a hombres y mujeres haciendo el amor antes de exhalar el orgasmo, el inútil y visceral grito de protesta frente a la muerte.

La luz del sol corre por las calles y las plazas, trepa sobre casas y edificios y se desparrama sobre la sabana de colores que circunda la ciudad.

Veo el haz de luz blanquísimo, en el instante preciso que estalla la materia liberada y comprendo que estoy en Hiroshima a la hora exacta en que la bomba de todas las bombas, troncha y aniquila en una fracción de segundo, los pequeños sueños de seres pequeños e inocentes.

Veo a San Martín hablando con Lord Mc Duff en el momento que recibe un sobre con precisas instrucciones.

Veo la imagen de un gran Banco y luego un despacho privado de ese mismo Banco en el momento en que unos hombres hacen planes financieros para después de Waterloo.

Veo a Isabel II nombrando caballero a Francis Drake.

Veo la Catedral de San Pedro en el Vaticano y a Jesucristo caminando descalzo por la nave central.

Veo una cadena de ADN rotando con una perfecta sincronía, mientras los síntomas de los males físicos y espirituales, se fijan en precisos y determinados rincones cerebrales.

Veo el Guernica de Picasso.

Veo las muertes en el Coliseo romano, los asesinatos colectivos de hombres y mujeres ruidosamente festejados por otros hombres y mujeres.

Creo escuchar una voz de mujer que me llama, pero no puedo sustraerme a la obsesión que me producen las imágenes.

Me veo en medio de una urbe intemporal. Es Buenos Aires, mi ciudad. Los colores se funden en un tono gris borroso. Estoy en medio de hombres, mujeres y niños que pasan a mi lado perseguidos por hombres que empuñan revólveres y metralletas. A diestra y siniestra se escuchan explosiones. Los gritos de dolor suben desde las plantas de mis pies y ascienden hasta mi cerebro haciendo estallar mis neuronas en un holocausto de angustia.

Veo a Dostoievski corriendo por una oscura callejuela de Moscú perseguido por un iracundo Raskolnikoff.

Veo a Oppenheimer y a dos uniformados, rezando con las manos en alto frente al púlpito de una Iglesia franciscana.

Veo el rostro de La dama del velo de gasa que inmortalizara Leonardo.

Veo a un pequeño grupo de hombres escribiendo afanosamente por encargo de un actor inglés de un pueblo de extraño nombre.

Veo a Galileo en el momento de pronunciar su famosa frase.

Veo a Freud soñando que sueña.

Veo a Einstein, arrepentido, tratando de borrar de la pizarra la frase que habría encolerizado a Dios.

Veo a Judith con la cabeza de Holofernes en la bandeja.

Veo a Nietsche abrazado al cuello de un caballo.

Veo a Schweitzer en su dispensario selvático, interpretando a Bach frente a negros muy pobres

Veo un salón. La imagen traspasa las paredes del sótano en una visión tridimensional de fondo plano. La mampostería es ciega de ventanas.

Veo ingresar a la sala a hombres jóvenes, mujeres, ancianos y niños. Una mezcla de espanto y angustia intolerable se dibuja en sus rostros. Hay algo de grotesco en los cuerpos y las expresiones; parecen imágenes salidas de lienzos ignotos de Brueghel y Goya.

De pronto, desde varios orificios a la altura del zócalo, surge un vapor blanco y grisáceo que empieza a extenderse a lo largo y ancho de la sala.

Veo como cada uno de los integrantes del compacto grupo, se miran e interrogan entre sí.

Veo a niños llorando aferrados a sus madres.

Veo a hombres y mujeres haciendo nones con la cabeza; a otros que alzan los brazos y a unos pocos golpeando la puerta que ha sido cerrada desde el exterior.

Mientras la mancha lechosa rapta por el piso y asciende lenta y sostenidamente hacia arriba en forma de inasible niebla, los miedos individuales parecen hincharse hasta convertirse en gritos aislados que también crecen en desmesura.

Todas las manos tratan de cubrirse las bocas y las narices.

Se oyen toses roncas y guturales.

Un sordo zumbido de motores se extiende por la sala.

Cuando la mancha lechosa tiene varios pies de altura, los cuerpos de los niños y ancianos son los primeros en caer. Se oye el sonido seco de los cráneos golpeando contra el piso. Caen y se quedan rígidos.

En menos de un minuto se ha formado una pira que va tomando la forma de una pirámide. Los cuerpos se atropellan tratando de ganar altura.

Ahora los gritos han perdido identidad y sólo se oye un formidable y sostenido aullido.

Las mujeres y los hombres jóvenes trepan desesperadamente por la masa de carne conformada por los ancianos y los niños. Algunas madres se abrazan a los cuerpos inertes de sus hijos, en medio de espasmódicas convulsiones. Pero otras madres y otros padres, pisotean los cadáveres de los más pequeños. Luego se toman de brazos retorcidos, pisan espaldas y piernas, tratando de abrirse paso hacia la cima.

La mancha lechosa crece y crece. Los hombres jóvenes golpean ferozmente a las mujeres en el afán de alcanzar la parte más alta de la pirámide humana.

Pronto, cesan las toses y los gritos de espanto femeninos.

Durante unos segundos, oigo las voces masculinas que parecen pugnar por lanzar el último alarido.

El más fuerte de todos conquista la última cota de cadáveres. Segundos después, también muere por efecto del monóxido de carbono.

En esos momentos oigo una voz de mujer que me llama. Pienso que es Beatriz Viterbo reclamando mi presencia desde el sótano. Yo respondo pero ella no me oye. De alguna manera, el inasible Borges ha cerrado la puerta del sótano.

Ahora lo comprendo todo. Borges ha sido engañado. Beatriz Viterbo y Carlos Argentino han sido engañados. Todos los espíritus mesiánicos también. El Aleph no está en un punto definido del espacio tiempo. Ni siquiera en varios a la vez. El Aleph es la vida. La vida es El aleph.

????????????????????????????????????

"-Ernesto, despierta. Hace rato que te estoy llamando.

Abro los ojos. Es Matilde; la abnegada Matilde, la mujer que no creo merecer.

El recuerdo de Beatriz Viterbo, de mi infancia en Rojas, de Borges y el Aleph, aún está fresco en la memoria. El estropicio neuronal no puede disipar las tinieblas; sin embargo, respiro aliviado ante la idea de que no ha sido más que una extraña pesadilla.

"-Creo que tuve una pesadilla, Matilde.

"-Ni me lo digas. Desde que llegaste a la madrugada no he podido dormir…

"-¿La madrugada…?

Matilde ríe, mientras trata de poner en mis temblorosas manos una regocijante taza de café.

-La borrachera, Ernesto, la borrachera. Tu ropa rezumaba alcohol.

Siento que la confusión se instala nuevamente en mí.

Creo ver en el rostro de Matilde un halo de preocupación.

Necesito recomponer mi propio rompecabezas. Por cierto, no recuerdo de manera precisa dónde había estado luego del curso de Teosofía. Como si fuere obra de un hecho absurdo, lo único coherente parece ser mi incursión onírica. Por suerte, Beatriz continúa siendo la Beatriz Viterbo de los buenos días y hasta el sábado que viene. ¿Qué había hecho entonces desde el momento que me despidiera de mis compañeros de curso? Recordaba vagamente- sólo vagamente- que había estado toda la tarde con el editor de mi nueva novela, con el cuál- entre otras cosas- habíamos acordado definir el título- ya había tomado la decisión de que fuera El Túnel y no otro- y hablar sobre las pruebas de galera; luego una invitación para cenar, con el fin de celebrar el inminente lanzamiento de mi nueva obra ;lo único que tengo en claro es que por primera vez, desde mi nueva vocación, pienso estar en condiciones de hacerme un pequeño lugar en el mundo de las letras. Más allá de los resultados concretos librados a la opinión de la crítica especializada y a la de los propios lectores, al menos tenía la íntima satisfacción de que a través de Juan Pablo Castel, su personaje medular, había podido expresar parte de las dudas existenciales que me atormentan cotidianamente.

Mientras me ducho decido no transmitirle a Matilde mi angustia respecto a la incipiente amnesia. Amnesia atribuida a mi excesivo cansancio intelectual y -por qué no- a las tribulaciones del alcohol al cuál no soy afecto.

Le digo a Matilde que yo mismo buscaré el periódico del domingo, a fin de despejarme un poco. Solícita como siempre, me regaña amablemente, advirtiéndome que el frío es intenso y que no salga sin el abrigo. Así lo hago.

Ya en la calle, no puedo evitar que las insidiosas imágenes del tortuoso sueño se instalen nuevamente en mi cerebro. Me digo entonces que Freud sólo había dado la puntada inicial respecto a los intrincados laberintos psicológicos que subyacen en la naturaleza de los sueños, pero que aún estábamos muy lejos de desentrañar el arcano mecanismo de los mismos.

Literalmente tomado por los pensamientos, no me doy cuenta que tengo el periódico en mis manos y que el canillita me mira con cierta indulgencia aguardando que le pague.

"-Se lo nota un poco cansado, Doctor…

"-Sí, cansado; un poco cansado. Cóbrese, por favor.

En esos momentos, junto con el dinero, extraigo de mi bolsillo una tarjeta. La memoria me remite a uno de los avatares de la pesadilla; más precisamente, en el momento que había guardado en el abrigo la tarjeta caída del bastidor. La leo: Juan Pablo Castel. Pintor.

(*) Textual, de un reportaje del diario "Clarín" a Ernesto Sábato.

(**)Versos del autor.

NOTA: Algunos pasajes de los diálogos que tiene como protagonista al entrañable Ernesto Sábato( de quien me considero condiscípulo) han sido extraídos de reportajes realizados al escritor por el diario "Clarín".

 

José Manuel López Gómez

lopezgomez7[arroba]yahoo.com.ar

Español.

ARGENTINA.

Página Web en español: www.sanesociety.org/es/JoseManuel

Página Web en inglés: www.sanesociety.org/en/JoseManuel

Blog: http://JoseManuelLopezGomez.tripod/blog

 

Partes: 1, 2, 3
 Página anterior Volver al principio del trabajoPágina siguiente